Mi separación legal de Eduardo, de común acuerdo y mediante un juicio sin obstáculos, se llevó a cabo con el mayor grado de civilización. Ninguno discutió por la menor cosa; nuestra vivienda pertenecía a mi madre y me quedé allí con los chicos, como era natural; permanecieron los muebles y él se llevó su biblioteca y algunos cuadros, entre ellos un Figari que después vendió y me habría gustado conservar, pero en la vida no es posible tenerlo todo y retuve en cambio una témpera de Soldi que le había comprado al pintor en su taller, el día en que lo conocí. (En un cuaderno anoté, en julio de 1953: Es sencillo, cordial, sin rasgos notables, y disfraza su talento bajo una apariencia de buen burgués con tricota azul, fumador incansable).
Coincidió nuestra separación con la época final y más dramática de la dictadura peronista. Esta había sido tan larga que, como no hay mal a que el hombre no acabe por acostumbrarse, nos habíamos habituado a seguir viviendo al margen de ella, en la medida de lo posible. La vida social, artística y literaria seguía su curso y nos servía de evasión ante las calamidades políticas; venían excelentes compañías teatrales europeas y grandes cantantes al Colón, había exposiciones y conciertos y, deleitándonos con Jean Louis Barrault en una pieza de Anouilh o viendo a Pirandello interpretado por el Piccolo Teatro di Milano, nos olvidábamos pasajeramente del clima opresivo que se respiraba. Aquel gobierno, en una orgía de autopropaganda, había decretado que la mayor parte de las cosas llevase el nombre de la pareja reinante, de modo que cuando alguien decía, por ejemplo: Ahora viajaré en el subterráneo de Eva Perón a Perón para tomar el tren a Eva Perón, eso significaba que iría desde Retiro a Constitución para viajar luego a La Plata. En los colegios secundarios era lectura obligatoria La razón de mi vida, obra atribuida a Eva Perón pero escrita por un español cuyo nombre olvido, quien hizo lo posible por mejorarle el estilo pero poco logró, si es que se lo propuso, en cuanto a infundirle alguna idea. Los textos de la escuela primaria eran un delirio de propaganda política y adoctrinamiento oficialista. El diario La Prensa, opositor de admirable valentía, había sido confiscado y ningún otro se animaba a formular una crítica después de ese ejemplo: las radios resonaban con loas al gobierno y con los discursos incendiarios del matrimonio, azuzando al populacho contra los opositores. Luego murió ella y, después de un luto obligatorio muy similar al que impuso Rosas al morir doña Encarnación, durante el cual todo empleado público debía llevar corbata negra y guardar diariamente un minuto de silencio para conmemorar el tránsito, los discursos mermaron en un cincuenta por ciento. No produjo alivio esa disminución, porque los del cónyuge supérstite aumentaron en virulencia; como les sucede a los tiranos, veía atentados y revoluciones por doquier y a veces con motivo, porque el fermento de la ciudadanía amordazada era considerable y en el ejército cundía el malestar. Hubo un golpe fallido que incluyó un sangriento bombardeo en la Plaza de Mayo y de allí en adelante, tras la prisión de quienes lo encabezaron, el ambiente empeoró y, en el año previo a la revolución, se había vuelto poco menos que irrespirable.
En medio de esta desagradable atmósfera, mi amigo Carlos Muñiz había fundado una de esas revistas literarias que duran, como la niña deplorada por Malherbe, l'espace d'un matin. Se llamaba Ciudad y estaba muy bien presentada, con una linda tapa dibujada por Rafael Squirru; entre sus colaboradores figuraban muchos nombres que más tarde serían conocidos. Yo lo había leído a Carlitos, tímidamente, algunos comentarios sobre libros, que escribí como mero ejercicio y sin intención de publicarlos; no le parecieron malos, porque me pidió un trabajo para el segundo número de la revista, dedicado a Jorge Luis Borges, asignándome el cuento en el reparto de los temas. Fue así como se publicó mi primer breve ensayo y yo sentí ese asombro un poco temeroso de ver impreso algo que había redactado, con mi firma audazmente colocada al pie.
