2/7/18

Esteban Peicovich: ¿A dónde vamos, Borges?







— ¿A dónde vamos, Borges? ¿Hacia Abel o hacia Caín?
— Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir.

Dios, muerte, cielo, infierno, espejo, laberinto… le caen de la boca como gotas. Son sus palabras esqueleto. Las que lo tienen de pie, despierto, aunque no parezca otra cosa que un árido y pálido hombre de papel. Que eso es por fuera. O mucho más: un animal fugado de la historia, hecho con piel de cinta de moebius, zapatos iguales a lo largo de 86 años. Ausencia de color, ojos cruzados sobre la cabeza de uno, ojos que siguen huellas de voces. Hijo, repetidor de Homero tres mil años después, ajeno de tan solo, valiente de tan solo, habitante de aviones, discursos, recuerdos, cajas chinas, perfumes, caminos que no ve.

¿Qué hace ahora bajando de mi brazo en un ascensor Otis? ¿Cómo será descender ciego en un ascensor que ya tiene su propia ceguera vertical? Le aprieto el brazo para que no se caiga. Para que no tiemble más. Hay algo hueco en ese brazo, en este cuerpo de años asqueados de vivir el péndulo escaso que va del día hacia la noche. Parece tener miedo este Borges secuestrado así, en el hotel, por un cronista (que responde a Cronos), y tiembla. Es un maniquí de cera que parece derretirse ante el zumbido tonto del Otis que nos baja. Y al salir, en un segundo se repone, tieso, moviendo su bastón (que no es blanco como el de los ciegos que no ven). 

1956

Lo visito para invitarlo a dar una conferencia en Berisso y lo primero que pregunta es si ese pueblo existe. Le doy pruebas verbales y al final acepta. Un glorioso sábado de primavera, un Borges que aún veía llegó acompañado de la fascinante Cecilia Ingenieros, bailarina por libre, de altos remos, con look de Pina Bausch. Borges habló sobre Almafuerte, voluntarioso y ético poeta local de quien concluyó afirmando que era el Walt Whitman argentino. Su juicio nos suspendió el juicio, pero dada nuestra ignorancia y siendo que lo decía un gurú, así quedó. Pero minutos después nos volvió a mover el piso. Aseguró que Almafuerte también se parecía a Poe por esto y a Séneca por aquello. Borges era afecto a esta juguetería crítica. Al decirlo, sonreía para sí. Parecía un niño diciendo lo que se le cantara a su imaginación.
1958
Esa noche en Ezeiza apareció huraño. Volvía de seis meses en Texas y ante las preguntas de apuro se echó en el sillón, apoyó ambas manos en su bastón, y se tomó su tiempo. Comenzó a responder con monosílabos o breves frases de huida. Y no aparecía la noticia. Hasta que, para salir del acoso y ante la pregunta acerca de qué diferencia de costumbres le había impresionado más, dijo:
–Aquí, en la Argentina, se puede conversar todavía. A mí me gusta conversar con los chauffers, con los mozos de café. En España he conversado con un pastor en la sierra del Guadarrama. Con un pastor, ¿se imagina? Fui feliz. En Estados Unidos en cambio no se puede dialogar ni con un profesor. Allá la gente la pasa diciendo “Yea” y “Okay”. Una serie de sonidos básicos. Tanto es así que en la universidad dan cursos de conversación.
Ya reanimado, arrancó con una historia que confesó no iría a olvidar nunca.
–Es sobre un cowboy.
Y entró a relatar las penurias vividas en un condado tejano por los crímenes de un cowboy. Nada que sirviera para apoyar la nota. Hasta que el mejor Borges afloró del interior de un adjetivo. Fue cuando dijo que se trataba de un cowboy (hizo una pausa)
–… negro.
Ahora sí había llegado Borges. Y pasó a contar la captura y el enjuiciamiento, y que ya junto a la horca el marshall le anunció que tenían por costumbre dejar que los reos antes de morir dijeran unas palabras.
–Yo no estoy aquí para hablar sino para morir –respondió el cowboy.
(O el mismísimo Borges, pues tuve la impresión de que esa historia la acababa de inventar para dar el tema, el título y quitarse de encima al cronista).
1977
Cuando, paseando de su brazo, Borges le confesó al cronista que rezaba de noche.
1978
Tras cinco horas en el trencito trocha angosta que va de Cuzco a Machu Picchu, Borges boquea por la altura; María apenas puede sostenerlo y entonces el cronista lo lleva en brazos como si fuera un niño. Ya en el hotel vecino al templo agradeció la asistencia, pero criticó al periodismo. Al preguntarle el porqué de su rechazo, contestó con casi un epitafio a la profesión:
–Menos pregunta Dios y perdona.
1979
El lunes 21 de abril, creyéndose solo en la trastienda de una sastrería teatral de Madrid, tras haberse probado con éxito el jacquet para la ceremonia de recepción del Premio Cervantes, apoyado en su báculo negro de 16 dólares, no repara que a su lado, ladino y silencioso, el cronista se deleitaba escuchándolo cantar, en voz alta, la milonga Los orientales. Tras unos minutos, el cronista se presentó y le pidió una entrevista:
–¿Hablamos Borges?
–Sería bueno hacerlo en un pacto de mutuo olvido. Detesto la publicidad.
Por la noche, tras la cena de honor, se le comentó:
–¿Qué le pareció la paella, Borges?
–Muy buena, porque cada arroz ha mantenido su individualidad.
1983
–¿A dónde vamos, Borges?, ¿hacia dónde cree usted que va el hombre?, ¿hacia Abel o hacia Caín?
–Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir. [SIC la repetición]
2006
Un calendario fraguado insiste en datar que pasaron veinte años desde el día en que Borges saltó de este mundo a otro. O a varios. No tomo en serio el dato, aunque acepto, por elegancia social, el folklore de la efeméride y recuerdo con emoción los momentos que, como cronista, me aproximaron al Monstruo. También los dichos que por su tino (pero más por su desatino) siguen latiendo alegres en la memoria. Pretendo decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a veinte años de esa presunción, recordarlo puede ser borgeanamente aceptable. Y de ser así, nada mejor que un buen trago “leído” de Borges.
Un Borges. Bebida espiritual que fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Más en tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que sean muchos los que sepan quién fue Borges. Ese opa genial y flor azteca de una cultura mundial, pero invertebrada, como es la argentina. Un escritor mayor (y decimos poco). Una entera literatura en expansión (y decimos lo justo).
Por animista y maniático que soy me gusta sostener que Borges, después de Ginebra, se recicló en ballena (para su caso blanca) y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Con cuerpo cada vez mayor, pues cada día son más los individuos engullidos por él. Para ello se preparó. Primero quemó sus ojos leyendo todos los libros del mundo y luego abrió otros nuevos para refutar a los primeros y diseñar una imaginería a su gusto. Concluida la tarea, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Fue su estrategia para hacerse de nosotros y continuar procreándose a través de sus lectores. Esta decisión la tomó en Ginebra, aquel aparente día de 1986. Pasados 20 años sobran testigos y pruebas de que abandonó hace rato el simulado almácigo contiguo al de Calvino, y que ya no “sobremuere” en ese camposanto suizo, como el periodismo divulga y los turistas creen.
Creo que esta cabriola borgiana persigue la recuperación del imaginario del mundo, que (como comprobamos a diario) se vacía de modo triste y veloz. En sólo dos décadas, su poder de encantamiento generó cientos de miles de nuevos lectores que pasaron a compartir la cosmogonía Borges. Esa fantástica biblioteca andante del planeta en cuyo interior vivimos y en la que todos en parte somos Borges. No hay modo de abandonar su área de influencia. O hay sólo una, intuida por ese áspero genio que fue Witold Gombrowicz y que dio a conocer en su último minuto de Argentina, cuando con pie en el estribo del barco entregó a sus sofocados apóstoles la única fórmula de escape generacional que a su juicio les quedaba: “Muchachos, maten a Borges”.
Pero ¿quién va y mata a semejante niño? Borges cruzó toda su biografía de 86 años portando intacto al niño que no quiso dejar de ser. Al que preservó de normas, cursilería, banalidad y de la adulterada adultez. Borges fue, de todos los grandes niños de la literatura (el más aterrado fue Kafka; el más indócil, Rimbaud), quien alcanzó a mantener más tiempo consigo la inocencia inicial.
Quedaría quitarlo de la memoria. Pero también esa vía nos cerró: “Sólo una cosa no hay. Y es el olvido”. Con lo cual estamos destinados a vivir con un Borges portátil. A quedar (para nuestra felicidad) al albur de las sorpresas que siguen saliendo de su obra, que no cesa de recrearse. Así estamos. Bajo el paraguas de ese vasto sustantivo, Borges, a quien alguna vez Ernesto Sabato reconoció Gran Poeta y retrató con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.


