19/8/18

Jorge Luis Borges: Sir Thomas Browne






Toda hermosura es una fiesta y su intención es generosidad. Los requiebros y cumplimientos fueron sin duda en su principio formas de gratitud y confesión del privilegio con que nos honra el espectáculo de una mujer hermosa. También los versos agradecen. Laudar en firmes y bien trabadas palabras ese alto río de follaje que la primavera suelta en los viales o ese río de brisa que por los patios de septiembre discurre, es reconocer una dádiva y retribuir con devoción un cariño. Lamentadora gratitud son los trenos y esperanzada el madrigal, el salmo y la oda. Hasta la historia lo es, en su primordial acepción de romancero de proezas magnánimas… Yo he sentido regalo de belleza en la labor de Browne y quiero desquitarme, voceando glorias de su pluma.
Antes, he de narrar su vida. Fue hijo de un mercader de paños y nació en Londres en 1605, en otoño. De la universidad de Oxford obtuvo su licenciatura en 1629 y pasó a estudiar medicina al Sur de Francia, a Italia y a Flandes: a Montpellier, a Padua y a Leiden. Sabemos que en Montpellier discutió largamente de la inmortalidad del alma con un su amigo, teólogo, «hombre de prendas singulares, pero tan atascado en ese punto por tres renglones de Séneca, que todas nuestras triacas, sacadas de la Escritura y la filosofía, no bastaron a preservarlo de la ponzoña de su error». También relata que, pese a su anglicanismo, lloró una vez ante una procesión «mientras mis compañeros, enceguecidos de oposición y prejuicio, cayeron en excesos de sorna y de risotadas». Toda su vida fue impaciente de las minucias y prolijidades del dogma, pero no dudó nunca en lo esencial: en la aseidad de Dios, en la divinidad del espíritu, en la contrariedad de vicio y virtud. Según su propio dicho, supo jugar al ajedrez con el Diablo, sin abandonarle jamás ninguna pieza grande. Ya doctorado, volvió a su patria en 1633. Se dio al ejercicio de la medicina y su investigación y la literatura fueron los dos ojos de su alma. En 1642 la guerra civil asestó su grito en los corazones. Alentó en Browne el heroísmo paradójico de ignorar la insolencia bélica, persistiendo en empeño pensativo, puesto el mirar en una pura especulación de belleza. Vivió feliz y quietamente. Su casa en Norwick —célebre por el doble regalo de su biblioteca erudita y de su espacioso jardín— fue contigua a una iglesia, cuyo esplendor oscuro, hecho de sombra y de iluminación de vidrieras, es arquetípico de la obra de Browne. Este murió en 1682 y la fecha de su cumpleaños fue aniversario de su muerte. A semejanza de don Rodrigo Manrique, dio el alma a quien se la dio, cercado de su mujer, de hijos y de hermanos y criados. Vivir gustoso el suyo, tramitado a la sombra de un generoso tiempo y sólo sojuzgado a la dicción de esclarecidas voces.
En Sir Thomas Browne se adunaron el literato y el místico: el vates y el gramaticus, para expresarlo con latina fijeza. El tipo literario —prefigurado por Ben Jonson, en quien campean ya todos los signos de su clase: el atarearse con la gloria, la reverencia y la preocupación del lenguaje, la urdidura prolija de teorías para legitimar la labor, el sentirse hombre de una época, el estudio de otros idiomas y hasta la presidencia de un cenáculo y el organizar banderías— es manifiesto en él. Su belleza es docta y lograda. Latinizó con perfección y en ese sentido su actividad coetánea de Milton es comparable a la ejercida en España por Diego de Saavedra. Supo de letras castellanas y he señalado en sus escritos nuestra expresión beso las manos (sustantivada por él y reemplazada por una zeta la ese inicial) y las voces dorado, armada, noctámbulos y crucero. Nombra las Empresas de Covarrubias y la Monarquía eclesiástica del jesuita Juan de Pineda, al que censura el citar más autores en ese solo libro (¡mil y cuarenta!) que los necesarios en todo un mundo. Habló también las lenguas italiana, francesa, griega y latina y las frecuentó en sus discursos. Fue novador, pero no a semejanza de los que siguen el asombro y el sacar de quicio al leyente; fue clásico, pero sin mimetismo apasionado ni rigideces de ritual. El gigantesco vocabulario de Shakespeare cayó sobre él como una capa y su ademán fue fácil y noble bajo la blasonadora riqueza.