Ciudad alcanzó los tres números y desapareció sin dejar rastros, pero ese trabajo fue el punto de partida, un poco casual, de lo que puedo llamar, sin exageración, la amistad más enriquecedora que me regaló la vida.
El primer libro de Borges que leí, varios años antes, fue Ficciones: vivía aún con mi marido y estaba en cama con un resfrío u otra molestia pasajera cuando un amigo nuestro, Rodolfo Martelli, que solía venir a comer con nosotros, me trajo un ejemplar de regalo para ayudarme a sobrellevar la quietud forzosa. Lo leí de un tirón, admirada y suspensa, porque ese libro no se parecía a nada que hubiese conocido hasta la fecha. Hallaba en él no sólo una mente original hasta lo desconcertante, sino un estilo literario nada frecuente en nuestro idioma, tan sintético y despojado de ornato, con una adjetivación admirable y un uso singular de los verbos que suplían, en esa prosa de concisión espartana, las gracias de la retórica. Pero fue un tiempo después, al leer su obra poética, cuando mi admiración intelectual se convirtió en entusiasmo apasionado. Me recuerdo caminando por la casa, libro en mano, leyendo poemas en voz alta como una poseída e interrumpiéndome a cada rato para lanzar exclamaciones de júbilo, como sólo puede hacerlo la persona que también ama el lenguaje y se exalta al verlo usado por un maestro.
Teníamos con Borges una amiga común, Estela Canto, y ella fue quien nos reunió. Estela había sido una de las muchas mujeres que Borges cortejó en su juventud, época en que le dedicó su cuento «El Aleph» y le regaló el manuscrito original. Curiosamente, Estela militó mucho tiempo en el Partido Comunista, del que tardó más en desilusionarse de lo que una habría supuesto conociendo su lúcida inteligencia; pero, como ni la inteligencia ni la razón son móviles principales de nuestra conducta, inútil es indagar en materia de místicas ajenas. Pese a esta discrepancia ideológica, nos teníamos afecto y solíamos vernos con cierta regularidad; era muy buena escritora y yo consideraba una lástima que malgastase su talento haciendo propaganda marxista en revistas insignificantes, en lugar de escribir las novelas para las que estaba dotada.
Lo cierto es que mi artículo para la efímera Ciudad, que no apareció hasta el año siguiente, me sirvió de tarjeta de presentación ante Borges: Estela le hizo leer el texto y esto no lo desalentó para que aceptara conocerme. Finalizaba 1954, punto de partida para una relación que duró treinta y dos años hasta su muerte en 1986 y que, repito, fue la amistad más importante de mi vida.
Cuando conversé con Borges por primera vez, él tenía cincuenta y cinco años y yo treinta y dos. La imagen que me había formado a través de sus libros no parecía coincidir con la persona real: la mente poderosa, la compleja y sutil erudición, el fino humorismo y la honda inspiración poética estaban enmascarados por un señor tímido, a veces levemente tartamudo, con un rostro de rasgos poco firmes que sugerían más la blandura que el rigor y una diestra insegura, que esbozaba ademanes de los que luego parecía arrepentirse y en el saludo habitual se daba con flojedad, como queriendo escapar a la presión de aquella que se le tendía.
Para escribir ese artículo yo había leído casi toda su obra y el escritor de carne y hueso que tenía ante mí no parecía su autor. Elogió mucho mi trabajo, llenándome de alegría porque no sabía entonces qué pródigo era Borges en el elogio hacia las personas con quienes quería ser amable, sobre todo cuando se trataba de mujeres. Aún no le había oído decir en público que Fulana de Tal era la mejor poetisa argentina y señalarme, en tête-à-tête, que sus rimas eran completamente casuales, ni calificar de admirable la traducción de unos poemas al presentarla y censurarla duramente esa misma noche, mientras comíamos solos. Hubo escritor a quien elogió en su presencia, de quien me dijo otro día: Sí, es muy famoso, a pesar de su obra. Cuando le tuve más confianza, yo, que soy incapaz de cortesía cuando de honestidad intelectual se trata, le reprochaba ese hábito que juzgaba indigno de él. Borges sonreía con su sonrisa bonachona y replicaba:
-Pero ¿qué importancia tiene? Se quedan contentos y con eso no perjudico a la literatura.
