No puedo precisar si mis primeros recuerdos se remontan a la orilla oriental u occidental del turbio y lento Río de la Plata; si me vienen de Montevideo, donde pasábamos largas y ociosas vacaciones en la quinta de mi tío Francisco Haedo, o de Buenos Aires. Nací en 1899 en pleno centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán entre Suipacha y Esmeralda, en una casa pequeña y modesta que pertenecía a mis abuelos maternos. Como la mayoría de las casas de la época, tenía azotea, zaguán, dos patios y un aljibe de donde sacábamos el agua. Debemos habernos mudado pronto al suburbio de Palermo, porque tengo recuerdos tempranos de otra casa con dos patios, un jardín con un alto molino de viento y un baldío del otro lado del jardín. En esa época Palermo -el Palermo donde vivíamos, Serrano y Guatemala- era el sórdido arrabal norte de la ciudad, y mucha gente, para quien era una vergüenza reconocer que vivía allí, decía de modo ambiguo que vivía por el Norte. Nuestra casa era una de las pocas edificaciones de dos plantas que había en esa calle; el resto del barrio estaba formado por casas bajas y terrenos baldíos. Muchas veces me he referido a esa zona como “barriada”. En Palermo vivía gente de familia bien venida a menos y otra no tan recomendable. Había también un Palermo de compadritos, famosos por las peleas a cuchillo, pero ese Palermo tardaría en interesarme, puesto que hacíamos todo lo posible, y con éxito, para ignorarlo. No como nuestro vecino Evaristo Carriego, que fue el primer poeta argentino en explorar las posibilidades literarias que tenía allí al alcance de la mano. En cuanto a mí, no era consciente de la existencia de los compadritos, dado que apenas salía de casa.
Mi padre, Jorge Guillermo Borges, era abogado. Filósofo anarquista en la línea de Spenser, enseñaba psicología en la Escuela Normal de Lenguas Vivas, donde dictaba las clases en inglés utilizando como texto la versión abreviada del manual de psicología de William James. El inglés de mi padre se debía al hecho de que su madre, Frances Haslam, nació en Staffordshire y su familia procedía de la región de Northumbria. Una azarosa trama de circunstancias la trajo a América del Sur. La hermana mayor de Fanny Haslam se había casado con un ingeniero ítalo-judío llamado Jorge Suárez, quien introdujo los primeros tranvías tirados por caballos en la Argentina, donde se establecieron él y su mujer y desde donde mandaron a buscar a Fanny. Recuerdo una anécdota relacionada con esa aventura. Suárez era huésped del general Urquiza en su “palacio” de Entre Ríos y cometió la imprudencia de ganarle la primera partida de naipes al que era el implacable caudillo de la provincia y capaz de mandar a degollar a cualquiera. Al terminar la partida, otros huéspedes, alarmados, le explicaron a Suárez que si deseaba una autorización para que sus tranvías pudieran circular por la provincia, cada noche debía perder una cierta cantidad de monedas de oro. Urquiza era tan mal jugador que a Suárez le costó mucho esfuerzo perder las sumas convenidas.
Fue en la ciudad de Paraná donde Fanny Haslam conoció al coronel Francisco Borges. Ocurrió en 1870 o 1871, durante el sitio de la ciudad por los montoneros de Ricardo López Jordán. Borges, montado a caballo al frente de su regimiento, comandaba las tropas que defendían la ciudad. Fanny Haslam lo vio desde la azotea de su casa; y esa misma noche organizaron un baile para celebrar la llegada de las tropas gubernamentales de relevo. Fanny y el coronel se conocieron, bailaron, se enamoraron y con el tiempo se casaron.
Mi padre era el menor de dos hijos. Había nacido en Entre Ríos y solía explicarle a mi abuela, una respetable señora inglesa, que en realidad no era entrerriano, ya que -me decía- “Fui engendrado en la pampa”. Mi abuela, con reserva inglesa, respondía: “Estoy segura de que no entiendo lo que querés decir”. Por supuesto, lo que decía mi padre era cierto, dado que mi abuelo, a principios de la década de 1870, fue comandante en jefe de las fronteras del norte y el oeste de la provincia de Buenos Aires. De chico le oí contar a Fanny Haslam muchas historias sobre la vida de frontera de aquellos tiempos. Una de ellas aparece en mi cuento “Historia del guerrero y de la cautiva”. Mi abuela había hablado con varios caciques, cuyos nombres algo burdos, me parece, eran Simón Coliqueo, Catriel, Pincén y Namuncurá. En 1874 -durante una de nuestras guerras civiles- mi abuelo, el coronel Borges, encontró la muerte. Tenía entonces cuarenta y un años. En las complicadas circunstancias que rodearon su derrota en La Verde, envuelto en un poncho blanco, montó un caballo y seguido por diez o doce soldados avanzó despacio hacia las líneas enemigas, donde lo alcanzaron dos balas de Remington. Fue la primera vez que esa marca de rifle se usó en la Argentina, y me fascina pensar que la marca que me afeita todas las mañanas tiene el mismo nombre que la que mató a mi abuelo.
