En 1914 nos trasladamos a Europa. Mi padre había empezado a perder la vista, y recuerdo haberle oído decir: “¿Cómo voy a seguir firmando documentos legales si no puedo leerlos?”. Forzado a un retiro temprano, planeó nuestro viaje exactamente en diez días. En esos tiempos el mundo no era desconfiado; no había pasaportes ni trámites burocráticos de ningún tipo. Primero pasamos unas semanas en París, ciudad que no me fascinó ni en ese entonces ni después, al contrario de lo que le sucede a la mayoría de los argentinos. Quizá sin saberlo, siempre fui un poco británico -de hecho, siempre pienso en Waterloo como en una victoria-.
El objetivo del viaje, con respecto a mi hermana y a mí, era que concurriéramos a la escuela en Ginebra. Viviríamos con mi abuela materna, que viajaría con nosotros (y finalmente murió allí, mientras mis padres recorrían Europa). Al mismo tiempo, mi padre se haría tratar por un famoso oculista de Ginebra. En esa época Europa era más barata que Buenos Aires, y la plata argentina significaba algo. Pero éramos tan ignorantes de la historia, que no teníamos la menor idea de que en agosto estallaría la primera Guerra Mundial. En ese momento mi padre y mi madre estaban en Alemania, pero lograron regresar a Ginebra y reunirse con nosotros. Un año más tarde, a pesar de la guerra, pudimos atravesar los Alpes hasta el norte de Italia. Conservo recuerdos vívidos de Verona y de Venecia. En el vasto y vacío anfiteatro de Verona, me atreví a recitar en voz alta algunos versos gauchescos de Ascasubi.
Aquel otoño de 1914 empecé a estudiar en el Colegio de Ginebra, fundado por Calvino. Se trataba de un colegio sin internado. En mi clase éramos unos cuarenta alumnos, más de la mitad extranjeros. La materia principal era el latín, y pronto descubrí que si uno era bueno en latín podía descuidar un poco los demás estudios. Sin embargo, las otras materias -álgebra, química, física, mineralogía, botánica, zoología- se estudiaban en francés; y ese año aprobé todos los exámenes excepto, precisamente, el de francés. Sin decirme nada, mis compañeros firmaron una petición al director. Señalaban que yo había tenido que estudiar todas las materias en francés, un idioma que también había tenido que aprender. Le pedían que lo tuviera en cuenta; y él amablemente aceptó. Al principio ni siquiera entendía cuando un profesor me llamaba por mi apellido, porque lo pronunciaban a la manera francesa, con una sola sílaba. Cada vez que tenía que contestar, mis compañeros me daban un codazo.
Vivíamos en un departamento situado en el sur, el centro antiguo de la ciudad. Conozco Ginebra todavía mejor que Buenos Aires; y eso se explica porque en Ginebra no hay dos esquinas iguales y uno aprende muy pronto las diferencias. Todos los días caminaba por la orilla de ese río verde y helado, el Ródano, que atraviesa el centro de la ciudad pasando por debajo de siete puentes de aspecto muy diferente. Los suizos son bastante orgullosos y distantes. Mis dos amigos íntimos, Simón Jichlinski y Maurice Abramowicz, eran de origen judío-polaco. Uno llegó a ser abogado y el otro médico. Les enseñé a jugar al truco y aprendieron tan rápido y bien que al final de la primera partida me dejaron sin un centavo. Me convertí en un buen latinista, aunque la mayoría de mis lecturas personales las hacía en inglés. En casa hablábamos español, pero el francés de mi hermana fue de pronto tan bueno que hasta soñaba en ese idioma. Recuerdo que una vez, al regresar a casa, mi madre encontró a Norah escondida detrás de una cortina de felpa roja, gritando asustada: “Une mouche, une mouche!”. Parece que había adoptado la idea francesa de que las moscas son peligrosas. “Salí de ahí”, le dijo mi madre sin demasiado fervor patriótico. “¡Naciste y te criaste entre moscas!”