Texto: Homenaje I: ¿A dónde vamos, Borges? por Esteban Peicovich
incluido en Revista La Nación agosto 2006: "20 años sin él"
(momentos de la relación que ambos mantuvieron durante 
más de tres décadas en diversos lugares del mundo)

También, con modificaciones, en El palabrero

Imagen: Borges en foto cortesía de Esteban Peicovich y Daniel Merle
para La Nación




1/7/18

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Jueves, 7 de julio de 1960)








Jueves, 7 de julio. Come en casa Borges. Leemos cuentos. BORGES: «En no sé qué revista francesa de cinematógrafo, se dijo algo sobre un festival celebrado en un pequeño país tropical sudamericano: el Uruguay. Ni corto ni perezoso, Sabato escribió una carta de protesta. ¿Te das cuenta, qué imbécil? Aseguraba que el país no era tropical y en cuanto a lo de pequeño preguntaba si sabían que tres grandes poetas franceses habían nacido en él: Laforgue, Lautréamont y Supervielle. Yo le dije que de
verdad éramos, el Uruguay y la Argentina, prácticamente tropicales y que el hecho de que tres poetas franceses hubieran nacido por casualidad no probaba que el país fuera grande; no probaba nada. Debí preguntarle por qué cometía el galicismo de creer que Lautréamont y Supervielle eran grandes poetas. Lo que molesta es que Sabato siempre habla para que lo aplaudan. Espera que uno comente: "Qué bien. Qué valiente. Qué gracioso. Qué agudo". Y naturalmente dice idioteces. Esos libros, Heterodoxia y Uno y el universo, no son otra cosa que colecciones de frases que esperan el aplauso, la exclamación admirativa del lector. Pertenecen a la peor tradición francesa. Que en un país nazca un poeta de otro país, que escribe en otra lengua y está en otra tradición, no significa mucho. Sin querer entrar en un contrapunto: si no supiéramos que Hudson vivió muchos años aquí y empleó sus recuerdos como tema de sus libros, no lo consideraríamos un escritor argentino. Pero a Supervielle el Uruguay lo único que le da, de vez en cuanto, es un elemento decorativo y exótico, generalmente equivocado, para uno de esos poemas que son cuadritos ridículos, como cuando habla del ombú encorvado por la pena, que piensa acaso en un sauce».

BORGES: «Con el tiempo, todas las convenciones literarias parecerán absurdas: quiero decir que a cada una le llegará el momento de parecer absurda. Un día parecerá absurdo el recurso, inventado por Whitman, de poner nombres propios; nombres de personas y de lugares. Dirá la gente que esos nombres, que ahora se ponen con propósitos nostálgicos, quitan toda realidad y convierten los cuentos y las novelas en guías y planos. Así es Peyrou en su novela: el protagonista no da un paso en Buenos Aires sin mencionar la calle; no bebe una cerveza sin nombrar el bar. Parecería una persona que acaba de llegar a una ciudad y se fija en todo para no perderse; tiene un ratito, porque va a embarcarse de nuevo, y tiene miedo de perderse y quedarse ahí. En su propia ciudad uno anda más distraídamente y no recuerda con tanta precisión si iba por Suipacha, si entró en el bar de Rodríguez o en el de Pérez».

Hablamos de Baroja, cuyos libros de memorias estuve leyendo, y de los cuales le leí párrafos. Él, pensando que divertiría a su madre, compró El escritor, según él y según él y los críticos; con su madre anoche leyeron algunos capítulos. BIOY: «¿Seguís leyendo a Baroja?». BORGES: «No. No se puede leer. Es inútil. Uno lee y lee un libro así y no saca nada. Más aceite da un ladrillo. Baroja es la decadencia de Montaigne. O de Whitman. El libro se basa en la suposición de que todo lo que le pasa a un hombre es encantador. Pero Montaigne, o Whitman, o Bloy, están más estilizados». BIOY: «Baroja, como decía Weibel-Richard de Luc Durtain, il est là. Está como un asado en el asador». BORGES: «Coexiste en el espacio. Está como un objeto. Sí, como un asado en el asador. Y no creas que tiene rigor para pensar. Dice que la vida de un carpintero puede ser más interesante que la de un militar, escrita (esta última) con una retórica manida. Lo de la retórica manida es inútil; está de más; perjudica su argumento. Si quiere decir que la vida más simple puede ser más interesante que la más compleja, no debe agregar lo de la retórica manida; yo creo que él quiere decir que a veces, y escritas de igual modo, la más simple puede ser la más interesante. ¿O quiere decir que la vida militar sólo puede escribirse con una retórica manida? ¿Por qué? La vida de Lawrence, en Los siete pilares de la sabiduría, está escrita con retórica, pero no manida. Se ve que ha leído muy poco. Todo el tiempo uno cree que la frase lo va a llevar a determinada cita, a determinado verso o párrafo; uno los espera, Baroja pasa muy cerca, pero pasa de largo».



En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Fotos de la muestra Borges por Bioy Casares
Teatro Colón de Buenos Aires, junio de 2016

30/6/18

Jorge Luis Borges: El nacionalismo y Tagore (1961)







A fines de la primera guerra mundial, Tagore publicó en San Francisco tres conferencias cuyo tema común era el examen y la reprobación del nacionalismo. Desde 1917 ha cambiado el contexto (digámoslo así) de la obra; nadie ha olvidado que en Italia y en Alemania dos dictadores profesaron abiertamente el nacionalismo, uno con énfasis, otro con énfasis y con despiadada eficacia. Ahora, bajo la inocente máscara del marxismo, el gobierno de Rusia también está ejerciendo el nacionalismo. A los acontecimientos que he enumerado cabría agregar otros, que puede suplir el lector; ninguno de ellos invalida, en 1961, el libro que Tagore escribió hace ya casi medio siglo. El énfasis retórico y cierta resignación oriental al uso de lugares comunes no logran ocultar la agudeza del pensamiento de su autor.

Que a la India le falta sentido histórico es una observación que todos los orientalistas han hecho. Hacia 1910, Hermann Oldenberg quiso rebatir esta idea y alegó dos libros famosos de la literatura clásica, uno de Ceylán y otro de Kashmir; su probidad no le permitió silenciar que el primero registra dinastías de serpientes que preceden a las dinastías humanas y que el segundo habla de reyes que gobiernan cien o doscientos años después de la muerte de los hijos que los suceden. Deussen ha escrito que los hindúes nunca se rebajaron a la tarea egipcia de contar sombras; Tagore explica las imprecisiones o extravagancias de la cronología de la India por el desdén que otorgan los hindúes a los hechos políticos. La eternidad les interesa, no el tiempo.

Consideremos ahora la tesis general de la obra. Tagore no investiga las razones mentales o económicas del nacionalismo, aunque admite la parte preponderante que les corresponde a la soberbia y a la codicia. Para Tagore, la raíz del mal está en la nación o, si se prefiere, en la forma misma de los estados occidentales, que engendra fatalmente el nacionalismo y su sombra sangrienta, el imperialismo. Tagore tenía por Inglaterra un amor personal, que lo movió a escribir estas palabras: "Hemos sentido la grandeza de esta gente como se siente el sol, pero su nación es para nosotros una niebla sofocante y espesa que oculta al mismo sol". Cifraba en Inglaterra las mejores virtudes del Occidente, pero le resultaba intolerable que la forma política de ese pueblo rigiera a los hindúes. En la página 131 se lee: "No estoy en contra de una nación en particular, pero sí en contra de la idea general de todas las naciones. ¿Qué es una nación? Es un pueblo entero bajo la especie de un poder organizado. Esta organización promueve incesantemente el poderío y la eficacia del pueblo, pero su tenaz voluntad desvía las energías humanas de su naturaleza más alta, donde moran el sacrificio y el impulso creador. Es así como la capacidad de sacrificio del individuo se desvía de su verdadero fin, que es moral, para servir a la organización, que es mecánica. Ello le otorga un sentimiento de exaltación moral que lo hace infinitamente peligroso a la humanidad. No lo incomoda su conciencia cuando puede transferir su responsabilidad a esa máquina, que es la criatura de su intelecto y no de su total personalidad. Mediante este artificio, un pueblo que ama la libertad perpetúa la esclavitud en vastas regiones del mundo, fortalecido por la convicción halagüeña de haber cumplido con su deber".

