La tiranía, por edificada en el aire, es un absurdo. Porque si los hombres son libres, la pretensión de reducir a todos a una sola voluntad, de acaparar un solo hombre los libres albedríos de los demás, es imposible,- y si no son libres y una fatalidad particular conduce a cada uno, es también vana la sumisión artificial de todas las fatalidades vivientes a la de un solo hombre, bastante lleno con la suya. De modo que solamente una teoría de mecánica explica la génesis de las tiranías,-prepotencias al fin resultan de que una violencia ha sido superior en eficacia bruta o en astucia, es decir, en realidad a las violencias, aun sumadas, del prójimo. La parte en que una tiranía parece inteligente sólo es la coquetería del mando, la frivolidad divertida del despotismo, el descanso en el argumento contrario, una atención fugaz a la eternidad que no perdona.
El maestro de tiranos en América del Sud, el número 1 de los enemigos del individuo, nació en 1756 o 57 o 1761, es decir, en un año impreciso que es prueba de que ninguno quiere cargar con el nacimiento de un hombre malo. Pero eso sí fue en Asunción y Asunción está diciendo la acción de tomar para sí ¿No iba a tomar para sí demasiado poder? El padre era de San Pablo y se había trasladado al Paraguay esperando lucrar con el contrabando del tabaco que dio humo prematuro antes de que se armaran los cigarrillos. Jóse Gaspar Rodríguez Francia, el vástago prodigioso, era uno de los varios hermanos que se hacían todos competencia en esforzada alienación mental y decía llamarse Francia para probar su origen francés.
Discípulo de los franciscanos en su pueblo natal y destinado a la Iglesia, estudió en Córdoba, donde obtuvo el título de doctor en Teología. Allí vivía huraño, sin mayor trato con sus compañeros; ocupaba un escaño en la penumbra (¿anticipo de cómo viviría su espíritu después?) y en el respaldo dejó grabado su nombre. Flaco y flexible, ya tenían sus ojos una llamativa movilidad nerviosa, escudriñando a su alrededor como en el recelo de un peligro. No encontraba estímulos en ese ambiente y era un perpetuo aburrido. Un amargo sabor gustaba su espíritu y mostró pronto impulsos terribles. En una querella con sus compañeros hirió bruscamente a uno de ellos con un cortaplumas que había afilado previamente para ese preciso objeto. Ya conseguía el título tenebroso de "gato negro".
A partir de una venganza fracasada conservó un odio invariable a los sacerdotes. Aparentando amistad hacia uno de sus profesores, a quien en realidad quería mal, estuvo largo tiempo estudiando la disposición de su cuarto, encima del cual estaba el de Francia. Y practicó un orificio que correspondía exactamente de arriba hacia abajo a la cabeza del clérigo cuando éste dormía. Y terminó por pasar un fusil y disparar un tiro, bien entrada la noche; pero que no dio en el blanco deseado porque en ese momento no estaba en la cama la persona sentenciada por el terrible joven estudiante.
En otra ocasión también desenmascaró la aurora violenta de su carácter. Un compañero de habitación, encontrando apetecibles unos duraznos colocados sobre el lecho de Francia, se los comió y los carozos quedaron encima de una mesita. El perjudicado se los guarda y nada deja entrever. Pero meses después sorprende de improviso al otro en un baño, amenazándolo con una pistola, dispuesto a todo si el infeliz no traga inmediatamente aquellos carozos... El pobre, tras muchos y penosos esfuerzos, consigue pasar uno, aguanta el suplicio del segundo y se desvanece durante el tránsito del tercero que era el último. Francia había dado una prueba de verdadero compañerismo.
Las pretensiones que tuvo entre la clase aristocrática le resultaron fallidas y entonces, agriado, buscó refugio en el bajo pueblo de Córdoba: pero a sus amistades de malas trazas también les resultó antipático dado su invencible orgullo. Este sentimiento dio origen al padecer injustificado de dos hombres en Asunción, más tarde: a uno encerró en la cárcel, de donde se le sacó para la sepultura, todo por una tunda que de él recibiera en sus espaldas,- y a otro mantuvo encerrado y poco alimentado en un sótano durante dieciocho años por haberse opuesto decididamente a un proyecto matrimonial ambicioso de Francia y por haberle llamado "mulato".
Huérfano de padre, renunció al estado eclesiástico y se hizo abogado.
Amigo de los libros y de los placeres, cuyo antagonismo es aparente, adquirió, vuelto a su patria, rápido renombre. Y así, Francia, estando en sus cuarenta años, fue nombrado miembro y luego alcalde del Ayuntamiento de la Asunción. Y conquistó a la opinión pública por su inflexibilidad.
