Un filósofo, un poeta y un novelista mueren en Macedonio Fernández, y esos
términos, aplicados a él, recobran un sentido que no suelen tener en esta república.
Filósofo es, entre nosotros, el hombre versado en la historia de la filosofía, en la
cronología de los debates y en las bifurcaciones de las escuelas; poeta es el hombre que
ha aprendido las reglas de la métrica (o que las infringe, ostentosamente) y que sabe,
también, que puede versificar su melancolía, pero no su envidia o su gula, aunque tales
pasiones sean fundamentales en él; novelista es el artesano que nos propone cuatro o
cinco personas (cuatro o cinco nombres) y los hace convivir, dormir, despertarse,
almorzar y tomar el té hasta llenar el número exigido de páginas. A Macedonio, en
cambio, como a los hindúes, las circunstancias y las fechas de la filosofía no le
importaron, pero sí la filosofía. Fue filósofo, porque anhelaba saber quiénes somos (si
es que alguien somos) y qué o quién es el universo. Fue poeta, porque sintió que la
poesía es el procedimiento más fiel para transcribir la realidad. Macedonio, pienso,
pudo haber escrito un Quijote cuyo protagonista diera con aventuras reales más
portentosas que las que le prometieron sus libros. Fue novelista, porque sintió que cada
yo es único, como lo es cada rostro, aunque razones metafísicas lo indujeron a negar el
yo. Metafísicas o de índole emocional, porque he sospechado que negó el yo para
ocultarlo de la muerte, para que, no existiendo, fuera inaccesible a la muerte.
Toda su vida, Macedonio, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me
dicen) en las últimas horas, en que halló su coraje y la esperó con tranquila curiosidad.
Íntimos amigos de Macedonio fueron José Ingenieros, Ignacio del Mazo, Carlos
Mendiondo, Julio Molina Vedia, Arturo Múscari y mi padre. Hacia 1921, de vuelta de
Suiza y de España, heredé esa amistad. La República Argentina me pareció un territorio
insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura, pero hablé un
par de veces con Macedonio y comprendí que ese hombre gris que, en una mediocre
pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera
Tales de Mileto o Parménides, podía reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de
Europa. Yo pasaba los días leyendo a Mauthner o elaborando áridos y avaros poemas de
la secta, de la equivocación, ultraísta. La certidumbre de que el sábado, en una confitería
del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o qué ilusión es el yo, bastaba, lo
recuerdo muy bien, para justificar las semanas. En el decurso de una vida ya larga, no
hubo conversación que me impresionara como la de Macedonio Fernández, y he
conocido a Alberto Gerchunoff y a Rafael Cansinos Assens. Se habla de la irreverencia
de Macedonio. Éste pensaba que la plenitud del ser está aquí, ahora, en cada individuo;
venerar lo lejano le parecía desdeñar o ignorar la divinidad inmediata; de ese recelo
procedieron sus burlas contra viejas cosas ilustres.
Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya
doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo
de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción,
hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la
literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran
borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera
sido una negligencia increíble.
Las mejores posibilidades de lo argentino —la lucidez, la modestia, la cortesía, la
íntima pasión, la amistad genial— se realizaron en Macedonio Fernández, acaso con
mayor plenitud que en otros contemporáneos famosos. Macedonio era criollo, con
naturalidad y aun con inocencia, y precisamente por serlo, pudo bromear (como
Estanislao del Campo, a quien tanto quería) sobre el gaucho y decir que éste era un
entretenimiento para los caballos de las estancias.
Antes de ser escritas, las bromas y las especulaciones de Macedonio fueron orales. Yo
he conocido la dicha de verlas surgir, al azar del diálogo, con una espontaneidad que
acaso no guardan en la página escrita.
Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo
en términos de otro color; entiendo que el epíteto genial, por lo que afirma y lo que
excluye, es quizá el más preciso que puede hallarse. Macedonio perdurará en su obra y
como centro de una cariñosa mitología. Una de las felicidades de mi vida es haber sido
amigo de Macedonio, es haberlo visto vivir.
Marzo-abril de 1952
Jorge Luis Borges
En Macedonio Fernández: Obras
Recopilación y revisión de los textos: Miguel Zavalaga Flórez
Foto sin mención de autor ni fecha Vía