25/2/18

Abel Posse: Kafka y Borges por las calles de Praga






Dice el mayor exégeta de la Praga mágica y judía, Angel Ripellino: Todavía hoy, todas las noches a las cinco, Franz Kafka vuelve a su casa en la calle Celetná, con su galera redonda y de traje negro. Esa frase sólo se podría escribir en Praga. La Celetná, la Paritzká, la calle Meisel, nervio del intenso gueto que nace del cementerio y la Vieja-Nueva sinagoga. Y más allá del espléndido palacio Kinski, donde estuvo el negocio de galanteries del viejo Kafka, ese padre objeto de admiración y odio, determinantes en la patología del novelista. Al fondo, hacia la altura del castillo, las torres agudas de la catedral, que se hunden en la niebla como antenas de un enorme insecto desesperado. Si Borges hubiera venido a Praga, nos habríamos acostado antes del amanecer, siguiendo a Ripellino, hasta oír los pasos de Kafka sobre el granito de la Plaza Vieja. Ágil, delgado, con su rostro anguloso y la galera melón de abogado de seguros, regresando bajo la luz de gas.
Jorge Luis Borges se sorprendió con Kafka hacia 1938, cuando se editaban los libros mayores con elogios de Thomas Mann, Eliot, Gide, Hesse, Werfel. Lo leyeron y editaron a sólo catorce años de su muerte. Torre, que dirigía las ediciones Losada, encargó a su cuñado Borges la traducción de La metamorfosis.
Borges comunicó a los lectores argentinos que Kafka era el autor de una de las obras más singulares del siglo. Narrar en novela una metáfora de lo insuperable, del muro, fue su cometido o su destino. Observó Borges que dos obsesiones guiaban la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. En casi todas sus ficciones hay jerarquías, y esas jerarquías se suceden infinitamente. Son infinitas por ser intrínsecamente insuperables. La vida como herida absurda.
En el privilegio de su puesto secundario en la biblioteca de Boedo, traduciendo al extraño checo, surgió una curiosa mezcla de atracción y de oposición con ese maestro de aporías existenciales. Kafka llevaba un germen nihilista que Borges, desde sus íntimas fiestas de esteta (eran sus mejores años de creación), no podía compartir. Kafka, que escribió mucho, no quiso ser un escritor público. Corre la leyenda de que pidió a su amigo Max Brod y a su amada de los días finales que quemaran sus textos, los más importantes. Murió casi inédito y desconocido, como profeta sin lectores de un futuro de horror que culminaría en Auschwitz e Hiroshima. El proceso de Joseph K se haría realidad dos décadas después en la piel de Slansky y en el defenestramiento de Masarik por agentes de la KGB. Sus hermanas y gran parte de su familia serían gaseados en Maidanek. Su obsesión insuperable por el absurdo se confirmaría en los peores años de horror de la historia: las matanzas de la Guerra Civil Española, el nazismo, la invasión de China y los millones de muertos de la guerra revolucionaria, los años de penuria de la crisis del 29, con bolsones de miseria y crimen en Estados Unidos.
Con infantil inmodestia, los argentinos nos atribuimos el protagonismo de una rioplatense “década infame”. En realidad, la Argentina era un lago bendito, lejos del horror, al que tanto judíos como alemanes y españoles no veían la hora de evitar alcanzando nuestras playas. Un kindergarten amurallado en cuyo centro, rodeado de cisnes literarios, estaba Borges en diálogo con los grandes creadores, en su biblioteca. Allí nació su mejor prosa, desde la Historia universal de la infamia hasta El jardín de senderos que se bifurcan.
Borges nunca creyó en la literatura de la neurosis (no adoró a Dostoievski, como era usual entonces, y no le interesó Sartre). Como Nabokov, creyó en el lenguaje y en las revelaciones por la puerta de la estética. Sin embargo, su permanente interés por Kafka, cierta identificación, podría sondearse en lo íntimo de sus personalidades. Frustrados en lo hondo, tal vez heridos en su sexualidad, ambos podrían haber exclamado conjuntamente, si Borges y K se hubiesen podido encontrar a las cinco de la mañana en la Plaza Vieja: Lo único de lo que me arrepiento es de no haber sabido ser feliz...