Shaw rechazaba el capitalismo, que condena a los unos a la pobreza y a los otros al tedio; parejamente Rabindranath Tagore rechazaba el imperialismo, que disminuye a los oprimidos y al opresor. La cultura oriental y la occidental se conjugaron en este hombre, que manejó los dos instrumentos del inglés y del bengalí; en cada página de este libro conviven la afirmación asiática de las ilimitadas posibilidades del alma y el recelo que la máquina del estado inspiraba a Spencer.

El nacionalismo tienta a los hombres no sólo con el oro y con el poder sino con la hermosa aventura, con la abnegada devoción y con la honrosa muerte. Tiene su calendario de verdugos pero también de mártires. Sufrir y atormentar se parecen, así como matar y morir. Quien está listo a ser un mártir puede ser también un verdugo y Torquemada no es otra cosa que el reverso de Cristo. 





Sur, Buenos Aires, n° 270, mayo-junio de 1961
Número homenaje en el centenario de Rabindranath Tagore (1861-1961)

Véase también Jorge Luis Borges: La llegada de Tagore

Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana








28/6/18

Jorge Luis Borges: Una vida de Evaristo Carriego






Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía. Creo también que el haberlo conocido a Carriego no rectifica en este caso particular la dificultad del propósito. Poseo recuerdos de Carriego: recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales habrán oscuramente crecido, en cada nuevo ensayo. Conservan, lo sé, el idiosincrásico sabor que llamo Carriego y que nos permite identificar un rostro en una muchedumbre. Es innegable, pero ese liviano archivo mnemónico —intención de la voz, costumbres de su andar y de su quietud, empleo de los ojos— es, por escrito, la menos comunicable de mis noticias acerca de él. Únicamente la trasmite la palabra Carriego, que demanda la mutua posesión de la propia imagen que deseo comunicar. Hay otra paradoja. Escribí que a las relaciones de Evaristo Carriego les basta la mención de su nombre para imaginárselo; añado que toda descripción puede satisfacerlos, sólo con no desmentir crasamente la ya formada representación que prevén. Repito esta de Giusti, en el número 219 de Nosotros: magro poeta de ojitos hurgadores, siempre trajeado de negro, que vivía en el arrabal. La indicación de muerte, presente en lo de trajeado siempre de negro y en el adjetivo, no faltaba en el vivacísimo rostro, que traslucía sin mayor divergencia las líneas de la calavera interior. La vida, la más urgente vida, estaba en los ojos. También los recordó con justicia el discurso fúnebre de Marcelo del Mazo. "Esa acentuación única de sus ojos, con tan poca luz y tan riquísimo gesto", escribió.
Carriego era entrerriano, de Paraná. Fue abuelo suyo el doctor Evaristo Carriego, escritor de ese libro de papel moreno y tapas tiesas que se llama con entera razón Páginas olvidadas (Santa Fe, 1895) y que mi lector, si tiene costumbre de revolver los turbios purgatorios de libros viejos de la calle Lavalle, habrá tenido en las manos alguna vez. Tenido y dejado, porque la pasión escrita en ese libro es circunstancial. Se trata de una suma de páginas partidarias de urgencia, en que todo es requisado para la acción, desde los latines caseros hasta Macaulay o el Plutarco según Garnier. Su valentía es de alma: cuando la legislatura del Paraná resolvió levantarle a Urquiza una estatua en vida, el único diputado que protestó fue el doctor Carriego, en oración hermosa aunque inútil. Carriego el antecesor es memorable aquí, no sólo por su posible herencia polémica sino por la tradición literaria de que se valdría el nieto después para borronear esas primeras cosas endebles que son la condición de las válidas.
Carriego era, de generaciones atrás, entrerriano. La entonación entrerriana del criollismo, afín a la oriental, reúne lo decorativo y lo despiadado igual que los tigres. Es batalladora, su símbolo es la lanza montonera de las patriadas. Es dulce: una dulzura bochornosa y mortal, una dulzura sin pudor, tipifica las más belicosas páginas de Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés. Es grave: la República Oriental, donde la entonación a que me refiero es más evidente, no ha escrito un solo buen humor, una sola dicha, desde los mil cuatrocientos epigramas hispanocoloniales propuestos por Acuña de Figueroa. Puesta a versificar, vacila entre la acuarela y el crimen; su tema no es la aceptación de destino del Martín Fierro, sino las calenturas de la caña o de la divisa, bien endulzadas. Está colaborando en ese sentir una efusión que no comprendemos, el árbol; una impiedad que no encarnamos, el indio. Su gravedad parece derivar de un más sobresaltado rigor: Sombra, porteño, conoció los derechos rumbos de la llanura, el arreo de las haciendas y un duelo ocasional a cuchillo; oriental, habría conocido también la carga de caballería de las patriadas, el duro arreo de hombres, el contrabando… Carriego sabía por tradición ese criollismo romántico y lo misturó con el criollismo resentido de los suburbios.
A las razones evidentes de su criollismo —linaje provinciano y vivir en las orillas de Buenos Aires— debemos agregar una razón paradójica: la de su alguna sangre italiana, articulada en el apellido materno Giorello. Escribo sin malicia; el criollismo del íntegramente criollo es una fatalidad, el del mestizado una decisión, una conducta preferida y resuelta. La veneración de lo étnico inglés que se lee en el «inspired Eurasian journalist» Kipling ¿no es una prueba más (si la fisonómica no bastara) de su tiznada sangre?
Carriego solía vanagloriarse «A los gringos no me basta con aborrecerlos; yo los calumnio», pero el desenfreno alegre de esa declaración prueba su no verdad. El criollo, con la seguridad de su ascetismo y del que está en su casa, lo considera al gringo un menor. Su misma felicidad le hace gracia, su apoteosis espesa. Es de común observación que el italiano lo puede todo en esta república, salvo ser tomado realmente en serio por los desalojados por él. Esa benevolencia con fondo completo de sorna, es el desquite reservado de los hijos del país.
Los españoles eran otra preferencia de su aversión. La acepción callejera del español —el fanático que ha reemplazado el auto de fe con el Diccionario de Galicismos, el mucamo en la selva de plumeros— era también la suya. Huelga añadir que esta previsión o prejuicio no le estorbó algunas amistades hispanas, como la del doctor Severiano Lorente, que parecía llevar consigo el tiempo ocioso y generoso de España (el ancho tiempo musulmán que engendró el Libro de las Mil y Una Noches) y que se demoraba hasta el alba, en el Royal Keller, ante su medio litro.
Carriego creía tener una obligación con su barrio pobre: obligación que el estilo bellaco de la fecha traducía en rencor, pero que él sentiría como una fuerza. Ser pobre implica una más inmediata posesión de la realidad, un atropellar el primer gusto áspero de las cosas: conocimiento que parece faltar a los ricos, como si todo les llegara filtrado. Tan adeudado se creyó Evaristo Carriego a su ambiente, que en dos distintas ocasiones de su obra se disculpa de escribirle versos a una mujer, como si la consideración del pobrerío amargo de la vecindad fuera el único empleo lícito de su destino.
Los hechos de su vida, con ser infinitos e incalculables, son de fácil aparente dicción y los enumera servicialmente Gabriel en su libro del novecientos veintiuno. Se nos confía en él que nuestro Evaristo Carriego nació en 1883, el 7 de mayo, y que rindió el tercer año del nacional y que frecuentaba la redacción del diario La Protesta y que falleció el día 13 de octubre del novecientos doce, y otras puntuales e invisibles noticias que encargan despreocupadamente a quien las recibe el salteado trabajo del narrador, que es restituir a imágenes los informes. Yo pienso que la sucesión cronológica es inaplicable a Carriego, hombre de conversada vida y paseada. Enumerarlo, seguir el orden de sus días, me parece imposible; mejor buscar su eternidad, sus repeticiones. Sólo una descripción intemporal, morosa con amor, puede devolvérnoslo.
Literariamente, sus juicios de condenación y de elogio ignoraban la duda. Era muy alacrán: maldecía de los más justificados nombres famosos con esa evidente sinrazón que suele no ser más que una cortesía al propio cenáculo, una lealtad de creer que la reunión presente es perfecta y no podría ser mejorada por la adición de nadie. La revelación de la capacidad estética de la palabra se operó en él, como en casi todos los argentinos, mediante los desconsuelos y los éxtasis de Almafuerte: afición que la amistad personal corroboró después. El Quijote era su más frecuente lectura. Con Martín Fierro debe haber ejercido el proceder común de su tiempo: unas apasionadas lecturas clandestinas cuando muchacho, un gusto sin dictamen. Era aficionado también a las calumniadas biografías de guapos que hizo Eduardo Gutiérrez, desde la semirromántica de Moreira hasta la desengañadamente realista de Hormiga Negra, el de San Nicolás (¡del Arroyo y no me arrollo!). Francia, país entonces de recomendado entusiasmo, había subdelegado para él su representación en Georges D’Esparbés, en alguna novela de Víctor Hugo y en las de Dumas. También solía publicar en su conversación esas preferencias guerreras. La muerte erótica del caudillo Ramírez, desmontado a lanzazos del caballo y decapitado por defender a su Delfina, y la de Juan Moreira, que pasó de los ardientes juegos del lupanar a las bayonetas policiales y los balazos, eran muy contadas por él. No descuidaba la crónica de su tiempo: las puñaladas de bailecito y de esquina, los relatos de hierro que dejan recaer su valor en quien está contándolos. Su conversación —escribía Giusti después— evocaba los patios de vecindad, los quejumbrosos organillos, los bailes, los velorios, los guapos, los lugares de perdición, su carne de presidio y de hospital. Los hombres del centro, le escuchábamos encariñados, como si nos contase fábulas de un lejano país. Él se sabía delicado y mortal, pero leguas rosadas de Palermo estaban respaldándolo.
Escribía poco, lo que significa que sus borradores eran orales. En la caminada noche callejera, en la plataforma de los Lacroze, en las tardías vueltas a casa, iba tramando versos. Al otro día —por lo común después de almorzar, hora veteada de indolencia pero sin apurones— los precisaba en el papel. Ni fatigó la noche ni se atrevió jamás a la ceremonia desconsolada de madrugar para escribir. Antes de entregar un original, ponía a prueba su inmediata eficacia, leyéndolo e repitiéndolo a los amigos. De éstos, uno que se menciona invariablemente es Carlos de Soussens.