En 1954, pues, habiéndonos conocido cuando faltaba un mes apenas para mi habitual reclusión en el campo con los chicos, sólo estuve con Borges dos veces más. La primera, fui a tomar el té a su casa y conocí a la madre, Leonor Acevedo, a quien llamábamos Leonorcita, gran señora y excepcional mujer, muy calumniada por psicoanalistas que nunca hablaron una palabra con ella y por periodistas que se hacían eco de aquéllos. La devoción ejemplar de esta madre, que no vivió sino para ayudar al hijo ciego y resolverle todos los problemas, mientras le alcanzaron las fuerzas, fue interpretada como deseo de dominio; nada más falso. Por otra parte, habría sido imposible dominar a Borges ni obligarlo a hacer cosa alguna que él no deseara, porque era especialista en resistencia pasiva y también en salirse con la suya, no siempre para su bien.
Después del té fuimos caminando a las oficinas de la revista Sur, en la calle Viamonte, a visitar a Victoria Ocampo, a quien yo había conocido aquel invierno; estar en el despacho de ella, conversando con ambos, me parecía tan inverosímil que no podía convencerme de que una cosa semejante me sucediese a mí. Pocos días después Borges me volvió a invitar a tomar el té, pero fue en el centro y proseguimos, también a pie, hasta la antigua Sociedad Argentina de Escritores en la calle México, donde me esperaba una grata sorpresa: encontrar a mi viejo profesor de castellano del Liceo, don Arturo Capdevila.
En 1955 comencé a ver a Borges con regularidad, acompañándolo a menudo a sus conferencias y comiendo luego con él, pero sólo a partir del año siguiente empezamos a encontrarnos con mucha frecuencia. Desde entonces, salvo los tres meses del verano en que me hallaba en la estancia y los viajes que uno u otra hacíamos, nos vimos a un promedio de una vez por semana durante más de tres décadas. Creo que llegué a conocerlo a fondo y puedo recordar el testimonio de su propia madre que solía decirme, sonriendo:
-Lo conoces tanto como yo.
Durante su primer matrimonio, nos alejó el curso de un año que dictó en los Estados Unidos y después, cuando vivía con su mujer en la Avenida Belgrano, no iba yo sin una invitación formal, lo que no ocurría a menudo; pero solía visitarlo por la tarde en la Biblioteca Nacional, de la que era director, de modo que nuestra relación no se cortó jamás. Muy parcialmente, me ayudan a recorrer el largo camino de recuerdos, las anotaciones que hacía de vez en cuando en unos cuadernos que destruí por indiscretos, aunque debo aclarar que ninguna de las indiscreciones registradas se refería a él.
Me fui acercando a Borges lentamente. No sólo costó vencer su timidez, sino esa barrera infranqueable de literatura que oponía al interlocutor para impedirle cualquier cosa que se pareciera a una confidencia. A menudo me regalaba libros, que yo leía con avidez y marcaba en la primera página con una B para recordar su procedencia: obras de Conrad, De Quincey, Stevenson, Kipling, Wells, sus preferidos. Durante dos años, en cuanto lo nombraron profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras, asistí a los cursos con el interés de la persona que conoce bastante la materia y está en condiciones de apreciar la originalidad de un enfoque y el acierto de un juicio; situación en que rara vez se hallaban los alumnos, a juzgar por los relatos que él me hacía acerca de los exámenes que estaba obligado a oír. Borges no era sistemático para dictar la materia; arbitrario en sus preferencias y muy capaz de despachar a Milton en una clase y dedicarle varias a la literatura anglosajona, que lo apasionaba en aquel momento, era, en cambio, un crítico original y, si un tema lo entusiasmaba, podía contagiar su fervor. Terminada la clase, tomábamos un café en la calle Florida y yo lo acompañaba a pie hasta su casa, camino de la mía. Si salíamos de noche, íbamos a comer al Pedemonte antiguo, a El Tropezón, a La Emiliana, al restaurante de Constitución y a veces al de Retiro, pero siempre pasábamos horas caminando por la Plaza San Martín y sentándonos de vez en cuando en un banco a hablar, por supuesto, de literatura.
