26/10/15

Jorge Luis Borges: La rosa









A Judith Machado

La rosa,
la inmarcesible rosa que no canto,
la que es peso y fragancia,
la del negro jardín en la alta noche,
la de cualquier jardín y cualquier tarde,
la rosa que resurge de la tenue
ceniza por el arte de la alquimia,
la rosa de los persas y de Ariosto,
la que siempre está sola,
la que siempre es la rosa de las rosas,
la joven flor platónica,
la ardiente y ciega rosa que no canto,
la rosa inalcanzable.



En Fervor de Buenos Aires (1923)
Foto: Jorge Luis Borges por Pepe Fernández
Publicada en el suplemento Borges por Borges
Diario La Nación, Buenos Aires, 11 de agosto de 1999

25/10/15

Jorge Luis Borges: Qué es la Argentina [Prólogo]









En una página que versa sobre un matrero de Entre Ríos, Calandria, y cuyo estilo condesciende a lo criollo, Groussac ha aventurado la sospecha de que la civilización puede ser una etapa transitoria y apenas episódica de la azarosa evolución del género humano y que éste puede recaer en su antigua barbarie. El desierto invadirá las altas ciudades, el perro volverá a ser lobo, el hombre, un salvaje. Los teólogos afirman que la conservación del universo es una continua creación de la mente divina; nuestro común deber es salvar esa otra creación, la cultura, siempre amenazada y siempre salvada. Para ese fin fundamental no hay instrumento comparable a los libros. Ya Carlyle escribió que la verdadera universidad de nuestro tiempo es una biblioteca, ya Víctor Hugo ha dicho que toda biblioteca es un acto de fe. Son muchas las publicaciones metódicas que se proponen difundir la cultura: en Inglaterra, la Home University Library; en Francia, la colección Que sais-je?; aquí, la serie Esquemas, cuyo centésimo volumen, Qué es la Argentina, tengo el honor de prologar.

Años de generosa amistad me han unido a esta casa. Su fundador, Ramón Columba, me ayudó en tiempos arduos para mí, y para tantos otros argentinos; a esa íntima deuda personal, que perdura y perdurará en mi memoria, quiero agregar la de lo mucho que he aprendido en sus libros.

No sé si la instrucción puede salvarnos, pero no sé de nada mejor. Según es obvio, los nada vanidosos manuales de esta benemérita serie integran una enciclopedia incesante de las artes, de las ciencias y de las letras; pueden estimular vocaciones o despertarlas y son capaces de enseñarnos lo más precioso de que el hombre es capaz: la inquietud de lo impersonal, el noble olvido apasionado y casi divino de las urgencias de lo efímero.

Hablamos de esta ciudad de Buenos Aires y realmente pensamos en unas calles, en unas casas, en unos pocos rostros queridos; hablamos de la República Argentina y realmente pensamos en un mapa o, en el más favorable de los casos, en un indefinido proceso histórico, jalonado de mármoles y de próceres. Para evadirnos de ese laberinto de nieblas, este volumen puede ser nuestra guía; los nombres de quienes colaboran en él –Guillermo Ara, Romualdo Brughetti, Mariano N. Castex, Gustavo F. J. Cirigliano, Augusto R. Cortázar, Alfredo Grassi, Ismael Quiles, Francisco Valsecchi y Juan Adolfo Vázquez son una prenda suficiente de su imparcialidad, de su probidad y de su eficacia.

Para resolver un problema, es evidente que no huelga fijar precisamente sus términos. La patria es un problema; el presente siempre lo es, ya que comporta un desafío, ya que el Juicio Final –el día más joven, como lo ha llamado Alemania- está perpetuamente ocurriendo. Creo, sin embargo, que tenemos algún derecho a la esperanza. Del más despoblado y perdido de los territorios del poder español, hicimos la primera de las repúblicas latinoamericanas; derrotamos al invasor inglés, al castellano, al brasileño, al paraguayo, al indio y al gaucho, que luego elevaríamos a mito, y llegamos a ser un honesto país de clase media y de sangre europea. Carecemos o casi carecemos (loados sean los números bienhechores) de la fascinación del color local, propicia al turismo. Estas cosas ya Adolfo Bioy Casares las dijo.

Me falta autoridad para juzgar los diversos capítulos de este libro, cuyas disciplinas ignoro. En lo que se refiere a las letras, básteme recordar que hemos creado, a partir del modesto movimiento Bartolomé Hidalgo, un género singular, el gauchesco, que culminaría luego en las páginas de Ascasubi y de Hernández, y que Buenos Aires fue en su momento, con México, una de las capitales del modernismo, que renovó, y siguió renovando, la prosa y la poesía del idioma. Básteme pronunciar los nombres de Sarmiento, de Lugones y, otra vez, de Groussac. Acaso no es ilícito señalar que en una época de alegatos políticos y de crónicas regionales, nuestro país está produciendo obras de libre y pura imaginación.

La historia es un acontecimiento presente, es el tiempo mortal de nuestra substancia, no un frígido y tedioso museo de aniversarios y de láminas. El porvenir será obra de nuestra fe; repito que este libro puede ayudarla.



Buenos Aires, 2 de octubre de 1969



En: Guillermo Ara y otros, Qué es la Argentina 
Buenos Aires, Ed. Columba, 1970
Foto: Borges con sus alumnos en Harvard (1967-1968)
En: Helft, Nicolás, Borges, Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013 