Fanny Haslam era una gran lectora. Cuando ya había pasado los ochenta la gente le decía, para ser amable con ella, que ya no había escritores como Dickens y Thackeray. Mi abuela contestaba: “Sin embargo yo prefiero a Arnold Bennett, Galsworthy y Wells”. Cuando se estaba muriendo, a la edad de noventa años, en 1935, nos llamó a su lado y en inglés (su español era fluido pero pobre), con aquella voz débil, nos dijo: “No soy más que una vieja muriéndose muy, muy despacio. Eso no tiene nada de notable ni de interesante”. No veía ninguna razón para que toda la casa se alterara, y se disculpó por tardar tanto en morir.
Mi padre era muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso. Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a mis hijos que había visto esas cosas. Hasta ahora, desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía. Mi padre era un hombre tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Aunque se enorgullecía de su ascendencia inglesa, solía bromear sobre ella. Nos decía, con fingida perplejidad: “¿Qué son, al fin y al cabo, los ingleses? Son unos chacareros alemanes”. Sus ídolos eran Shelley, Keats y Swinburne. Como lector tenía dos intereses. En primer lugar, libros sobre metafísica y psicología (Berkeley, Hume, Royce y William James). En segundo lugar, literatura y libros sobre el Oriente (Lane, Burton y Payne). Él me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me dice que lo hago con la voz de mi padre. También me dio, sin que yo fuera consciente, las primeras lecciones de filosofía. Cuando yo era todavía muy joven, con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de Zenón: Aquiles y la tortuga, el vuelo inmóvil de la flecha, la imposibilidad del movimiento. Más tarde, sin mencionar el nombre de Berkeley, hizo todo lo posible por enseñarme los rudimentos del idealismo.
Mi madre, Leonor Acevedo de Borges, proviene de familias argentinas y uruguayas tradicionales, y a los noventa y cuatro años sigue tan fuerte como un roble, y tan católica. En épocas de mi infancia la religión era cosa de mujeres y de niños; los porteños en su mayoría eran librepensadores, aunque si se les preguntaba por lo general se declaraban católicos. Creo que heredé de mi madre la cualidad de pensar lo mejor de la gente, y su fuerte sentido de la amistad. Mi madre siempre ha tenido una actitud hospitalaria. Desde que aprendió el inglés a través de mi padre, casi todas sus lecturas han sido en esa lengua. Después de la muerte de mi padre, como era incapaz de fijar la atención en la página impresa, tradujo La comedia humana de William Saroyan para lograr concentrarse. La traducción encontró editor, y por ese trabajo recibió un homenaje de una sociedad armenia de Buenos Aires. Más tarde tradujo algunos cuentos de Hawthorne y uno de los libros sobre arte de Herbert Read. Hizo también algunas de las traducciones de Melville, Virginia Woolf y Faulkner que se me atribuyen. Para mí siempre ha sido una compañera -sobre todo en los últimos tiempos, cuando me quedé ciego- y una amiga comprensiva y tolerante. Hasta hace muy poco, fue una verdadera secretaria: contestaba mis cartas, me leía, tomaba mi dictado, y también me acompañó en muchos viajes por el interior del país y el extranjero. Fue ella, aunque tardé en darme cuenta, quien silenciosa y eficazmente estimuló mi carrera literaria.
Su abuelo fue el coronel Isidoro Suárez, quien en 1824, a los veinticuatro años, comandó la famosa carga de caballería peruana y colombiana que decidió la batalla de Junín, en Perú. Ésa fue la penúltima batalla de la guerra sudamericana de Independencia. Aunque Suárez era primo segundo de Juan Manuel de Rosas, prefirió el destierro y la pobreza en Montevideo a vivir bajo una tiranía en Buenos Aires. Sus tierras fueron confiscadas y a uno de sus hermanos lo ejecutaron. Otro miembro de la familia de mi madre fue Francisco de Laprida, quien en 1816, en Tucumán, presidió el Congreso que declaró la independencia de la Confederación Argentina. Murió en 1829, en una guerra civil. El padre de mi madre, Isidoro Acevedo, aunque no era militar, participó en guerras civiles durante las décadas de 1860 y 1880. De modo que por ambos lados de la familia tengo antepasados militares; eso quizá explique mi nostalgia de ese destino épico que las divinidades me negaron, sin duda sabiamente.