Siguiendo el ejemplo de nuestro 25 de mayo, los paraguayos depusieron al bondadoso gobierno de don Bernardo Velasco, al que sustituyó una Junta de Estado con un presidente, dos asesores y un secretario con voto deliberativo. José Gaspar obtuvo este último puesto en recompensa de su solapado trabajo anterior de ayuda a la emancipación. Y ocupóse, al parecer, mucho de los negocios públicos a diferencia de sus colegas entregados a los placeres. Un congreso que convocó dejó establecida una república gobernada por dos cónsules: uno fue, naturalmente, José Gaspar y el otro Fulgencio Tegros, ignorante campesino perito en caballos y en la técnica del lazo. ¿Hay que decir que Francia pretendía desde el comienzo ser el único jefe de su país? Habiéndose preparado dos sillones con los nombres de César y Pompeyo se apoderó impaciente del primero (¿no fue Pompeyo el defensor de la legalidad en la antigua Roma? ¿y cómo terminará Tegros, el Pompeyo paraguayo?). Y pone en juego una graciosísima artimaña el célebre Gaspar: consigue del Congreso que los cónsules duren un año, gobernando cuatro meses cada uno alternativamente y comenzando por él (lo que es justo y si no ¿para qué es abogado?). Obtenidos en seguida ocho meses susúrrase en flagrante calumnia que José cuidóse de formar un ejército bien adicto para aplastar todo intento de independencia. También es calumniosa noticia la de que para su popularidad entre los indios, decretó la muerte civil de los españoles y les prohibió casarse con mujeres blancas. Buen estratégico, consiguió que a la renovación consular de 1814, el poder fuera conferido a un solo magistrado. ¿No bastaba con él? ¿Y para tres años entonces? Y en 1817 ¡dictador perpetuo!, que no es redundancia de palabras, sino de poder, por desgracia.
Así, "Su Excelencia" José Gaspar Tomás Rodríguez Francia, hijo de un pretendiente al contrabando de tabaco, empezó a fumar a sus compatriotas, instalado en el palacio de los gobernadores españoles, sólo que con fuego terrible y echando humo por largo caño. Como mejor se verá.
Tomás, para tomar su nombre intermedio, embelleció la nueva residencia, y derribando las casas vecinas, la dejó completamente aislada. Allí, con cuatro criados, lejos de todo atractivo pernicioso, vivió para su ambición. No sé si pretendiendo repetir con su país el caso de su palacio o temiendo la introducción de ideas contrarias a su voluntad, rompió toda relación con el Brasil, Buenos Aires y las provincias limítrofes. Lo cierto es que cortó los vínculos con todas las naciones de la tierra. Y nadie podía salir sin su especial autorización.
José Francia formó una temible policía por la que llegó a conocer la intimidad de las familias, deportó o encarceló a los que se habían atrevido a caricaturarlo y sintió tal temor por denuncias recibidas a su seguridad que no salía de su palacio sin su escolta de húsares. Estos soldados atropellaban o herían a los curiosos de modo que las personas huían para encerrarse en sus casas al anuncio de que el dictador se aproximaba.
Pronto se notó lo singular de su carácter triste. Llegó a tener la idea de una muerte próxima y así pedía con vehemencia al doctor Juan Lorenzo Gama, médico español, que le quitara de encima "el peso de aquella angustia que le arrebataba el sueño" y le desfiguraba el rostro. Se le llamaba entonces "el histérico" y aquel médico lo trataba como tal, atribuyendo la enfermedad (¡oh, influjo irresistible!) a la gratuita acción de los astros lejanos. Lo curioso es que lo asesoraba también un doctor Zabala, afirmándole que moriría cuando Dios quisiera y no cuando él pensara y recomendándole que "saliera del país". ¡Gran proposición! Francia precisamente no saldría nunca de su país y sería siempre el tirano.
Aquel triste que desconfiaba del día inmediato y quizá de la próxima debía desconfiar de sus conciudadanos, hombre al fin, que llegan a esconder el pensamiento enemigo con la misma facilidad con que el día vecino arroja la Pálida terrible. Y cumplía estas precauciones, con sus propias manos cebaba el mate con que se desayunaba muy temprano y apenas un negrito le había llevado los trebejos indispensables. Después, en un paseo por el interior de su palacio fumaba un cigarrillo, armado también por Francia, y encendido con cuidado por el pequeño sirviente. Y cuando tenía ya delante la canasta, traída del mercado por la mujer que era simultáneamente cocinera, ama de llaves y confidente, separaba tras prolija inspección lo que placía a su paladar, destinando el resto para su perro y los cuervos, que eran dos para que no faltara distracción suplente a su melancolía. El paseo habitual en público, con características de paseo privado, no le sorprendía sin un largo sable y un par de pistolas y eso que iban delante numerosos batidores. A falta de verdadero delirio tuvo ideas de persecuciones, así que llegada la noche él mismo cerraba las puertas y hacía un miedoso registro de muebles y habitaciones.
Cierta vez una mujer pensó que la manera más segura de acercarse al dictador era trepándose a la ventana de su cuarto. Y como así lo hizo, "por este acto tan sospechoso fue puesta en prisión" junto con su marido, "probablemente complicado también en el infame complot". Previniendo sucesos análogos al que "parecía encerrar intenciones tan maléficas como misteriosas", ordenó Francia que en adelante toda persona que se le viera "¡mirar al palacio!", fuera allí mismo fusilada. Y dio al centinela una bala para el primer tiro y otra para el segundo si erraba el primero, prometiéndole a continuación que acertaría en su cuerpo con el tercero si equivocaba nuevamente el disparo. Días después un indio miró al pasar las ventanas prohibidas y allá fue el tiro que se merecía, pero que no lo hirió. Francia apareció alarmado, diciendo que "él jamás había ordenado semejante cosa". Era una disminución de su memoria.
