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11/5/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 1]





Me abro paso entre la muchedumbre en la calle Florida, entro en la flamante Galería del Este, salgo por el otro lado, cruzo la calle Maipú y, apoyándome contra la fachada de mármol rojo que lleva el número 994, presiono el botón que indica 6°B. Entro en el fresco vestíbulo del edificio y subo seis pisos por la escalera. Toco el timbre y abre la empleada, pero, casi antes de que ella pueda invitarme a pasar, Borges asoma por detrás de una pesada cortina, manteniéndose de lo más erguido. Lleva un traje gris abotonado, una camisa blanca y una corbata apenas torcida, a rayas amarillas. Arrastra un poco los pies mientras se acerca. Ciego desde antes de la sesentena, se mueve de un modo vacilante, incluso en un espacio que conoce tan bien como éste. Tiende su mano derecha y me da la bienvenida con un apretón distraído, deshuesado. Ya no hay más formalidades. Me da la espalda, lo sigo hasta el salón de estar y, una vez allí, se sienta erecto en el diván de cara a la entrada. Tomo asiento en el sillón a su derecha y él pregunta (pero casi siempre sus preguntas resultan retóricas): «Bueno, ¿y si leemos a Kipling esta noche?».

Durante varios años, de 1964 a 1968, tuve la inmensa fortuna de contarme entre los muchos que le leían a Jorge Luis Borges. Trabajaba por las tardes, al salir de la escuela, en una librería anglo-alemana de Buenos Aires, Pygmalion, que Borges frecuentaba como cliente. Pygmalion era un punto de encuentro para todos aquellos interesados en la literatura. La propietaria, Lili Lebach, una alemana que había huido de los horrores del nazismo, ofrecía con orgullo a su concurrencia las últimas publicaciones europeas y norteamericanas. Era una ávida lectora de suplementos literarios, no sólo de los catálogos de las editoriales, y poseía el don de que sus hallazgos concordasen con el gusto de la clientela. Ella se encargó de enseñarme que un librero debe conocer las mercancías que vende, e insistió para que leyese muchos de los nuevos títulos que llegaban al local. No le costó demasiado convencerme.
Borges venía a Pygmalion al caer la tarde, en el camino de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional. Un día, luego de seleccionar tres o cuatro libros, me preguntó si no podría ir a leerle por las noches, siempre que yo no tuviese otra cosa que hacer, dado que su madre, que había cumplido ya los noventa, se cansaba con facilidad. Borges solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo, a otros escritores. Existe un vasto grupo compuesto por todos aquellos que alguna vez le leyeron a Borges: pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros pero que, de forma colectiva, mantienen la memoria de uno de los más cabales lectores del mundo. En aquella época, yo desconocía su existencia; tenía dieciséis años. Acepté y, tres o a lo sumo cuatro veces por semana, visitaba a Borges en el estrecho departamento que compartía con su madre y con Fany, la mucama.
Por supuesto que yo no era, en aquel tiempo, consciente del privilegio. Mi tía, que lo admiraba enormemente, se escandalizaba frente a mi imperturbabilidad y me instaba a tomar apuntes, a llevar un diario de mis encuentros. Para mí, sin embargo, aquellas tardes con Borges no eran (en la arrogancia de mi adolescencia) algo realmente extraordinario, sino algo en nada ajeno al mundo libresco que siempre había sentido como mío. Más bien eran las demás conversaciones las que me parecían extrañas o poco interesantes: charlas con mis maestros sobre química o sobre la geografía del Atlántico Sur, con mis compañeros sobre fútbol, con mis parientes sobre las notas de mis exámenes o mi salud, con los vecinos sobre los otros vecinos. Por el contrario, las conversaciones con Borges eran tal como, a mi juicio, tenían que ser siempre las conversaciones: acerca de libros y acerca del engranaje de los libros, acerca de escritores que yo no había leído hasta entonces, y acerca de ideas que no se me habían ocurrido o que apenas había alcanzado a esbozar de una forma vaga, semiintuitiva, pero que, en la voz de Borges, resplandecían en toda su riqueza y en todo su esplendor, en cierta medida obvio. No tomaba apuntes porque en esos encuentros me sentía colmado.
Desde mis primeras visitas, se me hizo que la casa de Borges existía fuera del tiempo o, mejor dicho, en un tiempo hecho a partir de sus experiencias literarias: un tiempo conformado con los cadenciosos periodos Victorianos y eduardianos de Inglaterra, con la temprana Edad Media del Norte de Europa, con el Buenos Aires de las décadas del veinte y del treinta, con su adorada Ginebra, con la era del expresionismo alemán, con los odiados años de Perón, con los veranos en Madrid y en Mallorca, con los meses transcurridos en la Universidad de Austin, en Tejas, donde recibió por vez primera la admiración generosa de los Estados Unidos. Eran éstos sus puntos de referencia, su historia y su geografía: el presente se entrometía pocas veces. Tratándose de un hombre al que le encantaba viajar pero que no podía ver los lugares que visitaba (las universidades y las fundaciones sólo empezaron a invitarlo con frecuencia a partir de los años sesenta), mostraba un singular desdén por el mundo palpable, salvo como representación de sus lecturas. La arena del Sahara o las aguas del Nilo, la costa de Islandia, las ruinas de Grecia y de Roma, todas ellas tocadas con deleite y sobrecogimiento, confirmaban simplemente el recuerdo de una página de Las mil y una noches, de la Biblia, de la saga Njals, de Homero o Virgilio. Todas esas «confirmaciones» él las atesoraba en su modesto departamento.
Recuerdo el departamento como un ámbito abrigado, tibio y sumamente perfumado; todo esto debido a que la insistente Fany mantenía la calefacción bastante alta y rociaba con eau de cologne el pañuelo de Borges antes de guardarlo, las puntas asomadas, en el bolsillo del pecho de su chaleco. Era, asimismo, un lugar muy oscuro, rasgo que parecía adecuado a su ceguera y que producía una sensación de feliz aislamiento.
La suya era una especie muy particular de ceguera, que había crecido gradualmente a partir de los treinta años hasta instalarse para siempre a mediados de los cincuenta. Era una ceguera que lo aguardaba desde su nacimiento, porque supo siempre que había heredado los ojos endebles de su abuela y de su bisabuelo, ambos ingleses, ambos ciegos al morir. Y también de su padre, que había perdido la vista casi a su misma edad, pero que, a diferencia de él, la había recobrado tras una operación, pocos años antes de su muerte. Borges hablaba a menudo de su ceguera, principalmente con intenciones literarias: metafóricamente, como prueba de la «magnífica ironía» de Dios, que le había dado «los libros y la noche»; históricamente, citando a poetas renombrados como Milton u Homero; supersticiosamente, puesto que él era, después de José Mármol y Paul Groussac, el tercer director de la Biblioteca Nacional afectado por la ceguera; con interés casi científico, lamentando ya no poder distinguir el color negro entre la niebla grisácea que lo rodeaba, y regocijándose con el amarillo, único color que le quedaba a sus ojos, el amarillo de sus adorados tigres y de sus rosas predilectas, gusto este que llevaba a sus amigos a comprarle para cada cumpleaños unas corbatas chillonas y que a él lo llevaba a parafrasear a Oscar Wilde: «Sólo un sordo podría usar una corbata como ésa»; o en un tono elegíaco, afirmando que la ceguera y la vejez son diferentes modos de estar solo. La ceguera lo condenaba a una celda solitaria en la que habría de escribir su obra tardía, construyendo las frases en su mente hasta que estuvieran listas para ser dictadas al primero que tuviese a mano.

«A ver, ¿me puede anotar esto?» Se refiere a las palabras del poema que acaba de componer y que ha aprendido de memoria. Las dicta, una tras otra, salmodiando las cadencias que más le gustan y señalando los signos de puntuación. Recita el nuevo poema, verso a verso, sin encabalgar sobre la línea siguiente, haciendo una pausa al final de cada última palabra. Luego pide que se lo lea una vez más, dos veces, cinco veces más. Se disculpa por las molestias pero casi en seguida vuelve a pedirlo, oyendo cada palabra, sopesándola. Al rato añade un verso, y otro más. El poema o el párrafo (porque en ocasiones acepta el riesgo de escribir de nuevo prosa) cobran en el papel una forma que existe ya en su imaginación, y resulta extraño pensar que la obra recién nacida se haya plasmado por primera vez en una caligrafía que no es la del autor. Concluido el poema (un texto en prosa exige muchos días), Borges toma la hoja, la pliega, la guarda en su billetera o en el interior de un libro. Curiosamente hace lo mismo con el dinero. Toma un billete, lo dobla en forma de tira y lo coloca dentro de un libro de su biblioteca. Más tarde, cuando le hace falta pagar algo, saca un libro y (a menudo, no siempre) halla el tesoro.

[...]





Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 11-21
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Ilustraciones: Sara Facio



12/9/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 3]






Por tratarse de un hombre que consideraba el universo como una biblioteca y que confesaba haber imaginado el Paraíso «bajo la forma de una biblioteca», el tamaño de su propia biblioteca era toda una decepción, tal vez porque él sabía, como dijo en cierto poema, que el lenguaje únicamente puede «simular la sabiduría». Los invitados a su casa esperaban hallar un sitio atiborrado de libros, estantes llenos, pilas de volúmenes bloqueando las puertas, sobresaliendo de cada recoveco, una jungla de tinta y papel. Por el contrario, descubrían un ámbito en el que los libros ocupaban unos pocos rincones discretos. Cuando el joven Mario Vargas Llosa visitó a Borges a mediados de los años cincuenta, recorrió el lugar humildemente amueblado y preguntó por qué el Maestro no vivía en un sitio más grande y más lujoso. A Borges le ofendió el comentario. «A lo mejor en Lima hacen las cosas así —le contestó al indiscreto peruano—. Pero aquí, en Buenos Aires, somos menos devotos de la ostentación.»

Las pocas estanterías, sin embargo, contenían lo esencial de sus lecturas, empezando por las enciclopedias y los diccionarios, gran orgullo de Borges. «Me gusta hacerme cuenta de que no soy ciego, que me acerco a los libros como un hombre que puede ver —solía decir—. Ando curioso de nuevas enciclopedias. Me imagino que puedo seguir en sus mapas el curso de los ríos y que descubro maravillas en las descripciones.» Le gustaba explicar que, de niño, acompañaba a su padre a la Biblioteca Nacional y que, una vez allí, demasiado tímido para pedir un libro, se contentaba con algún tomo de la Britannica que hallaba en los estantes de libre acceso y leía el primer artículo que se desplegaba ante sus ojos. A veces era afortunado, como cuando escogió el volumen De-Dr y se informó acerca de los Druidas, los Drusos y Dryden. Jamás abandonó este hábito de entregarse al ordenado azar de alguna enciclopedia, y pasaba horas enteras hojeando o pidiendo que le leyesen los tomos de la Bompiani, la Brockhaus, la Meyer, la Chambers, la Britannica (en su undécima edición, con ensayos de Macaulay y De Quincey, adquirida con el dinero del segundo Premio Municipal de Literatura de 1929), o también el Diccionario Enciclopédico de Montaner y Simón. Con frecuencia yo le buscaba un artículo: sobre Schopenhauer o el sintoísmo, sobre Juana la Loca o el fetch escocés. Luego él pedía que algún dato especialmente interesante fuera registrado, con su número de página correspondiente, al final de tan revelador volumen. Misteriosas anotaciones, fruto de manos distintas, salpicaban las páginas de guarda de sus libros.

En las dos estanterías bajas del salón comedor se hallaban las obras de Stevenson, Chesterton, Henry James y Kipling. De allí tomó una vez una edición pequeña y encuadernada en rojo de Stalky & Co., con la cabeza del dios elefante Ganesha y la esvástica hindú que Kipling había escogido como su emblema para luego renegar de ella durante la guerra, cuando el antiguo símbolo fue apropiado por los nazis. Era el ejemplar que Borges había comprado en Ginebra, siendo adolescente; el mismo ejemplar que habría de regalarme cuando dejé la Argentina en 1968. De esas mismas estanterías me hizo extraer los volúmenes de los cuentos de Chesterton y los ensayos de Stevenson, que leímos a lo largo de muchas noches y que él comentaba con extraordinaria perspicacia y agudeza, sin ocultar su pasión por estos grandes escritores y mostrándome además de qué manera habían trabajado para construir sus cuentos, desmontando algunos párrafos con la amorosa intensidad de un maestro relojero. Allí guardaba también Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, diversos libros de H. G. Wells, La piedra lunar de Wilkie Collins, varias novelas de Eça de Queiroz encuadernadas en cartón amarillo, libros de Lugones, Güiraldes y Groussac, el Ulises y el Finnegans Wake de Joyce, las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, novelas policiales de John Dickson Carr, Milward Kennedy y Richard Hull, Life on the Mississippi de Mark Twain, Buried Alive de Enoch Bennett, una pequeña edición rústica de Un hombre en el zoológico y De dama a zorro de David Garnett, con delicadas ilustraciones en blanco y negro, las obras más o menos completas de Oscar Wilde y las obras más o menos completas de Lewis Carroll, Der Untergang des Abendlandes de Spengler, los muchos tomos de la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Gibbon, varios libros de matemática y filosofía, entre ellos algunos de Swedenborg y Schopenhauer, y el Wörterbuch der Philosophie de Fritz Mauthner, que Borges amaba tanto. Buena parte de estos libros lo acompañaban desde su juventud; otros, en inglés y en alemán, llevaban las etiquetas de las librerías de Buenos Aires en que habían sido comprados —Mitchell’s, Rodríguez, Pygmalion—, librerías que ya no existen. Era usual que les contase a sus invitados que la biblioteca de Kipling (que él había visitado) curiosamente albergaba en su mayoría libros científicos, libros sobre historia asiática o de viajes, principalmente a la India. Concluía que Kipling no había querido ni necesitado la obra de los demás poetas o novelistas, como si hubiese sentido que le bastaba con sus propias creaciones. Borges sentía lo contrario: decía que en primer lugar era lector y que eran los libros ajenos lo que más deseaba a su alrededor. Aún conservaba la edición de tapas rojas de Garnier en la que había leído el Quijote por primera vez (un segundo ejemplar, comprado poco antes de su treintena, luego de que el primigenio desapareciera), no así la traducción al inglés de las fábulas de los hermanos Grimm, el primerísimo libro que recordaba haber leído.

