11/5/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 1]





Me abro paso entre la muchedumbre en la calle Florida, entro en la flamante Galería del Este, salgo por el otro lado, cruzo la calle Maipú y, apoyándome contra la fachada de mármol rojo que lleva el número 994, presiono el botón que indica 6°B. Entro en el fresco vestíbulo del edificio y subo seis pisos por la escalera. Toco el timbre y abre la empleada, pero, casi antes de que ella pueda invitarme a pasar, Borges asoma por detrás de una pesada cortina, manteniéndose de lo más erguido. Lleva un traje gris abotonado, una camisa blanca y una corbata apenas torcida, a rayas amarillas. Arrastra un poco los pies mientras se acerca. Ciego desde antes de la sesentena, se mueve de un modo vacilante, incluso en un espacio que conoce tan bien como éste. Tiende su mano derecha y me da la bienvenida con un apretón distraído, deshuesado. Ya no hay más formalidades. Me da la espalda, lo sigo hasta el salón de estar y, una vez allí, se sienta erecto en el diván de cara a la entrada. Tomo asiento en el sillón a su derecha y él pregunta (pero casi siempre sus preguntas resultan retóricas): «Bueno, ¿y si leemos a Kipling esta noche?».

Durante varios años, de 1964 a 1968, tuve la inmensa fortuna de contarme entre los muchos que le leían a Jorge Luis Borges. Trabajaba por las tardes, al salir de la escuela, en una librería anglo-alemana de Buenos Aires, Pygmalion, que Borges frecuentaba como cliente. Pygmalion era un punto de encuentro para todos aquellos interesados en la literatura. La propietaria, Lili Lebach, una alemana que había huido de los horrores del nazismo, ofrecía con orgullo a su concurrencia las últimas publicaciones europeas y norteamericanas. Era una ávida lectora de suplementos literarios, no sólo de los catálogos de las editoriales, y poseía el don de que sus hallazgos concordasen con el gusto de la clientela. Ella se encargó de enseñarme que un librero debe conocer las mercancías que vende, e insistió para que leyese muchos de los nuevos títulos que llegaban al local. No le costó demasiado convencerme.
Borges venía a Pygmalion al caer la tarde, en el camino de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional. Un día, luego de seleccionar tres o cuatro libros, me preguntó si no podría ir a leerle por las noches, siempre que yo no tuviese otra cosa que hacer, dado que su madre, que había cumplido ya los noventa, se cansaba con facilidad. Borges solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo, a otros escritores. Existe un vasto grupo compuesto por todos aquellos que alguna vez le leyeron a Borges: pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros pero que, de forma colectiva, mantienen la memoria de uno de los más cabales lectores del mundo. En aquella época, yo desconocía su existencia; tenía dieciséis años. Acepté y, tres o a lo sumo cuatro veces por semana, visitaba a Borges en el estrecho departamento que compartía con su madre y con Fany, la mucama.
Por supuesto que yo no era, en aquel tiempo, consciente del privilegio. Mi tía, que lo admiraba enormemente, se escandalizaba frente a mi imperturbabilidad y me instaba a tomar apuntes, a llevar un diario de mis encuentros. Para mí, sin embargo, aquellas tardes con Borges no eran (en la arrogancia de mi adolescencia) algo realmente extraordinario, sino algo en nada ajeno al mundo libresco que siempre había sentido como mío. Más bien eran las demás conversaciones las que me parecían extrañas o poco interesantes: charlas con mis maestros sobre química o sobre la geografía del Atlántico Sur, con mis compañeros sobre fútbol, con mis parientes sobre las notas de mis exámenes o mi salud, con los vecinos sobre los otros vecinos. Por el contrario, las conversaciones con Borges eran tal como, a mi juicio, tenían que ser siempre las conversaciones: acerca de libros y acerca del engranaje de los libros, acerca de escritores que yo no había leído hasta entonces, y acerca de ideas que no se me habían ocurrido o que apenas había alcanzado a esbozar de una forma vaga, semiintuitiva, pero que, en la voz de Borges, resplandecían en toda su riqueza y en todo su esplendor, en cierta medida obvio. No tomaba apuntes porque en esos encuentros me sentía colmado.
Desde mis primeras visitas, se me hizo que la casa de Borges existía fuera del tiempo o, mejor dicho, en un tiempo hecho a partir de sus experiencias literarias: un tiempo conformado con los cadenciosos periodos Victorianos y eduardianos de Inglaterra, con la temprana Edad Media del Norte de Europa, con el Buenos Aires de las décadas del veinte y del treinta, con su adorada Ginebra, con la era del expresionismo alemán, con los odiados años de Perón, con los veranos en Madrid y en Mallorca, con los meses transcurridos en la Universidad de Austin, en Tejas, donde recibió por vez primera la admiración generosa de los Estados Unidos. Eran éstos sus puntos de referencia, su historia y su geografía: el presente se entrometía pocas veces. Tratándose de un hombre al que le encantaba viajar pero que no podía ver los lugares que visitaba (las universidades y las fundaciones sólo empezaron a invitarlo con frecuencia a partir de los años sesenta), mostraba un singular desdén por el mundo palpable, salvo como representación de sus lecturas. La arena del Sahara o las aguas del Nilo, la costa de Islandia, las ruinas de Grecia y de Roma, todas ellas tocadas con deleite y sobrecogimiento, confirmaban simplemente el recuerdo de una página de Las mil y una noches, de la Biblia, de la saga Njals, de Homero o Virgilio. Todas esas «confirmaciones» él las atesoraba en su modesto departamento.
Recuerdo el departamento como un ámbito abrigado, tibio y sumamente perfumado; todo esto debido a que la insistente Fany mantenía la calefacción bastante alta y rociaba con eau de cologne el pañuelo de Borges antes de guardarlo, las puntas asomadas, en el bolsillo del pecho de su chaleco. Era, asimismo, un lugar muy oscuro, rasgo que parecía adecuado a su ceguera y que producía una sensación de feliz aislamiento.
La suya era una especie muy particular de ceguera, que había crecido gradualmente a partir de los treinta años hasta instalarse para siempre a mediados de los cincuenta. Era una ceguera que lo aguardaba desde su nacimiento, porque supo siempre que había heredado los ojos endebles de su abuela y de su bisabuelo, ambos ingleses, ambos ciegos al morir. Y también de su padre, que había perdido la vista casi a su misma edad, pero que, a diferencia de él, la había recobrado tras una operación, pocos años antes de su muerte. Borges hablaba a menudo de su ceguera, principalmente con intenciones literarias: metafóricamente, como prueba de la «magnífica ironía» de Dios, que le había dado «los libros y la noche»; históricamente, citando a poetas renombrados como Milton u Homero; supersticiosamente, puesto que él era, después de José Mármol y Paul Groussac, el tercer director de la Biblioteca Nacional afectado por la ceguera; con interés casi científico, lamentando ya no poder distinguir el color negro entre la niebla grisácea que lo rodeaba, y regocijándose con el amarillo, único color que le quedaba a sus ojos, el amarillo de sus adorados tigres y de sus rosas predilectas, gusto este que llevaba a sus amigos a comprarle para cada cumpleaños unas corbatas chillonas y que a él lo llevaba a parafrasear a Oscar Wilde: «Sólo un sordo podría usar una corbata como ésa»; o en un tono elegíaco, afirmando que la ceguera y la vejez son diferentes modos de estar solo. La ceguera lo condenaba a una celda solitaria en la que habría de escribir su obra tardía, construyendo las frases en su mente hasta que estuvieran listas para ser dictadas al primero que tuviese a mano.

