16/7/16

Jorge Luis Borges: El tintorero enmascarado Hákim de Merv






A Angélica Ocampo

Si no me equivoco, las fuentes originales de información acerca de Al Moqanna, el Profeta Velado (o más estrictamente, Enmascarado) del Jorasán, se reducen a cuatro: a) las excertas de la Historia de los jalifas conservadas por Baladhuri, b) el Manual del gigante o Libro de la precisión y la revisión del historiador oficial de los Abbasidas, ibn abi Tair Tarfur, c) el códice árabe titulado La aniquilación de la rosa, donde se refutan las herejías abominables de la Rosa oscura o Rosa escondida, que era el libro canónico del Profeta, d) unas monedas sin efigie desenterradas por el ingeniero Andrusov en un desmonte del Ferrocarril Transcaspiano. Esas monedas fueron depositadas en el Gabinete Numismático de Teherán y contienen dísticos persas que resumen o corrigen ciertos pasajes de la Aniquilación. La Rosa original se ha perdido, ya que el manuscrito encontrado en 1899 y publicado no sin ligereza por el Morgenländisches Archiv fue declarado apócrifo por Horn y luego por Sir Percy Sykes.
La fama occidental del Profeta se debe a un gárrulo poema de Moore, cargado de saudades y de suspiros de conspirador irlandés.

La púrpura escarlata
A los 120 años de la Hégira y 736 de la Cruz, el hombre Hákim, que los hombres de aquel tiempo y de aquel espacio apodarían luego El Velado, nació en el Turquestán. Su patria fue la antigua ciudad de Merv, cuyos jardines y viñedos y prados miran tristemente al desierto. El mediodía es blanco y deslumbrador, cuando no lo oscurecen nubes de polvo que ahogan a los hombres y dejan una lámina blancuzca en los negros racimos.
Hákim se crió en esa fatigada ciudad. Sabemos que un hermano de su padre lo adiestró en el oficio de tintorero: arte de impíos, de falsarios y de inconstantes que inspiró los primeros anatemas de su carrera pródiga. Mi cara es de oro (declara en una página famosa de la Aniquilaciónpero he macerado la púrpura y he sumergido en la segunda noche la lana sin cardar y he saturado en la tercera noche la lana preparada, y los emperadores de las islas aún se disputan esa ropa sangrienta. Así pequé en los años de juventud y trastorné los verdaderos colores de las criaturas. El Ángel me decía que los carneros no eran del color de los tigres, el Satán me decía que el Poderoso quería que lo fueran y se valía de mi astucia y mi púrpura. Ahora yo sé que el Ángel y el Satán erraban la verdad y que todo color es aborrecible.
El año 146 de la Hégira, Hákim desapareció de su patria. Encontraron destruidas las calderas y cubas de inmersión, así como un alfanje de Shiraz y un espejo de bronce.

El toro
En el fin de la luna de Xabán del año 158, el aire del desierto estaba muy claro y los hombres miraban el poniente en busca de la luna de Ramadán, que promueve la mortificación y el ayuno. Eran esclavos, limosneros, chalanes, ladrones de camellos y matarifes. Gravemente sentados en la tierra, aguardaban el signo, desde el portón de un paradero de caravanas en la ruta de Merv. Miraban el ocaso, y el color del ocaso era el de la arena.
Del fondo del desierto vertiginoso (cuyo sol da la fiebre, así como su luna da el pasmo) vieron adelantarse tres figuras, que les parecieron altísimas. Las tres eran humanas y la del medio tenía cabeza de toro. Cuando se aproximaron, vieron que éste usaba una máscara y que los otros dos eran ciegos.
Alguien (como en los cuentos de Las 1001 Noches) indagó la razón de esa maravilla. Están ciegos, el hombre de la máscara declaró, porque han visto mi cara.

El leopardo
El cronista de los Abbasidas refiere que el hombre del desierto (cuya voz era singularmente dulce, o así les pareció por diferir de la brutalidad de su máscara), les dijo que ellos aguardaban el signo de un mes de penitencia, pero que él predicaba un signo mejor: el de toda una vida penitencial y una muerte injuriada. Les dijo que era Hákim hijo de Osmán, y que el año 146 de la Emigración había penetrado un hombre en su casa y luego de purificarse y rezar le había cortado la cabeza con un alfanje y la había llevado hasta el cielo. Sobre la derecha mano del hombre (que era el ángel Gabriel) su cabeza había estado ante el Señor, que le dio misión de profetizar y le inculcó palabras tan antiguas que su repetición quemaba las bocas y le infundió un glorioso resplandor que los ojos mortales no toleraban. Tal era la justificación de la Máscara. Cuando todos los hombres de la tierra profesaran la nueva ley, el Rostro les sería descubierto y ellos podrían adorarlo sin riesgo —como ya los ángeles lo adoraban. Proclamada su comisión, Hákim los exhortó a una guerra santa —un djehad— y a su conveniente martirio.
Los esclavos, pordioseros, chalanes, ladrones de camellos y matarifes le negaron su fe: una voz gritó brujo y otra impostor.
Alguien había traído un leopardo —tal vez un ejemplar de esa raza esbelta y sangrienta que los monteros persas educan. Lo cierto es que rompió su prisión. Salvo el profeta enmascarado y los dos acólitos, la gente se atropelló para huir. Cuando volvieron, había enceguecido la fiera. Ante los ojos luminosos y muertos, los hombres adoraron a Hákim y confesaron su virtud sobrenatural.

El profeta velado
El historiador oficial de los Abbasidas narra sin mayor entusiasmo los progresos de Hákim el Velado en el Jorasán. Esa provincia —muy conmovida por la desventura y crucifixión de su más famoso caudillo— abrazó con desesperado fervor la doctrina de la Cara Resplandeciente y le tributó su sangre y su oro. (Hákim, ya entonces, descartó su efigie brutal por un cuádruple velo de seda blanca recamado de piedras. El color emblemático de los Banú Abbás era el negro; Hákim eligió el color blanco —el más contradictorio— para el Velo Resguardador, los pendones y los turbantes.) La campaña se inició bien. Es verdad que en el Libro de la precisión las banderas del Jalifa son en todo lugar victoriosas, pero como el resultado más frecuente de esas victorias es la destitución de generales y el abandono de castillos inexpugnables, el avisado lector sabe a qué atenerse. A fines de la luna de Rejeb del año 161, la famosa ciudad de Nishapur abrió sus puertas de metal al Enmascarado; a principios del 162, la de Astarabad. La actuación militar de Hákim (como la de otro más afortunado Profeta) se reducía a la plegaria en voz de tenor, pero elevada a la Divinidad desde el lomo de un camello rojizo, en el corazón agitado de las batallas. A su alrededor silbaban las flechas, sin que lo hirieran nunca. Parecía buscar el peligro: la noche que unos detestados leprosos rondaron su palacio, les ordenó comparecer, los besó y les entregó plata y oro.
Delegaba las fatigas de gobernar en seis o siete adeptos. Era estudioso de la meditación y la paz: un harem de 114 mujeres ciegas trataba de aplacar las necesidades de su cuerpo divino.

Los espejos abominables
Siempre que sus palabras no invaliden la fe ortodoxa, el Islam tolera la aparición de amigos confidenciales de Dios, por indiscretos o amenazadores que sean. El profeta, quizá, no hubiera desdeñado los favores de ese desdén, pero sus partidarios, sus victorias y la cólera pública del Jalifa —que era Mohamed Al Mahdí— lo obligaron a la herejía. Esa disensión lo arruinó, pero antes le hizo definir los artículos de una religión personal, si bien con evidentes infiltraciones de las prehistorias gnósticas.
En el principio de la cosmogonía de Hákim hay un Dios espectral. Esa divinidad carece majestuosamente de origen, así como de nombre y de cara. Es un Dios inmutable, pero su imagen proyectó nueve sombras que, condescendiendo a la acción, dotaron y presidieron un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procedió una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, y éstos fundaron otro cielo más abajo, que era el duplicado simétrico del inicial. Ese segundo cónclave se vio reproducido en uno terciario y ése en otro inferior, y así hasta 999. El señor del cielo del fondo es el que rige —sombra de otras sombras— y su fracción de divinidad tiende a cero.
La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y afirman. El asco es la virtud fundamental. Dos disciplinas (cuya elección dejaba libre el profeta) pueden conducirnos a ella: la abstinencia y el desenfreno, el ejercicio de la carne o su castidad.
El paraíso y el infierno de Hákim no eran menos desesperados. A los que niegan la Palabra, a los que niegan el Enjoyado Velo y el Rostro (dice una imprecación que se conserva de la Rosa escondida), les prometo un Infierno maravilloso, porque cada uno de ellos reinará sobre 999 imperios de fuego, y en cada imperio 999 montes de fuego, y en cada monte 999 torres de fuego, y en cada torre 999 pisos de fuego, y en cada piso 999 lechos de fuego, y en cada lecho estará él y 999 formas de fuego (que tendrán su cara y su voz) lo torturarán para siempre. En otro lugar corrobora: Aquí en la vida padecéis en un cuerpo; en la muerte y la Retribución, en innumerables. El paraíso es menos concreto. Siempre es de noche y hay piletas de piedra, y la felicidad de ese paraíso es la felicidad peculiar de las despedidas, de la renunciación y de los que saben que duermen.

