2/3/18

Esteban Feune de Colombi: Buscando a Borges en Islandia






El autor de El Aleph, que sentía fascinación por esta isla y la visitó tres veces, 
dejó huellas indelebles en un puñado de habitantes de Reykholt


Reykholt, Islandia

Sigo al hombre de espaldas. Deforma la nieve en pasos hondos que apuntala con bastón de bambú. ¿Si fuera Borges?, imagino al aplastar mis botas en las huellas crepitantes que abren el camino. Seis grados bajo cero, humos suben en plegaria desde el estanque de agua termal, un cielo enceguecedor que intimida, mis anteojos una Pentax analógica en éxtasis. Lo terroríficamente radiante de la luz en el invierno casi ártico, el vuelo gallináceo del sol que nomás se pone de pie y ya repta, jactancioso en esa parábola.

No es Borges, claro que no. Sin embargo, me conmueve saber que, en los 70, él recorrió estos lares y visitó la tumba de Snorri Sturluson, el mítico poeta vikingo adorador de Thor y otros æsir como Odín, Baldr o Tyr, divinidades paganas del panteón nórdico que desembarcaron de Asia y fueron tomadas por dioses. Sombrerito tieso, mirada glacial, barba vieja, torso de cuero y patas de corderoy enderezan, a decir verdad, la estampa litográfica de Geir Waage, el cura luterano que preside desde 1978 la iglesia de Reykholt.

En este pueblito de cuarenta y pocos habitantes situado a 100 kilómetros de Reikiavik —palabra que significa bahía de vapores—, el hombre también lleva las riendas de Snorrastofa, el sitio cultural dedicado a Sturluson, el mejor de los grandes escaldos nórdicos, asimismo magnate, abogado, historiador y caudillo político, y factiblemente el mortal más conspicuo e influyente de toda la historia de Islandia, sacándoles varios cuerpos de ventaja a Björk, Sigur Rós y Bobby Fischer.

Aparezco en el lugar a las dos de la tarde de un 9 de enero. Auto de alquiler, cubiertas con clavos, aletargante la voz de Megas en la radio, ruta escarchada y un paisaje que te hace sentir lejísimo del resto del universo. A los lados del camino, por momentos fiordos tallados de témpanos, por momentos estancias con ponys indígenas de crines Wellapon, por momentos campos con pilas de alfalfa congelada. Tráfico ilusorio, como ilusorios son, en esta telúrica isla de 340 mil corazones, géiseres, volcanes y auroras boreales, las serpientes o los trenes, los crímenes o la puntualidad.

Sin que haya avisado de mi visita, parece que Geir y Dágny, su mujer, me estaban acechando. Franqueo a empellones la pila de nieve que asedia la puerta de entrada, debajo de la torre con forma de hongo alucinógeno, y me veo de pronto en la tienda del museo sacudiéndome como un san bernardo. Muy oronda, la señora me ofrece un razonable café —los escandinavos lideran la ingesta cafetera planetaria, Noruega en la cúspide— y me cuenta con sonrisa medieval que hace un tiempo anduvo María Kodama por acá, sopesando junto a una tal Margaret la idea de construir un laberinto (borgeano, es claro, en la estela del que el laberintólogo Randoll Coate diseñó en San Rafael, Mendoza). Converso con Geir en un salón sin ventanas en el que descuellan incunables y trajes de vikingos. Le pego los dedos a la taza y pispeo en un tris cierto ímpetu evangelizador en su soliloquio, aunque para nada anodino: primero seductor, después onda noticiero y promediando el final, refractario a mi insistencia por platicar a la intemperie, ofuscada distancia y, por último, una puntita de hartazgo. En el ínterin, el cura peló tres veces del bolsillo de su tweed un cuerno de vaca, lo aporreó contra su codo izquierdo, lo destapó y plantó una mancha de tabaco en el dorso apretado de la mano derecha, que su nariz limpió de un saque sin emitir sonido. Cuarto golpe, cuerno vacío; una hora de cónclave tal vez resumible, barriendo la hojarasca, en un párrafo, el siguiente.

"Éramos una especie de república, de mancomunidad. Los primeros colonos eran noruegos y anclaron en 874. En 930 se estableció el Alþingi, un parlamento anual sin rey ni poder ejecutivo que aunaba democracia, oligarquía y aristocracia. Eso no impedía que hubiese parias; como condena ante ilegalidades debatidas al aire libre una vez al año, debían sobrevivir veinte inviernos fuera de la ley hasta reinsertarse. Un solo guerrero proscrito, Grettir Asmundarson, estuvo a un tris de la hazaña. Fue asesinado a seis meses de conseguirla y su gesta se narra en una saga memorable". Cada tanto Geir atiende el celular, prehistórico y de ringtone nada-que-ver, y cada tanto Dágny trae pasas de uva cubiertas de chocolate u otro café.

Volvemos a patear por las inmediaciones de Snorrastofa, ahora entre cruces de plástico que titilan en el cementerio nevado, tradición al parecer navideña. Las botas de Geir raspan de memoria el manto blanco y revelan un túmulo diminuto sobre el que se lee, en mayúsculas, sturlungareitur. Es la modesta tumba de Snorri, que fue decapitado por orden del rey noruego Haakon IV en 1241.


Tumba de Snorri Sturluson, el mítico poeta vikingo adorador de Thör 


Ahí mismo me entrego al gélido ritual de leer el soneto que Borges le dedicó a ese primitivo hombre de letras —la metáfora es suya— en el poemario El otro, el mismo: "Tú, que legaste una mitología / de hielo y fuego a la filial memoria, / tú, que fijaste la violenta gloria / de tu estirpe de acero y de osadía, / sentiste con asombro en una tarde / de espadas que tu triste carne humana / temblaba. En esa tarde sin mañana / te fue dado saber que eras cobarde. / En la noche de Islandia, la salobre / borrasca mueve el mar. Está cercada / tu casa. Has bebido hasta las heces / el deshonor inolvidable. Sobre / tu pálida cabeza cae la espada / como en tu libro cayó tantas veces".

El frío me duerme la cara, los huesos, la voz. Aun así llegamos a la pileta circular de piedra labrada y aguas calientes donde el degollado se aflojaba con sus correligionarios, usanza tan vernácula. Entre serbales, abedules y pinos avanzamos hasta el precioso, casi japonés estanque nombrado en honor al inquebrantable luterano que tengo enfrente, y divisamos después la maciza estatua de Snorri, enrarecida con estalactitas. "Todo islandés que conozcas", comenta Geir en perfecto inglés, "desciende de Sturluson; yo soy, por ejemplo, la vigesimocuarta generación". Dágny me recomienda que haga una parada técnica, en mi travesía de vuelta, en un baño termal que está junto a un invernadero donde plantan tomates, pepinos y morrones, cosa que por supuesto hago, como hice noche de por medio en Reikiavik. "Considérate suertudo de haber conocido el centro del mundo", me despide místicamente el cura estirando lo máximo posible mi partida.


Infinitamente más linda

De adolescente, Borges se deslumbró —"debidamente", según refirió en un libro de diálogos con Osvaldo Ferrari— con la literatura nórdica gracias a su padre, que le regaló un ejemplar de la legendaria saga Völsunga, en la versión inglesa de William Morris, espíritu polirrubro que trajinó las tierras islandesas a caballo en 1871. Eso es, con precisión, un siglo antes de que lo hiciera, por primera vez en su vida, el autor de Ficciones, quien departió en una de sus clases sobre aquel arquitecto, decorador, textilero, traductor, poeta y activista: "Él creía que la cultura de Alemania, de Holanda, de Austria, de los países escandinavos, de Inglaterra y de la parte flamenca de Bélgica había llegado a su culminación en Islandia, y que él, como británico, tenía el deber de emprender una peregrinación a esa pequeña isla perdida, casi en los confines del círculo ártico, que produjo tan admirable prosa y tan admirable poesía". Prosa y poesía que, verbigracia, prefiguraron tanto a Rulfo como a Tolkien, tanto a Verne como a Coetzee.