24/10/15

Jorge Luis Borges: Vindicación de la poesía







A partir del Renacimiento, las defensas de la poesía constituyen un género literario, que obedece a tácitas leyes. El lector espera, no en vano textos que notoriamente aspiran a ser piezas de antología, un estilo dogmático y efusivo, la exhortación patética y no la persuasión razonable. Tan hondas e instintivas son esas leyes que no estoy demasiado seguro de poder eludirlas y tal vez ya estoy observándolas.
Durante el curso de una vida ya larga, he creído notar que la poesía suscita indiferencia, recelo y una secreta hostilidad. Se la venera, se intercala en el diálogo habitual una que otra cita, se articulan los nombres de Virgilio o de Shakespeare, pero muy pocos la frecuentan. La convención cortés de que en un pasado impreciso todos hemos leído a los clásicos nos exime de leerlos. En este momento ¿cuántos de los amigos de mi lector están leyendo la Odisea? Parejamente, los editores aseguran que nadie compra libros de versos, salvo en el caso de ejemplares de lujo o de obras completas, que son formas ostensibles de vanidad.
Mi sencillo propósito es recordar, con un gasto mínimo de retórica, las virtudes del verso y las insospechadas y accesibles felicidades que puede depararnos. Penetrar en una novela, género preferido de nuestra época, que se dice atareada, es como penetrar en un salón lleno de personas desconocidas. Oímos y aprendemos sus nombres y gradualmente vamos distinguiendo sus rostros y las almas que los habitan. Hay novelistas que enriquecen esas inherentes molestias con otras que les son peculiares: el caos cronológico, la ardua ambigüedad de los pronombres y aun de los nombres, la confusión, en una misma página o párrafo, del presente y de la memoria. Prescindiendo de tales novedades, o perversiones, felizmente no inevitables, queda un hecho esencial: el más o menos largo aprendizaje o, si el neologismo es perdonable, aclimatación, que la novela nos exige. Lo mismo cabe decir del relato, si bien las ceremonias de iniciación duran menos tiempo. En ambos casos —en La guerra y la paz, digamos, o en La humillación de los Northmore— nos hallamos ante otros y tardamos un tiempo en averiguar quiénes son, y finalmente, si no somos indignos de la obra, en comprender que somos esos otros, mejor dicho, que no hay una diferencia fundamental entre nosotros y ellos. En cambio, la poesía (como la música) es el inmediato lenguaje del Espíritu. Consideremos, para mayor imparcialidad, un ejemplo que no es de mi preferencia y que está muy lejos de mis hábitos literarios. El sujeto es el cisne:

Boga y boga en el lago sonoro
donde el sueño a los tristes espera,
donde aguarda una góndola de oro
a la novia de Luis de Baviera.

La repetición del verbo inicial no es afortunada, la palabra sueño es impropia, la semejanza de aguardar y esperar puede ser incómoda, la usura de los años ha gastado los lagos y las góndolas, pero la estrofa sigue siendo, en 1968, un símbolo preciso de nuestra soledad y de nuestras tardes. Más allá de la mera inteligencia, más allá de sus meras operaciones, laudatorias u hostiles, la estrofa de Darío nos confiesa y misteriosamente nos place.
He alegado un ejemplo casi al azar; pude haber alegado otros de Shakespeare, de Verlaine o de Whitman, y acaso de cualquier otro autor, porque a todo poeta le ha sido dado, siquiera una vez en la vida, escribir el mejor verso del mundo. Ese insondable privilegio nos insta a proseguir. El Espíritu sopla donde quiere.
Mi fácil argumento es, como se ve, de carácter hedónico. ¿A qué abstenernos de los placeres de la poesía, tan accesibles y tan íntimos? Empecemos por los contemporáneos; pronto mereceremos la exploración de las regiones ultraterrenas de la Comedia y el sonido y la furia de Macbeth.
Eludamos, al principio, el estudio de los clásicos españoles, cuyo lenguaje tiene connotaciones que no son ya las nuestras; eludamos también a los profesionalmente modernos, que no han pasado por la prueba del tiempo y que pueden ser, apenas, actualidad.
De Quincey dividió la literatura en dos categorías: la del conocimiento, cuyo tema es intelectual, ya que aporta noticias y razones; la del poder, cuyo fin es ennoblecer y exaltar la capacidad de las almas. El arquetipo de esta última es la poesía; desoírla es empobrecernos. Que cada cual la busque donde le plazca; en algún sitio está esperándolo.


En diario La Nación, Buenos Aires, 17 de noviembre de 1968
Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé
Foto: Jorge Luis Borges sin atribución de autor ni fecha



23/10/15

Jorge Luis Borges: Joyce y los neologismos






Laforgue, hacia 1883, procrea estos hermosos y precisos monstruos verbales: violuptés a vif éternullité, chanthuant. Groussac, ese mismo año, alude a las japonecedades japoniaiseries?— que abrumaban el museo de los Goncourt. Swinburne, en una exasperada página de 1887, llama Whitmaniacs a los partidarios de Whitman. Hacia 1900, algún porteño (creo que Marcelino del Mazo) denuncia en broma las muchas orquestas de gríngaros. Mariano Brull, ayer o anteayer, combina la palabra jitanjáfora, que tiene sugestiones de Gitanjali, de gitanos y de ánforas. El ingenioso idioma inglés (según Jespersen) ensambla whirl y twist y produce twirl; blush y flash y produce flush. Edward Lear —¿pero a qué proseguir este catálogo de precursores, fatalmente incompleto? (No sé si incluir a Fischart, cuya versión del primer libro de Rabelais —año de 1575— desafortunadamente se llama Naupengeheurliche Geschichtklitterung y también Affentheuerliche Geschichtschrift.)
Es sabido que el rasgo más evidente de Work in Progress (que ahora se titula Finnegans Wake) es la metódica profusión de portmanteau words —para usar el término técnico de otro precursor: Humpty Dumpty*. En esa profusión reside la novedad de James Joyce. Tan poderosa y general es la pasión jurídica (o tan débil la estética) que los mil y un comentadores de Joyce casi no examinan los neologismos inventados por él y se limitan a probar, o a negar, que el idioma requiere palabras nuevas. He aquí unas pocas de las imaginadas por Joyce; no simularé que son las mejores: son las que ha razonado Stuart Gilbert o las que he descifrado al hojear las 628 páginas de la obra.

Yahooth: Yahoo + youth.
Bompyre: Bonfire + pyre.
Merror: Mirror + error.
Pharoph: Pharaon + far off.
Fairyaciodes: Variations + fairy + odes.
Groud: Grand + proud.
Benighth me: Beneath + night.
Blue fonx: Bluefunk + blue fox.
Clapplause: Clap + applause.
Voise: Voice + noise.
Silvamoonlake: Silver + sylva.
Ameisig: Amazing + Ameise (hormiga).
Sybarate: Sybarite + sepárate.
Eitbou: Either + I + thou.
Secular phoenish: Finish + phoenix.
Bannistars: Banners + stars + banisters.
Pursonal: Purse + personal
Dontelleries: Dentelleries + Don't tell.
Jinglish janglage: Jingle jangle + English language.