Las pequeñas estanterías de su dormitorio contenían libros de poesía y una de las más completas colecciones de literatura anglosajona e islandesa en toda América Latina. Aquí Borges conservaba los libros que le servían para el estudio de lo que él mismo una vez describió como «las ásperas y laboriosas palabras / Que con una boca hecha polvo / Usé en los días de Nortumbria y de Mercia / Antes de ser Haslam o Borges». Algunos de estos libros yo los conocía porque se los había vendido en Pygmalion: el diccionario de Skeat, una versión anotada de La batalla de Maldon, el Altgermanische Religions Geschichte de Richard Meyer. La otra estantería albergaba los poemas de Enrique Banchs, de Heine, de San Juan de la Cruz, y diversos estudios sobre Dante, por Benedetto Croce, Francesco Torraca, Luigi Pietrobono o Guido Vitali.

En alguna parte (quizás en la habitación de su madre) estaba la literatura argentina que había acompañado a la familia en su viaje a Europa, poco antes de la Primera Guerra Mundial: el Facundo de Sarmiento, las Siluetas militares de Eduardo Gutiérrez, los dos tomos de la Historia argentina de Vicente Fidel López, Amalia de Mármol, Prometeo y Cía de Eduardo Wilde, Rosas y su tiempo de Ramos Mejía, varios libros de poesía de Leopoldo Lugones y el Martín Fierro de José Hernández, libro que Borges adolescente había seleccionado para llevar a bordo del barco y que doña Leonor desaprobó a causa de sus pinceladas de color local y de violencia ramplona.

Si algo faltaba en las bibliotecas del departamento eran sus propios libros. No sin orgullo explicaba a los visitantes que solicitaban ver una edición temprana de una de sus obras que él no poseía ni un volumen en el que estuviera impreso su nombre «eminentemente olvidable». Una vez, estando yo en su casa, el cartero trajo un gran paquete que contenía una edición de lujo de su relato «El Congreso», publicada en Italia por Franco Maria Ricci. Era un inmenso libro, encuadernado en seda negra, metido en un estuche del mismo material, con letras de oro impresas en un papel Fabriano azul hecho a mano, con cada ilustración volcada artesanalmente (el cuento había sido ilustrado con pinturas tántricas) y con cada ejemplar numerado. Borges me pidió que le describiese el objeto. Escuchó con suma atención y exclamó: «Pero eso no es un libro, es una caja de bombones». Y acto seguido se lo obsequió al tímido cartero.

En ocasiones es él mismo quien escoge un libro de un estante. Conoce, desde luego, dónde se halla cada ejemplar y allí se dirige, infaliblemente. Pero a veces se encuentra en un lugar donde los estantes no le son familiares, en una librería nueva por ejemplo, y entonces sucede algo inquietante: Borges recorre con sus manos los lomos de los libros, como abriéndose camino al tacto por la superficie accidentada de un mapa en relieve y, aunque desconoce el territorio, su piel parece descifrar la geografía. Haciendo correr sus dedos por libros que nunca antes abrió, algo semejante a la intuición de un artesano le dirá de qué se trata el volumen que está tocando. Hasta es capaz de descifrar nombres y títulos que con certeza no puede leer. (Una vez vi a un viejo sacerdote vasco trabajando de esta forma entre nubarrones de abejas, distinguiéndolas y asignándoles distintas colmenas; y también recuerdo a un guardabosques en las Rocosas canadienses que sabía exactamente en qué sector del bosque se encontraba con sólo pasar sus dedos por el liquen de los troncos.) Puedo dar fe de que entre el anciano bibliotecario y sus libros existe un vínculo que las leyes de la fisiología tacharían de imposible.


Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 32-42
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio. Ésta en pág. 43





9/4/18

Olga Orozco: Jorge Luis Borges en su historia de la eternidad *






Soy de un país áspero, desmemoriado, indiferente y extendido, en el que las llanuras desnudan cada piedra, la señalan, la acusan, delatan al viajero solitario, y los crepúsculos son insoportables porque se prolongan hasta la extenuación amenazando con una eternidad sin sueño. Tal vez por lo primero Borges se nos antoja siempre desmesurado en su intemperie (como a los héroes, como a los espíritus de la visitación, nunca lo hemos visto de tamaño natural); y quizá por lo segundo el mismo Borges transgrede a cada rato el tiempo lineal para franquear la eternidad, esa «fatigada esperanza».

Es alguien que a fuerza de negar el destino comúnmente anecdótico de cualquier hombre —aunque datos no faltan— parece lograr que lo invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire de vaguedad, pero tan imponente que logra perdurar con mayor fuerza que una cara tajante o un conjunto de contornos recortados, definidos. Nos quedamos mirando a ese Jorge Luis Borges de una hora precisa de cualquier día fijo como si igual que su obra estuviera hecho de infinitas superposiciones de tiempos y distancias. Sombras de pudor, de ironía, de perplejidad, de duda, de sabiduría, de humor, de inocencia, de placidez, de emoción contenida, agitan esa superficie de imágenes, «ese caos de apariencias», ese «simulacro en que la naturaleza lo ha encarcelado», como dice él mismo.

Ese hombre alto, esa especie de vacilante rapsoda casi ciego, para quien la estatura parece constituir una evidencia fastidiosa y cada movimiento una indecisa espera del azar, ha sido comparado con un barco en zozobra, con alguien a punto de naufragar en el mundo físico.

Y así es. Porque si bien la llamada realidad inmediata —la única que se nos ofrece sin buscarla— es prolija, organizada, aparentemente accesible y bastante fija, bien mirada es dudosa, colmada de duplicidades, de subterfugios, de enmascaramientos, de rupturas. Borges dice que hemos soñado el mundo como algo resistente, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo, pero que hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso. «La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla. Basta apoyar el pie», agrega en Otras inquisiciones [+]. ¿Hemos consentido tales blancos, tales fisuras, tal abismo ininterrumpido? ¿Y ante quién? ¿Y desde qué realidad o irrealidad comenzamos a soñar o continuamos soñando? ¿Y esa débil lámina de la que habla encubre también dificultosamente la precariedad del universo, la limitación del yo, la inconsistencia del tiempo?

Y bien, allí está su obra como una refutación de toda esa engañosa intolerable realidad, como un alerta contra sus tergiversaciones, como una protesta contra sus regateos y también como una ampliación de sus alcances, aunque no se proponga crear un orbe paralelo. Es otro suelo infatigable, vertiginosamente significativo, el que nos ofrece. Un suelo de escritura donde podemos tratar de descubrir las verdaderas reglas del trazado del mundo, ordenar los mosaicos de las posibilidades en diferentes combinaciones, apostar a una u otra conjetura, multiplicar lo improbable y deslizarnos por todos los espejismos de la razón de manera ascendente y descendente, lateral, simultánea.

Sobre ese tablero vibrante y móvil, que gira y se desliza, se producen sorprendentes proliferaciones, permutas y anulaciones de la personalidad; sí, la personalidad, «esa superstición occidental», acota desdeñosamente el creador. El yo, la nada y el otro son intercambiables. A veces como si las dos caras de una moneda traspasaran el filo de la oposición y se fusionaran hasta identificarse, hasta suplantarse: así la víctima y el victimario, el traidor y el traicionado, los rivales encarnizados, los antagonistas irreconciliables. Inclusive llega a decir en el prólogo de su Obra Poética confirmando este juego de imprevisibles inversiones: «Nuestras nadas poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor», lo cual, a semejanza de otros equivalentes postulados que nos descolocan, nos produce la vertiginosa sensación de ser usurpadores, de ser erróneos, de ser ficticios. Otras veces, como en «La forma de la espada», cuando asegura: «Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres... Yo soy los oíros, cualquier hombre es todos los hombres», amplía el margen de opciones llevándonos a participar en una unidad metafísica o a caer, alternadamente, en el vacío total, como en «El inmortal», cuando hace hablar a Homero: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy... Yo he sido Homero; en breve seré nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto». Oscilación, suspenso y caída que no presuponen una fe, que aniquilan la individualidad en el anonimato y la borran definitivamente.

Tampoco el tiempo es aceptado como una entidad consistente, lineal, continua, con una dirección precisa en su fluir, sino que se interrumpe, admite intercalaciones de eternidad, cambios en el orden, inversiones, recorridos cíclicos y circulares, combinaciones del pasado, el presente y el porvenir, numerosas hipótesis acerca de su comportamiento y su perduración. El pretérito es tan dúctil, tan modificable, como el futuro. «El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos», asegura en Otras inquisiciones [+]. (¿Cuál dios? ¿Ese que es una creación de la literatura fantástica y que él desearía que lo fuera de la literatura realista, .aunque tampoco cree en ésta porque la «realidad no es verbal»?) Continuando, si bien «no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal», se trata de destruir la duración corriente y la concatenación de causa a efecto. En Historia de la eternidad nos explica que una oscuridad, «no la más ardua ni la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero no es más ilógica la contraria... Ambas son igualmente verosímiles e igualmente inverificables». Pero sobre todo existe el propósito de destruir la idea del tiempo, ya sea recurriendo a la repetición de lo cotidiano hasta anularlo en la prolongación de una sola jornada que se hace eterna, o a la forma de concentrar años en un minuto o dilatar un momento en varios años, o valiéndose de la identidad de sensaciones experimentadas por uno o varios protagonistas en distintos momentos, tal como sucede en «Refutación del tiempo», «El milagro secreto» y «Sentirse en muerte», respectivamente. Claro que el autor sabe que estos juegos intelectuales son impotentes para anular el tiempo y por lo tanto la muerte. Sus mismas declaraciones invalidan muchas de sus teorías más osadas, devolviéndoles su valor de pretextos para el pensamiento, de especulaciones mentales: «Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho... El mundo desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges» («Nueva refutación del tiempo»). Después de este reconocimiento llega el coherente pero patético enunciado con que abre las puertas de la duración en Otras Inquisiciones: «La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal».

¿Pobre, la vida? No lo es, ciertamente, la de quien puede construir arquitecturas fantásticas en el ojo de una cerradura, detener en el aire durante cincuenta años el hacha del verdugo, multiplicar alfabetos y sueños que lo incluyen, contemplar un tigre hecho de muchos tigres y de ejércitos de tigres que parecen revelar otros tigres, ser él y ser el otro, desplegar los ocasos del sur con el vuelo de un pájaro, desandar el infinito en el espejo, reconstruir años enteros con la memoria de las nubes, siempre frente al papel, siempre ante «la inminencia de una revelación» que él cree modestamente que no se produce.

Porque para Borges vivir es escribir. El sujeto sólo existe como motivo del texto, puesto que el hombre no es sino relato, vigilancia de la trama, búsqueda de la exactitud. «En cuanto el relato deja de ser necesario puede morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una función».

¿Y quién es el narrador de nuestra vida, sino el mismo que nos sueña, el mismo que nos hace trazar un laberinto con nuestros propios pasos?

Quien soñaba con Borges despertó y Borges completó el laberinto que dibujó paso tras paso; lo cerró en Ginebra, cerca, muy cerca del comienzo. Alguien puso un punto final en su largo, prodigioso relato, en esa singular aventura verbal que acercaba mágicamente dos puntos muy dispares, o encontraba el atajo más breve y sorprendente para llegar al lugar elegido, o descubriría las claves sintácticas más eficaces para entrar en cualquier territorio o se demoraba rítmica y minuciosamente en la palabra de poder para salir de cualquier encrucijada, porque él extendía las fronteras de nuestra heredad, fijaba nuestro linaje en el idioma.

No voy a contar la otra trayectoria, la de sus circunstancias. No voy a contar los pormenores de una biografía. Borges creía en la igualdad esencial de los destinos humanos, y por eso nos dijo: «Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikingos, de Judas Iscariote y de mi lector, secretamente son el mismo destino —el único posible—, la historia universal es la de un solo hombre».

Tal vez se refiriera a nacer, a amar, a padecer, a ignorar y a morir. No a circunstancias, triunfos, frustraciones ni glorias.

Pero yo le digo a usted, Jorge Luis Borges, ahora en su incierta eternidad, en su nadie, en su todo, que vista desde nuestro despojado país esa historia universal de un solo hombre, de la que usted nos habla, tiene una gran fisura, un tajo que la atraviesa de lado a lado.





* Ponencia leída en el Palazzo Vecchio de Florencia, 
durante el Congreso Mundial de Poetas celebrado en esa ciudad, 
en julio de 1986.


Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales y José Antonio Maravall 
Madrid, Julio-Septiembre 1992

Imagen: Olga Orozco por Sara Facio


14/12/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 8]







Su asunto era la literatura. Y ningún escritor, en este ruidoso siglo, fue tan importante como él para cambiar nuestro vínculo con la literatura. Puede que otros escritores fuesen más arriesgados, más profundos en su exploración de nuestras geografías secretas. Hubo sin duda quienes documentaron con más fuerza que él nuestras miserias sociales y nuestros ritos, así como hubo quienes se aventuraron con mayor éxito en las regiones selváticas de nuestra mente. Borges nunca se preocupó de todo esto. En cambio, a lo largo de su extensa vida, nos trazó los mapas de otras exploraciones, sobre todo por los dominios de su género favorito, el fantástico, que para él se dividía, entre otras ramas, en religión, filosofía y altas matemáticas. Borges era un apasionado lector de teología. «Soy lo opuesto al católico argentino —decía—. Ellos son creyentes pero no están interesados; yo me intereso pero no creo.» Admiraba el uso metafórico que hizo San Agustín de los símbolos cristianos. «La cruz de Cristo nos salvó del laberinto circular de los estoicos.» Y Borges añadía: «Así y todo, yo prefiero aquel laberinto circular».
Incluso cuando leía libros de filosofía o religión, lo que le interesaba era la voz literaria que, a su juicio, debía ser siempre individual, nunca nacional, nunca parte de un grupo o de una escuela teórica. En esto solía invocar a Valéry, quien abogaba por una literatura sin fechas, nombres ni nacionalidades, en la cual todas las obras fueran vistas como el fruto de un solo y mismo espíritu, el Espíritu Santo. «En la universidad no se estudia literatura —se lamentaba Borges—. Se estudia la historia de la literatura.»
Casi sin proponérselo, Borges cambió para siempre la noción de literatura y también la de la historia de la literatura. En un célebre texto cuya primera versión fue publicada en 1932, escribió que «cada escritor crea sus propios precursores». Con esta afirmación, Borges hizo suyo un largo linaje de autores que ahora nos resultan borgianos avant la lettre: Platón, Novalis, Kafka, Schopenhauer, Rémy de Gourmont, Chesterton... Incluso ciertos escritores clásicos, que parecen más allá de toda reivindicación individual, pertenecen hoy a las lecturas de Borges, como Cervantes después de Pierre Menard. Para un lector de Borges, hasta Shakespeare o Dante suenan a veces con un marcado eco borgiano: la frase de Provost en Medida por medida, donde dice ser «insensible a la mortalidad y desesperadamente mortal»; o aquella estrofa en el quinto canto del Purgatorio que describe a Buonconte «fuggendo a piede e’nsanguinando il piano», parecen haber sido acuñadas por Borges.
En «Pierre Menard, autor del Quijote», Borges aseguró que un libro cambia de acuerdo con los atributos de su lector. Publicado el texto por primera vez en Sur, en mayo de 1939, muchos lectores creyeron que Pierre Menard era real; un lector llegó incluso a decirle a Borges que no había nada novedoso en lo que él había observado acerca de Menard, que todo había sido ya dicho por críticos precedentes. Pierre Menard, por supuesto, es una invención, una hilarante y soberbia fabulación; no así la afirmación de que un texto se modifica según quien lo lea. Los lectores siempre han leído siguiendo sus propias creencias y deseos: desde falsificaciones como el Ossian de Macpherson, sobre cuyos versos Werther vertió lágrimas como si perteneciesen a un antiguo bardo celta, hasta la «verídica» aventura de Robinson Crusoe que indujo a los aficionados a la arqueología a explorar la Isla de Juan Fernández; desde el «Cantar de los cantares», estudiado como un texto sagrado, hasta los Viajes de Gulliver, desdeñosamente etiquetados como literatura infantil.
En «Pierre Menard» Borges se limita a llevar esta idea hasta su extrema conclusión, y con firmeza inscribe el incierto concepto de autoría en el campo del lector que rescata las palabras de una página. Después de Borges, después de la revelación de que en realidad es el lector quien da vida y crédito a las obras literarias, resulta imposible una noción de literatura como mera creación autoral. Esta «muerte del autor» no era un hecho trágico para Borges. Se divertía con semejantes subversiones. «Imaginemos —decía— que se pueda leer el Quijote como una novela policial. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... El autor nos dice que no desea recordar el nombre del pueblo. ¿Por qué razón? ¿Qué pista quiere encubrir? Como lectores de una novela policial deberíamos, se supone, sospechar algo, ¿no?» Y soltaba una risa.
Otra de las subversiones de Borges es la noción de que cada libro, cualquier libro, encierra la promesa de todos los otros. Borges creía en este texto infinito, a condición de que la idea pudiese ser llevada hasta sus últimas consecuencias. Cada texto es la combinación de las veinticuatro letras del alfabeto; por consiguiente, una infinita combinación de estas letras debería proporcionarnos una biblioteca total, que incluiría todo libro concebible en el pasado, el presente y el futuro: «La historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito». Esta versión del infinito se encuentra en «La biblioteca de Babel», cuya primera versión escribió en 1939.
Lo opuesto también es verdad. La biblioteca infinita puede resultar superflua (como una nota al pie del cuento lo sugiere, como lo manifiestan dos textos posteriores: «Undr» y «El libro de arena»), puesto que un simple libro, una sola palabra, pueden contener a todos los demás. Ésta es la idea detrás de «Examen de la obra de Herbert Quain», de 1941, donde un escritor imaginario inventa una serie infinita de novelas basadas en la noción de progresión geométrica. En cierta ocasión, después de indicar que hoy leemos a Dante de una forma que él no podría haber imaginado, lejos de los «cuatros niveles» de lectura pregonados en su carta a Can Grande della Scala, Borges recordó una observación del místico del siglo IX Escoto Erigena. Según el autor de Sobre las divisiones de la naturaleza, hay tantas lecturas posibles de un texto como lectores; y dicha multiplicidad de lecturas es comparada por Erigena con los matices en la cola de un pavo real. Texto tras texto, Borges exploró y sentó las leyes de esta multitudinaria gama de colores. 
Semejantes innovaciones y subversiones incomodaron a ciertos críticos. Cuando sus primeras ficciones aparecieron en Francia, Etiemble remarcó irónicamente que Borges era «un hombre que debía ser eliminado» ya que su obra amenazaba el concepto de autoría. Otros, especialmente en América Latina, se sintieron ofendidos por su falta de interés documental, por su rechazo a entender la literatura como reportaje. Ya desde 1926, los críticos lo acusaron de muchas cosas: de no ser argentino («ser argentino —había bromeado Borges— es un acto de fe»); de sugerir, como Oscar Wilde, la inutilidad del arte; de no exigirle a la literatura propósitos morales o pedagógicos; de ser demasiado aficionado a la metafísica y a lo fantástico; de preferir una teoría interesante a la verdad; de ahondar en ideas filosóficas y religiosas nada más que por su valor estético; de no comprometerse políticamente (pese a su firme postura contra el peronismo y el fascismo), o de apoyar al bando indebido, como cuando estrechó las manos tanto de Videla como de Pinochet, gestos por los cuales más tarde pidió disculpas y firmó una petición en favor de los desaparecidos. Borges desestimaba estas críticas como ataques a sus opiniones («el aspecto menos importante de un escritor») y a su posición política («la más miserable de las actividades humanas»). También decía que nadie podría acusarlo jamás de haber estado a favor de Hitler o de Perón.
Habla sobre Perón pero trata de no pronunciar su nombre. Me cuenta que ha oído decir que en Israel, cuando alguien prueba una nueva lapicera, en lugar de firmar con su apellido escribe el nombre de los antiguos enemigos de los Hebreos, los Amalequitas, y acto seguido lo tacha, miles de años después del agravio. Borges dice que él continuará tachando el nombre de Perón toda vez que pueda hacerlo. Según Borges, luego de que Perón llegase al poder en 1946, todo el que deseaba un empleo oficial era obligado a afiliarse al partido peronista. Por rehusar, Borges fue transferido de su puesto de asistente en una pequeña biblioteca municipal a un mercado local como inspector de aves. (Según otros, el traslado fue menos injurioso pero igualmente absurdo: a la Escuela Municipal de Apicultura.) Desde la muerte del padre, en 1938, Borges y su madre dependían por completo de ese sueldo de bibliotecario; luego de su renuncia tuvo que encontrar otro modo de ganarse la vida. A pesar de su timidez, empezó a dar conferencias en público y desarrolló un estilo y una voz que usa todavía. Observo cómo se prepara para una charla que debe dar en el Instituto Italiano de Cultura. La ha memorizado frase por frase, y repetido párrafo por párrafo, hasta que cada vacilación, cada aparente busca de la palabra correcta se haya asentado sonoramente en su cerebro. «Mis discursos públicos son como la venganza de un tímido», dice riendo.
No obstante su profundo humanismo, hubo veces en que sus prejuicios lo volvieron sorprendentemente pueril. A veces, por ejemplo, expresaba un vulgar racismo que transformaba de pronto al lector agudo e inteligente en un momentáneo tonto. Así ocurría cuando, como prueba de la inferioridad del hombre negro, invocaba la ausencia de una cultura africana de relevancia universal. En tales casos era inútil discutir con él o siquiera intentar disculparlo.
Lo mismo ocurría en el terreno de la literatura, donde era más sencillo achacar sus opiniones a una cuestión de simpatía o de capricho. Uno podía construir una historia perfectamente aceptable de la literatura basándose tan sólo en los autores que él despreciaba: Austen, Goethe, Rabelais, Flaubert (salvo el primer capítulo de Bouvard y Pécuchet), Calderón, Stendhal, Zweig, Maupassant, Boccaccio, Proust, Zola, Balzac, Galdós, Lovecraft, Edith Wharton, Neruda, Alejo Carpentier, Thomas Mann, García Márquez, Jorge Amado, Tolstoi, Lope de Vega, Lorca, Pirandello... Superados los experimentos de su juventud, a Borges no le interesaba la novedad por la novedad. Afirmaba que un escritor no debía tener la descortesía de sorprender al lector. Para él, la literatura debía permitir conclusiones a un mismo tiempo asombrosas y obvias. Luego de recordar que Ulises, harto ya de prodigios, lloró ante la visión de su verde Ítaca, concluía que «el arte es esa Ítaca: de verde eternidad, no de prodigios».




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 82-95
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Presente foto arriba: pág. 83
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel





16/8/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 7]








[...]

