Las noches y los días de Norah Lange son remansados y lucientes en una quinta que no demarcaré con mentirosa precisión topográfica y de la que me basta señalar que está en la hondura de la tarde, junto a esas calles grandes con las cuales es piadoso el último sol y en que el apagado ladrillo de las altas aceras es un trasunto del poniente cuya luz es como una fiesta pobre para los terrenos finales. En esos aledaños conocí a Norah, preclara por el doble resplandor de sus crenchas y de su altiva juventud, leve sobre la tierra. Leve y altiva y fervorosa como bandera que se cumple en el viento, era también su alma. En ese tibio ayer, que tres años prolijos no han empañado, amanecía el ultraísmo en tierras de América y su voluntad de renuevo que fue traviesa y novelera en Sevilla, resonó fiel y apasionada en nosotros. Aquélla fue la época de Prisma, la hoja mural que dio a las ciegas paredes y a las hornacinas baldías una videncia transitoria y cuya claridad sobre las casas era ventana abierta frente a la resignada costumbre, y de Proa, cuyas tres hojas se dejaban abrir como ese triple espejo que hace movediza y variada la inmóvil gracia del rostro que refleja. Para nuestro sentir los versos contemporáneos eran inútiles como incantaciones gastadas y nos urgía la ambición de una lírica nueva. Hartos estábamos de la insolencia de palabras y de la musical imprecisión que los poetas del 900 amaron y solicitamos un arte impar y eficaz en que la hermosura fuese innegable como la alacridad que el mes de octubre insta en la carne y en la tierra. Ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos. Y en esa iniciación advino a nuestra fraternidad Norah Lange y escuchamos sus versos, conmovedores como latidos, y vimos que su voz era semejante a un arco que lograba siempre la pieza y que la pieza era una estrella. ¡Cuánta limpia eficacia en esos versos de chica de quince años! En ellos resplandecen dos distinciones: cronológica y propia de nuestro tiempo la una y misteriosamente individual la segunda. La primera es la noble prodigalidad de metáforas que ilustra las estancias y cuyo encuentro de afinidades imprevisibles justifica la evocación de las grandes fiestas de imágenes que hay en la prosa de Cansinos Assens y la de los escaldas medievales —¿no es Norah, acaso, de raigambre noruega?— que apodaban a los navíos potros del mar y a la sangre, agua de la espada. La segunda es la parvedad de cada poesía, parvedad justa y esencial cuya estirpe más fácil está en las coplas que han brotado a la vera de la guitarra antigua y resurgen hoy junto al pozo, también oscuro y fresco y dolorido, de la guitarra patria.
El tema es el amor: la expectativa ahondada del sentir que hace de nuestras almas cosas desgarradas y ansiosas, como los dardos en el aire, ávidos de su herida. Ese anhelo inicial informa en ella las visiones del mundo y le hace traducir el horizonte en grito alargado y la noche en plegaria y la sucesión de días claros en un rosario lento. Tropos que he sopesado en mi soledad, por caminatas y sosiego, y que me parecen verídicos.
Con enhiesta esperanza, con generosidad de lejanías, con arcilla frágil de ocasos, ha modelado Norah este libro. Quiero que mis palabras encareciéndola sean como las hogueras de cedro que alegraban en una fiesta bíblica las atentas colinas y que presagiaban a los hombres la luna nueva.
Norah Lange: La calle de la tarde. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Ediciones J. Samet, 1925
Incluido en Inquisiciones (1925) Luego en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011
Imagen: Foto de Norah Lange (s/f) dedicada a JLB Vía
Incluido en Inquisiciones (1925) Luego en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011
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