30/4/15

Carlos Monsiváis: Ironías








En el mundo de habla hispana, ningún escritor dispone hoy de resonancia superior a la de Jorge Luis Borges, criterio cuantitativo y cualitativo que él desdeñaría como una de las supersticiones de la fama. Personaje memorable en muy diversos sentidos, Borges le añade al idioma una literatura señalada, distinguida por la precisión, la belleza expresiva, el genio aforístico, el despliegue tranquilo de la inteligencia, el don de síntesis, la adjetivación, memorable, que suele modificar el sustantivo, capacitándolo para acoplamientos subversivos, y método irónico que es elogio de las contradicciones, sentido del humor, festejo implacable de la tontería y creación de héroes del disparate, personajes únicos así los multiplique la falta de temor a Dios o, ya hablando en laico, la falta del temor al ridículo.
Según Borges, el humor es favor de la conversación. Pero él mismo, con ánimo efusivo, prueba otra posibilidad: el humor es la aceleración de lo grotesco oculto tras la solemnidad, el rejuvenecimiento de la herejía, el deleite del observar con pasmo crítico la fosa común de las pretensiones. Pongo un ejemplo notable, antecedente seguro de los libros de Bustos Domecq de Borges y Adolfo Bioy Casares, el personaje del cuento “El Aleph”: Carlos Argentino Daneri. Uno de los grandes relatos borgianos, “El Aleph”, se colma de tensión dramática y amorosa, con la amada ideal a cuyo retrato se acerca el escritor: “—Beatriz, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”. Y Daneri conduce a Borges al encuentro del Aleph, uno de los puntos del espacio que contiene a todos los demás, y que lo lleva a una de sus deslumbrantes enumeraciones:

Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar; vi el alba y la tarde, vi las muhedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo…

El Aleph, “ese objeto secreto y coyuntural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”, es tan extraordinario que borra o posterga en la memoria del lector al inconcebible Argentino Daneri, el escritor fallido por antonomasia, dispuesto a versificar la redondez del planeta: “En 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción”, y así sucesivamente. Y el bardo inmarcesible desecha cuartetos:

Sepan. A manderecha del poste rutinario
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste—
Que da al corral de ovejas catadura de osario.

Daneri es un personaje morrocotudo (uso una expresión de la que él no habría abjurado), y es el anticlímax que prepara la visión del Aleph, al contener en su obra y su persona todos los puntos concebibles de la grotecidad. Con inteligencia suprema, Borges despliega el contrapunto entre la poesía de la metafísica (el Aleph) y la hilaridad del desastre cursi (Daneri). El poetastro a nada le teme, porque, para acudir a su sistema metafórico, su retórica es el escudo resplandeciente donde la Medusa de la ignorancia se petrifica. Daneri lee con sonora satisfacción:

He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre:
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyague que narro, es… autour de ma chambre