Los tigres eran su bestia emblemática, desde los primeros años de su infancia. «Qué lástima no haber nacido tigre», me dijo una tarde mientras leíamos un cuento de Kipling en el que aparecía el fantasma de ese animal. Su madre recordaba la vez en que, a los tres o cuatro años, había tenido que apartarlo a gritos de la jaula del tigre, llegado el momento de volver a casa; y uno de sus primeros garabatos, que ella guardaba, presentaba un tigre a rayas, hecho con lápices de cera en la doble página de un cuaderno. Tiempo después, las manchas de un jaguar que vio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires lo llevaron a imaginar un sistema de escritura impreso en la piel de la fiera: el espléndido resultado fue el cuento «La escritura de Dios». La sola mención de la palabra tigre lo llevaba muchas veces a repetir una observación hecha por su hermana Norah, cuando ambos eran niños: «Los tigres parecen creados para el amor». Pocos meses antes de su muerte, un rico estanciero argentino lo invitó a su finca y le prometió «una sorpresa». Borges se sentó en un banco, al aire libre, y de súbito sintió muy cerca el calor de un gran cuerpo y unas fuertes garras contra sus hombros. El doméstico tigre del estanciero rendía así homenaje a su soñador. Borges no tuvo miedo. Sólo le molestó el aliento caliente, con olor a carne cruda. «Había olvidado que los tigres son carnívoros.»
Vamos en taxi a casa de Bioy y Silvina, un departamento espacioso que ofrece la visión de un parque. Desde hace décadas, Borges pasa varias tardes por semana en este departamento. La comida es horrible (verdura hervida y, de postre, unas cucharadas de dulce de leche), pero Borges no se da cuenta. Esta noche, cada uno de ellos, Bioy, Silvina Ocampo y Borges, se cuentan sus sueños. Con su voz áspera y grave, Silvina dice que ha soñado que se ahogaba, pero que el sueño no fue una pesadilla: no hubo dolor, no tuvo miedo, simplemente sintió que estaba disolviéndose, volviéndose agua. Luego Bioy menciona que en su sueño él se encontraba frente a un par de puertas. Sabía, con esa certeza que uno posee a menudo en sueños, que la puerta de la derecha lo llevaría a una pesadilla; resolvió franquear la de la izquierda y tuvo un sueño sin incidentes. Borges observa que ambos sueños, el de Silvina y el de Bioy, son en cierto aspecto idénticos, ya que ambos soñadores han sorteado la pesadilla con éxito, uno rindiéndose a ella, el otro negándose a penetrarla. Luego relata un sueño descrito por Boecio en el siglo V. En él, Boecio asiste a una carrera de caballos: ve los caballos, la línea de salida y los diferentes y sucesivos momentos de la carrera hasta que un caballo cruza la meta. Entonces Boecio ve a otro soñador: uno que lo observa a él, observa los caballos, la carrera, todo al mismo tiempo, en un solo instante. Para aquel soñador, que es Dios, el resultado de la carrera depende de los jinetes, pero ese resultado ya es sabido por el Soñador. Para Dios —dice Borges—, el sueño de Silvina sería a la vez placentero y digno de una pesadilla, mientras que en el sueño de Bioy el protagonista habría atravesado al mismo tiempo ambas puertas. «Para ese soñador colosal todo sueño equivale a la eternidad, en la cual están contenidos cada sueño y cada soñador.»
Borges conoció a Bioy en 1930. Fue Victoria Ocampo quien introdujo ante el tímido Borges de treinta y un años al brillante joven de diecisiete. Su amistad —contaba Borges— se convirtió en el vínculo más importante de su vida, proporcionándole no sólo un compañero intelectual sino alguien que, por su interés en la psicología y en las menudencias sociales de la literatura, atemperaría el gusto de Borges por la pura imaginación. Borges jugaba con la ironía y con el sobrentendido. Bioy, con una engañosa ingenuidad que induce al lector a creer que las intenciones de tal o cual personaje reflejan la verdad de alguna situación, cuando, de hecho, la traicionan o la ignoran. Borges consignó el método de trabajo de su amigo al comienzo de «Tlön Uqbar, Urbis Tertius», relato en el que Bioy es uno de los personajes: «Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal». «Quisiera escribir una historia que tuviese las cualidades de un sueño —decía Borges—. Lo he intentado muchas veces pero dudo que alguna vez lo consiga.»
Borges era un soñador apasionado y le entusiasmaba narrar sus sueños. En ellos, en su «esfera ilimitada», sentía que le era dado sobrepasar los límites de sus pensamientos y de sus temores, y que en total libertad podía representar sus propias tramas. Disfrutaba especialmente de esos minutos antes de caer dormido, ese lapso entre vigilia y sueño durante el cual, como decía, era «consciente de estar perdiendo la conciencia». «Me digo cosas sin sentido, veo lugares desconocidos, y me dejo deslizar por la pendiente de los sueños.» En ocasiones un sueño le prodigaba una pista o un punto de partida para un texto: «La memoria de Shakespeare», por ejemplo, empezó con una frase que oyó en un sueño: «Le vendo la memoria de Shakespeare». «Las ruinas circulares» (la historia de un hombre que sueña con otro, hasta descubrir que él también es soñado) empezó con otro sueño que le deparó una semana de absoluto arrobamiento: el único momento —dijo—, en que llegó a sentirse realmente «inspirado», sin dominio consciente sobre su obra. (Puede ser que el argumento, y acaso el sueño, se inspiren en un pasaje de la Eneida, ya que el desembarco de Eneas en el mundo de los muertos, «en medio de las pálidas cortaderas de una cenicienta ribera de fango», es indudablemente igual al desembarco del soñador en la isla de las Ruinas Circulares.)
Dos pesadillas acecharon a Borges a lo largo de su vida: los espejos y el laberinto. El laberinto, que de niño descubrió en una lámina de cobre con el grabado de las «Siete maravillas del mundo», le inspiraba el temor a una «casa sin puertas» en cuyo centro lo esperara un monstruo; los espejos le despertaban la aterradora sospecha de que un día reflejarían un rostro que no fuese el suyo o, peor aún, absolutamente ninguno. Héctor Bianciotti recuerda que Borges, enfermo en Ginebra poco antes de su muerte, le pidió a Marguerite Yourcenar, que había ido a visitarlo, que fuera a ver el piso que su familia había ocupado durante su estancia en Suiza y que volviera para describírselo en su estado actual. Ella cumplió con el encargo, pero piadosamente omitió un detalle: ahora, cuando uno franqueaba el umbral, un inmenso espejo con marco de oro duplicaba al sorprendido visitante, de la cabeza a los pies. Yourcenar le ahorró a Borges esa angustiosa intrusión.
Sin duda alguna, Bioy encarnaba uno de los numerosos hombres que Borges sabía que nunca podría ser. Los dos compartían la pasión intelectual, pero Bioy, a diferencia de Borges, era buen mozo, rico y consumado deportista. Cuando Borges escribió: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach», quizá pensaba en Bioy, el seductor. Bioy nunca ocultó el hecho de que las mujeres eran su mayor pasión (si de algo se ocupan sus diarios es de mujeres, más que de libros). Para Borges, el conocimiento del amor provenía de la literatura: de las palabras del Antonio de Shakespeare, de las del soldado de Kipling en «Without Benefit of Clergy», de los poemas de Swinburne y Enrique Banchs. Para Bioy se trataba de un ejercicio diario, al cual se dedicaba con la devoción de un entomólogo. Solía citar a Víctor Hugo: «aimer, c’est agir», pero agregaba que ésta era una verdad que debía escondérseles a las mujeres. Amaba a Francia y su literatura, tanto como Borges amaba a Inglaterra y la literatura anglosajona. Esto no era motivo de discordia sino punto de inicio para incontables conversaciones. De hecho, todo entre estos dos hombres parecía conducir a un intercambio de ideas. Verlos trabajar juntos en una de las habitaciones traseras del departamento de Bioy me hacía pensar en alquimistas dispuestos a crear un homúnculo: de su colaboración nacía algo que era la combinación de los rasgos de ambos y que, no obstante, no se parecía a ninguno de los dos. Con esa nueva voz, que no era ni tan satírica como la de Bioy ni tan lógica como la de Borges, concibieron las historias y los ensayos burlones de H. Bustos Domecq, un hombre de letras argentino que observa con aparente inocencia lo absurdo de su sociedad. Bustos Domecq se entretenía sobre todo con los caprichos y las infelicidades del idioma argentino, y uno de sus relatos lleva como epígrafe únicamente la fuente de la cita: Isaías, VI, 5. El lector curioso (o erudito) averiguará que la cita comienza textualmente: «¡Ay de mí!, que soy muerto, que siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos...» Bioy compartía con Borges todas las cosas que oía entre la gente de «labios inmundos» y ambos se desternillaban de risa.
Su vínculo con Silvina era distinto. Durante la cena, Borges y Bioy evocaban, alteraban o inventaban un vasto surtido de anécdotas literarias, recitaban pasajes de la mejor y la peor literatura y más que nada pasaban un buen rato, riendo estrepitosamente. Sólo en raras ocasiones se sumaba al diálogo Silvina. Aunque había compilado con Borges y Bioy una antología fundamental de la literatura fantástica, aunque había escrito con Bioy la novela policial Los que aman, odian, su sensibilidad literaria difería claramente de la de ellos, y se hallaba más próxima al humor negro de los surrealistas, por quienes Borges sentía escasa simpatía. Curiosamente, para alguien que admiraba a los cuchilleros y a los gángsters, Borges encontraba sus cuentos demasiado crueles. Silvina era poeta, dramaturga y pintora también, pero será sin duda recordada por sus cuentos breves, sardónicos y falazmente simples, que en su mayoría pertenecen a la ficción fantástica pero que ella construía con la minuciosa atención de un cronista de la vida cotidiana. Italo Calvino, que prologó la edición italiana de su obra, confesó que no sabía de «otro escritor que capte mejor la magia de los rituales de todos los días, la cara oscura que nuestros espejos nos ocultan».
Una tarde, mientras Bioy y Borges trabajaban en una de las habitaciones del fondo, desde donde llegaban muy a menudo erupciones de risas compartidas, Silvina extrajo un ejemplar de Alicia y leyó un par de sus fragmentos predilectos con su voz cadenciosa y lúgubre. De pronto, en medio de «La morsa y el carpintero», me sugirió que escribiésemos juntos una novela policial fantástica para la cual ya había escogido el título perfecto, Una tarea bochornosa, basándose en el «a dismal thing to do» del alegato de las ostras. El proyecto nunca avanzó más allá de la planificación de un homicidio horripilante; sin embargo, condujo a extensas polémicas sobre el humor de Emily Dickinson, sobre la influencia de la ficción policíaca en la obra de Kafka, sobre si la literatura puede ser modernizada a través de la traducción, sobre la circunstancia de que Andrew Marvell sólo escribió un buen poema, sobre el consejo que Giorgio De Chirico le había dado cuando era su maestro de pintura: que un pintor nunca debe mostrar los trazos de pincel, o sobre el curiosamente feo poema de amor que Pablo Neruda abre diciendo: «Eras la boina gris...». «Boina, boina», no paraba de repetir Silvina. Y preguntaba, grave y temblorosa: «¿Te gusta esa palabra?» Durante la charla, en la cual llevaba la voz principal con una especie de mágico ritmo que horas después a uno lo seguía hechizando, Silvina solía ocultar su cara en la penumbra y sus ojos tras unas lentes ahumadas porque pensaba que era fea. En cambio, le gustaba mostrar sus hermosas piernas, que cruzaba y descruzaba sin cesar.
Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos. Los poemas de Silvina tienen algo de Emily Dickinson y algo de Ronsard; la temática, no obstante, es inequívocamente suya: el país imperfecto al que amaba, los jardines de la ciudad y también los pequeños momentos de dicha, perplejidad o venganza. Sus cuadros —en su mayoría retratos— poseen los colores y las superficies planas de De Chirico, pero muestran extrañas diferencias en relación con el modelo original, revelando algo prohibido o siniestro. En sus cuentos se narra algo fantástico cotidiano: una moribunda pasa revista de repente a todos los objetos que poseyó en su vida y se da cuenta de que ellos constituyen su infierno privado; una niña invita a su fiesta de cumpleaños a los siete pecados capitales, que aparentan ser otras siete niñitas; un bebé es abandonado en un hotel por horas y se convierte en el instrumento involuntario para la venganza de una mujer; dos colegiales intercambian sus destinos pero no consiguen escapar de ellos. En la mayor parte de su obra de ficción, los protagonistas son niños o animales, en los cuales Silvina creía ver una inteligencia más allá de la razón. Adoraba a los perros. Cuando su perro favorito murió, Borges la encontró llorando e intentó consolarla diciéndole que existía, más allá de todos los perros, un perro platónico, y que cada perro era, a su modo, ese Perro. Silvina se enfureció y le dijo bruscamente adónde podía irse con su perro arquetípico.
Al final de su vida (murió en 1993, a los ochenta y ocho años), Silvina sufría de Alzheimer y deambulaba por su vasto departamento incapaz de recordar quién era o en dónde se hallaba. Un día, un amigo la vio leyendo un libro de cuentos. Llena de entusiasmo, miró a su amigo (al que no reconocía, desde luego, si bien para entonces ya se había habituado a la presencia de extraños) y le dijo que quería leerle algo maravilloso que acababa de descubrir. Era un cuento de uno de sus primeros y más famosos libros: Autobiografía de Irene. El amigo le dijo que estaba en lo cierto. Era una obra maestra.

Borges no habla mucho de sus relaciones amistosas con los escritores que conoce, pero a veces confiesa que es su lector, como si ellos perteneciesen menos al mundo cotidiano que al mundo del bibliotecario. Hasta en el reino de la amistad predomina la función de lector. Lector, y no escritor. Según Borges, el lector usurpa la tarea del escritor. «Uno no puede saber si un poeta es bueno o es malo si no tiene idea de lo que se propuso hacer», me dice mientras recorremos la calle Florida, deteniéndonos cada vez que alguna frase lo exige. La multitud pasa apresurada y muchos reconocen al viejo ciego. «Y si uno no puede entender un poema, no puede adivinar cuál ha sido la intención.» Luego cita un verso de Corneille, un autor al que no admira, para elogiar el elegante oxímoron: «Esa oscura claridad que cae de las estrellas». «Bueno —dice—, ahora somos un poco Corneille.» Y se ríe antes de reanudar la marcha. Corneille o Shakespeare, Homero o los soldados de Hastings: para Borges la lectura es una forma de ser todos esos hombres que él supo que no sería jamás: hombres de acción, grandes amantes, valientes guerreros. Para él, la lectura es una suerte de panteísmo, esa antigua escuela filosófica que tanto interesó a Spinoza. Le menciono su cuento «El inmortal», en el que Homero vive a través de los siglos, incapaz de morir y bajo diferentes nombres. Borges se detiene una vez más y dice: «Los panteístas imaginaban un mundo habitado por un solo individuo, Dios, y en él Dios sueña con todas las criaturas del mundo, incluyéndonos a nosotros. Para esta filosofía, todos somos el sueño de Dios y lo ignoramos». Y en seguida: «¿Acaso sabe Dios que unos pedacitos de Él están caminando ahora mismo entre la muchedumbre, por la calle Florida?» Y deteniéndose otra vez: «Pero tal vez esto no sea asunto nuestro. ¿No le parece?»
[...]









Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 65-82
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel



Fotos Patricia Damiano: Ex Biblioteca Nacional de Buenos Aires
México 564, en restauración, año 2013
Fuente: Visto en Baires



9/3/19

Alejandra Niedermaier: Algunas consideraciones sobre la fotografía a través de la cosmovisión de Jorge Luis Borges





Introducción 

A medida que uno se introduce en el mundo de Jorge Luis Borges va descubriendo distintas formas de percibir, de empaparse de toda esa particular cosmovisión que su obra transmite. Su pensamiento circular, sus signos laberínticos, sus repetidas obsesiones provocan tratar de extenderlas a la fotografía, tratar de establecer ciertas relaciones, ciertos vínculos con ese lenguaje que, desde sus inicios, acompaña los derroteros de la vida humana, de la que justamente Borges se ocupó en sus textos. Así es como surgen cuatro exploraciones que finalmente se unen para tratar de completar ese entramado. En primer lugar, el análisis y la historia de los retratos que ilustran aspectos de su vida y de su personalidad. Luego, actuaciones directas de Jorge Luis en torno a la fotografía. En tercer lugar, el relato de los fenómenos de intertextualidad que sus textos han suscitado en distintos fotógrafos argentinos, a través de transposiciones cuyo caudal de sentido nos introduce, al mismo tiempo, en la obra fotográfica de cada uno y en la obra literaria. Y, una vez dentro de su literatura, abrir sus textos y relacionarlos estéticamente con algunas variables que la fotografía ontológicamente contiene.


Duplicados

“Qué raro que toda persona tenga pequeños duplicados de sí misma. Son como los repuestos de sí que tenía en la tumba el faraón”
Jorge Luis Borges en el Recuerdo de Adolfo Bioy Casares. 1

Jorge Luis compara así los retratos fotográficos con los tempranos antecedentes de la función social de este género como la memoria funeraria egipcia, las estelas griegas y las inscripciones en los sarcófagos romanos. Los egipcios creían que si se perennizaba la apariencia del rey, éste continuaría existiendo para siempre. Para ello, ordenaban a los escultores a labrar el retrato del monarca en granito y lo colocaban en la tumba donde, en realidad, nadie podía verlo. La intención era que este relieve operara de hechizo y ayudase a su alma a revivir a través de la imagen. El escultor recibía el nombre de “el que mantiene la vida”. La necesidad de retratarse existe desde la Antigüedad, sin embargo, es durante el siglo XIX que surge con gran intensidad una fuerte necesidad de individuación, de contemplarse a sí mismo y de que los hijos pudiesen conservar esa imagen para siempre. Este reconocimiento del deseo de representación, de signo, de lenguaje y por ende de comunicación es absolutamente trasladable a la aparición de la fotografía.