Por su parte, nuestro Jorge Francisco Isidoro Luis se trenzó literariamente con las sagas —se dice que el término es afín a sagen (referir, en alemán) y say (decir, en inglés)— en el capítulo Las kenningar de su Historia de la eternidad, publicado por Viau y Zona en 1936 en Buenos Aires. Allí desgranó su embrujo alegando: "Fueron el primer deliberado goce verbal de una literatura instintiva". Todavía embelesado, décadas más tarde se volcó con su tesón habitual al estudio del idioma islandés, al que consideró el latín del norte ("tiene una belleza muy particular por su sonoridad y porque todavía se puede formar palabras compuestas sin que resulten artificiales o pedantes") y que, fruto de una moral endogámica y reacio a intercambios, poco se ha modificado desde sus orígenes.

Un día de 1971 que el calendario cifra miércoles 14 de abril, en el hotel Holt, Georgie le dictó a Norman Thomas di Giovanni, su traductor anglosajón, estas líneas que figuran en el reverso de una postal con dos fotos de la capital islandesa: "Querida madre: mucho más increíble que Islandia es el hecho de que María Kodama haya arribado aquí, con noticias tuyas. Reikiavik es menos monumental que la Municipalidad de Lomas e infinitamente más linda, por extraño que parezca".




Infinitamente más linda, sin dudas. Lo ratifico porque estoy a una cuadra de la municipalidad, en Iðnó, "el" centro cultural con vista al lago donde se celebran desde funerales hasta conciertos de metal, pasando por comilonas de inmigrantes. En el bar, bichando por la ventana a unas chicas que juegan al fútbol sobre el Tjörnin helado, me cito con Guðbergur Bergsson. Después de Halldór Laxness, ganador del Nobel en 1955, se trata del escritor más conocido del país y traductor de Borges al islandés. Lo engancho a través de Internet: una amiga googlea su nombre, que figura publicado en una guía telefónica. Lo llamamos a su casa y en cinco minutos agendamos la entrevista.

Platicamos en castellano, que aprendió a hablar en Barcelona a fines de la década del 50, rodeado de carismáticos personajes como Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Carmen Balcells o Jaime Gil de Biedma. Tiene 85 años aunque luce menos gracias, en parte, a su mirada, de un celeste sibilino que será, a lo largo de la conversación, varios celestes: el celeste de su cruda infancia trabajando en la industria pesquera; el celeste de su adolescencia siendo empleado en la base militar que los estadounidenses establecieron en Keflavík, cerca del actual aeropuerto, justo después de que los nazis invadieran Dinamarca; el celeste de sus periplos a la España franquista y de sus quijotescas (fueron dos) versiones del Don Quijote; y el celeste del instante, su pícara vejez traficando poemas de Pessoa a su lengua materna.

Lo primero que leyó de Borges fue Literaturas germánicas medievales, coescrito con María Esther Vázquez y encontrado al azar en una librería de viejo barcelonesa, cuando unos happy few lo leían en Europa más allá del francés Roger Caillois. "¿Sabes por qué vino aquí?", anuncia gallegamente para develar: "Él estaba dando unas conferencias en Harvard y le dijo a un amigo mío que deseaba conocer Islandia. Ese amigo me escribió una carta pidiéndome que lo reciba. Como yo estaba en Amsterdam, contacté a mi cuñada, pero ella era muy perezosa como para ocuparse de una celebridad, así que declinó la propuesta y me sugirió que me comunicara con Matthias Johannessen, editor del periódico Morgunblaðið, quien de algún modo se apoderó de Borges, al que finalmente nunca conocí".

Bergsson me cuenta que él colaboró mucho para que el autor de El oro de los tigres fuera premiado con el Formentor en 1961, compartido con Samuel Beckett, porque lo otorgaba el Congreso Internacional de Editores, institución que reunía a varios conocidos suyos. Esa recompensa implicó el espaldarazo que el porteño necesitaba para ser promovido internacionalmente y que sus textos se vertieran a decenas de idiomas, incluido el islandés. Él entabló sus traducciones sacando unos poemas en el Morgunblaðið y luego la colección de cuentos Suðrið, o sea El sur. Antes del adiós me interesa saber cómo definiría el alma de sus coterráneos. Por el vidrio repartido, Guðbergur enfoca el cielo, que fue mudando en este par de horas de soleado a nuboso y de nuboso a nevado, y decreta: "Confusa. como el tiempo".


 Una edición de Suðrið, traducción islandesa de El sur


Precisamente, Suðrið es el libro que hojeo en este momento, en el cuarto piso de la Biblioteca Nacional de Islandia, ubicada frente al departamento en el que vivo. Es todo muy fácil. En la recepción me atiende Erlendur Már Antonsson, un muchacho atildado y de grata predisposición. Quiero investigar qué artículos sobre Borges se publicaron en la prensa local y el bibliotecario navega ipso facto por las entrañas digitales del archivo, que es 100% público, y me manda los links que descubre a mi mail: todos en islandés y muchos firmados por Matthias Johannessen, a quien también googleamos con mi amiga y al que entrevistaré mañana. Indago a Erlendur al respecto de Suðrið y me informa que atesoran dos ejemplares que prestaron 43 veces.


Devolver un poema

Matthias vive en el barrio y propone que nos juntemos en el café de la biblioteca. Ahí está, pues, con suéter bordó y boina de fieltro gris. Celestes, pequeños, comunes, sus ojos yacen envueltos en un velo acuoso que los hace verse tristones. Afuera: tormenta de nieve y viento escandaloso. Tiene 88 años y en sus dientes rebota un inquieto chicle. Trae consigo un libro con una recopilación de sus mejores artículos y un manuscrito plagado de estrofas que escribió tras conocer a Borges. Me estremece estar sentado frente a una de las pocas personas, si no la única, que vio a Georgie las tres veces que estuvo en la isla: si mis inquisiciones no fallan, 71, 76 y 82.

Dice que su memoria anda errática y que por eso confunde las visitas de Borges volviéndolas una sola. Lo fue a buscar al aeropuerto. Nevaba. Bajó del avión vestido con sobretodo y pelo revuelto, acompañado por Di Giovanni y su mujer, que se sentaron en el asiento trasero de su auto. En el imprescindible y titánico diario que Bioy Casares le dedicó a su íntimo secuaz se registra este diálogo [2 de marzo de 1971):
BORGES: Un viaje es una serie de incomodidades.
BIOY: Sí, pero son incomodidades que se transforman en buenos recuerdos. No se puede pedir nada más que buenos recuerdos.
BORGES: Es cierto. Hay que pedir un buen pasado. Lo único a que puede un hombre aspirar es a un buen pasado. No: quizá también se pueda aspirar a un buen futuro. Lo que es imposible es un buen presente. El que pide un buen presente no tiene noción de la realidad.
Cinco años después, en mayo del 76 y con Borges de copiloto, el editor del Morgunblaðið avanza por las rutas primaverales del interior del país, en aquella época salvajes. Ganan Þingvellir, cuna del Alþingi y donde se proclamó, en el 1000, el cristianismo como religión oficial, echando por la borda—al menos, en apariencia— el paganismo reinante no por fe, sino para evitarse numerosos problemas.

En ese lugar histórico en el que, además, se declaró la independencia islandesa en 1944, las placas tectónicas americana y eurásica se lastiman en un cañón bellísimo que dio origen a la corteza terrestre de esta patria vendedora de pescado y tejedora de pulóveres. Basta de fruslerías. Borges le pide a su anfitrión que lo deje un rato solo porque necesita devolver un poema a ese sitio sagrado. Matthias se aleja unos metros y contempla la silueta del literato apretada entre crestas y fracturas naturales, recitando misteriosamente en español. ¿Qué habrá elegido? Tengo una sospecha.

Asimismo recuerda que su invitado, devoto a lucubraciones fonéticas, "curioso como un niño", cero pretencioso y honrado en 1979 con el Halcón de Plata de Islandia (que recibió en el Plaza), en otra instancia del viaje le espeta: "Ahora tengo más suerte que vos". Él pregunta por qué y Borges suelta, emocionado al borde del llanto: "Estoy viendo las montañas tal cual las vio Egil Skallagrimsson, que era viejo y ciego como yo". Egil era otro épico rapsoda repetidor medieval y la anécdota se asemeja a un texto de Atlas escrito en el reikiavikense hotel Esja, el de su segunda estadía, donde resalta: "Siempre en el centro de esa clara neblina que ven los ojos de los ciegos, exploré el cuarto indefinido que me habían destinado". Abraza una columna que adivina blanca y "durante unos segundos conocí esa curiosa felicidad que deparan al hombre las cosas que casi son un arquetipo".