«A ver, ¿me puede anotar esto?» Se refiere a las palabras del poema que acaba de componer y que ha aprendido de memoria. Las dicta, una tras otra, salmodiando las cadencias que más le gustan y señalando los signos de puntuación. Recita el nuevo poema, verso a verso, sin encabalgar sobre la línea siguiente, haciendo una pausa al final de cada última palabra. Luego pide que se lo lea una vez más, dos veces, cinco veces más. Se disculpa por las molestias pero casi en seguida vuelve a pedirlo, oyendo cada palabra, sopesándola. Al rato añade un verso, y otro más. El poema o el párrafo (porque en ocasiones acepta el riesgo de escribir de nuevo prosa) cobran en el papel una forma que existe ya en su imaginación, y resulta extraño pensar que la obra recién nacida se haya plasmado por primera vez en una caligrafía que no es la del autor. Concluido el poema (un texto en prosa exige muchos días), Borges toma la hoja, la pliega, la guarda en su billetera o en el interior de un libro. Curiosamente hace lo mismo con el dinero. Toma un billete, lo dobla en forma de tira y lo coloca dentro de un libro de su biblioteca. Más tarde, cuando le hace falta pagar algo, saca un libro y (a menudo, no siempre) halla el tesoro.

[...]





Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 11-21
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Ilustraciones: Sara Facio



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