Esos monstruos, así incomunicados y desarmados, resultan más bien melancólicos. Algunos —los tres últimos, por ejemplo— son meros calembours que no exceden las módicas posibilidades de Hollywood. Otros —clapplause, bompyre— son tautologías. Otro —voise— quiere significar una voz áspera, una voz que casi es un ruido, pero el sonido contradice la intención del autor. Otro —ameising— requiere algún conocimiento del alemán. Secularphoenish, quizá el más memorable de todos, alude a cierto verso final de Samson Agonistes, en que se llama secular bird al fénix de periódicas muertes.
Otro monstruo de Joyce, hecho de locuciones esta vez, no de palabras sueltas: el animal que tiene dos espaldas a medianoche. Shakespeare y la esfinge de Tebas allegaron los materiales...
Laforgue —alguna vez— hizo del juego de palabras un instrumento lírico o elegíaco; en el vertiginoso Finnegans Wake ese procedimiento es constante. He aquí un lugar, donde es terrible y majestuoso el retruécano: 
Countlessness of livestories have netherfalien by this plage, flick as flow-flakes, litters from aloft, like a waast wizzard all of whirlworlds... Pride, O pride, thyprize! Es como una sentencia de Urn Burial, arduamente alcanzada a través de un siglo o de un sueño.
Añado, al corregir las segundas pruebas, algún ejemplo antiguo. Fischart, en su Legend vom Ursprung des abge-führten, gevierten, vierhórnigen und viereckechten Fíütleins —año de 1580— apoda a los jesuitas vierdácbtig (vier Dácber + verdáchtig). Shakespeare —¿distracción, fatiga, error tipográfico?— escribe en la tragedia Troilus and Cressida el monstruoso nombre de Ariachne (Ariadne + Arachne). El muy vierdáchtiger Gracián llama Falsirena a cierta mujer alegórica del Criticón (primera parte, crisi XII).


* Cierto lector de Carroll tradujo la balada de Jabberwocky al latín macarrónico. 
El primer verso reza: Coesper erat: Tunc lubriciles ultravia circum...
En coesper se amalgama vesper y coena; lubricus y graciles, en lubriciles. 


Sur,  noviembre de 1939









En Borges en Sur, 1999
Publicación original en revista Sur 
Año IX, N° 62, septiembre de 1945
Imagen: ilustración de John Vernon Lord 
al Finnegans Wake (The Folio Society, 2014)



22/10/15

Jorge Luis Borges en el sepelio de Macedonio Fernández







Un filósofo, un poeta y un novelista mueren en Macedonio Fernández, y esos términos, aplicados a él, recobran un sentido que no suelen tener en esta república.

Filósofo es, entre nosotros, el hombre versado en la historia de la filosofía, en la cronología de los debates y en las bifurcaciones de las escuelas; poeta es el hombre que ha aprendido las reglas de la métrica (o que las infringe, ostentosamente) y que sabe, también, que puede versificar su melancolía, pero no su envidia o su gula, aunque tales pasiones sean fundamentales en él; novelista es el artesano que nos propone cuatro o cinco personas (cuatro o cinco nombres) y los hace convivir, dormir, despertarse, almorzar y tomar el té hasta llenar el número exigido de páginas. A Macedonio, en cambio, como a los hindúes, las circunstancias y las fechas de la filosofía no le importaron, pero sí la filosofía. Fue filósofo, porque anhelaba saber quiénes somos (si es que alguien somos) y qué o quién es el universo. Fue poeta, porque sintió que la poesía es el procedimiento más fiel para transcribir la realidad. Macedonio, pienso, pudo haber escrito un Quijote cuyo protagonista diera con aventuras reales más portentosas que las que le prometieron sus libros. Fue novelista, porque sintió que cada yo es único, como lo es cada rostro, aunque razones metafísicas lo indujeron a negar el yo. Metafísicas o de índole emocional, porque he sospechado que negó el yo para ocultarlo de la muerte, para que, no existiendo, fuera inaccesible a la muerte.

Toda su vida, Macedonio, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me dicen) en las últimas horas, en que halló su coraje y la esperó con tranquila curiosidad.

Íntimos amigos de Macedonio fueron José Ingenieros, Ignacio del Mazo, Carlos Mendiondo, Julio Molina Vedia, Arturo Múscari y mi padre. Hacia 1921, de vuelta de Suiza y de España, heredé esa amistad. La República Argentina me pareció un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura, pero hablé un par de veces con Macedonio y comprendí que ese hombre gris que, en una mediocre pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera Tales de Mileto o Parménides, podía reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de Europa. Yo pasaba los días leyendo a Mauthner o elaborando áridos y avaros poemas de la secta, de la equivocación, ultraísta. La certidumbre de que el sábado, en una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o qué ilusión es el yo, bastaba, lo recuerdo muy bien, para justificar las semanas. En el decurso de una vida ya larga, no hubo conversación que me impresionara como la de Macedonio Fernández, y he conocido a Alberto Gerchunoff y a Rafael Cansinos Assens. Se habla de la irreverencia de Macedonio. Éste pensaba que la plenitud del ser está aquí, ahora, en cada individuo; venerar lo lejano le parecía desdeñar o ignorar la divinidad inmediata; de ese recelo procedieron sus burlas contra viejas cosas ilustres.

Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble.

Las mejores posibilidades de lo argentino —la lucidez, la modestia, la cortesía, la íntima pasión, la amistad genial— se realizaron en Macedonio Fernández, acaso con mayor plenitud que en otros contemporáneos famosos. Macedonio era criollo, con naturalidad y aun con inocencia, y precisamente por serlo, pudo bromear (como Estanislao del Campo, a quien tanto quería) sobre el gaucho y decir que éste era un entretenimiento para los caballos de las estancias.

Antes de ser escritas, las bromas y las especulaciones de Macedonio fueron orales. Yo he conocido la dicha de verlas surgir, al azar del diálogo, con una espontaneidad que acaso no guardan en la página escrita.

Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color; entiendo que el epíteto genial, por lo que afirma y lo que excluye, es quizá el más preciso que puede hallarse. Macedonio perdurará en su obra y como centro de una cariñosa mitología. Una de las felicidades de mi vida es haber sido amigo de Macedonio, es haberlo visto vivir.


Marzo-abril de 1952
Jorge Luis Borges


En Macedonio Fernández: Obras
Recopilación y revisión de los textos: Miguel Zavalaga Flórez
Foto sin mención de autor ni fecha Vía


21/10/15

Jorge Luis Borges: Laberintos








El concepto de laberinto —el de una casa cuyo descarado propósito es confundir y desesperar a los huéspedes— es harto más extraño que la efectiva edificación o la ley de esos incoherentes palacios. El nombre, sin embargo, proviene de una antigua voz griega que significa los túneles de las minas, lo que parece indicar que hubo laberintos antes que la idea de laberinto. Dédalo, en suma, se habría limitado a la repetición de un efecto ya obtenido por el azar. Por lo demás, basta una dosis tímida de alcohol —o de distracción— para que cualquier edificio provisto de escaleras y corredores resulte un laberinto. Recuérdese la aventura, o percance, de la "escalera infinita" en una de las novelas de Stevenson. El reciente libro de Thomas Ingram (A general history of labyrinths, Londres, 1932) es quizá la primera monografía consagrada a ese tema. Incluye numerosas ilustraciones y abarca unas doscientas cincuenta páginas. Hay dos apéndices en cuerpo menor: uno, de "noticias apócrifas"; otro, que trata de fijar "los inmutables y genuinos principios que el arquitecto-jardinero debe observar en todo laberinto". Esos principios se reducen a uno: la economía. Si el espacio es vasto, el dibujo debe ser simple; si es reducido, los rodeos son menos intolerables. "Con dos millas cuadradas de terreno y doscientas bifurcaciones, curvas y ángulos rectos, el último chapucero es capaz de un buen laberinto... El ideal es el laberinto psicológico: el fundado (digamos) en la creciente divergencia de dos caminos que el explorador, o la víctima, supone paralelos. El laberinto ideal sería un camino recto y despejado de una longitud de cien pasos, donde se produjera el extravío por alguna razón psicológica. No lo conoceremos en esta tierra, pero cuanto más se aproxime nuestro dibujo a ese arquetipo clásico y menos a un mero caos arbitrario de líneas rotas, tanto mejor. Un laberinto debe ser un sofisma, no un galimatías". El autor dedica un capítulo a cada uno de los cuatro famosos laberintos historiados por Plinio —incluso al tercero, al de Lemnos, cuya existencia niega (entendemos que sin mayor razón) y cuyas columnas discute. Del laberinto de Hauara (que constaba de dos palacios superpuestos e iguales, uno exterior y otro subterráneo, de mil quinientas cámaras cada uno y con doce patios) se ocupa, en cambio, con una prolijidad no inferior a la de aquel terrible edificio. Aún quedan rastros de él, excavados en 1888 por Flinders Petrie. Es obra de Amenembe Tercero, de la dinastía duodécima que imperó en Egipto veintitrés siglos antes de la era cristiana. Herodoto de Halicarnaso recorrió las cámaras superiores —lo que podríamos decir el anverso— pero le negaron la entrada a los subterráneos, de propósito sepulcral. "Ahí estaba el descanso de los reyes que edificaron ese tan confuso palacio, y de los cocodrilos sagrados". Así escribe Herodoto, en aquel libro de su Historia que narra también las costumbres del Ave Fénix: "pájaro raro hasta en Egipto". Del celebrado laberinto de Creta, mucho tiene que referir, y que teorizar, Mr. Ingram. Es muy sabido que los griegos lo atribuían a Dédalo, artífice de un hombre de bronce que rechazó a los argonautas y de una vaca de madera de recuerdo infame, o galante. No es menos célebre la historia del Minotauro y de su ración anual de doncellas. Ingram la elogia. "En la última cámara o corazón de un recinto monstruoso ¿qué habitante mejor que un monstruo?", interroga. Habla después de Cnosos, de su numeración decimal, de una máscara de oro encontrada en Grecia, del santuario o palacio de la Doble Hacha y de las tauromaquias sagradas que engendraron la historia del Minotauro y en las que participaban mujeres. Del primer apéndice de la obra copiamos una breve leyenda arábiga, traducida al inglés por Sir Richard Burton. Se titula:

Historia de los dos reyes y los dos laberintos

"Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo lo vino a visitar un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de su simplicidad) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y desesperado los días y las noches. Al final imploró el socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días y le dijo: En Babilonia me quisiste perder en un laberinto con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir ni puertas que forzar ni fatigosas galerías que recorrer ni muros que te veden el paso. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde pereció de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere."*



*Los dos reyes y los dos laberintos, luego incluido en forma autónoma en El Aleph (1949) [Nota de FG]

En Textos Recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en Obra, Revista Mensual Ilustrada
Buenos Aires, Año I, Nro. 3, Febrero de 1936
Foto: Retrato de Borges en Libro Edición Especial
Revista Gente, 50 años de vida argentina, 1974
Digitalización de Mágicas Ruinas, 2003



20/10/15

Jorge Luis Borges: Nostalgia del latín [1]





Señoras, señores:

El tema es, creo, el poeta argentino y la tradición. Aquí tenemos tres palabras. La primera es esencial, y ya que habrá que decir algo, creo que la mejor definición, por no ser muy precisa, por ser una metáfora, por parecerse a la poesía, es la definición platónica de la poesía como esa cosa liviana, alada y sagrada. Vamos a admitir esa definición, pero porque cualquier otra sería menos comprensible, menos sensible sobre todo, de la palabra poesía.

De la poesía podemos decir lo que san Agustín dijo del tiempo: si no me preguntan qué es el tiempo, lo sé; si me preguntan qué es el tiempo, lo ignoro. Creo que todos sabemos qué es la poesía, pero eso no quiere decir que podamos definirla. Por el contrario, se nos ocurre lo que es inmediato, digamos, como el sabor del vino, como el sabor del agua, como el amor, como la luna.