Tanto la ciencia como el arte demandaban una nueva forma de representación, una representación metonímica y no mediatizada. Según Deleuze y Guattari, de algún modo el deseo nace de la intersección de la necesidad y la demanda. Las necesidades derivan muchas veces del propio deseo.

Es por eso que, luego de extensas e intensas búsquedas ópticas y químicas en diversos puntos del universo, el 19 de agosto de 1839 la fotografía encuentra su patente en París y se la introduce en el mundo durante una sesión conjunta de las Academias de Ciencias y de Artes con el nombre de daguerrotipo. A esas búsquedas alquímicas se refiere Jorge Luis en este fragmento:
El alquimista piensa en las secretas leyes que unen planetas y metales y mientras cree tocar enardecido  el oro aquél que matará la Muerte. Dios, que sabe de alquimia, lo convierte en polvo, en nadie, en nada y en olvido. 2
La fotografía evita la nada y el polvo, asegura cierta inmanencia justamente gracias a la alquimia. El retrato siempre navega entre dos esferas: la pública y la privada; y nos aporta un panorama que es también una mirada sobre la sociedad. Asimismo nos habla del “ojo de la época” 3. La descripción de las siguientes imágenes justifica este concepto:

Retratos de Fanny Haslam de Borges (1842-1935), abuela paterna de Jorge Luis, nos muestran un rostro decidido. Ella hospedó a muchas de las sesenta y cinco maestras procedentes de Norteamérica convocadas por Domingo Faustino Sarmiento que se distribuyeron en distintos puntos de nuestro país para ejercer un importante rol docente. Borges hace referencia a ella en varios poemas:
Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
por morir tan despacio,por los minutos que preceden al sueño,
por el sueño y la muerte,esos dos tesoros ocultos,
por los íntimos dones que no enumero,por la música, misteriosa forma del tiempo. 4

Ha soñado a mi abuela Frances Haslam en la guarnición de Junín,
a un trecho de las lanzas del desierto, leyendo su Biblia y su Dickens. 5

Este lenguaje productor y difusor de sentido conlleva una búsqueda de representación. Es por eso que, en sus inicios, acudir a un estudio para ser retratado implicaba justamente esas exploraciones a las que se acaba de hacer referencia en los párrafos anteriores.

Su abuela materna, Leonor Suárez Haedo de Acevedo (1837-1918), visitó el estudio de B. Loudet quien le hizo un retrato frontal con bordes ovalados esfumados (modo muy propio de la época) y que también muestra una mirada firme.

Bartolomé Loudet (1823-1887) era un químico oriundo de Toulouse, Francia, que arribó a la Argentina en 1855, desempeñándose como ayudante del Estudio Fotográfico de Emilio Lahore. En 1861 instaló su propio estudio en la calle De la Piedad (hoy Bartolomé Mitre) 344 con el nombre de Galería San Miguel. Su ayudante era Alejandro Witcomb quien fundaría años más tarde el famoso estudio Witcomb Mackern y que retratara a Leonor Acevedo de Borges (1876-1975), madre de Jorge Luis, a los dos años. Alejandro Witcomb (1835-1905), de origen inglés, le compró a Christiano Junior su estudio de la calle Florida, destacándose como retratista. Luego, sus hijos y otros convierten el estudio en uno de los más prestigiosos con sucursales en Rosario y Mar del Plata. A partir de 1896, se agregó al estudio una galería de arte que contaba con un amplio programa de exposiciones. El mencionado estudio fue el responsable de la fotografía oficial de los presidentes de la Argentina hasta 1960. Las fotografías producidas por el estudio han originado una importante colección.

Por su parte, Christiano Junior retrató a Leonor de bebé en brazos de su madre. José Christiano de Freitas Henriques Junior (1832-1902) llegó a Buenos Aires proveniente de Brasil en 1867. Tenía un importante estudio en la calle Florida. Retrató a Domingo F. Sarmiento con la banda presidencial y a políticos como Lucio V. Mansilla, Adolfo Alsina y Luis Sáenz Peña. Era el fotógrafo oficial de la Sociedad Rural Argentina cuando ésta realizó su primer exposición en 1875. Además de su trayectoria como retratista, elaboró un gran “Álbum de vistas y costumbres de la República Argentina.”

El estudio Chutte & Brooks retrató a Leonor a los seis años. Charles Wallace Chutte y su socio Thomas Brooks se desempeñaban como fotógrafos retratistas en Buenos Aires y en Montevideo con estudios en ambas ciudades.

Una vez más, la historia de la fotografía se encuentra estrechamente vinculada con la historia sociopolítico-cultural de un país.

Una encantadora foto del ámbito privado muestra a Jorge Luis a los diez años y a Norah, su hermana, a los ocho años en Montevideo vestidos ambos de marineritos. Norah se convierte en los siguientes años en una importante pintora con un trazo y una pincelada de especiales características.

Tomada por los hermanos Forero es la emblemática foto de los integrantes de la revista Sur en momentos de su fundación en 1931, en donde se encuentran posando en los peldaños de una escalera. Al respecto, Victoria Ocampo manifestó: “Quise inmortalizar el nacimiento de la revista Sur. Llamaron a los hermanos Forero que hacían esas fotos a domicilio, con ese magnesio que cegaba. Tomaron varias poses. Elegí tres, que son las que siempre se publican.” En esas fotos, además de la presencia de Jorge Luis, encontramos también a Norah entre los colaboradores de la revista y editorial.

En el género del retrato es importante detectar las aperturas de significación que se han producido en ese viaje de ida y vuelta que se establece entre la retratística inicial y la práctica contemporánea.

El retrato siempre incluye una dilemática y binaria situación entre el yo y el otro, el observador y el observado.

En París, Victoria Ocampo conoció en la librería que dirigía Adrienne Monnier a la fotógrafa Gisèle Freund (1912-2000). Gisèle estudió sociología en la universidad de Freiburg, Alemania. Comenzó a tomar fotografías cuando su padre, coleccionista de arte, le regaló a los quince años una cámara Leica. Su actividad fotográfica empezó a sistematizarse un 1° de mayo de 1932 en Frankfurt durante una manifestación (la última que se realiza en el período de la República de Weimar ya que en la misma se registran incidentes con grupos nazis). Se doctoró en La Sorbone con una tesis titulada “La fotografía en Francia del siglo XIX”, texto que amplíaría luego para publicar su libro La fotografía como documento social. Por el nazismo, tomó la ciudadanía francesa en 1940.

A partir de allí comenzó a realizar una serie de retratos de distintos escritores. Entre muchos otros, retrató a Walter Benjamin, el autor de los primeros ensayos sobre fotografía. Gisèle fotografió, asimismo, a Virginia Woolf a instancias de Victoria. En 1942, Victoria la invitó a la Argentina. Gisèle efectúó una de las más hermosas imágenes que se conocen de ella. A escondidas de Victoria, realizó unas muy logradas tomas de Eva Duarte y de Juan Domingo Perón entre los años 1943 y 1944 mientras se desempeñaba en la Argentina para la agencia France Libre. Ese mismo año, retrató también a Jorge Luis Borges en una imagen muy fresca donde él aparece sentado en el banco de un parque. [En RMN]

Se presume que Gisèle es también la autora del fotomontaje conocido como “Biorges”. Se trata de un tríptico compuesto por un retrato de Borges, otro de Adolfo Bioy Casares y una tercera imagen que es una superposición de ambos retratos. Este fotomontaje, técnica que siempre contiene la figura retórica de la metáfora, muestra visualmente la estrecha amistad que existía entre ambos escritores. Borges fue retratado reiteradas veces por distintos fotógrafos nacionales e internacionales en diversos escenarios. No es el propósito de la presente investigación enumerar a todos ni hacer una minuciosa descripción de cada uno. Sí adentrarse en algunos que trasmiten especialmente la esencia del retratado y en otros que revelan su íntima relación con los libros.

Lisl Steiner (1927), fotógrafa que vivió en la Argentina durante veintisiete años para instalarse luego en New York, fotografió a distintas personalidades. Volvió a la Argentina con frecuencia y, en el año 1979, visitó Buenos Aires a propósito de una exposición de sus imágenes que se realizó en el Museo de Arte Moderno. Durante ese viaje, y a pedido de la revista Time, retrató a Jorge Luis en su departamento y relató en una nota aparecida en Convicción el 5 de junio: 
“Me llevo también las lágrimas de Borges. He estado esta mañana en su casa, he obtenido de él algunas fotos y me ha pedido que le leyera un poema de Heinrich Heine, en alemán por supuesto. No le ha importado que lo viera llorar. Sus ojos eran aún más tristes.”
Lisl recuerda cabalmente el momento que describe la nota. Rememora que se dirigió tres días seguidos al departamento de Jorge Luis en horas de la mañana para cumplir con el encargo de la revista y que el poema por ella leído, que le causara tanta emoción, se llamaba “La batalla de Hastings”. 6 [ver] El primer día, Lisl le relató acerca de su proyecto denominado “Niños de las Américas”, una serie de fotografías de chicos de toda la región, para el que le solicita un texto o una frase, recibiendo una rotunda negativa. Al segundo día, ella insistió nuevamente y volvió a recibir una respuesta desalentadora; pero, al tercero, Borges la hizo sentarse con un anotador y lápiz en la mano para dictarle en inglés una frase para su proyecto. Ella le pidió que se la traduzca y él accedió instantáneamente: “No pasa un día sin que un niño descubra el mundo, como ya lo hizo Adán. Hagamos lo imposible para que sienta que está en el paraíso”.

Aproximadamente en 1980, Jorge Luis fue fotografiado por Paola Agosti (1947) en una imagen en blanco y negro con un ángulo de toma picado en donde él aparece sentado en un sillón y se destaca un gato extremadamente blanco en una pose muy relajada. Nuestra mirada alterna entre uno y otro personaje gracias a una diagonal invisiblemente trazada. El otro punctum 7 de la foto es el bastón apoyado en la pierna. En la foto que Julie Méndez Ezcurra (1949-1991) le saca tres años más tarde y que ella tituló Borges y Beppo, el gato blanco conserva su postura co-protagónica. En esta imagen, la luz que proviene de una ventana lateral ilumina toda la escena. En la pared del living del departamento de la calle Maipú, se aprecian distintos marcos pequeños pero, en el más grande y central, se vislumbra una pintura de Norah.

Estas dos fotografías transmiten un sentimiento especial de duración. Es como si ambas contuviesen lo vivido hasta el momento de la toma. 

Diane Arbus (1923-1971) lo fotografió en un plano americano en el Central Park nevado.

Richard Avedon (1923-2004) conservó con él su costumbre de fondo claro, cámara de formato medio y rostro dirigido hacia el retratante. 

Humberto Rivas [+] (1937) realizó una seguidilla de primeros planos que transmiten cierta secuencialidad, donde uno puede imaginarse a Jorge Luis recitando alguno de sus poemas o comentando animadamente, tal vez, cómo Schopenhauer descifró el universo. 8

Annemarie Heinrich (1912-2005) con su esmerado sistema de encuadre, iluminación y copiado logró en sus retratos, tomados en 1966, desde momentos de honda introspección y dramatismo hasta una sonrisa franca y abierta pocas veces vista en Borges.

Sara Facio (1932) lo retrató en reiteradas oportunidades entre 1960 y 1980 tanto en la Biblioteca Nacional como en su casa. Su foto más paradigmática es en la que él aparece arrodillado buscando un libro en un anaquel. El análisis de un aspecto formal de la imagen nos conduce directamente a su más hondo sentido; si la separamos en planos, veremos que en primer lugar percibiremos la biblioteca y, un poco más atrás, a Borges en estrecha relación con el mueble. [otra]

Es Alicia D’Amico (1933-2001) quien, en todas las tomas del año 1960, incluyó en la escena los aspectos significantes de la vida del modelo, es decir, que reflejó visualmente su esencial relación con los libros, con la escritura y con “las galerías de una biblioteca por las que anduvo Paul Groussac (...)”. 9 Alicia plasmó así lo lúdico pero, a su vez, la solemnidad; mostró su desesperanza y al mismo tiempo su esperanza.

John Berger en su libro Aquí nos vemos realiza un recorrido por distintas ciudades y sitios. En su itinerario se detiene en Ginebra y comienza mencionando una fotografía de Borges tomada, posiblemente, a principios de los años ochenta, uno o dos años antes de dejar Buenos Aires para instalarse en la ciudad donde fallece. Berger percibe en esta imagen que la ceguera era como una prisión pero que al mismo tiempo, (...)
su cara era una cara habitada por muchas otras vidas. Es una cara bien acompañada; muchos otros hombres, muchas otras mujeres, con sus apetitos, hablan por sus ojos casi ciegos. Es una cara que expresa innumerables deseos; un retrato que se podría clasificar bajo el epígrafe ‘Anónimo’ y utilizarse para los poetas en general, los poetas de todos los tiempos. 
En el retrato encontramos una mirada que nos conduce directamente hacia distintos aspectos de la persona retratada, una mirada dirigida a la búsqueda de plasmar una síntesis biográfica de la misma. Los fotógrafos mencionados, y los no mencionados, produjeron esos “duplicados” que le llamaban tanto la atención a Jorge Luis. Configuran ese otro que le posibilita preguntarse:
¿Cuál de los dos escribe este poema /de un yo plural y de una sola sombra? 10
Esta estrofa actúa, además, como una prueba de la indicialidad del lenguaje fotográfico.