En una entrevista reciente, María Kodama contó, refiriéndose a su vínculo con Jorge Luis (Lois en varios artículos del Morgunblaðið): "Islandia fue el principio de una relación de amor muy especial entre él y yo. Se manifiesta allí porque ir a ese país fue la materialización de una historia que venía de antes". Intenté contactarla, pero no lo logré, de tal modo que entra en escena el cuarto hombre que entrevisté con motivo de esta feliz investigación: Jörmundur Ingi Hansen.

Se me interpuso en el camino porque hace unos meses encontré online una foto alucinante de Borges posando con un señor de barba jesuítica y mirada incisiva. Le mandé la imagen a mi amiga islandesa y al toque me respondió: "Es Sveinbjörn Beinteinsson, el tipo que reintrodujo el paganismo en la isla el siglo pasado". No contenta con eso, siguió: "Conozco a Jörmundur, su sucesor y discípulo, tiene un local de ropa usada cerca de mi casa".

Jörmundur fue el segundo goði —alto sacerdote— y uno de los fundadores de la organización politeísta nórdica Asatrú en Islandia, la primera en ser oficialmente reconocida por un Estado en el globo. Lo abordo en un caótico subsuelo de Laugavegur, la calle principal de Reikiavik, cerca de la bizarra Faloteca. Sitiado por percheros, cajones y estanterías, sus uñas sucias agotan un pote de caviar tipo pasta de dientes y manipulan un lapicito que completa un sudoku. Viste a la manera de un personaje de Dickens, un metro como bufanda. Arrastra su british moroso, refinado y magnético en un diapasón de caverna con el que —tardo en percibirlo— me va tejiendo. Que sí, que rememora las peregrinaciones de Borges, al que no conoció ni leyó, que es muy probable que Sveinbjörn lo haya casado con Kodama en su granja de Draghals, que estaba interesado en los elfos. En la biografía que el hispanista Edwin Williamson urdió alrededor de Borges, leo que éste invitó a Kodama a viajar a Islandia en 1971, un año después de divorciarse de Elsa Astete, y ahí "se le declaró". Entonces surgió Ulrica, el único cuento de amor del argentino, que se publicó en El libro de arena en 1975 y exhibe como epígrafe unos versos de la Völsunga que resisten la piedra de su lápida en Ginebra: "Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos". Al año volvieron a Islandia en plan íntimo —volaron en una avioneta "del tamaño de un sulky", se lee en el Borges de Bioy [16 de octubre de 1982]—, pero fueron descubiertos en un bar por unos poetas lugareños con quienes estiraron la velada.

Borges quería saber, relata Williamson, "si la antigua cultura pagana de las sagas había sobrevivido en los tiempos modernos". Entonces, durante la visita a una iglesia luterana, se enteró por el pastor de que en la isla sólo quedaba un sacerdote pagano que resultó ser un hombre "alto, cincuentón, de brillantes ojos azules y larga barba blanca, que vivía en el campo, solo, en una casa llena de gatos negros y estantes con distintos huesos de animales". El hombre es Sveinbjörn, el de la foto, "sostenía que había un renacimiento del interés por la religión antigua y que muchas personas iban a verlo para casarse. Cuando Borges preguntó si él y María podían ser unidos en matrimonio según el antiguo rito de Odín, el sacerdote estuvo muy complacido en hacer ese favor". Ahora bien, el biógrafo no profundiza en esa unión.


Borges junto a Sveinbjörn Beinteinsson,
el hombre que reintrodujo el paganismo en Islandia 


La intuición —vocablo que queda corto, pero sirve para nombrar lo que queda corto— me obliga a despedirme de Jörmundur. Lo visito por segunda vez y todo sigue igual; enhebra con sabiduría el tejido dialéctico en los puntos suspensivos de hace dos semanas. Versado en rituales, le pido que me sugiera uno antes de abandonar Islandia. Empotrado en esa sillita chueca como sofista del inframundo, un caramelo se apaga en su boca mientras rumia, rumia, rumia.

Dice que a Sveinbjörn se le hubiera ocurrido algo de inmediato. Lo espero. Finjo interesarme en un capote. Lo espero. Finjo interesarme en unos borceguíes. Lo espero. Recuerda, iluminado, una frase que se usaba para despedir a los navegantes y para recibirlos victoriosos. Se pone de pie, la pronuncia en voz alta como un capitán de navío: "Fardu heill og sighaetta gott".








1/3/18

Jorge Luis Borges: Entrevista en revista Cuestionario, dirigida por Rodolfo Terragno [Buenos Aires, junio de 1976]







Borges inédito... y profético, junio de 1976.

Fuimos a pedirle un cuento o un poema, inéditos, para la edición iberoamericana de Cuestionario (nombre que no le gusta porque sugiere interrogación). Había entregado todo cuanto tenía a la imprenta, y dijo: “Tendría que ponerme a fabricar algo”. Le dijimos que no pretendíamos tanto y, a partir de allí, acaso movido por un injusto sentimiento de culpa, nos retuvo, hablando de su reciente viaje.

Como testigo, existía el grabador que llevamos en previsión que Jorge Luis Borges hiciera acotaciones sobre los textos que esperábamos recibir; acotaciones que reproduciríamos con lealtad magnetofónica, para ahorrarnos la azarosa e irrespetuosa tarea de hacerlo hablar a él según nuestra memoria. Y entonces Borges habló de los Estados Unidos; fue pensando en voz alta, mostrándose decepcionado, irónico, escéptico, cáustico y, finalmente, profético. En algún momento imaginó un mecanismo para recuperar de las linotipos un cuento suyo que publicaremos en la edición iberoamericana pero, cuando más tarde, escuchamos la cinta, advertimos que el verdadero inédito de Borges era esa inopinada visión de los Estados Unidos. Esta es la transcripción de los tramos más significativos de la charla; transcripción que debe leerse con la prevención de saber qué es eso una charla que inicialmente no tenía el destino de ser publicada pero que, sin duda alguna, merece que se la publique.



BORGES: Estuve primero en un simposium, donde pasó algo curioso: tomaron un cuento mío y lo fueron analizando por un procedimiento que se llama estructuralista, creo. Y yo les dije: “Miren señores, yo les agradezco mucho pero no acabo de advertir la importancia de esto”. Porque ellos hacen un procedimiento, digamos extraordinario. Es un juego que hacen con mucha paciencia. Por ejemplo, yo tengo un cuento que se llama El Congreso. Es un congreso de todo el género humano. En la mitad del cuento hay un episodio, amoroso. Hay dos amantes. Y eso, no sé, quizás lo puse para darle más realidad al personaje. Para que no fuera simplemente parte de un mecanismo. Bueno, esto se analizó así: “El cuento se llama El Congreso; la unión sexual ha sido llamada a veces congreso y también consiste en una reunión; entonces tenemos un micro-congreso dentro del macro-congreso.” Bueno, ahora vamos a suponer que sea cierto. ¿Y qué se gana con eso? Es totalmente absurdo. No se dan cuenta que si una persona lee algo así, se priva de todo goce estético. Todo queda reducido a una suerte de planitos. O a un cuadro sinóptico. Y que todo eso se enseñe…¡sobre todo en los Estados Unidos!