Pasemos ahora a esas dos palabras, argentino y tradición. Lo que puedo anticipar es que ser argentino, como ser chileno, ser inglés, ser alemán, es un acto de fe: si nos sentimos argentinos, somos argentinos. Y ahora vayamos a lo esencial, que es la palabra “tradición”. Se han intentado muchas definiciones de la palabra “tradición”. Hay ante todo una definición étnica, la que supone que la “tradición” depende de una raza, de un linaje, pero yo creo que esta definición es errónea, sobre todo en un país nuevo como el nuestro, cuya historia independiente debe durar, escasamente, un siglo y medio. Por otra parte, sería absurdo suponer que un hijo de inmigrantes no sería argentino.

Veamos mi propio caso, no recurro a ese caso por vanidad, sino porque lo tengo más a mano. Yo tengo una mayoría de sangre española. Es un país sencillo, pero al mismo tiempo pensemos qué es España: está compuesto por los íberos, los fenicios, los celtas, los godos, los romanos, los visigodos, los vándalos en el norte de Andalucía —Vandalucía debiera decirse, no Andalucía—, luego los árabes, sin duda los judíos también. Luego tengo una cuarta parte de sangre inglesa. ¿Qué es sangre inglesa? Seguramente todo inglés puede decir: somos sajones, somos celtas y somos escandinavos; podría agregar también: somos latinos, ya que los romanos estuvieron cinco siglos dominando la isla. Supongo que todos tendremos una parte de sangre judía también; y si tenemos sangre española, tenemos sangre árabe. Por otra parte, mis dos apellidos son portugueses. Borges es un apellido portugués muy común, burgués, hombre de la ciudad, y Acevedo, mi otro apellido, forma parte de una lista de apellidos judeo-portugueses que da Ramos Mejía en su libro Rosas y su tiempo. Es decir que esa definición por la raza no tendría ningún sentido.

No sé qué origen tiene cada uno de ustedes, pero el hecho de que procedan de muy diversas naciones, yo creo que precisamente es una de las virtudes de este país, tantas veces desventurado, el hecho de ser un país de inmigrantes y donde todavía primaba la clase media. Yo he nacido en la ciudad de Buenos Aires, en la Parroquia de San Nicolás, en el centro de Buenos Aires. Recuerdo —tenía cuatro o cinco años— toda la manzana de casas bajas, con patios, con azoteas, con aljibes; que yo recuerde, había una sola casa de altos, la mansión de los Lafinur; todas las demás casas eran bajas y esto en el centro de Buenos Aires. A veces he dicho que de algún modo soy un caso raro, porque no tengo sangre italiana y todo el mundo la tiene aquí. Seguramente soy un forastero aquí y, sin embargo, me considero argentino a pesar de mi falta de sangre italiana. También sé que tengo una gota de sangre guaraní.

Pero pensemos en la tradición. Sería, desde luego, modesto limitarnos a nuestra tradición argentina. Recuerdo que Bernard Shaw dijo: “Dios está haciéndose”; nosotros somos ese hacerse de Dios. De igual modo, la tradición argentina es nuestra tradición; posiblemente exista una tradición argentina en el porvenir, ahora somos demasiado misceláneos, demasiado nuevos, pero esto puede ser también una ventaja. Según la costumbre, cuando se habla de la tradición argentina debemos pensar en el gaucho. Bueno, ¿por qué no? Yo he pensado mucho en el gaucho y creo que el gaucho ha dado tema a los hombres de las ciudades, hombres de Montevideo, de Buenos Aires, que han creado una literatura gauchesca que los gauchos no habían creado; pero al mismo tiempo creo que nuestro único deber no puede ser el de rehacer las obras de Obligado, Ascasubi, Hernández, Güiraldes, Gutiérrez; no tenemos por qué imitarlos.

Entonces, ¿cuál sería nuestra tradición? Ya que estoy seguro de que nuestra tradición existe.

Y ahora voy a citar unas palabras de un filósofo que no es de mi preferencia, de Nietzsche, que dijo: “Debemos ser buenos europeos”. Ahora, ser buenos europeos significa una tradición de todo el Occidente, una tradición occidental. Yo diría que una tradición occidental es ante todo el diálogo de dos naciones, el diálogo de los griegos e Israel. Creo que eso es lo esencial; podemos dejar de pensar en otros países, pero no podemos dejar de pensar a los griegos y a las Escrituras. Yo diría que lo que se llama cultura occidental vendría a ser el diálogo, la discusión, la reconciliación de esas dos culturas, de las cuales una, evidentemente, no es occidental sino oriental.

En cuanto a mí, pienso que soy un poeta —la palabra es ambiciosa—, soy un aprendiz de poeta, soy un escritor argentino, y, ¿cuál es mi tradición? Desde luego, no sólo es la lengua castellana. Además, la lengua castellana es, como el italiano, como el portugués, como el rumano, como el francés, una especie de dialecto del latín, y eso ya me lleva más atrás, a los grandes nombres de Lucrecio, de Séneca, de Horacio, el poeta.

¿Por qué no pensar que esta hermosa herencia es no sólo un lugar, este país que tanto quiero, sino también un idioma? Y ya que el castellano nos envía al latín, la nostalgia del latín no es una ilusión mía, la nostalgia del latín la sintieron, desde luego, Quevedo y Góngora. Cuando Góngora escribe un verso no demasiado hermoso, plumas vestido ya las aguas mora, se diría que está tratando de escribir en latín, ya que plumas vestido es un ablativo (vestido de plumas), luego morar, un verbo intransitivo, lo usa como transitivo. En cuanto a Quevedo, pensar en Quevedo es pensar en su maestro, Séneca; leer el Marco Bruto es recordar las Epístolas de Séneca. Yo diría que todos los idiomas actuales sienten las nostalgias del latín, las nostalgias del latín es uno de los hechos capitales de la literatura española.