Fue un hombre justo. La famosa definición que del orador hizo Quintiliano vir bonus dicendi peritus, varón bueno, diestro en el arte de hablar, le conviene singularmente. La pluralidad de sectas y razas, que a tantos suele exacerbar, halló palabras de aceptación en su pluma. Militaban en torno suyo católicos y anglicanos, cristianos y judíos, motilones y caballeros. La serenidad benigna de Browne unifica esos parcialismos. Escribió así (Religio Medici, 2):
No me sobresalta la presencia de un escorpión, de una salamandra, de una sierpe. En viendo un sapo o una víbora, no encuentro en mí deseo alguno de recoger una piedra para destruirlos. Dentro de mí no siento esas comunes antipatías que en los demás descubro: no me atañen las repugnancias nacionales ni miro con prejuicio al italiano, al español o al francés. Nací en el octavo clima, pero paréceme estoy construido y constelado hacia todos. No soy planta que fuera de un jardín no logra prosperar. Todos los sitios, todos los ambientes, me ofrecen una patria; estoy en Inglaterra en cualquier lugar y bajo cualquier meridiano. He naufragado, mas no soy enemigo del golfo y de los vientos: puedo estudiar o asolazarme o dormir en una tempestad. En suma, a nada soy adverso y mi conciencia me desmentiría si yo afirmase que odio absolutamente a ser alguno, salvo al Demonio. Si entre los comunes objetos de odio, hay tal vez uno que condeno y desprecio, es aquel adversario de la razón, la religión y la virtud, el Vulgo: numerosa pieza de monstruosidad que, separados, parecen hombre y las criaturas razonables de Dios, y confundidos, forman una sola y gran bestia y una monstruosidad más prodigiosa que la Hidra. Bajo el nombre de vulgo no sólo incluyo gente ruin y pequeña; entre los caballeros hay canalla y cabezas mecánicas, aunque sus caudales doren sus tachas y sus talegas intervengan en pro de sus locuras.
El párrafo que acabo de traducir es significativo de la habitualidad de Browne, de la cotidianidad de su modo: cosa importante en un autor. Ella, y no aciertos o flaquezas parciales, deciden de una gloria. Diversamente ilustre es éste y más poético que cuantos versos conozco:
Pero la iniquidad del olvido dispersa a ciegas su amapola y maneja el recuerdo de los hombres sin atenerse a méritos de perpetuidad. ¿Qué si no lástima hemos de otorgar al fundador de las Pirámides? Vive Erostrato que incendió el templo de Diana, casi está perdido el que lo hizo; perdonaron los siglos el epitafio del caballo de Adriano y desbarataron el suyo. Vanamente medimos nuestra dicha con el apoyo de nuestros claros renombres, pues los infames son de igual duración. ¿Quién nos dirá si los mejores son conocidos, quién si no yacen olvidados, varones más notables que cuantos fueran en el censo del tiempo? Sin el favor del imperecedero registro, el primer hombre sería tan ignoto como el último y la larga vida de Matusalén fuera toda su crónica. El olvido es insobornable. Los más han de avenirse a ser como si nunca hubieran sido y a figurar en el registro de Dios, no en la noticia humana… En vano esperan inmortalidad individuos, o garantías de recuerdo, en preservaciones bajo la luna: es ilusoria su esperanza, hasta en sus mentiras allende el sol y en sus artificios prolijos para subir al firmamento sus