Solía llevarme a sus lugares preferidos: al puente de Constitución, al Parque Lezama; a Adrogué, donde veraneaba de chico, para mostrarme las ruinas del Hotel Las Delicias antes de que lo demolieran, conmovida yo con su nostalgia mientras vagábamos de noche en el jardín abandonado. Venía a casa a menudo, a tomar el té o a comer; delante de la chimenea encendida, en el escritorio, le gustaba a veces sentarse en el suelo ante las llamas y a mí me placía que lo hiciese, porque lo sentía así más próximo y menos defendido.
Al principio o, para ser exacta, después de unos meses, Borges me cortejó un poco, como acostumbraba hacerlo con casi todas sus amigas, pero tan discretamente que me era fácil simular que no lo advertía. Yo, que por aquella época tenía otras preocupaciones sentimentales, estaba con respecto a él en un estado que era incapaz de definir excepto, tal vez, con la palabra hechizo. No entendía por qué me hallaba pendiente de un hombre que físicamente no me atraía pero, lo mismo que en el amor, la rara ausencia de su diaria llamada telefónica podía angustiarme. Los franceses tuvieron una expresión, hoy sin duda desterrada por obsoleta, amitié amoureuse, que podría describir esa relación platónica hecha no sólo de comprensión intelectual, de gustos compartidos, de un juego de réplicas y de bromas en que nos bastaba la más leve alusión para entendernos; también había, en el fondo, soterradas corrientes de ternura que no afloraban por cauces naturales, mientras uno citaba la primera línea de un pasaje de Shakespeare y el otro continuaba con la segunda, o nos recitábamos uno al otro, alternadamente, las cuartetas del Rubaiyat de Omar Khayyám en la traducción inglesa de Fitzgerald, con la alegría de pensar que ese pequeño duelo literario en que nos ufanábamos de nuestras respectivas memorias, no resultaba de una improvisación sino de entusiasmos antiguos, cuando en épocas en que no nos conocíamos ni de nombre habíamos, cada uno por su lado, sentido el deleite de esos versos hasta el punto de adueñarnos de ellos. Borges desplegaba su maravillosa inteligencia y su erudición increíble sin ningún énfasis -nadie estuvo más lejos del alarde- y yo me solazaba porque podía admirarlo entendiéndolo y seguirlo sin vacilaciones, como una bailarina sigue dócilmente al compañero o ser como aquellos oscuros interlocutores de los diálogos socráticos que, sin brillo propio, permiten sin embargo exponer su tesis al maestro. Treinta años después, en una conferencia que dimos juntos sobre Música y Literatura y habiéndome pedido Borges que iniciara el diálogo, expliqué al público que esa tarde sería el segundo violín el que expusiera el tema y el primero lo desarrollaría luego. Creo que esta metáfora musical puede extenderse al larguísimo diálogo que mantuvimos a través de los años, fui ese segundo violín que presta apoyo e introduce variaciones y espero no haber entrado alguna vez a destiempo y, sobre todo, no haber desafinado nunca.
Un día, ante una queja suya, le dije:
-Usted siempre está haciendo cosas que no tiene ganas de hacer.
Me contestó:
-No puedo estar todo el tiempo a su lado.
Sonreí y no dije nada. ¿Qué se contesta a una galantería? Pero sentí ganas de responder:
-Esa es también mi desventura. Ayúdeme a remediarla.
