25/8/18

Jorge Luis Borges: The Mandaeans of Iraq and Irán, de E. S. Drower






[Reseña, 1938]

Omisión hecha del budismo (que es menos una fe o una teología que un procedimiento de redención), todas las religiones tratan vanamente de conciliar la notoria y a veces intolerable imperfección del mundo y la tesis o hipótesis de un dios todopoderoso y benévolo. Por lo demás, esa conciliación es tan frágil que el escrupuloso cardenal Newman (Ensayo de una gramática del asentimiento, parte segunda, capítulo séptimo) declara que preguntas como ésta: "Si es todopoderoso el Señor, ¿cómo tolera que haya sufrimiento en la tierra?" son callejones sin salida que no nos deben distraer del camino real ni entorpecer el curso directo de la investigación religiosa.

En los principios de la era cristiana, los gnósticos miraron de frente el problema. Intercalaron entre el mundo imperfecto y el Dios perfecto una casi infinita jerarquía de divinidades graduales. Busco un ejemplo: la vertiginosa cosmogonía que Ireneo atribuye a Basílides. En el principio de esa cosmogonía hay un dios inmóvil. De su reposo emanan siete divinidades subalternas que dotan y presiden un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procede una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, que fundan otro cielo más bajo, que es el duplicado simétrico del inicial. El segundo círculo se desdobla a su vez, y el tercero también, y el cuarto también (siempre con disminución de divinidad) y de ese modo hasta 365. El cielo del fondo es el nuestro. Es obra de demiurgos degenerados en cuyos pechos la fracción de divinidad tiende a cero... En esa fe vivieron hace diecinueve siglos los gnósticos: en una fe de tipo análogo viven ahora los sabianos de Persia y del Irak.

Abathur, dios inmóvil de los sabianos, se mira en un abismo de agua barrosa; al cabo de cierto número de eternidades, su reflejo impuro se anima y crea nuestro cielo y nuestra tierra con el socorro de los siete ángeles planetarios. De ahí las imperfecciones del mundo, obra de un mero simulacro de Dios.

Cinco mil sabianos hay en el Iraq y unos dos mil en Persia. Este libro es sin duda el más minucioso de cuantos se han escrito sobre ellos. La autora, Mrs. Drower, ha convivido con los sabianos desde 1926. Ha presenciado casi todas sus ceremonias: proeza más bien ardua si recordamos que las de mayor pompa suelen durar dieciocho horas seguidas. Ha compulsado y traducido también muchos textos canónicos.




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Images: 
Front row, left to right: Stefana Drower, Morag Tainsh 
and Colonel J. Ramsey Tainsh, Director of The Railway
Irak c. 1920s (Ms. Or. Drower)
Bodeian Libraries, University of Oxford Source

And cover (Publisher: Gorgias Press LLC)



24/8/18

Jorge Luis Borges: Obras Completas [Epílogo]








A riesgo de cometer un anacronismo, delito no previsto por el código penal, pero condenado por el cálculo de probabilidades y por el uso, transcribiremos una nota de la Enciclopedia Sudamericana, que se publicará en Santiago de Chile, el año 2074. Hemos omitido algún párrafo que puede resultar ofensivo y hemos anticuado la ortografía, que no se ajusta siempre a las exigencias del moderno lector. Reza así el texto:

"BORGES, JOSÉ FRANCISCO ISIDORO LUIS: autor autodidacta, nació en la ciudad de Buenos Aires, a la sazón capital de la Argentina, en 1899. La fecha de su muerte se ignora, ya que los periódicos, género literario de la época, desaparecieron durante los magnos conflictos que los historiadores locales ahora compendian. Su padre era profesor de psicología. Fue hermano de Norah Borges (q.v.). Sus preferencias fueron la literatura, la filosofía y la ética. Prueba de lo primero es lo que nos ha llegado de su labor, que sin embargo deja entrever ciertas incurables limitaciones. Por ejemplo, no acabó nunca de gustar de las letras hispánicas, pese al hábito de Quevedo. Fue partidario de la tesis de su amigo Luis Rosales, que argüía que el autor de los inexplicables Trabajos de Persiles y Segismunda no pudo haber escrito el Quijote. Esta novela, por lo demás, fue una de las pocas que merecieron la indulgencia de Borges; otras fueron las de Voltaire, las de Stevenson, las de Conrad y las de Eça de Queiroz. Se complacía en los cuentos, rasgo que nos recuerda el fallo de Poe, There is no such thing as a long poem que confirman los usos de la poesía de ciertas naciones orientales. En lo que se refiere a la metafísica, bástenos recordar cierta Clave de Baruch Spinoza, 1975. Dictó cátedras en las universidades de Buenos Aires, de Texas y de Harvard, sin otro título oficial que un vago bachillerato ginebrino que la crítica sigue pesquisando.

Fue doctor honoris causa de Cuyo y de Oxford. Una tradición repite que en los exámenes no formuló jamás una pregunta y que invitaba a los alumnos a elegir y considerar un aspecto cualquiera del tema. No exigía fechas, alegando que él mismo las ignoraba. Abominaba de la bibliografía, que aleja de las fuentes al estudiante.

Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguada por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían idénticas. Hacia 1960 se afilió al Partido Conservador, porque (decía) ‘es indudablemente el único que no puede suscitar fanatismos’.

El renombre de que Borges gozó durante su vida, documentado por un cúmulo de monografías y de polémicas no deja de asombrarnos ahora. Nos consta que el primer asombrado fue él y que siempre temió que lo declararan un impostor o un chapucero o una singular mezcla de ambos. Indagaremos las razones de ese renombre, que hoy nos resulta misterioso.

No hay que olvidar, en primer término, que los años de Borges correspondieron a una declinación del país. Era de estirpe militar y sintió la nostalgia del destino épico de sus mayores. Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa. Así, el más leído de sus cuentos fue El hombre de la esquina rosada, cuyo narrador es un asesino. Compuso letras de milonga, que conmemoran a homicidas congéneres. Sus estrofas de corte popular, que son un eco de Ascasubi, exhuman la memoria de cuchilleros muy razonablemente olvidados. 

Redactó una piadosa biografía de cierto poeta menor, cuya única proeza fue descubrir las posibilidades retóricas del conventillo. Los saineteros ya habían armado un mundo que era esencialmente de Borges, pero la gente culta no podía gozar de sus espectáculos con la conciencia tranquila. Es imperdonable que aplaudieran a quien les autorizaba ese gusto. Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar la mitología de un Buenos Aires, que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas.

Pasemos al anverso. Pese a Las fuerzas extrañas (1906) de Lugones, la prosa narrativa argentina no rebasaba, por lo común, el alegato, la sátira y la crónica de costumbres; Borges, bajo la tutela de sus lecturas septentrionales, la elevó a lo fantástico. Groussac y Reyes le enseñaron a simplificar el vocabulario, entorpecido entonces de curiosas fealdades: acomplejado, agresividad, alienación, búsqueda, concientizar, conducción, coyuntural, generosidad, grupal, negociado, promocionarse, recepcionar, sentirse motivado, sentirse realizado, situacionismo, verticalidad, vivenciar… Las academias, que hubieran podido desaconsejar el empleo de tales adefesios, no se animaron. Quienes condescendían a esa jerga exhalaban públicamente el estilo de Borges.