Ya he dicho que pasé gran parte de mi infancia sin salir de mi casa. Al no tener amigos, mi hermana y yo inventamos dos compañeros imaginarios a los que llamamos, no sé por qué, Quilos y El Molino de Viento. Cuando finalmente nos aburrieron, le dijimos a nuestra madre que se habían muerto. Siempre fui miope y usé lentes, y era más bien débil. Como la mayoría de mis parientes habían sido soldados -hasta el hermano de mi padre fue oficial naval- y yo sabía que nunca lo sería, desde muy joven me avergonzó ser una persona destinada a los libros y no a la vida de acción. Durante toda mi juventud pensé que el hecho de ser amado por mi familia equivalía a una injusticia. No me sentía digno de ningún amor en especial, y recuerdo que mis cumpleaños me llenaban de vergüenza, porque todo el mundo me colmaba de regalos y yo pensaba que no había hecho nada para merecerlos, que era una especie de impostor. Alrededor de los treinta años logré superar esa sensación.
En casa hablábamos indistintamente en español o en inglés. Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo. Ocupaba toda una habitación, con estantes encristalados, y debe haber contenido varios miles de volúmenes. Como era tan miope, me he olvidado de la mayoría de las caras de ese tiempo (quizá cuando pienso en mi abuelo Acevedo pienso en su fotografía), pero todavía recuerdo con nitidez los grabados en acero de la Chambers’s Encyclopaedia y de la Británica.
La primera novela que leí completa fue Huckleberry Finn. Después vinieron Roughing It y Flush Days in California. También leí los libros del capitán Marryat, Los primeros hombres en la luna de Wells, Poe, una edición de la obra de Longfellow en un solo tomo, La isla del tesoro, Dickens, Don Quijote, Tom Brown en la escuela, los cuentos de hadas de Grimm, Lewis Carroll, Las aventuras de Mr. Verdant Green (un libro ahora olvidado), Las mil y una noches de Burton. La obra de Burton -plagada de lo que entonces se consideraban obscenidades- me fue prohibida, y tuve que leerla a escondidas en la azotea. Pero en ese momento estaba tan emocionado por la magia del libro que no percibí en absoluto las partes censurables, y leí los cuentos sin tener conciencia de cualquier otro significado. Todos los libros que acabo de mencionar los leí en inglés. Cuando más tarde leí Don Quijote en versión original, me pareció una mala traducción. Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras estampadas en oro de la edición de Garnier. En algún momento la biblioteca de mi padre se fragmentó, y cuando leí El Quijote en otra edición tuve la sensación de que no era el verdadero. Más tarde hice que un amigo me consiguiera la edición de Garnier, con los mismos grabados en acero, las mismas notas a pie de página y también las mismas erratas. Para mí todas esas cosas forman parte del libro; considero que ése es el verdadero Quijote.
En español leí muchos de los libros de Eduardo Gutiérrez sobre bandidos y forajidos argentinos -sobre todo Juan Moreira-, así como las Siluetas militares, que contiene un vigoroso relato de la muerte del coronel Borges. Mi madre me prohibió la lectura del Martín Fierro, ya que lo consideraba un libro sólo indicado para matones y colegiales, y que además no tenía nada que ver con los verdaderos gauchos. Ese libro también lo leí a escondidas. La opinión de mi madre se basaba en el hecho de que Hernández había apoyado a Rosas, y por lo tanto era un enemigo de nuestros antepasados unitarios. Leí también el Facundo de Sarmiento y muchos libros sobre mitología griega y escandinava. La poesía me llegó a través del inglés: Shelley, Keats, FitzGerald y Swinburne, esos grandes favoritos de mi padre que él podía citar extensamente, y a menudo lo hacía.
Una tradición literaria recorría la familia de mi padre. Su tío abuelo Juan Crisóstomo Lafinur fue uno de los primeros poetas argentinos, y en 1820 escribió una oda a la muerte de su amigo el general Manuel Belgrano. Uno de sus primos, Álvaro Melián Lafinur, a quien yo conocía desde la infancia, era un destacado “poeta menor” y logró entrar en la Academia Argentina de Letras. El abuelo materno de mi padre, Edward Young Haslam, dirigió uno de los primeros periódicos ingleses en la Argentina, el “Southern Cross”, y se había doctorado en Filosofía o en Letras, no estoy seguro, en la Universidad de Heidelberg. Haslam no tenía medios para matricularse en Oxford o Cambridge, de modo que fue a Alemania, donde consiguió su título después de hacer todos los estudios en latín. Finalmente murió en Paraná.
Mi padre escribió una novela, que publicó en Mallorca en 1921, sobre la historia de Entre Ríos. Se llamaba El Caudillo. También escribió (y destruyó) un libro de ensayos, y publicó una traducción de la versión de FitzGerald del poema de Omar Khayyam en la misma métrica del original. Destruyó un libro de historias orientales -a la manera de Las Mil y Una Noches- y un drama, Hacia la nada, acerca de un hombre desilusionado por su hijo. Publicó además algunos buenos sonetos al estilo de Enrique Banchs.