Llegó a encerrarse en sus cuartos semanas enteras y sólo se le oía cuando daba las órdenes por una rendija de la puerta. Y por su vicario general prohibió las procesiones y el culto nocturno, temeroso de que originaran reuniones sospechosas. ¿Pero no es que temía la venganza de las sombras, donde también se albergan espíritus libres? No podía dormir sin buena luz. ¿Pudo permitir los chascos de los traviesos huéspedes del aire?
El empleo de la tortura para descubrir irreales conspiraciones motivaba que los hijos denunciaran a los padres. Los amigos evitaban encontrarse para no dar fundamento a las antojadizas sospechas de la policía. Y se pasó a las ejecuciones diarias por fútiles causas. Y todo esto era dispuesto por el tirano fríamente... Que tanto extremó la economía, que él mismo hacía entrega de los cartuchos necesarios para esos actos terribles nada más que a tres hombres, forzándolos al empleo último de las bayonetas en caso necesario.
Es tradición que Francia, a los veinte años, abofeteó a su propio padre, arrebatado por un impulso que nunca se justificó. A la terminación de su vida el padre ofendido quiere reconciliarse con el hijo: la llama moribunda tiene la ternura definitiva de encariñarse con la luz que deja, que le sobrevivirá. Pero como la luz era negra, el hijo insensible replica:
"Y a mí qué me importa de ese viejo, que se lleve el diablo su alma." Voz de verdugo. ¿Fue mejor con sus otros parientes? Parece que a su sobrino, ayuda de cámara, lo mandó fusilaren la plaza pública y en su presencia, como acostumbraría después. A otros dos sobrinos los encerró en una prisión por tiempo indeterminado. Y quería tanto a una hermana que la hizo presentar ante él e intentó su fusilamiento por "delito" de haberse reconciliado con su esposo. Así procedía un Borgia.
Luego sobrevino la gran época de las ejecuciones y de las torturas, que le servían de inocente pasatiempo en sus noches de insomnio. ¿Serían para aventajaren la vigilia las pesadillas espesas y habituales de sus sueños condenados? ¿Tenía Francia algo del temperamento byroniano? ¿O estaba verdaderamente loco? Don Vicente Estigarribia, el hombre de mayor trato con el tirano, quizá por ser su médico, íntegro, bueno y reposado, por otra parte, era el único de quien se dejaba ver (aparte de Patiño y de la vieja encargada de la comida), y el que afirma: en ocasiones se le oía hablar solo, exclamando: "|A la horca, al calabozo, al patíbulo, miserable!". Ese Estigarribia, pequeño y misterioso, temió más adelante que el "Supremo" terminara sus días en un acceso de locura, pues sus monólogos eran más frecuentes, y en las pocas veces que se dejaba ver en los corredores accionaba con violencia y se detenía bruscamente para mirar afuera algo que solamente para él era visible.
En la "Cámara del Tormento", industria diabólica, se arrancaban revelaciones de supuestas conspiraciones y asesinatos. Y Francia no tardó en resolver que el tormento se aplicara sólo de noche: la luz diurna no merecía tanta sensación. Y a más debía querer mucho a la noche, porque se pasaba las horas contemplándola. ¿Amor senil? En la también llamada "Cámara de la Verdad", un largo catre recibía a la víctima: colocada boca abajo, el abdomen quedaba comprimido por un madero atravesado, las manos y pies bien sujetos, el cuello agobiado por una piedra enorme y la cabeza colgando, envuelta en un poncho que servía asimismo para apretar la garganta cuando "molestaban" los gritos de dolor. Al costado del catre dos grandes indios manejaban sus látigos de fibras de toro, previamente sobados, según un procedimiento propio, y esos dos verdugos no interrumpían sus golpes con facilidad: eran máquinas vivientes y muchas veces hubo que sacarlos a la fuerza de allí para que no se excedieran. Patino, cuando sobrevenía un síncope, interrogaba en el cuarto inmediato al dictador, todo oído voluptuoso para los quejidos, sobre la continuación del tormento. Y Bejaran, otro de los jueces, chino gigantesco, de larga barba, bruto de mano grandota y ágil para el látigo, era barbero y también verdugo: un académico en azotes, con la vanidad de hacer sufrir terriblemente a la víctima, sin que perdiera el conocimiento, mas, en caso contrario, restregaba un hisopo empapado en salmuera por la herida inoportuna.
Fulgencio Yegros fue una de sus primeras víctimas fusiladas. Y habiéndose vuelto Francia más taciturno, las ejecuciones se hacían en su misma presencia a treinta varas de su puerta. Los cadáveres debían permanecer frente a las ventanas durante el día y el perverso sibarita mental se asomaba con frecuencia y eran largas las horas de fijas contemplaciones. Seguramente coleccionaba en la galería fantástica de su alma las imágenes últimas de sus víctimas, cuadros imborrables de una pinacoteca ideal que se enriquecía con envíos variadísimos. ¿Quién sabe las refinadas clasificaciones que hacía en esa colección privada por excelencia?
Es imposible conocer el número de los sacrificados, porque las órdenes debían serle devueltas con la nota de la ejecución al margen y en seguida las destruía. Así es difícil conseguir documentos con su firma.