La noche que Soussens me descubrió, era una de las fechas acostumbradas en la conversación de Carriego. Éste lo quería y lo malquería por razones iguales. Le gustaba su condición de francés, de hombre asimilado a los prestigios de Dumas padre, de Verlaine y de Napoleón; le molestaba su condición anexa de gringo, de hombre sin muertos en América. Además, el oscilante Soussens era más bien un francés aproximativo: era, como él circunloqueaba y repitió Carriego en un verso, caballero de Friburgo, francés que no alcanzaba a francés y no salía de suizo. Le gustaba, en abstracto, su condición libérrima de bohemio; le molestaba —hasta la reflexión pedagógica y la censura— su complicada haraganería, su alcoholización, su rutina de postergaciones y de enredos. Esa aversión dice que el Evaristo Carriego de la honesta tradición criolla era el esencial y no el trasnochador de Los inmortales.
Pero el amigo más real de Carriego fue Marcelo del Mazo, que sentía por él esa casi perpleja admiración que el instintivo suele producir en el hombre de letras. Del Mazo, escritor olvidado con injusticia, ejercía en el arte la misma cortesía exacerbada que en el trato común, y las piedades o las delicadezas del mal eran su argumento. Publicó en 1910 Los vencidos (segunda serie), libro ignorado que reserva unas páginas virtualmente famosas, como la diatriba contra las personas de edad —menos entigrecida pero mejor observada que la de Swift (Travels into Several Remote Nations, III, 10)— y la que se llama La última. Otros escritores de la amistad de Carriego fueron Jorge Borges, Gustavo Caraballo, Félix Lima, Juan Más y Pi, Alvaro Melián Lafinur, Evar Méndez, Antonio Monteavaro, Florencio Sánchez, Emilio Suárez Calimano, Soiza Reilly.
Declaro ahora sus amistades de barrio, en las que fue riquísimo. La más operativa fue la del caudillo Paredes, entonces el patrón de Palermo. Esa amistad la buscó Evaristo Carriego a los catorce años. Tenía la lealtad disponible, inquirió el nombre del caudillo de la parroquia, le noticiaron quién, lo buscó, se abrió camino entre los fornidos pretorianos de chambergo alto, le dijo que él era Evaristo Carriego, de Honduras. Esto sucedió en el mercado que está en la plaza Güemes; el muchacho no se movió hasta el alba de ahí, codeándose con guapos, tuteando —la ginebra es confianzuda— a asesinos. Porque la votación se dirimía entonces a hachazos, y las puntas norte y sur de la capital producían, en razón directa de su población criolla y de su miseria, el elemento electoral que los despachaba. Ese elemento operaba en la provincia también: los caudillos de barrio iban donde los precisaba el partido y llevaban sus hombres. Ojo y acero —ajados nacionales de papel y profundos revólveres— depositaban su voto independiente. La aplicación de la ley Sáenz Peña, el novecientos doce, desbandó esas milicias. No le hace; la desvelada noche que referí es de 1897 recién, y manda Paredes. Paredes es el criollo rumboso, en entera posesión de su realidad: el pecho dilatado de hombría, la presencia mandona, la melena negra insolente, el bigote flameado, la grave voz usual que deliberadamente se afemina y se arrastra en la provocación, el sentencioso andar, el manejo de la posible anécdota heroica, del dicharacho, del naipe habilidoso, del cuchillo y de la guitarra, la seguridad infinita. Es hombre de a caballo también, porque se ha criado en un Palermo anterior a este del carreraje, en el de la distancia y las quintas. Es el varón de los asados homéricos y del contrapunto incansable. Del contrapunto dije; a los treinta años de esa cargada noche me dedicaría unas décimas, de las que no olvidaré este acierto impensado, esta resolución de amistad:
A usté, compañero Borges,
Lo saludo enteramente.
Es visteador de ley, pero malevo que ha querido faltarle ha sido sujetado, no con el fierro igual, sino con el rebenque mandón o con la mano abierta, para mantener disciplina. Los amigos, lo mismo que los muertos y las ciudades, colaboran en cada hombre, y hay renglón de «El alma del suburbio»: pues ya una vez lo hizo caer de un hachazo, en que parece retumbar la voz de Paredes, ese trueno cansado y fastidiado de las imprecaciones criollas. Por Nicolás Paredes conoció Evaristo Carriego la gente cuchillera de la sección, la flor de Dios te libre. Mantuvo por un tiempo con ellos una despareja amistad, una amistad profesionalmente criolla con efusiones de almacén y juramentos leales de gaucho y vos me conocés che hermano y las otras morondangas del género. Ceniza de esa frecuentación son las algunas décimas en lunfardo que Carriego se desentendió de firmar y de las que he juntado dos series: una agradeciéndole a Félix Lima el envío de su libro de crónicas, Con los nueve; otra, cuyo nombre parece una irrisión de Dies irae, llamada Día de bronca y publicada sobre el seudónimo El Barretero en la revista policial L. C. En el suplemento de este segundo capítulo copio algunas.
No se le conocieron hechos de amor. Sus hermanos tienen el recuerdo de una mujer de luto que solía esperar en la vereda y que mandaba cualquier chico a buscarlo. Lo embromaban: nunca le sonsacaron su nombre.
Arribo a la cuestión de su enfermedad, que pienso importantísima. Es creencia general que la tuberculosis lo ardió: opinión desmentida por su familia, aconsejada tal vez por dos supersticiones, la de que es denigrativo ese mal, la de que se hereda. Salvo sus deudos, todos aseveran que murió tísico. Tres consideraciones vindican esa general opinión de sus amistades: la inspirada movilidad y vitalidad de la conversación de Carriego, favor posible de un estado febril; la figura, insistida con obsesión, de la escupida roja; la solicitud urgente de aplauso. Él se sabía dedicado a la muerte y sin otra posible inmortalidad que la de sus palabras escritas; por eso, la impaciencia de gloria. Imponía sus versos en el café, ladeaba la conversación a temas vecinos de los versificados por él, denigraba con elogios indiferentes o con reprobaciones totales a los colegas de aptitud peligrosa; decía, como quien se distrae, mi talento. Además, había preparado o se había agenciado un sofisma, que vaticinaba que la entera poesía contemporánea iba a perecer por retórica, salvo la suya, que podía subsistir como documento —como si la afición retórica no fuera documental de un siglo, también. "Tenía sobrada razón —escribe del Mazo— al requerir personalmente la atención general hacia su obra. Comprendía que la consagración lentísima alcanza en vida a contados ancianos, y subiendo que no produciría en amontonamiento de libros, abría el espíritu ambiente a la belleza y gravedad de sus versos". Ese proceder no significaba una vanidad: era la parte mecánica de la gloria, era una obligación del mismo orden que la de corregir las pruebas. La premonición de la incesante muerte la urgía. Codiciaba Carriego el futuro tiempo generoso de los demás, el afecto de ausentes. Por esa abstracta conversación con las almas, llegó a desentenderse del amor y de la desprevenida amistad, y se redujo a ser su propia publicidad y su apóstol.
Puedo intercalar una historia. Una mujer ensangrentada, italiana, que huía de los golpes de su marido, irrumpió una tarde en el patio de los Carriego. Éste salió indignado a la calle y dijo las cuatro duras palabras que había que decir. El marido (un cantinero vecino) las toleró sin contestación, pero guardó rencor. Carriego, sabiendo que la fama es artículo de primera necesidad, aunque vergonzante, publicó un suelto de vistosa reprobación en Ultima Hora sobre la brutalidad de ese gringo. Su resultado fue inmediato: el hombre, vindicada públicamente su condición de bruto, depuso entre ajenas chacotas halagadoras el malhumor; la golpeada anduvo sonriente unos días; la calle Honduras se sintió más real cuando se leyó impresa. Quien así podía traslucir en los otros esa apetencia clandestina de fama, adolecía de ella también.
La perduración en el recuerdo de los demás lo tiranizaba. Cuando alguna definitiva pluma de acero resolvió que Almafuerte, Lugones y Enrique Banchs integraban ya el triunvirato —¿o sería el tricornio o el trimestre?— de la poesía argentina, Carriego proponía en los cafés la deposición de Lugones, para que no tuviera que molestar su propia inclusión ese arreglo ternario.
Las variantes raleaban: sus días eran un solo día. Hasta su muerte vivió en el 84 de Honduras, hoy 3784. Era infaltable los domingos en casa nuestra, de vuelta del hipódromo. Repensando las frecuencias de su vivir —los desabridos despertares caseros, el gusto de travesear con los chicos, la copa grande de guindado oriental o caña de naranja en el vecino almacén de Charcas y Malabia, las tenidas en el bar de Venezuela y Perú, la discutidora amistad, las italianas comidas porteñas en la Cortada, la conmemoración de versos de Gutiérrez Nájera y de Almafuerte, la asistencia viril a la casa de zaguán rosado como una niña, el cortar un gajito de madreselva al orillar una tapia, el hábito y el amor de la noche— veo un sentido de inclusión y de círculo en su misma trivialidad. Son actos comunísticos, pero el sentido fundamental de común es el de compartido entre todos. Esas frecuencias que enuncié de Carriego, yo sé que nos lo acercan; lo repiten infinitamente en nosotros, como si Carriego perdurara disperso en nuestros destinos, como si cada uno de nosotros fuera por unos segundos Carriego. Creo que literalmente así es, y que esas momentáneas identidades (¡no repeticiones!) que aniquilan el supuesto correr del tiempo, prueban la eternidad.
Inferir de un libro las inclinaciones de su escritor parece operación muy fácil, máxime si olvidamos que éste no redacta siempre lo que prefiere, sino lo de menor empeño y lo que se figura esperan de él. Esas borrosas imágenes suficientes de campo de a caballo, que son el fondo de toda conciencia argentina, no podían faltar en Carriego. En ellas hubiera querido vivir. Otras incidentales (de azar domiciliario al principio, de ensayo aventurero después, de cariño al fin) eran, sin embargo, las que defenderían su memoria: el patio que es ocasión de serenidad, rosa para los días, el fuego humilde de San Juan, revolcándose como un perro en mitad de la calle, la estaca de la carbonería, su bloque de apretada tiniebla, sus muchos leños, la mampara de fierro del conventillo, los hombres de la esquina rosada. Ellas lo confiesan y aluden. Yo espero que Carriego lo entendió así alegre y resignadamente, en una de sus callejeras noches finales; yo imagino que el hombre es poroso para la muerte y que su inmediación lo suele vetear de hastíos y de luz, de vigilancias milagrosas y previsiones.