Sueltos fotográficos


Al daguerrotipo se lo solía llamar “espejo con memoria”. En Fervor de Buenos Aires, el primer libro de Jorge Luis (publicado en 1923 con una tirada de 300 ejemplares y con un grabado de Norah en la tapa representando la fachada de una casa con reja) menciona:
Los daguerrotipos mienten su falsa cercanía
de tiempo detenido en un espejo
y ante nuestro examen se pierden como fechas inútiles
de borrosos aniversarios. 11
Referencias directas a la íntima relación que se puede establecer con el retrato de una persona amada o añorada las encontramos en distintos párrafos de El Aleph:
De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón.
(...) En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije: Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

(...) Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz. (...)
El lenguaje fotográfico participa de ambos mecanismos, tanto del recuerdo como del olvido. El uso de fotografías para comprender distintos sucesos históricos pasados o presentes permite la reconstrucción del encadenamiento de sus distintos antecedentes. La fotografía como huella de un suceso ocurrido adquiere un valor de testigo (el “yo estuve aquí” 12 del fotógrafo y de lo fotografiado) y, a su vez, de símbolo. Por otra parte, al evocar se activa una simultánea y extraña percepción del aquí y del allá, del entonces y del ahora.

Es entonces este medio el que a la vez configura la apreciación de tiempo y espacio y es capaz de captar cierto infinito borgeano que aparece en esta prosa. Existe una ligazón entre la concepción de que la fotografía se comporta como un “espejo” o como una “ventana” 13 con lo que el narrador percibe en ese sótano, visiones de “todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos” y donde “vi todos los espejos del planeta”. Subyace también una transformación en imágenes de una especie de memoria y conciencia mezclada con el encuentro con lo inesperado.

Para John Szarkowski, la fotografía-ventana es la que intenta captar la realidad, la que muestra los sucesos. La fotografía-espejo, en cambio, es una mirada hacia el yo del fotógrafo. Por otra parte, la imagen también puede comportarse simultáneamente como espejo y como ventana. Este par se apoya sobre el énfasis de las imágenes en la realidad pero, a su vez, sobre el énfasis en la idea. Ambas características habitan en la fotografía y las comparten, de algún modo, con El Aleph, produciendo una reciprocidad entre lo verbal y lo visual.

Horacio Coppola (1906), fotógrafo vinculado por su formación y por su obra a los comienzos de la modernidad del lenguaje fotográfico en la Argentina, ilustró en 1930 con imágenes de la ciudad el libro Evaristo Carriego de Jorge Luis Borges.

La exposición que Coppola realizara junto a Grete Stern (1904-1999) en 1935 marcó un punto de inflexión en la fotografía argentina. La muestra se llevó a cabo en la Editorial Sur. La nota que escribiera Jorge Romero Brest 14 para la mencionada muestra en el número 13 de la revista Sur desmenuza, reflexiona e instala en el país una polémica sobre la ubicación de la fotografía dentro del arte, dándole categoría de “primera manifestación seria de arte fotográfico”. Coppola realizó un relevamiento de la ciudad de Buenos Aires que fue plasmado en numerosos libros y revistas de la época. Sus registros, muchos de ellos encargos de la Municipalidad para el aniversario número cuatrocientos del nacimiento de la ciudad, se encuentran en una publicación denominada Buenos Aires 1936. Efectuó un relevamiento fotográfico y fílmico de la construcción del obelisco.

Borges mismo eligió las dos fotografías para el libro sobre Evaristo Carriego. Se trata de una toma en la calle Jean Jaurés y otra en la calle Paraguay a la altura del barrio de Palermo. Coppola y Borges solían caminar juntos la ciudad y, en una oportunidad, en el barrio mencionado, el primero registra con su cámara el reflejo de una casa en un charco. Borges definió “Esto es Buenos Aires”. La toma fue así titulada.

Gustavo Thorlichen (1906-1986) realizó un libro de fotografías denominado Argentina que fue publicado alrededor del año 1958. La segunda edición a cargo de la Editorial Sudamericana, está escrita en tres idiomas: castellano, inglés y alemán, evidenciando que se trataba de un libro for export compaginado por el propio Thorlichen e impreso en Stuttgart, Alemania. Thorlichen agradece la ayuda recibida para la segunda y ampliada edición publicando además, en la solapa de cierre, algunos datos concretos sobre el país. Jorge Luis Borges escribe el prólogo del mismo. [Véase también]

En 1941, la Editorial Sur había publicado un libro denominado San Isidro que incluía un poema de Silvina Ocampo y fotos de Gustavo. Es posible que Thorlichen y Borges se conociesen en la editorial. En 1963, Victoria mencionaba a propósito de este libro: “El libro sobre San Isidro está agotado (...) espero poder hacer una segunda edición, que muchos me piden. La casa y árboles fotografiados en ese libro (o gran parte de ellos) ya no existen fuera del recuerdo.”

Thorlichen llegó a nuestro país en la década del ’30 procedente de Alemania. Alrededor de 1940 poseía su propio estudio en la calle Reconquista entre la Av. Corrientes y Sarmiento. En 1948 realizó una exposición de sus trabajos en la Galería Kraft.

En 1953, y durante una exposición en La Paz, Bolivia, Gustavo conoció al médico argentino Ernesto Guevara, quien entró en la galería donde estaba exhibiendo sus imágenes. El Che apuntó en su diario que lo impresionaba la manera de trabajar y la sencilla técnica que Thorlichen utilizaba para alcanzar excelentes composiciones. Tuvieron oportunidad de realizar juntos un recorrido por las montañas que rodean La Paz e indudablemente intercambiaron algunos secretos sobre técnica fotográfica. El Che se ganó la vida como fotógrafo ambulante en los parques y jardines de México y como periodista de una agencia argentina durante los Juegos Panamericanos de 1955 que se llevaron a cabo en Ciudad de México. 15 

Es interesante detenernos en el prólogo escrito por Jorge Luis. Comienza estableciendo un debate sobre el pictorialismo 16. Este movimiento tenía como objetivo considerar la fotografía como una de las Bellas Artes. Su estética tendía a deformar la imagen real y el fotógrafo personalizaba su mirada. Borges dice al respecto:
¿Cómo admitir una rivalidad o una alianza de la eterna pintura y de la advenediza fotografía, cómo suponer que una armazón furtiva y endeble, servil como un espejo y mimética como un mono, incapaz de omitir o de preferir, pudiera amenazar la supremacía del ojo humano, de la diestra humana y del ya legendario pincel de Apeles tanto más admirable cuanto más perdida su obra?

El mismo advierte a continuación que su planteo “encubría una falacia”. La paradoja es uno de los recursos a los que nuestro prologuista era afecto, especialmente por su capacidad de contrariar conceptos generalizados y de producir así un sentido nuevo. Borges hace referencia al debate que también se planteara el primer teórico de la fotografía, Walter Benjamin, sobre la pérdida de aura en la obra dereproducción técnica. La noción de aura, núcleo de las teorías benjamianas, descansa sobre un doble principio que constituye el juego del acto fotográfico: un principio de distancia y uno de proximidad. Este complejo concepto sirve para explicar, por un lado, un modo histórico de ser de la mirada y, por otro, una caracterización de los objetos de la naturaleza y los objetos artísticos. 17 Es importante recordar, entonces, lo ya mencionado: la aparición de la fotografía se produce porque tanto la ciencia como el arte demandaban una nueva forma de representación, una representación metonímica y no mediada. De esta manera, la fotografía oscilaba ontológicamente entre el arte y la “técnica”. 18 En su paradoja, Borges no repara (o tal vez sí) en que justamente es la fotografía la que tiene la capacidad de “omitir o de preferir” en su inevitable gesto del encuadre, esa esencial elección de lo que incluimos o excluimos dentro de la imagen, lo que mostramos, lo que ocultamos.

Luego, apoyándose en Schopenhauer y en Bergson menciona que “ (...) quedará borrada la oposición de natural y artificial, de órgano y de instrumento.”

En todas las cartas, diarios y escritos de las figuras próceres del nacimiento de este lenguaje: [Joseph] Nicéphore Niepce, Jacques Louis Mandé Daguerre, Henry Fox Talbot, por mencionar solamente a los más conocidos, encontramos la preocupación por “la copia de las visiones de la naturaleza” 19, “la reproducción espontánea de las imágenes de la naturaleza proyectadas en la cámara oscura” 20 y “la naturaleza pintada por sí misma”. 21

Es decir, en el imaginario de la época circulaba el deseo de representación de la naturaleza y de conciliar ésta misma con la cultura. La aparición de la fotografía era justamente un intento de aunar ambos conceptos, al “escribir con luz” por citar una definición ampliamente difundida. Talbot escribió en su diario el 3 de marzo de 1839 la frase “palabras de luz”. Podemos arriesgar entonces que, desde sus comienzos, este lenguaje nace con la noción de textualidad en su interior. Continuando con este pensamiento de representación de la naturaleza, existe una estrecha relación entre naturaleza y arte; relación que nos lleva directamente al par original/copia, variables tan propias de la ontología de la fotografía que, como objeto de preocupación, tuvieron una presencia mucho mayor en el siglo XIX que en décadas posteriores. En torno a la textualidad, Borges reconoce “Quien abomina de la máquina debería también abominar del cuerpo del hombre. Lo mismo habría que decir de aquel otro instrumento, el lenguaje.” [Jorge Luis Borges, El Círculo Secreto (2003)]

Prosigue el prólogo diciendo que la Argentina presenta un sinfín de conflictos para ser retratada ya que, según él, es dificultoso obtener una correcta percepción de su vastedad (tanto la de las llanuras como la de Buenos Aires) y porque “lo pintoresco es la excepción en este país (...)” Tal vez sea por eso que, al finalizar, reconoce la capacidad de este fotógrafo de sintetizar todos los paisajes imaginarios propios de la nación, diciendo “(...) de ahí lo singular de la proeza que ha efectuado Thorlichen con lucidez, pasión y felicidad.”

En el año 1986 el reconocido fotógrafo Henri Cartier Bresson (1908-2004) recibió el premio “Novecento” en la ciudad de Palermo en Italia. Jorge Luis Borges fue quien lo nominó para ese premio e incluso lo llegó a llamar para consultarle si lo iba a aceptar. Las características del galardón establecían que el ganador del anterior sería el que nominaba al siguiente. Henri le preguntó a Borges por qué lo había elegido a él y éste le contestó que era en reconocimiento a sus ojos y a su mirada en virtud de que él era ciego. Jorge Luis falleció antes de poder entregárselo, tarea que le encomendó a María Kodama. A Cartier Bresson le sorprendió gratamente que la ceremonia tuviese lugar en el mismo hotel donde sus padres habían pasado su luna de miel y lo habían concebido.

María Kodama es quien documentó los viajes que ambos realizaron por el mundo, conformando, de algún modo, un álbum de los últimos años de la vida de nuestro escritor. En estas tomas se puede apreciar a Borges en París, Roma, Madrid, Estambul, Venecia, Ginebra, Creta y ante pirámides egipcias. En el libro Atlas, que contiene fotos de María, él expresa: 
Mi cuerpo físico puede estar en Lucerna, en Colorado o en el Cairo, pero al despertarme cada mañana, al retomar el hábito de ser Borges, emerjo invariablemente de un sueño que ocurre en Buenos Aires. 22

Fotógrafos que se inspiraron en Pierre Menard

La intertextualidad es un fenómeno absolutamente interdisciplinario. Es un concepto que proviene de la semiótica del discurso expuesto por Julia Kristeva en los ’60 y retomado por Umberto Eco y por Roland Barthes. Se trata de textos que circulan en red, que se encuentran conectados, relacionados entre sí y que siempre remiten a otros textos a través de citas, alusiones o reescrituras.

Jean Francois Lyotard señala a la posmodernidad como un proyecto de reescritura. Precisamente por eso, la intertextualidad se inscribe como una práctica de este tiempo. Asimismo, encaja bien en las búsquedas contemporáneas globales por dos motivos: por un lado, llama a las competencias culturales del receptor y, por otro, tiene valor de impacto.

Eliseo Verón dice: “Si el libro, como la fotografía, tiene una particular importancia en nuestra modernidad, es porque la lectura, irremediablemente, es una aventura individual.” 23

El receptor tendrá la posibilidad entonces de aventurarse a decodificar a qué fenómeno intertextual hace referencia la transposición, siempre poniendo en juego sus conocimientos culturales. Se trata entonces de un proceso de “alegorización” que remite a un tema transitado y que permanece en el imaginario, un imaginario culturalmente segmentado. Por otra parte, estará invitado tácitamente a dirigir una atenta mirada hacia el principio de construcción de la nueva imagen.

Cabe aclarar también que algunos teóricos denominan esta modalidad con vocablos tales como “cita”, “remake” o “pastiche” (que procede de la música pero que se ha extendido a todas las disciplinas). Yo creo, sin embargo, que el término “transposición” es el que mejor designa a esta modalidad que ha adquirido la categoría de un género por la cantidad de autores involucrados en todo el mundo.

Se analizará en las próximas líneas, dentro del fenómeno de la intertextualidad, la práctica de la transposición fotográfica en relación a distintos textos de Borges.

La transposición designa la idea de traslado, de trasplante, de poner algo en otro sitio, de apropiarse de ciertos modelos pero pensándolos, en este caso, en otro registro o en otro sistema, logrando, al mismo tiempo, inquietar el texto original. Probablemente, uno de sus atractivos sea la posibilidad de jugar con los paradigmas. En este sentido, posee efectivamente un carácter lúdico.

