Marcelino Menéndez y Pelayo —cuyo estilo, pese a la casi imposibilidad de pensar y al abuso de las hipérboles españolas, fue ciertamente superior al de Unamuno y al de Ortega y Gasset, pero no al que Groussac y Alfonso Reyes nos han legado— solía decir que de todas sus obras, la única de la que estaba medianamente satisfecho era su biblioteca: parejamente, yo soy menos un autor que un lector y ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven. Mi memoria es un archivo heterogéneo y sin duda inexacto de fragmentos en diversos idiomas, incluso en latín, en inglés antiguo y, muy pronto, lo espero, en nórdico antiguo. Alguna vez pensé que mi destino de mero lector era pobre; ahora, a los setenta años, he dado en sospechar que haber leído, y releído, la balada de Maldon es quizá una experiencia no menos vívida y valiosa que la de haber batallado en Maldon. “Están verdes las uvas” observaría Esopo, sonriendo.
El azar (tal es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al tejido infinito e incalculable de efectos y de causas) ha sido muy generoso conmigo. Dice que soy un gran escritor; agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o de chapucero o de ambas cosas a la vez. Quiero dejar escrito que no he cultivado mi fama, que será efímera, y que no la he buscado ni alentado. Acaso una que otra pieza —“El Golem”, “Página para recordar al coronel Suárez”, “Poema de los dones”, “Una rosa y Milton”, “La intrusa”, “El Aleph”— perdure en las indulgentes antologías.
No soy un pensador. Me creo un hombre bueno y tal vez un santo, lo cual es prueba suficiente de que en realidad no lo soy. Fuera de Juan Manuel de Rosas, mi pariente lejano, y de otros dictadores cuyo nombre no quiero recordar, me cuesta comprender qué es el odio. He recorrido buena parte del mundo. Amo con amor personal a muchas ciudades: Montevideo, Ginebra, Palma de Mallorca, Austin, San Francisco de California, Cambridge, New York, Londres, Edimburgo, Estocolmo… En cuanto a Buenos Aires, la quiero mucho pero bien puede tratarse de un viejo hábito.
En Sara Facio y Alicia D’Amico, Retratos y autorretratos, Buenos Aires, Ediciones Crisis, 1973
Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé
Imagen arriba: Plazoleta del lector en Mar del Plata o Plazoleta Jorge Luis Borges
Esquina de La Rioja y San Martín (Mural de Miguel REP) Vía