A causa de la guerra, exceptuando el viaje a Italia y excursiones dentro de Suiza, no viajamos. Al poco tiempo, desafiando los submarinos alemanes y en compañía de apenas otros cuatro o cinco pasajeros, mi abuela inglesa vino a vivir con nosotros.
Por mi cuenta, fuera del colegio empecé a estudiar alemán. Me empujó a esa aventura Sartor Resartus (El remendón remendado) de Carlyle, que me deslumbraba y me desconcertaba al mismo tiempo. El protagonista, Diógenes Devil’sdung (Diógenes Bosta del Diablo), es un profesor de idealismo alemán. Buscaba en la literatura alemana algo similar a Tácito, pero eso sólo lo encontraría más tarde, en el inglés y el escandinavo antiguos. La literatura alemana resultó ser romántica y empalagosa. Al principio intenté leer Crítica de la razón pura de Kant, pero me derrotó como a la mayoría, incluida la mayoría de los alemanes. Entonces pensé que la poesía, por su brevedad, sería más fácil. Conseguí un ejemplar de los primeros poemas de Heine,Lyrisches Intermezzo, y un diccionario alemán-inglés. Poco a poco, gracias al sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podía leer sin el diccionario. Me había internado pronto en la belleza del idioma. También logré leer la novela El Golem de Meyrink. (En 1969, cuando estuve en Israel, hablé de la leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, un destacado estudioso del misticismo judío, cuyo nombre yo había usado dos veces como única rima posible en un poema que escribí sobre el Golem.) Por influencias de Carlyle y De Quincey -alrededor de 1917- traté de interesarme en Jean-Paul Richter, pero pronto descubrí que su lectura me aburría. Richter, a pesar de sus dos defensores ingleses, me pareció un escritor muy farragoso y poco apasionado. Sin embargo me interesé mucho en el expresionismo alemán, que todavía considero muy superior a otras escuelas contemporáneas como el imaginismo, el cubismo, el futurismo, el surrealismo, etcétera. Años después, en Madrid, intentaría algunas de las primeras y tal vez únicas traducciones al español de algunos poetas expresionistas.
Mientras vivíamos en Suiza empecé a leer a Schopenhauer. Hoy, si tuviera que elegir a un filósofo, lo elegiría a él. Si el enigma del universo puede formularse en palabras creo que esas palabras están en su obra. Lo he leído muchas veces en alemán, y también traducido, en compañía de mi padre y su íntimo amigo Macedonio Fernández. Todavía pienso que el alemán es un idioma muy hermoso; quizá más hermoso que la literatura que ha producido. Paradójicamente, el francés tiene una buena literatura a pesar de su afición a las escuelas y los movimientos, pero el idioma en sí es, me parece, bastante feo. Las cosas resultan triviales cuando se las dice en francés. En realidad, considero que de los dos idiomas el español es el mejor, a pesar de que sus palabras sean demasiado largas y pesadas. Como escritor argentino tengo que sobrellevar el español, y soy demasiado consciente de sus deficiencias. Recuerdo que Goethe escribió que tenía que tratar con el peor idioma del mundo: el alemán. Supongo que la mayoría de los escritores piensan de la misma manera acerca del idioma con el que tienen que luchar. En cuanto al italiano, he leído y releído la Divina Comedia en más de una docena de ediciones diferentes. También he leído a Ariosto, a Tasso, a Croce y a Gentile, pero soy incapaz de hablar el italiano o de seguir una película o una obra de teatro en ese idioma.