¿Sintió Borges alguna vez la discordia íntima de su suerte? Sospechamos que sí. Descreyó del libre albedrío y le complacía repetir esta sentencia de Carlyle: 'La historia universal es un texto que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben'.

Puede consultarse su Obra Completa, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, que sigue con suficiente rigor el orden cronológico".


En: Obras Completas, Emecé Editores
Buenos Aires, 1974

23/8/18

Jorge Luis Borges: Tranvías (1921)








Con el fusil al hombro      los tranvías
patrullan las avenidas
Prora del imperial bajo el velamen
de cielos de balcones y fachadas

               verticales cual gritos

Carteles clamatorios ejecutan
su prestigioso salto mortal desde arriba
Dos estelas estiran el asfalto
y el trolley violinista

va pulsando el pentagrama en la noche
y los flancos desgranan
paletas momentáneas y sonoras.





En Ultra, Madrid, Año I, N° 6, 30 marzo de 1921

Luego, en Textos recobrados 1919-1929
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imágenes: 

  • Manuscrito de Tranvías dictado a Norah Borges para Proa: "Borges cien años", julio/agosto 1999
  • Cover y página con el poema en  Proa, Madrid, Año I, N° 6, 30 marzo de 1921


21/8/18

Yonah Kranz: Donde se osará interpretar y amplificar a Borges






Parafraseando (plagiando) a Jorge Luis Borges, “empezaré con unas consideraciones que corren el albur de parecer digresivas, pero que, sin embargo, nos llevarán al tema esencial” – sus apreciaciones acerca de cómo se reconocen en la obra de Shmuel Yosef Agnón, Premio Nobel de Literatura 1966, los elementos constituyentes del concepto de nación (la nación judía, en este caso particular), y de cómo Israel es, a su juicio, el paradigma de ese concepto.

Pero antes de entrar en materia me es preciso apartar del camino una roca bastante grande con la que uno tropieza ya en los prolegómenos de la conferencia que sobre Agnón dio Borges en el Instituto Cultural Argentino Israelí de Buenos Aires, en 1967.

Se trata de un error descomunal que aparece en la transcripción de la grabación de la conferencia, y que quiero atribuir principalmente a quien realizó esa transcripción. En sus palabras iniciales acerca de la obra de Agnón, Borges confía a la audiencia: “poco he alcanzado de esa obra, ya que mi ignorancia del hebreo ignorancia que deploro, pero es un poco tarde para corregirla me ha obligado a juzgarlo a través de una versión inglesa de aquel libro suyo que recuerdo 'Los fastos de Ovidio', ese libro sobre el año litúrgico de los judíos…” (el énfasis es mío). Pues bien, lo cierto es que el libro de marras se llama Los fastos, no lo escribió Agnón (1888-1970 EC) sino el poeta romano clásico Publio Ovidio Nasón (43 AEC a 17 o 18 EC) y no trata en absoluto del año litúrgico de los judíos sino del de los romanos… Es perfectamente comprensible que quien realizó la transcripción haya creído oír que Borges decía “Los fastos de Ovidio”, cuando en realidad él estaba diciendo “ Los fastos ”, de Ovidio. Menos (nada…) comprensible para mí es la mención misma del libro de Ovidio en el contexto de que se trata, y todo lo demás que Borges supuestamente dijera al respecto.

Dejémoslo aquí y vayamos al grano.

Es trivial decir que Borges era oceánico, como lo es hablar de lo inmenso de la envergadura de alas de su erudición y su pensamiento. Si ahora cambiáramos el nombre y en lugar de Borges dijéramos Agnón, el aserto sería igualmente válido y correcto. En la obra de ambos están presentes ubicuas reminiscencias de otros textos, niveles múltiples de percepción de lo real y cotidiano que comunican con lo fantástico y esotérico. Puede decirse, en cierto modo, que salvando las brechas del lenguaje y las referencias culturales, ambos hablan esencialmente el mismo idioma conceptual. 

No sorprende, entonces, que habiendo leído sólo una recopilación de relatos de Agnón –y eso en traducción al francés–, Borges haya sabido captar tan cabalmente la esencia de la obra, percibiendo allí los múltiples y a veces tenues hilos que unen a los integrantes de una comunidad y la convierten en nación. 

En efecto, dice Borges en su disertación: 

¿Y entonces cómo podríamos definir “una nación”? Creo que no hay un ejemplo más claro de “nación” que el de Israel, cuyos orígenes casi se confunden con los del mundo y que llega, a través de la desdicha, del exilio, de la diáspora, a nuestros días.
¿Qué es, entonces esa nación? Es la memoria de las sucesivas generaciones. Esa memoria puede estudiarse de dos modos; como lo estudian los historiadores, reducidos a una árida serie de fechas y de nombres geográficos, o como una suerte de museo de curiosidades, como una colección.
Pero hay otra tradición, que no se limita a las fechas del historiador, ni a las curiosidades del folklore. Es algo más profundo, que no se repite, sino que florece de un modo vivo y eso es, precisamente, lo que encontramos en la obra de Agnón.
Me parece relevante considerar aquí el aporte teórico de dos investigadores que dedicaron gran parte de sus trabajos al tema de la nación y el nacionalismo. Uno es el historiador y teorizador de las ciencias sociales Benedict Anderson, inglés, quien en su magnum opusComunidades imaginadas” (1993) postula que las naciones y el nacionalismo son productos de la modernidad y han sido creados como medios para fines políticos y económicos. Según Anderson tendemos a hipostasiar o reificar la existencia del nacionalismo (prueba de ello sería que muchos tienden a escribir dicho término con mayúscula) al considerarlo como una ideología. Sería mejor, sugiere, entenderlo como una relación social o antropológica, al nivel de las relaciones familiares o religiosas, y no como una ideología, ya que no tiene la consistencia de teorías políticas como, por ejemplo, el “liberalismo” o, incluso, el “fascismo”. Anderson propondrá un enfoque de corte antropológico que tome como punto de partida la siguiente definición: una nación es una comunidad política (a) que se imagina (b) como inherentemente limitada (c) y como soberana (d). La nación es una comunidad política imaginada porque aunque los miembros de las naciones no se conocen entre ellos, aun así tienen en sus mentes una cierta imagen de su comunión. Cuando el filósofo y antropólogo social Ernest Gellner afirma que el nacionalismo “inventa naciones donde no existen” está suponiendo la existencia de “comunidades verdaderas”, como la clase social, por ejemplo, frente a “comunidades falsas”, como la nación, cuando lo cierto, dirá Anderson, es que todas las comunidades lo suficientemente grandes como para que no sea posible el contacto cara a cara –e incluso éstas– son imaginadas. De modo que no debemos distinguir las comunidades en función de su verdad o falsedad sino por el modo en cómo se las imagina. Las comunidades imaginadas pueden ser vistas como una forma de construccionismo social
 

Distinta es la opinión de otro inglés, el sociólogo Anthony D. Smith, quien en numerosos trabajos (como sus libros The Ethnic Origin of Nations, 1986, y National and Other Communities, 1998), afirma que incluso cuando las naciones son el producto de la modernidad, es posible encontrar elementos étnicos que sobreviven en las naciones modernas, comunidades étnicas a los que él denomina etnias. Las etnias difieren de las naciones, ya que estas últimas son el resultado de una triple revolución que comienza con el desarrollo del capitalismo y lleva a la centralización burocrática y cultural, junto a la pérdida de poder de la Iglesia católica; sin embargo, Smith sostiene que existen muchos casos de naciones que poseen elementos premodernos, es decir elementos étnicos anteriores al proceso de modernización. Es así como la construcción de una nación depende de la preexistencia de una comunidad. El fundamento de la etnia, propone Smith, no está supeditado a la existencia entre sus integrantes de un vínculo biológico-orgánico, racial o territorial, sino a la de una tradición cultural común que se apoya en mitos ancestrales y memoria colectiva comunes, elementos de cultura e historia compartidos, y cierto grado de solidaridad, al menos entre las élites.