En muchas ocasiones, estamos ante una reapropiación de estilos. Para analizar esto, muchos teóricos toman, casi como mito de origen, la siguiente transposición literaria: “Pierre Menard, autor de El Quijote”. Jorge Luis Borges en su libro Ficciones cuenta la historia de este “escritor” que no intentó reescribir dicha obra. La ambición de Pierre Menard era directamente “escribirla”. Se trata, como analiza Gerard Genette 24, de una transformación mínima porque en realidad es una imitación total, una búsqueda imaginaria de identificación.

Con Pierre Menard comenzamos a conocer un Borges conceptual ya que el deseo de Pierre es “pensar, analizar, inventar”, es decir, asumir una mirada más distante, más objetivada, más apegada a la idea. El texto de Borges relatando la vida y la obra de Pierre Menard se inscribe también en la estética del simulacro. Subyace el deseo de apropiarse de un estilo admirado; el producto siempre tendrá una significación distinta, por provenir de personalidades diferentes y por realizarse en otra instancia de tiempo, cumpliendo así con cierta fantasía de desdoblamiento que también se observa en varios de sus poemas. Ambas características son adoptadas para varios de sus proyectos por el fotógrafo y teórico español Joan Fontcuberta (1955), gran admirador de Jorge Luis. Fontcuberta trabaja intensamente con el simulacro para demostrar que la fotografía no está tan ligada a la veracidad y que no es un reflejo “mimético” 25 de la realidad, como se la considerara durante muchas décadas. Ha realizado un exhaustivo trabajo fotográfico disfrazado de estudio zoológico sobre la evolución de distintos animales prehistóricos. La exposición de este ensayo 26 contaba con imágenes de restos de animales armados por taxidermistas como si se tratara de una especie extraña, con datos aparentemente científicos sobre el tema y con un exhaustivo detalle sobre la vida del zoólogo (fotos de él a diversas edades y en distintas situaciones). Sin embargo, todo era producto de una gran inventiva. Se puede decir que Fontcuberta es un creador de contextos, sus mecanismos de construcción de sentido apuntan a envolver directamente al receptor, haciéndose eco del siguiente pensamiento: 
Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! 27
En el proyecto “Sputnik” (1997) Joan vuelve a ironizar en base a la concepción de que Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. 28

Se trata de otro registro fotográfico, en este caso, sobre la vida de un astronauta. En este proyecto la sátira es fácilmente reconocible. Delacroix escribió que “en arte, todo es mentira” en una declaración que primaba su capacidad de invención sobre su función mimética y reproductora. Fontcuberta continúa entablando series donde realiza manifestaciones paródicas, al igual que su admirado Borges.  
Según Gerard Genette la pintura y la literatura son susceptibles de transformación por pertenecer a un régimen de inmanencia autográfico, es decir, contener un modo de existencia de una fase. Por este motivo, las fotografías que se analizarán a continuación se liberan del esquema institucionalizado de la trasposición, en virtud de que nacionalizan, individualizan y personalizan los temas a los que hacen referencia. Se emparentan, al mismo tiempo, con la siguiente poesía de Roberto Juarroz de 1987:
Cuando un lenguaje se extravía en otro lenguaje,
cada palabra o signo
clausura su lugar,
lo disimula
como si alguien cerrara su casa
para que nadie la ocupe o despoje
mientras dure su ausencia.
Pero ningún signo o palabra
vuelve nunca a su sitio.
Cuando un lenguaje se extravía en otro
también el otro se pierde en el primero... 29

Convocados justamente por Joan Fontcuberta, en el año 1996, cuando éste se desempeñaba como director de los Encuentros Internacionales de Arles, 30 los fotógrafos argentinos Res [alias de Raúl Eduardo Stolkiner] y Bibi Calderaro desarrollaron diferentes trabajos en base a textos de Jorge Luis Borges.

Bibi cuenta que recibió con mucha alegría el encargo de Joan y que se pasó un verano sentada frente a una ventana leyendo sus obras y tomando notas. Recuerda que le llamaron especialmente la atención el eterno retorno a distintos temas, la ambigüedad entre sueño y vigilia y la inclusión de animales. Tanto es así, que incluye una tortuga como protagonista de su audiovisual. Rememora que había leído una entrevista en la cual Borges mencionaba que de pequeño tomaba agua de un aljibe o de un pozo de patio donde vivía una tortuga, concluyendo, él, por lo tanto, que bebía agua de tortuga.

Bibi se propuso aunar los textos y los climas borgeanos con temas relacionados con las dictaduras argentinas, tocando tangencialmente el tema de los secuestros y jugando con la similitud de las palabras tortuga/tortura. Trabajó fotografiando escenas de películas (entre las que se encuentra la escena de un secuestro, por ejemplo) e intercalándolas con otras fotos. Sus tomas fueron directas y en color. Se trató de una proyección con una narración acentuada por la elección del sonido.

A mi pregunta sobre si continúa trabajando en estos fenómenos intertextuales, respondió que suele usar textos varios para sus videos y performance pero no en base a un autor determinado.

Res (1957), por su parte, también realizó un audiovisual. Se trata de setenta imágenes en blanco y negro basadas en una versión muy personal del significado que tenían los sueños para Jorge Luis. El eje del relato es La esfera de Pascal aunque reconoce la influencia de textos tales como El Aleph, Elegía de los portones y Funes, el memorioso. Colaboraron a desentrañar los textos Noe Jitrik y Palo Pandolfo. Res eligió como escenario de sus imágenes el Río de la Plata, la antigua facultad de Filosofía y Letras y la antigua sede de la Biblioteca Nacional (Borges fue su director) así como otras locaciones referidas en sus relatos. A cada uno de estos escenarios le antepuso una esfera de una boleadora manufacturada en el siglo XIX por aborígenes de la llanura pampeana. Se puede reconocer que esta serie de imágenes también hace alusión a La biblioteca de Babel, donde se puede leer:
La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
La elección de Res de utilizar un elemento que tuviera una relación tan fuerte con la argentinidad, corresponde, tal vez, al deseo de apropiarse de los sueños y de la figura de Jorge Luis, de volverlos absolutamente locales y de quitarles esa internacionalidad que tanto él como sus textos gozan.

En una de las setenta imágenes, Res parte de uno de los retratos de Alicia D’Amico mencionados unos cuantos párrafos más arriba. Se trata de la foto donde Borges se encuentra en un pasillo de la biblioteca con todos los estantes repletos de libros detrás. En la imagen de Res, en lugar del escritor, aparece desenfocada la esfera y las repisas se encuentran vacías. Como si esos despojados anaqueles dijeran:
Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.31
Eduardo Grossman (1946) recibió en el año del centenario del nacimiento de Borges la propuesta de la revista Viva de trabajar fotográficamente sus textos. Tras una lectura de varios poemas y prosas cortas, Eduardo concluyó que el elemento más borgeano para plasmar las propiedades de su discurso era la utilización de espejos. Recuerda que los espejos tuvieron el efecto de transformar las diferentes tomas, haciendo aparecer mágicamente los inquietantes poderes que nuestro autor les adjudicaba.
Uno de mis insistidos ruegos a Dios y al ángel de mi guarda era el de no soñar con  espejos. Yo sé que los vigilaba con inquietud. Temí, unas veces, que empezaran a divergir de la realidad; otras, ver desfigurado en ellos mi rostro por adversidades extrañas. 32
Para Eduardo, las trece imágenes realizadas en película diapositiva color con cámara de formato medio son “un ejercicio visual” reconociendo, de esta manera, que los fenómenos de transposición de literatura a fotografía contienen un desafío importante.

Las locaciones de las mismas tienen directa relación con los poemas: Colonia de Sacramento; la ex Biblioteca Nacional; la casa en Adrogué donde Borges viviera; los cementerios de la Recoleta y Chacarita; Parque Lezama y la esquina de Chile y Tacuarí, domicilio de Estela Canto. 33

La anteriormente mencionada revista publicó en agosto de 1999 una selección de esta serie.

Grossman es autor también de un conjunto de fotografías dedicadas a distintos textos de Roberto Arlt, a modo de homenaje ya que se trata de su escritor argentino favorito. El entramado de sentido de estas fotografías no solamente responde a las fantasías, sueños y delirios de los distintos personajes que habitan las novelas de Arlt, sino que se despegan de su proceso intertextual para adquirir un clima absolutamente propio y conformar un corpus de una tensión dramática muy contundente.

Facundo de Zuviría (1954) fue también convocado para los diferentes homenajes que aparecieron alrededor del centenario del nacimiento del escritor que nos ocupa. Reconoció de inmediato su fascinación por la obra de Borges, en especial, por todo lo atinente a Buenos Aires y a lo criollo. Tal vez sea por eso que participó de proyectos que pusieron especial énfasis en los sitios de esta ciudad nombrados en sus textos y que fueran significativos en su vida. Se trató de imágenes para un libro denominado Revelaciones y para una exhibición/libro del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona que se llamó Cosmópolis. Facundo relata su preferencia por la obra ficcional: El Sur, Hombre de la esquina Rosada y Emma Zunz, entre otros. Hace hincapié en un párrafo de El Sur, cuando Dahlman a bordo del tren ve que el vagón se ha transfigurado, cruzado por sombras y cuando al salir de la ciudad dice que la misma “se desgranaba en suburbios”. Su libro de poesías favorito es Fervor de Buenos Aires.

Su elección del blanco y negro tenía por objeto quitarle toda referencia temporal. Buscaba cierto dramatismo en las sombras y un ángulo que asegurara su relación con los textos. En esos momentos, leía y releía su obra. Su obsesión era poder alinear la mirada de Borges con la suya.

Las fotografías que realizara para el Tributo a Borges (exposición itinerante y catálogo que organizara Patricio Lóizaga) nos dan la sensación de estar ante ciertos objetos íntimos y fetiche. Se trata de imágenes de manuscritos de Jorge Luis, en una de ellas, combina la toma de un original con la conocida foto de él con su madre (donde Leonor aparece apoyada en la balaustrada de un puente).

Facundo señala como uno de sus retratos favoritos el realizado por Pepe Fernández, donde se lo observa de pie, en ángulo picado sobre una rosa de los vientos [Borges at L'Hôtel in Saint-Germain-des-Prés, Paris], porque responde a la imagen de argentino universal y se emparenta con las ruinas circulares y los laberintos.

Ante mi consulta sobre si le interesaba la práctica intertextual para futuros proyectos, respondió que le gustaría trabajar en un proyecto compartido con un escritor, en el que haya una interacción entre ambos lenguajes, en virtud de la carga poética que ambos contienen.

Julio Fuks (1971) realizó entre los años 2003 y 2006 una serie denominada “El blanco más doctrinario”, nombre emparentado a escritos de Osvaldo Lamborghini. Considera este trabajo fotográfico “en diálogo con la literatura”. Surgió por un interés personal en relación con la poética en general y con la gauchesca en particular. En este sentido, Julio parte de conceptos literarios que son producto de una investigación previa. Luego, éstos “devienen en forma”. En el proceso de visualización de las imágenes, él considera que las mismas “deben apuntar a una sintonía poética concreta”. Destaca que lo importante es dejar de lado lo superficial para buscar lo medular en cada párrafo. Los textos inspiradores de Borges fueron El sur y El fin pero también hay influencia de textos de Lamborghini y de Miguel Briante. Además, registra ciertos intereses deleuzianos en cuanto al concepto de la orilla, donde no hay borde ni centro.

Las tomas son realizadas en blanco y negro y tienen directa relación con las obsesiones de Jorge Luis acerca de los cuchilleros. Las imágenes hablan de la afrenta, del duelo, de la espera y de la posible revancha. Los personajes no tienen rostro (esculturas realizadas por Julio en alambre), sino la emulación del gesto y visualmente la figura se mezcla con su fondo (pasto, campo). El elemento icónico del cuchillo se destaca en todas las imágenes.
El cuchillo. La cara se ha borrado
Y de aquel mercenario cuyo austero
oficio era el coraje, no ha quedado
más que una sombra y un fulgor de acero. 34
En varias de las milongas escritas por Borges a pedido de Carlos Guastavino se celebran las hazañas de cuchilleros famosos como Juan Muraña y Jacinto Chiclana, entre otros. Una de ellas es la Milonga de dos hermanos.

Julio no posee proyectos intertextuales inmediatos pero reconoce estar interesado en trabajar sobre Antonio Di Benedetto ya que es uno de sus autores predilectos. Le resulta muy atractivo el retrato mencionado en el primer apartado que Richard Avedon le hiciera al escritor motivo de estas líneas. Estos trabajos implican, evidentemente, dos exploraciones: por un lado, adentrarse en el proceso intelectual del autor de los textos sobre los que se basaron, en este caso, sobre Borges; y, por otro, introducirse en los propios procedimientos de pensamiento, de asociación y en sus propios mecanismos de construcción de sentido. Reaparece así el tema del estilo, ya no se trata de una sutil diferencia entre reproducción o repetición: en este caso, el modo del fotógrafo se trasunta voluntaria e involuntariamente en virtud de la búsqueda que realiza por encontrar sus propias poéticas para visualizar cualquier texto elegido, condenándolo a mostrar las trazas de su gesto y de sus obsesiones. 


Laberintos de espacio y de tiempo

A continuación, una exploración hermenéutica para tratar de metaforizar 35 sobre algunas variables de la fotografía a través del acompañamiento de pensamientos y poesías de Borges.