El rostro
El año 163 de la Emigración y quinto de la Cara Resplandeciente, Hákim fue cercado en Sanam por el ejército del Jalifa. Provisiones y mártires no faltaban, y se aguardaba el inminente socorro de una caterva de ángeles de luz. En eso estaban cuando un espantoso rumor atravesó el castillo. Se refería que una mujer adúltera del harem, al ser estrangulada por los eunucos, había gritado que a la mano derecha del profeta le faltaba el dedo anular y que carecían de uñas los otros. El rumor cundió entre los fieles. A pleno sol, en una elevada terraza, Hákim pedía una victoria o un signo a la divinidad familiar. Con la cabeza doblegada, servil —como si corrieran contra una lluvia—, dos capitanes le arrancaron el Velo recamado de piedras.
Primero, hubo un temblor. La prometida cara del Apóstol, la cara que había estado en los cielos, era en efecto blanca, pero con la blancura peculiar de la lepra manchada. Era tan abultada o increíble que les pareció una careta. No tenía cejas; el párpado inferior del ojo derecho pendía sobre la mejilla senil; un pesado racimo de tubérculos le comía los labios; la nariz inhumana y achatada era como de león.
La voz de Hákim ensayó un engaño final. Vuestro pecado abominable os prohíbe percibir mi esplendor…, comenzó a decir.
No lo escucharon y lo atravesaron con lanzas.




En Historia Universal de la Infamia (1935)

Photo: Willis Barnstone at Borges at Eighty: Conversations 
AA.VV., 1982 
Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, Dick Cavett, 
Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki


15/7/16

Jorge Luis Borges: Ascendencias del tango










El tango es la realización argentina más divulgada, la que con insolencia ha prodigado el nombre argentino sobre el haz de la tierra. Es evidente que debemos averiguar sus orígenes y prescribirle una genealogía donde no falten ni la endiosadora leyenda ni la verdad segura. La cuestión fue muy conversada en el año trece; el libro de don Vicente Rossi, intitulado Cosas de negros (Córdoba 1926), vuelve a estimularla. Ya he escrito sobre el libro de Rossi, sobre la amenidad continua de su lectura y la eventual equivocación de sus datos y hoy quiero declarar su opinión y alguna otra más. 

La opinión de Rossi es circunstanciada: El tango sedicente argentino es hijo de la milonga montevideana y nieto de la habanera. Nació en la Academia San Felipe, galpón montevideano de bailes públicos, entre compadritos y negros; emigró al Bajo de Buenos Aires y guarangueó por los Cuartos de Palermo (donde lo recibieron la negrada y las cuarteleras) y metió ruido en los peringundines del Centro y en Monserrat, hasta que el Teatro Nacional lo exaltó. Es decir, el tango es afromontevideano, el tango tiene motas en la raíz. Ser de color humilde y ser oriental son condiciones criollas, pero los morenos argentinos (y hasta los no morenos) son tan criollos como los de enfrente y no hay razón para suponer que todo lo inventaron en la otra banda. Me responderán que hay la razón efectiva de que así fue, pero esa chicana no satisface a nuestro patrioterismo, más bien lo embravece y lo desespera. Tal vez convenga recordar aquí el caso análogo de la procedencia de Colón. Los italianos, para considerarlo suyo, sólo pueden arrimarse al mero dato de registro civil, o conventilleo, de que el Almirante nació en Genova y era italiano por los cuatro costados; los españoles pueden argumentarla mejor. Podrían argumentar que siendo el descubrimiento de América y la conquista, empresas manifiestamente españolas, no hay ninguna razón histórica para introducir genoveses en el asunto. (Además, ¿qué genoveses iba a haber, si la Boca del Riachuelo estaba por descubrir todavía?) Lástima que no se hayan atrevido a ser francos y prefieran la falsificación a la mitología, el chisme conventillero a la fe. Yo seré más sincero que ellos y afirmaré con resolución: El tango es porteño. El pueblo porteño se reconoce en él, plenamente; no así el montevideano, siempre nostalgioso de gauchos. De cualquier modo, estoy más convencido de la procedencia uruguaya de Rossi que de la procedencia uruguaya del tango. 

Pragmatismos aparte, la argumentación de don Vicente Rossi puede reducirse honradamente a este silogismo: 

La milonga es privativamente montevideana. 

La milonga es el origen del tango. 

El origen del tango es montevideano. 

Acepto que la premisa menor es inconmovible; en cambio, descreo de la mayor y no sé de ningún argumento válido que la fortalezca. Rossi se limita a escribir "En la banda occidental no se usó la Milonga como canto ni la Danza como Milonga", y nos remite al rato a una apuntación donde vemos que la palabra milonga no ocurre en un diálogo lunfardo, publicado por La Nación en 1887. Su argumento, como se ve, es negativo y carece de eficacia para convencer. Inversamente, ¿quién no recuerda cierta inefable milonga tejedorista (inefable por lo procaz) cuya elocuencia desaforada en la injuria nos autoriza a suponerla contemporánea del hecho que nombra: esto es, a retrocedería al 80? Empieza así: 

Don Carlos de Tejedor, 
con una paciencia loca 

y todavía es alarde para cantar la flor en el truco. También don Rodolfo Senet (Buenos Aires alrededor del año 1880. La Prensa, octubre 17 de 1926) habla de las milongas que saludaron a los primeros tranvías y a las primeras calles empedradas del arrabal. Una de estas últimas aconseja: 

Cuidadito con las piedras 
que te vas a refalar, 
porque el golpe de las piedras 
es muy malo de curar. 

¡Oh compadritos de la calle Ombú y de la calle Europa, qué capitis diminutio, qué vacilación para vuestra vertiginosa dignidad de taquitos altos habrán sido las puntiagudas piedras del empedrado, tan andinas, tan inciviles, tan forasteras a la tierrita criolla del callejón! 

Hasta aquí han opinado mis conjeturas; que hablen los hechos. El cancionero bonaerense de Ventura R. Lynch, ¡libro de 1883!, estudia la milonga, la declara divulgadísima en los bailecitos de medio pelo del arrabal y en los casinos de la plaza del Once y de Constitución, la juzga inventada por los compadritos para hacer burla de los candomberos y hasta informa que los organitos la tocan. 

Otra genealogía tanguera es la rastreada por don Miguel A. Camino, poeta, en su hermosa composición recordativa, intitulada El tango. Está casi al final del libro Chaquiras y empieza así: 

Nació en los Corrales viejos, 
allá por el año ochenta. 
Hijo fue de una milonga 
y un "pesao " del arrabal. 
Lo apadrinó la corneta 
del mayoral del tranvía, 
y los duelos a cuchillo 
le enseñaron a bailar. 
Así en el ocho, 
y en la asentada, 
la media luna 
y el paso atrás, 
puso el reflejo 
de la embestida 
y las cuerpeadas 
del que la juega 
con su puñal. 

La procedencia versificada por Camino es original a más no poder. A la motivación erótica, o meretricia, que todos hemos reconocido en el tango, añade una motivación belicosa, de pelea feliz, de visteo. Ignoro si esa motivación es verídica: sé nomás que se lleva maravillosamente bien con los tangos viejos, "hechos de puro descaro, de pura sinvergüencería, de pura felicidad del valor", como los describí en otras páginas, hace un año. También Rossi, que por razones de fecha desconoce la explicación de Camino, la ayuda un poco en este párrafo sobre la milonga: "Entonces tuvo títulos, y ellos nos dan otra prueba de que no fue sensual: Mate amargo, Cara pelada, La quebrada, La canaria, Kyrie eleison, Pejerrey con papas, Señor comisario, etc.; ni siquiera amorosos, porque en el Bajo brutal no se alojó el idilio. El orillero aprovechaba las situaciones de sensualizar con la suficiencia y despreocupación del que no necesita de ellas, por verdadero sport" (Cosas de negros - La academia). Justo sin embargo es reconocer que los literatos, al ocuparse del tango, han insistido siempre sobre su lujuria tristona, sobre su atravesada y casi enconada sensualidad. Básteme citar dos fuertes ejemplos: el de Marcelo del Mazo, en la segunda serie de Los vencidos, 1910 ("Aura mi hija, aulló el compadre y la fosca compañera / ofreció la desvergüenza de su cálido impudor / azotando con su carne, como lengua de una hoguera, / las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor") y el de Ricardo Güiraldes cuyo Tango (El cencerro de cristal, 1915) nos impone estos decididos renglones: "Mancha roja, que se coagula en negro. Tango fatal, soberbio y bruto. Notas arrastradas, perezosamente, en un teclado gangoso..." 

Inversamente, la única vez que se acordó Evaristo Carriego del tango, fue para verle felicidad, para mostrarlo callejero y fiestero, como era hace veinte años: 

En la calle, la buena gente derrocha 
sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es La Morocha, 
lucen ágiles cortes dos orilleros. 