Volviendo a Borges, he aquí que él entreteje alusiones a sus propios textos con los de Agnón, poniendo sobre la mesa el mito de la imploración al cielo de un individuo disidente, que reza “contra la corriente” (en uno de los relatos de Agnón que cita Borges), el de los 36 Justos que salvan al mundo, el de la creación a partir de la palabra (el Gólem de Praga) –todos los cuales forman parte del acervo cultural colectivo y reúnen los elementos que según Smith constituyen los ladrillos y la argamasa con que se forma una nación. “La memoria de Israel está en Agnón” exclama Borges, y ésa “no es una memoria erudita; es una memoria viva”. Porque con el resurgimiento de Israel como nación, la memoria de una “civilización fósil”, al decir de Arnold Toynbee, volvió a ser una memoria viva.

Creo que eso es lo que quiso decir Borges cuando afirma que “[Agnón] sabía que era, de algún modo, la memoria viviente de ese pueblo admirable al cual todos pertenecemos más allá de las vicisitudes de la sangre. He hablado de Israel. Es todo”.





Photos:


Facing microphones at his first American press conference, Shmuel Yosef Agnon, co-winner of the 1966 Nobel Prize for Literature, answers a newsman's question. Agnon, 78, spoke in Hebrew (Getty-Images)


Véase también Borges: Agnon [Conferencia en el Instituto Cultural Argentino-Israelí de Buenos Aires, 1967]


