A De Quincey (con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras) debo mi primer noticia del Biathanatos. Este tratado fue compuesto a principios del siglo XVII por el gran poeta John Donne[26], que dejó el manuscrito a Sir Robert Carr, sin otra prohibición que la de darlo «a la prensa o al fuego». Donne murió en 1611; en 1642 estalló la guerra civil; en 1644, el hijo primogénito del poeta dio el viejo manuscrito a la prensa, «para defenderle del fuego». El Biathanatos abarca unas doscientas páginas; De Quincey (Writings, VIII, 336) las compendia así: El suicidio es una de las formas del homicidio; los canonistas distinguen el homicidio voluntario del homicidio justificable; en buena lógica, también cabe aplicar al suicidio esa distinción. De igual manera que no todo homicida es un asesino, no todo suicida es culpable de pecado mortal. En efecto, tal es la tesis aparente del Biathanatos; la declara el subtítulo (The Self-homicide is not so naturally sin that it may never be otherwise) y la ilustra, o la agobia, un docto catálogo de ejemplos fabulosos o auténticos, desde Homero[27], «que había escrito mil cosas que no pudo entender otro alguno y de quien dicen que se ahorcó por no haber entendido la adivinanza de los pescadores», hasta el pelícano, símbolo de amor paternal, y las abejas, que, según consta en el Hexameron de Ambrosio, «se dan muerte cuando han contravenido a las leyes de su rey». Tres páginas ocupan el catálogo y en ellas he notado esta vanidad: la inclusión de ejemplos oscuros («Festo, favorito de Domiciano, que se mató para disimular los estragos de una enfermedad de la piel»), la omisión de otros de virtud persuasiva —Séneca, Temístocles, Catón—, que podrían parecer demasiado fáciles.
Epicteto («Recuerda lo esencial: la puerta está abierta») y Schopenhauer («¿Es el monólogo de Hamlet la meditación de un criminal?») han vindicado con acopio de páginas el suicidio; la previa certidumbre de que esos defensores tienen razón hace que los leamos con negligencia. Ello me aconteció con el Biathanatos hasta que percibí, o creí percibir, un argumento implícito o esotérico bajo el argumento notorio.
No sabemos nunca si Donne redactó el Biathanatos con el deliberado fin de insinuar ese oculto argumento o si una previsión de ese argumento, siquiera momentánea o crepúscular, lo llamó a la tarea. Más verosímil me parece lo último; la hipótesis de un libro que para decir A dice B, a la manera de un criptograma, es artificial, no así la de un trabajo impulsado por una intuición imperfecta. Hugh Fausset ha sugerido que Donne pensaba coronar con el suicidio su vindicación del suicidio; que Donne haya jugado con esa idea es posible o probable; que ella baste a explicar el Biathanatos es, naturalmente, ridículo.
Donne, en la tercera parte del Biathanatos, considera las muertes voluntarias que las Escrituras refieren; a ninguna dedica tantas páginas como a la de Sansón. Empieza por establecer que ese «hombre ejemplar» es emblema de Cristo y que parece haber servido a los griegos como arquetipo de Hércules. Francisco de Vitoria y el jesuita Gregorio de Valencia no quisieron incluirlo entre los suicidas; Donne, para refutarlos copia las últimas palabras que dijo, antes de cumplir su venganza: Muera yo con los filisteos (Jueces 16: 30). Asimismo rechaza la conjetura de San Agustín, que afirma que Sansón, rompiendo los pilares del templo, no fue culpable de las muertes ajenas ni de la propia, sino que obedeció a una inspiración del Espíritu Santo, «como la espada que dirige sus filos por disposición del que la usa» (La Ciudad de Dios, I, 20). Donne, tras de probar que esa conjetura es gratuita, cierra el capítulo con una sentencia de Benito Pereiro, que dice que Sansón, no menos en su muerte que en otros actos, fue símbolo de Cristo.