En Evaristo Carriego (1930), II

Imágenes: Evaristo Carriego - Casa de Evaristo Carriego 
Dibujos de José María Mieravilla - Fuente



26/6/18

Jorge Luis Borges: Mañana* (1921)






A Antonio M. Cubero

Las banderas cantaron sus colores
      y el viento es una vara de bambú entre las manos
El mundo crece como un árbol claro
                     Ebrio como una hélice
      el sol toca la diana sobre las azoteas
      el sol con sus espuelas desgarra los espejos
Como un naipe mi sombra
      ha caído de bruces sobre la carretera
Arriba         el cielo vuela
      y lo surcan los pájaros como noches errantes
La mañana viene a posarse fresca en mi espalda.


























En Ultra**, 50, Madrid, Año 1, N° 1, 27 de enero de 1921

Y además en Rythmes rouges, con el título "Matin" (Pléiade, 1993, pág. 36)

Luego, en Textos recobrados 1919-1929
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Notas

* Citado en Monegal, 1987, pág. 150

**La revista Ultra estaba dirigida por un comité anónimo, aunque Humberto Rivas, hermano de J. Rivas Panedas, hacía las veces de director. (Pléiade, 1993, pág. 1711.) Se publicaron veinticuatro números hasta febrero de 1922.
"He recibido el primer número de Ultra de Madrid. Gran formato, una prosa muy bella de Cansinos encabezando bellas prosas de Panedas y Parra, un poema mío y además un artículo donde he derramado algo de bilis sobre la cabeza de Romain Rolland..." (Carta a Maurice Abramowicz)


Imágenes

Arriba, Manuscrito de Mañana de Borges, por su hermana Norah
para Ultra Año I, n° 1 (27 de enero de 1921) incluido en Proa:
"Borges: Cien años" Julio/Agosto 1999

Abajo, portada y página que incluye "Mañana"
de Ultra Año I, n° 1 (27 de enero de 1921)


