22/5/15

Jorge Luis Borges: El Dios y el Rey








De las historias de Olaf Haraldsson, que logró después de la muerte el curioso título de perpetuo Rey de Noruega, he recorrido la que Snorri Sturlson compiló, a principios del siglo XIII; algún fragmento posterior recogido en la Nordische Mythologie, de Paul Herrmann, y el turbio y elocuente resumen que bosquejó Carlyle (Early Kings of Norway, 1875). Unas líneas que tratan del dios Thor, leídas casualmente, me instan ahora a referir, a mi vez, el destino de Olaf. 

A los doce años, su madre lo hizo capitán de un barco de vikings. A los diecinueve, había asolado las riberas de Europa, desde Finlandia y Dinamarca hasta Nórvasund (Gibraltar) y había guerreado contra los daneses, en Londres. Su propósito era arribar a Jerusalén, pero en un vago río español soñó con un hombre, que le dijo que regresara, porque en Noruega sería rey por tiempo sin fin; este sueño puede haber sido imaginado para explicar por qué el futuro misionero del Norte no estuvo en Tierra Santa. Una tradición dice que recibió el bautismo en Rudhaborg (Rouen); Carlyle, que corta en dos mitades su biografía, sus días de viking y sus días de santidad, atribuye su conversión a "sus pensamientos y al insondable diálogo con el siempre quejumbroso Mar". A pesar de esa dicotomía, es lícito sospechar que Olaf Haraldsson no se despojó demasiado del viejo hombre cuando se revistió del nuevo; a un rey le hizo arrancar los ojos y lo llevó consigo por todas partes. (A otro, dispuso que le cortaran la lengua.) Tres veces trató el ciego de asesinarlo, pero Olaf no lo quiso matar "porque eran parientes lejanos". Carlyle refiere embelesado esta historia atroz (que duró muchos años), para demostrar que Olaf era piadoso, y acaba ponderando su buen humor y su sentido práctico, y "esa risa cordial, aunque no ruidosa, que le salía de las claridades del alma". 

El hecho es que la conversión transfiguró a los pueblos, pero no, al principio, a los hombres. Fue un acontecimiento para la estirpe, no para el individuo. Pasar del culto de los dioses germánicos al culto de Jesús no era pasar de una mitología a una religión; era sumar a esa mitología un dios más servicial y más poderoso y pensar que los otros eran diabólicos. En el siglo VIII los catecúmenos debían abjurar todas las obras y palabras de los demonios Thunor y Woden; en el XII, la Historia Danica, de Saxo Gramático, no niega la existencia de "Othinus" o de Thor: los declara hechiceros que aprovecharon la simplicidad de la gente para hacerse pasar por divinidades. Hubo conversos que abrazaron la nueva fe sin repudiar la antigua; Beda, el historiador, refiere que Raedwald, rey de los anglos, tenía dos altares: uno consagrado a Jesús, otro, más chico, en el que ofrecía víctimas a los "demonios" o divinidades paganas. Observa Friedrich Vogt que en el cristianismo se buscaba una fuerza mágica; en tal sentido, es edificante el caso de Clovis (Chlodwig, Ludovico, Luis), rey de los francos, casado con una princesa cristiana Clotilde de Borgoña. Clovis, en la angustia de una batalla, juró adorar "al Dios de Clotilde" si éste le daba la victoria; poco después, victorioso y bautizado, hizo tranquilamente asesinar a los otros príncipes merovingios. No nos maravillemos, pues, con exceso de las crueldades de Olaf. Rebajados a demonios los dioses, los gentiles quedaban rebajados a adoradores de demonios y un poco a brujos, y era tal vez inevitable que los trataran sin la menor piedad. Olaf, desdeñoso de teologías, rondaba los distritos con una fuerza de unos trescientos hombres; rechazar el credo del Cristo Blanco* era exponerse a la mutilación o a la muerte. 

El rey quemaba las aldeas que persistían en las viejas idolatrías. "¡Qué lástima que este pueblo tan lindo vaya a ser incendiado!", dijo tristemente una tarde, mirando, desde la ladera de un monte, los huertos, los tejados y los caminos. 

La devoción de los germanos era una forma trascendente de su lealtad, que, como escribe Jiriczek (Deustche Heldensage), "no era incompatible con el crimen y la traición, con el engaño y el perjurio, porque no la concebían como una abstracta y universal ley ética, sino como una relación personal y legal". Los hombres eran fieles a un ídolo, generalmente de madera, como podían serlo a su rey o a su capitán; se hablaba de los amigos de un dios; no de sus devotos. De Thorolf Mostrarakegg (que incorporó a su nombre el nombre del dios) leemos que, en un trance difícil, pidió consejo a Thor, "su querido amigo". Olaf Haraldsson, que los hombres apodaron el Grueso y después el Santo, dedicó su energía de viejo viking a ser enemigo de Thor. 