Las dos versiones del tango, la solamente lujuriosa y la de travesura, podrían corresponder a dos épocas: la primera a este lamentable episodio actual de elegías amalevadas, de estudioso acento lunfardo, de bandoneones; la otra, a los buenos tiempos (malísimos) del corte, de las puñaladas electorales, de las esquinas belicosamente embanderadas de barras. 

(El tango fue primeramente un plano del baile, una indicación de cortes y de floreos, una actualidad que no se preocupa; el contemporáneo -esto es decir el realmente viejo- cuida recuerdos ya. Una conciencia adulta del tiempo carga sobre él. Compárese El torito o El Maldonado con cualquier tango de hoy.) 

Camino nos explica el tango y además, nos marca el preciso lugar en que éste nació: los Corrales viejos. La precisión es traicionera. El visteo no fue jamás privativo de los Corrales, pues el cuchillo no era sólo herramienta de matarifes: era, en cualquier barrio, el arma del compadrito. Cada barrio padecía sus cuchilleros, siempre de facción en algún comité, en alguna trastienda. Los hubo de fama duradera, aunque angosta: El Petizo Flores en la Recoleta, El Turco en la Batería, El Noy en el Mercado de Abasto. Eran semidioses de chambergo alto: hombres de baquía puntual en menesteres de cuchillo y que solían desafiarse envidiosamente. De aquellos tiempos y señaladamente de los bailecitos y de las comparsas, serán esas milongas insolentadas en que el cantor alude a su patria chica para desafiar a los de otra: 

Yo soy del barrio del Alto, 
soy del barrio del Retiro, 
yo soy aquel que no miro 
con quién tengo que pelear 
y en trance de milonguear 
nadie se me puso a tiro.


Hágase a un lao, se lo ruego, 
que soy de la Tierra 'el Fuego.

A mi ver (conste que mi opinión no es obligatoria y que no quiero inferírsela a nadie) el tango puede haberse originado en cualquier lugar de la ciudad, lo mismo en las Fiestas de la Recoleta (que allá por el ochenta, según el doctor José Antonio Wilde, solían terminar con sangre en la punta) que en los batuques de la plaza del Once o de Constitución: en cualquier lugar, menos en los Corrales. Mi argumento es fácil: el tango es manifiestamente urbano o suburbano, porteño, y los Corrales fueron siempre una intromisión de la pampa, una presencia verídica de gauchismo o una coquetería compadrona de hacerse el gaucho, muy reverenciadora de lo pasado y muy ajena a toda invención. 

El tango no es campero: es porteño. Su patria son las esquinas rosaditas de los suburbios, no el campo; su ambiente, el Bajo; su símbolo, el sauce llorón de las orillas, nunca el ombú.





En Martín Fierro, año IV,  nº 27
y en El idioma de los argentinos, 1928

Imágenes: Portada y pág. 6 de Martín Fierro nº 27



14/7/16

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El "Poema conjetural" ("En diálogo", II, 64)






Osvaldo Ferrari: Yo no resisto la tentación, Borges, de leer y comentar con usted un poema suyo que figura en su Antología personal. Inclusión que indica que usted también lo prefiere.

Jorge Luis Borges: O que me resigno a él, ¿no?; porque desde el momento que hay que hacer una antología, ésta tiene que tener cierta extensión… De modo que, en todo caso, me he resignado a ese poema. Espero que no sea demasiado largo.

—Tiene la virtud ese poema de damos una perspectiva histórica tan concreta, que parecería que en realidad no es usted quien habla sino la historia a través suyo. Me refiero, naturalmente, al «Poema conjetural».

—Ah, sí, bueno, empieza: «Zumban las balas en la tarde última»; claro que «la tarde última» es deliberadamente ambigua, ya que puede ser el fin de la tarde o la última tarde del protagonista, de mi lejano pariente Laprida.

—En el epígrafe dice: «El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 28 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:»

—Sí, claro, cuando yo escribí ese poema, yo sabía que eso históricamente era imposible; pero que si uno lo ve a Laprida simbólicamente, ese poema es posible. Desde luego sus pensamientos tienen que haber sido muy diversos; más fragmentos, y quizá sin eruditas citas de Dante, ¿no?

—Sin embargo, hay una coherencia histórica a lo largo del poema:

«Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento…»

—Yo no sé si eso puede justificarse, pero queda bien; estéticamente puede justificarse. Que haya cenizas, yo no sé, posiblemente incendiaron algo. Pero no importa; creo que la imaginación del lector acepta esas inverosímiles cenizas, ¿no?

—(Ríe). Sí.

«… Se dispersan el día y la batalla deforme,
y la victoria es de los otros…»

—«Deforme» queda raro junto a «batalla», y «se dispersan el día y la batalla» está bien dicho, me parece.

—Excelente,

«… Vencen los bárbaros, los gauchos vencen…»

—Sí, yo precisamente quería que esas dos palabras fueran sinónimas, ya que existe, desgraciadamente, el culto del gaucho.

—Habla entonces, conjeturalmente, Laprida:

«… Yo que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas mieles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos…»

—Sí, creo que felizmente fue hacia el sur, ya que «sur» es una palabra que tiene tanta resonancia. En cambio, «oeste» y «este», en castellano, ninguna; «norte» un poco mejor, pero «este» y «oeste»… podríamos disfrazarlos como «oriente» y «occidente», que suenan mejor.

—«… Como aquel capitán del Purgatorio que, huyendo a pie y ensangrentando el llano…»

—Ese verso es bueno porque no es mío; porque es de Dante: «Sfuggendo a piede e insanguinando il piano», lo traduje exactamente, sin mayores dificultades, desde luego.

«… fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca,
con jinetes, con belfos y con lanzas.

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano…»

—Bueno, ése es el mejor verso. Cuando yo publiqué ese poema, el poema no sólo era histórico del pasado sino histórico de lo contemporáneo; porque cierto dictador acababa de asumir el poder, y todos nos encontramos con nuestro destino sudamericano. Nosotros, que jugábamos a ser París, y que éramos, bueno, sudamericanos, ¿no? De modo que en aquel momento quienes leyeron eso lo sintieron como actual: «Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano». Sudamericano en el sentido más melancólico de la palabra, o más trágico de la palabra.

—Pero usted ha iniciado, con esas dos líneas, una comprensión metafísica de nuestro destino; porque ahora todos sabemos que en algún momento nos vamos a encontrar con nuestro destino sudamericano.

—Yo diría que nos hemos encontrado ya, y demasiado, ¿no? (ríe). Lo curioso es que se tiende a eso también, ¿eh?; porque antes se pensaba en Sudamérica, en América del Sur, como en un lugar muy lejano, y con cierto encanto exótico. Y ahora no, ahora nosotros somos sudamericanos; tenemos que resignarnos a serlo, y ser dignos de ese destino, que al fin y al cabo es el nuestro.

—Claro. Continúa el poema:

«… A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea».

—Está bien este poema, ¿eh?, aunque yo lo haya escrito está bien.

—Está cada vez mejor (ríe).

—Mejorado por usted en este momento, sí, que lo lee con tanta convicción.

—Concluye diciendo:

«… Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta».

—Bueno, yo había estado leyendo los monólogos dramáticos de Browning, y pensé: voy a intentar algo parecido. Pero aquí hay algo… que no está en Browning, y es que el poema corresponde a la conciencia de Laprida; el poema concluye cuando esa conciencia concluye. Es decir, el poema concluye porque quien está pensándolo o sintiéndolo, muere; «el íntimo cuchillo en la garganta» es el último momento de su conciencia y es el último verso. Eso le da fuerza al poema, me parece, ¿no?

—Sí, sin duda.

—Aunque, desde luego, sea del todo inverosímil, porque esos últimos momentos de Laprida, perseguido por quienes iban a matarlo, tienen que haber sido menos racionales, más fragmentarios, más casuales. Tiene que haber tenido percepciones visuales, percepciones auditivas; el hecho de preguntarse si iban a alcanzarlo o no. Pero no sé si eso hubiera servido para un poema; es mejor suponer que él puede ver todo esto con la relativa serenidad que corresponde a la poesía, y con las frases más o menos bien construidas. Creo que si hubiera sido un poema realista, si hubiera sido lo que Joyce llama un monólogo interior, el poema habría perdido mucho; y mejor que sea falso, es decir, que sea literario. 

—Pero, a pesar de eso, hay aspectos del poema que pueden ser verdaderos para todos: usted indica allí que «el laberinto múltiple de pasos» que dio en su vida, fue «tejiendo» ese destino…

—Claro, y yo, que he recorrido muchos países, cuántos pasos habré dado, y esos pasos me llevan al último, que aún ignoro, y que me será revelado en su momento oportuno; que puede ser muy pronto, ya que alcanzada cierta edad, uno puede morirse en cualquier momento. O, en todo caso, uno tiene la esperanza de morirse en cualquier momento.

—O uno puede seguir viajando…

—Sí, o uno puede seguir viajando, sí; eso no se sabe. Yo debería estar cansado de vivir, y sin embargo, me queda bastante curiosidad, sobre todo si pienso en dos países: si pienso en la China y en la India, me parece que mi deber es conocerlos.