No perdonaba el que dejaran de llamarlo "Excelentísimo Señor" o "Dictador Perpetuo". Al súbdito de una monarquía le dijo: "Debéis respetarme como a vuestro rey, y más aun si es posible porque yo os puedo hacer más bien o más mal que él". Todos los que encontraba a su paso debían volver la cara a la pared, y los niños tuvieron que usar tempranamente sombrero para demostrarle acatamiento quitándoselo.
En las tardes que Francia paseaba a caballo, el negrito Pilar y perro Sultán iban delante, uno corriendo y el otro ladrando: señal para que todo el mundo se encerrase en sus casas y más al oír el ruido característico que hacía la silla del dictador. En uno de esos paseos, varios perros ladraron a su caballo, lo que interpretó el jinete como una intención velada de sus enemigos, y, en consecuencia, ordenó a sus soldados que recorrieran las calles y mataran todos los perros ambulantes. Así se hizo puntualmente, con el empleo de hachas y palos, y todavía se llegó a derribar las puertas de muchas casas para dar con los animales escondidos en los cuartos. En la campaña se repitió la guerra por inspiración de los serviles agentes del tirano, para no perder su gracia.
José Rodríguez Francia aparece principalmente como un solitario. El solitario tiene baldío un sector de su vida durante toda su duración. Y está obligado a llenarlo para no desesperarse por completo. Y su condena es llenarlo con la sociedad de los demás. Francia, por fatalidad, necesitó de todo un pueblo, y así, para que lo acompañara mejor, lo aisló del mundo.
El solitario es un espíritu triste: su pensamiento, piedra de molino, muele una idea que vuelve a cada paso, una idea emponzoñada. El resultado es una nube de polvo que, circundándolo, le hace ver tétricamente el mundo. El solitario puro no reacciona mal contra los demás: perturbado por una melancolía profunda, puede atentar contra sí mismo, llegar al suicidio. Pero, más desequilibrado, aparecen los períodos de manía, de exaltación contra todos, y entonces es claramente dañino. Aquí está lo grave de una soledad enferma. ¿Pero no es el caso de Francia? Yo creo que sí. Por otra parte, no está todo dicho. También tenía un miedo morboso de los demás (¡no es otra vez el espíritu de soledad alterado?) revelable en sus ideas de persecuciones. Como asimismo un esbozo del delirio de grandezas (¿no sería por la falta de trato franco con la sociedad?) que se descubre en su pretensión de parecerse a Bonaparte en genio y figura y que lo llevó a usar medias de seda y sombrero de gran semejanza a las prendas del Corso. Poseía una caricatura de Nuremberg, representando a su héroe y que apreciaba como retrato fiel, hasta que un suizo lo sacó de su torpeza revelándole el significado de la inscripción alemana que aquélla incluía debajo: el sombrero exagerado de esta caricatura, hecha para ridiculizar a Napoleón, habría originado el análogo paraguayo.
Francia no tenía un solo amigo, y vimos cómo trató a sus parientes. Aun solitario se ve en sus libros favoritos, y aquí están los de Rousseau, ¡Vuelta a la naturaleza!, y los de Laplace, ¡Orígenes del mundo!, temas para ánimos grises.
El maestro de tiranos en América del Sud, el número 1 de los enemigos del individuo, nació en 1756 o 57 o 1761, es decir, en un año impreciso que es prueba de que ninguno quiere cargar con el nacimiento de un hombre malo. Pero eso sí fue en Asunción y Asunción está diciendo la acción de tomar para sí ¿No iba a tomar para sí demasiado poder? El padre era de San Pablo y se había trasladado al Paraguay esperando lucrar con el contrabando del tabaco que dio humo prematuro antes de que se armaran los cigarrillos. Jóse Gaspar Rodríguez Francia, el vástago prodigioso, era uno de los varios hermanos que se hacían todos competencia en esforzada alienación mental y decía llamarse Francia para probar su origen francés.
Discípulo de los franciscanos en su pueblo natal y destinado a la Iglesia, estudió en Córdoba, donde obtuvo el título de doctor en Teología. Allí vivía huraño, sin mayor trato con sus compañeros; ocupaba un escaño en la penumbra (¿anticipo de cómo viviría su espíritu después?) y en el respaldo dejó grabado su nombre. Flaco y flexible, ya tenían sus ojos una llamativa movilidad nerviosa, escudriñando a su alrededor como en el recelo de un peligro. No encontraba estímulos en ese ambiente y era un perpetuo aburrido. Un amargo sabor gustaba su espíritu y mostró pronto impulsos terribles. En una querella con sus compañeros hirió bruscamente a uno de ellos con un cortaplumas que había afilado previamente para ese preciso objeto. Ya conseguía el título tenebroso de "gato negro".
A partir de una venganza fracasada conservó un odio invariable a los sacerdotes. Aparentando amistad hacia uno de sus profesores, a quien en realidad quería mal, estuvo largo tiempo estudiando la disposición de su cuarto, encima del cual estaba el de Francia. Y practicó un orificio que correspondía exactamente de arriba hacia abajo a la cabeza del clérigo cuando éste dormía. Y terminó por pasar un fusil y disparar un tiro, bien entrada la noche; pero que no dio en el blanco deseado porque en ese momento no estaba en la cama la persona sentenciada por el terrible joven estudiante.