Fue también en Ginebra donde descubrí a Walt Whitman, gracias a una traducción alemana de Johannes Schlaf (“Als ich in Alabama meinen Morgengang machte” - “As I have walk’d in Alabama my morning walk”). Tenía conciencia, por supuesto, de lo absurdo que era leer a un poeta norteamericano en alemán, de modo que encargué a Londres un ejemplar de Leaves of Grass. Todavía lo recuerdo, con aquella tapa verde. Durante un tiempo pensé que Whitman no sólo era un gran poeta sino el único poeta. En realidad, creía que lo que habían hecho todos los poetas del mundo hasta 1855 había sido conducirnos a Whitman, y que no imitarlo era una prueba de ignorancia. Había tenido la misma sensación leyendo la prosa de Carlyle, que ahora me resulta insoportable, y con la poesía de Swinburne. Son fases por las que pasé. Más tarde tendría otras experiencias similares en las que me sentí abrumado por algún autor en particular.
Permanecimos en Suiza hasta 1919. Después de tres o cuatro años en Ginebra, pasamos un año en Lugano. Ya tenía el título de bachiller, y estaba sobreentendido que debía dedicarme a escribir. Quería mostrarle mis manuscritos a mi padre, pero él me dijo que no creía en los consejos y que debía aprender solo, mediante la prueba y el error. Yo había estado escribiendo sonetos en inglés y en francés. Los sonetos en inglés eran malas imitaciones de Wordsworth, y los sonetos en francés copiaban, de manera acuosa, la poesía simbolista. Todavía recuerdo una línea de mis experimentos franceses: “Petite boite noire pour le violon cassé”. El texto completo se titulaba “Poeme pour etre recité avec un accent russe”. Sabiendo que escribía un francés de extranjero, pensé que era mejor un acento ruso que uno argentino. En mis experimentos con el inglés adoptaba algunas peculiaridades del siglo dieciocho, como “o’er” en vez de “over” y, para mayor facilidad métrica, “doth sing” en vez de “sings”. Pero no ignoraba que el español era mi destino ineludible.
Decidimos regresar a la Argentina, pero pasar primero un año en España. En aquellos tiempos los argentinos estaban descubriendo España poco a poco. Hasta ese momento, incluso escritores ilustres como Leopoldo Lugones y Ricardo Güiraldes habían dejado a España deliberadamente fuera de sus viajes. No se trataba de un capricho. En Buenos Aires, los españoles desempeñaban trabajos de ínfima categoría -sirvientas, mozos y peones- o bien eran pequeños comerciantes, y nosotros los argentinos nunca nos sentimos españoles. En realidad, dejamos de serlo en 1816, al declarar nuestra Independencia. Cuando leí de chico el libro de Prescott La conquista del Perú, descubrí con asombro que describía a los conquistadores de una manera romántica. A mí, descendiente de algunos de esos funcionarios, no me resultaban para nada interesantes. Pero a través de los ojos franceses los latinoamericanos veían pintorescos a los españoles, a quienes asociaban con los temas de García Lorca: gitanos, corridas de toros y arquitectura morisca. Sin embargo, aunque nuestro idioma era el español y proveníamos de sangre española y portuguesa, mi familia nunca consideró nuestro viaje como una vuelta a España tras una ausencia de tres siglos.
Fuimos a Mallorca porque era barata y hermosa y porque casi no había turistas con excepción de nosotros. Vivimos allí casi un año, en Palma y en Valldemosa, una aldea en lo alto de las montañas. Yo seguí estudiando latín, esta vez bajo la tutela de un sacerdote que una vez me dijo que considerando que lo innato satisfacía plenamente sus necesidades, jamás había leído una novela. Repasamos Virgilio, a quien sigo admirando.