Ese curioso estado de contenida exaltación duró más de un año y no escapó a la perspicacia de Leonorcita quien, lejos de molestarse, me veía con buenos ojos y me invitaba con frecuencia a tomar el té, a veces en ausencia de su hijo, que llegaba un par de horas más tarde. A mí me encantaban esas conversaciones: era muy inteligente y, como ella misma decía, una vida entera dedicada a leerles al marido y al hijo ciegos los libros que ellos elegían, la había cultivado mucho más que a otras señoras de su generación. Cuando escribí el libro sobre Borges para EUDEBA, mi mejor fuente de información fue ella y pasé muchas horas a su lado, tomando notas de sus recuerdos de la vida en Europa y la infancia y adolescencia de sus hijos; ya muy anciana se le ocurrió dictarme, desde la cama en que estuvo postrada, memorias más antiguas, de su propia niñez y juventud en un Buenos Aires remoto del que yo tenía noticias por los míos, pero nunca con la precisión de detalles que ella me daba, matizándolos con toda suerte de anécdotas y hasta escándalos de las viejas familias que yo anotaba para mi propio archivo, aun sabiendo que no podría publicarlos. Abandoné el proyecto de dar forma a esos recuerdos cuando me di cuenta de que Leonor, ya casi centenaria, estaba confundiendo las fechas y los nombres y no me sentí segura de la fidelidad de los datos; espero hallar el modo, algún día, de hacerlos conocer. Leonorcita murió faltándole un año para llegar a los cien; estaba tullida, sufriendo dolores reumáticos y deseando fervorosamente el fin. Cuando una de esas personas de poco seso se lamentó ante Borges de que su madre no hubiese alcanzado el siglo, este le contestó, con ese amargo humorismo de que era capaz:
-Señora, usted exagera los encantos del sistema métrico decimal.
Leonorcita vivía pendiente de los acontecimientos políticos, que a la vez la apasionaban y llenaban de angustia; una tarde en que se afligía, comentando el discurso del presidente de turno, Borges le dijo en mi presencia:
-Pero Madre, eso te pasa por leer los discursos de Fulano en lugar de los Diálogos de Platón.
Ella se indignó, por supuesto, pero comprendí que la aparente broma del hijo era una verdad indiscutible. «La gente tiene la superstición de creer que todos los días suceden cosas importantes», solía decir, refiriéndose a su desinterés por los diarios. Un poema de Borges que siempre tengo presente, «Límites», habla de que
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De las puertas que cerré por última vez, felizmente sin saberlo entonces, una de las que más echo de menos es la del departamento donde vivieron Borges y su madre, en la calle Maipú. Llegué a conocerlo tanto y experimentó tan pocos cambios en el largo lapso en que lo visité, que me lo tengo grabado en sus menores detalles: el balcón florido que lo rodeaba por entero; el living-comedor con las bibliotecas, el cuadro de su hermana Norah, los daguerrotipos de antepasados y, en los últimos años, el inmóvil gato Beppo, obeso y blanco, que era preciso quitar del sofá donde usurpaba el asiento preferido de su amo; el dormitorio de Leonorcita, que nunca fue modificado y conservó los antiguos muebles de caoba y los retratos de familia como si ella viviese todavía; el cuarto de Borges, tan estrecho que apenas había lugar para la ascética cama y alguna biblioteca, en cuyas paredes colgaban un tigre de cerámica azul, regalo de María Kodama, y el grabado de Durero Ritter, Tod und Teufel, que le inspiró dos sonetos. En el living nos instalábamos de noche, él en el sofá, yo en el sillón junto a la lámpara y no llevo cuenta de las páginas que le leí a lo largo de los años, al principio para ayudarlo a preparar sus clases en la facultad o alguna de sus conferencias; después, cuando trabajé con él en el libro sobre el budismo; siempre, para su placer, que era también el mío, porque cuanto le interesaba valía la pena de ser leído. Su curiosidad era insaciable y me tenía a cada momento buscando algún dato en la Enciclopedia Británica o persiguiendo etimologías en diccionarios especializados.