En otra ocasión también desenmascaró la aurora violenta de su carácter. Un compañero de habitación, encontrando apetecibles unos duraznos colocados sobre el lecho de Francia, se los comió y los carozos quedaron encima de una mesita. El perjudicado se los guarda y nada deja entrever. Pero meses después sorprende de improviso al otro en un baño, amenazándolo con una pistola, dispuesto a todo si el infeliz no traga inmediatamente aquellos carozos... El pobre, tras muchos y penosos esfuerzos, consigue pasar uno, aguanta el suplicio del segundo y se desvanece durante el tránsito del tercero que era el último. Francia había dado una prueba de verdadero compañerismo.
Las pretensiones que tuvo entre la clase aristocrática le resultaron fallidas y entonces, agriado, buscó refugio en el bajo pueblo de Córdoba: pero a sus amistades de malas trazas también les resultó antipático dado su invencible orgullo. Este sentimiento dio origen al padecer injustificado de dos hombres en Asunción, más tarde: a uno encerró en la cárcel, de donde se le sacó para la sepultura, todo por una tunda que de él recibiera en sus espaldas,- y a otro mantuvo encerrado y poco alimentado en un sótano durante dieciocho años por haberse opuesto decididamente a un proyecto matrimonial ambicioso de Francia y por haberle llamado "mulato".
Huérfano de padre, renunció al estado eclesiástico y se hizo abogado.
Amigo de los libros y de los placeres, cuyo antagonismo es aparente, adquirió, vuelto a su patria, rápido renombre. Y así, Francia, estando en sus cuarenta años, fue nombrado miembro y luego alcalde del Ayuntamiento de la Asunción. Y conquistó a la opinión pública por su inflexibilidad.
Siguiendo el ejemplo de nuestro 25 de mayo, los paraguayos depusieron al bondadoso gobierno de don Bernardo Velasco, al que sustituyó una Junta de Estado con un presidente, dos asesores y un secretario con voto deliberativo. José Gaspar obtuvo este último puesto en recompensa de su solapado trabajo anterior de ayuda a la emancipación. Y ocupóse, al parecer, mucho de los negocios públicos a diferencia de sus colegas entregados a los placeres. Un congreso que convocó dejó establecida una república gobernada por dos cónsules: uno fue, naturalmente, José Gaspar y el otro Fulgencio Tegros, ignorante campesino perito en caballos y en la técnica del lazo. ¿Hay que decir que Francia pretendía desde el comienzo ser el único jefe de su país? Habiéndose preparado dos sillones con los nombres de César y Pompeyo se apoderó impaciente del primero (¿no fue Pompeyo el defensor de la legalidad en la antigua Roma? ¿y cómo terminará Tegros, el Pompeyo paraguayo?). Y pone en juego una graciosísima artimaña el célebre Gaspar: consigue del Congreso que los cónsules duren un año, gobernando cuatro meses cada uno alternativamente y comenzando por él (lo que es justo y si no ¿para qué es abogado?). Obtenidos en seguida ocho meses susúrrase en flagrante calumnia que José cuidóse de formar un ejército bien adicto para aplastar todo intento de independencia. También es calumniosa noticia la de que para su popularidad entre los indios, decretó la muerte civil de los españoles y les prohibió casarse con mujeres blancas. Buen estratégico, consiguió que a la renovación consular de 1814, el poder fuera conferido a un solo magistrado. ¿No bastaba con él? ¿Y para tres años entonces? Y en 1817 ¡dictador perpetuo!, que no es redundancia de palabras, sino de poder, por desgracia.
Así, "Su Excelencia" José Gaspar Tomás Rodríguez Francia, hijo de un pretendiente al contrabando de tabaco, empezó a fumar a sus compatriotas, instalado en el palacio de los gobernadores españoles, sólo que con fuego terrible y echando humo por largo caño. Como mejor se verá.
Tomás, para tomar su nombre intermedio, embelleció la nueva residencia, y derribando las casas vecinas, la dejó completamente aislada. Allí, con cuatro criados, lejos de todo atractivo pernicioso, vivió para su ambición. No sé si pretendiendo repetir con su país el caso de su palacio o temiendo la introducción de ideas contrarias a su voluntad, rompió toda relación con el Brasil, Buenos Aires y las provincias limítrofes. Lo cierto es que cortó los vínculos con todas las naciones de la tierra. Y nadie podía salir sin su especial autorización.
José Francia formó una temible policía por la que llegó a conocer la intimidad de las familias, deportó o encarceló a los que se habían atrevido a caricaturarlo y sintió tal temor por denuncias recibidas a su seguridad que no salía de su palacio sin su escolta de húsares. Estos soldados atropellaban o herían a los curiosos de modo que las personas huían para encerrarse en sus casas al anuncio de que el dictador se aproximaba.
Pronto se notó lo singular de su carácter triste. Llegó a tener la idea de una muerte próxima y así pedía con vehemencia al doctor Juan Lorenzo Gama, médico español, que le quitara de encima "el peso de aquella angustia que le arrebataba el sueño" y le desfiguraba el rostro. Se le llamaba entonces "el histérico" y aquel médico lo trataba como tal, atribuyendo la enfermedad (¡oh, influjo irresistible!) a la gratuita acción de los astros lejanos. Lo curioso es que lo asesoraba también un doctor Zabala, afirmándole que moriría cuando Dios quisiera y no cuando él pensara y recomendándole que "saliera del país". ¡Gran proposición! Francia precisamente no saldría nunca de su país y sería siempre el tirano.