24/6/18

Del diario epistolar de César para Lucio Mamilio Turrino, en la isla de Capri





(En la noche del 27 al 28 de octubre)
1013. (Sobre la muerte de Catulo.) Estoy velando a la cabecera de un amigo agonizante: el poeta Catulo. De tiempo en tiempo se queda dormido y, como de costumbre, tomo la pluma, quizá para evitar la reflexión.
Acaba de abrir los ojos. Dijo el nombre de seis de las Pléyades, y me preguntó el séptimo.
Ahora duerme.
Ha pasado otra hora. Conversamos. No soy novato en esto de velar a la cabecera de los moribundos. A quienes sufren es preciso hablarles de sí mismos; a los de mente lúcida, alabarles el mundo que abandonan. No hay dignidad alguna en abandonar un mundo despreciable, y quienes mueren suelen temer que la vida acaso no haya valido los esfuerzos que les ha costado. Personalmente, jamás me faltan motivos para alabarla. En el transcurso de esta última hora he pagado una vieja deuda. Durante mis campañas, muchas veces me visitó un ensueño persistente: caminaba de acá para allá frente a mi tienda, en medio de la noche, improvisando un discurso. Imaginaba haber congregado un auditorio selecto de hombres y mujeres, casi todos los jóvenes, a quienes anhelaba revelar todo cuanto había aprendido en la poesía inmortal de Sófocles —en mi adolescencia, en mi madurez, como soldado, como estadista, como padre, como hijo, como enamorado; a través de alegrías y vicisitudes—. Quería, antes de morir, descargar mi corazón (¡tan pronto colmado!) de toda esa gratitud y alabanza.
¡Oh, sí! Sófocles fue un hombre; y su obra, cabalmente humana. He aquí la respuesta a un viejo interrogante. Los dioses ni le prestaron apoyo ni se negaron a ayudarlo; no es así como proceden. Pero si ellos no hubiesen estado ocultos, él no habría luchado tanto por encontrarlos.
Así he viajado: sin poder ver a un pie de distancia, entre los Alpes más elevados, pero jamás con paso tan seguro. A Sófocles le bastaba con vivir como si los Alpes hubiesen estado allí.
Y ahora, también Catulo ha muerto.
(Las notas que siguen parecen haber sido escritas
durante los meses de enero y febrero)
1020. Cierta vez me preguntaron, en son de broma, si alguna vez había experimentado horror del vacío. Te respondí que sí, desde entonces he soñado con él una y otra vez.
Acaso una posición accidental del cuerpo dormido, acaso una indigestión, cualquier otra clase de disturbio interno; lo cierto es que el terror que embarca a la mente no resulta menos real. No es (como creí algún tiempo) la imagen de la muerte y la mueca de la calavera, sino el estado en que se recibe el fin de todas las cosas. Esta nada no se presenta como ausencia o silencio; sino como el desenmascarado mal absoluto: burla y amenaza que reduce al ridículo todo placer, y marchita y agosta todo esfuerzo. Esta pesadilla es la réplica de la visión que se sobreviene en los paroxismos de mi enfermedad[2]. En ellos me parece captar la rara armonía del universo, me invaden una dicha y una confianza inefables, y querría gritar a todos los vivos y los muertos que no hay parte del mundo que no haya sido alcanzada por la mano de la bendición.
(El texto continúa en griego)
Ambos estados derivan de ciertos humores que actúan en el organismo, pero en ambos se afirma la conciencia de que «esto lo sabré de ahora en adelante». ¿Cómo rechazarlos como vanas ilusiones si la memoria los corrobora con testimonios innumerables, radiantes o terribles? Imposible negar el uno sin negar el otro; ni querría yo, como un simple pacificador de aldea, acordar a cada uno su menguada porción de verdad.
Thornton Wilder, Los idus de marzo (1945)



Nota
[2] Epilepsia


Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32

Image: Thornton Wilder pictured in his Yale College graduation photo, 1920
Image courtesy of the Yale Collection of American Literature,

Beinecke Rare Book & Manuscript Library



22/6/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El pensador literario ("En diálogo", II, 117)