19/8/18

Jorge Luis Borges: Sir Thomas Browne






Toda hermosura es una fiesta y su intención es generosidad. Los requiebros y cumplimientos fueron sin duda en su principio formas de gratitud y confesión del privilegio con que nos honra el espectáculo de una mujer hermosa. También los versos agradecen. Laudar en firmes y bien trabadas palabras ese alto río de follaje que la primavera suelta en los viales o ese río de brisa que por los patios de septiembre discurre, es reconocer una dádiva y retribuir con devoción un cariño. Lamentadora gratitud son los trenos y esperanzada el madrigal, el salmo y la oda. Hasta la historia lo es, en su primordial acepción de romancero de proezas magnánimas… Yo he sentido regalo de belleza en la labor de Browne y quiero desquitarme, voceando glorias de su pluma.
Antes, he de narrar su vida. Fue hijo de un mercader de paños y nació en Londres en 1605, en otoño. De la universidad de Oxford obtuvo su licenciatura en 1629 y pasó a estudiar medicina al Sur de Francia, a Italia y a Flandes: a Montpellier, a Padua y a Leiden. Sabemos que en Montpellier discutió largamente de la inmortalidad del alma con un su amigo, teólogo, «hombre de prendas singulares, pero tan atascado en ese punto por tres renglones de Séneca, que todas nuestras triacas, sacadas de la Escritura y la filosofía, no bastaron a preservarlo de la ponzoña de su error». También relata que, pese a su anglicanismo, lloró una vez ante una procesión «mientras mis compañeros, enceguecidos de oposición y prejuicio, cayeron en excesos de sorna y de risotadas». Toda su vida fue impaciente de las minucias y prolijidades del dogma, pero no dudó nunca en lo esencial: en la aseidad de Dios, en la divinidad del espíritu, en la contrariedad de vicio y virtud. Según su propio dicho, supo jugar al ajedrez con el Diablo, sin abandonarle jamás ninguna pieza grande. Ya doctorado, volvió a su patria en 1633. Se dio al ejercicio de la medicina y su investigación y la literatura fueron los dos ojos de su alma. En 1642 la guerra civil asestó su grito en los corazones. Alentó en Browne el heroísmo paradójico de ignorar la insolencia bélica, persistiendo en empeño pensativo, puesto el mirar en una pura especulación de belleza. Vivió feliz y quietamente. Su casa en Norwick —célebre por el doble regalo de su biblioteca erudita y de su espacioso jardín— fue contigua a una iglesia, cuyo esplendor oscuro, hecho de sombra y de iluminación de vidrieras, es arquetípico de la obra de Browne. Este murió en 1682 y la fecha de su cumpleaños fue aniversario de su muerte. A semejanza de don Rodrigo Manrique, dio el alma a quien se la dio, cercado de su mujer, de hijos y de hermanos y criados. Vivir gustoso el suyo, tramitado a la sombra de un generoso tiempo y sólo sojuzgado a la dicción de esclarecidas voces.
En Sir Thomas Browne se adunaron el literato y el místico: el vates y el gramaticus, para expresarlo con latina fijeza. El tipo literario —prefigurado por Ben Jonson, en quien campean ya todos los signos de su clase: el atarearse con la gloria, la reverencia y la preocupación del lenguaje, la urdidura prolija de teorías para legitimar la labor, el sentirse hombre de una época, el estudio de otros idiomas y hasta la presidencia de un cenáculo y el organizar banderías— es manifiesto en él. Su belleza es docta y lograda. Latinizó con perfección y en ese sentido su actividad coetánea de Milton es comparable a la ejercida en España por Diego de Saavedra. Supo de letras castellanas y he señalado en sus escritos nuestra expresión beso las manos (sustantivada por él y reemplazada por una zeta la ese inicial) y las voces dorado, armada, noctámbulos y crucero. Nombra las Empresas de Covarrubias y la Monarquía eclesiástica del jesuita Juan de Pineda, al que censura el citar más autores en ese solo libro (¡mil y cuarenta!) que los necesarios en todo un mundo. Habló también las lenguas italiana, francesa, griega y latina y las frecuentó en sus discursos. Fue novador, pero no a semejanza de los que siguen el asombro y el sacar de quicio al leyente; fue clásico, pero sin mimetismo apasionado ni rigideces de ritual. El gigantesco vocabulario de Shakespeare cayó sobre él como una capa y su ademán fue fácil y noble bajo la blasonadora riqueza.
Fue un hombre justo. La famosa definición que del orador hizo Quintiliano vir bonus dicendi peritus, varón bueno, diestro en el arte de hablar, le conviene singularmente. La pluralidad de sectas y razas, que a tantos suele exacerbar, halló palabras de aceptación en su pluma. Militaban en torno suyo católicos y anglicanos, cristianos y judíos, motilones y caballeros. La serenidad benigna de Browne unifica esos parcialismos. Escribió así (Religio Medici, 2):
No me sobresalta la presencia de un escorpión, de una salamandra, de una sierpe. En viendo un sapo o una víbora, no encuentro en mí deseo alguno de recoger una piedra para destruirlos. Dentro de mí no siento esas comunes antipatías que en los demás descubro: no me atañen las repugnancias nacionales ni miro con prejuicio al italiano, al español o al francés. Nací en el octavo clima, pero paréceme estoy construido y constelado hacia todos. No soy planta que fuera de un jardín no logra prosperar. Todos los sitios, todos los ambientes, me ofrecen una patria; estoy en Inglaterra en cualquier lugar y bajo cualquier meridiano. He naufragado, mas no soy enemigo del golfo y de los vientos: puedo estudiar o asolazarme o dormir en una tempestad. En suma, a nada soy adverso y mi conciencia me desmentiría si yo afirmase que odio absolutamente a ser alguno, salvo al Demonio. Si entre los comunes objetos de odio, hay tal vez uno que condeno y desprecio, es aquel adversario de la razón, la religión y la virtud, el Vulgo: numerosa pieza de monstruosidad que, separados, parecen hombre y las criaturas razonables de Dios, y confundidos, forman una sola y gran bestia y una monstruosidad más prodigiosa que la Hidra. Bajo el nombre de vulgo no sólo incluyo gente ruin y pequeña; entre los caballeros hay canalla y cabezas mecánicas, aunque sus caudales doren sus tachas y sus talegas intervengan en pro de sus locuras.
El párrafo que acabo de traducir es significativo de la habitualidad de Browne, de la cotidianidad de su modo: cosa importante en un autor. Ella, y no aciertos o flaquezas parciales, deciden de una gloria. Diversamente ilustre es éste y más poético que cuantos versos conozco:
Pero la iniquidad del olvido dispersa a ciegas su amapola y maneja el recuerdo de los hombres sin atenerse a méritos de perpetuidad. ¿Qué si no lástima hemos de otorgar al fundador de las Pirámides? Vive Erostrato que incendió el templo de Diana, casi está perdido el que lo hizo; perdonaron los siglos el epitafio del caballo de Adriano y desbarataron el suyo. Vanamente medimos nuestra dicha con el apoyo de nuestros claros renombres, pues los infames son de igual duración. ¿Quién nos dirá si los mejores son conocidos, quién si no yacen olvidados, varones más notables que cuantos fueran en el censo del tiempo? Sin el favor del imperecedero registro, el primer hombre sería tan ignoto como el último y la larga vida de Matusalén fuera toda su crónica. El olvido es insobornable. Los más han de avenirse a ser como si nunca hubieran sido y a figurar en el registro de Dios, no en la noticia humana… En vano esperan inmortalidad individuos, o garantías de recuerdo, en preservaciones bajo la luna: es ilusoria su esperanza, hasta en sus mentiras allende el sol y en sus artificios prolijos para subir al firmamento sus nombres. La diversa cosmografía de ese lugar ha variado los signos de constelaciones compuestas: piérdese Menrod en Orión, y Osiris en la Canícula. En los cielos buscamos incorrupción y son iguales a la tierra. Nada conozco rigurosamente inmortal, salvo la propia inmortalidad: aquello que no supo de comienzo, puede ignorar un fin; todo otro ser es adjetivo y el aniquilamiento lo alcanza… Pero el hombre es bestia muy noble, espléndida en cenizas y autorizada en la tumba, solemnizando natividades y decesos con igual brillo y aparejando ceremonias bizarras para la infamia de su carne. (Urn Burial, 1658.)
Narra Lope de Vega que encareciéndole a un gongorista la claridad que para deleitar quieren los versos, éste le replicó: También deleita el ajedrez. Réplica, que sobre sus dos excelencias de enrevesar la discusión y de sacar ventaja de un reproche (pues cuanto más difícil es un juego, tanto es más apreciado) no es otra cosa que un sofisma. No quiero persuadirme de que la obscuridad haya sido en momento alguno, meta del arte. Es increíble que generaciones enteras se atareasen a sólo enigmatizar… La cesárea latinidad de Sir Thomas Browne y mi urgencia en justificarlo me llevan a esta reflexión.
Hay una crítica idolátrica y torpe que, sin saberlo, personaliza en ciertos individuos los tiempos y lo resuelve todo en imaginarias discordias entre el aislado semidiós que destaca y sus contemporáneos o maestros, siempre remisos en confesar su milagro. Así, la crítica española nos está armando un Luis de Góngora que ni deriva de Fernando de Herrera ni fue coetáneo de Hortensio Félix Paravicino ni sufrió dura reducción al absurdo en los escritos de Gracián. No creo en tales monstruos y juzgo que la mayor grandeza de un hombre estriba en responder con su tiempo y en ocuparse con los afanes y lizas que son populares en él. Browne alcanzó a latinizar con excepcional eficacia, pero el arrimarse al latín fue voluntad común de los escritores de su época.
Es conjetura mía que la frecuente latinidad de su tiempo no fue un mero halago sonoro ni una artimaña para ampliar el discurso, sino un ahínco de universalidad y claridad. Dos acepciones hay en las palabras de las lenguas romances: una, la consentida por el uso, por los caprichos regionales, por los vaivenes del siglo; otra, la etimológica, la absoluta, la que se acuerda con su original latino o helénico. (Conste que el inglés, en cuanto a repertorio intelectual, es romance.) Los latinistas del siglo XVII se atuvieron a esta segunda y primordial acepción. Su actividad fue inversa de la que ejercen hoy los académicos, a quienes atarea lo privativo del lenguaje: los refranes, los modismos, los idiotismos. Contra sus dicharachos castizos trazó la pluma de Quevedo, tres siglos ha, el doctoral Cuento de cuentos y la carta que lo precede.
Quiero también rememorar las razones que en lo atañedero a este asunto, dejó don Diego de Saavedra Fajardo, en la estudiosa prefación de su Corona gótica:
En el estilo procuro imitar a los Latinos que con brevedad y con gala explicaron sus conceptos, despreciando los vanos escrúpulos de aquellos que afectando en la Lengua Castellana la pureza y castidad de las vozes, la hazen floxa y desaliñada.




En Inquisiciones (1925)
Luego incluido en Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, Luna de enfrente
Buenos Aires, 2016 (1ª edición)
© 1995, 1996, María Kodama
© 2016 Random House Mondadori /Editorial Sudamericana

También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Images: Sir Thomas Browne. Oil painting
 The Works of the Learned Sir Thomas Brown...
London: Printed for Tho. Basset, Ric. Chiswell, Tho. Sawbridge, Charles Mearn, 

and Charles Brome, first edition, 1686 Source


17/8/18

Jorge Luis Borges: Jardín (1922)





Zanjones,
sierras ásperas,
médanos,
sitiados por jadeantes singladuras
y por las leguas de temporal y de arena
que desde el fondo del desierto se agolpan.
En un declive está el jardín.
Cada arbolito es una selva de hojas.
Lo asedian vanamente
los estériles cerros silenciosos
que apresuran la noche con su sombra
y el triste mar de inútiles verdores.
Todo el jardín es una luz apacible
que ilumina la tarde.
El jardincito es como un día de fiesta
en la pobreza de la tierra.
Yacimientos del Chubut, 1922


En Fervor de Buenos Aires (1923)
©1995, 1996 María Kodama
©2011 Random House Mondadori
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House Grupo Editorial S.A.

Poema excluido en Textos recobrados 1919-1929

Incluido en J.L.B. Obras completas I (1923-1949) 2ª ed.
Buenos Aires, Sudamericana, 2016

Imagen: Retrato de Borges incluido en la edición ilustrada por Pablo Racioppi para el 90° aniversario de la primera edición
de Fervor de Buenos Aires (Editor Pedro Tabernero, Sevilla, Grupo Pandora, 2013) [+] 


15/8/18

V.S. Naipaul: Comprendiendo a Borges






Borges, hablando de la fama de los escritores, dijo: «Lo importante es la imagen que creas de ti mismo en las mentes ajenas. Mucha gente considera a Burns como un poeta mediocre. Pero él representa muchas cosas y gusta a la gente. Esa imagen —al igual que sucede con Byron— puede llegar a ser más importante que la obra.» 