La fotografía congela la imagen en términos de espacio y de tiempo. Para Imannuel Kant, la estructura espacio/tiempo se conforma en el pensamiento humano para relacionarse con el mundo.
El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. 36
El gesto de obturar convierte simbólicamente al instante fotográfico en eternidad y es como un acto de apropiación de todos los instantes. Este acto de apropiación implica la posibilidad de repetir la vivencia del suceso a través de la observación de la fotografía.
“basta una sola ‘repetición’ para demostrar que el tiempo es una falacia...” 37
Y esta experiencia puede producir:
Esos recuerdos no eran simples, cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera.38 
Así, estas variables de espacio y de tiempo, atributos inherentes a este lenguaje, se convierten en componentes de la memoria.

¿Cómo se sitúa la imagen foto entre el tiempo, la memoria, el olvido y la eternidad?
Leemos en el Timeo de Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad, y ello es apenas un acorde que a ninguno distrae de la convicción de que la eternidad es una imagen hecha con sustancias de tiempo.39
En este sentido, el poeta Federico García Lorca en un reconocimiento de que la fotografía, entre otras especificidades, es un medio para inventariar lo acontecido, incorporó a su proyecto teatral La Barraca (cuyo accionar se extendió desde 1931 a 1936 aproximadamente) a un fotógrafo cuyo nombre era Gonzalo Menéndez Pidal (1911). Gracias a sus tomas, Pidal pudo tornar en imperecedero lo perecedero. Por otra parte, este lenguaje desarrolla una memoria que nos ayuda a elaborar una nueva mirada sobre el devenir. Y es aquí donde surge la melancolía de Roland Barthes 40 acerca del medio al mencionar en sus textos “esto ha sido”. Borges dice al respecto:
¿Dónde estarán? pregunta la elegía
de quienes ya no son, como si hubiera
una región en que el Ayer pudiera
ser el Hoy, el Aún y el Todavía
.41
Una fotografía preserva un instante del tiempo y favorece su almacenamiento en la memoria, se convierte en el registro de algo que en el momento de su observación está ausente. La fuerza constativa de la foto existe justamente porque se refiere al tiempo y no al objeto.

Teóricos como Walter Benjamin 42 o como John Berger 43 hacen alusión a la particularidad de la fotografía de contener al mismo tiempo pasado y futuro al recortar simplemente el presente, en virtud de que la labor de la memoria anula el tiempo. La conmoción surge, también, por la discontinuidad. Ante una fotografía se reconfigura lo sucedido, los mecanismos de la memoria se ponen en marcha.
Más allá del azar y de la muerte
duran y cada cual tiene su historia,
pero todo esto ocurre en esa suerte
de cuarta dimensión, que es la memoria.44
A pesar de que, a veces, no sea lo deseado:
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.
45
Y de la memoria y el olvido enlazamos con otra obsesión de Jorge Luis, los espejos:
Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en Su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.
Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos.46

Según Jacques Lacan, el espejo funciona como umbral, como lugar de articulación entre lo imaginario y lo simbólico.

Podemos hablar de una estrecha relación entre la imagen especular y la imagen fotográfica. Ambas invitan a detener la mirada. Experiencias indiciales (donde se perciben las trazas del fenómeno que las emitió) como el espejo, la foto y la sombra aseguran la existencia del objeto.

Sin embargo, tanto el azogue como los haluros de plata (incluso los pixeles) nos deparan una confrontación entre lo real y lo ideal. Ambos (azogue y haluro) contribuyen a tener más de una visión. Por otra parte, las imágenes producidas mediante espejos ofrecen una serie de particularidades que merecen nuestra atención. Entre ellas, 
“Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”47 
De esta manera, Borges retorna al concepto de los duplicados fotográficos mencionados al comienzo de este recorrido, donde la palabra “reproductibilidad”, que aquí aparece implícitamente, en el lenguaje fotográfico se realiza de modo explícito.

Duane Michals, fotógrafo nacido en Pennsylvania en 1932, utiliza con frecuencia el espejo en sus imágenes, especialmente en sus series “Las cosas son raras” (1973) y “El espejo de Alicia” (1974) donde logra narraciones visuales cuyos climas se encuentran en consonancia con los que habitan en los textos de Jorge Luis. Duane expresa lo siguiente: 48
“Antes que cualquier otra cosa amo la imaginación, amo escribir, amo a los escritores. Me gusta Borges, es mi escritor favorito, me gustan William Blake y Lewis Caroll, me gusta la gente que se inventa el universo con su imaginación.” Y agrega: “En vez de fotografiar el momento decisivo, yo me veo llevado a fotografiar el momento anterior y el siguiente.” 49 
Es probable que la utilización de espejos le posibilite este juego poético.

Por otra parte, se podría aventurar que en las numerosas fotos de desdoblamiento de Duane también se halla presente la impronta de su autor favorito. Ambos, escritor y fotógrafo utilizan con frecuencia esta modalidad. Es por ello que se podría partir de la consideración de la paradoja de que el acto de ver y mirar detenidamente en búsqueda de una profundización (de eso se trata la fotografía) se despliega al abrirse en dos.

¿Hasta dónde los fotógrafos nos perdemos en el objeto fotografiado? ¿Cuánto del otro, cuánto de nosotros, qué extraña interrelación se entabla entre ambos? El tema de reconocerse, de perderse en el otro yo de nuestro objeto de creación, aparece muy profundamente indagado en Borges y yo, especialmente en el siguiente fragmento:
Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. 
Como en el cuento de Julio Cortázar sobre el axolotl 50, ¿cuándo dejamos de narrar para ser narrados? Por otra parte, esta frase también nos puede resonar familiar:
(...) pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros (...) 51
En ocasiones, ¿no nos reconocemos más en las fotos admiradas de un colega que en nuestro propio trabajo?

Francois Recanati dice que el signo posee un carácter doble: puede ser opaco y transparente, puede descubrir pero también ocultar la cosa significada, es decir, resulta una especie de paradoja. Esto que se evidencia claramente en los textos de Borges sucede también con muchas imágenes fotográficas cuya lectura no resulta tan transparente.

Tal vez la solución de esta paradoja consiste en aceptar un tercer estado del signo: transparente y opaco a la vez, es decir, un signo que se refleja de un modo pero que, al mismo tiempo, representa algo distinto de sí. Un signo que responde a las características que describe Umberto Eco en Obra Abierta:
La apertura de un texto es la condición de todo goce estético. Toda forma susceptible de goce, en cuanto dotada de valor estético, es ‘abierta’. La ambigüedad de los signos no puede separarse de su organización estética, sino que por el contrario, los dos valores le sostienen y se motivan el uno al otro.
El pensamiento circular, el volver siempre a un mismo tema, maquillado para no ser reconocido, disfrazado con el mismo fin, pero a la vez sutilmente identificable. Esto que se encuentra en los textos de Jorge Luis, se encuentra también como preocupación, como temática, en las diferentes búsquedas que plasman los fotógrafos en sus distintos proyectos. Sin embargo, se puede entrever claramente que las obsesiones son siempre las mismas y que ese lenguaje poroso y dúctil que es la fotografía los acompaña. La fotografía es una apropiación simbólica de nuestros pequeños y grandes universos. 

Una frase de Rainer Maria Rilke, poeta que le gustaba a la fotógrafa Grete Stern (1904-1999) 52, describe cabalmente el entramado circular al que se hace referencia: “La búsqueda es una, aunque se refracte en distintos temas”. Éste es también el espíritu de la siguiente frase de Borges que la autora de estas líneas difunde en sus cursos y charlas acerca de los componentes del retrato y del autorretrato: Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.53

Se ha tratado de reflexionar así sobre este lenguaje flexible y permeable que en la contemporaneidad contiene varios registros que funcionan “a la vez” y que, además, no pertenece a un espacio cultural único, es decir, que desde diversas instancias, presenta un sistema semántico en permanente movimiento. La fotografía comprendida entonces como un medio poético de exploración, interrogación, revelación y desnudamiento. También de imaginación, de sueños, hallazgos y asombros tan invocados y convocados en los textos de Jorge Luis Borges.


Notas 

1 Prólogo de Borges. Fotografía y Manuscritos, Miguel de Torre Borges (recop), 1987 Bs.As., Ediciones Renglón. 
2 Jorge Luis Borges, Fragmento del poema El alquimista.
3 Michael Baxandall, “El ojo de la época”, en Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento Italiano, 1978 Barcelona, Gustavo Gili. 
4 Jorge Luis Borges, Fragmento del poema Otro poema de los dones.
5 Jorge Luis Borges, Fragmento del poema Alguien sueña.
6 En su escrito del 15 de junio de 1986, María Esther Vázquez hace referencia a este poema en Néstor Montenegro, Borges por el siglo de los siglos, 1999, Buenos Aires, Ediciones Simurg, pp 105/6. 
7 Término acuñado por Roland Barthes para describir los elementos que habitan en una foto que nos llaman la atención, que colocan un acento en la imagen y que invitan a la lectura del resto de la misma.
8 Mencionado en Otro poema de los dones.
9 Néstor Montenegro, Borges por el siglo de los siglos, 1999 Buenos Aires, Ediciones Simurg.
10 Fragmento del Poema de los dones
11 Fragmento del poema Sala vacía en Fervor de Buenos Aires.
12 Se hace referencia aquí a la inscripción que Jan Van Eyck (1390-1441) introduce en su pintura “El matrimonio Arnolfini”,1434 (National Gallery). 
13 John Szarkowski, texto Mirrors and windows acompañante de la exposición organizada por él en el MOMA en 1978.
14 Jorge Romero Brest era una de las figuras más influyentes en la formación de la crítica de arte en América Latina. Publica libros y artículos sobre arte argentino, latinoamericano, europeo y norteamericano. Dicta cientos de conferencias y dirige el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, centro de promoción de la experimentación artística de vanguardia.
15 Se conocen fotografías tomadas por Ernesto Guevara en un período que abarca desde 1951 hasta 1966, aproximadamente. Las fotografías en muchos casos acompañan sus diarios ya que viajaba siempre con una cámara incluso en los períodos de guerrilla.
16 Corriente fotográfica característica de fines de siglo XIX cuyos principales exponentes fueron Julia Margaret Cameron, Henry Peach Robinson y Robert Demachy.
17 Un modo casi laberíntico de aproximación, la sensación de estar cerca y lejos al mismo tiempo. Ambos (Benjamin y Borges) se encontraban seducidos por los laberintos y los utilizaban recurrentemente como metáfora.
18 Se utiliza este término en alusión al escrito de Walter Benjamin: “La obra de arte en la era de la reproducción técnica” en donde se efectúa un análisis de las razones de la aparición de la fotografía.
19 Joseph Nicephore Niepce.
20 Jacques Louis Mandé Daguerre.
21 Henry Fox Talbot.
22 Fragmento de Los sueños en Atlas.
23 Esto no es un libro, 2000 Barcelona, Editorial Gedisa, pág. 27.
24 Palimpsestos, la literatura en segundo grado, 1989 Madrid, Editorial Taurus.
25 Mencionado unas líneas más arriba por JLB en el prólogo al libro de fotografías de Gustavo Thorlichen.
26 La primer exposición de este proyecto se realizó en un museo de ciencias naturales.
27 Fragmento de Las ruinas circulares.
28 Fragmento de El inmortal.
29 Roberto Juarroz, Poesía vertical, 1993 Buenos Aires, Emecé
30 Todos los veranos en la localidad de Arles, Francia, se desarrollan desde hace 38 años estos Encuentros Internacionales de Fotografía. La dirección del cada encuentro está a cargo de una personalidad diferente en cada edición.
31 Fragmento de Límites.
32 Fragmento de “Los espejos velados”, El hacedor.
33 Joven de la que JLB se enamoró y a la que le dedicó en 1949 su cuento El Aleph, regalándole además el manuscrito.
35 Aristóteles decía que metaforizar bien es percibir lo semejante (Poética).
36 Fragmento de Otras Inquisiciones, Nueva refutación del tiempo.
37 Fragmento de El milagro secreto.
38 Fragmento de Funes el memorioso.
39 Fragmento de Historia de la eternidad.
40 La cámara lúcida, 1982 Barcelona, Gustavo Gili.
41 Fragmento de El Tango.
42 El concepto al que se alude no sólo aparece en Pequeña historia de la fotografía, sino también en Infancia en Berlín hacia 1900 y en Crónica de Berlín.
43 Mirar, Ed. 2005 Buenos Aires, Ediciones de la Flor.
44 Fragmento de Adrogué.
45 Fragmento de El suicida 
46 Fragmento de Everness
48 Revista Exit, El Espejo, número cero, Año 2000 
49 De algún modo, vuelve hacerse referencia aquí a la caracterización efectuada por John Szarkowski, nombrada unas páginas atrás.
50 Cuento Axolotl en Final del Juego.
51 Fragmentos de Borges y yo en El hacedor donde JLB combina prosa y poesía.
52 Su retrato de Jorge Luis ha sido señalado por Facundo de Zuviría como otro de sus favoritos.


Referencias Bibliográficas 

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—(2000). Ficciones. Buenos Aires: Emecé.
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—(1978). Historia de la eternidad, Madrid: Alianza Editorial.
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Catálogo de la muestra fotográfica itinerante Tributo a Borges que se realizó en el año 1999 organizada por la Revista Cultura/Patricio Lóizaga
Catálogo del Centro Cultural Borges correspondiente a la exposición realizada en julio/agosto de 1996 denominada Norah Borges, casi un siglo de pintura.
De Torre Borges, Miguel. (1987). (recop) Borges. Fotografía y Manuscritos, Buenos Aires: Ediciones Renglón.
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Verón, Eliseo. (2000). Esto no es un libro, Barcelona: Editorial Gedisa.




Cuaderno 27 | Centro de Estudios en Diseño y Comunicación (2008). pp 43-62 ISSN 1668-5229
Alejandra Niedermaier: Fotógrafa, investigadora y docente de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido en la Universidad de Palermo y en la Escuela de Fotografía Motivarte.

Imagen: Borges en dibujo de Mary Reid Kelley, 2015
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