Aquel triste que desconfiaba del día inmediato y quizá de la próxima debía desconfiar de sus conciudadanos, hombre al fin, que llegan a esconder el pensamiento enemigo con la misma facilidad con que el día vecino arroja la Pálida terrible. Y cumplía estas precauciones, con sus propias manos cebaba el mate con que se desayunaba muy temprano y apenas un negrito le había llevado los trebejos indispensables. Después, en un paseo por el interior de su palacio fumaba un cigarrillo, armado también por Francia, y encendido con cuidado por el pequeño sirviente. Y cuando tenía ya delante la canasta, traída del mercado por la mujer que era simultáneamente cocinera, ama de llaves y confidente, separaba tras prolija inspección lo que placía a su paladar, destinando el resto para su perro y los cuervos, que eran dos para que no faltara distracción suplente a su melancolía. El paseo habitual en público, con características de paseo privado, no le sorprendía sin un largo sable y un par de pistolas y eso que iban delante numerosos batidores. A falta de verdadero delirio tuvo ideas de persecuciones, así que llegada la noche él mismo cerraba las puertas y hacía un miedoso registro de muebles y habitaciones.
Cierta vez una mujer pensó que la manera más segura de acercarse al dictador era trepándose a la ventana de su cuarto. Y como así lo hizo, "por este acto tan sospechoso fue puesta en prisión" junto con su marido, "probablemente complicado también en el infame complot". Previniendo sucesos análogos al que "parecía encerrar intenciones tan maléficas como misteriosas", ordenó Francia que en adelante toda persona que se le viera "¡mirar al palacio!", fuera allí mismo fusilada. Y dio al centinela una bala para el primer tiro y otra para el segundo si erraba el primero, prometiéndole a continuación que acertaría en su cuerpo con el tercero si equivocaba nuevamente el disparo. Días después un indio miró al pasar las ventanas prohibidas y allá fue el tiro que se merecía, pero que no lo hirió. Francia apareció alarmado, diciendo que "él jamás había ordenado semejante cosa". Era una disminución de su memoria.
Llegó a encerrarse en sus cuartos semanas enteras y sólo se le oía cuando daba las órdenes por una rendija de la puerta. Y por su vicario general prohibió las procesiones y el culto nocturno, temeroso de que originaran reuniones sospechosas. ¿Pero no es que temía la venganza de las sombras, donde también se albergan espíritus libres? No podía dormir sin buena luz. ¿Pudo permitir los chascos de los traviesos huéspedes del aire?
El empleo de la tortura para descubrir irreales conspiraciones motivaba que los hijos denunciaran a los padres. Los amigos evitaban encontrarse para no dar fundamento a las antojadizas sospechas de la policía. Y se pasó a las ejecuciones diarias por fútiles causas. Y todo esto era dispuesto por el tirano fríamente... Que tanto extremó la economía, que él mismo hacía entrega de los cartuchos necesarios para esos actos terribles nada más que a tres hombres, forzándolos al empleo último de las bayonetas en caso necesario.
Es tradición que Francia, a los veinte años, abofeteó a su propio padre, arrebatado por un impulso que nunca se justificó. A la terminación de su vida el padre ofendido quiere reconciliarse con el hijo: la llama moribunda tiene la ternura definitiva de encariñarse con la luz que deja, que le sobrevivirá. Pero como la luz era negra, el hijo insensible replica:
"Y a mí qué me importa de ese viejo, que se lleve el diablo su alma." Voz de verdugo. ¿Fue mejor con sus otros parientes? Parece que a su sobrino, ayuda de cámara, lo mandó fusilaren la plaza pública y en su presencia, como acostumbraría después. A otros dos sobrinos los encerró en una prisión por tiempo indeterminado. Y quería tanto a una hermana que la hizo presentar ante él e intentó su fusilamiento por "delito" de haberse reconciliado con su esposo. Así procedía un Borgia.
Luego sobrevino la gran época de las ejecuciones y de las torturas, que le servían de inocente pasatiempo en sus noches de insomnio. ¿Serían para aventajaren la vigilia las pesadillas espesas y habituales de sus sueños condenados? ¿Tenía Francia algo del temperamento byroniano? ¿O estaba verdaderamente loco? Don Vicente Estigarribia, el hombre de mayor trato con el tirano, quizá por ser su médico, íntegro, bueno y reposado, por otra parte, era el único de quien se dejaba ver (aparte de Patiño y de la vieja encargada de la comida), y el que afirma: en ocasiones se le oía hablar solo, exclamando: "|A la horca, al calabozo, al patíbulo, miserable!". Ese Estigarribia, pequeño y misterioso, temió más adelante que el "Supremo" terminara sus días en un acceso de locura, pues sus monólogos eran más frecuentes, y en las pocas veces que se dejaba ver en los corredores accionaba con violencia y se detenía bruscamente para mirar afuera algo que solamente para él era visible.