Borges es un gran escritor, un poeta dulce y melancólico, y las personas que saben español lo veneran como creador de una prosa directa, nada retórica. Pero la reputación que tiene entre los angloamericanos, la de ser un argentino ciego y anciano, autor de muy pocas, muy cortas y muy misteriosas historias, es tan hinchada y falsa que oculta su grandeza. Posiblemente le haya costado el Premio Nobel; y es muy posible que cuando esa falsa reputación decaiga, cosa que sucederá inevitablemente, desaparezca también su obra, que es buena. 

Lo irónico del asunto es que Borges, en lo mejor de su obra, no es misterioso ni difícil. Su poesía es accesible; en gran parte es hasta romántica. Sus temas vienen siendo los mismos desde hace cincuenta años: sus antepasados militares, sus muertes en combate, la muerte misma, el tiempo y el viejo Buenos Aires. Y hay cerca de una docena de historias muy logradas. Dos o tres de ellas son pura y simplemente historias de detectives, anticuadas incluso (una fue publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine). Algunas tratan, de modo muy cinematográfico, del hampa bonaerense de principios de siglo. A los gángsters se les da una estatura épica; ascienden, son desafiados y a veces huyen. 

Las otras historias —las que han vuelto locos a los críticos— vienen a ser chistes intelectuales. Borges toma una palabra como «inmortal» y juega con ella. Supongamos, dice, que los hombres fueran realmente inmortales. No sólo hombres que hubiesen envejecido y no murieran, sino hombres indestructibles, vigorosos, que sobrevivieran eternamente. ¿Cuál sería el resultado? Su respuesta —que en su historia— es que en algún momento cada una de las experiencias concebibles caería sobre cada hombre, que cada hombre, en un momento u otro, asumiría cada carácter concebible y que Homero (el héroe disfrazado de esta historia concreta) incluso podría, en el siglo XVIII, olvidarse de haber escrito la Odisea. O tomemos la palabra «inolvidable». Supongamos algo que fuese verdaderamente inolvidable y que no pudiera olvidarse ni por un segundo; supongamos que esta cosa, al igual que una moneda, cayera en tu poder. Ampliemos la idea. Supongamos que hubiese un hombre —pero no, tiene que ser un muchacho que no pudiera olvidar nada, cuya memoria, por consiguiente, se hinchase como un globo con todos los detalles inolvidables de cada minuto de su vida. 

Éstos son algunos de los juegos intelectuales de Borges. Y quizás su obra en prosa más lograda, que es también la más corta, sea un puro chiste. Se titula «Del rigor en la ciencia» y figura que se trata de un extracto de un libro de viajes del siglo XVII. 

«... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.” 

Esto es absurdo y perfecto: la parodia exacta, la idea grotesca. El rompecabezas y los chistes de Borges pueden crear adicción. Pero hay que tomarlos como lo que son; no siempre justifican las interpretaciones metafísicas que se hace de ellos. Es mucho, sin embargo, lo que atrae al crítico académico. Algunas de las bromas de Borges exigen un despliegue exagerado de erudición curiosa y a veces desaparecen debajo de ella. Y existe el lenguaje, en ocasiones barroco, de las primeras historias. 

Las ruinas circulares —una historia rebuscada, casi de ciencia ficción, que trata de un soñador que descubre que él mismo existe solamente en el sueño de otra persona— empieza: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche.» Norman Thomas di Giovanni, que durante los últimos cuatro años no ha hecho otra cosa que traducir a Borges, y que ha contribuido más que cualquier otra persona a difundir la obra de Borges en el mundo de habla inglesa, dice: 

«Puedes imaginarte lo mucho que se ha escrito acerca de ese «unánime». Acudí a Borges con dos traducciones de dicha palabra: «surrounding» (circundante) y «encompassing» (que abarca). Y le dije: «Borges, ¿qué quería decir en realidad con eso de la noche unánime? Eso no significa nada. Si hay una noche unánime, ¿por qué? O hay una noche que bebe té, o una noche que juega a las cartas?» Y su respuesta me dejó atónito. Dijo: «Di Giovanni, eso no es más que un ejemplo del modo irresponsable en que solía escribir.» Utilizamos «encompassing» en la traducción. Pero a muchos profesores no les gustó perder su noche unánime ... 

Una mujer tenía que escribir un ensayo sobre Borges para un libro. No sabía español y basaba su ensayo en dos traducciones inglesas bastante mediocres. Un ensayo largo, de unas cuarenta páginas. Y uno de sus puntos cruciales era que Borges escribía una prosa muy latinizada. Tuve que señalarle que Borges no podía evitar el escribir una prosa latinizada, porque escribía en español y el español es un dialecto del latín. La mujer no consultó con nadie cuando ponía los cimientos. Al final grita «¡Socorro!» y corres hacia ella y ves este rascacielos enorme hundiéndose en la arena movediza. 

En 1969, Di Giovanni acompañó a Borges en una gira de conferencias por los Estados Unidos. Borges es un caballero. Cuando la gente se le acerca y le dice lo que significan realmente sus narraciones —después de todo, él sólo las escribió— les da la contestación más maravillosa que jamás se ha oído. «¡Ah, gracias! Usted ha enriquecido mi narración. Me ha hecho un regalo magnífico. He venido de Buenos Aires a X —Lubbock, Texas, por ejemplo— para averiguar esta verdad sobre mí mismo y sobre mi relato.” 

Durante muchos años, Borges ha gozado de una gran reputación en el mundo de habla hispana. Pero en un ensayo autobiográfico, que apareció en forma de «Profile» (perfil) en el New Yorker, en 1970, dice que hasta que ganó el Premio Formentor en 1961 —tenía entonces sesenta y dos años— era «prácticamente invisible, no sólo en el extranjero, sino también en mi tierra, en Buenos Aires». Es ésta la clase de exageración que consterna a algunos de sus primeros seguidores argentinos; y algunos de ellos llegaron a decir que su «irresponsabilidad» ha crecido con su fama. Pero Borges siempre ha sido irresponsable. Buenos Aires es una ciudad pequeña; y lo que tal vez era inofensivo cuando Borges pertenecía solamente a esta ciudad pequeña se vuelve menos inofensivo cuando los extranjeros hacen cola para entrevistarlo. Hubo un tiempo, sin duda, en que la celebración por Borges de sus antepasados militares y de sus muertes en combate halagaba a toda la sociedad, dándole un sentido del pasado y de plenitud. Ahora parece excluir, proclamar una grandeza privada; y para muchos es sólo egoísta y presuntuosa. No es fácil ser famoso en una ciudad pequeña. 