Realmente, de las universidades allí ya no sé qué pensar. Todo está basado en la memoria. Por ejemplo, tienen que estudiar literatura latinoamericana. El profesor les da, digamos, cada quince días siete novelas. O cada siete días quince novelas, no sé, lo que fuere. Y tienen que leer esos libros. Pero tienen que leerlos para saberlos de memoria. Y ninguna novela ha sido escrita para ese fin. Pero los alumnos tienen que contestar, después, por ejemplo, si han leído Don Segundo Sombra, ¿cuándo, en qué ocasión Cáceres conoce al viejo tropero? En una pulpería. ¿En la pulpería de quién? Y todo sigue así. Entonces, ellos van leyendo un libro y tienen que aprender todos los parentescos, las vicisitudes de cada personaje, datos que, en fin... Al cabo de eso, lo que consigue es que el hombre aborrezca el libro. Porque es como si a mí me dijeran: “Bueno, a ver, cuéntenos que sucede en la pag. 31 del libro El Aleph”. ¡¿Qué sé yo?!

Ahora, en los Estados Unidos hay algo que me ha desagradado mucho: parece que los estudiantes no han leído nada en su casa. No hay home reading.

Yo hablaba un día con un estudiante. Hablábamos de Mark Twain, a quien yo quiero mucho, y parecía que él también. Hablábamos de Huckleberry Finn y yo dije: “Bueno, usted recordará en Life of the Mississippi” (tal cosa). “No sé”, contestó, “el profesor no me dio ese libro”. Había leído únicamente los libros que le dio el profesor. Y otra cosa increíble me sucedió. Creo que hay un libro asaz conocido, que se llama Las mil y una noches. Ese libro se llama, en los países de habla inglesa bueno, hay traducciones literales, desde luego, como A Thousand Nights and a Night pero, sobre todo se lo conoce como The Arabian Nights. Entonces, yo le pregunto a un estudiante: “En The Arabian Nights, usted recordará...” “No”, me dice, “yo no seguí un curso de árabe”. Pero yo tampoco, ¡claro! No tenía solución mi asombro. Debe haber creído que el libro estaba incluido en el curso “Noches”. Porque es así todo. Es rarísimo. Por ejemplo, en la universidad de Michigan que es como si dijéramos la universidad de San Luis, o la universidad de Neuquén, si es que existe hay cursos de lengua bantú. Y solo se estudia eso. De modo que el estudiante de bantú no sabe nada de lo que no relacione con el bantú. Y así suceden cosas increíbles.

En una reunión yo me arriesgué a mencionar una obra que yo creí que, en fin, se podía arriesgar. Hablé de George Bernard Shaw. Y un estudiante (no, eran graduados) me dijo: “¿Quién es?” No había oído hablar de Bernard Shaw. ¿No es increíble?

La gente es extraordinariamente ignorante. No lee nada en su casa. Lee únicamente lo que tiene que leer para pasar un examen; lo que los profesores indican. Porque si no, están enteramente dedicados a los shows de televisión, al baseball, al football... Tienen información aprendida, nomás... Es muy raro. Y es muy triste. Porque ese país dispone de instrumentos extraordinarios. Y todo esto va agravándose. Por lo menos a mí, en mis otros viajes, no me pareció tan grave.

Yo estaba en Lubbock, una ciudad al borde del desierto. Nuestra Biblioteca Nacional, aquí, tiene 900.000 volúmenes. Y es la Biblioteca Nacional, quizás, más grande de nuestra América. Y la biblioteca de Lubbock, una ciudad de la que la mayoría de los americanos no ha oído hablar (y no tiene por qué oír hablar; es una ciudad bastante reciente y con el desierto de Texas así, al borde) tiene dos millones de libros.

Yo, que tengo ese hobby de la literatura anglosajona, encontré libros que no había encontrado en ninguna parte. Me los regalaron. Luego me dijeron que había una sección argentina y que pidiera unos libros. Entonces yo, naturalmente, pedí libros fáciles. Pedí, por ejemplo, el Facundo de Sarmiento, el Fausto de Estanislao del Campo, la Historia Argentina de Vicente Fidel López, el Don Segundo Sombra, de Güiraldes. Y me dijeron: “No, pida algo más difícil”. “Bueno”, dije, “voy a hacer la prueba. A ver, El Imperio Jesuítico de Lugones, del cual no tenemos ejemplar en la Biblioteca Nacional”. Entonces viene la bibliotecaria, una muchacha alta, rubia, texana. Y me dice: “¿Quiere la primera o la segunda edición?” Tenían las dos, realmente. Y está todo eso. Y posiblemente yo sea la única persona que los haya pedido o los pida jamás.

Quiere decir que una persona, en los Estados Unidos, sin salir de su pueblo (y ese pueblo puede ser, bueno, como Los Toldos), sin salir de allí puede estudiar cualquier cosa. Puede dedicarse a... no sé. A cualquier época de la literatura oriental, a cualquier época de la literatura europea... Puede estudiar cualquier cosa. Tienen todas las posibilidades. Pero, en medio de todo eso, un sistema educativo absurdo, que lo desperdicia.

Y es así en todas partes, allí. Porque estuve en todas partes. Di cursos de literatura argentina porque siempre, cuando estoy afuera, me gusta hacer algo por la patria en la Michigan State University. Luego, di cinco conferencias en inglés. Recorrí Wyoming, Wisconsin, Illinois, Iowa, Colorado, Utah, Texas, California y, ya por el otro lado, New England, Georgia, Pennsylvania, West Virginia, Washington... más o menos, todo el país.

La incultura general se nota más en el medio oeste, en el centro. Pero exceptuando a New England, en realidad, el resto del país es bastante estéril. Digo, literariamente.

Pero en los Estados Unidos hay una buena voluntad, una efusión que no hay aquí. Por ejemplo, yo estuve en Mar del Plata, ahora, por tres o cuatro días. Y el recibimiento, bueno, hubiera sido un fracaso en los Estados Unidos. Porque allí la gente como todo se hace de un modo muy sonoro también cuando un autor gusta al público se pone de pie para aplaudirlo. Lo aclaman. 

Ahora claro que yo... un viejo, poeta, ciego, sudamericano... fui con todas las cartas bravas. Ser viejo se ve con simpatía. Ser poeta, se ve con simpatía. Ser ciego lo convierte a uno en Homero o en Milton. Y ser sudamericano... ya lo ven como si fuese un llanero...

A mí me recibieron con una generosidad enorme. Claro que muchos estudiantes me habían leído; desde luego que porque los profesores les habían indicado esa lectura, porque si no... Bueno, pero me habían leído y no pensaban conocerme nunca. Y entonces, cuando yo aparezco allí y me ven y ven que soy un hombre de carne y hueso que habla, digamos, un inglés tolerable; y que hace bromas, además.

Los españoles y los sudamericanos, en general, son muy solemnes. Y yo, no. Cuando una clase anda mal, cuando veo que una conferencia no anda muy bien, hago una broma que corta, una broma sobre mí mismo. Y entonces todo el mundo sonríe. Y todo mejora. Porque la gente agradece eso.

Pero parece que los sudamericanos que van allí son un poco tiesos. Caballeros, ¿no? Y yo no puedo serlo, me saldría muy mal. De todos modos, se puede ser un caballero escéptico y sonriente. No es imprescindible ser un caballero altanero.

Pero ellos, los americanos, están muy solos. La gente anda muy sola allí. Los padres no se entienden con los hijos. La gente oculta todo bajo una falsa cordialidad; bajo un sistema de palmadas en el hombro y gritos de Call me Joe, old boy! Todos esos gestos de alegría que esconden una soledad central... Tampoco es cierto que sean buenos vecinos. La vida allí es muy implacable, muy dura. Sí, la gente está muy sola.

Aquí, la gente está menos sola. Pero creo que, de hecho, el mundo está optando o por Rusia o por los Estados Unidos. Y Europa tiene todo, sin embargo. Todos somos europeos desterrados, voluntariamente o no. Pero no somos americanos del norte ni somos rusos. Cuando yo era chico era común hablar francés. Y ahora nadie lo habla. Ni siquiera se habla inglés. Se habla un inglés-americano, que está reducido a unos cuantos monosílabos.

Dos personas se encuentran y dicen Hi!. Y eso ya reemplaza a todo el saludo. Y luego, una pequeña sorpresa, mezclada con cierto pequeño agrado, todo eso es Gee! Y el asombro está dicho con gosh!, una degeneración de God. Para todas las aceptaciones basta un OK. Y la máxima adoración, la veneración extrema, se expresa con un wow! Y me parece que es una lástima. Porque ése fue el idioma de Shakespeare. Y ha quedado reducido a interjecciones. Es que, claro, ya no se dice nada cuando se habla. Ya la idea de expresar, es una idea del todo ajena.