A la gente del lugar le asombraba mi habilidad como nadador, que había adquirido en ríos de corriente rápida como el Uruguay y el Ródano, mientras los mallorquines estaban acostumbrados a un mar tranquilo, sin mareas. Mi padre escribía su novela, que evocaba los viejos tiempos de la guerra civil de la década de 1870 en su Entre Ríos natal. Creo haberle proporcionado algunas malas metáforas tomadas de los expresionistas alemanes, que él aceptó con resignación. Mi padre hizo imprimir 500 ejemplares de su novela, que trajimos con nosotros a Buenos Aires para regalar a los amigos. Cada vez que la palabra Paraná -su ciudad natal- aparecía en el manuscrito, el impresor la había cambiado por “Panamá”, pensando que corregía un error. Por no molestar, y creyendo también que así resultaba más divertido, mi padre no dijo nada. Ahora me arrepiento de mis intromisiones juveniles en su libro. Diecisiete años más tarde, antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo reescribiera la novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos.
Durante esa época, en Mallorca, escribí un cuento acerca de un hombre lobo y lo mandé a una revista popular de Madrid, “La Esfera”, cuyos editores, muy sabiamente, lo rechazaron. El invierno de 1919-20 lo pasamos en Sevilla, donde vi publicado mi primer poema. Se llamaba “Himno del mar” y apareció en la revista “Grecia”, en el número del 31 de diciembre de 1919. En el poema hacía todo lo posible por ser Walt Whitman:
Oh mar! oh mito! oh sol! oh largo lecho!Y sé por qué te amo. Sé que somos muy viejos.Que ambos nos conocemos desde siglos...Oh proteico, yo he salido de ti.¡Ambos encadenados y nómadas;Ambos con una sed intensa de estrellas;Ambos con esperanza y desengaños...!
Hoy me cuesta pensar en el mar, o en mí mismo, con una sed intensa de estrellas.
Años más tarde, cuando encontré la frase de Arnold Bennett “grandilocuente de tercera”, entendí de inmediato a qué se refería. Pero al llegar a Madrid unos meses después, como ése era mi único poema publicado, la gente me consideraba un cantor del mar.
En Sevilla me uní al grupo literario nucleado alrededor de “Grecia”. Los integrantes de ese grupo se daban el nombre de ultraístas y se habían propuesto renovar la literatura, rama del arte de la que no entendían absolutamente nada. Uno de ellos me confesó una vez que todo lo que había leído era la Biblia, Cervantes, Darío y uno o dos libros del Maestro, Rafael Cansinos Assens. Enterarme de que no sabían francés, ni tenían la más remota idea de la existencia de algo llamado “literatura inglesa”, confundió mi mente de argentino. Hasta llegaron a presentarme a un importante personaje local conocido como “el Humanista”, cuyo latín (no tardé mucho en descubrirlo) era aún más pobre que el mío. En cuanto a “Grecia”, su director Isaac del Vando Villar se hacía escribir todo el corpus de su poesía por sus ayudantes. Recuerdo que un día uno de ellos me dijo: “Estoy muy ocupado: Isaac está escribiendo un poema”.
Nos trasladamos a Madrid, y allí el gran acontecimiento fue mi amistad con Rafael Cansinos Assens. Todavía me gusta considerarme su discípulo. Había venido de Sevilla, donde estudió para sacerdote hasta que al descubrir que su apellido figuraba en los archivos de la Inquisición decidió que era judío. Eso lo llevó a estudiar hebreo, e incluso se hizo circuncidar. Lo conocí a través de unos amigos andaluces.
Tímidamente, lo felicité por un poema que él había escrito sobre el mar. “Sí -dijo-, y cómo me gustaría volver a verlo antes de morir.”
Era un hombre alto que tenía un desprecio andaluz por todo lo castellano. Lo más notable era que vivía exclusivamente para la literatura, sin pensar en el dinero o la fama. Excelente poeta, escribió un libro de salmos eróticos titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos y ensayos, y cuando lo conocí presidía un grupo literario.
Todos los sábados iba al Café Colonial, donde nos reuníamos a medianoche, y la conversación duraba hasta el alba. A veces éramos veinte o treinta. Los integrantes del grupo despreciaban el color local: el cante jondo, las corridas de toros. Admiraban el jazz norteamericano y les interesaba más ser europeos que españoles. Cansinos proponía un tema: La Metáfora, El Verso Libre, Las Formas Tradicionales de la Poesía, La Poesía Narrativa, El Adjetivo, El Verbo.