En la "Cámara del Tormento", industria diabólica, se arrancaban revelaciones de supuestas conspiraciones y asesinatos. Y Francia no tardó en resolver que el tormento se aplicara sólo de noche: la luz diurna no merecía tanta sensación. Y a más debía querer mucho a la noche, porque se pasaba las horas contemplándola. ¿Amor senil? En la también llamada "Cámara de la Verdad", un largo catre recibía a la víctima: colocada boca abajo, el abdomen quedaba comprimido por un madero atravesado, las manos y pies bien sujetos, el cuello agobiado por una piedra enorme y la cabeza colgando, envuelta en un poncho que servía asimismo para apretar la garganta cuando "molestaban" los gritos de dolor. Al costado del catre dos grandes indios manejaban sus látigos de fibras de toro, previamente sobados, según un procedimiento propio, y esos dos verdugos no interrumpían sus golpes con facilidad: eran máquinas vivientes y muchas veces hubo que sacarlos a la fuerza de allí para que no se excedieran. Patino, cuando sobrevenía un síncope, interrogaba en el cuarto inmediato al dictador, todo oído voluptuoso para los quejidos, sobre la continuación del tormento. Y Bejaran, otro de los jueces, chino gigantesco, de larga barba, bruto de mano grandota y ágil para el látigo, era barbero y también verdugo: un académico en azotes, con la vanidad de hacer sufrir terriblemente a la víctima, sin que perdiera el conocimiento, mas, en caso contrario, restregaba un hisopo empapado en salmuera por la herida inoportuna.
Fulgencio Yegros fue una de sus primeras víctimas fusiladas. Y habiéndose vuelto Francia más taciturno, las ejecuciones se hacían en su misma presencia a treinta varas de su puerta. Los cadáveres debían permanecer frente a las ventanas durante el día y el perverso sibarita mental se asomaba con frecuencia y eran largas las horas de fijas contemplaciones. Seguramente coleccionaba en la galería fantástica de su alma las imágenes últimas de sus víctimas, cuadros imborrables de una pinacoteca ideal que se enriquecía con envíos variadísimos. ¿Quién sabe las refinadas clasificaciones que hacía en esa colección privada por excelencia?
Es imposible conocer el número de los sacrificados, porque las órdenes debían serle devueltas con la nota de la ejecución al margen y en seguida las destruía. Así es difícil conseguir documentos con su firma.
No perdonaba el que dejaran de llamarlo "Excelentísimo Señor" o "Dictador Perpetuo". Al súbdito de una monarquía le dijo: "Debéis respetarme como a vuestro rey, y más aun si es posible porque yo os puedo hacer más bien o más mal que él". Todos los que encontraba a su paso debían volver la cara a la pared, y los niños tuvieron que usar tempranamente sombrero para demostrarle acatamiento quitándoselo.
En las tardes que Francia paseaba a caballo, el negrito Pilar y perro Sultán iban delante, uno corriendo y el otro ladrando: señal para que todo el mundo se encerrase en sus casas y más al oír el ruido característico que hacía la silla del dictador. En uno de esos paseos, varios perros ladraron a su caballo, lo que interpretó el jinete como una intención velada de sus enemigos, y, en consecuencia, ordenó a sus soldados que recorrieran las calles y mataran todos los perros ambulantes. Así se hizo puntualmente, con el empleo de hachas y palos, y todavía se llegó a derribar las puertas de muchas casas para dar con los animales escondidos en los cuartos. En la campaña se repitió la guerra por inspiración de los serviles agentes del tirano, para no perder su gracia.
José Rodríguez Francia aparece principalmente como un solitario. El solitario tiene baldío un sector de su vida durante toda su duración. Y está obligado a llenarlo para no desesperarse por completo. Y su condena es llenarlo con la sociedad de los demás. Francia, por fatalidad, necesitó de todo un pueblo, y así, para que lo acompañara mejor, lo aisló del mundo.
El solitario es un espíritu triste: su pensamiento, piedra de molino, muele una idea que vuelve a cada paso, una idea emponzoñada. El resultado es una nube de polvo que, circundándolo, le hace ver tétricamente el mundo. El solitario puro no reacciona mal contra los demás: perturbado por una melancolía profunda, puede atentar contra sí mismo, llegar al suicidio. Pero, más desequilibrado, aparecen los períodos de manía, de exaltación contra todos, y entonces es claramente dañino. Aquí está lo grave de una soledad enferma. ¿Pero no es el caso de Francia? Yo creo que sí. Por otra parte, no está todo dicho. También tenía un miedo morboso de los demás (¡no es otra vez el espíritu de soledad alterado?) revelable en sus ideas de persecuciones. Como asimismo un esbozo del delirio de grandezas (¿no sería por la falta de trato franco con la sociedad?) que se descubre en su pretensión de parecerse a Bonaparte en genio y figura y que lo llevó a usar medias de seda y sombrero de gran semejanza a las prendas del Corso. Poseía una caricatura de Nuremberg, representando a su héroe y que apreciaba como retrato fiel, hasta que un suizo lo sacó de su torpeza revelándole el significado de la inscripción alemana que aquélla incluía debajo: el sombrero exagerado de esta caricatura, hecha para ridiculizar a Napoleón, habría originado el análogo paraguayo.