Una vez, yo estuve muy descortés, es cierto, pero era irritante... Viene una muchacha y me dice: I just wanted to say hi! to you. Bueno, le dije, si a usted le parece que ese epigrama merece ser repetido... ¡Decirle hi a una persona!

Quizás conviene que haga un viaje a Rusia, para poder optar por los Estados Unidos. Bueno, yo creo que a la larga yo opto... ¡Por la patria hay que optar, a pesar de todo! Y después, por Europa. ¡Me parece que es tan fácil optar por Europa! No requiere el menor esfuerzo. Con cualquier país de Europa. ¡Tantas cosas vienen de allí! Todo viene de allí. Estamos hablando en español, no en araucano.

Me han invitado a países socialistas. Pero no quise ir. Hubiera ido con antipatía. Si uno visita un país con antipatía, está dispuesto a encontrar todo mal. Y yo no quiero. Me invitaron dos veces. Han sido amables. Pero yo les dije: “Mi viaje podría ser incómodo para mí y podría ser incómodo para ustedes también. Y no sería un viaje provechoso.”

Cuando yo viajo a los Estados Unidos, en cambio, lo hago con muy buena voluntad. Y con un gran amor por el país. Por mucho de su pasado, donde están Emerson y Frost. Pienso en Melville, en Thoreau, en Whitman. Bueno, tienen una espléndida tradición. Pero todo eso está perdido ahora. Se está perdiendo en un mundo bastante implacable. Pensándolo bien: implacable y superficial.

Detalles como éste muestran la falta de intimidad que tiene el país: se me acerca un señor, un profesor... un burgués. Bueno, no sé por qué elegí esa palabra. Ustedes entienden lo que quiero decir. Me pidió: “¿Querría firmarme un libro para mí?” “Pero, cómo no”. “Por favor, ¿otro for my wife?” “Claro, señor”. “¿Y otro for my girlfriend??” 

¡Qué indiscreción! ¿Por qué me hacía esa confidencia? Una persona a la que acababa de conocer. Porque, digamos, el hecho de que tenga una querida es cuestión de él, pero no tenía por qué contarle eso a una persona que casi no existe en su vida. Y además, en un idioma tan tonto, tan necio: my girlfriend; todo así, tan chato. Si por lo menos hubiera dicho my mistress, habría sido más apasionado. Pero era todo tan insípido, que no daban ganas de conocerla a la girlfriend. Debía ser como él. Todo en medio de la misma trivialidad: la información del color que tiene su auto, o la marca. ¡Tanta frivolidad! Claro, entonces comprendí que no debía pensar: ¿por qué esta confidencia? Porque no había ninguna confidencia. Porque nada tiene ninguna importancia allí, ya.

Asistí a una reunión de autores de novelas policiales de América. Enumeraron los premios del año. Había, digamos, quince premios. Primer premio del año, para la tercera novela policial, encuadernada; tercer premio, para la mejor novela policial en rústica. 

Pero, ¿por qué no en cuerpo doce o en cuerpo catorce? ¿O en pergamino? Yo me di vuelta y pregunté a los que me acompañaban: “¿Pero qué pasa? ¿Está loca esta gente? ¿Qué importa que un libro esté encuadernado? ¿Qué criterio literario es ése?” “No”, me dijeron, “es que en los libros encuadernados, la primera edición reporta al autor el 25 por ciento y, en cambio, en la otra le toca el 40 por ciento”. “Ah” dije, “¡esas sí son razones literarias!” Y al dar los premios, dan el libro publicado y el nombre de los editores también. Yo estaba hablando con un autor, desde luego un autor, digamos, de menor cuantía, y él me estuvo contando como se hacía allí todo. Por ejemplo, uno escribe una novela y esa novela se somete a un editor. Si ese editor la rechaza, a otro. Generalmente hay una masa de lectores que, supongamos, acepta un libro. Entonces, el libro va a ser publicado. Pero antes, pasa a otra mesa. Porque el libro ha sido aprobado en general, pero ahora se trata de personas que lo leen de otro modo; ahora hay que proceder a los detalles. Entonces comienza: “Aquí hay un personaje, digamos, que es negro. Y usted lo hace antipático. Eso puede alejar a muchos lectores.” Entonces, al negro hay que despintarlo, hay que blanquearlo. Porque si no, no se publica el libro. O si no: “Su novela está bien, pero carece de algunos elementos esenciales de la literatura moderna, como el incesto y el estupro. En todo caso, si le resulta difícil intercalar esto, ¿por qué no escribe dos páginas dedicadas al onanismo?” ¡Pero es increíble! Y los autores se someten a eso.

Yo dije: “Pero, ¿no hay una sociedad de escritores aquí?” “Sí”. “Bueno, pero, ¿y por qué no escribe usted y cuenta eso? ¿Por qué no pone en ridículo a esa gente?” ¡Ah, pero si eso ya se sabe! ¡Todo el mundo lo sabe! ¿Y qué ganaría yo? Nadie publicaría mi libro.”

Y parece que, fuera de Faulkner, fuera de Hemingway y de algunos otros escritores muy conocidos, desde hace mucho todos se someten a eso. Les modifican los argumentos, les mutilan caracteres. ¡Es increíble! Sobre todo porque todo el mundo lo sabe. Yo insistía: “Pero ustedes tienen que protestar; poner en ridículo a los editores.” “Pero así no se publica el libro.” Y ven todo como un negocio. Y así, admiten todo.

Y aquí [en Argentina] también va a pasar. Porque nosotros no vamos a influir en ellos. Son ellos los que influyen en nosotros. De modo que todo lo que yo digo ahora, es una profecía de algún modo. Una profecía de lo que ocurrirá el año que viene aquí. O de lo que ya está ocurriendo.








En revista Cuestionario
Año IV, Junio 1976, Nro. 38, pág. 61
Imágenes de la nota y del índice y portada del ejemplar.






28/2/18

Jorge Luis Borges: El libro *





De los casi infinitos instrumentos que son obra del hombre, el más singular es el libro. La espada o el arado son una extensión de la mano; el telescopio o el espejo, de nuestros ojos. El libro, en cambio, es una extensión perdurable de la imaginación y de la memoria, es decir, de todo el pasado. Deliberadamente hablo del libro y no de otros medios. El diario, como lo declara su nombre, se imprime para el día, para la efímera atención momentánea. El texto puede ser el mismo, pero quien lo lee en un periódico o lo oye grabado en un disco, obra para el olvido. Desde un libro, ese texto es aceptado de muy diverso modo.
Debemos al Oriente la noción de libros sagrados, de escrituras dictadas por el Espíritu en distintos años del tiempo y en distintas regiones del espacio, de un eterno Alcorán que es un atributo, no una obra de Dios. De hecho, todo libro es sagrado, si da con el lector para quien fue escrito. Un libro es una cosa entre las cosas cuando nos aguarda en los anaqueles; puede ser una revelación, un estímulo, una forma tranquila de la dicha, cuando lo interrogamos.
Hugo declara que una biblioteca es un acto de fe; Emerson, que en ella pueden cifrarse las mejores palabras y pensamientos de los mejores hombres.
La cultura está amenazada por razonadas y enemigas barbaries. Esas barbaries acechan también en el libro que constituye, paradójicamente, nuestro único instrumento de salvación.






Véase también la conferencia “El libro”, en Borges oral, 1979, recogido en Jorge Luis Borges, Obras completas 4, Buenos Aires, Sudamericana, 2011.


En diario La Prensa, Buenos Aires, 7 de febrero de 1982, y en un número especial para el centenario de Borges, el 22 de agosto de 1999

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Borges. Dibujo a lápiz sobre papel de Marcelo F. de Abreu Vía


27/2/18

Ciro Alegría: El Jorge Luis Borges que yo conocí. Versión conmovida de Borges.






Avanza la tarde y no hay mucha claridad en el salón de mi hotel, a donde Jorge Luis Borges ha tenido la gentileza de venir a visitarme. Vamos a sentarnos y me dice, pidiéndome que ocupe un lugar donde yo quedaría ante la luz.