—Desde hace años yo hubiera querido comentarle por lo menos dos posibles deducciones del «Poema conjetural».

—¿Cuáles son?

—El poema implica, a través del «laberinto múltiple de pasos» y de esa «clave» que es el destino en él, que todo destino puede tener una coherencia; que puede ser cósmico y tener, por lo tanto, sentido.

—Yo no sé si cósmico, pero que está prefijado sí. Ahora, eso no quiere decir que haya algo o alguien que lo prefije; quiere decir que la suma de efectos y de causas es quizá infinita, y que estamos determinados por esa ramificación de efectos y de causas. Por eso descreo del libre albedrío. Entonces, ese momento sería el último, y habría sido fijado por cada paso que dio Laprida desde que empezó su vida.

—La otra deducción posible, Borges, es la de que los sudamericanos —ya que de eso habla el poema—  habríamos llegado a tener de alguna manera un destino propio, un destino sudamericano.

—Y, un destino triste, ¿eh?; un destino de dictadores. Pero parece que estamos de algún modo predestinados: ningún continente ha dado personas que han querido que los llamen «El Supremo Entrerriano» como Ramírez; «El Supremo» como López en el Paraguay; «El Gran Ciudadano» como no sé quién en Venezuela; «El Primer Trabajador», que no es necesario explicar. Es muy raro, en los Estados Unidos no se ha dado eso; posiblemente hubo algún dictador —yo creo que Lincoln fue un dictador—, pero no se adornó con esos títulos. O «El Restaurador de las Leyes», es más raro todavía: nadie sabe qué leyes fueron, y nadie ha tratado de averiguar tampoco; basta con el título nomás. Vendría a ser un ejemplo de lo que llama «Creacionismo» Huidobro, ¿no?; una literatura que no tiene nada que ver con la realidad. «Restaurador de las Leyes», ¿qué leyes?, ¿qué leyes restauró? Eso no le importa a nadie. Parece que todos han querido tener un epiteto omens.

—Sin embargo, parecería que somos capaces, a veces, de madurar: entre las posibilidades que guardaba nuestro destino está, como dijo usted hace poco, esta nueva esperanza que vivimos ahora.

—Ojalá; en todo caso, debemos ser fieles a esa esperanza, aunque quizá nos cueste algún esfuerzo. ¿Qué otra esperanza tenemos?; creamos en la democracia, por qué no.



Título original: En diálogo
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Foto: Borges en su casa con Osvaldo Ferrari (Ibídem)



13/7/16

Alberto Manguel: Herederos de "Pierre Menard, autor del Quijote"






Un cierto día de septiembre de 1939 en Buenos Aires (Byrd estaba por comenzar su tercera expedición antártica y las primeras cartas "vía aérea" desde Inglaterra acababan de llegar a las costas porteñas), los pocos lectores suscriptos a la revista Sur leyeron un breve texto firmado por Jorge Luis Borges en el que se alababa con fervor crítico la obra de un tal Pierre Menard.

Algunos amigos felicitaron a Borges con más lealtad que entusiasmo; un viejo colega, con ejemplar pedantería, le dijo que sus comentarios sobre Menard, si bien justos, no decían nada sobre Menard que no se hubiese dicho antes. Ni los distraídos lectores de Sur, ni los atentos amigos del autor, ni la directora de la revista, la perspicaz Victoria Ocampo, tal vez ni siquiera el propio Borges, se dieron cuenta de que aquella publicación marcaba una de las escasas fechas esenciales de la historia de la literatura. Tal inatención no hubiera sorprendido a Borges quien trece años más tarde, en un artículo llamado El pudor de la historia declararía: "Yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas".

Pierre Menard, autor del Quijote nació con voluntad de fracaso. Los hechos que lo engendraron son harto conocidos. Durante la Navidad de 1938, Borges se hirió la frente con el borde de una ventana abierta. La herida se infectó y durante varias semanas los médicos creyeron que moriría de septicemia. Cuando empezó a reponerse, temió haber perdido sus capacidades mentales y dudó de si podría volver a escribir. Hasta aquel momento había publicado poemas y reseñas literarias. Pensó que si probaba escribir una reseña y no lo lograba, se sentiría incapacitado para siempre. Pero si trataba de hacer algo nuevo, algo que no había intentado antes, y fallaba, no juzgaría la derrota tan grave y quizás el hecho mismo lo prepararía para la severa revelación final. Decidió escribir un cuento. El resultado fue "Pierre Menard".

Pierre Menard es el lector ideal, el hombre que quiere rescatar un texto volviéndolo a crear tal como fue concebido por su autor. Borges explica: "No quería componer otro Quijote —.lo cual es fácil sino El Quijote". Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes. Que en última instancia la tarea sea imposible, que el texto re-imaginado sea ahora (a pesar de la coincidencia formal entre los dos) obra de Menard y ya no de Cervantes es la lección implacable que aguarda a cada lector. Nunca leemos un arquetípico original: leemos una traducción de ese original vertido al idioma de nuestra propia experiencia, de nuestra voz, de nuestro momento histórico y de nuestro lugar en el mundo. La terrible conclusión de Pierre Menard es ésta: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra no existe y nada podrán contra este hecho irrefutable la amenaza de celebraciones, institutos cervantinos, cursos de literatura española, sesudos estudios críticos y ediciones de obsceno lujo. El Quijote original, si insistimos en creer en su existencia, desapareció con el lector Cervantes. Sólo quedaron (lo cual no es poco) los cientos de millones de Quijotes leídos desde que un primer Quijote entró en la imprenta de Juan de la Cuesta y salió despojado de una parte de los capítulos XXIII y XXX. Desde entonces, los colegas de Pierre Menard han invadido el mundo de las letras y nos han dado (y siguen dándonos) sus múltiples Quijotes: el torpe Quijote de Lope, el divino Quijote de Dostoievski, el filosófico Quijote de Unamuno, el brutal Quijote de Nabokov, el tedioso Quijote de Martin Amis, el desdoblado Quijote de Borges, el Quijote de cada uno de nosotros, sus desocupados lectores.

Borges observaría, en un ensayo fundamental sobre Kafka, que "cada escritor crea a sus precursores". Menard no es distinto y a partir de su propia existencia creó una vasta genealogía que incluye, entre muchos otros, al Diderot de Esto no es un cuento, al Lawrence Sterne de Tristam Shandy, al Italo Calvino de Si una noche de invierno un viajero... También, a Robinson Crusoe que lee la Biblia como si fuese una crónica de sus propias desventuras, a Hamlet que lee "palabras, palabras, palabras" y ve en una nube un camello, una comadreja o una ballena, a un tal William Sefton Moorhouse que se convirtió a la fe cristiana al leer la Anatomía de la Melancolía de Burton creyendo que se trataba de un manual teológico de Butler, a los censores militares que prohibieron la entrada a la Argentina de El rojo y el negro de Stendhal, pensando que trataba de una apología del comunismo. Acaso no había sugerido Borges, a propósito de Pierre Menard, que "atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

A partir de Pierre Menard, nadie puede volver a leer un libro, cualquier libro, de la misma manera que pensaban leerlo nuestros antepasados. Menard nos ha vuelto creadores o, más bien, nos ha obligado a ser conscientes, como lectores, de nuestra responsabilidad creativa. Antes de aquel mes de septiembre de 1939, podíamos creer que un libro insulso o maravilloso o altisonante o transformador debía su calidad exclusivamente al ingenio de su autor. Después de aquella fecha, no sin cierto orgullo y no sin cierto terror, sabemos que no es así.


Alberto Manguel, París, 2005
Retrato de Jorge Luis Borges, Archivo La Nación

12/7/16

Jorge Luis Borges: La postulación de la realidad







Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no producen la menor convicción; yo desearía, para eliminar los de Croce, una sentencia no menos educada y mortal. La de Hume no me sirve, porque la diáfana doctrina de Croce tiene la facultad de persuadir, aunque ésta sea la única. Su defecto es ser inmanejable; sirve para cortar una discusión, no para resolverla.

Su fórmula –recordará mi lector– es la identidad de lo estético y de lo expresivo. No la rechazo, pero quiero observar que los escritores de hábito clásico más bien rehúyen lo expresivo. El hecho no ha sido considerado hasta ahora; me explicaré.