La literatura española ha obrado siempre bajo diversas influencias, lo cual está bien; por ejemplo, Garcilaso no se puede leer sin Petrarca. O tenemos esa revolución del modernismo, realizada de este lado del Atlántico en primer término, con Darío, Freyre3 y Lugones, por ejemplo, todos ellos obraron bajo el influjo de Verlaine y de Hugo. Hay un verso muy significativo de Darío que dice:

Con Hugo, fuerte; con Verlaine, ambiguo.

Habría otra influencia, también, la de Edgar Allan Poe, pero curiosamente, Poe —americano como nosotros, y lo que he dicho sobre nuestra tradición se refiere también a Norteamérica— lo sugiere, simplemente porque había pasado por Francia. En mi caso particular, la literatura inglesa ha sido la más importante, pero en general la literatura de Francia ha sido norma para nosotros. Para nosotros y para España después, ya que curiosamente, a fines del siglo pasado y comienzos de éste, América, esa América que se llama Hispanoamérica, o América del Sur, estaba, contrariamente a toda geografía, más cerca de Francia que de España.

Es curioso, los franceses quieren mucho a España, con un amor no correspondido, pues los españoles suelen no querer a Francia.

Pero yo elucubro esto de un modo optimista, y ya que he dicho optimista, por qué no recordar la raíz de esa palabra. Se usan continuamente las palabras optimista y pesimista, pesimista es desde luego el reverso de la primera. La primera, optimista, fue inventada por Voltaire contra Leibniz, ya que Leibniz había dicho “Vivimos en el mejor de los mundos”, entonces Voltaire dijo “Usted es un optimista”. También puede ser pesimista pensar que éste es el mejor de los mundos, ya que, ¡cómo serán los otros!

He estado hace poco en Japón, y me he encontrado por primera vez en un país civilizado, ya que ejerce, con todo éxito, varias culturas, tanto la cultura occidental (y la ejercen mejor que nosotros), como la japonesa y la china. Los japoneses sienten la cultura china de un modo muy especial, ese país que les ha dado el budismo —que llegó a Japón a través de los chinos— y los ideogramas.

Ahora, yo diría que una tradición tiene esa hermosa misión que es la de salvar la cultura. La cultura está siempre en peligro. Estoy seguro de que nuestra cultura será salvada. Me dicen, por ejemplo, que la poesía está en peligro, que el libro está en peligro, por obra de la televisión, de la radio. Pero yo digo que no, que la poesía es eterna, que es una de las necesidades primordiales del hombre, y una prueba de ello la tenemos en el hecho de que hay literaturas que no han llegado nunca a la prosa. Por ejemplo, estudié anglosajón, inglés antiguo, y el anglosajón nos ha dejado lindísimas estrofas, pero nos ha dejado una prosa muy pobre; la prosa viene después de la poesía y es más difícil. Stevenson encontró una razón para ello: dijo que una vez que se ha encontrado una unidad métrica, por ejemplo el verso octosílabo, basta repetirla. Esa unidad métrica puede ser una sentencia con varias palabras aliteradas, que empiezan con el mismo sonido; por ejemplo, en Lugones, tenemos el sonido de la ele que se oye muy bien en este verso:

Iba el silencio andando como un largo lebrel.

Creo que podemos considerarnos de la cultura occidental, dentro de lo posible. Yo heredé dos idiomas, el castellano y el inglés. Luego mi buena suerte me dio el francés, ya que tuve que vivir en Ginebra seis o siete años, y allí me dieron otro idioma que me gustó mucho, el latín. Yo he olvidado ahora el latín, pero en algún poema he dicho —quizá con cierta audacia— que el olvido del latín ya es una posesión, haber olvidado el latín ya es algo. Luego estudié el alemán, y con dos fines: yo quería leer a Schopenhauer en el texto original, y Carlyle, el gran escritor escocés, me enseñó el amor al alemán. Entonces, estudié alemán de este modo: adquirí el Libro de los Cantares, de Heine, y un diccionario alemán-inglés, y me puse a leer. Al principio debí consultar el diccionario a cada momento. Mi conocimiento previo eran simplemente las declinaciones, y con eso me metí en la lectura de Heine, y al cabo de cuatro meses pude leer los versos más hermosos del mundo, que me hicieron llorar de emoción, llorando de emoción por los versos mismos, no sólo por oír la voz de Heine, sino por leerlos en un idioma que yo había ignorado hasta hacía tan poco tiempo.

Pero volvamos a lo esencial. Lo esencial para nosotros es que la tradición no puede consistir en ponchos, aperos o cosas por el estilo. Creo que debemos pensar que somos herederos de la cultura occidental, somos como europeos nacidos a contramano, pero eso nos permite ser europeos y no sentirnos trabados por límites geográficos y políticos.

Y ahora espero de ustedes que contradigan cada una de las cosas que dije, espero sus preguntas y más aún sus reflexiones.



Notas

Texto de la charla que Borges dio en la Escuela Freudiana de la Argentina el 13 de septiembre de 1980, invitado por Luis Gusmán. Luego de la charla hubo un diálogo con el público que no incluimos aquí. (N. del E)

2  En revista Cuadernos de Psicoanálisis, Buenos Aires, Helguero Editores, Año XII, Nº 2, 1982

En Clarín, 16 de septiembre de 1982, bajo el título “Hoy”, se publicó esta nota de Borges: “Hasta el movimiento romántico, que se inició, tal es mi opinión, en Escocia, al promediar el siglo dieciocho y que se difundió después por el mundo, Virgilio era el poeta por excelencia. Para mí, en 1982, es casi el arquetipo. Voltaire pudo escribir que si Homero había hecho a Virgilio, Virgilio es lo que le había salido mejor. En la inconclusa Eneida se conjugan, según se sabe, la Odisea y la Ilíada. Es decir, la vasta respiración de la épica y el breve verso inolvidable. En la cuarta Geórgica leemos: In tenui labor. Más allá del contexto y de su interpretación literal, esas tres palabras bien pueden ser una cifra del delicado Virgilio. Cada tenue línea ha sido labrada. Recuerdo ahora: Adgnosco veteris vestigia fiammae. / Dante, cuyo nostálgico amor soñaría a Virgilio, la traduce famosamente: Conosco i segni dell’antica fiamma. / Virgilio es Roma y todos los occidentales, ahora, somos romanos en el destierro. / Setiembre de 1982”. (N. del E.)