Usted aquí mejor, que de otro modo no lo vería. No me gusta conversar con la sombra.

Es la primera impresión personal que tengo del gran escritor argentino. Quiere ver, así sea la silueta, de las gentes con quienes conversa. Desea todavía captar los rasgos generales de la vida. Hace tiempo que mora en las dramáticas orillas de la ceguera. Exactamente, en un mundo de violentos contrastes de luz y sombra. Puedo entenderlo perfectamente. Una vez, mediando un tremendo accidente, estuve yo ciego durante diez horas. Tengo crispado el corazón pero prefiero no hablarle de la forma en que debido a la súbita remembranza, comprendo su propio dolor. Además, Borges parece tomar el asunto con serenidad. La vista se le ha ido cayendo en años. Es la suya una entrada lenta en la sombra.

Le entrego unos libros que me ha encargado Carlos E. Zavaleta. Leo la admirativa dedicatoria a Borges escrita sin reservas, que ha puesto en uno de ellos el joven escritor peruano. Me pregunta por las letras del Perú. La charla se entabla llana y cordialmente. Recuerdo el cuento El Sur, que avalúo como uno de los cimeros de Borges, y le digo que me parece autobiográfico, sobre todo cuando el personaje manifiesta que tiene un criollismo un tanto voluntario. Borges admite mi apreciación en redondo y pasa a darme una larga explicación de su cuento, en la que advierto netamente al redomado técnico. Para el caso, es lástima que yo no tenga un recuerdo muy claro de las características formales del cuento, leído por mí hace años.

La charla vaga de un tema a otro. Borges fue un gallardo opositor a Perón y duélese de que aún existe en Argentina peronismo. Está claro que cualquier forma de totalitarismo le ofende como un insulto a la inteligencia. La vida nunca ha sido fácil para los hombres de ideas y menos en los tiempos que corren.

El escritor me informa que es director de la Biblioteca Nacional, grande cargo con un sueldo pequeño, y catedrático de literatura inglesa en la Universidad. El programa del curso es excesivo. Debe enseñar toda la materia en un año. Cuanto hace, y es lo que se puede, es iniciar el estudio de algunos autores principales. Le cuento que en otras universidades latinoamericanas hay cursos por el estilo y terminamos por sonreír.

De pronto Borges me propone que vayamos a su casa para que conozca a su madre, por la que siente gran devoción. Salimos y él marcha tomado de mi brazo, lo que no obsta para que, de cuando en vez, sin duda por costumbre, emplee su bastón para tentar los bordes de las aceras y los zócalos. Me dirige por las calles, a las que recuerda bien. Su casa no queda lejos.

En el ascensor, tantea los botones. Presiona uno y luego se da cuenta de que no era el que necesitaba tocar. Cuando la maquina se detiene, con un automatismo que ahora me parece cruel, Borges palpa de nuevo y acierta con el botón exacto. Un pasillo que conoce bien. La llave, y una nueva inquisición dolorosa.

Otra vez nos sentamos ante la luz, ahora junto a la ventana de un séptimo piso. La señora [Leonor Acevedo de] Borges acaba de regresar del velorio de la poetisa Margarita Abella y Caprille. A los ochenta y cuatro años, muestra una lozanía sorprendente. Le digo que no representa su edad, sin incurrir en la acostumbrada galantería. Nos sirve oporto y bizcochos. Yo habría preferido un jáibol, pero no quiero contrariar las costumbres de monje laico de Jorge Luis.

La señora Borges interviene en la conversación con talento. Me cuenta que le lee a su hijo a su hijo ocho horas diarias. El resto del tiempo, Borges escribe. Su vida son los libros. En el incansable trajín de leer, cuando podía hacerlo fue perdiendo la vista. No puede olvidar el patético accidente del trabajo. Ni dejo de observar las grandes y claras pupilas de Borges. Miran con esa dolorosa vaguedad propia de las pupilas ciegas.

Me cuenta Borges que uno de sus abuelos era inglés. La charla sobre las incorporaciones hechas a la literatura inglesa por los irlandeses nos lleva a mi rápido recuento de autores. Yo recuerdo a unos diez irlandeses. Borges cita muchos más. Su cultura vastísima reluce en cuanto punto aborda. Pero no es un fichero. El comentario inteligente, la apreciación critica fina, hacen el mérito de sus conocimientos. Cuando le pregunto a Borges si prepara algo nuevo, me responde que un libro de cuentos. Consciente de su carácter de escritor minoritario, apunta: Como dice Stevenson, un libro es un mensaje dirigido a los amigos. Hablando de la cultura europea, Borges precisa: Es un legado al que no podemos renunciar. Ni debemos, agrego yo, que soy un americano que no cree en las exclusiones culturales.

Tengo pendiente una invitación y debo irme. Y es entonces que Jorge Luis Borges, el escritor que transita entre sombras, me conmueve más todavía. Se empeña en acompañarme hasta el hotel y, a pesar de mis protestas, así lo hace. Me deja en la puerta y se aleja en la tarde azulenca, tentando las paredes con su bastón. ¿Cómo hablar de letras solamente? Las letras son también el hombre y más en este caso. Entiéndese, entonces, mi versión conmovida de Borges.


En Alegría, Ciro; Novela de mis novelas
Ed. Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1960
Foto: En el Congreso de escritores en Berlín, 1964: María Esther Vázquez, Jorge Luis Borges, Ciro Alegría
Augusto Roa Bastos, Miguel Ángel Asturias, Julio Ramón Ribeyro, Günter Grass y otros


26/2/18

Jorge Luis Borges: Sala vacía








Los muebles de caoba perpetúan
entre la indecisión del brocado
su tertulia de siempre.
Los daguerrotipos
mienten su falsa cercanía
de tiempo detenido en un espejo
y ante nuestro examen se pierden
como fechas inútiles
de borrosos aniversarios.
Desde hace largo tiempo
sus angustiadas voces nos buscan
y ahora apenas están
en las mañanas iniciales de nuestra infancia.
La luz del día de hoy
exalta los cristales de la ventana
desde la calle de clamor y de vértigo
y arrincona y apaga la voz lacia
de los antepasados.



En Fervor de Buenos Aires (1923)