Después de la primera etapa de nuestro mutuo conocimiento, cuando mi deslumbramiento y su asiduidad se fueron mitigando, la relación se encauzó hacia una amistad sólida y llena de afecto, en la que no puedo pensar sin la más profunda gratitud. Tantas cosas recibí de Borges, en cuanto a enseñanza general y aprendizaje literario; se me dio el privilegio de trabajar a su lado, viendo paso a paso cómo elaboraba su prodigioso estilo; tuve la suerte de compartir con él innumerables lecturas y de oír los comentarios y las críticas con que las interrumpía a cada página; en toda mi trayectoria como escritora, él fue quien me apoyó y orientó, desde que me acompañó a Sur y a La Nación a llevar mis primeros trabajos hasta que, en el acto de mi recepción académica, me dio la bienvenida desde el estrado. Pero, además de todo esto ¡cuánto nos divertimos juntos! ¡Tanto nos reímos de sus ocurrencias, mientras caminábamos por calles nocturnas, comíamos en casa o en algún restaurante próximo a la suya o viajábamos a alguna provincia donde lo acompañaba a dar conferencias! Tenía un humorismo muy peculiar, que sólo puedo comparar al de Lewis Carroll, como cuando una vez me comentó, a propósito de una hoja de propaganda política que recogí en la calle:
-El razonamiento que hay allí es del tipo: dos por dos, igual a lunes.
Un humorismo muy intelectual, desde luego, cuya gracia consistía en el modo de usar las palabras: la inesperada adjetivación, el verbo disparatado y adecuadísimo que empleaba para burlarse del universo o para lanzarse a un viaje por el absurdo, razonando con lógica aparente pero desvariando cada vez más hasta que a mí me dolían los músculos de tanto reír. Él se reía de mi risa, que lo estimulaba a proseguir por los laberintos de su ingenio y el recuerdo que tengo de esos diálogos es de una permanente alegría.
Una vez en que ambos pertenecíamos al jurado del Premio La Nación y yo, recién llegada de un viaje, le pregunté antes de empezar la lectura de los originales qué le habían parecido, me contestó:
-Mirá, están escritos... bueno, decir que están escritos es una metáfora audaz...
También jugaba con las ideas, con el insólito disparate.
En aquel diálogo sobre música y literatura que mencioné, tuvimos una pequeña discusión sobre el willow song, la canción del sauce que canta Desdémona en el último acto de Otelo, porque Borges insistía en que ésta pertenecía a Hamlet; cuando le señalé que la estaba confundiendo con el relato de Gertrudis sobre la muerte de Ofelia, que empieza nombrando ese árbol, comprendió su error y replicó al instante:
-¡Ah, claro, me equivoqué de sauce! A vos, como sos botánica, eso no te puede pasar...
A veces, una sola palabra bastaba para la burla. Hablando de La guerra gaucha de Lugones, le oí decir:
-Se hizo una edición con un glosario que, desgraciadamente, era indispensable.
O la burla estaba en una frase secundaria y final:
-Aquí creen que el fútbol es un invento argentino, como su nombre lo indica.
Si hubiera podido grabar mis incontables conversaciones con Borges, sería dueña de un tesoro sin par que disipó el olvido. Pero un grabador habría destruido la despreocupación de esas charlas, y tendré que resignarme a que no queden de ellas sino apuntes escuetos: Anoche comí con Borges; le estuve leyendo a Henry James; o El año empezó, a las doce de la noche, con el saludo telefónico de Borges; me pareció un augurio feliz, porque sólo a mí pudo llamar en el primer minuto del año; a otros, por fuerza, hubo de llamar después; o El domingo fui con Borges a San Isidro, a casa de Victoria; al entrar en el jardín había una magnolia rosada totalmente florecida, como una fiesta. ¿Sólo estas gotas me quedan de aquel río de tiempo, conservadas por azar como esas flores secas entre las páginas de un libro, en el que una quiso preservar quién sabe qué fragante primavera?
Desde que le dieron el Premio Nacional en 1955, cuando lo acompañé con Leonorcita a recibirlo, estuve a su lado en casi todos los acontecimientos importantes, alegres o tristes, de su vida. Solía invitarme diciendo, con su peculiar modo indirecto:
-Me gustaría mucho que no estuvieras ausente.
Me recuerdo caminando junto a su dolor detrás del féretro de su madre, sentada a su cabecera de recién operado en la clínica y dándole de comer como a un niño, conmovida de que la casualidad me deparase esa tierna tarea maternal; nos veo volviendo en colectivo desde San Luis en un viaje nocturno, porque una nevada inexplicable había inutilizado el aeropuerto, discutiendo sobre García Lorca, que a él no le gustaba y a quien yo defendía; me oigo, afligida, susurrarle durante la misa por los noventa años de Leonor, que no hablase del teatro de Bernard Shaw sin cesar y en voz tan alta.