3 Ricardo Ramos Freyre (1868-1933), poeta boliviano (N. de la E.)

Y en:
Fuego del aire. Homenaje a Borges, Compilación de María Victoria Suárez, Buenos Aires, Fundación Internacional Jorge Luis Borges, 2001.


En Textos Recobrados 1956-1986
© 2003 Maria Kodama
© 2003 Ediciones Emecé
Foto sin atribución de autor y fecha: Borges en Buenos Aires 
Ambito Financiero, Ediciones especiales 
bajo la dirección de Roberto Alifano y Alejandro Vaccaro

19/10/15

Jorge Luis Borges: El otro, el mismo [Prólogo]







De los muchos libros de versos que mi resignación, mi descuido y a veces mi pasión fueron borroneando, El otro, el mismo es el que prefiero. Ahí están el Otro poema de los dones, el Poema conjetural, Una Rosa y Milton, y Junín, que si la parcialidad no me engaña, no me deshonran. Ahí están asimismo mis hábitos: Buenos Aires, el culto a los mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, pueda ser compartido.

Este  libro  no  es  otra  cosa  que  una  compilación.   Las piezas fueron escribiéndose para diversos moods y momentos,  no para justificar un volumen.  De ahí las previsibles monotonías,  la repetición de las palabras y  tal  vez líneas enteras.   En su cenáculo de la calle Victoria, el escritor llamémoslo así  Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces,  con variaciones mínimas.  Lamento haberle contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro. Tales eran los deplorables modales de aquella época, que muchos miran con nostalgia. Todos queríamos ser héroes de anécdotas triviales. La observación de Hidalgo era justa; Alexander Selkirk no difiere notoriamente de Odisea, libro vigésimo tercero, El puñal prefigura la milonga que he titulado Un cuchillo en el Norte y quizá el relato El encuentro. Lo extraño, lo que no acabo de entender, es que mis segundas versiones, como ecos apagados e involuntarios, suelen ser inferiores a las primeras. En Lubbock, al borde del desierto, una alta muchacha me preguntó si al escribir El Golem, yo no había intentado una variación de Las ruinas circulares; le respondí que había tenido que atravesar todo el continente para recibir esa revelación, que era verdadera. Ambas composiciones, por lo demás, tienen sus diferencias; el soñador soñado está en una, la relación de la divinidad con el hombre y acaso la del poeta con la obra, en la que después redacté.

Los idiomas del hombre son tradiciones que entrañan algo de fatal. Los experimentos individuales son, de hecho, mínimos, salvo cuando el innovador se resigna a labrar un espécimen de museo, un juego destinado a la discusión de los historiadores de la literatura o al mero escándalo, como el Finnegans Wake o las Soledades. Alguna vez me atrajo la tentación de trasladar al castellano la música del inglés o del alemán; si hubiera ejecutado esa aventura, acaso imposible, yo sería un gran poeta, como aquel Garcilaso que nos dio la música de Italia, o como aquel anónimo sevillano que nos dio la de Roma, o como Darío, que nos dio la de Francia. No pasé de algún borrador urdido con palabras de pocas sílabas, que juiciosamente destruí.

Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.

Menos que las escuelas me ha educado una biblioteca la de mi padre ; pese a las vicisitudes del tiempo y de las geografías, creo no haber leído en vano aquellos queridos volúmenes. En el Poema conjetural se advertirá la influencia de los monólogos dramáticos de Robert Browning; en otros, la de Lugones y, así lo espero, la de Whitman. Al rever estas páginas, me he sentido más cerca del modernismo que de las sectas ulteriores que su corrupción engendró y que ahora lo niegan.

Peter escribió que todas las artes propenden a la condición de la música, acaso porque en ella el fondo es la forma, ya que no podemos referir una melodía como podemos referir las líneas generales de un cuento. La poesía, admitido ese dictamen, sería un arte híbrido: la sujeción de un sistema abstracto de símbolos, el lenguaje, a fines musicales. Los diccionarios tienen la culpa de ese concepto erróneo. Suele olvidarse que son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabía si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito que sucede al relámpago. La poesía quiere volver a esa antigua magia. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad. Ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto.

J. L. B.



En El otro, el mismo (1964)
Foto de Gabriel Alvarado 
Publicada en Revista Gente
10 de septiembre de 1970
Digitalización en Mágicas Ruinas, 2003



18/10/15

Jorge Luis Borges: El «Bhiathatos»