25/2/18

Abel Posse: Kafka y Borges por las calles de Praga






Dice el mayor exégeta de la Praga mágica y judía, Angel Ripellino: Todavía hoy, todas las noches a las cinco, Franz Kafka vuelve a su casa en la calle Celetná, con su galera redonda y de traje negro. Esa frase sólo se podría escribir en Praga. La Celetná, la Paritzká, la calle Meisel, nervio del intenso gueto que nace del cementerio y la Vieja-Nueva sinagoga. Y más allá del espléndido palacio Kinski, donde estuvo el negocio de galanteries del viejo Kafka, ese padre objeto de admiración y odio, determinantes en la patología del novelista. Al fondo, hacia la altura del castillo, las torres agudas de la catedral, que se hunden en la niebla como antenas de un enorme insecto desesperado. Si Borges hubiera venido a Praga, nos habríamos acostado antes del amanecer, siguiendo a Ripellino, hasta oír los pasos de Kafka sobre el granito de la Plaza Vieja. Ágil, delgado, con su rostro anguloso y la galera melón de abogado de seguros, regresando bajo la luz de gas.
Jorge Luis Borges se sorprendió con Kafka hacia 1938, cuando se editaban los libros mayores con elogios de Thomas Mann, Eliot, Gide, Hesse, Werfel. Lo leyeron y editaron a sólo catorce años de su muerte. Torre, que dirigía las ediciones Losada, encargó a su cuñado Borges la traducción de La metamorfosis.
Borges comunicó a los lectores argentinos que Kafka era el autor de una de las obras más singulares del siglo. Narrar en novela una metáfora de lo insuperable, del muro, fue su cometido o su destino. Observó Borges que dos obsesiones guiaban la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. En casi todas sus ficciones hay jerarquías, y esas jerarquías se suceden infinitamente. Son infinitas por ser intrínsecamente insuperables. La vida como herida absurda.
En el privilegio de su puesto secundario en la biblioteca de Boedo, traduciendo al extraño checo, surgió una curiosa mezcla de atracción y de oposición con ese maestro de aporías existenciales. Kafka llevaba un germen nihilista que Borges, desde sus íntimas fiestas de esteta (eran sus mejores años de creación), no podía compartir. Kafka, que escribió mucho, no quiso ser un escritor público. Corre la leyenda de que pidió a su amigo Max Brod y a su amada de los días finales que quemaran sus textos, los más importantes. Murió casi inédito y desconocido, como profeta sin lectores de un futuro de horror que culminaría en Auschwitz e Hiroshima. El proceso de Joseph K se haría realidad dos décadas después en la piel de Slansky y en el defenestramiento de Masarik por agentes de la KGB. Sus hermanas y gran parte de su familia serían gaseados en Maidanek. Su obsesión insuperable por el absurdo se confirmaría en los peores años de horror de la historia: las matanzas de la Guerra Civil Española, el nazismo, la invasión de China y los millones de muertos de la guerra revolucionaria, los años de penuria de la crisis del 29, con bolsones de miseria y crimen en Estados Unidos.
Con infantil inmodestia, los argentinos nos atribuimos el protagonismo de una rioplatense “década infame”. En realidad, la Argentina era un lago bendito, lejos del horror, al que tanto judíos como alemanes y españoles no veían la hora de evitar alcanzando nuestras playas. Un kindergarten amurallado en cuyo centro, rodeado de cisnes literarios, estaba Borges en diálogo con los grandes creadores, en su biblioteca. Allí nació su mejor prosa, desde la Historia universal de la infamia hasta El jardín de senderos que se bifurcan.
Borges nunca creyó en la literatura de la neurosis (no adoró a Dostoievski, como era usual entonces, y no le interesó Sartre). Como Nabokov, creyó en el lenguaje y en las revelaciones por la puerta de la estética. Sin embargo, su permanente interés por Kafka, cierta identificación, podría sondearse en lo íntimo de sus personalidades. Frustrados en lo hondo, tal vez heridos en su sexualidad, ambos podrían haber exclamado conjuntamente, si Borges y K se hubiesen podido encontrar a las cinco de la mañana en la Plaza Vieja: Lo único de lo que me arrepiento es de no haber sabido ser feliz...
No demostraron ser tan afectados por las enfermedades (la tisis y la ceguera) como por sus incapacidades para la vida real y cotidiana, por problemas muy íntimos. Uno, por la madre y el otro, famosamente, por el padre que anegó su vida como una proyección frustradora de naturaleza jehovásica. Observó Georges Bataille que el erotismo en la obra de Kafka carece de amor, de deseo y hasta de fuerza: es un erotismo de desierto. Kafka no aceptó el destino de ser adulto y padre. Maduró hacia la esterilidad. Según Bataille, quiso vivir y conservar el niño irresponsable que era.
Kafka escribió como al pasar, en su Diario, una de las frases más terribles de su siglo literario: Mi vida es un titubeo prenatal. Borges supo que tenía un solo camino de sublimación de esa imperfección existencial congénita: la felicidad del arte y de los libros asumida sin culpa, con total entrega. Algo que Kafka no supo hacer. Más bien es como si hubiera querido separarse de su obra como de un hijo no reconocido. El tremendismo nihilista de K lo llevaría a concebir el triunfo final de las sonoras trompetas de la nada, como escribió en el sosegado escritorio de su empleo en la empresa de seguros.
Ni Borges llegó a Praga, como tanto lo deseó, ni el espectro de Kafka pasó al amanecer por la Zeltnergasse. Pero a un paso de allí, en la Vieja-Nueva Sinagoga, la más antigua de Europa, hubiera alcanzado la cuna de la extraña leyenda del Golem, que Borges conoció por el libro de Gustavo Meyrink y por el cabalista Scholem, tema al que dedicó un importante poema.
Hacia 1580, el rabino Löw, de la Alte-Neue Sinagogue, después de infinitas búsquedas, logró coordinar las letras secretas del Poder de Dios, capaces de crear vida. Con sus acólitos, buscó arcilla de la costa del Ultava y amasaron un homúnculo que no debió de ser muy diferente del que venden en todas las medidas en la puerta del cementerio judío como souvenir. En un trozo de pergamino, escribió las letras irrepetibles, y ese objeto, llamado Chem, portador del supremo logos, lo introdujo en la boca del muñeco. Probablemente, el rabino no consideró aquello como una impostura. Dios había creado aquel otro golem que se llamó Adán con arcilla y con el poder divino de la vida. Incluso lo distinguió entre todos los entes de la Creación. Tuvo la humorada de encomendarle que “señoreara sobre los peces del mar, las aves del cielo y las bestias de la tierra, con lo que inauguraba la catástrofe ecológica que hoy está cerca de culminar.
Para Cioran, el Jehová que tuvo la ocurrencia de crear a Adán era un demiurgo menor, chambón. Lo mismo debió sentir el rabino Löw cuando su humanoide se alzó y se movió groseramente por la sinagoga. Tenía mirada menos que de perro, y Borges agrega en su verso que el gato se apartaba ante su paso torpe. Apesadumbrado, el rabino constató que el Golem no daba muestras de sutileza. Era tan bruto como el común de los hombres. Lo destinó a tareas de limpieza y a levantar bultos. Después de miles de años, este segundo Adán, también sin ombligo, debía ser expulsado, esta vez no del paraíso, sino de la calle Meisel: un sábado enloqueció y salió a matar gatos y gallinas, espantó a la gente y arrancó árboles. El rabino lo enfrentó y le quitó el Chem. El monstruo fue otro fracaso y se deshizo en polvo en los altos de la sinagoga, lugar al que desde entonces está prohibido entrar.
(Borges murió en 1986 sin conocer la ciudad ni encontrarse con K, muerto en 1924. Ambos hablan ahora seguramente en otro espacio. Invitado para la Primera Bienal Borges/Kafka, intenté fijar en este texto la aproximación de esos seres tan grandes como distantes.)
En La Nación, 31 de mayo de 2008
Foto: 
Abel Posse  y Jorge Luis Borges en Venecia, 1974





24/2/18

Jorge Luis Borges: América y el destino de la civilización occidental (1936)







Los primeros días de marzo, poco antes de que se produjera el gravísimo acontecimiento de la ocupación militar de la Renania, la dirección de Nosotros hizo circular entre los escritores y estudiosos argentinos, que directa o indirectamente se han ocupado de problemas sociales, la carta siguiente: [con las preguntas que figuran a continuación]



1º Frente a la probabilidad de una nueva guerra continental en el Viejo Mundo, ¿posee América recursos propios materiales y fuerzas espirituales suficientes para salvar su civilización y cultura y desarrollarlas en lo futuro?

2º Si la nueva guerra tuviera para la civilización universal las calamitosas consecuencias temidas, ¿cuál será la suerte de la Argentina?, ¿qué deberá hacer para no zozobrar en el naufragio?, ¿cómo se bastará a sí misma si ello fuera necesario por un tiempo más o menos largo?




De Jorge Luis Borges

El desorden de ritos, de recuerdos, de inhibiciones, de aptitudes y de hábitos que integran la cultura occidental, no están a merced de una guerra —aunque las novelas de H.G. Wells digan lo contrario. Ustedes me preguntan si América "posee recursos propios materiales y fuerzas espirituales suficientes para salvar y desarrollar su cultura, en caso de otra guerra europea"; yo les respondo que la de 1918 fue resuelta precisamente por "recursos materiales" americanos. En cuanto a "fuerzas espirituales", falta probar que las exportaciones de América son inferiores a los importes. Por ejemplo: hace algo más de medio siglo que la poesía lírica francesa vive de Whitman y de Edgar Allan Poe.