Desde mi niñez, cuando le sobrevino la ceguera, se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más importantes que las cosas que meramente se dicen). Se esperaba que yo fuera escritor.
Empecé a escribir cuando tenía seis o siete años. Trataba de imitar a clásicos españoles como Cervantes. Había compuesto en un inglés muy malo una especie de manual de mitología griega, sin duda plagiado de Lempriere. Ésa puede haber sido mi primera incursión literaria. Mi primer cuento fue una historia bastante absurda a la manera de Cervantes, un relato anacrónico llamado “La visera fatal”. Estas cosas las escribía muy prolijamente en cuadernos escolares. Mi padre nunca interfirió. Quería que yo cometiera mis propios errores, y una vez dijo: “Los hijos educan a sus padres, y no al revés”. A los nueve años traduje “El príncipe feliz” de Oscar Wilde, que fue publicado en “El País”, uno de los diarios de Buenos Aires. Como la traducción estaba firmada simplemente “Jorge Borges”, la gente supuso que era obra de mi padre.
Recordar mis primeros años escolares no me produce ningún placer. Para empezar, no ingresé a la escuela hasta los nueve años, porque mi padre -como buen anarquista- desconfiaba de todas las empresas estatales. Como yo usaba lentes y llevaba cuello y corbata al estilo de Eton, padecía las burlas y bravuconadas de la mayoría de mis compañeros, que eran aprendices de matones. He olvidado el nombre de la escuela, pero sé que estaba en la calle Thames. Mi padre solía decir que en este país la historia argentina había reemplazado al catecismo, de modo que se esperaba adoración por todo lo que fuera argentino. Por ejemplo, se nos enseñaba historia argentina antes de permitirnos el conocimiento de los muchos países y los muchos siglos que intervinieron en su formación. En cuanto a la redacción en español, me enseñaron a escribir de manera florida: “Aquellos que lucharon por una patria libre, independiente, gloriosa...” Más tarde, en Ginebra, me explicaron que esa forma de escribir carece de sentido y que debía ver las cosas por mis propios ojos. Mi hermana Norah, que nació en 1901, asistió -naturalmente- a un colegio de niñas.
Durante todos aquellos años pasábamos los veranos en Adrogué, donde teníamos residencia propia: una casa grande de una planta, con parque, dos glorietas, un molino de viento y un lanudo ovejero marrón. En esa época Adrogué era un remoto y tranquilo laberinto de quintas con verjas de hierro y jarrones de mampostería, de plazas y calles que convergían y divergían bajo el omnipresente olor de los eucaliptos.
Mi primera experiencia verdadera de la pampa se produjo allá por 1909, durante un viaje a la estancia de unos parientes que vivían en las proximidades de San Nicolás, al noroeste de Buenos Aires. Recuerdo que la casa más cercana era una especie de mancha en el horizonte. Descubrí que esa distancia desmesurada se llamaba “la pampa”; y cuando me enteré de que los peones eran gauchos, como los personajes de Eduardo Gutiérrez, adquirieron para mí cierto encanto. Siempre llegué a las cosas después de encontrarlas en los libros. Una mañana temprano me dejaron que los acompañara a caballo mientras llevaban el ganado al río. Los hombres eran pequeños y morochos, y usaban bombachas. Cuando les pregunté si sabían nadar, me contestaron: “El agua es para el ganado”. Mi madre le regaló a la hija del capataz una muñeca, en una caja grande de cartón. Al año siguiente volvimos y preguntamos por la niña. “¡Qué alegría le ha dado la muñeca!”, nos dijeron. Y nos la mostraron, todavía en la caja, clavada en la pared como una imagen. A la niña, por supuesto, sólo le permitían mirarla sin tocarla, porque la podía manchar o romper. Allí estaba, a salvo, venerada desde lejos. Lugones ha escrito que en Córdoba, antes de que llegaran las revistas, vio muchas veces un naipe clavado como un cuadro en la pared de los ranchos. El cuatro de copas, con el pequeño león y las dos torres, era especialmente codiciado. Influido por Ascasubi, antes de viajar a Ginebra empecé a escribir un poema sobre los gauchos. Recuerdo que intenté utilizar la mayor cantidad posible de palabras gauchescas, pero las dificultades técnicas me superaron y nunca pasé de las primeras estrofas.
Autobiografía (1899-1970) , Cap. I
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Fotos:
Jorge Borges (padre), Leonor Acevedo de Borges (madre) y su hermana Norah. Foto: Archivo La Nación
Norman di Giovanni with Borges, c. 1970 (photographer unknown)