Invirtiendo la tesis agustiniana, los quietistas creyeron que Sansón «por violencia del demonio se mató juntamente con los filisteos» (Heterodoxos españoles, V, I, 8); Milton (Samson Agonistes, in fine) lo vindicó de la atribución de suicidio; Donne, lo sospecho, no vio en ese problema casuístico sino una suerte de metáfora o simulacro. No le importaba el caso de Sansón —¿y por qué había de importarle?— o solamente le importaba, diremos, como «emblema de Cristo». En el Antiguo Testamento no hay héroe que no haya sido promovido a esa autoridad; para San Pablo, Adán es figura del que había de venir; para San Agustín, Abel representa la muerte del Salvador, y su hermano Seth, la resurrección; para Quevedo, «prodigioso diseño fue Job de Cristo». Donne incurrió en esa analogía trivial para que su lector comprendiera: Lo anterior, dicho de Sansón, bien puede ser falso; no lo es, dicho de Cristo.
El capítulo que directamente habla de Cristo no es efusivo. Se limita a invocar dos lugares de la Escritura: la frase «doy mi vida por las ovejas» (Juan, 10:15) y la curiosa locución «dio el espíritu», que usan los cuatro evangelistas para decir «murió». De esos lugares, que confirma el versículo «Nadie me quita la vida, yo la doy» (Juan, 10: 18), infiere que el suplicio de la cruz no mató a Jesucristo y que éste, en verdad, se dio muerte con una prodigiosa y voluntaria emisión de su alma. Donne escribió esa conjetura en 1608; en 1631 la incluyó en un sermón que predicó, casi agonizante, en la capilla del palacio de Whitehall.
El declarado fin del Biathanatos es paliar el suicidio; el fundamental, indicar que Cristo se suicidó[28]. Que, para manifestar esta tesis, Donne se viera reducido a un versículo de San Juan y a la repetición del verbo expirar es cosa inverosímil y aun increíble; sin duda prefirió no insistir sobre un tema blasfematorio. Para el cristiano, la vida y la muerte de Cristo son el acontecimiento central de la historia del mundo; los siglos anteriores lo prepararon, los subsiguientes lo reflejan. Antes que Adán fuera formado del polvo de la tierra, antes que el firmamento separara las aguas de las aguas, el Padre ya sabía que el Hijo había de morir en la cruz y, para teatro de esa muerte futura, creó la tierra y los cielos. Cristo murió de muerte voluntaria, sugiere Donne, y ello quiere decir que los elementos y el orbe y las generaciones de los hombres y Egipto y Roma y Babilonia y Judá fueron sacados de la nada para destruirlo, quizá el hierro fue creado para los clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida. Esa idea barroca se entrevé detrás del Biathanatos. La de un dios que fabrica el universo para fabricar su patíbulo.
Al releer esta nota, pienso en aquel trágico Philipp Batz, que se llama en la historia de la filosofía Philipp Mainländer. Fue, como yo, lector apasionado de Schopenhauer. Bajo su influjo (y quizá bajo el de los gnósticos) imaginó que somos fragmentos de un Dios, que en el principio de los tiempos se destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos. Mainländer nació en 1841; en 1876 publicó su libro, Filosofía de la redención. Ese mismo año se dio muerte.
Notas
[26] Que de veras fue un gran poeta pueden demostrarlo estos versos:
Licence my roving hands and let them go
Before, behind, between, above, below.
O my America! my new-found land…
(Elegies, XIX)
[27] Cf. el epigrama sepulcral de Alceo de Mesena (Antología Griega, VII, 1).
[28] Cf. De Quincey: Writings, VIII, 398; Kant: Religion innehalb der Grenzen der Vernunft, II, 2
Jorge Luis Borges, 1952
Tambien OC II págs. 293-295
Buenos Aires, Círculo de Lectores 1992
Foto: Tapa y contratapa edición OC 1941-1960 (1992)