22/3/17

Jorge Luis Borges: Del cielo y del infierno






Para casi todos los hombres, los conceptos de cielo, de felicidad son inseparables. Los teólogos definen el cielo como un lugar de eterna gloria y ventura y advierten que ese lugar no es el dedicado a los tormentos infernales. Butler, a finales del siglo XIX, proyectó un cielo en el que todas las cosas se frustraran ligeramente, ya que nadie es capaz de tolerar una dicha total, y un infierno correlativo, en el que faltara todo estímulo desagradable, salvo los que prohíben el sueño. Bernard Shaw, a principios de este siglo, instaló en el infierno las ilusiones de la erótica, de la abnegación, de la gloria y del puro amor imperecedero; el tercer acto de Man and superman, que narra el sueño de John Tanner, ubica en el cielo la comprensión de la realidad. La idea central de esta doctrina ya había sido explicada largamente en el más conocido y hermoso de los tratados de Swedenborg, De coelo et inferno, publicado en Amsterdam en 1758. William Blake lo repite y Bemard Shaw lo resume espléndidamente en su comedia. Cabe suponer que escribió bajo el estímulo de Blake, a quien menciona con frecuencia y respeto o, lo que no es inverosímil, que arribó a las mismas ideas por cuenta propia. Leslie D. Weatherhead, un mediocre y casi inexistente escritor, acaso estimulado por lecturas piadosas, da en el cuarto capítulo de After death una original versión del cielo, que concuerda plenamente con la de André Gide. En Journal (página 677), Gide habla de un infierno inmanente, ya declarado por el verso de Milton: "Which way i fly is hell; myself ani hell". Wheatherhead arguye que el infierno y el cielo no son localidades topográficas, sino estados extremos del alma. Propone la tesis de un solo heterogéneo ultramundo, alternativamente infernal y paradisíaco, según la capacidad de las almas. Escribe que la directa persecución de una pura y perpetua felicidad no será menos irrisoria del otro lado de la muerte que de éste. "El dolor del cielo es intenso", comenta, "pues cuanto más hayamos evolucionado en este mundo, tanto más podremos compartir en el otro la vida de Dios. Y la vida de Dios es dolorosa. En su corazón están los pecados, las penas, todo el sufrimiento del mundo. Mientras quede un solo pecador en el mundo no habrá felicidad en el cielo".
Dante, en la famosa epístola dirigida a su amigo Can Grande della Scala, advierte que su comedia, como la Sagrada Escritura, puede leerse de cuatro modos distintos y que el literal no es más que uno de ellos. Dominado por los versos precisos, el lector conserva la indeleble impresión de que los nueve círculos del infierno, las nueve terrazas del purgatorio y los nueve cielos del paraíso corresponden a tres establecimientos: uno, de carácter penal; otro, penitencial, y otro -si el neologismo es tolerable-, premial. Pasajes como el de este verso: "Lasciate ogni esperanza, voi ch'entrate", fortalecen esa convicción topográfica, realzada por el arte y negada por la lógica o el candor de Weatherhead.
Para Swedenborg, el cielo y el infierno no son lugares, son condiciones de las almas, determinadas por su vida anterior. A nadie le está vedado el paraíso; a nadie le está impuesto el infierno. Las puertas están abiertas, y quienes mueren no saben que están muertos; durante un tiempo indefinido proyectan una imagen ilusoria de su ámbito habitual y de las personas que las rodean. Recuerdo ahora que en Inglaterra una superstición popular declara que no sabremos que hemos muerto sino cuando comprobemos que el espejo ya no nos refleja.
El infierno es la otra cara del cielo. Su reverso preciso es necesario para el equilibrio de la creación. Quien lo rige es el Señor, como a los cielos. El equilibrio de las dos esferas es requerido para el libre albedrío, que sin tregua debe elegir entre el bien, que mana del cielo, y el mal, que mana del infierno. Cada día, cada momento de cada día, el hombre labra su perdición eterna o su salvación.
Creamos o no en la inmortalidad personal, es innegable que la doctrina de Swedenborg es más moral y más razonable que la de un misterioso don que se obtiene, casi al azar, a última hora.
La vasta literatura escrita sobre el cielo y el infierno abarca y agota todas las posibilidades. No sé qué opinará mi lector sobre estas conjeturas que acabo de exponer. He observado que aquellos que creen en un mundo ultraterreno poco se interesan en él. Conmigo ha ocurrido y ocurre todo lo contrario; me interesa, pero no creo. Otro tanto me ocurre con el libre albedrío, esa ilusión necesaria que nos hace sentir dueños de nuestras propias acciones.
En El País, Madrid, 15 de abril de 1986, p. 9 
Luego en Clarín, Buenos Aires, 5 de junio de 1986, Suplemento Cultural, pp. 1-2
Ilustración de Jorge Luis Borges por ©El Tomi [Tomás Müller]


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