El romántico, en general con pobre fortuna, quiere incesantemente expresar; el clásico prescinde contadas veces de una petición de principio. Distraigo aquí de toda connotación histórica las palabras clásico y romántico; entiendo por ellas dos arquetipos de escritor (dos procederes). El clásico no desconfía del lenguaje, cree en la suficiente virtud de cada uno de sus signos. Escribe, por ejemplo: “Después de la partida de los godos y la separación del ejercito aliado, Atila se maravilló del vasto silencio que reinaba sobre los campos de Châlons: la sospecha de una estratagema hostil lo demoró unos días dentro del círculo de sus carros, y su retravesía del Rin confesó la postrer victoria lograda en nombre del imperio occidental. Meroveo y sus francos, observando una distancia prudente y magnificando la opinión de su número con los muchos fuegos que encendían cada noche, siguieron la retaguardia de los hunos hasta los confines de Turingia. Los de Turingia militaban en las fuerzas de Atila: atravesaron, en el avance y en la retirada, los territorios de los francos; cometieron tal vez entonces las atrocidades que fueron vindicadas unos ochenta años después, por el hijo de Clovis. Degollaron a sus rehenes: doscientas doncellas fueron torturadas con implacable y exquisito furor; sus cuerpos fueron descuartizados por caballos indómitos, o aplastados sus huesos bajo el rodar de los carros, y sus miembros insepultos fueron abandonados en los caminos como una presa para perros y buitres.” (Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, XXXV.) Basta el inciso Después de la partida de los godos para percibir el carácter mediato de esta escritura, generalizadora y abstracta hasta lo invisible. El autor nos propone un juego de símbolos, organizados rigurosamente sin duda, pero cuya animación eventual queda a cargo nuestro. No es realmente expresivo: se limita a registrar una realidad, no a representarla. Los ricos hechos a cuya póstuma alusión nos convida, importaron cargadas experiencias, percepciones, reacciones; éstas pueden inferirse de su relato, pero no están en él. Dicho con mejor precisión: no escribe los primeros contactos de la realidad, sino su elaboración final en concepto. Es el método clásico, el observado siempre por Voltaire, por Swift, por Cervantes. Copio un segundo párrafo, ya casi abusivo, de este último: “Finalmente a Lotario le pareció que era menester en el espacio y lugar que daba la ausencia de Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza, y así acometió a su presunción con las alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que más presto rinda, y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermosas que la misma vanidad puesta en las lenguas de la adulación. En efecto, él con toda diligencia minó la roca de su entereza con tales pertrechos, que aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió y fingió Lotario con tantos sentimientos, con muestras de tantas veras, que dio al través con el recato de Camila, y vino a triunfar de lo que menos se pensaba y más deseaba.” (Quijote, I, capítulo 34.)

Pasajes como los anteriores, forman la extensa mayoría de la literatura mundial, y aun la menos indigna. Repudiarlos para no incomodar a una fórmula, sería inconducente y ruinoso. Dentro de su notoria ineficacia, son eficaces; falta resolver esa contradicción.

Yo aconsejaría esta hipótesis: la imprecisión es tolerable o verosímil en la literatura, porque a ella propendemos siempre en la realidad. La simplificación conceptual de estados complejos es muchas veces una operación instantánea. El hecho mismo de percibir, de atender, es de orden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante. Vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de previsiones. En lo corporal, la inconciencia es una necesidad de los actos físicos. Nuestro cuerpo sabe articular este difícil párrafo, sabe tratar con escaleras, con nudos, con pasos a nivel, con ciudades, con ríos correntosos, con perros, sabe atravesar una calle sin que nos aniquile el tránsito, sabe engendrar, sabe respirar, sabe dormir, sabe tal vez matar: nuestro cuerpo, no nuestra inteligencia. Nuestro vivir es una serie de adaptaciones, vale decir, una educación del olvido. Es admirable que la primera noticia de Utopía que nos dé Thomas Moore, sea su perpleja ignorancia de la “verdadera” longitud de uno de sus puentes...

Releo, para mejor investigación de lo clásico, el párrafo de Gibbon, y doy con una casi imperceptible y ciertamente inocua metáfora, la del reinado del silencio. Es un proyecto de expresión –ignoro si malogrado o feliz– que no parece condecir con el estricto desempeño legal del resto de su prosa. Naturalmente, la justifica su invisibilidad, su índole ya convencional. Su empleo nos permite definir otra de las marcas del clasicismo: la creencia de que una vez fraguada una imagen, ésta constituye un bien público. Para el concepto clásico, la pluralidad de los hombres y de los tiempos es accesoria, la literatura es siempre una sola. Los sorprendentes defensores de Góngora la vindicaban de la imputación de innovar –mediante la prueba documental de la buena ascendencia erudita de sus metáforas. El hallazgo romántico de la personalidad no era ni presentido por ellos. Ahora, todos estamos tan absortos en él, que el hecho de negarlo o de descuidarlo es sólo una de tantas habilidades para “ser personal”. En lo que se refiere a la tesis de que el lenguaje poético debe ser tino, cabe señalar su evanescente resurrección de parte de Arnold, que propuso reducir el vocabulario de los traductores homéricos al de la Authorized Version de la Escritura, sin otro alivio que la intercalación eventual de algunas libertades de Shakespeare. Su argumento era el poderío y la difusión de las palabras bíblicas...

La realidad que los escritores clásicos proponen es cuestión de confianza, como la paternidad para cierto personaje de los Lehrjahre. La que procuran agotar los románticos es de carácter impositivo más bien: su método continuo es el énfasis, la mentira parcial. No inquiero ilustraciones: todas las páginas de prosa o de verso que son profesionalmente actuales pueden ser interrogadas con éxito.

La postulación clásica de la realidad puede asumir tres modos, muy diversamente accesibles. El de trato más fácil consiste en una notificación general de los hechos que importan. (Salvadas unas incómodas alegorías, el supracitado texto de Cervantes no es mal ejemplo de ese modo primero y espontáneo de los procedimientos clásicos.) El segundo consiste en imaginar una realidad más compleja que la declarada al lector y referir sus derivaciones y efectos. No sé de mejor ilustración que la apertura del fragmento heroico de Tennyson, Mort d’Arthur, que reproduzco en desentonada prosa española, por el interés de su técnica. Vierto literalmente: Así, durante todo el día, retumbó el ruido bélico por las montañas junto al mar invernal, hasta que la tabla del rey Artús, hombre por hombre, había caído en Lyonness en torno de su señor, el rey Artús: entonces, porque su herida era profunda, el intrépido Sir Bediver lo alzó, Sir Bediver el último de sus caballeros, y lo condujo a una capilla cerca del campo, un presbiterio roto, con una cruz rota, que estaba en un oscuro brazo de terreno árido. De un lado yacía el Océano; del otro lado, un agua grande, y la luna era llena. Tres veces ha postulado esa narración una realidad más compleja: la primera, mediante el artificio gramatical del adverbio así; la segunda y mejor, mediante la manera incidental de trasmitir un hecho: porque su herida era profunda; la tercera, mediante la inesperada adición de y la luna era llena. Otra eficaz ilustración de ese método la proporciona Morris, que después de relatar el mítico rapto de uno de los remeros de Jasón por las ligeras divinidades de un río, cierra de este modo la historia: El agua ocultó a las sonrojadas ninfas y al despreocupado hombre dormido. Sin embargo, antes de perderlos el agua, una atravesó corriendo aquel prado y recogió del pasto la lanza con moharra de bronce, el escudo claveteado y redondo, la espada con el puño de marfil, y la cota de mallas, y luego se arrojó a la corriente. Así, quién podrá contar esas cosas, salvo que el viento las contara o el pájaro que desde el cañaveral las vio y escuchó. Este testimonio final de seres no mentados aún, es lo que nos importa.

El tercer método, el más difícil y eficiente de todos, ejerce la invención circunstancial. Sirva de ejemplo cierto memorabilísimo rasgo de La gloria de Don Ramiro: ese aparatoso caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado para defenderlo de la voracidad de los pajes, tan insinuativo de la miseria decente, de la retahíla de criados, del caserón lleno de escaleras y vueltas y de distintas luces. He declarado un ejemplo corto, lineal, pero sé de dilatadas obras –las rigurosas novelas imaginativas de Wells*, las exasperadamente verosímiles de Daniel Defoe– que no frecuentan otro proceder que el desenvolvimiento o la serie de esos pormenores lacónicos de larga proyección. Asevero lo mismo de las novelas cinematográficas de Josef von Sternberg, hechas también de significativos momentos. Es método admirable y difícil, pero su aplicabilidad general lo hace menos estrictamente literario que los dos anteriores, y en particular que el segundo. Este suele funcionar a pura sintaxis, a pura destreza verbal. Pruébelo estos versos de Moore:

Je suis ton amant, et la blonde 
Gorge tremble sous mon baiser,

cuya virtud reside en la transición de pronombre posesivo a artículo determinado, en el empleo sorprendente de la. Su reverso simétrico está en la siguiente línea de Kipling:

Little they trust to sparrow – dust that stop the seal in his sea!

Naturalmente, his está regido por seal. "Que detienen a la foca en su mar."

1931


[*] Así El hombre invisible. Ese personaje –un estudiante solitario de química en el desesperado invierno de Londres– acaba por reconocer que los privilegios del estado invisible no cubren los inconvenientes. Tiene que ir descalzo y desnudo, para que un sobretodo apresurado y unas botas autónomas no afiebren la ciudad. Un revólver, en su trasparente mano, es de ocultación imposible. Antes de asimilados, también lo son los alimentos deglutidos por él. Desde el amanecer sus párpados nominales no detienen la luz y debe acostumbrarse a dormir como con los ojos abiertos. Inútil asimismo echar el brazo afantasmado sobre los ojos. En la calle los accidentes de tránsito lo prefieren y siempre está con el temor de morir aplastado. Tiene que huir de Londres. Tiene que refugiarse en pelucas, en quevedos ahumados, en narices de carnaval, en sospechosas barbas, en guantes, para que no vean que es invisible. Descubierto, inicia en un villorrio de tierra adentro un miserable Reino del Terror. Hiere, para que lo respeten, a un hombre. Entonces el comisario lo hace rastrear por perros, lo acorralan cerca de la estación y lo matan.