Borges, insobornable en su actitud contra la dictadura peronista, fue sistemáticamente perseguido por ésta, que no sólo pretendió humillarlo transfiriéndolo de su puesto de bibliotecario municipal a otro de inspector de aves y conejos en las ferias, sino que ni siquiera le dejaba dar conferencias sobre el hinduismo y el budismo sin mandarlo vigilar por unos policías que vi dormitando siempre en la última fila. Cuando fueron incendiadas las iglesias en 1955, quiso llevarme a ver los estragos y compartir su indignación y su tristeza, que eran las de toda persona de bien, fuese o no creyente. Imágenes de valor y otras de pasta habían sido arrojadas juntas y parecían pilas de cadáveres en un campo de batalla. Casi no hablábamos. De pronto, en un rincón oscuro de una iglesia del barrio sur, vi alzarse entre los escombros chamuscados a Santa Teresa de Ávila, sosteniendo un libro abierto en su brazo mutilado. Llevaba unas palabras escritas y Borges, que casi no veía ya, me pidió que las leyese y reconocimos uno de los poemas de la santa:
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Si hubiéramos sido proclives a creer en los símbolos y en la magia, habríamos tomado aquel poema por un signo que nos estaba especialmente dirigido, ninguno de los dos lo éramos, pero a pesar de ello nos conmovió.
En aquellos tiempos no había intelectual ni escritor que fuese peronista, salvo dos o tres de cuyos nombres no quiero acordarme, exaltados hoy por sus méritos de entonces, uno de los cuales fue sufrir el desprecio unánime de sus colegas durante la dictadura. La Sociedad de Escritores era un baluarte y amenazaban continuamente con cerrarla; la universidad, otro foco de resistencia, contaba con el doble apoyo de estudiantes y profesores. Borges, que no se avino a inspeccionar pollos y renunció a su puesto municipal, tuvo que ganarse la vida dictando cursos en el Colegio Libre de Estudios Superiores y en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, venciendo con mucha dificultad su timidez ante el público que, según él, persistió aun después de haber dado centenares de conferencias. Cuando le señalaba esa circunstancia me contestaba:
-Es que soy un veterano del pánico.
Después de concluir su exposición, me acercaba a buscarlo e invariablemente murmuraba:
-¡Qué suerte! ¡Ya pasó!
En la última etapa de su vida, abrumado por los reportajes, la televisión, las conferencias y las presentaciones de libros, creo que acabó por acostumbrarse o por lo menos se resignó a hablar en público.
Vivía desapegado del mundo, sin leer periódicos ni oír noticias por la radio, informado de los hechos cotidianos por la conversación de sus amigos. Cuando obtuvo el Premio Cervantes en 1980, recibió, entre los telegramas de felicitación, uno firmado Juan Carlos Sofía y me dijo que se había devanado los sesos preguntándose quién podría ser ese señor Sofía, hasta que alguien le explicó que se trataba de los reyes de España. Otra vez, le preguntó un periodista si conocía de nombre a un famoso jugador de fútbol y contestó que no (¿Quién iba a ir a hablarle de futbolistas a él?); era absolutamente verdad, aunque nadie creyó que lo fuera.
Para celebrar sus ochenta años hubo un acto multitudinario en el teatro Cervantes, organizado por la Secretaría de Cultura; entre los oradores de esa tarde estábamos Juan Liscano, Manuel Mujica Láinez y yo. Anoté luego: El acto fue lindo y cada cual puso en él una nota diferente: Liscano, la erudita; Manucho, la ingeniosa; yo, la sentimental. Pero estoy muy preocupada por Georgie, con su diabetes, sus trastornos circulatorios, su avanzada edad y su estado de debilidad general. La idea de perderlo me desconsuela.