Borges concede numerosas entrevistas. y cada una de ellas se parece a todas las demás. Diríase que Borges hace que las preguntas sean irrelevantes; pasa sus discos, como dijo una señora argentina; representa su papel. Dice que la lengua española es su «perdición». Critica a España y a los españoles: sigue librando aquella guerra colonial, en la cual, no obstante, las viejas cuestiones se confunden con un prejuicio más sencillo, el que sienten los argentinos contra los inmigrantes pobres y atrasados que llegan del norte de España. Hace chistes obvios y de mal gusto a costa de los indios de la pampa. De mal gusto porque sólo veinte años antes de que Borges naciera estos indios eran exterminados sistemáticamente; y, pese a ello, obvios, porque las matanzas a semejante escala resultan aceptables solamente si se ridiculiza a las víctimas. Habla de Chesterton, Stevenson y Kipling. Habla del inglés antiguo con todo el entusiasmo de un hombre que ha elegido un tema académico por sí mismo. Habla de sus antepasados ingleses. 

Es una interpretación curiosamente colonial. Su pasado argentino forma parte de su distinción; lo ofrece como tal; y es, después de todo, un patriota. Honra a la bandera, un ejemplar de la cual ondea en el balcón de su despacho de la Biblioteca Nacional (él es el director). Y le emociona el himno de su país. Mas, al mismo tiempo, parece ansioso de proclamar su distanciamiento de la Argentina. Cabría pensar que la representación está dedicada al nuevo público que Borges ha encontrado en las universidades angloamericanas, un público al que halaga de tantas maneras. Pero las actitudes son viejas. 

En Buenos Aires todavía se recuerda que en 1955, escasos días después de la caída de Perón y la finalización de los nueve años de dictadura, Borges dio una conferencia sobre Coleridge —nada menos que Coleridge— a las damas de la Asociación Cultural Inglesa. Algunos de los versos de Coleridge, dijo Borges, se encontraban entre lo mejor de la poesía inglesa, «es decir, la poesía». Y esas cuatro palabras, en un momento de júbilo nacional, fueron como una agresión gratuita al alma argentina. 

Norman di Giovanni cuenta una historia que restablece el equilibrio. En diciembre de 1969 nos encontrábamos en la Georgetown University de Washington, D.C. El hombre encargado de la presentación era un argentino de Tucumán y aprovechó la oportunidad para decirle al público que la represión militar había cerrado la universidad de Tucumán. Borges olvidó por completo lo que había dicho aquel hombre hasta que nos encontramos camino del aeropuerto. Entonces alguien empezó a hablar del asunto y de pronto Borges se enfadó mucho. «¿Oyó lo que dijo aquel hombre? Que habían cerrado la universidad de Tucumán.» Le pregunté por qué estaba enfadado y me dijo: «Ese hombre estaba atacando a mi país. No se puede hablar así de mi país.» Le dije: «Borges, ¿qué quiere decir con eso de «ese hombre»? Ese hombre es argentino. Y procede de Tucumán. Y lo que dice es verdad. Los militares han cerrado la universidad.» 

Borges es de estatura mediana. Sus ojos casi ciegos y su bastón contribuyen a aumentar su apariencia distinguida. Viste cuidadosamente. Dice que es un escritor de clase media; y un escritor de clase media no debe ser un «dandy», ni vestir con una despreocupación demasiado afectada. Es cortés: opina, al igual que sir Thomas Browne, que un caballero es alguien que procura causar las menores molestias posibles. «Pero eso debería buscarlo en Religio Medici.» Podría parecer, pues, que en su accesibilidad, en su buena disposición a conceder largas entrevistas que son repetición de las anteriores, Borges combina el ideal de modestia propio de la clase media y los modales del caballero con la intimidad del escritor, la necesidad que tiene el escritor de reservarse para su trabajo. 

Hay indicios de esta intimidad (en la accesibilidad) en la forma en que le gusta que se dirijan a él. Quizás no pasen de media docena las personas que tienen el privilegio de llamarle por su nombre de pila, Jorge, convirtiéndolo en «Georgie». Para todos los demás le gusta ser simplemente «Borges» sin el señor, palabra que él considera española y pomposa. «Borges» es, por supuesto, distanciador. 

Y ni siquiera las cincuenta páginas de su Ensayo Autobiográfico violan su intimidad. El ensayo es como otra entrevista. Cuenta pocas cosas nuevas. Su nacimiento en Buenos Aires en 1899, hijo de un abogado; sus antepasados militares; los siete años que la familia paso en Europa de 1914 a 1921 (cuando el peso era valioso y Europa era más barata que Buenos Aires): vuelve a contar todo esto en líneas generales, como en una entrevista. y el ensayo no tarda en transformarse en la simple crónica de la vida profesional de un escritor, de los libros que leyó y de los libros que escribió, los grupos literarios de los que fue miembro y las revistas que fundó. La vida brilla por su ausencia. Apenas dice nada sobre la crisis que debió de sufrir en los inicios de su madurez cuando —perdido el dinero de la familia— hacía toda clase de periodismo; cuando murió su padre y él mismo enfermo gravemente y «temió por [su] integridad mental»; cuando trabajaba como ayudante en una biblioteca municipal y era muy conocido como escritor fuera de la biblioteca y desconocido dentro de ella. «Recuerdo que una vez un compañero de trabajo vio en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges y le llamo la atención la coincidencia de que nuestros nombres y fechas de nacimiento fuesen idénticos.» 

«Nueve años de sólida infelicidad», dice; pero sólo dedica cuatro páginas al período ... La intimidad de Borges empieza a parecer inabordable. 

Un dios me ha concedido 
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre; 
no he vivido.
Quisiera ser otro hombre. 

Éste es Borges hablando de Emerson; pero podría ser Borges refiriéndose a Borges. La vida, en el Ensayo Autobiográfico, realmente brilla por su ausencia. De manera que todo lo que es importante en el hombre hay que buscarlo en la obra. 

Al hombre hay que buscarlo en la obra, que, en el caso de Borges, es esencialmente la poesía. Y todos los temas que ha explorado en el transcurso de una larga vida se encuentran, como él mismo dice, en su primer libro de poemas, publicado en 1923, un libro que se imprimió en cinco días, trescientos ejemplares, y se distribuyó gratuitamente: 

Cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra 

Aquí está el antepasado militar muriendo en combate. Aquí, ya, a la edad de veinticuatro años, la contemplación de la gloria se transforma en la meditación sobre la muerte y el tiempo. En algún momento de aquella época, la vida se detuvo y todo lo posterior ha sido literatura: una preocupación por las palabras, un intento sin fin de conservar, y no traicionar, las emociones de aquel pasado tan particular. 

Soy, pero soy también el otro, el muerto, 
el otro de mi sangre y de mi nombre. 

Así dice un poema que escribió cuarenta y tres años después de aquel primer libro. Desde que escribiera dicho libro, nada, exceptuando quizás el descubrimiento de la antigua poesía inglesa, ha proporcionado a Borges material para tan intensa meditación. Ni siquiera los amargos años del régimen de Perón, cuando fue «ascendido», sacándole de la biblioteca, al cargo de inspector de pollos y conejos en los mercados» y él dimitió. Tampoco su breve, infeliz matrimonio a una edad avanzada, que una vez fue tema de artículos de revista y sigue asiéndolo de chismorreos en Buenos Aires. Tampoco la compañía continuada de su madre, que actualmente cuenta noventa y seis años. 