Otro ejemplo habilísimo de fantasmagoría circunstancial es el cuento de Kipling, The Finest Story in the World, de su recopilación de 1893 Many Inventions.


En Discusión (1932)
Photo by Jesse Fernández: Borges in curious repose
Used for Viking’s Collected Fictions Vía


11/7/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Buenos Aires, diciembre de 1984]






'La política está atrasada', afirma Jorge Luis Borges en esta charla sobre la Argentina y su cultura.

Jorge Luis Borges termina el '84 sin el Nobel —un premio que quizá ya no lo merezca a él— y con nuevos viajes y honores en su haber. Con otro libro —el Atlas, en colaboración con María Kodama—, la inminencia de su partida para Italia, donde el 5 de enero recibirá el Premio Etruria, y la posibilidad de otro viaje por México. La apretada agenda del escritor incluye hasta sesiones de digito-puntura. Nada ha cambiado en el sexto piso de la calle Maipú.

A las diez en punto, en buen traje, con buena lavanda, Borges entra en escena. A medias apoyado en Fany (en la vida de Borges y en la mitología de las letras argentinas ella es lo que Celeste Albaret fue para Proust y para las letras francesas), a medias apoyado en uno de los bastones preferidos (ambos de pastor, irlandés uno, egipcio el otro), Borges ocupará un sillón. Está Beppo, el gato blanco y perezoso que ya cumplió siete años y no hace mucho —informa Fany— "estuvo a la muerte, en terapia intensiva". Están las obras completas de Rudyard Kipling, la "desparramada enciclopedia Espasa", una vieja edición de la Britannica, comprada de segunda mano con 300 de los tres mil pesos ganados con el Premio Municipal, las dos ediciones de la Brockhaus, la Enciclopedia Europea de Garzanti, y la madre de todas ellas: la Historia Natural de Plinio. Están los muebles sensatos y las mínimas concesiones decorativas —los poquísimos cuadros, la platería—. Está el apretón de manos y las inquisiciones primeras de Borges, invariables: ¿Quién es usted? ¿Usted quería preguntarme algo? Ahí —exactamente ahí— empieza un viaje que lleva al buen sentido, a la inteligencia y al humor entre los meandros de variadas disgresiones. Es el mismo Borges —todos los Borges— que practica la politesse y maneja la socarronería. El que sobrevuela cualquier agresión personal de derechas e izquierdas escandalizadas por su universalismo de buen cuño. El que no deja pasar una
cuando se trata de defender lo que cree y lo que ama: la literatura, la civilización. Ese es el Borges —todos los Borges— que SOMOS encontró.

—Hablemos de Latinoamérica, que se prefigura como uno de los grandes temas del'85.
—No tengo autoridad para opinar sobre eso. Y no quiero fomentar esos temas porque es insistir en supuestas diferencias. Creo que todos los americanos, del Norte o del Sur, Emerson o Lugones, somos todos europeos en el destierro, ya que nuestra cultura es europea fundamentalmente. Somos inconcebibles sin Europa. Y la prueba de ello es que usted y yo estamos conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama castellano, y los Estados Unidos hablan inglés, que no es precisamente un dialecto de los pieles rojas. Creo también que podemos ser mejores europeos que los que han nacido en Europa porque no debemos lealtad especial a ninguna de sus regiones, sino a todas, y podemos sentirnos como buenos herederos de Occidente. Y Occidente, según sabemos, está hecho del diálogo de Atenas e Israel, que es Oriente.
He viajado —sólo a los países donde me invitan porque no tengo medios para viajar por cuenta propia— y recorriendo América del Sur he comprobado que Buenos Aires es para mucha gente lo que París fue para nosotros y desgraciadamente ha dejado de ser... Es una lástima que Europa haya perdido la hegemonía. Desde luego, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, elijo los Estados Unidos. Pero sería mejor que Europa siguiera rigiendo el mundo...

—¿Sería más tranquilizador?
—Sí. Porque es la gente de cultura más antigua. En Estados Unidos, ¿cuál es la región que realmente produce más? New England, que ha lanzado a Emerson, Poe, Henry James...

—Emily Dickinson...
—Silvina Ocampo la está traduciendo. Debe ser muy difícil, ¿no? Hay una línea lindísima en un poema: This quiet dust was gentlemen and ladies (este tranquilo polvo fue señores y señoras). La idea es trivial: todos seremos polvo, pero está tan bien dicha.

—Yo leí algunos de esos poemas traducidos por Silvina, son muy bellos.
—Es que Silvina es una escritora maravillosa, que ha tenido la mala suerte de llamarse Ocampo, porque la gente la ve en función de su hermana, Victoria, que no es una escritora genial.
Si se hubiera llamado Gómez o López sería famosa.

—Silvina, Bioy, usted son escritores muy argentinos y a la vez muy universales. Eso se integra con una de sus aspiraciones: ser a la manera de los estoicos, un ciudadano del mundo.
—Es que yo creo que la división del planeta en países ha sido nefasta. Casi todas las guerras se deben a eso. Será cuestión de esperar poco tiempo (históricamente, claro), unos 300 años. Los imperios sin proponérselo y sin saberlo —hablo de la Unión Soviética, de los Estados Unidos— están preparando el camino para la ciudadanía planetaria.

—¿Le parece que en literatura ya hay ciudadanos del mundo?
—Sí. Todos lo somos. El arte, la filosofía, la literatura ya han llegado a eso. Somos lectores universales en la medida de nuestros conocimientos. Y la ciencia también es internacional —invenciones como la computadora o el teléfono se usan en todas partes y a nadie le interesa saber dónde se originaron—. Pasa con el cinematógrafo y con los deplorables best-sellers: si un filme o un libro tienen éxito en Nueva York lo tendrán en el mundo entero. Y hay una ciudadanía planetaria. Falta que se dé en la política, que está siempre atrasada y que es lo menos importante que puede haber, tal vez.

—¿Qué piensa de la integración de Argentina en Latinoamérica?
—Un error, porque precisamente nuestro rasgo diferencial es el cosmopolitismo. En todas partes de América del Sur usted ve gente de origen español, indígena, y un poco menos, africano. Acá en cambio la mitad de la población tiene apellido italiano. Y yo a veces pienso que soy un gringo porque no me llamo Ortelli. Afortunadamente, un sobrino mío, genealogista, ha logrado descubrirme un antepasado italiano, un soldado que sirvió bajo las órdenes de Mendoza en la primera fundación de Buenos Aires.

—¿Qué opina de la supuesta pertenencia de la Argentina al Tercer Mundo?
—No sé muy bien qué es el Tercer Mundo, no tengo la menor idea.

—Es otra sectorización política. ¿Qué le sugiere?
—Me sugiere algo siniestro. ¿Qué puede sugerirme? Pequeñas, tribus perdidas. Yo creo en un mundo, descreo en la trinidad. Ya tener que aguantar uno es bastante pesado. Que hubiera tres... es demasiado, un exceso. Tercer Mundo, qué triste, ¿no? Deben ser países tan subalternos... Pero debe ser una denominación que responde a fines políticos. Desdichadamente estamos tendiendo a eso, al regionalismo. En las universidades iban a suspender el estudio obligatorio de las literaturas extranjeras...

—Usted publicó una carta de protesta, con el título de La cultura en peligro.
—Sí. Un título un tanto cacofónico. Yo había pensado en Las letras en peligro, para evitar la sinalefa, pero quizás a la gente le interesa más la cultura, siquiera nominalmente, que las letras, que son un tema especial: las letras están incluidas en la cultura y no viceversa. En esta carta decía que si el folklore me interesara, lo buscaría en tierras muy antiguas como la India, o primitivas como el Senegal, no en las provincias argentinas de tradición reciente.

Y remataba con algo muy gracioso: "Me dicen, sin embargo, que gracias a las autoridades el folklore ha llegado a la campaña".
—Sí, eso quedó muy divertido, ¿no?

—Eso quedó muy gracioso, sí. ¿Quiere que hablemos de literatura latinoamericana, Borges?
—Bueno, quizá la mejor prosa castellana haya sido escrita por un mejicano, Alfonso Reyes. Y he leído Cien años de soledad, de García Márquez, un libro que me conmovió mucho.

—Cuánto de Faulkner hay en García Márquez...
—Pero no está nada mal tener nexos con Faulkner. Toda la literatura está hecha de nexos. Si cada escritor inventara el idioma e inventara las palabras, los géneros, no se podría escribir. Yo tengo nexos con todos los escritores, aun con los que no he leído. ¿Por qué negarse a eso? Además deber algo a alguien es lindo. Yo siento continuamente gratitud. Los sentimientos más comunes en mí son el asombro y la gratitud.

