1/8/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [5 de 5]






¿Matar a Borges? Consejo atribuido a Witold Gombrowicz al irse en 1963


Con Borges no se puede. Buscan enterrarlo y no hay caso. Ahora, a 30 años, Beatriz Sarlo recoge el testigo que Witold Gombrowicz arrojó desde el paquebote de su partida en 1969. Sus huérfanos escribas clamaban desde la dársena les tirara un último consejo y al áspero polaco no se le ocurrió mejor adiós que dejarlos turulatos:
Maten a Borges.
Esta sentencia parricida inútil suele pulsar en los talleres literarios pero muere en su intento. Estos días el ojo polifemo de Beatriz Sarlo lo volvió a reanimar. Su notable instrumental social la deja siempre en la calle de enfrente. Ella confiesa que la poesía de Borges le resulta compleja y allí debe estar la madre del borrego. Visualizar a Borges desde la sporca política de nuestro revisionismo es tarea fallida. ¿Ver de entrarle con cuchillo crítico para “matarlo” y dejar pasar a los retenidos por su genio? Suena a chiste. Nunca en otros mundos se propusieron matar a Shakespeare, a Cervantes o a Tolstoi. La literatura de los pueblos se renueva sin envejecer. Que el autor del Quijote recaudara impuestos, Tolstoi tuviera siervos o el Big Willy fantasmal esté envuelto en maledicencias mil, no explica sus obras. Para la sociología dos más dos son cuatro mientras la poesía mantiene su amor por el cinco.
Insistir en clavar la mariposa Borges en la pared del dogma social es tiempo ocioso. Las ideas últimas de Borges eran las de un ácrata sublimado que sólo ponía bombas en sus frases y jamás urdió plan alguno para mejorar la realidad urbana. Lo suyo fue intentar tomar el Palacio de Invierno de la Mitología, o, al menos, vivaquear en el pasado para traernos traducidos los cuentos y leyendas de Occidente y de Oriente. En cuanto a “lo argentino” propuso un destino universal a una sociedad sin cultura precolombina indagando e interpolando como pocos en nuestras poéticas del campo (Ascasubi) y del barrio (Carriego). Su prosa entretejió temas de allá y de acá hasta replicar el asesinato de Julio César en la pampa y cerrarlo con un “Pero, che…”, lo cual sí supo ver claro Sarlo al apuntar que era “un escritor bifronte que fue al mismo tiempo cosmopolita y nacionalista”. Aunque al precio de una lagrimita: “Su reputación en el mundo lo ha purgado de nacionalidad”. (dicho esto con mi amoroso respeto por la gran Sarlo, quien me descoloca cuando afirma no poder entrar en la poesía de Borges “porque me resulta compleja”, y por otro lado valorar “la luz perfecta de sus textos”).
Pero bien. Borges está cumpliendo 116 años. El calendario fraguado insiste en contar que pasaron treinta años del día en que se ocultó tras obituario y lápida. No tomo en serio el dato, aunque acepté, por elegancia social, rizar el rizo de la fecha y recordar algunos momentos en que como cronista observé al monstruo y recogí tinos y desatinos que siguen más a mano de mi memoria.
Quiero decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a treinta años de esa presunción, darnos a recordarlo puede ser borgeanamente un toque de ironía. Eso pretendieron estas cinco notas. Servir en su efeméride un trago de Borges. Bebida espirituosa y espiritual que como ninguna otra fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Mas en ácidos tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que se sepa bien quiénes somos ni quién fue ese planetario argentino que fraguó como domicilio virtual tres metros cuadrados de Ginebra. Para ello se preparó. Fundó una nueva imaginería, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Esta decisión la tomó en aquel día aparente de 1986. Pasados 30 años sobran pruebas de que el almácigo contiguo al de Calvino es fraguado y que Borges no “sobremuere” en ese camposanto como el periodismo divulga y los turistas aceptan.
¿Matar a Borges? No se lo propusieron Antonio Di Benedetto ni Juan José Saer, que brillan con impecable salud literaria a prueba de infundios. A mí se me da por imaginar (animista y maniático que soy) que Borges hizo “la del tero” en Ginebra y se recicló en invisible ballena voladora y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Que la pasa disparando asombro como Kafka angustia o Beckett estupor. A diferencia de Pessoa, Borges no eligió replicarse sino ser persona sucesiva en otros. El primer Borges en el que trasbordó fue, como es sabido, el Otro. A esos dos Borges siguieron millones más. Cada uno destinado al sueño de su singular biblioteca final en la que pulsa creciente formación de rémoras, de lapas, de satélites, de escribas periféricos, que quedaron fijados al infinito catálogo de sus espejos deslumbrantes y que para nada se proponen matarlo pues habitan en su interior.
No hay modo de escapar. Todos somos Borges. Desde el iletrado más perfecto del campo o la ciudad, no hay manera de abandonar su área de influencia. La que disparó ese díscolo genial que fue Gombrowicz en su minuto final de Argentina ante sofocados apóstoles quedó en la nada. Otras posteriores, igual. Es que ¿quién va y mata a quien llevaba de la mano a su propio niño intacto preservado hasta el mismo instante de aparentar morirse? ¿Al niño que no quiso dejar de ser y supo preservar de normas, cursilería, banalidad y los acosos de la adulterada adultez?
Insisto: nadie como él para eludir las trampas y escombros de la banal y mortal cotidianeidad. Lo supo pronto y por eso extendió su prolífica infancia, a nueve décadas. Creció en talla, calzó pantalones largos, conoció mujer (tal vez hasta bíblicamente), llegaron a vaciársele la mirada y apergaminársele la piel, pero del castillo de su inocencia inicial (esto es, de la eternidad) no salió nunca. Rechazó toda su vida obtener pasaporte de adulto y consecuente con su tozudez no se adulteró. Distante de todo contacto con la mismidad, al grosero fluir de la historia lo cambió por un mundo atemporal. Dedicó su genial curriculum a jugar con las muñecas de las fábulas. Y decidió para sí (nada menos) que la Creación lo fuera a su imagen y semejanza. Sólo alguien precoz hasta morir podría hacerlo. Y Georgie lo hizo.


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Foto: Borges en su casa (La Maga Colección 1996) 
Incluida en nota Los otros sobre Borges, el palabrista de E. Peicovich 





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