A De Quincey (con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras) debo mi primer noticia del Biathanatos. Este tratado fue compuesto a principios del siglo XVII por el gran poeta John Donne[26], que dejó el manuscrito a Sir Robert Carr, sin otra prohibición que la de darlo «a la prensa o al fuego». Donne murió en 1611; en 1642 estalló la guerra civil; en 1644, el hijo primogénito del poeta dio el viejo manuscrito a la prensa, «para defenderle del fuego». El Biathanatos abarca unas doscientas páginas; De Quincey (Writings, VIII, 336) las compendia así: El suicidio es una de las formas del homicidio; los canonistas distinguen el homicidio voluntario del homicidio justificable; en buena lógica, también cabe aplicar al suicidio esa distinción. De igual manera que no todo homicida es un asesino, no todo suicida es culpable de pecado mortal. En efecto, tal es la tesis aparente del Biathanatos; la declara el subtítulo (The Self-homicide is not so naturally sin that it may never be otherwise) y la ilustra, o la agobia, un docto catálogo de ejemplos fabulosos o auténticos, desde Homero[27], «que había escrito mil cosas que no pudo entender otro alguno y de quien dicen que se ahorcó por no haber entendido la adivinanza de los pescadores», hasta el pelícano, símbolo de amor paternal, y las abejas, que, según consta en el Hexameron de Ambrosio, «se dan muerte cuando han contravenido a las leyes de su rey». Tres páginas ocupan el catálogo y en ellas he notado esta vanidad: la inclusión de ejemplos oscuros («Festo, favorito de Domiciano, que se mató para disimular los estragos de una enfermedad de la piel»), la omisión de otros de virtud persuasiva —Séneca, Temístocles, Catón—, que podrían parecer demasiado fáciles.
Epicteto («Recuerda lo esencial: la puerta está abierta») y Schopenhauer («¿Es el monólogo de Hamlet la meditación de un criminal?») han vindicado con acopio de páginas el suicidio; la previa certidumbre de que esos defensores tienen razón hace que los leamos con negligencia. Ello me aconteció con el Biathanatos hasta que percibí, o creí percibir, un argumento implícito o esotérico bajo el argumento notorio.
No sabemos nunca si Donne redactó el Biathanatos con el deliberado fin de insinuar ese oculto argumento o si una previsión de ese argumento, siquiera momentánea o crepúscular, lo llamó a la tarea. Más verosímil me parece lo último; la hipótesis de un libro que para decir A dice B, a la manera de un criptograma, es artificial, no así la de un trabajo impulsado por una intuición imperfecta. Hugh Fausset ha sugerido que Donne pensaba coronar con el suicidio su vindicación del suicidio; que Donne haya jugado con esa idea es posible o probable; que ella baste a explicar el Biathanatos es, naturalmente, ridículo.
Donne, en la tercera parte del Biathanatos, considera las muertes voluntarias que las Escrituras refieren; a ninguna dedica tantas páginas como a la de Sansón. Empieza por establecer que ese «hombre ejemplar» es emblema de Cristo y que parece haber servido a los griegos como arquetipo de Hércules. Francisco de Vitoria y el jesuita Gregorio de Valencia no quisieron incluirlo entre los suicidas; Donne, para refutarlos copia las últimas palabras que dijo, antes de cumplir su venganza: Muera yo con los filisteos (Jueces 16: 30). Asimismo rechaza la conjetura de San Agustín, que afirma que Sansón, rompiendo los pilares del templo, no fue culpable de las muertes ajenas ni de la propia, sino que obedeció a una inspiración del Espíritu Santo, «como la espada que dirige sus filos por disposición del que la usa» (La Ciudad de Dios, I, 20). Donne, tras de probar que esa conjetura es gratuita, cierra el capítulo con una sentencia de Benito Pereiro, que dice que Sansón, no menos en su muerte que en otros actos, fue símbolo de Cristo.
Invirtiendo la tesis agustiniana, los quietistas creyeron que Sansón «por violencia del demonio se mató juntamente con los filisteos» (Heterodoxos españoles, V, I, 8); Milton (Samson Agonistes, in fine) lo vindicó de la atribución de suicidio; Donne, lo sospecho, no vio en ese problema casuístico sino una suerte de metáfora o simulacro. No le importaba el caso de Sansón —¿y por qué había de importarle?— o solamente le importaba, diremos, como «emblema de Cristo». En el Antiguo Testamento no hay héroe que no haya sido promovido a esa autoridad; para San Pablo, Adán es figura del que había de venir; para San Agustín, Abel representa la muerte del Salvador, y su hermano Seth, la resurrección; para Quevedo, «prodigioso diseño fue Job de Cristo». Donne incurrió en esa analogía trivial para que su lector comprendiera: Lo anterior, dicho de Sansón, bien puede ser falso; no lo es, dicho de Cristo.
El capítulo que directamente habla de Cristo no es efusivo. Se limita a invocar dos lugares de la Escritura: la frase «doy mi vida por las ovejas» (Juan, 10:15) y la curiosa locución «dio el espíritu», que usan los cuatro evangelistas para decir «murió». De esos lugares, que confirma el versículo «Nadie me quita la vida, yo la doy» (Juan, 10: 18), infiere que el suplicio de la cruz no mató a Jesucristo y que éste, en verdad, se dio muerte con una prodigiosa y voluntaria emisión de su alma. Donne escribió esa conjetura en 1608; en 1631 la incluyó en un sermón que predicó, casi agonizante, en la capilla del palacio de Whitehall.
El declarado fin del Biathanatos es paliar el suicidio; el fundamental, indicar que Cristo se suicidó[28]. Que, para manifestar esta tesis, Donne se viera reducido a un versículo de San Juan y a la repetición del verbo expirar es cosa inverosímil y aun increíble; sin duda prefirió no insistir sobre un tema blasfematorio. Para el cristiano, la vida y la muerte de Cristo son el acontecimiento central de la historia del mundo; los siglos anteriores lo prepararon, los subsiguientes lo reflejan. Antes que Adán fuera formado del polvo de la tierra, antes que el firmamento separara las aguas de las aguas, el Padre ya sabía que el Hijo había de morir en la cruz y, para teatro de esa muerte futura, creó la tierra y los cielos. Cristo murió de muerte voluntaria, sugiere Donne, y ello quiere decir que los elementos y el orbe y las generaciones de los hombres y Egipto y Roma y Babilonia y Judá fueron sacados de la nada para destruirlo, quizá el hierro fue creado para los clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida. Esa idea barroca se entrevé detrás del Biathanatos. La de un dios que fabrica el universo para fabricar su patíbulo.
Al releer esta nota, pienso en aquel trágico Philipp Batz, que se llama en la historia de la filosofía Philipp Mainländer. Fue, como yo, lector apasionado de Schopenhauer. Bajo su influjo (y quizá bajo el de los gnósticos) imaginó que somos fragmentos de un Dios, que en el principio de los tiempos se destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos. Mainländer nació en 1841; en 1876 publicó su libro,  Filosofía de la redención. Ese mismo año se dio muerte.







Notas

[26] Que de veras fue un gran poeta pueden demostrarlo estos versos: 
Licence my roving hands and let them go 
Before, behind, between, above, below.

O my America! my new-found land…

(Elegies, XIX) 

[27] Cf. el epigrama sepulcral de Alceo de Mesena (Antología Griega, VII, 1). 

[28] Cf. De Quincey: Writings, VIII, 398; Kant: Religion innehalb der Grenzen der Vernunft, II, 2

Título original: Otras inquisiciones 
Jorge Luis Borges, 1952 
Tambien OC II págs. 293-295 
Buenos Aires, Círculo de Lectores 1992 
Foto: Tapa y contratapa edición OC 1941-1960 (1992)


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