—Esa teoría de los nexos que para nada excluyen la originalidad, es otra forma de afirmar que todo el mundo está vinculado.
—Lo está. De hecho los únicos que no lo reconocen son los políticos, pero no creo que ellos sean la gente más ejemplar del país. Quiero decirle otra cosa: yo no estoy afiliado a ningún partido político y no tengo ninguna ambición política. Si me entregaran, como a mi pariente Rosas, la suma del poder público, yo inmediatamente me volvería a casa, para seguir leyendo. Bueno, leyendo por bocas y ojos ajenos, como los suyos esta mañana. Creo que eso sería lo más provechoso, ¿no?



Entrevista con Vilma Colina
Revista Somos, diciembre de 1984
Texto y foto de Borges en su casa, durante la entrevista
Digitalización Mágicas Ruinas, 2003

10/7/16

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 1. Introducción







GEORGES CHARBONNIER: La entrevista que van a escuchar es la primera de una serie grabada aprovechando la reciente estadía en París de Jorge Luis Borges. Es un intento de acercarnos a un autor de lengua española y de cultura universal.
Hoy fijaremos algunos puntos importantes, mientras que las próximas entrevistas versarán sobre la literatura en general y las últimas sobre la propia obra de Jorge Luis Borges, que no ha sido traducida todavía en su totalidad al francés. El conocimiento de las obras traducidas, intituladas en francés Labyrinthes, Etiquétes, Fictions, Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité[1]—la mayor parte publicadas en Éditions Gallimard—, abre un buen camino de acceso al pensamiento de Jorge Luis Borges.
Jorge Luis Borges, recientemente consagré un programa a sus obras traducidas al francés. Expuse al auditorio que experimenté una gran dificultad; no hablo el español y, por otra parte, comprobé que diversas personas pronuncian su nombre de manera distinta. ¿Cómo debo pronunciarlo?
JORGE LUIS BORGES: En general, en mi país, se pronuncia «Borges». Quizá esta g ofrece alguna dificultad a los franceses. Cuando era estudiante en Ginebra, todos me llamaban «Borges»[2]. Me llamaban así por razones fonéticas. A mí me da lo mismo. La verdadera debería ser una pronunciación portuguesa de hace dos siglos, que sería «Borges». Pero usted puede atenerse a uno de estos sistemas o a todos los que desee.
G. C.: Como francés, me inclino a decir Borgès.
J. L. B.: En esta conversación seré, pues, Borgès, lo que no me molesta en lo absoluto.
G. C.: En Francia no disponemos de todas sus obras.
J. L. B.: ¿No es una suerte? ¡Quizá fueran demasiadas! ¡He escrito unos cuarenta volúmenes, lo que realmente es un abuso!
G. C.: No lo creemos así y anhelamos que esos cuarenta volúmenes sean traducidos rápidamente. Disponemos, sí, de una obra que Roger Caillois intituló Labyrinthes. Ése no es el título que usted le dio, ¿verdad?
J. L. B.: No; pero existe toda una tradición a este respecto: es preciso traducir fielmente el texto, pero el editor se reserva el derecho de cambiar el título. No sé por qué, pero es una tradición que existe. Hay que respetarla como a todas las tradiciones, creo yo. Por otra parte, el título de Labyrinthes es un acierto, y mi traductor alemán, Karl August Horst, lo adoptó también. Pues me gusta mucho la palabra «laberinto»; mi parecer es que fue correcto cambiarlo. El título original era un poco más pálido, un poco más descolorido.
G. C.: Para nosotros los franceses, Labyrinthes es la obra que reúne La busca de Averroes, La escritura del Dios, Historia del guerrero y de la cautiva El inmortal.
J. L. B.: Creo que se trata de un título bien buscado, ¿no es así?
G. C.: Así parece.
J. L. B.: Sí, Labyrinthes queda muy bien. La palabra es tan misteriosa, al fin y al cabo palabra griega. Así, pues, todo está bien.
G. C.: Sí, sí, así lo creemos. Y después disponemos también de Fictions…
J. L. B.Fictions, sí. El mismo libro que se llama Ficciones en español.
G. C.: Que reúne Pierre Menard, autor del Quijote, Las ruinas circulares, La lotería de Babilonia…
J. L. B.:Eso es…
G. C.La Biblioteca de Babel…
J. L. B.: Se trata de los primeros relatos que escribí.
G. C.El jardín de senderos que se bifurcan…
J. L. B.: Eso es.
G. C.: Y otros más: Funes el memorioso, Tema del traidor y del héroe, La muerte y la brújula, El milagro secreto, Tres versiones de Judas, y aún más…
J. L. B.: Eso es; creo que se tradujeron casi todos los títulos en forma literal.
G. C.: No los he enumerado todos aún…
J. L. B.: No.
G. C.: Disponemos también de una obra titulada Enquêtes.
J. L. B.: Sí, Enquêtes. En español se titula Inquisiciones, que etimológicamente quiere decir «encuestas», pero que también remite a la Inquisición, ¿no es cierto?
G. C.: Sí.
J. L. B.: Creo que este libro lo tradujo Paul Bénichou. Seguramente que lo hizo bien, puesto que conoce el español y —naturalmente— el francés de una manera, podríamos decir, total.
G. C.: Dijo usted «Inquisición». A este libro lo llama Inquisiciones. En francés es una palabra fuerte, mucho más fuerte que «enquête».
J. L. B.: También en español, créame. Es el título de un libro de juventud. No creo que más adelante hubiera escogido un título tan extraño. Cuando jóvenes tendemos al barroquismo, buscamos la sorpresa, y como no estamos muy seguros de los propios medios, buscamos sorprender en todo. Una vez aparecido el libro, la gente se acostumbró a ese título, pero cuando apareció, en Buenos Aires, todo el mundo encontró que era un título muy sorprendente, anormal, para decirlo de una vez por todas.
G. C.: ¡Absolutamente!
J. L. B.: Sí.
G. C.: También disponemos de Histoire de l’infamie y de Histoire de l’éternité reunidas en un solo volumen.
J. L. B.: Sí, aunque se trata de dos libros bien diferentes. Historia universal de la infamia contiene relatos más o menos imaginarios de bandidos; Historia de la eternidad es un estudio sobre la eternidad, sobre las diversas acepciones de eternidad en el decurso de los siglos. También hay un artículo sobre un tema que me interesa mucho en la actualidad, las kenningar, es decir, las metáforas de los poetas anglosajones y de los escaldos escandinavos. Creo que también incluye un cuento, Hombre de la esquina rosada, aunque no me acuerdo muy bien: hace tanto tiempo que escribí ese libro que lo veo un poco como escrito por otro. Cosas que suceden.
G. C.: ¿Se traducirán otras obras en fecha próxima?
J. L. B.: Sí. En diciembre de este año[3] se publicará en Buenos Aires un volumen completo de mis poesías. Incluirá todos los poemas publicados de 1923 a 1964. O sea, el contenido de tres volúmenes, Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín, toda la parte poética de un libro que se llama El hacedor... que yo no sé cómo traducir al francés. ¿El «faiseur»? En el sentido griego del poeta que «hace», o quizá en el antiguo sentido inglés de maker. Se trata también de un poeta. Además, unas treinta o cuarenta piezas inéditas. Quiero decir, piezas publicadas en periódicos o revistas y que no habían sido recogidas. Este volumen será traducido al francés por mi amigo Néstor Ibarra. Ibarra me conoce desde hace muchos años y tiene un sentido muy vivo del lenguaje. Como argentino, conoce el español perfectamente, tiene una muy bella traducción española, quizá la más bella, del Cimetière marin de Valéry, un libro que hace ya tiempo publicó en Buenos Aires y para el que escribí un prefacio. Ibarra conoce todos mis hábitos literarios. Podría decir incluso que conoce todas mis manías, todos mis tics literarios. Estoy seguro de que hará una traducción no sólo ajustada, sino, en verdad, muy superior al texto.
Ibarra es un caso muy raro. Tiene un gran talento literario. No sé qué modestia o qué ironía le impide escribir o publicar lo que ha escrito. Prefiere traducir. Quizá piensa que el oficio de traductor es más sutil, más civilizado que el de escritor: el traductor llega evidentemente después que el escritor. La traducción es una etapa más avanzada. Sea como fuere, estoy seguro de que hará una traducción excelente.
Creo que el libro aparecerá en las prensas de mi editor francés, Gallimard, y que lo publicará en el transcurso del próximo año.
Otras traducciones de mis libros —excelentes— las ha hecho Verdevoye, y otro gran amigo mío, Paul Bénichou, que quizá usted conoce. La traducción de los poemas la hará, pues, Néstor Ibarra. Ya ha discutido conmigo algunos puntos que le parecían oscuros y ha encontrado soluciones brillantes…
G. C.: ¿Escribe usted en francés directamente? ¿Lo ha hecho alguna vez? ¿Existen textos suyos escritos directamente en francés?
J. L. B.: Sí. ¡Hace ya tanto tiempo! Cuando cursaba mi bachillerato en Ginebra. Desde luego, leía, como leo aún, a Verlaine y a Baudelaire, e hice algunos intentos. Compuse sonetos, bien mediocres por cierto, en francés y en inglés. Ahora, ya no osaría hacerlo. Tengo un sentido de la responsabilidad que no tenía entonces. Creo que puedo escribir textos tolerables, digamos, o perdonables, en español, pero no en otra lengua alguna. ¡Cometí la imprudencia de publicar dos o tres piezas en inglés y estoy arrepentido!