No demostraron ser tan afectados por las enfermedades (la tisis y la ceguera) como por sus incapacidades para la vida real y cotidiana, por problemas muy íntimos. Uno, por la madre y el otro, famosamente, por el padre que anegó su vida como una proyección frustradora de naturaleza jehovásica. Observó Georges Bataille que el erotismo en la obra de Kafka carece de amor, de deseo y hasta de fuerza: es un erotismo de desierto. Kafka no aceptó el destino de ser adulto y padre. Maduró hacia la esterilidad. Según Bataille, quiso vivir y conservar el niño irresponsable que era.
Kafka escribió como al pasar, en su Diario, una de las frases más terribles de su siglo literario: Mi vida es un titubeo prenatal. Borges supo que tenía un solo camino de sublimación de esa imperfección existencial congénita: la felicidad del arte y de los libros asumida sin culpa, con total entrega. Algo que Kafka no supo hacer. Más bien es como si hubiera querido separarse de su obra como de un hijo no reconocido. El tremendismo nihilista de K lo llevaría a concebir el triunfo final de las sonoras trompetas de la nada, como escribió en el sosegado escritorio de su empleo en la empresa de seguros.
Ni Borges llegó a Praga, como tanto lo deseó, ni el espectro de Kafka pasó al amanecer por la Zeltnergasse. Pero a un paso de allí, en la Vieja-Nueva Sinagoga, la más antigua de Europa, hubiera alcanzado la cuna de la extraña leyenda del Golem, que Borges conoció por el libro de Gustavo Meyrink y por el cabalista Scholem, tema al que dedicó un importante poema.
Hacia 1580, el rabino Löw, de la Alte-Neue Sinagogue, después de infinitas búsquedas, logró coordinar las letras secretas del Poder de Dios, capaces de crear vida. Con sus acólitos, buscó arcilla de la costa del Ultava y amasaron un homúnculo que no debió de ser muy diferente del que venden en todas las medidas en la puerta del cementerio judío como souvenir. En un trozo de pergamino, escribió las letras irrepetibles, y ese objeto, llamado Chem, portador del supremo logos, lo introdujo en la boca del muñeco. Probablemente, el rabino no consideró aquello como una impostura. Dios había creado aquel otro golem que se llamó Adán con arcilla y con el poder divino de la vida. Incluso lo distinguió entre todos los entes de la Creación. Tuvo la humorada de encomendarle que “señoreara sobre los peces del mar, las aves del cielo y las bestias de la tierra, con lo que inauguraba la catástrofe ecológica que hoy está cerca de culminar.
Para Cioran, el Jehová que tuvo la ocurrencia de crear a Adán era un demiurgo menor, chambón. Lo mismo debió sentir el rabino Löw cuando su humanoide se alzó y se movió groseramente por la sinagoga. Tenía mirada menos que de perro, y Borges agrega en su verso que el gato se apartaba ante su paso torpe. Apesadumbrado, el rabino constató que el Golem no daba muestras de sutileza. Era tan bruto como el común de los hombres. Lo destinó a tareas de limpieza y a levantar bultos. Después de miles de años, este segundo Adán, también sin ombligo, debía ser expulsado, esta vez no del paraíso, sino de la calle Meisel: un sábado enloqueció y salió a matar gatos y gallinas, espantó a la gente y arrancó árboles. El rabino lo enfrentó y le quitó el Chem. El monstruo fue otro fracaso y se deshizo en polvo en los altos de la sinagoga, lugar al que desde entonces está prohibido entrar.
(Borges murió en 1986 sin conocer la ciudad ni encontrarse con K, muerto en 1924. Ambos hablan ahora seguramente en otro espacio. Invitado para la Primera Bienal Borges/Kafka, intenté fijar en este texto la aproximación de esos seres tan grandes como distantes.)
En La Nación, 31 de mayo de 2008
Foto: 
Abel Posse  y Jorge Luis Borges en Venecia, 1974





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