Osvaldo Ferrari: Me ha parecido equivocada la idea de los que creen que usted no es un pensador, por tener menos que ver con la filosofía que con la literatura.
Jorge Luis Borges: Bueno, la filosofía, digamos, como conjunto de dudas, de vacilaciones. Un profesor argentino, de cuyo nombre no quiero acordarme, hacía estudiar a los alumnos una especie de catecismo, y tenían que contestar exactamente palabra por palabra. Es decir, tenían que aprenderlo de memoria, no tenían que entenderlo o pensar en variaciones. Y la primera pregunta era ésta: «¿Qué es la filosofía?»; y había que contestar exactamente así: «Un conocimiento claro y preciso». No preciso y claro. Ahora, eso es evidentemente falso: si yo le digo a usted que la continuación de la calle Perú se llama Florida, y la continuación de Bolívar se llama San Martín, se trata de un conocimiento claro y preciso, de escaso o nulo valor filosófico. Qué raro que alguien que redacta un texto no se dé cuenta de eso, ¿no? Bueno, lo habrá hecho con mucho apuro; y que después exigiera que repitieran eso. Si le decían «Un conocimiento preciso y claro»; no señor, no preciso y claro; claro y preciso, usted no ha estudiado, ¿no? (ríen ambos). Era un profesor de filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y empezaba cometiendo un error lógico tan obvio, tan escandaloso como ése. ¿Cómo va a ser la filosofía un conocimiento claro y preciso?; es el conocimiento de una serie de dudas y de explicaciones contradictorias.
Empezaba de manera antifilosófica.
—Pero, desde luego, sí; cómo la historia de la filosofía va a ser un conocimiento claro y preciso. No, uno aprende que ha habido, bueno, no sé, cinco, o cinco mil pensadores, que han considerado el universo o la vida de un modo completamente distinto. Bueno, desde el momento en que hay escuelas filosóficas, y en que hay un nombre por el que se han distinguido no se trata de un conocimiento claro y preciso. Se trata de una serie de dudas. Y recuerdo que De Quincey dijo que haber descubierto un problema, no es menos importante que haber descubierto una solución. Lo cual está bien.
Está muy bien. Pero usted ha establecido lo que yo llamaría un pensamiento literario, que aproxima a la verdad o a la realidad de una manera distinta; su visión del destino, particularmente de la predestinación que subyace en la vida de cada uno, contraponiéndolo al azar, por ejemplo.
—Sí, pero esa creencia en la predestinación, no significa que haya alguien que la conozca; significa más bien que hay como un mecanismo, bueno, como un mecanismo despiadado. Es decir, que si cada instante está determinado por el instante anterior, hay un mecanismo, ¿no?; pero eso no quiere decir que haya alguien que lo sepa o que lo prevea. Significa que hay algo que está operando más allá de nosotros, o quizá nosotros seamos esa operación. Claro que es una conjetura también, ya que no puede probarse.
Pero justamente, se conjetura, a diferencia del profesor de filosofía que usted conoció.
—Sí, es cierto, sí.
Ahora, usted suele referirse también a lo ordenado o a lo cósmico como contrapuesto al caos.
—Bueno, desde luego, ya que cosmos es orden y caos sería lo contrario. De paso, no sé si hemos hablado de la palabra cosmética, cuyo origen está en cosmos, y quiere decir el pequeño orden, el pequeño cosmos que una persona impone a su cara. La raíz es la misma, de modo que yo, por ejemplo, que no uso cosméticos, sería más bien caótico, ¿no? (ríen ambos). Bueno, y quizá mi cara sea caótica (ríe). Ahora, también se dice que la conciencia, desde adentro, va moldeando la cara.
Ah, qué bien está eso.
—Sí, y recuerdo una frase que le atribuyen a Lincoln; bueno, él necesitaba un secretario, y le trajeron, no sé por qué, una serie de fotografías, y él miró una de ellas y dijo: no. Y alguien le replicó: bueno, pero este señor no es responsable de su cara. Y Lincoln le dijo: cumplidos los treinta años, cada hombre es responsable de su cara; que vendría a ser la misma idea. Y cuando se dice «la cara es espejo del alma» viene a ser exactamente lo mismo, ¿no?, salvo que se lo está diciendo de un modo menos impresionante. «Cada hombre es responsable de su cara».
Lo decían los griegos y lo decía Leonardo da Vinci.
—La cara, sí.
Ahora, usted suele referirse a que en nuestra época parece haberse perdido un posible sentido ordenado a algo superior o cósmico, pareciera que nuestro modo de vida es el vivir de cualquier manera.
—Y el resultado está a la vista, además, creo que no hay ninguna duda. Ahora que nos acercamos al fin de este siglo, tengo la impresión de que este siglo es pobre comparado con el siglo XIX. Y quizás el XIX fue pobre comparado con el XVIII. Sin embargo, ya sé que esa división en siglos es arbitraria, y sé, además, que un siglo quizá deba ser juzgado por el siglo siguiente, que ha sido introducido por el anterior, ¿no? De modo que un fuerte argumento contra el siglo XIX, es que ha producido el siglo XX; un fuerte argumento contra el XVIII es que produjo el XIX. Aunque esa división en siglos es del todo arbitraria, pero parece que el pensamiento necesita esas convenciones.
Esa división del tiempo.
—Sí, parece que es necesario dividir, aunque sepamos que las generalizaciones son falsas; lo cual es una generalización, a su vez, desde luego.
Usted decía, hace poco, que una de las cosas cuya pérdida es lamentable, es la del sentido cristiano del bien y del mal en nuestra época.
—Bueno, no sólo cristiano, ya que el sentido del bien y del mal es anterior al cristianismo, la ética…
Está en Platón, por ejemplo.
—Sí, bueno, y la palabra «ética» creo que fue profesada por Aristóteles, que no tenía por qué tener, bueno, un conocimiento profético del cristianismo. Yo creo que es un instinto que cada uno tiene, pero que cuando obramos, sabemos si obramos bien o mal; más allá de las consecuencias, que pueden ser benéficas o pueden ser perjudiciales o satánicas.
Sin embargo, ¿cómo podría fundamentarse una ética que no tenga que ver con el bien y el mal? ¿Podría haber una ética sólo con sentido jurídico, por ejemplo?
—No, además, si hemos leído a Billy Bud sabemos que no, ya que ese admirable relato de Melville trata del conflicto entre la justicia y la ley. La ley es una tentativa, bueno, de codificar la justicia; pero muchas veces falla, como es natural.
Usted parece tener por la ética una apreciación superior, en el sentido de que creo que para usted podría ser más importante poseer una ética que poseer una religión.
—Y, poseer una religión es poseer una ética; bueno, una ética ayudada o perjudicada por una mitología. Y en esos casos, yo prefiero prescindir de la mitología.
—(Ríe). Sí…
—Bueno, en el Japón yo creo que hay esa idea, ya que, por ejemplo, el emperador, y casi todo el mundo, todas las personas son shintoístas y budistas. Y, sin embargo, son dos creencias muy, muy distintas: el budismo es una filosofía y el shintoísmo es la creencia en una suerte de panteísmo; ya que si hay, bueno, ocho millones de dioses, que van de un lado para otro, podemos sospechar que Omnia sunt plena Jovis, todas las cosas están llenas de Júpiter, o llenas de la divinidad, como escribió Virgilio. Creo que hubo una discusión entre jesuitas y pastores protestantes, que podían ser evangelistas o metodistas, o lo que fuera, sobre el número de conversos que habían logrado. Y luego se hizo una estadística y se descubrió que esos conversos eran los mismos. Es decir, que las personas eran budistas, shintoístas, católicas, protestantes, mormones, tal vez, en fin: se entendía que todas las religiones son facetas de una misma verdad, de manera que las religiones vendrían a ser diversas facetas de la ética. Claro que la ética es distinta en cada caso, o no es del todo igual.
Éste si me parece un pensamiento muy propiamente suyo, Borges: la extensión de la ética a lo religioso o lo religioso como integrante de la ética. Usted decía una vez que lo importante en un diálogo es el espíritu de indagación.
—Sí, por eso la idea de, bueno, caramba, que se encuentra desgraciadamente en Platón también: la idea de que alguien gane en una discusión, es un error, porque, qué importa; si se llega a descubrir una verdad, poco importa que salga de «a», de «b», de «c», de «d» o de «e». Lo importante es llegar a esa verdad o es indagar esa posible verdad. Pero, en general, se ve a la conversación como una polémica, ¿no?; es decir, se entiende que una persona pierde y otra gana, lo cual es un modo de estorbar la verdad o de hacerla imposible. Esa mera vanidad personal de tener razón; por qué querer tener razón. Lo importante es llegar a la razón, y si alguien puede ayudarnos mejor.
Ahora, esta preocupación por la verdad, parece ser más una preocupación de filósofos que de artistas. Los artistas parecen preocuparse más por encontrar la realidad, o lo que Platón llamaba «La real realidad».
—Sí, pero no sé si hay esencialmente una diferencia.
Claro.
—Yo creo que un escritor debe ser ético, en el sentido de que si narra un sueño, si narra una fábula, si narra un cuento fantástico o un cuento de ficción científica, debe creer en ese sueño. Es decir, sabe que históricamente no es real, pero tiene que ser algo que su imaginación acepta; y el lector, además, se da cuenta de si su imaginación lo acepta o no, ya que un lector descubre inmediatamente las insinceridades en una obra: creo que alguien, al leer algo, se da cuenta de si el autor lo ha imaginado, o si simplemente se está jugando con palabras; creo que eso se siente inmediatamente si uno es un buen lector. Yo estoy seguro de no ser un buen escritor, pero creo ser un buen lector (ríe), lo cual es más importante, ya que, bueno, uno dedica poca parte de su tiempo a la escritura y mucha a la lectura. Aun en el caso mío, en que no puedo hacerlo directamente. Bueno, ninguna de las dos cosas; tengo que hacerlo a través de otros ojos y de otras voces.
Bueno, yo disiento con usted en cuanto a la primera parte, yo creo que usted es equivalente en las dos operaciones.
—Hablando de la lectura, me acordé, como siempre vuelvo a hacerlo, de El Quijote. Bueno, a juzgar por lo que cuenta Cervantes, lo único que le pasó a Alonso Quijano fueron sus libros. Claro que hay un vago amor por Aldonza Lorenzo, hay la eventual amistad con Sancho; una amistad muy discutidora, y no siempre fácil, y parece que don Quijote no tiene infancia, lo conocemos a los cincuenta años, y lo primero que sabemos es que fue un lector.
Cierto.
—Y parece que los libros fueron lo más importante que le sucedió en toda su vida, ya que la decisión que toma Alonso Quijano de convertirse en don Quijote; bueno, sale de Amadís de Gaula, de Palmerín de Inglaterra, de las novelas de caballería que había leído.
La fe y la falta de fe, Borges, podrían ser, quizá, dos caminos personales; dos formas de aproximarse a la verdad.
—…Sí, y yo creo tener fe esencialmente. Es decir, tengo fe en la ética, y tengo fe en la imaginación también; aun en mi imaginación. Pero, tengo sobre todo fe en la imaginación de los otros, en los que me han enseñado a imaginar. Ahora, Blake creía que la salvación era triple: el primer ejemplo sería el de Jesús, que cree que la salvación es ética. Es decir, que un hombre se salva por sus obras. Después, tendríamos a Swedenborg, que agrega la idea de la salvación intelectual: él se imagina el paraíso como un lugar donde los ángeles conversan infinitamente sobre teología. Y después llega Blake, discípulo rebelde de Swedenborg, del sueco, y dice que la salvación tiene que ser estética también; y dice explícitamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» («El tonto no entrará en el cielo, por santo que sea»). Él creía que la salvación era estética también. Ahora, como él pensaba en Jesús, él creía que Jesús había enseñado también la salvación estética por medio de sus parábolas; que ya el hecho de que Jesús no se exprese por razones sino por parábolas, esas parábolas son obras de arte. De modo que él decía que Cristo había enseñado también la salvación intelectual, y la salvación estética. Él pensaba que el hombre que se salva del todo, es el que se salva éticamente, intelectualmente y estéticamente. Es decir, que todo hombre tiene que ser un artista.


Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Imagen: Caricatura de Borges por Fernao Campos Vía



20/6/18

Jesse Tangen-Mills: Lowell y Borges: dos reyes, un par de pantalones



Robert Lowell, fotografiado en 1960 © Oscar White • Corbis

Entonces el rey de Babilonia diseñó un laberinto para atrapar al rey de Arabia, pero el monarca beduino escapó y juró que si volvían a cruzarse sus caminos lo encerraría en su propio laberinto: el desierto árabe. Como el destino quiso, el rey babilonio fue capturado y de inmediato se encontró perdido sobre el lomo de un camello en ese desierto, donde murió de sed. Sin saberlo, en este pequeño relato* de su colección El Aleph, Borges creó una alegoría que describe lo que podría ser, para el casi británico caballero, el más desastroso encuentro literario de toda su vida.

Es 1962. Robert Lowell, de 45 años, antes poeta laureado y ahora hombre reinante de las letras americanas, se ha convertido en una especie de figura de culto en Nueva Inglaterra debido a su pasión por las faldas y sus violentos cocteles. A partir de la extraordinaria recepción del libro Life Studies, en el que afirma: “Yo mismo soy el infierno”, ha estado trabajando principalmente en nuevas traducciones de sus poetas favoritos (Rimbaud, Baudelaire, entre otros). Jorge Luis Borges, de 63 años, ha sido por largo tiempo un fenómeno en Buenos Aires. Colabora con la más importante revista literaria en español de la época, Sur, y acaba de ser nombrado director del Departamento de Inglés de la Universidad de Buenos Aires. Antes de que cualquiera de los dos haya alcanzado el pináculo de su fama literaria, Lowell visita Argentina.

Pero, ¿por qué? Ni siquiera habían intercambiado correspondencia. Algunos especulan que el agregado cultural de la Embajada americana en Argentina organizó una visita para que el poeta laureado recorriera el país con el fin de estrechar los lazos con escritores no-comunistas, entre ellos Borges. (¿Fue ésta una de las muchas campañas de persuasión de la CIA?) Aparte de sus tendencias políticas, la Embajada sabía más bien poco de Jorge Luis Borges, y en lugar de ponerlos a socializar, prefirieron preparar el escenario para un desastre.