La segunda pregunta es harto difícil. De las diversas políticas raciales que se ejercen aquí (todas absurdas, ya que nuestra empresa más alta, la guerra de la independencia, fue una rebelión de los hijos contra los padres, vale decir una ruptura de esa continuidad de la sangre) entiendo que la francesa es la peor. El inglés puede repetir: My country, right or wrong, pero no identifica los intereses del Universo con los del Imperio Británico. (Bertrand Russell dijo hace poco que si nuestra cultura occidental se desmoronaba, podían reemplazarla los chinos.) El italiano juega a la mera latinidad; el español exige que de vez en cuando recordemos que es un hidalgo, que ha conocido tiempos mejores. El francés, en cambio, es el hombre que identifica el destino del Universo con el de la sous-prefecture. Otras naciones pierden una guerra y dicen ¡mala suerte!; el francés no concibe que la ocupación de Ménilmontant por una compañía de zapadores de la reserva de Mecklenburg no sea una catástrofe cósmica. De ahí, su ingenua prédica de un deber universal de "salvar a Francia" en cada uno de los duelos periódicos, previsibles y nada interesantes que mantiene con el "sale Boche". De ahí también, el riesgo de que nosotros intervengamos, por deseo de figurar.

No soy más germanófilo que francófilo, Mauthner y Valéry, Schopenhauer y Montaigne, Hölderlin y Verlaine, tienen mi preferencia de años e igual. ¿Pero qué tendrán que ver esos altos nombres con el oro, el hambre y la muerte?


Nosotros, 2ª época
Buenos Aires, Año 1, N° 1, abril de 1936*

[*] E este número contestan: Manuel Ugarte, Julio Navarro Monzo, Ernesto Mario Barreda, Emilio Ravignani, Alejandro Castiñeiras, F. Ortiga Anckermann, Luis Pascarella y Delfín Ignacio Medina


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Borges en su biblioteca (sin atribución) Vía




23/2/18

Jorge Luis Borges: Entrevista en la Sociedad de Distribuidores de Diarios, Revistas y Afines [Agosto de 1979]





          

         En la Sociedad de Distribuidores de Diarios, con motivo de un diálogo que mantuviéramos durante «El mes de las Letras» (en agosto de 1979), Borges fue abordado por un grupo de periodistas.



—¿De verdad le parece que vivimos en un tiempo que no podemos entender y que es difícil encontrar respuestas a eso? —pregunta uno.


—¿Usted entiende al tiempo presente? —responde Borges con una pregunta—. Yo no. Quizá sea más fácil entender épocas pasadas. El presente es algo que nos cerca, nos oprime, nos confunde. Yo no entiendo el presente; me siento perplejo, hay veces que me siento triste, siento una sensación de pesadilla ante ciertas cosas que suceden. Bueno, el hecho de que yo sea famoso ya es una prueba de lo extraño que es el presente.


Otro periodista pregunta:


—Señor, Borges, usted cuando se refiere a la mujer amada la trata siempre de una manera especial, la trata con preferencia, como algo diferente.


—Caramba —responde Borges visiblemente sorprendido—, de qué otra manera se la puede tratar. Sería alarmante no sentir preferencia hacia la mujer amada, sería muy raro.


De pronto Borges cambia imprevistamente de tema y dice en tono de broma:


—Bueno, tengo una mala noticia para ustedes, una mala noticia que seguramente va a alarmar a Manuel Mujica Láinez, que dice descender de él: Don Juan de Garay no existe. Era un Juan venido de un pueblo llamado Garay.


Una señorita, que se identifica como cronista, pregunta:

—¿A qué atribuye, señor Borges, esa pasión que los argentinos sentimos por usted?


—No sé, quizá a una prueba de generosidad argentina. Estaría mal que yo dijera que es una prueba de estupidez argentina; pero yo no voy a decirlo, claro. O una muestra de insensatez argentina; pero tampoco voy a decirlo. Diré, en todo caso, que estoy asombrado, gratamente asombrado por esa, bueno, como la llama usted, pasión argentina hacia mí.


La cronista incurre en otra pregunta:


—¿A quién le hubiera gustado que le gustara su obra?


—Yo alguna vez escribí que me hubiera gustado que le gustara a Lugones, pero esa era una pretensión mía, una ilusoria pretensión. No sé, me gustaría que le guste a Silvina Ocampo, pero a ella no todas las veces le gusta lo que yo escribo; con toda razón, sin duda.


Tímidamente, otro representante de la prensa interroga:


—Usted, señor Borges, se declaró alguna vez admirador del Imperio Británico. ¿Lo sigue siendo?


—Bueno, lo que usted llama Imperio Británico ya no existe. Pero ya que usted gusta de los arcaísmos, por qué no me pregunta sobre lo que yo opino del Imperio Romano, digamos.


—¿Qué opina de la mentira? —arremete otro.


—Mark Twain decía que la verdad es el más preciado tesoro que tiene el hombre, y aconsejaba, por consiguiente economizarla. Yo creo que la mentira a veces es necesaria por razones de cortesía, de buena educación y de reserva también. Ahora, creo que es importante separar a la mentira del embuste. Yo tengo grandes amigos que son embusteros, y eso hasta suele resultar simpático, porque es una forma de mentira inofensiva, que no hace mal a nadie. Y, quizá, al cabo de un día uno ha mentido muchas veces, con palabras o callando; por eso una persona no deja de ser ética.


—¿Está seguro de su obra, señor Borges? —interroga otro.


—No, yo no tengo obra, lo mío es un conjunto de textos dispersos; pero eso no es una obra. Además yo no estoy seguro ni de mi propia vida, que es un hecho casual, o circunstancial como cualquier otra cosa, ni de mi existencia estoy seguro. Yo no sé nada, no estoy seguro de nada… Soy tan ignorante que ni siquiera sé la fecha de mi muerte.


—Pero su obra literaria existe, señor Borges —insiste el periodista.


—No, no. Lo que yo escribo, o lo que he escrito, ha sido casi una impertinencia de mi parte. Yo soy apenas un buen lector; diría que soy todos los autores que he leído. Pero bueno, he tenido la audacia de publicar algunas cosas y la suerte de ser algo conocido por esas cosas. A mí quizá me hubiera gustado ser mi padre, que escribió, pero tuvo la prudencia, mejor dicho, la decencia de no publicar. Mi padre decía que quería ser el hombre invisible de Wells, pasar desapercibido, que nadie notara su presencia. Y yo también aspiro a eso.


—Pero usted ya se ha ganado la inmortalidad —sentencia el periodista.


—Caramba, eso es terrible. La inmortalidad puede ser algo espantoso. Yo aspiro a la muerte, a la muerte total. Uno de mis temores es no morir, no desaparecer completamente; tengo la esperanza de la muerte. Después de todo las pruebas de que somos mortales son de carácter estadístico; puede ocurrir que con nosotros se inaugure una generación de inmortales. Sería una condena aterradora, ¿no? Bueno, hay algunos a los que les ha interesado la inmortalidad: Unamuno, por ejemplo, y, más hacia nuestros días, Sabato. A Sabato le interesa la inmortalidad, le interesa pasar a la posteridad. Él me dijo una vez que escribía para la posteridad. ¡Qué raro que alguien sienta esa misión! Oscar Wilde decía que la posteridad no ha hecho nada por nosotros.


—¿Yo quisiera saber cuál es el límite que usted encuentra entre el escritor y el periodista? —pregunta categórico otro hombre de prensa.


—Bueno, yo no sé si el periodismo debe ser celebrado; yo creo que no. Ya sé que decir algo así es una herejía. Pero bueno, tengamos paciencia, quizá algún día desaparezca el periodismo —Borges ríe y luego se disculpa—. Es mejor que eso no ocurra en seguida, ya que ustedes se quedarían sin trabajo.


—Pero hay grandes escritores que han sido periodistas, como usted mismo.


—Es cierto, Bernard Shaw, por ejemplo. En cuanto a mí, yo he sido periodista, pero no soy un gran escritor.


—¿Encuentra diferencia entre periodismo y literatura? —repite el periodista.

—Sí, son disciplinas distintas. La literatura se nutre de la imaginación, de la invención; el periodismo se dedica a hechos reales, y a veces a inventar hechos, lo cual es una forma de la inventiva también. Ahora, yo creo que el periodismo se parece peligrosamente a la literatura.


En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Foto: Jorge Luis Borges en su departamento entrevistado por Abel Posse. 1979


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