27/2/18

Ciro Alegría: El Jorge Luis Borges que yo conocí. Versión conmovida de Borges.






Avanza la tarde y no hay mucha claridad en el salón de mi hotel, a donde Jorge Luis Borges ha tenido la gentileza de venir a visitarme. Vamos a sentarnos y me dice, pidiéndome que ocupe un lugar donde yo quedaría ante la luz.

Usted aquí mejor, que de otro modo no lo vería. No me gusta conversar con la sombra.

Es la primera impresión personal que tengo del gran escritor argentino. Quiere ver, así sea la silueta, de las gentes con quienes conversa. Desea todavía captar los rasgos generales de la vida. Hace tiempo que mora en las dramáticas orillas de la ceguera. Exactamente, en un mundo de violentos contrastes de luz y sombra. Puedo entenderlo perfectamente. Una vez, mediando un tremendo accidente, estuve yo ciego durante diez horas. Tengo crispado el corazón pero prefiero no hablarle de la forma en que debido a la súbita remembranza, comprendo su propio dolor. Además, Borges parece tomar el asunto con serenidad. La vista se le ha ido cayendo en años. Es la suya una entrada lenta en la sombra.

Le entrego unos libros que me ha encargado Carlos E. Zavaleta. Leo la admirativa dedicatoria a Borges escrita sin reservas, que ha puesto en uno de ellos el joven escritor peruano. Me pregunta por las letras del Perú. La charla se entabla llana y cordialmente. Recuerdo el cuento El Sur, que avalúo como uno de los cimeros de Borges, y le digo que me parece autobiográfico, sobre todo cuando el personaje manifiesta que tiene un criollismo un tanto voluntario. Borges admite mi apreciación en redondo y pasa a darme una larga explicación de su cuento, en la que advierto netamente al redomado técnico. Para el caso, es lástima que yo no tenga un recuerdo muy claro de las características formales del cuento, leído por mí hace años.

La charla vaga de un tema a otro. Borges fue un gallardo opositor a Perón y duélese de que aún existe en Argentina peronismo. Está claro que cualquier forma de totalitarismo le ofende como un insulto a la inteligencia. La vida nunca ha sido fácil para los hombres de ideas y menos en los tiempos que corren.

El escritor me informa que es director de la Biblioteca Nacional, grande cargo con un sueldo pequeño, y catedrático de literatura inglesa en la Universidad. El programa del curso es excesivo. Debe enseñar toda la materia en un año. Cuanto hace, y es lo que se puede, es iniciar el estudio de algunos autores principales. Le cuento que en otras universidades latinoamericanas hay cursos por el estilo y terminamos por sonreír.

De pronto Borges me propone que vayamos a su casa para que conozca a su madre, por la que siente gran devoción. Salimos y él marcha tomado de mi brazo, lo que no obsta para que, de cuando en vez, sin duda por costumbre, emplee su bastón para tentar los bordes de las aceras y los zócalos. Me dirige por las calles, a las que recuerda bien. Su casa no queda lejos.

En el ascensor, tantea los botones. Presiona uno y luego se da cuenta de que no era el que necesitaba tocar. Cuando la maquina se detiene, con un automatismo que ahora me parece cruel, Borges palpa de nuevo y acierta con el botón exacto. Un pasillo que conoce bien. La llave, y una nueva inquisición dolorosa.

Otra vez nos sentamos ante la luz, ahora junto a la ventana de un séptimo piso. La señora [Leonor Acevedo de] Borges acaba de regresar del velorio de la poetisa Margarita Abella y Caprille. A los ochenta y cuatro años, muestra una lozanía sorprendente. Le digo que no representa su edad, sin incurrir en la acostumbrada galantería. Nos sirve oporto y bizcochos. Yo habría preferido un jáibol, pero no quiero contrariar las costumbres de monje laico de Jorge Luis.

La señora Borges interviene en la conversación con talento. Me cuenta que le lee a su hijo a su hijo ocho horas diarias. El resto del tiempo, Borges escribe. Su vida son los libros. En el incansable trajín de leer, cuando podía hacerlo fue perdiendo la vista. No puede olvidar el patético accidente del trabajo. Ni dejo de observar las grandes y claras pupilas de Borges. Miran con esa dolorosa vaguedad propia de las pupilas ciegas.

Me cuenta Borges que uno de sus abuelos era inglés. La charla sobre las incorporaciones hechas a la literatura inglesa por los irlandeses nos lleva a mi rápido recuento de autores. Yo recuerdo a unos diez irlandeses. Borges cita muchos más. Su cultura vastísima reluce en cuanto punto aborda. Pero no es un fichero. El comentario inteligente, la apreciación critica fina, hacen el mérito de sus conocimientos. Cuando le pregunto a Borges si prepara algo nuevo, me responde que un libro de cuentos. Consciente de su carácter de escritor minoritario, apunta: Como dice Stevenson, un libro es un mensaje dirigido a los amigos. Hablando de la cultura europea, Borges precisa: Es un legado al que no podemos renunciar. Ni debemos, agrego yo, que soy un americano que no cree en las exclusiones culturales.

Tengo pendiente una invitación y debo irme. Y es entonces que Jorge Luis Borges, el escritor que transita entre sombras, me conmueve más todavía. Se empeña en acompañarme hasta el hotel y, a pesar de mis protestas, así lo hace. Me deja en la puerta y se aleja en la tarde azulenca, tentando las paredes con su bastón. ¿Cómo hablar de letras solamente? Las letras son también el hombre y más en este caso. Entiéndese, entonces, mi versión conmovida de Borges.


En Alegría, Ciro; Novela de mis novelas
Ed. Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1960
Foto: En el Congreso de escritores en Berlín, 1964: María Esther Vázquez, Jorge Luis Borges, Ciro Alegría
Augusto Roa Bastos, Miguel Ángel Asturias, Julio Ramón Ribeyro, Günter Grass y otros


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