Borges deifica a Beatriz Elena Viterbo y se concentra en el vislumbre del infinito, pero “El Aleph” también se ríe, y el lector casi percibe el estruendo de sus carcajadas a costa de las fatuidades rioplatenses, la pompa de los académicos de la Lengua, el talante de los poetas locales de fuste, el hoyo negro de las buenas intenciones neobarrocas, el estro de las tardes asfixiantes en despachos iluminados por la ausencia de clientela, la certeza que guía la mano de alcaldes y jurisconsultos y médicos ansiosos de la posteridad tramitada por los sonetos “incandescentes” que redactan. Del cuento se desprende la vindicación del joyel del humor involuntario. En esto se adelanta a una pasión latinoamericana de hoy: el contentamiento en el desastre y el júbilo de observar a trasluz lo dicho o escrito con intenciones de eternidad. Y la parodia, al aclarar la desmesura, es una notable maniobra desmitificadora. De allí la excepcionalidad de Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977).
Si el primer libro con Bioy, Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), es un equivalente laico de los cuentos del padre Brown, de Chesterton, los textos de Bustos Domecq son el trazo desternillante y cruel de las pretensiones culturales y artísticas. La parodia —y las de Borges y Bioy son, según creo, las más extraordinarias en lengua hispana en el siglo XX— no acosa a la ineptitud, meta sin complicaciones; más bien, instala en el delirio a situaciones y personajes de polendas, y persuade al lector de hallar muy divertido este ascenso a los abismos. De allí la dedicatoria: “A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier”. Y que no se intente explicar la ironía porque se evapora.
Si en cuanto género, la parodia es un travesti mortífero del original, al realizarse con talento o genio resulta un hecho autónomo, porque el original, si lo hay, es apenas una copia. La naturaleza social quiere clonar el arte, lo fotográfico imita a lo paródico, lo real va en pos de su magna caricatura. Véase una de las crónicas de Bustos Domecq, el magnífico “Homenaje a César Paladión”. Paladión, diplomático en Ginebra, publica en 1909 un poemario Los parques abandonados, que —se nos aclara— no hay que confundir con otro del mismo tema y los mismos poemas de Julio Herrera y Reissig. Es inútil acusar de plagio a Paladión, autor también —entre otras obras maestras— de Emilio, El sabueso de los Baskerville, De los Apeninos a los Andes, La cabaña del tío Tom, Fabiola y las Geórgicas (traducción de Ochoa), que muere casi al terminar el Evangelio según San Lucas (“obra de corte bíblico, se nos informa, de la que no ha quedado borrador y cuya lectura hubiese sido interesantísima”).
Hay una explicación de este ser prodigioso, capaz de escribir De divinatione en latín (“¡Y qué latín! ¡El de Cicerón!”): “Antes y después de nuestro Paladión, la unidad literaria que los autores recogían del acervo común, era la palabra o, a lo sumo, la frase hecha”. Paladión escoge la ampliación de unidades, y por eso a un libro que siente dentro de sus posibilidades le otorga su nombre “y lo pasa a la imprenta, sin quitar ni agregar una sola coma, norma a la que siempre fue fiel. Estamos así ante el acontecimiento literario más importante de nuestro siglo: Los parques abandonados de Paladión. Nada más remoto, ciertamente del libro homónimo de Herrera, que no repetía un libro anterior. Desde aquel momento, Paladión entra en la tarea, que nadie acometiera hasta entonces, de buscar en lo profundo de su alma y de publicar libros que la expresaran, sin recargar al ya abrumador corpus bibliográfico o incurrir en la fácil vanidad de escribir una sola línea”.
La idea es maravillosa por hilarante, e hilarante por maravillosa, y su origen evidente es uno de los grandes textos de Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde un hallazgo humorístico se convierte en un texto metafísico, y lo trascendente se alcanza entre sonrisas de amable malevolencia. La grandeza se obtiene por la intuición, que sólo los ignaros identifican con el hurto. Menard, asegura Borges, “no quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes”.
La atención a “Pierre Menard” testimonia el lugar de la ironía —y su complemento: la risa implícita o casi explícita en el texto— en la obra de Borges. El humor es un arma vindicativa, el espejo verídico, el laberinto donde sólo se extravían los solemnes, el tigre como la única posibilidad de ser devorado por el gato, el último recurso de la tan confiscada salud mental, sea en el orden de las parodias salvajes de Crónicas de Bustos Domecq, que festeja las ineptitudes de la inepta cultura y el candor militante, o a través de la complejidad del personaje de “Pierre Menard”, que a través de la clarividencia (la obra maestra es inmodificable, el nombre de su autor no) alcanza el abismo celeste: “Mi propósito es meramente asombroso —declara Menard—. El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la casualidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela”.
La idea satírica es, sin duda, la fundación borgiana del mundo de paradojas rientes que se convierten en sombras de la tragedia causada por la credulidad, la ignorancia y el autoengaño. La desmesura vuelve a Menard un titán del fracaso, algo más valioso que ser un alto funcionario del triunfo: “Mi empresa no es difícil, esencialmente. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo”. Y Borges sacraliza y desacraliza su pasión por el universo al revés: “¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard?”
Un cuento de Borges, “Tres versiones de Judas”, es un clásico de la ironía envolvente, que una vez emitida jamás termina. Un teólogo protestante, Nils Runeberg, acomete la vindicación metafísica de Judas. La primera: si Jesús se rebajó a mortal, Judas, discípulo del Verbo, se rebajó a delator. La segunda: Judas intentó “un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu”. Y la tercera versión es monstruosa o edificante como se quiera: “Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los abismos que trama la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas”.
Con “Tres versiones de Judas” Borges extrema la vocación paradójica sustentada en la ironía. A la blasfemia se llega por vía de la especulación, y con técnica semejante a la lucidez se arriba gracias al sentido del humor. Max Brod cuenta cómo Kafka se reía a carcajadas al leerle fragmentos de El proceso. No es difícil suponer a Borges alegrísimo por sus trasmigraciones de vidas y destinos. Menard escribe el Quijote; Nolan redime a Kirkpatrick de su traición en “Tema del traidor y del héroe”; Judas obtiene la plenitud divina al recibir los treinta dineros. La ironía es el sustrato de la complejidad de los textos y de la felicidad del autor.
A los grandes artífices de la sátira y la parodia (Juvenal, Aristófanes, Petronio, Rabelais, Swift, Voltaire, Alexander Pope, Dickens, Mark Twain, Wilde, Evelyn Waugh) conviene agregar algunos momentos deslumbrantes de Borges, y del Borges y el Bioy Casares de los textos de Bustos Domecq, tanto más vigentes al desvanecerse o volverse culturalmente inexplicables sus contextos. La retórica academicista perdió todo sentido devorada por el analfabetismo oficial; el estructuralismo literario no convoca atención alguna, el culteranismo es un misterio comparable a la identidad de Jack el destripador, y ya no se localizan seres proteicos como el polifacético Vilaseco, autor de Abrojos del alma, La tristeza del fauno, Mascarita, Calidoscopio, Viperinas, Evita capitana y Oda a la integración. Al prepararse las obras completas de Vilaseco, el prologuista conoce la fatiga:

Dado que el exhaustivo prólogo analítico, que va en cursiva cuerpo catorce, corrió por cuenta de mi cálamo, quedé materialmente debilitado, constatándose una disminución de fósforo en el análisis, por lo que apelé a un falto, para el ensobrado, el estampillado y las direcciones. Este factótum, en vez de contraerse a la fajina específica, dilapidó un tiempo precioso leyendo las siete lucubraciones de Vilaseco. Llegó así a descubrir que salvo los títulos eran exactamente la misma. ¡Ni una coma, ni un punto y coma, ni una sola palabra de diferencia!

¿Y eso a quién le importa si nadie los va a leer? El fin de la antigua retórica latinoamericana le hereda a estas parodias y sátiras la calidad de último referente. Del humor involuntario ya sólo queda la ironía voluntaria que lo evoca. Ya nadie leerá a los Carlos Argentino Daneri y a los Vilaseco. Todos seguiremos leyendo a Borges, y repitiendo sus respuestas famosas, a Borges, clásico de la ironía y la continua transgresión del respeto a los vivos en el presidium y a los muertos en el mausoleo (o al revés).




En Borges y México 
Edición Miguel Capistrán
México, Lumen, 1995
Foto: Carlos Monsiváis y Jorge Luis Borges
Chapultepec, 1975 vía



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