«En 1910, año del centenario de la República Argentina, creíamos Argentina era un país honorable y no nos cabía ninguna duda de que las naciones acudirían en tropel. Ahora el país se encuentra en mal estado. Nos vemos amenazados por el retorno del hombre horrible.» Así es como Borges se refiere a Perón: prefiere no utilizar el nombre. "Recibo numerosas amenazas personales. Incluso mi madre. La llamaron por teléfono a altas horas de la noche —las dos o las tres— y alguien le dijo con una voz muy bronca, la clase de voz que hace pensar en un peronista. «Tengo que matarlos, a usted y a su hijo.» Mi madre dijo: «¿por qué?» «Porque soy peronista.» Mi madre dijo: «En lo que concierne a mi hijo, sólo tiene setenta años y está prácticamente ciego. Pero en mi caso debería aconsejarle que no malgaste el tiempo porque tengo noventa y cinco años y puedo morirme en sus manos antes de que consiga matarme.» Por la mañana le dije a mi madre que me había parecido oír el teléfono durante la noche. «¿Lo he soñado?» Ella dijo: «Sólo era algún imbécil.» No es sólo ingeniosa. Sino también valiente ... no veo qué puedo hacer al respecto ... la situación política. Pero creo que debería hacer lo que pueda, teniendo militares en la familia." 

El primer libro de poemas de Borges se tituló Fervor de Buenos Aires. En el mismo, en su prefacio*, decía que intentaba celebrar de un modo especial la ciudad nueva y en expansión. «Semejante a los latinos, que al atravesar un soto murmuraban: «Numen inest» —aquí se oculta la Divinidad—, de que habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la esperanza o el recuerdo...» 

Pero Borges no ha santificado a Buenos Aires. La ciudad que ve el visitante no es la ciudad de los poemas, como sigue siéndolo Simla (tan nueva y artificial como Buenos Aires), la ciudad de las historias de Kipling, después de todos estos años. Kipling observaba con atención una ciudad real. El Buenos Aires de Borges es privado, una ciudad de la imaginación. Y ahora la ciudad misma está en decadencia. En el Barrio Sur del propio Borges sobreviven algunos edificios antiguos, con sus poderosas puertas principales y sus patios que van retrocediendo, cada uno con un embaldosado distinto. Pero es más frecuente que los patios interiores estén cegados; y muchos de los viejos edificios han sido derribados. La elegancia, si es que en esta ciudad de inmigrantes plebeyos la elegancia existió realmente alguna vez fuera de la visión de los arquitectos expatriados, se ha esfumado; ahora sólo hay desorden. 

La bandera argentina, azul y blanca, que cuelga sobre la calle de México desde el balcón del despacho de Borges en la Biblioteca Nacional aparece sucia de polvo y humos. Y echemos un vistazo a este edificio, quizá el mejor de la zona, que fue utilizado como hospital y cárcel en tiempos del dictador gángster Rosas, hace más de ciento veinte años. Todavía hay belleza en la pared coronada por púas, las altas verjas de hierro, las enormes puertas de madera. Pero, en el interior, las paredes están desconchadas; las ventanas que dan al patio central tienen los cristales rotos; adentrándose, pasando de patio en patio, vemos ropa tendida en un corredor, los peldaños están rotos y una escalera metálica de caracol aparece bloqueada por trastos inservibles. Ésta es una oficina del gobierno, un departamento del Ministerio de Trabajo: nos habla de una administración agarrotada, de una ciudad que se muere, de un país que no ha funcionado realmente. 

En todas partes se ven paredes con lemas violentos; los guerrilleros operan en las calles; cae el peso; la ciudad está llena de odio. El lema con malas pulgas se repite: Rosas vuelve. El país espera un nuevo terror. 

Numen inest, aquí se oculta la Divinidad*: el ensalmo del poeta no ha dado resultado. Los antepasados militares murieron en combate, pero aquellas batallas insignificantes y aquellas muertes inútiles no han conducido a nada. Sólo en la poesía de Borges habitan esos héroes en «un universo épico, sentados altos en la silla»: «alto... en su épico universo» y ésta es su gran creación: la Argentina como tierra sencilla y mítica, un mundo épico completo, de «repúblicas, caballería y mañanas»: «las repúblicas, los caballos y las mañanas», de batallas libradas, la patria establecida, la gran ciudad creada y las «calles con nombres que se repiten desde el pasado de mi sangre». 

Ésa es la visión del arte. Y, sin embargo, desde esta mítica Argentina de su creación, Borges alarga la mano, a través de su abuela inglesa, a sus antepasados ingleses y, a través de ellos, a su lenguaje «en su aurora», «La gente me dice que ahora parezco inglés. Cuando era joven no parecía inglés. Era más moreno. No me sentía inglés. Ni pizca. Quizá el sentirme inglés vino a mí a través de la lectura.» Y aunque Borges no lo reconoce, un tema que se repite en sus historias más recientes es el de los nórdicos que degeneran en un desolado paisaje argentino. Los Guthries escoceses se convierten en Gutres mestizos y ya ni siquiera conocen la Biblia; una muchacha inglesa se transforma en una india salvaje; hombres que se llaman Nilsen se olvidan de sus orígenes y viven como animales de acuerdo con el bestial código sexual del macho putañero. 

En nuestra primera entrevista, Borges dijo: «No escribo sobre degenerados». Pero en otra ocasión afirmó: «El país fue enriquecido por hombres que pensaban esencialmente en Europa y los Estados Unidos. Sólo la gente civilizada. Los gauchos eran muy ingenuos. Bárbaros». Cuando hablamos de la historia argentina, dijo: «Hay una pauta. No es una pauta obvia. Yo mismo no puedo ver el bosque por culpa de los árboles». Y más adelante agregó: «Aquellas guerras civiles ahora no tienen sentido». 

Quizá, pues, paralelamente a la visión del arte, se haya desarrollado, en Borges, una visión subsidiaria, por muy poco que la reconozca, de la realidad. Y ahora, en todo caso, el mundo real ya no puede negarse. 

A mediados de mayo, Borges fue a pasar unos cuantos días en Montevideo, en el Uruguay. Montevideo fue una de las ciudades de su infancia, una ciudad de «largas, perezosas vacaciones». Pero ahora el Uruguay, el más culto de los países sudamericanos, era, citando las palabras de un argentino, «la caricatura de un país», en bancarrota, al igual que la Argentina, después de la riqueza de que disfrutara durante la guerra, y despedazándose. Montevideo era una ciudad en guerra; guerrilleros y soldados luchaban en las calles. Un día, durante la estancia de Borges, cuatro soldados fueron muertos a tiros. 

Vi a Borges cuando regresó. Una muchacha bonita le ayudó a bajar las escalinatas de la Universidad Católica. Parecía más frágil; las manos le temblaban con mayor facilidad. Había perdido el vigor que mostraba durante las entrevistas. Venía lleno del desastre de Montevideo, disgustado. Montevideo era otra cosa que había perdido. En un poema las «mañanas en Montevideo» se encuentran entre las cosas por las cuales da las gracias «al divino laberinto de causas y efectos». Ahora Montevideo, al igual que Buenos Aires, al igual que la Argentina era agradable sólo en su recuerdo, y en su arte.


Texto extraído del libro El Retorno de Eva Perón y Otras Crónicas de V.S. Naipaul, Seix Barral, 1983.
A su vez basado en un artículo titulado “Comprehending Borges” que Naipaul publicó en el New York Review of Books, edición del 19 de octubre de 1972.