A su manera, con esa tranquilidad tan suya, era un dictador que no permitía alusiones hostiles a escritores contemporáneos y trataba de mantener la conversación en un plano elevado.
Cansinos era un lector voraz. Había traducido El comedor de opio de De Quincey, Las Meditaciones de Marco Aurelio del griego, novelas de Barbusse y Vidas imaginarias de Schwob. Más tarde emprendería la traducción de las obras completas de Goethe y Dostoievski. También hizo la primera versión española de Las Mil y Una Noches, que es muy libre comparada con la de Burton o la de Lane pero cuya lectura es, en mi opinión, más agradable. Un día fui a verlo y me llevó a su biblioteca. Más bien debería decir que toda su casa era una biblioteca. Uno tenía la sensación de atravesar un bosque. Era demasiado pobre para tener estantes y los libros estaban amontonados desde el suelo hasta el techo, y había que abrirse paso entre las pilas. Sentía que Cansinos era como todo el pasado de aquella Europa que yo estaba dejando atrás: algo así como el símbolo de toda la cultura, occidental y oriental. Pero tenía una perversión que le impedía llevarse bien con sus contemporáneos más destacados. Consistía en escribir libros que elogiaban con generosidad a escritores de segunda o de tercera. En aquellos tiempos Ortega y Gasset estaba en la cumbre de la fama, pero Cansinos lo consideraba mal filósofo y mal escritor. Lo que a mí me dio, por sobre todo, fue el placer de la conversación literaria, y también me estimuló a ampliar mis lecturas. En cuanto a la escritura, empecé a imitarlo. Él escribía frases largas y fluidas con un sabor nada español y muy hebreo.
Curiosamente, fue Cansinos quien inventó en 1919 el término “ultraísmo”. Consideraba que la literatura española siempre se había quedado atrás. Con el seudónimo “Juan Las” escribió algunos breves y lacónicos textos ultraístas. Todo aquello -lo advierto ahora- se hacía con espíritu de burla. Pero los jóvenes lo tomábamos muy en serio. Otro de sus discípulos fervientes era Guillermo de Torre, a quien conocí en Madrid aquella primavera y que nueve años más tarde se casó con mi hermana Norah.
En aquella época había en Madrid otro grupo, nucleado alrededor de Gómez de la Serna. Fui una vez a una reunión y no me gustó cómo se comportaban. Tenían un payaso con una pulsera a la que habían sujetado un cascabel. Hacían que estrechara la mano a la gente, y el cascabel cascabeleaba y Gómez de la Serna invariablemente decía: “¿Dónde está la culebra?” Se suponía que era gracioso. Una vez me miró con orgullo y comentó: “¿Verdad que nunca viste nada parecido en Buenos Aires?” Reconocí que no, gracias a Dios.
En España escribí dos libros. Uno se llamaba -ahora me pregunto por qué- Los naipes del tahúr. Eran ensayos políticos y literarios (yo era todavía anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Pretendían ser duros e implacables, pero la verdad es que eran bastante mansos. Usaba palabras como “idiotas”, “rameras”, “embusteros”. Como no encontré editor, destruí el manuscrito al regresar a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas en verso libre -unos veinte en total- que elogiaban la Revolución rusa, la hermandad del hombre y el pacifismo. Tres o cuatro llegaron a aparecer en revistas: “Épica bolchevique”, “Trinchera”, “Rusia”. Destruí ese libro en España, la víspera de nuestra partida. Ya estaba preparado para regresar al país.
Autobiografía (1899-1970) , Cap. II
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Foto cabecera ca. 1914-18: Borges con su hermana Norah
en Suiza, en su época de bachiller
Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en Nueva York, 8 de abril, 1968