nombres. La diversa cosmografía de ese lugar ha variado los signos de constelaciones compuestas: piérdese Menrod en Orión, y Osiris en la Canícula. En los cielos buscamos incorrupción y son iguales a la tierra. Nada conozco rigurosamente inmortal, salvo la propia inmortalidad: aquello que no supo de comienzo, puede ignorar un fin; todo otro ser es adjetivo y el aniquilamiento lo alcanza… Pero el hombre es bestia muy noble, espléndida en cenizas y autorizada en la tumba, solemnizando natividades y decesos con igual brillo y aparejando ceremonias bizarras para la infamia de su carne. (Urn Burial, 1658.)
Narra Lope de Vega que encareciéndole a un gongorista la claridad que para deleitar quieren los versos, éste le replicó: También deleita el ajedrez. Réplica, que sobre sus dos excelencias de enrevesar la discusión y de sacar ventaja de un reproche (pues cuanto más difícil es un juego, tanto es más apreciado) no es otra cosa que un sofisma. No quiero persuadirme de que la obscuridad haya sido en momento alguno, meta del arte. Es increíble que generaciones enteras se atareasen a sólo enigmatizar… La cesárea latinidad de Sir Thomas Browne y mi urgencia en justificarlo me llevan a esta reflexión.
Hay una crítica idolátrica y torpe que, sin saberlo, personaliza en ciertos individuos los tiempos y lo resuelve todo en imaginarias discordias entre el aislado semidiós que destaca y sus contemporáneos o maestros, siempre remisos en confesar su milagro. Así, la crítica española nos está armando un Luis de Góngora que ni deriva de Fernando de Herrera ni fue coetáneo de Hortensio Félix Paravicino ni sufrió dura reducción al absurdo en los escritos de Gracián. No creo en tales monstruos y juzgo que la mayor grandeza de un hombre estriba en responder con su tiempo y en ocuparse con los afanes y lizas que son populares en él. Browne alcanzó a latinizar con excepcional eficacia, pero el arrimarse al latín fue voluntad común de los escritores de su época.
Es conjetura mía que la frecuente latinidad de su tiempo no fue un mero halago sonoro ni una artimaña para ampliar el discurso, sino un ahínco de universalidad y claridad. Dos acepciones hay en las palabras de las lenguas romances: una, la consentida por el uso, por los caprichos regionales, por los vaivenes del siglo; otra, la etimológica, la absoluta, la que se acuerda con su original latino o helénico. (Conste que el inglés, en cuanto a repertorio intelectual, es romance.) Los latinistas del siglo XVII se atuvieron a esta segunda y primordial acepción. Su actividad fue inversa de la que ejercen hoy los académicos, a quienes atarea lo privativo del lenguaje: los refranes, los modismos, los idiotismos. Contra sus dicharachos castizos trazó la pluma de Quevedo, tres siglos ha, el doctoral Cuento de cuentos y la carta que lo precede.
Quiero también rememorar las razones que en lo atañedero a este asunto, dejó don Diego de Saavedra Fajardo, en la estudiosa prefación de su Corona gótica:
En el estilo procuro imitar a los Latinos que con brevedad y con gala explicaron sus conceptos, despreciando los vanos escrúpulos de aquellos que afectando en la Lengua Castellana la pureza y castidad de las vozes, la hazen floxa y desaliñada.




En Inquisiciones (1925)
Luego incluido en Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, Luna de enfrente
Buenos Aires, 2016 (1ª edición)
© 1995, 1996, María Kodama
© 2016 Random House Mondadori /Editorial Sudamericana

También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Images: Sir Thomas Browne. Oil painting
 The Works of the Learned Sir Thomas Brown...
London: Printed for Tho. Basset, Ric. Chiswell, Tho. Sawbridge, Charles Mearn, 

and Charles Brome, first edition, 1686 Source


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