Creo que para escribir en una lengua cualquiera hay que conocerla a la perfección. Evidentemente, el español es la lengua que más conozco, puesto que es mi lengua materna.
G. C.: En general, ¿cree usted que ha sido bien traducido al francés?
J. L. B.: Sí.
G. C.: ¿Ha tenido la buena fortuna de ser bien traducido a todas las lenguas en las que se han publicado libros suyos?
J. L. B.: No siempre. He tenido, digamos, algunas pequeñas dificultades, pequeñas molestias, al leer las traducciones inglesas y alemanas. En inglés hay visiblemente una trampa. Usted sabe que el inglés dispone de un doble registro. Incluye palabras germánicas y palabras latinas. El traductor inglés de un texto español tiende, por respeto, a traducir con la ayuda de las palabras latinas. Esto puede hacer que la traducción sea un poco pedante.
Invento un ejemplo: imaginemos que escribo en español una habitación oscura. Si el traductor inglés traduce an obscure habitation escribe en una especie de jerga, ya que la frase es absolutamente artificial en inglés. Creo que en este caso debería traducirse simplemente, con palabras sajonas, a dark room. Es bien sencillo y natural en inglés. Pero como el traductor ve la palabra oscura, sólo le viene a la mente «obscure», y habitación le hace pensar en «habitation». Tiende, pues, a traducir an obscure habitation. Esto suena falso y da al texto un aire pedante que no tiene el texto original.
En el caso de la traducción alemana, he visto deslizarse a veces pequeños errores, sobre todo en una historia, Hombre de la esquina rosada, que escribí un poco con la jerga de Buenos Aires, o, mejor dicho, con la que se hablaba hace cincuenta años. En este caso habría sido necesario encontrar a un argentino, a un viejo argentino, para consultarle, y no traducir a golpes de diccionario. Así se habrían evitado algunos errores.
Pero en general tengo la impresión de que las traducciones son buenas. Sobre todo aquellas que he podido examinar más de cerca, es decir, las traducciones francesas. Pero estoy muy reconocido a todos mis traductores: no quisiera hablar mal de ninguno.
G. C.: Creo que se puede decir que lo que ha llamado la atención de los franceses sobre sus obras es el gusto que poseemos por la lógica y la matemática modernas.
J. L. B.: Sí, sí, esto es bien posible. No creo ser un buen matemático, pero sí he leído —y releído, lo que es más importante— a Poincaré, Russell y algunos matemáticos más. Todo esto me ha atraído de la misma suerte. He dado conferencias en Buenos Aires sobre las paradojas eleáticas. La matemática y la filosofía, la metafísica, siempre me han interesado. No diré que sea matemático o filósofo, pero creo haber encontrado en la matemática y la filosofía posibilidades literarias, y sobre todo posibilidades para la literatura que más me apasiona: la literatura fantástica.
Pero más que nada me veo como un poeta o un hombre de letras que ha columbrado las ventajas y posibilidades de las ciencias para la imaginación, sobre todo para la imaginación literaria.
G. C.: El matemático Georges Guilbaud hizo notar que cuando se habla de ciencia-ficción se trata casi siempre de física…
J. L. B.: Sí, oí el programa.
G. C.: Ahora bien, en su caso se podría decir que nos recuerda un poco a la ciencia-ficción, pero que se trata de matemática.
J. L. B.: Sí, de matemática. Poco sé —menos que de matemática o de filosofía—, poco sé de física, de química y aun de aritmética. En un tiempo fui apasionado del álgebra. La aritmética siempre me aburrió un poco, no así el álgebra. Era, lo puedo decir con modestia, un buen algebrista, un mal aritmético y casi nada comprendía de la física y la química. Debí interesarme por los experimentos que se hacen para llegar a la luna, etc., pero todo esto fue sobrepasado de tal modo por la imaginación literaria, o por escritores como Wells, etc., que la realidad me ha conmovido menos de lo que habría sido debido.
G. C.: Por ejemplo: cuando escribió La Biblioteca de Babel, ¿partió usted de una idea matemática precisa?
J. L. B.: Sí: la idea del juego combinatorio. Pero en La Biblioteca de Babel yo diría que hay dos ideas. Primero una idea que no es mía, un lugar común, la idea de una posibilidad de variación casi infinita partiendo de un número limitado de elementos. Detrás de esta idea abstracta, hay también (sin duda sin que me sienta perturbado por ello) la idea de estar perdido en el universo, de no comprenderlo, la necesidad de encontrar una solución precisa, el sentimiento de ignorar la verdadera solución. En ese cuento, y lo espero de todos mis cuentos, hay una parte intelectual y otra —más importante, según creo—, el sentimiento de la soledad, de la angustia, de la inutilidad, del carácter misterioso del universo, del tiempo, y lo que es más importante: de nosotros mismos, para decirlo de una buena vez: de mí mismo. Creo que en todos mis cuentos se encuentran estos dos elementos. Un poco son juego, y juego que no es arbitrario. En todo caso, no lo es para mí. Una necesidad, si la palabra no es demasiado fuerte, me puso a escribirlos.
Y, además, también me he divertido. La labor de escribir un cuento no ha sido sólo fatiga. También diversión. Era un juego. Un poco como el caso del jugador de ajedrez. Hay un problema, una diversión y un gozo.
G. C.: Cuanto más lógico es el lector, cuanto más matemático, cuanto más moderno es su pensamiento —he podido asegurarme de ello—, más brutal es su risa al leer sus cuentos.
J. L. B.: ¡Ah!, me alegra oír decir eso, porque hay personas que sólo ven en mis cuentos una especie de juego árido. Mas, para mí, no se trata de un juego árido. Me divertía escribirlos, estaba emocionado mientras los escribía: sentía a veces que bordeaba la pesadilla, pero no estaba molesto. Al contrario, ¡eso me divertía! Deslizaba bromas en el texto. En un cuento que es una especie de pesadilla, La Biblioteca de Babel, creo que también hay bromas. Quizá sean bromas un poco secretas. Quizá se trata de bromas para mí y mis amigos. Pero le repito que me divertía al hacerlo. Si no, no lo habría hecho.
G. C.: La gente a la que he visto reírse, lo repito, eran compositores, lógicos, matemáticos, siempre personas que tenían una formación matemática bien acusada. Los he visto reírse de verdad, con una risa verdaderamente brutal, morirse de risa. No una risa que se eterniza, no. Siempre estallidos, estallidos violentos.
J. L. B.: ¡Me alegra mucho que me diga usted esto!
G. C.: Así es como he visto suceder las cosas siempre…
J. L. B.: Sí, me alegra mucho que me cuente estas cosas.
G. C.: … en un momento en que el humor y la lógica se juntaban el uno con la otra.
J. L. B.: Tengo la impresión de que en Francia se me ha leído de una manera intelectiva.
¡Quizá se me ha leído con más intelección de la que yo puse al escribir! Tengo la impresión de que se me ha enriquecido un poco o mucho al leérseme.
G. C.: ¡Nosotros tenemos la impresión de habernos enriquecido leyéndolo a usted!
J. L. B.: Entonces la cosa es recíproca, ¡tanto mejor! Pero cuando veo los análisis que se han hecho de mis cuentos, cómo han sido leídos, cómo se los ha tomado en serio, y cómo, al mismo tiempo, se ha sentido lo que hay en ellos de humor, de un humor quizá un poco secreto…
G. C.: Aquellos de nosotros que no somos hispanizantes, sin duda alguna, no lo vemos todo. (Pero usted decía hace un momento que las traducciones publicadas en francés parecían buenas).
J. L. B.: ¡Son muy buenas! Y, además, en Argentina, en América del Sur, se está, o se cree estar, muy cerca de Francia. La influencia de la literatura francesa sobre las diversas literaturas sudamericanas ha sido, y es todavía, muy grande. Aun cuando hablemos el francés de una manera torpe o penosa para ustedes, en Argentina toda persona educada puede gozar de la literatura francesa. Aun cuando tenga dificultades para hablar con un mozo de café o para entenderse con el portero, esta persona no tendrá, creo yo, grandes dificultades para entendérselas con Voltaire, con Hugo, con Verlaine, lo que evidentemente es más importante.
Francia ha sido y es aún muy importante para nosotros, para nuestra cultura. Quizá estemos más cerca de Francia que los españoles, porque los españoles se separaron de Francia: hubo razones históricas, hubo un Napoleón, hubo guerras, etc. Mientras que nosotros, no: no hubo nada de esto.






Notas 

[1] Que corresponden a las siguientes obras de Borges: El Aleph, 
Inquisiciones, Ficciones, Historia universal de la infamia, Historia de la eternidad. [T.]
[2] Con la e muda. [T.]
[3] 1965. [T.]

Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Audio en francés

Foto: Georges Charbonnier, producer to France Culture, 
academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)


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