Acaso lo eligió porque era el más fuerte de los dioses del Norte, el que descarga con brazos poderosos el trueno, el que guerreó con los gigantes de las montañas y con la cíclica serpiente que llena el mar, y que es tal vez el mar el que destrozará a la serpiente en la última batalla del mundo. La gente se lo figuraba rudo y plebeyo, de barba roja (Hercules barbatus lo llama una inscripción latina); sus atributos eran el martillo y el carro; su símbolo, la svástica. En el siglo XI, Adán de Bremen escribió que la imagen de Thor que se veneraba en Uppsia parecía representar a Júpiter; en Inglaterra, el jueves, día de Jove, sigue santificando a Thor y es el Thursday. Una tradición preservada en la saga del Njál cuenta que Cristo fue retado por Thor a combate singular y que rehuyó ese lance. De Olaf el Santo, campeón del Cristo Blanco en Noruega, cabría decir que todos los años de su reinado fueron un duelo con Thor. 

En Gudbrandsdal la imagen del dios (escribe Snorri Sturlson) tenía un martillo en la mano y era tan alta que no había en el reino hombre de su estatura; diariamente recibía cuatro panes y una ración de carne; era hueca, hecha de madera y revestida de oro y de plata; los días templados la sacaban en andas y la gente se prosternaba. Olaf mandó a uno de sus hombres, Kolbein el Fuerte, que la partiera en dos; de los escombros del ídolo salieron ratas casi del tamaño de gatos, sapos, víboras y culebras, que habían engordado con las ofrendas. También hay memoria de sacrificios de caballos y de hombres. 

Thor no era el único demonio que debió debelar el rey. Toda Noruega estaba como atravesada de espíritus: la fylgia, que toma la apariencia de un animal y entra en los sueños de los hombres cuando alguien va a morir; la hemingia, mujer tutelar que se hereda de generación en generación; las parcas (nornir), que tejen en un sitio desconocido las suertes de mortales y de inmortales; los elfos, que acechan bajo los túmulos y que enredan las crines de los caballos; los gigantes, que habitaron la tierra antes que los hombres; los dos lobos, hermanos de la serpiente, que devorarán la Luna y el Sol. De Olaf Tryggvason, predecesor de Olaf Haraldsson, es fama que el dios Thor abordó su nave, le refirió los duros trabajos que había ejecutado para ayudar a los noruegos y luego se arrojó por la borda y no lo vieron más; el Santo no habló nunca con su enemigo; pero una tradición recogida en el Flateyjarbók cuenta que un hombre le preguntó si no quería ser como aquel rey que era victorioso en sus guerras y tan diestro y bizarro que en todas las regiones del Norte nadie podía medirse con él y para quien el verso no era más arduo que para los demás el habla común. Olaf le tiró a la cabeza un libro de oraciones y le gritó: 

—Por nada querría ser como tú, depravado Odín. 

Otra curiosa tradición de la misma fuente hace de Olaf una reencarnación de Olaf de Geiratadr, que había muerto a mediados del siglo IX. Cabalgaban frente a su túmulo y un hombre de la escolta le dijo: 

—¿Es cierto, rey, que te dieron sepultura en este lugar? 

El rey le contestó: —Nunca tuvo mi alma dos cuerpos y no podrá tenerlos. Si yo hablara de otra manera no habría verdad en mí. Entonces dijo el hombre: 

—Cuentan que la otra vez que pasamos, alguien te oyó decir: Ya hemos estado aquí y ya hemos salido de aquí.**

—Nunca dije tal cosa —replicó el rey, cuyo rostro se había demudado, y puso espuelas al caballo y se fue. 

Este diálogo, con su arcana sugestión indostánica y pitagórica de transmigración de las almas, deja entrever que el paganismo perseguido por Olaf habitaba también en su propio pecho. Hilda Roderick Ellis hace notar (The road to Hell, Cambridge, 1943), lo significativo de las tenaces negaciones del rey. 

La historia está tocando a su fin. Olaf Haraldsson impuso a Noruega la fe del Cristo Blanco. Los largos templos de madera del Dios que Truena fueron entregados al fuego: sus efigies, befadas, astilladas y arrojadas a los pantanos. En el año 1164, la Iglesia admitió el nombre del rey en el catálogo de los santos, y numerosos y asombrosos milagros exigían, ya, esa inclusión. La derrota de Thor pudo parecer absoluta, pero su imagen sobrevive —secularmente, paradójicamente— en la de su mortal adversario, que los devotos se figuran de elevada estatura y de barba roja, y armado con un hacha, que es el martillo que blandieron los ídolos en Uppsala y en Gudbrandsdal.





No sé el origen de este título, que es común en las sagas. El cordero pascual, en las Escrituras, es emblema de Cristo y en la Revelación de San Juan (1, 13-14) se lee: "Y en medio de los siete candeleras, uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies y ceñido por los pechos con una cinta de oro. Y su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve".

** Herrmann traduce: Es warsine Zelt, da wir hier waren, und vori hier weig kamenHilda Roderick Ellis, We have been here before also. Son casi las mismas palabras del poema Auden Light, de Rossetti: I have been here before.


En La Nación, domingo 2 de mayo de 1954
Y en Textos Recobrados 1931-1955 (1997)



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