24/6/18

Del diario epistolar de César para Lucio Mamilio Turrino, en la isla de Capri





(En la noche del 27 al 28 de octubre)
1013. (Sobre la muerte de Catulo.) Estoy velando a la cabecera de un amigo agonizante: el poeta Catulo. De tiempo en tiempo se queda dormido y, como de costumbre, tomo la pluma, quizá para evitar la reflexión.
Acaba de abrir los ojos. Dijo el nombre de seis de las Pléyades, y me preguntó el séptimo.
Ahora duerme.
Ha pasado otra hora. Conversamos. No soy novato en esto de velar a la cabecera de los moribundos. A quienes sufren es preciso hablarles de sí mismos; a los de mente lúcida, alabarles el mundo que abandonan. No hay dignidad alguna en abandonar un mundo despreciable, y quienes mueren suelen temer que la vida acaso no haya valido los esfuerzos que les ha costado. Personalmente, jamás me faltan motivos para alabarla. En el transcurso de esta última hora he pagado una vieja deuda. Durante mis campañas, muchas veces me visitó un ensueño persistente: caminaba de acá para allá frente a mi tienda, en medio de la noche, improvisando un discurso. Imaginaba haber congregado un auditorio selecto de hombres y mujeres, casi todos los jóvenes, a quienes anhelaba revelar todo cuanto había aprendido en la poesía inmortal de Sófocles —en mi adolescencia, en mi madurez, como soldado, como estadista, como padre, como hijo, como enamorado; a través de alegrías y vicisitudes—. Quería, antes de morir, descargar mi corazón (¡tan pronto colmado!) de toda esa gratitud y alabanza.
¡Oh, sí! Sófocles fue un hombre; y su obra, cabalmente humana. He aquí la respuesta a un viejo interrogante. Los dioses ni le prestaron apoyo ni se negaron a ayudarlo; no es así como proceden. Pero si ellos no hubiesen estado ocultos, él no habría luchado tanto por encontrarlos.
Así he viajado: sin poder ver a un pie de distancia, entre los Alpes más elevados, pero jamás con paso tan seguro. A Sófocles le bastaba con vivir como si los Alpes hubiesen estado allí.
Y ahora, también Catulo ha muerto.
(Las notas que siguen parecen haber sido escritas
durante los meses de enero y febrero)
1020. Cierta vez me preguntaron, en son de broma, si alguna vez había experimentado horror del vacío. Te respondí que sí, desde entonces he soñado con él una y otra vez.
Acaso una posición accidental del cuerpo dormido, acaso una indigestión, cualquier otra clase de disturbio interno; lo cierto es que el terror que embarca a la mente no resulta menos real. No es (como creí algún tiempo) la imagen de la muerte y la mueca de la calavera, sino el estado en que se recibe el fin de todas las cosas. Esta nada no se presenta como ausencia o silencio; sino como el desenmascarado mal absoluto: burla y amenaza que reduce al ridículo todo placer, y marchita y agosta todo esfuerzo. Esta pesadilla es la réplica de la visión que se sobreviene en los paroxismos de mi enfermedad[2]. En ellos me parece captar la rara armonía del universo, me invaden una dicha y una confianza inefables, y querría gritar a todos los vivos y los muertos que no hay parte del mundo que no haya sido alcanzada por la mano de la bendición.
(El texto continúa en griego)
Ambos estados derivan de ciertos humores que actúan en el organismo, pero en ambos se afirma la conciencia de que «esto lo sabré de ahora en adelante». ¿Cómo rechazarlos como vanas ilusiones si la memoria los corrobora con testimonios innumerables, radiantes o terribles? Imposible negar el uno sin negar el otro; ni querría yo, como un simple pacificador de aldea, acordar a cada uno su menguada porción de verdad.
Thornton Wilder, Los idus de marzo (1945)



Nota
[2] Epilepsia


Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32

Image: Thornton Wilder pictured in his Yale College graduation photo, 1920
Image courtesy of the Yale Collection of American Literature,

Beinecke Rare Book & Manuscript Library



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