Aporte para el blog de Yonah Kranz

Imagen: V.S. Naipaul © Carolyn Djanogly Vía

Nota P. Damiano: [En "A quien leyere", prólogo a la edición facsimilar de Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Alberto Casares, 1993, eliminado por Borges en las ediciones posteriores a la inicial de 1923. Referencia en nota 83 de Textos recobrados 1919-1929No es el prólogo de Fervor de Buenos Aires publicado en este blog]


14/8/18

Jorge Luis Borges: Agnon [Conferencia en el Instituto Cultural Argentino-Israelí de Buenos Aires, 1967]








Empezaré con unas consideraciones que corren el albur de parecer digresivas, pero que, sin embargo, nos llevarán al tema esencial: la personalidad y la obra de nuestro gran contemporáneo, Agnon.

Es verdad que poco he alcanzado de esa obra, ya que mi ignorancia del hebreo ignorancia que deploro, pero es un poco tarde para corregirla me ha obligado a juzgarlo a través de una versión inglesa de aquel libro suyo que recuerdo "Los fastos de Ovidio", ese libro sobre el año litúrgico de los judíos, y una versión francesa de los "Cuentos de Jerusalén". Tendré, pues que limitarme a lo que he entrevisto y a lo que me ha asombrado y deleitado en esos libros, sobre todo, en el segundo.

Y ahora vuelvo a esas consideraciones que pueden parecer un poco extrañas al tema y que, sin embargo, creo necesarias.

Empecemos por una pregunta, aparentemente sencilla y esencialmente compleja, como lo son todas las preguntas. ¿Qué es una nación? La primera tentación que nos acecha es dar una respuesta de orden geográfico. Evidentemente, ésta sería insuficiente. Entonces, tendríamos que pensar, para la definición que nos preocupa, en la suma de memorias que anidan en el seno de un pueblo.

Recuerdo aquí a Bernard Shaw, cuando le hablaron del sufrimiento humano, de la suma de sufrimientos que iban acumulándose, y él contestó que lo que un individuo puede gozar y sufrir, marca el límite de lo que puede gozar y sufrir la humanidad. Ésta, evidentemente, es abstracta, a diferencia de los individuos que son, desgraciadamente a veces, reales. ¿Y entonces cómo podríamos definir "una nación"? Creo que no hay un ejemplo más claro de "nación" que el de Israel, cuyos orígenes casi se confunden con los del mundo y que llega, a través de la desdicha, del exilio, de la diáspora, a nuestros días.

¿Qué es, entonces esa nación? Es la memoria de las sucesivas generaciones. Esa memoria puede estudiarse de dos modos; como lo estudian los historiadores, reducidos a una árida serie de fechas y de nombres geográficos, o como una suerte de museo de curiosidades, como una colección.

Pero hay otra tradición, que no se limita a las fechas del historiador, ni a las curiosidades del folklore. Es algo más profundo, que no se repite, sino que florece de un modo vivo y eso es, precisamente, lo que encontramos en la obra de Agnon. Y así "Los cuentos de Jerusalén" a que ya aludí pueden ser leídos como ciertas obras medioevales o de Dante. Pueden ser leídos en varios planos; como relatos contemporáneos, trágicos o humorísticos; y también, como sucede con toda obra de arte, como íntimos símbolos nuestros. En la obra de Agnon apreciamos como una serie de espejos cambiantes, esa tradición a lo largo de los siglos, y advertimos la acentuada influencia que en ella ha ejercido el jasidismo. Es indudable que los cuentos jasídicos recopilados en sus tempranos años por Agnon y Martín Buber dejaron imborrable huella en el magno escritor israelí.

Todo esto vive y florece en Agnon. He aquí aquel hermoso cuento "Ido y Einam", surcado de misterios y simbolismos. Es la extraña historia de un erudito a quien le son reveladas noventa y nueve palabras de un idioma desconocido. Creo que son noventa y nueve también los nombres de Dios, fuera del centésimo, YHWV, que es infalible. En ese cuento, aunque de un modo indirecto, está insinuada la leyenda del Golem, del hombre creado mediante palabras sagradas por un cabalista de la judería de Praga.

Me referiré al cuento "El Pan Entero" que nos recuerda a varios de Kafka. Ese cuento está hecho de una serie de percances. Reconoce la importancia del azar en nuestra vida. Relata las infinitas y minúsculas postergaciones del hombre hambriento, que no llega a la jornada de paz, advirtiéndose, pues, la influencia de Kafka, quien también ahora es parte de la memoria judía. Pero, en Kafka, no hay mayor esperanza, creo. Sus cuentos, sus novelas nos conducen a una esperanza tan lejana, que son terribles en la desesperación. En cambio, Agnon espera, Agnon cree. Por eso me parece que uno de los muchos aciertos de la Academia de Suecia ha sido el premiar, no a un escritor de la desesperación y la tristeza, sino a un escritor que, como otro laureado con el premio Nobel, Bernard Shaw, siente lo trágico del destino humano, pero cree asimismo que el "happy ending", el final feliz, es decir, el paraíso no está más allá de nuestras esperanzas.

Viene a mi memoria el cuento titulado "El Toldo", en el que se habla de un país que puede ser cualquiera. Ese país está castigado por la sequía, con un cielo inexorablemente azul. Además, está atacado por enemigos, la tierra no produce nada y los ríos están secos. Sus habitantes están divididos en dos partidos: el de los "cabezas cubiertas" y el de los "cabezas desnudas". Paradójicamente, los defensores de los "cabezas desnudas" creen que pueden guarecerse, siempre que el techo no los toque, y enarbolan así sombrillas y paraguas. Los otros, los que creen en la cabeza cubierta, se dividen en partidarios del gran sombrero, de la gorra, del sombrero cónico, del sombrero piramidal.

Se destruyen entre ellos. Pero hay un hombre, uno solo (esto es importante), que no pertenece a ninguno de los partidos. Este hombre sale, furtivamente, de la ciudad y ruega a Dios para que mande una lluvia bienhechora. Cuando esto se sabe, el hombre es execrado por ambos partidos, pues habia emprendido una acción, sin la autorización de los altos jefes. Todos se ponen de acuerdo y deciden construir un gran toldo para detener la lluvia pedida por el impío.

Se constituye una comisión para que decida qué nombre debe darse al toldo que debe cubrir toda la extensión del país. Se nombran comisiones para estudiar la correcta ortografía y etimología de la palabra.

Mientras el país se pierde en trivialidades, Dios, que ha oído la plegaria del hombre solitario, envía la lluvia. El desierto florece como ha florecido Israel.

Y aquí podemos oír un eco lejano de aquella tradición judía que dice que, en cada momento, en el Universo, ignorándose unos a otros, hay desparramados treinta y seis hombres rectos. Esta leyenda ha sido estudiada por Max Brod, el amigo de Kafka. Estos hombres justos recorren el mundo y son inmediatamente reemplazados cuando mueren. Ese cambiante dinastía está salvándonos en este momento.

La memoria de Israel está en Agnon. No es una memoria erudita; es una memoria viva.

Lo conocemos bajo un seudónimo y creo que este hecho no es fortuito. No escribió, vanidosamente, para él. Sabía que era, de algún modo, la memoria viviente de ese pueblo admirable al cual todos pertenecemos más allá de las vicisitudes de la sangre. He hablado de Israel. Es todo. 






Conferencia dictada en el Centro de Estudios Judaicos de Buenos Aires en 1967
En: Conferencias, Buenos Aires, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino–Israelí, 1967 
Separata preparada por Marcelo Cohen del libro Conferencias, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino-Israelí, 1967
En imagen: Portadas del libro y de la Separata

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