Lowell pasó su primer día en Buenos Aires paseando por la autoproclamada París de Latinoamérica, acompañado por el escritor y periodista Keith Botsford, quien recuerda vívidamente que el poeta estaba obsesionado con bancos, catedrales y estatuas, fenómeno que se evidencia en su poema “Buenos Aires”, en el que describe el nublado Cementerio Nacional como “cientos de templos romanos de un solo espacio”. Botsford, unos cincuenta años más tarde, recuerda aquella ocasión menos románticamente: “Cal tenía la energía de media docena de maníacos, siendo sólo un maníaco”.

Después de su aventura como peregrino por toda la ciudad, Lowell fue invitado a la casa de Borges en Recoleta, un vecindario del norte de la ciudad, donde el expatriado escritor y pintor Rafael Alberti, su acompañante femenina y algunos amigos estaban de visita.

Hasta ahí, todo bien. Pero una vez Lowell atravesó la puerta de la casa de Borges es difícil precisar lo que pasó, excepto que la experiencia dejó un sabor amargo en la boca del argentino. En una entrevista años después, cuando le preguntaron si había leído sus poemas, Borges respondió: “No, no he leído los poemas de Robert Lowell, y creo que es seguro decir que nunca leeré los poemas de Robert Lowell”. Y cuando el entrevistador, Osvaldo Ferrari, continuó dándole vueltas al tema, Borges se refirió a aquella tarde en su casa: “He escuchado que a ese Lowell le gusta Hawthorne y yo también soy un hombre del siglo XIX, así que, bueno, quizá podrían gustarme sus poemas si fuera capaz de mantenerse con los pantalones puestos”.

De acuerdo con Botsford, “Cal” había caído en una profunda depresión que trató de resolver con “una doble dosis diaria de vodkas martinis, con frecuencia media docena por sesión”. No cabe duda de por qué Lowell acabó tirado en el piso de la casa del escritor argentino. “Borges se quedó en su silla, reflexivo, y habló mucho sobre su madre y sus primeros años en el Río de la Plata. Era divertido verlo escoger las palabras”, recuerda Botsford. Aparentemente, el fabulista hasta le leyó fragmentos de Chesterton para calmarlo, pero sin resultados.

Lowell, borracho hasta el tuétano, había estado haciendo avances obscenos con todas las mujeres de Buenos Aires. Fue entonces cuando se cruzó con la acompañante de Rafael Alberti y se encerró con ella en un cuarto de la casa de Borges. Ahí estuvieron hasta que un doctor, acompañado de algunos rudos secuaces, logró derribar la puerta y controlarlo. De la casa de Borges, Lowell fue trasladado a un sanatorio, hasta que hallaron cómo montarlo en un avión de vuelta a Estados Unidos. “Después de eso lo visité casi a diario. Fue necesaria una dosis enorme de Thorazina para calmarlo, durante los primeros días estuvo atado con correas de cuero”, recuerda Botsford, quien cree que al hablar de “pantalones” Borges se refería a la reprochable conducta sexual que tuvo lugar en su casa.

Si sólo hubiesen intercambiado correspondencia sobre asuntos literarios hasta hubieran podido llevarse bien. Compartían muchos intereses. Ambos se preguntaban por la divinidad y el destino, sin importar que sus interpretaciones de estos temas difirieran profundamente. Si se hubieran inscrito en una agencia de citas online no hubieran coincidido. ¿Fumador, bebedor, bohemio, y no-fumador, bebedor social, conservador? Mientras uno escupía confesiones rocanroleras y dolorosas metáforas retorcidas con el fervor controlado de un asesino en serie, el otro construía interminables rompecabezas que podían, en algunos casos, sonar como si hubieran sido escritos cien años atrás.

En los años siguientes la reputación internacional de ambos creció y dejaron de ser sólo estrellas autóctonas. Después de la traducción que hizo Alastair Reid de Laberintos, la fama de Borges creció exponencialmente en Estados Unidos. Harvard, sacudida por protestas diarias contra la guerra, invitó a Borges a una serie de lecturas en el salón Amy Lowell –bautizado con el nombre de la sobrina de Robert Lowell– en el otoño de 1967. ¿Qué pensó Borges cuando vio el nombre del auditorio? ¿Temió otro paseo en un barco ebrio? No está claro si Lowell asistió a esa lectura. El tema, poesía, seguramente le habría interesado, pero no escribió una sola palabra en su diario; de hecho, Borges apenas aparece mencionado.

Pocos años después se encontraron en Oxford, donde Borges, ahora una superestrella, estaba esperando un doctorado honoris causa. Lowell había estado viviendo en Inglaterra, se había divorciado recientemente de la novelista, crítica, ex esposa de Lucian Freud, y figura habitual de los círculos artísticos, lady Caroline Blackwood. Es difícil decidir cuál de los dos era la figura más importante. David Gallagher, tal vez presintiendo una inevitablemente desastrosa reunión, invitó a ambos a cenar y presentó a Lowell ante Borges como “el gran poeta americano”, a lo que Borges respondió recitando versos de Walt Whitman.


Borges en 1984 © Horacio Villalobos • Corbis

Según la versión de Gallagher, parece que Borges había superado la prueba. Gallagher atribuye esta actitud laissez-faire a la creencia de Borges en arquetipos; para él todo esto era un asunto pasajero. Sin embargo, tras su regreso a Buenos Aires, Borges escribe a Bioy Casares (en su caricatura autobiográfica Borges) que Lowell “es un completo idiota”, algo que Gallagher reconoce en su reseña del libro publicada en el Times Literary Supplement.

Lowell no parecía compartir la enemistad de Borges. En una carta a Iris Murdoch escribe que “una de las cosas más emocionantes aquí [en Oxford] ha sido la visita de Borges. He pasado más o menos dos noches a solas con él, hablando sobre Tennyson, James y Kipling, y casi rompo a llorar cuando confesó sin dolor, ante todo el público, su ceguera”. Todos estaban impresionados con Borges que, entre otras destrezas literarias, era capaz de recitar sagas islandesas sorprendiendo a los profesores de Oxford. La admiración de Lowell se mantuvo, hasta lo citaba en entrevistas; el sentimiento no era mutuo.

Podría haber sido peor. Como dijo alguna vez Lowell, para un buen poema son necesarias las “contradicciones humanas”; ellos las tenían plenamente y nos les interesaba mantenerlas en secreto. Teniendo en cuenta la enorme cantidad de tiempo que gastaban redactando y calculando sus caminos para llegar a le mot juste, irónicamente eran incapaces de mantener sus bocas cerradas. Borges, respecto al tema de la Guerra de Vietnam, dijo ante un reportero de un periódico chileno: “Vietnam debería ser borrado de la faz de la tierra”. En la misma entrevista, cuando le preguntaron por el Movimiento de los Derechos Civiles, respondió: “¿Negros? En la casa de mis abuelos ésos eran los sirvientes” (muchos opinan que declaraciones como éstas llevaron al comité del Nobel a descartar su candidatura para el codiciado premio). Lowell protestó abiertamente contra la guerra como un contemporáneo Boston Brahmin, diciendo que era “peculiarmente espantosa e inútil”, y sobre los derechos civiles dijo que los americanos estaban “obligados a actuar moralmente”.

A diferencia de Lowell, quien escribió libros enteros de versos sobre su vida, el Borges real rara vez se revela en su obra. La más cercana aparición es su poema “Borges y yo”, en el que se describe a sí mismo como un apacible anticuario con una debilidad por los relojes. Era generalmente reservado, elocuente y hablaba con la autoridad flexible de un obispo. Lowell, por otro lado, estaba más loco que don Quijote y Funes el memorioso juntos. Es inevitable preguntarse si Borges cambió al descubrir en Lowell una verdadera enfermedad mental, muy distinta de su compleja construcción ficticia de la locura. Era un momento quijotesco, sin duda, a partir del cual podrían estar de acuerdo respecto al hecho de que en la vida, como en las cartas, la verdad puede ser perturbadora, con o sin pantalones.



Traducción de Angel Unfried

Este texto fue escrito por ©Jesse Tangen-Mills, para The Brookling Rail – "Robert Lowell and Jorges Luis Borges: Two Kings, One Pair of Trousers", March 4th, 2010

Como para confiar en la www y en los traductores. Vean las diferencias alarmantes con




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