Francia no tenía un solo amigo, y vimos cómo trató a sus parientes. Aun solitario se ve en sus libros favoritos, y aquí están los de Rousseau, ¡Vuelta a la naturaleza!, y los de Laplace, ¡Orígenes del mundo!, temas para ánimos grises.
Por la noche reverenciaba los libros hasta una hora avanzada, o bien se rodeaba de cartas para buscar en el cielo constelaciones y planetas, lo que originó la creencia en el pueblo de que poseía un poder sobrenatural. ¿Le gustaría el Navío Argos para llevarse en él a todo el Paraguay? ¿La Espiga provocó la agricultura intensiva? ¿El Can Mayor le recordaría su saña contra todos los canes? ¿Era diario su encuentro con El Indio? ¿La Cruz del Sur lo enfureció contra el clero?
Un hombre violento no concuerda con un fin apacible. Y Francia tuvo su legítimo fin. Pasados los ochenta años le afectó una brusca parálisis, cuyos síntomas, sin embargo, no le impidieron que continuara en sus funciones. La centella no lo fulminó: el aviso no fue bastante para que se enmendara. Rechaza entonces los auxilios de la iglesia, que le propone su barbero, y en cuanto a testamento, dice: "No tengo de qué disponer: mis soldados son mis herederos". Después sucede un misterioso tiempo de espera. Es que el rayo se preparaba mejor, y esta vez debía bastar un solo golpe. ¿Pero no es que en la vez anterior un espíritu de justicia había economizado fluido eléctrico como Francia economizaba cartuchos para ejecuciones? Sí; pero él no lo vio. Llegó el 20 de septiembre de 1840. Y se descargó el rayo definitivo: una apoplejía le priva inmediatamente de la palabra. El barbero llama asustado al sargento guardia, pero como éste no podía entrar sin permiso del dictador, se niega a la ayuda, mientras Francia no lo dispusiera. ¿Cómo puede hablar el mudo anonadado, que, sin embargo, fue el hablador frenético de los soliloquios en voz alta? Allí parece que el barbero es el que sufre a solas esperando oír una orden imposible. Cuando pasa el tiempo y se impone como verdad, a los soldados que guardan afuera, que algo terrible ha pasado, temblando se deciden a entrar con cautela, y alguno de ellos lleva su audacia a tocar la piel de dictador, que ya estaba frío. Así expiró, víctima de la obediencia que por el temor impusiera, un hombre violento. "Los ojos lloran, pero los corazones ríen", comentaba después un paraguayo al contemplar el acompañamiento, y el odio del pueblo, contenido tantos años, se reveló una noche: un brazo vengativo destruyó con furia el suntuoso sepulcro que se había destinado a su opresor. De un golpe de puño feroz hundió de arriba abajo el monumento. A Francia, que había quitado la tranquilidad a los hombres de su país, no se le dejaba descansar en paz. Y Francia, que tenía prohibida la entrada por su puerta, llega a tener vedada la salida por aquella que, pasándola ya se ha perdido toda esperanza.
Un hombre violento no concuerda con un fin apacible. Y Francia tuvo su legítimo fin. Pasados los ochenta años le afectó una brusca parálisis, cuyos síntomas, sin embargo, no le impidieron que continuara en sus funciones. La centella no lo fulminó: el aviso no fue bastante para que se enmendara. Rechaza entonces los auxilios de la iglesia, que le propone su barbero, y en cuanto a testamento, dice: "No tengo de qué disponer: mis soldados son mis herederos". Después sucede un misterioso tiempo de espera. Es que el rayo se preparaba mejor, y esta vez debía bastar un solo golpe. ¿Pero no es que en la vez anterior un espíritu de justicia había economizado fluido eléctrico como Francia economizaba cartuchos para ejecuciones? Sí; pero él no lo vio. Llegó el 20 de septiembre de 1840. Y se descargó el rayo definitivo: una apoplejía le priva inmediatamente de la palabra. El barbero llama asustado al sargento guardia, pero como éste no podía entrar sin permiso del dictador, se niega a la ayuda, mientras Francia no lo dispusiera. ¿Cómo puede hablar el mudo anonadado, que, sin embargo, fue el hablador frenético de los soliloquios en voz alta? Allí parece que el barbero es el que sufre a solas esperando oír una orden imposible. Cuando pasa el tiempo y se impone como verdad, a los soldados que guardan afuera, que algo terrible ha pasado, temblando se deciden a entrar con cautela, y alguno de ellos lleva su audacia a tocar la piel de dictador, que ya estaba frío. Así expiró, víctima de la obediencia que por el temor impusiera, un hombre violento. "Los ojos lloran, pero los corazones ríen", comentaba después un paraguayo al contemplar el acompañamiento, y el odio del pueblo, contenido tantos años, se reveló una noche: un brazo vengativo destruyó con furia el suntuoso sepulcro que se había destinado a su opresor. De un golpe de puño feroz hundió de arriba abajo el monumento. A Francia, que había quitado la tranquilidad a los hombres de su país, no se le dejaba descansar en paz. Y Francia, que tenía prohibida la entrada por su puerta, llega a tener vedada la salida por aquella que, pasándola ya se ha perdido toda esperanza.
Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica, 1933-1934
N° 55, 25 de agosto de 1934
Firmado bajo seudónimo Benjamín Beltran
Retrato de Jorge Luis Borges, en Salem Press, Inc.
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