No quería imaginar un mundo que no contuviera a Borges, en el que fuera imposible llamarlo por teléfono por la mañana para consultarlo sobre cualquier duda o pedirle ayuda a fin de recordar alguna cita; un mundo en que no pudiera llevarlo del brazo hasta la Cantina del Norte, a la vuelta de su casa, y leerle a su pedido el menú entero como si no supiéramos que, después de una breve reflexión, iba a encargar al mozo un arroz con manteca y queso rallado, que comería con cuchara esparciéndolo por todo el plato mientras yo, con discretos golpes de tenedor de los que espero no se haya apercibido, lo iba amontonando otra vez en el centro mientras conversábamos y me ocupaba de que no quedase vacío su vaso de agua, de la que bebía sin pausa.
En los últimos años viajó mucho, a Europa sobre todo, con María Kodama, a quien yo había visto infinidad de veces pero conocía apenas, porque Borges sólo trabajaba con una persona por vez y nunca mezclaba a sus amigos ni les hablaba de sus otros visitantes. Con María no conversé largamente y a solas sino después de muerto él, pero siempre le tuve simpatía y me tranquilizaba que Borges hubiese hallado, para acompañarlo en sus viajes, a una mujer inteligente, cultivada y discreta, que nunca se puso en evidencia ni lo utilizó jamás para sus propios fines, como hicieron otras. Por grata que sea, viajar con un ciego es una tarea agobiadora; yo, que nunca lo hice durante más de dos o tres días, volvía extenuada de estar permanentemente atenta a cuanto necesitara, a no dejarlo solo sino cuando quería dormir, a frenar a los periodistas y a defenderlo del público que se le iba encima cada vez que salía a los salones del hotel.
Me afligían sus prolongadas ausencias con una salud precaria, pero tardé bastante en comprender que eran un pretexto para disfrutar continuamente de la presencia de María. Con todo, el anuncio de su matrimonio con ella me asombró y preocupó un poco, sabiendo que daría pábulo a los más torpes comentarios del periodismo barato, cosa que sucedió; pero cuando me llamó por teléfono desde Ginebra, para decirme que lamentaba que me hubiera enterado por los diarios -fue en la víspera de mi cumpleaños, el último día en que le oí la voz estaba tan contento y tan lleno de proyectos que me alegró de todo corazón, pensando que había encontrado por fin una compañera permanente para su soledad en tinieblas. No sabía yo que, sin decírselo a nadie para no afligir a los amigos, pero conociendo el diagnóstico del cáncer que se lo llevaría poco después, había resuelto en noviembre del año anterior viajar a Ginebra. Hasta el último día trabajó en corregir las pruebas de la traducción de sus obras completas al francés y fue un alivio saber por María, a quien vi en España, que había muerto serenamente y sin sufrimiento.
En esa oportunidad hubo, en la Biblioteca Nacional de Madrid, una importante exposición de libros de Borges y de publicaciones, algunas rarísimas, en las que colaboró; la examiné largamente, pero nada me conmovió como hallar dentro de una vitrina el bastón que usó hasta el final. Ese bastón, uno de los que veía siempre en sus manos, que recibí y le alcancé mil veces en su casa, en la mía o en el restaurante, se había convertido en un objeto inerte que la gente se detenía a mirar con curiosidad, pero también en objeto de veneración pública, en pieza de museo. Ni vi morir a Borges ni pude ir a su entierro y, de alguna manera absurda, para mí no había muerto del todo; con frecuencia pensaba todavía en llamarlo para contarle algo o hacerle una pregunta, como siempre, hasta que en el instante siguiente caía en cuenta de que eso ya nunca sería posible. Pero cuando vi su bastón abandonado en aquella vitrina tuve la brusca certeza de que no vería más a su dueño y me costó un esfuerzo contener las lágrimas delante de la multitud que desfilaba por la sala.
Hacía un tiempo que Borges me había dicho, bromeando, después de relatarme alguna historia fantástica:
-¡Y pensar que dentro de poco seremos dos fantasmas, conversando!
Ninguno de los dos creíamos en esa posibilidad pero confieso que, a pesar de estar de acuerdo con él cuando decía: quiero morir con ese compañero, mi cuerpo, no me disgustaría la idea de ser un fantasma si me fuese permitido reunirme con el suyo a conversar.
En Homenaje a Jorge Luis Borges
Anejo I del Boletín de la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 1999
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes