6/6/18

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 9 - final]





La víspera del Año Nuevo de 1967, en una sofocante y ruidosa Buenos Aires, me encuentro cerca del departamento de Borges y decido visitarlo. Está en su hogar. Ha bebido un vaso de sidra en casa de Bioy y Silvina y ahora, de regreso, se ha puesto a trabajar. No le presta atención alguna a los silbatos y petardos («la gente celebra obedientemente, como si una vez más el fin del mundo se avecinase») porque está escribiendo un poema. Su amigo Xul Solar le dijo, muchos años atrás, que lo que uno hace en Año Nuevo refleja y marca la actividad de los meses por venir, y Borges ha seguido fielmente esta admonición. Cada víspera de Año Nuevo, supersticiosamente, comienza un texto para que el año que se inicia le conceda más escritura. «A ver, ¿me puede anotar unas frases?», pregunta. Como en muchos de sus textos, las palabras componen un catálogo porque, dice, «hacer listas es una de las más viejas actividades del poeta»: «El bastón, las monedas, el llavero...» Ya no recuerdo los otros objetos que, amorosamente evocados, llevaban a la frase final: «No sabrán nunca que nos hemos ido».

La última vez que le leí fue en 1968; su elección de esa noche fue el cuento de Henry James «The Jolly Corner». La última vez que lo vi fue años más tarde, en 1985/en el sótano que hacía de comedor en L’Hôtel de París. Habló con amargura sobre la Argentina y dijo que aun cuando alguien dice que un lugar es el suyo y sostiene que vive allí, en verdad se está refiriendo no al lugar sino a un grupo de pocos amigos cuya compañía lo define como propio. Luego habló de las ciudades que consideraba suyas —Ginebra, Montevideo, Nara, Austin, Buenos Aires— y se preguntó (hay un poema en el que habla de esto) en cuál de ellas habría de morir. Descartó Nara, en Japón, donde había «soñado con una terrible imagen de Buda, a quien no vi sino toqué». «No quiero morir en un idioma que no puedo entender», dijo. No concebía por qué Unamuno había dicho que anhelaba la inmortalidad. «Alguien que desea ser inmortal debe estar loco, ¿eh?»
La inmortalidad, para Borges, residía en las obras, en los sueños de su universo, y por eso no sentía la necesidad de una existencia eterna. «El número de temas, de palabras, de textos es limitado. Por lo tanto nada se pierde para siempre. Si un libro llega a perderse, alguien volverá a escribirlo. Eso debería ser suficiente inmortalidad para cualquiera», me dijo cierta vez al referirse a la destrucción de la Biblioteca de Alejandría.
Hay escritores que tratan de reflejar el mundo en un libro. Hay otros, más raros, para quienes el mundo es un libro, un libro que ellos intentan descifrar para sí mismos y para los demás. Borges fue uno de estos últimos. Creyó, a pesar de todo, que nuestro deber moral es el de ser felices, y creyó que la felicidad podía hallarse en los libros. «No sé muy bien por qué pienso que un libro nos trae la posibilidad de la dicha —decía—. Pero me siento sinceramente agradecido por ese modesto milagro.» Confiaba en la palabra escrita, en toda su fragilidad, y con su ejemplo nos permitió a nosotros, sus lectores, acceder a esa biblioteca infinita que otros llaman el Universo. Murió el 14 de junio de 1986 en Ginebra, ciudad en la que había descubierto a Heine y a Virgilio, a Kipling y a De Quincey, y en la cual leyó por primera vez a Baudelaire, a quien entonces admiraba (llegó a saber de memoria Las flores del mal) y de quien luego abominó. El último libro que le fue leído, por una enfermera del hospital suizo, fue el Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que había leído por vez primera durante su adolescencia en Ginebra.
* * *
Éstos no son recuerdos; son recuerdos de recuerdos de recuerdos, y los hechos que los justifican se han desvanecido, dejando apenas unas escasas imágenes, unas pocas palabras que ni siquiera estoy seguro de recordar con exactitud. «Me conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden», escribió sabiamente un joven Borges. El niño que trepaba los peldaños se ha perdido en algún punto del pasado, lo mismo que el viejo sabio que adoraba los relatos. Al hombre viejo le gustaban las metáforas inmemoriales —el tiempo como un río, la vida como un viaje y como una batalla—, y esa batalla y ese viaje han terminado para él, y el río ha arrastrado consigo cuanto hubo en esas tardes, excepto la literatura que (y él, en esto, citaba a Verlaine) es lo que queda después de que se ha dicho lo esencial, siempre fuera del alcance de las palabras.
La lectura llega a su fin. Borges hace un último comentario: sobre el talento de Kipling; sobre la sencillez de Heine; sobre la interminable complejidad de Góngora, tan diferente de la complejidad artificial de Gradan; sobre la ausencia de descripciones de la pampa en el Martín Fierro; sobre la música de Verlaine; sobre la bondad de Stevenson. Observa que todo escritor deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y que hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra. «Un escritor sólo puede anhelar la satisfacción de haberlo guiado a uno por lo menos hacia una conclusión digna, ¿eh?» Y después, con una sonrisa: «¿Pero con cuánta convicción?». Se pone de pie. Ofrece por segunda vez su mano anodina. Me acompaña hasta la puerta. «Buenas noches. Hasta mañana, ¿no?», me dice, sin esperar respuesta. Luego la puerta se cierra, lentamente.



Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 95-102
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel aludida
Imagen arriba: Borges en su casa. Pág.30


4/6/18

Hasta en "La decadencia de Nerón Golden" de Salman Rushdie: Borges y Funes








  Petya percibía demasiadas cosas. Era uno de sus mayores obstáculos en la vida. Durante una de mis visitas a la habitación de la luz azul en la que él pareció dispuesto por una vez a hablar del Asperger, yo le mencioné el famoso cuento de Borges «Funes el memorioso», la historia de un hombre incapaz de olvidarse de nada, y él me dijo:

  —Sí, yo soy así, salvo por el hecho de que no me pasa solamente con lo que ha sucedido o lo que ha dicho la gente. Ese escritor que dices está demasiado atrapado por las palabras y las acciones. En mi caso hay que añadir también los olores, los sabores, los sonidos y las sensaciones. Y las miradas y las formas y la disposición de los coches de la calle y el movimiento relativo de los peatones y los silencios que hay entre notas musicales y los efectos que los silbatos para perros tienen en los perros. Todo eso me pasa todo el tiempo por el cerebro.

  Una especie de super-Funes, por tanto, cuya maldición era la sobrecarga sensorial múltiple. Costaba imaginar cómo era su mundo interior, cómo podía alguien hacer frente a aquella avalancha de sensaciones que entraban como los usuarios del metro en hora punta, a la cacofonía ensordecedora de sollozos, bocinas, explosiones y susurros, al estallido calidoscópico de imágenes, al revoltijo maloliente de hedores. El infierno, el carnaval de los condenados, debía de ser así. Entendí entonces que la idea de que Petya vivía en una especie de infierno era justamente lo contrario de la realidad: una especie de infierno vivía en él. Este descubrimiento me permitió reconocer, y avergonzarme de no haberla reconocido antes, la inmensa fuerza y valentía con que Petronio Golden hacía frente al mundo a diario, y sentir una compasión todavía mayor por sus ocasionales protestas salvajes contra su propia vida, como los episodios de la cornisa y del metro de Coney Island. Y también me permití preguntarme: si a Petya le daba por invertir aquella fuerza enorme de su carácter en la animosidad contra su inminente medio hermano nonato (que en realidad, como sabemos, no era hermano suyo en absoluto, pero dejemos de por las palabras y las acciones. En mi caso hay que añadir también los olores, los sabores, los sonidos y las sensaciones. Y las miradas y las formas y la disposición de los coches de la calle y el movimiento relativo de los peatones y los silencios que hay entre notas musicales y los efectos que los silbatos para perros tienen en los perros. Todo eso me pasa todo el tiempo por el cerebro.

  Una especie de super-Funes, por tanto, cuya maldición era la sobrecarga sensorial múltiple. Costaba imaginar cómo era su mundo interior, cómo podía alguien hacer frente a aquella avalancha de sensaciones que entraban como los usuarios del metro en hora punta, a la cacofonía ensordecedora de sollozos, bocinas, explosiones y susurros, al estallido calidoscópico de imágenes, al revoltijo maloliente de hedores. El infierno, el carnaval de los condenados, debía de ser así. Entendí entonces que la idea de que Petya vivía en una especie de infierno era justamente lo contrario de la realidad: una especie de infierno vivía en él. Este descubrimiento me permitió reconocer, y avergonzarme de no haberla reconocido antes, la inmensa fuerza y valentía con que Petronio Golden hacía frente al mundo a diario, y sentir una compasión todavía mayor por sus ocasionales protestas salvajes contra su propia vida, como los episodios de la cornisa y del metro de Coney Island. Y también me permití preguntarme: si a Petya le daba por invertir aquella fuerza enorme de su carácter en la animosidad contra su inminente medio hermano nonato (que en realidad, como sabemos, no era hermano suyo en absoluto, pero dejemos de lado eso de momento), su afligido medio hermano y su traicionero hermano de padre y de madre, ¿de qué actos de venganza podía ser capaz? ¿Acaso tenía yo que preocuparme por el bienestar de mi hijo, o acaso este instinto únicamente demostraba mi intolerancia irreflexiva hacia la enfermedad de Petya? (¿Acaso era incorrecto llamarlo enfermedad? Quizá sería mejor decir «la realidad de Petya». Qué difícil se había vuelto el lenguaje, era como un campo de minas. Las buenas intenciones ya no eran ninguna defensa)



Fragmento de La decadencia de Nerón Golden
Cap. 20 Pág.216 (en todo el libro hay permanente alusión a Borges, aun sin nombrarlo)
Título original: The Golden House 
Salman Rushdie, 2017 
Traducción: Javier Calvo

Imagen: Salman Sushdie en New York
Foto de Pascal Perich y nota valiosa en El País



2/6/18

Borges Luis Borges: Latinoamérica







América latina no existe. Creo que el sentirse ciudadano de un país entraña un acto de fe. Si ustedes se dicen norteamericanos es porque realmente están pensando como norteamericanos. Ustedes se sienten fundamentalmente norteamericanos. En el Sur… nosotros nunca pensamos como latinoamericanos. En lo que hace a mí mismo me considero como un argentino, no como un brasileño, un colombiano o aun un uruguayo. No quiero decir que sea mejor ser argentino que ser brasileño, colombiano o uruguayo.
Lo que quiero decir es… que nunca pienso que soy un mexicano. ¿Por qué habría de pensar que soy un mexicano cuando en realidad no lo soy? Creo que debemos reconocer el hecho de que nadie en la América latina se siente un latinoamericano.
La Nación, 1976


Hablar de América Latina es una generalización que no corresponde a la realidad. No menos injustificable y vago es el término Hispano América. Cada hispano es un íbero, un celta, un fenicio, un romano, un godo, un vándalo, un moro y no pocas veces un judío.
Nadie se siente latinoamericano. Un porteño está más cerca de un montevideano que de un jujeño o de un mendocino. Aquí, en Buenos Aires, suelo sentirme un poco gringo porque me falta sangre italiana. Todo americano, ya sea del Sur o del Norte, es un europeo desterrado. Nuestros idiomas son el castellano, el inglés y el portugués; no el navajo o el guaraní.
Montenegro, 1983


En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Colección La Biblioteca de Babel

31/5/18

El ángel del Señor en los sueños de José






Habiéndose desposado María con José, antes de que conviviesen se halló María haber concebido del Espíritu Santo. José, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Reflexionaba sobre esto, cuando se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta[*], que dice:
«He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir “Dios con nosotros.”» Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió en su casa a su esposa. No la conoció hasta que dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.
Partido que hubieron (los magos), el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.» Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y se retiró hacia Egipto.
Muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque son muertos los que atentaban contra la vida del niño.» Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la tierra de Israel.
Evangelio de San Mateo

[*] Isaías, 7, 14
Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32





Imagen arriba: Borges por Alicia D'Amico (¿?), tal vez Sara Facio, sin fecha
Fuente: El País




29/5/18

Jorge Luis Borges: «Misas Herejes» de Evaristo Carriego






Antes de considerar este libro, conviene repetir que todo escritor empieza por un concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él, no es una expresión o una concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis caras rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una carátula, una falsa carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una cursiva mayor, nueve o diez partes con una versal al principio, un índice de materias, un ex libris con un relojito de arena y con un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un colofón interlineado y un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el arte de escribir. Algunos estilistas (generalmente los del inimitable pasado) ofrecen además un prólogo del editor, un retrato dudoso, una firma autógrafa, un texto con variantes, un espeso aparato crítico, unas lecciones propuestas por el editor, una lista de autoridades y unas lagunas, pero se entiende que eso no es para todos… Esa confusión de papel de Holanda con estilo, de Shakespeare con Jacobo Peuser, es indolentemente común, y perdura (apenas adecentada) entre los retóricos, para cuyas informales almas acústicas una poesía es un mostradero de acentos, rimas, elisiones, diptongaciones y otra fauna fonética. Escribo esas miserias características de todo primer libro, para destacar las inusuales virtudes de este que considero.
Irrisorio sin embargo sería negar que las Misas herejes es un libro de aprendizaje. No entiendo definir así la inhabilidad, sino estas dos costumbres: el deleitarse casi físicamente con determinadas palabras —por lo común, de resplandor y de autoridad— y la simple y ambiciosa determinación de definir por enésima vez los hechos eternos. No hay versificador incipiente que no acometa una definición de la noche, de la tempestad, del apetito carnal, de la luna: hechos que no requieren definición porque ya poseen nombre, vale decir, una representación compartida. Carriego incide en esas dos prácticas.
Tampoco se le puede absolver de la acusación de borroso. Es tan evidente la distancia entre la incomunicada palabrería, composiciones —de descomposiciones, más bien— como «Las últimas etapas» y la rectitud de sus buenas páginas ulteriores en La canción del barrio, que no se debe ni recalcar ni omitir. Vincular esas naderías con el simbolismo es desconocer deliberadamente las intenciones de Laforgue o de Mallarmé. No es preciso ir tan lejos: el verdadero y famoso padre de esa relajación fue Rubén Darío, hombre que a trueque de importar del francés unas comodidades métricas, amuebló a mansalva sus versos en el Petit Larousse con una tan infinita ausencia de escrúpulos que panteísmo y cristianismo eran palabras sinónimas para él y que al representarse aburrimiento escribía nirvana[5]. Lo divertido es que el formulador de la etiología simbolista, José Gabriel, no se resuelve a no encontrar símbolos en las Misas herejes, y expende a los lectores de la página 36 de su libro, esta solución más bien insoluble del soneto «El clavel»:
Ha de decir (Carriego) que intentó darle un beso a una mujer, y que ella, intransigente, interpuso su mano entre ambas bocas (y esto no se sabe sino después de muy penosos esfuerzos); pero no, decirlo así, seria pedestre, no seria poético, y entonces llama clavel y rojo heraldo de amatorios credos a sus labios, y al acto negativo de la hembra, la ejecución del clavel con la guillotina de sus nobles dedos.
Así la aclaración; véase ahora el interpretado soneto:
Fue al surgir de una duda insinuativa
cuando hirió tu severa aristocracia,
como un símbolo rojo de mi audacia,
un clavel que tu mano no cultiva.
Hubo quizá una frase sugestiva
o advirtió una intención tu perspicacia,
pues tu serenidad llena de gracia
fingió una rebelión despreciativa.
Y así, en tu vanidad, por la impaciente
condena de tu orgullo intransigente,
mi rojo heraldo de amatorios credos
mereció, por su símbolo atrevido,
como un apóstol o como un bandido
la guillotina de tus nobles dedos.
El clavel es fuera de duda un clavel de veras, una guaranga flor popular deshecha por la niña y el simbolismo (el mero gongorismo) es el del explicativo español, que lo traduce en labios.
Lo no discutible es que una fuerte mayoría de las Misas herejes ha incomodado seriamente a los críticos. ¿Cómo justificar esas incontinencias inocuas en el especial poeta del suburbio? A tan escandalizada interrogación creo satisfacer con esta respuesta: Esos principios de Evaristo Carriego son también del suburbio, no en el superficial sentido temático de que versan sobre él, sino en el sustancial de que así versifican los arrabales. Los pobres gustan de esa pobre retórica, afición que no suelen extender a sus descripciones realistas. La paradoja es tan admirable como inconsciente: se discute la autenticidad popular de un escritor en virtud de las únicas páginas de ese escritor que al pueblo le gustan. Ese gusto es por afinidad: el palabreo, el desfile de términos abstractos, la sensiblería, son los estigmas de la versificación orillera, inestudiosa de cualquier acento local menos del gauchesco, íntima de Joaquín Castellanos y de Almafuerte, no de letras de tango. Recuerdos de glorieta y de almacén me asesoran aquí; el arrabal se surte de arrabalero en la calle Corrientes, pero lo altilocuente abstracto es lo suyo y es la materia que trabajan los payadores. Repetido sea con brevedad: esa pecadora mayoría de las Misas herejes no habla de Palermo, pero Palermo pudo haberla inventado. Pruébelo este barullo:
Y en el salmo coral, que sinfoniza
un salvaje ciclón sobre la pauta,
venga el robusto canto que presagie,
con la alegre fiereza de una diana
que recorriese como un verso altivo
el soberbio delirio de la gama,
el futuro cercano de los triunfos
futuro precursor de las revanchas;
el instante supremo en que se agita
la misión terrenal de las canallas…
Es decir: una tempestad puesta en salmo que debe contener un canto que debe parecerse a una diana que debe parecerse a un verso, y la predicción de un porvenir recién precursor encomendada al canto que debe parecerse a la diana que se parece a un verso. Sería una declaración de rencor prolongar la cita: básteme jurar que esa rapsodia de payador abombado por el endecasílabo rebasa los doscientos renglones y que ninguna de sus muchas estrofas puede lamentar una carencia de tempestades, de banderas, de cóndores, de vendas maculadas y de martillos. Eliminen su mal recuerdo estas décimas, de pasión lo bastante circunstancial para que las pensemos biográficas, y que tan bien han de llevarse con la guitarra:
Que este verso, que has pedido,
vaya hacia ti, como enviado
de algún recuerdo volcado
en una tierra de olvido…
para insinuarte al oído
su agonía más secreta,
cuando en tus noches, inquieta,
por las memorias, tal vez,
leas, siquiera una vez,
las estrofas del poeta.
¿Yo…? Vivo con la pasión
de aquel ensueño remoto,
que he guardado como un voto,
ya viejo, del corazón.
Y sé en mi amarga obsesión
que mi cabeza cansada
caerá, recién, libertada
de la prisión de ese ensueño
¡cuando duerma el postrer sueño
sobre la postrer almohada!
Paso a rever las composiciones realistas que integran «El alma del suburbio», en la que podemos escuchar ¡al fin!, la voz de Carriego, tan ausente de las menos favorecidas partes. Las reveré en su orden, omitiendo voluntariamente unas dos: «De la aldea» (cromo de intención andaluza y de una trivialidad categórica) y «El guapo», que dejo para una consideración final más extensa.
La primera, «El alma del suburbio», refiere un atardecer en la esquina. La calle popular hecha patio, es su descripción, la consoladora posesión de lo elemental que les queda a los pobres: la magia servicial de los naipes, el trato humano, el organito con su habanera y su gringo, la espaciada frescura de la oración, el discutidero eterno sin rumbo, los temas de la carne y la muerte. No se olvidó Evaristo Carriego del tango, que se quebraba con diablura y bochinche por las veredas, como recién salido de las casas de la calle Junín, y que era cielo de varones nomás, igual que la visteada [6]:
En la calle, la buena gente derrocha
sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es «La Morocha»,
lucen ágiles cortes dos orilleros.
Sigue una página de misterioso renombre, «La viejecita», festejada cuando se publicó, porque su liviana dosis de realidad, indistinta ahora, era infinitesimalmente más fuerte que la de las rapsodias coetáneas. La crítica, por la misma facilidad de servir elogios, corre el albur de profetizar. Los encomios que se aplicaron a «La viejecita» son los que merecería «El guapo» después; los dedicados en 1862 a «Los mellizos de la Flor» de Ascasubi, son una profecía escrupulosa de Martin Fierro.
Detrás del mostrador es una oposición entre la urgente vida barullera de los borrachos y la mujer hermosa, bruta y tapiada,
detrás del mostrador como una estatua
que impávida les enloquece el deseo
y pasa sin dolor, así, inconsciente,
su vida material de carne esclava:
la tragedia opaca de un alma que no ve su destino.
La siguiente página, «El amasijo», es el reverso deliberado de «El guapo». En ella se denuncia con ira santa nuestra peor realidad: el guapo de entrecasa, la doble calamidad de la mujer gritada y golpeada y del malevo que con infamia se emperra en esa pobre hombría vanidosa de la opresión:
Dejó de castigarla, por fin cansado
de repetir el diario brutal ultraje
que habrá de contar luego, felicitado,
en la rueda insolente del compadraje…
Sigue «En el barrio», página cuyo hermoso motivo es el acompañamiento eterno y la eterna letra de la guitarra, proferidos no por una convención como es hábito, sino literalmente para indicar un efectivo amor. El episodio de esa reanimación de símbolos es de embargada luz, pero es fuerte. Desde el primitivo patio de tierra o patio colorado, llama con ira de pasión la urgente milonga
que escucha insensible la despreciativa
moza, que no quiere salir de la pieza…
Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero
viejas cicatrices de cárdeno brillo,
en el pecho un hosco rencor pendenciero
y en los negros ojos la luz del cuchillo.
Y no es para el otro su constante enojo…
A ese desgraciado que a golpes maneja
le hace el mismo caso, por bruto y por flojo,
que al pucho que olvida detrás de la oreja.
¡Pues tiene unas ganas su altivez airada
de concluir con todas las habladurías…!
¡Tan capaz se siente de hacer una hombrada
de la que hable el barrio tres o cuatro días…!
La estrofa antefinal es de orden dramático; parece dicha por el mismo tajeado. Es intencionado también el último verso, la apurada atención de unos pocos días que el barrio, mal acostumbrado entonces, dedicaba a una muerte, lo pasajero de la gloria de poner un barbijo.
Después está «Residuo de fábrica», que es la piadosa notificación de una pena, donde lo que más importa quizá es la versión instintiva de las enfermedades como una imperfección, una culpa.
Ha tosido de nuevo. El hermanito
que a veces en la pieza se distrae
jugando sin hablarle, se ha quedado
de pronto serio, como si pensase…
Después se ha levantado y bruscamente
se ha ido, murmurando al alejarse,
con algo de pesar y mucho de asco:
—que la puerca otra vez escupe sangre…
Entiendo que el énfasis de emoción de la estrofa penúltima está en la circunstancia cruel: sin hablarle.
Sigue «La queja», que es una premonición fastidiosa de no se cuántas letras fastidiosas de tango, una biografía del esplendor, desgaste, declinación y oscuridad final de una mujer de todos. El tema es de ascendencia horaciana —Lydia, la primera de esa estéril dinastía infinita, enloquece de ardiente soledad como enloquecen las madres de los caballos, matres equorum, y en su ya desertada pieza amat janua limen, la hoja se ha prendido al umbral— y desagua en Contursi, pasando por Evaristo Carriego, cuyo harlot’s progress sudamericano, completado por la tuberculosis, no cuenta mayormente en la serie.
La sigue «La guitarra», descaminada enumeración de imágenes bobas, indigna del autor de «En el barrio» y que parece desdeñar o ignorar las situaciones de eficacia poética motivadas por el instrumento: la música prodigada a la calle, el aire venturoso que nos es triste por el recuerdo incidental que le unimos, las amistades que apadrina y corona. Yo he visto amistarse dos hombres y empezar a correr parejo sus almas, mientras punteaban en las dos guitarras un gato que parecía el alegre sonido de esa confluencia.
La última es «Los perros del barrio», que es una sorda reverberación de Almafuerte, pero que tradujo una realidad, pues el pobrerío de esas orillas abundó siempre en perros, ya por lo centinelas que son, ya por curiosear su vivir, que es una diversión que no cansa, ya por incuria. Alegoriza indebidamente Carriego esa perrada pordiosera y sin ley, pero trasmite su caliente vida en montón, su chusma de apetitos. Quiero repetir este verso
cuando beben agua de luna en los charcos
y aquel otro de
aullando exorcismos contra la perrera,
que tira de uno de mis fuertes recuerdos: la visitación disparatada de ese infiernito, vaticinado por ladridos en pena, y precedido —cerca— por una polvareda de chicos pobres, que espantaban a gritos y pedradas otra polvareda de perros, para resguardarlos del lazo.
Me falta considerar «El guapo», exaltación precedida por una famosa dedicatoria al también guapo electoral alsinista San Juan Moreira. Es una ferviente presentación [7], cuya virtud reside también en los énfasis laterales: en el
conquistó a la larga renombre de osado
que está significando las muchas candidaturas a ese renombre, y en esa casi mágica indicación de poderío erótico:
caprichos de hembra que tuvo la daga.
En «El guapo», también las omisiones importan. El guapo no era un salteador ni un rufián ni obligatoriamente un cargoso; era la definición de Carriego: un cultor del coraje. Un estoico, en el mejor de los casos; en el peor, un profesional del barullo, un especialista de la intimidación progresiva, un veterano del ganar sin pelear: menos indigno —siempre— que su presente desfiguración italiana de cultor de la infamia, de malevito dolorido por la vergüenza de no ser canflinflero. Vicioso del alcohol del peligro o calculista ganador a pura presencia: eso era el guapo, sin implicar una cobardía lo último. (Si una comunidad resuelve que el valor es la primera virtud, la simulación del valor será tan general como la de la belleza entre las muchachas o la de pensamiento inventor entre los que publican; pero ese mismo aparentado valor será un aprendizaje.)
Pienso en el guapo antiguo, persona de Buenos Aires que me interesa con más justificada atracción que ese otro mito más popular de Carriego (Gabriel, 57) la costurerita que dio aquel mal paso y su contratiempo orgánico-sentimental. Su profesión carrero, amansador de caballos o matarife; su educación, cualquiera de las esquinas de la ciudad, y éstas principalmente: la del sur, el Alto —el circuito Chile, Garay, Balcarce, Chacabuco—, la del norte, la Tierra del Fuego —el circuito Las Heras, Arenales, Pueyrredón, Coronel—, otras, el Once de Setiembre, la Batería, los Corrales Viejos[8]. No era siempre un rebelde: el comité alquilaba su temibilidad y su esgrima, y le dispensaba su protección. La policía, entonces, tenía miramientos con él: en un desorden, el guapo no iba a dejarse arrear, pero daba —y cumplía— su palabra de concurrir después. Las tutelares influencias del comité restaban toda zozobra a ese rito. Temido y todo, no pensaba en renegar de su condición; un caballo aperado en plata vistosa, unos pesos para el reñidero o el monte, bastaban para iluminar sus domingos. Podía no ser fuerte: uno de los guapos de la Primera, el Petiso Flores, era un tapecito a lo víbora, una miseria, pero con el cuchillo una luz. Podía no ser un provocador: el guapo Juan Muraña, famoso, era una obediente máquina de pelear, un hombre sin más rasgos diferenciales que la seguridad letal de su brazo y una incapacidad perfecta de miedo. No sabía cuándo proceder, y pedía con los ojos —alma servil— la venia de su patrón de turno. Una vez en pelea, tiraba solamente a matar. No quería criar cuervos. Hablaba, sin temor y sin preferencia, de las muertes que cobró —mejor: que el destino obró a través de él, pues existen hechos de una tan infinita responsabilidad (el de procrear un hombre o matarlo) que el remordimiento o la vanagloria por ellos es una insensatez. Murió lleno de días, con su constelación de muertes en el recuerdo, ya borrosa sin duda.





Notas 

[5] Conservo estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que los poemas de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que también creía que los de Quevedo eran superiores a los de Góngora. (Nota de 1954) 

[6] La épica circunstanciada del tango ha sido escrita ya: su autor, Vicente Rossi; su nombre en librería, Cosas de negros(1926), obra clásica en nuestras letras y que por la sola intensidad de su estilo tendrá en todos razón. Para Rossi, el tango es afro-montevideano, del Bajo, el tango tiene motas en la raíz. Para Laurentino Mejías, (La policía por dentro, II, 1913, Barcelona) es afro-porteño, inaugurado en los machacones candombes de la Concepción y de Monserrat, amalevado después en los peringundines: el de Lorea, el de la Boca del Riachuelo y el de Solls. Lo bailaban también en las casas malas de la calle del Temple, sofocado el organito de contrabando por el colchón pedido a uno de los lechos venales, ocultas las armas de la concurrencia en los albañales vecinos, en previsión de un raid policial. 

[7] Lástima, en los versos finales, la mención arbitraria del mosquetero. 

[8] ¿Su nombre? Entrego a la leyenda esta lista, que debo a la activa amabilidad de D. José Olave. Se refiere a las dos últimas décadas del siglo que pasó. Siempre despertará una suficiente imagen, aunque borrosa, de chinos de pelea, duros y ascéticos en el polvoriento suburbio lo mismo que las tunas. 
PARROQUIA DEL SOCORRO: Avelino Galeano (del Regimiento Guardia Provincial). Alejo Albornoz (muerto en pelea por el que sigue, en calle Santa Fe). Pío Castro. Ventajeros, guapos ocasionales: Tomás Medrano. Manuel Flores. 
PARROQUIA DEL PILAR, ANTIGUA: Juan Muraña, Romualdo Suárez, alias El Chileno. Tomás Real. Florentino Rodríguez. Juan Tink (hijo de ingleses, que acabó inspector de policía en Avellaneda). Raimundo Renovales (matarife). Ventajeros, guapos ocasionales: Juan Ríos. Damasio Suárez, alias Carnaza. 
PARROQUIA DEL BELGRANO: Atanasio Peralta (muerto en pelea con muchos). Juan González. Eulogio Muraña, alias Cuemito. Ventajeros: José Díaz. Justo González. 
Nunca peleaban en montón, siempre con arma blanca, solos. El menosprecio británico del cuchillo se ha hecho tan general, que puedo «cordar con derecho el concepto vernáculo: Para el criollo la única pelea de hombres, era la que permitía un riesgo de muerte. El puñetazo era un mero prólogo del acero, una provocación. 


En Evaristo Carriego, III (1930)

Imagen arriba: Casa de Evaristo Carriego (cuya demolición fue impedida).
Su mirador en Palermo. La casa en la calle Honduras, entre Bulnes y Mario Bravo, donde Carriego vivió. 
Hoy es una biblioteca pública. Foto de German García Adrasti

Abajo: Cover edición J.L.B.: Evaristo Carriego, M. Gleizer editor, 1930
y Misas herejes de Evaristo Carriego, Buenos Aires, edición 1908



28/5/18

Jorge Luis Borges: La perdida poesía







El 30 de noviembre de 1983, junto al embajador de la India en la Argentina, me tocó acompañar a Borges en un diálogo sobre el budismo, que se llevó a cabo en el Centro de Informaciones de las Naciones Unidas. Antes de retirarnos, una elocuente poetisa se acercó a Borges para entregarle su libro. Era, según ella, una serie de poemas inspirados en el budismo zen, que había titulado, crédulamente, Versos místicos. Con José Bianco y Alberto Lis, que nos acompañaban, nos costó trabajo arrancar a Borges de las manos de la perseverante poetisa.

Una vez instalados en el restaurante donde cenamos, Borges me pidió que le leyera algunos de los versos místicos. No pasé, por supuesto, del primero. «Está bien, me interrumpió Borges. Es suficiente. Le propongo que cuando nos vayamos olvidemos este libro piadosamente sobre la mesa». Así lo hicimos, pero cuando ya habíamos ganado la calle, un mozo nos alcanzó para entregarnos el libro y reprocharnos nuestro olvido. Fuimos luego a un café y repetimos el hecho con un resultado similar, ya que la persona ubicada en una mesa vecina nos hizo notar el olvido. El libro fue depositado finalmente sobre un banco de la plaza San Martín.

A la mañana siguiente, cuando llego a su casa, Borges me recibe sonriendo. «Tengo que mostrarle algo, Alifano», me dijo, al tiempo que exhibía el libro en su mano. «Parece un castigo del Buda por todo lo que hablé anoche. Hace un rato un señor le entregó a Fani los implacables versos místicos, sin duda destinados a seguirnos hasta el infierno».


En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Imagen: Borges Interview at the Oberlin Inn 1
Oberlin College Archives, 1983, Foto John Harvith

27/5/18

Santiago Kovadloff: Borges y Pessoa: las íntimas coincidencias







No se trata de aproximarlos. Borges y Pessoa están, de hecho, muy cerca uno del otro. Se trata, sí, de advertirlo. De advertir sus notables afinidades. Acaso el reconocimiento de tales consonancias en nosotros sus lectores contribuya a que accedamos a mucho de lo que de específico tiene la atmósfera espiritual del tiempo en que vivimos. Esa es al menos la esperanza en la que esta nota busca su legitimación.

En la carta que a Pessoa le dirigiera el 2 de enero de 1985, Borges le pide, cerca ya del cincuentenario de la muerte del poeta portugués, que lo deje ser su amigo. Pidamos nosotros a ambos, con no menos fervor simbólico, que nos franqueen el acceso a la honda correspondencia que enlaza sus palabras.

Oyentes ávidos e intérpretes eventuales de tanta cercanía, quizás en ella sepamos intuirnos, enriquecernos con un mejor desconocimiento de lo que somos.

Admitamos, para empezar, lo que resulta evidente. Borges y Pessoa son dos clásicos de la época. Lo medular de su maestría arraiga en el hecho de que ambos fueron forjadores y voceros de uno de los mitos del siglo: el mito antimoderno que expresa la desazón que se adueña del hombre tras el derrumbe del Ego cogito cartesiano y el triunfalismo inherente a los ideales ingenuos del progreso.

Construir un mito literario anticartesiano exigía estar doblemente persuadido. Por una parte, de que la racionalidad clásica ya no constituía ese eje indudable que aseguraba haber hallado en él, el notable autor de las Meditaciones metafísicas. Por otra parte, haber advertido hasta qué punto los afectados por ese derrumbe, cuyo estrépito se vuelve ensordecedor sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, se empecinaban en aparentar que no habían sido alcanzados por él.

Totalidad inasequible a una conceptualización exhaustiva, la existencia, de allí en más, habría de multiplicar sin cuenta sus perfiles y sentidos sin que resultara ya posible reducirlos a un principio de inteligibilidad satisfactorio. La identidad personal, en consecuencia, desbordando los parámetros impuestos por una lógica de franca intención abarcadura, pasó a conformar la materia imposible del pensamiento lineal o, si se prefiere, la materia racionalmente evanescente con la que el pensamiento intentará amasar su propia consistencia. En su vacilante despliegue, el acto de pensar no habría de ser entonces sino expresión de un incumplible afán de certeza; elocuente escenificación de la dificultad para seguir entendiendo la realidad como correlato manso del concepto.

Esta experiencia de tanta intensidad, signada por el desencuentro entre lo que la vida impone y lo que el espíritu anhela, supo hallar, en la literatura de Borges y Pessoa, dos de sus manifestaciones más originales y fieles al sentido de ese desencuentro.

A través del llamado drama-empente representado por los heterónimos, Pessoa logró el rumbo poéticamente adecuado para impedir que se homologara su vida supuestamente personal a los contenidos de su identidad artística. Con ello subrayó la insalvable distancia que, según él, separa y hasta enfrenta lo que un hombre admite como pensamiento propio y lo que en verdad es capaz de pensar.

Borges por su parte, ejecuta con igual resolución y acierto ese movimiento destinado a iluminar la ruptura entre identidad biográfica y personalidad artística. ¿Cómo lo hace? Mediante la exaltación de una voluntad apócrifa vertebradora de toda su práctica literaria. Borges, en efecto, se empeña con inflexible tenacidad en adjudicar a otros todo lo que brota de su pluma, siempre interesado en presentar como ajeno lo que es propio. Así, entre el escritor y su persona se abre un abismo cuya existencia y sentido Borges cultiva con obstinación y deleite.

Tanto en el caso del poeta portugués como en el del argentino resalta el propósito de impedir que la paternidad de lo narrado o versificado recaiga sobre ellos, es decir sobre un supuesto responsable que pudiera estar ubicado más allá del texto y cuyos rasgos serían asimilables a los del hombre llamado Borges y a los del hombre llamado Pessoa. Autor, en consecuencia, no será para ellos quien afirme extraer de sí las obras que permiten su reconocimiento, sino aquél capaz de dar origen a obras con las que logre que los demás lo desconozcan por lo menos tanto como él mismo se desconoce en ellas. Se trata, en suma, de dinamitar la arraigada ilusión de correspondencia entre creador y criatura para ensayar la tesis contraria: si no sabemos quiénes o qué somos, lo escrito no equivaldrá a la posibilidad de reconocernos sino a la de desconocernos.

Esta fuerte sed de disonancia entre el hacedor y lo hecho, tan pronunciada en Borges como en Pessoa, remite, por lo demás, a un relato prebíblico que se sitúa en las antípodas de nuestros dos escritores: el de los hijos devorados por su padre, central en la tradición mitológica griega. La feroz impugnación que de la paternidad hace Cronos, dios filicida, o el tortuoso vínculo que entablan con sus respectivos padres Epimeteo y Edipo, quieran acaso recordarnos que el horror a reconocernos en lo más cercano arraiga en propensiones tan remotas como oscuras pero muy emparentadas con la angustia que nos produce saber que sólo podemos parecemos a quienes no son como nosotros. Borges y Pessoa jerarquizan con pasión esa diferencia. La teoría de los heterónimos y los postulados borgeanos de la composición apócrifa se nutren en la convicción de que es la alteridad y no la mismidad nuestro destino.

Buena parte de la hazaña verbal de Borges y Pessoa consistió en la aptitud evidenciada por ambos para reconciliar el lenguaje literario con la densidad conceptual de la filosofía. «Lo que en mí siente/ está pensando», escribió Ricardo Reis pero bien podría haberlo afirmado el lacónico habitante de «La biblioteca de Babel». Mucho tiene que ver todo esto con la tradición humanista y con el cauce encontrado por ella en la sensibilidad de nuestros dos escritores. Esa tradición humanista se asienta en la convicción, viva ya entre los romanos, de que hay un pasado paradigmático, ejemplarmente concebido por los griegos —y que en Borges y Pessoa se extenderá a buena parte de la tradición judía—, según el cual sólo por su intermedio el presente puede ser sustancialmente comprendido, expresado y conducido a su realización. Ese pasado, digerido por la actualidad y por ella instrumentado como una brújula, confiere al hombre de cada época metáforas reveladoras de los dilemas de la existencia en todos los tiempos. La lección griega primordial, esculpida por Homero, Esquilo, Sófocles y Eurípides, decreta que no hay alianza posible entre la existencia concebida como reclamo de totalización y la realidad intuida como aquel absoluto cuya comprensión y aprehensión plenas anhela el hombre. Esta disonancia entre la sed que clama y las aguas que lo frustran evadiendo el cerco que aquél les tiende, alcanza, en Borges y Pessoa, el rango poético esencial. Si realidad y pensamiento nos han sido negados como sinónimos pueden, en cambio, ser explorados en su infinita heteronomia.

Justamente, lo que en Alberto Caeiro hay de magistral para Reis, Campos y el mismo Pessoa, es lo que tiene de inimitable y lo que, en directa derivación de lo dicho, hay de irrepetible en su «lección». De allí que quienes se autoconciben como discípulos suyos, lo hagan en verdad por amor a su enseñanza, es decir impulsados por el anhelo de captarla antes que persuadidos de que podrían darle, en sus vidas y en sus obras, alcance y cumplimiento. «Maestro», entonces, será Caeiro porque su trayectoria enseña que todo camino auténtico es irreproducible. El paradójico epigonismo de los restantes heterónimos y del propio Pessoa sólo puede consumarse en la medida en que todos ellos reconocen la imposibilidad de adueñarse del de Caeiro. En los hechos, como queda dicho, ninguno de ellos es capaz como lo fue Caeiro en su vida y en su obra, de restañar la herida provocada por la angustia de sostenerse «en el castillo maldito de tener que vivir», según el rotundo enunciado de Alvaro de Campos.

Esta disonancia, de tan multiplicados ecos en Fernando Pessoa, se manifiesta en Borges a través de una búsqueda. La búsqueda incesante del absoluto. Los hombres se suceden unos a otros, generación tras generación, en el despliegue de un esfuerzo incapaz, sin embargo, de arribar a la meta de su desvelo. Cada hombre, en este sentido, es todos los hombres. Las circunstancias que cada cual considera propias son, en verdad, las de todos en todos los siglos. Si alguna diferencia relevante entre Borges y Pessoa puede señalarse a este respecto, ella quizás esté dada por el hecho de que, en Pessoa, hay a priori) si así pudiera decirse, una conciencia tan aguda de la inutilidad de la búsqueda que paraliza toda su iniciativa. Sus poemas se nutren de esta parálisis inconmovible de la que únicamente se halla liberado Alberto Caeiro, en quien ha muerto toda sed de trascendencia. En Borges, en cambio, hay persistencia en esa búsqueda, irrefrenable añoranza del sentido absoluto que impulsa a la acción y que sólo accede al reconocimiento de su inutilidad cuando sobreviene el fracaso del sujeto concreto que la lleva adelante. La índole trágica del destino humano, en Borges, se manifiesta en conformidad con el circuito trazado por Esquilo, Sófocles y Eurípides: una infinita inocencia o el desmesurado afán de poder inducen al error; el error precipita en el engaño y el engaño arrastra al sufrimiento irreparable o a la muerte.

En Fernando Pessoa, el tránsito desde las circunstancias dramáticas (aquellas compatibles con el hallazgo de una solución para el conflicto padecido) a las circunstancias trágicas (aquellas en las cuales se sabe o se acepta que el conflicto no tendrá solución en los términos en que la humana razón lo exige), este tránsito, digo, de lo dramático a lo trágico se cumple en Pessoa como una mise-en-scéne de la impotencia heterónima y ortónima para liberarse del efecto catastrófico que sobre cada uno, excepción hecha de Caeiro, tiene la conciencia de la propia muerte y del indeclinable misterio con que la realidad pareciera empecinada en frustrar las aspiraciones totalizadoras del pensamiento.

Sin duda, el gran valor de la heteronomia como concepción creadora es el de haber infundido a la crisis de la modernidad una forma poética inédita. Y no menos original, en este sentido, ha sido la estrategia del discurso apócrifo de Borges.

La excepcional hondura de los mundos verbales que supieron construir, autoriza a reconocer que Borges y Pessoa recuperan la dimensión trágica de los orígenes de la tradición clásica, liberándola de toda sujeción a los acentos racionalistas impuestos a ella por una modernidad interesada en concebir, por un lado, la disonancia entre conciencia y verdad como cuestión circunstancial y puramente metodológica y, por otro, la finitud de la vida personal como una cuestión sin relevancia epistemológica. Podríamos, en consecuencia, afirmar que Borges y Pessoa organizan sus universos literarios a partir de dos decisiones centrales. Una lleva a la potenciación estética de la tradición religiosa y filosófica de Occidente. La otra se traduce en la reelaboración personalísima que efectúan de esa tradición como para que en ella podamos reconocer los rasgos distintivos de la época en que nos toca vivir.

La concepción moderna entendió la identidad personal como módulo de contenidos correlativos de una supuesta verdad universal de carácter transubjetivo. Borges y Pessoa, lúcidos testigos de su derrumbe, procuran revalorizar la noción del deseo como elemento preponderante entre los rasgos distintivos de la subjetividad y del vínculo con la objetividad. Así es como el hermetismo último del sentido de lo real irrumpe como la más radical de las conquistas de este pensamiento desamparado por los dogmas.

Esta condición innominable, sin negar la eficacia parcial del conocimiento predicativo, lo inscribe en un campo de eficacia primordialmente metafórica, es decir, que le confiere valor relacional, alusivo antes que autónomo u objetivo. El saber, entonces, deja de constituir una instancia despojada de carga subjetiva a propósito de algo objetivo, para pasar a ser, ante todo, saber de alguien a propósito de algo.

La Cabala no podía, en consecuencia, permanecer al margen de la avidez intelectual y emocional de Borges y Pessoa, Hay, sin embargo, una diferencia relevante entre ellos en lo que atañe al modo de concebir la Cabala. A Borges, como señala Edna Aizemberg, la Cabala no le interesa como materia de fe. Le importa, sí, como procedimiento reflexivo, como estilo de meditación que mucho puede favorecer sus propias estrategias expresivas. No es éste el caso de Pessoa. Pessoa ortónimo, apasionado por el ocultismo, ve en la Cabala una de las referencias esenciales para alcanzar alguna comprensión de lo real como tejido de símbolos y desenlace obligado de todo emprendimiento gnoseológico. Y ello no en virtud de que lo real no esté estructurado en torno a una legalidad, sino en virtud de que esa legalidad escapa por entero a las posibilidades de intelección humana. De allí la preferencia que manifiesta Pessoa por la Cabala en relación a la filosofía. Preferencia que remite, en última instancia, al sentido de la heteronomia entendida ahora como negativa creadora a responder con sus voces a la ilusión de acceso a una identidad unitaria final.

Borges también subestima la filosofía como modalidad discursiva pero, al igual que Pessoa, y escindiendo forma de contenido, rescata los problemas por ella planteados y procura expresar, en lenguaje poético, la intensidad ausente, en la conformación tonal de tales cuestiones, que de ella se advierte en la metafísica.

Pero, más allá de la diferencia, el Aleph y la noción cabalística de unidad son elementos que, con idéntico vigor, convocan el sentimiento de Borges y Pessoa, de modo tal que el valor del Ensof (infinito, en el antiguo hebreo) dejará sentir su peso tanto en el escritor argentino como en el escritor portugués.

Cosa equivalente puede decirse de la Biblia, donde se ve con toda evidencia que la unidad representada por el Autor de la Creación se manifiesta a través de la diversidad de intérpretes que redactan los libros sagrados, de conformidad con lo que cada uno de ellos oye que le es dictado por la voz del Espíritu. El «Autor-fuera-de-su-persona» —la conocida fórmula pessoana— es, simbólicamente, cada profeta; voz de una alteridad esencial, de un otro que no es el autor y que sin embargo remite a esa función.

En Borges, tal alteridad aparece bajo la forma de un Absoluto que se revela al hombre como lo enteramente otro de sí (Aleph); súbita transfiguración de aquello que se creía accesible en aquello que, destrozando esa ilusión, pasa a ser extraño, irreductible y hasta hostil en su hermetismo.

Los personajes de Pessoa son escritores. También lo son, con extrordinaria frecuencia, los de Borges: Herbert Quain, Pierre Menard, Jaromir Hladik. Y cuando no son escritores se convierten en tales en el momento en que resuelven redactar sus cuentos, «informes» o poemas, como en el caso de Narciso de Laprida en el «Poema conjetural» o en el anticuario Joseph Cartaphilus de Esmirna en «El inmortal», quien, en verdad, no es sino una sombra del mayor símbolo literario de Occidente: el poeta Homero.

La concepción de la literatura como lenguaje dotado para expresar la naturaleza hermética de la verdad es tan fundamental en Borges como en Pessoa. Los dos, como se dijo, ven la filosofía como una forma expresiva «menor», poco adecuada al registro temperamental de la idiosincrasia evasiva de la verdad de la que hablamos. Pero la fascinación que la filosofía ejerce sobre el espíritu, su resonancia en el nervio intelectual, serán empleadas con habilidad e insistencia por ambos escritores aunque con finalidad primordialmente poética antes que lógica. Asimismo, la literatura como posibilidad personal y como práctica es, para ambos, uno de los misterios superiores a los que con frecuencia remite Pessoa y que, como él mismo dice en carta a su querida Ofelia, responden «a otra ley» que la que gobierna la vida de los mortales comunes. Esta visión sacralizada de la palabra escrita, que en Pessoa se manifiesta a través de la exaltación de lo hermético y multívoco y, en Borges, mediante la indeclinable veneración de lo laberíntico y los textos literarios y sus recintos, las bibliotecas, encontraría su origen en el culto de un Dios bíblico e invisible que asienta por escrito su mensaje normativo en unas Tablas más veneradas que acatadas por el hombre, acaso porque su poderoso aliento simbólico supera no sólo sus recursos sino incluso su coraje para comprender.

Tanto para Borges como para Pessoa, a través de la literatura se huye de la contingencia y del azar. La creación es la expresión de un equilibrio que trasciende la precariedad impuesta al hombre por la finitud. En este sentido, la lengua es la verdadera patria del escritor porque le confiere la única identidad esencial que puede alcanzar: la de ser recreador, mediante su escritura, de la escritura de Dios, o sea la escritura cifrada por excelencia.

Pertenece a la dimensión ético-estética la necesidad de Borges y Pessoa de confundir ficción y realidad, lo verdadero con lo verosímil, borrando los rígidos límites que el racionalismo pretendió fijar entre una y otra. Cervantes y Carlyle pueden ser considerados como autores que anticipan el empleo de esta técnica tan frecuente en Borges y Pessoa. Y si los otros de Pessoa son, explícitamente, sus heterónimos, en Borges es usual que el autor desaparezca y ceda su sitio a otros autores apócrifos que llegan al extremo, en ciertos casos, de convertir a Borges en un personaje. Casos de esta especie son el citado de Joseph Cartaphilus en «El inmortal» o David Brodie, misionero escocés del siglo XIX, en el «Informe de Brodie» o Bustos Domecq, esa especie de escritor-gólem que Borges concibió con Bioy Casares.

A través de la diversidad de estilos entre sus heterónimos, Pessoa intenta que el lector «olvide» su presencia como autor. Borges, a su turno, busca que ese olvido de sí sobrevenga a través del carácter presumiblemente erudito que infunde a sus composiciones. Erudición extrema en apariencia que colocaría a los textos más allá de la simple expresión personal y, por lo tanto, más allá de la literatura entendida como manifestación subjetiva de la imaginación. Para ambos poetas vale lo que sobre Borges escribió Edna Aizemberg: «Borges ejecuta sus impostaciones para poner en tela de juicio la realidad, para sugerir que si el autor de una obra puede ser una sombra, nosotros, sus lectores, podemos ser también simulacros en un universo de acasos».

Lisboa y Buenos Aires, las ciudades de nuestros dos escritores, ocupan un lugar central en sus respectivas obras. Ellas son, por una parte, símbolos de lo ausente, de lo que una vez fue, de lo abstracto. Lisboa, capital de lo que ya en tiempos de Pessoa no tenía casi consistencia y había perdido, prácticamente, toda realidad: el imperio portugués. Buenos Aires, capital de lo aún no sucedido: el advenimiento maduro de una nación, la república para la cual no llegó todavía la hora de su consolidación. Al mismo tiempo, Lisboa y Buenos Aires son ciudades-símbolo de la realidad ontológica y poética; expresiones particulares de una dimensión universal; escenarios fugaces donde sobrevienen las manifestaciones de verdades eternas, donde los hombres concretos que fueron Borges y Pessoa soportaron el peso irreductible del misterio de vivir; misterio que los modela a través del encuentro con el Aleph en la calle Garay de Buenos Aires o frente «al Estanco de enfrente» y ante el «Esteves sin metafísica ». Por eso, entonces, ciudad-todas-las-ciudades, capitales, una y otra, de una circunstancia espiritual sin fronteras. Lisboa y Buenos Aires, por último y como recuerda Teresa Rita Lopes, son ciudades fluviales «en las que los árboles y los mástiles se confunden».

En la obra de Borges y en la de Pessoa las mujeres no ocupan el sitio clásico que les reserva la sensibilidad romántica: ellas no son las amadas, ellas no son el misterio, ellas no tienen presencia. Son, por el contrario, y en tanto mujeres, las grandes ausentes. Nada más abstracto que la mujer en las obras de Borges y Pessoa. A no ser, claro está, que las homologuemos a la figura de la madre y, entonces sí, ella irrumpirá viva en la obra de ambos. Porque estos dos hombres que rechazaron la paternidad de sus criaturas, como el dios Cronos en el mito clásico, según ya dijimos, no rechazaron nunca, en cambio, la condición de hijos.

De los dos, por fin, corresponde reconocer que supieron cuál era la consistencia de su trabajo creador y el valor que el tiempo les concedería. Pessoa no dudaba de que sería reconocido después de muerto. Borges, acaso más irónico pero no por ello menos resuelto que Pessoa, temía no ser olvidado.









En Cuadernos Hispanoamericanos "Homenaje a Jorge Luis Borges"
N° 505-507 Julio Septiembre 1992
Dirigieron esta publicación: Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall
Director: Félix Grande
Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana

Imagen arriba:  Toma de Lo que Borges nos contó, concebido por Santiago Kovadloff, 
César Lerner y Marcelo Moguilevsky Vía
Abajo: Facsímiles de la edición aludida



26/5/18

Jorge Luis Borges: Antología







  Posiblemente ahora los mejores poetas contemporáneos sean nombres ignorados por nosotros, en países que no sospechamos. A lo mejor el primer poeta del año mil novecientos setenta y tantos es un señor que está escribiendo en Borneo o en Suiza. Las cosas se saben con el tiempo.

  Eso se nota mucho en las antologías: Ud. toma cualquier antología y el principio es bueno porque la selección ya ha sido hecha por el tiempo. Hay un libro que se llama Los cien mejores poemas de la lengua española, hecho por Menéndez Pelayo que sabía algo sobre el tema. En principio tiene poemas muy lindos —romances, sonetos— de todo: Fray Luis, San Juan de la Cruz… Luego, cuando llega al siglo XIX, está completamente perdido. Incluye escritores latinoamericanos como el de «A la agricultura en la zona tórrida» que es malo; la otra es Salomé Henríquez Ureña, la madre de Pedro Henríquez. Los demás son como si no existieran para él. Él tenía razones de amistad. Él tenía que incluir a poetas que eran amigos de él... Sí, de modo que usted cuenta entre las cien mejores poesías de la lengua castellana, poesías de personas que nadie recuerda ahora o poetas del siglo XVIII, que fue tan pobre en España (...), pero, con todo, es mejor la primera mitad de la antología y eso no se explica sólo por la decadencia de España: se explica por el hecho de que toda antología contemporánea —incluso la que usted o yo podamos hacer— tiene que corresponder un poco a amistades (...).

  Claro, pero en el caso de los muertos, no hay simpatías ni antipatías. Posiblemente Virgilio era una persona insufrible. El Dante no creo que haya sido muy querido y Milton debe haber sido una persona espantosa, ¿no? (...). Claro, y Hernández, por ejemplo, que se reverencia tanto en la República Argentina, no impresionó a ninguno de sus contemporáneos, porque no hay anécdotas de él.

  Gutiérrez de Lucena, 1975






En Borges A/Z
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Libros de Jorge Luis Borges y retrato fotográfico tomado por Ernesto Monteavaro
En estante de la biblioteca particular de Graciela Melgarejo
Al pie: Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel


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