12/7/16

Jorge Luis Borges: La postulación de la realidad







Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no producen la menor convicción; yo desearía, para eliminar los de Croce, una sentencia no menos educada y mortal. La de Hume no me sirve, porque la diáfana doctrina de Croce tiene la facultad de persuadir, aunque ésta sea la única. Su defecto es ser inmanejable; sirve para cortar una discusión, no para resolverla.

Su fórmula –recordará mi lector– es la identidad de lo estético y de lo expresivo. No la rechazo, pero quiero observar que los escritores de hábito clásico más bien rehúyen lo expresivo. El hecho no ha sido considerado hasta ahora; me explicaré.

El romántico, en general con pobre fortuna, quiere incesantemente expresar; el clásico prescinde contadas veces de una petición de principio. Distraigo aquí de toda connotación histórica las palabras clásico y romántico; entiendo por ellas dos arquetipos de escritor (dos procederes). El clásico no desconfía del lenguaje, cree en la suficiente virtud de cada uno de sus signos. Escribe, por ejemplo: “Después de la partida de los godos y la separación del ejercito aliado, Atila se maravilló del vasto silencio que reinaba sobre los campos de Châlons: la sospecha de una estratagema hostil lo demoró unos días dentro del círculo de sus carros, y su retravesía del Rin confesó la postrer victoria lograda en nombre del imperio occidental. Meroveo y sus francos, observando una distancia prudente y magnificando la opinión de su número con los muchos fuegos que encendían cada noche, siguieron la retaguardia de los hunos hasta los confines de Turingia. Los de Turingia militaban en las fuerzas de Atila: atravesaron, en el avance y en la retirada, los territorios de los francos; cometieron tal vez entonces las atrocidades que fueron vindicadas unos ochenta años después, por el hijo de Clovis. Degollaron a sus rehenes: doscientas doncellas fueron torturadas con implacable y exquisito furor; sus cuerpos fueron descuartizados por caballos indómitos, o aplastados sus huesos bajo el rodar de los carros, y sus miembros insepultos fueron abandonados en los caminos como una presa para perros y buitres.” (Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, XXXV.) Basta el inciso Después de la partida de los godos para percibir el carácter mediato de esta escritura, generalizadora y abstracta hasta lo invisible. El autor nos propone un juego de símbolos, organizados rigurosamente sin duda, pero cuya animación eventual queda a cargo nuestro. No es realmente expresivo: se limita a registrar una realidad, no a representarla. Los ricos hechos a cuya póstuma alusión nos convida, importaron cargadas experiencias, percepciones, reacciones; éstas pueden inferirse de su relato, pero no están en él. Dicho con mejor precisión: no escribe los primeros contactos de la realidad, sino su elaboración final en concepto. Es el método clásico, el observado siempre por Voltaire, por Swift, por Cervantes. Copio un segundo párrafo, ya casi abusivo, de este último: “Finalmente a Lotario le pareció que era menester en el espacio y lugar que daba la ausencia de Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza, y así acometió a su presunción con las alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que más presto rinda, y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermosas que la misma vanidad puesta en las lenguas de la adulación. En efecto, él con toda diligencia minó la roca de su entereza con tales pertrechos, que aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió y fingió Lotario con tantos sentimientos, con muestras de tantas veras, que dio al través con el recato de Camila, y vino a triunfar de lo que menos se pensaba y más deseaba.” (Quijote, I, capítulo 34.)

Pasajes como los anteriores, forman la extensa mayoría de la literatura mundial, y aun la menos indigna. Repudiarlos para no incomodar a una fórmula, sería inconducente y ruinoso. Dentro de su notoria ineficacia, son eficaces; falta resolver esa contradicción.

Yo aconsejaría esta hipótesis: la imprecisión es tolerable o verosímil en la literatura, porque a ella propendemos siempre en la realidad. La simplificación conceptual de estados complejos es muchas veces una operación instantánea. El hecho mismo de percibir, de atender, es de orden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante. Vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de previsiones. En lo corporal, la inconciencia es una necesidad de los actos físicos. Nuestro cuerpo sabe articular este difícil párrafo, sabe tratar con escaleras, con nudos, con pasos a nivel, con ciudades, con ríos correntosos, con perros, sabe atravesar una calle sin que nos aniquile el tránsito, sabe engendrar, sabe respirar, sabe dormir, sabe tal vez matar: nuestro cuerpo, no nuestra inteligencia. Nuestro vivir es una serie de adaptaciones, vale decir, una educación del olvido. Es admirable que la primera noticia de Utopía que nos dé Thomas Moore, sea su perpleja ignorancia de la “verdadera” longitud de uno de sus puentes...

Releo, para mejor investigación de lo clásico, el párrafo de Gibbon, y doy con una casi imperceptible y ciertamente inocua metáfora, la del reinado del silencio. Es un proyecto de expresión –ignoro si malogrado o feliz– que no parece condecir con el estricto desempeño legal del resto de su prosa. Naturalmente, la justifica su invisibilidad, su índole ya convencional. Su empleo nos permite definir otra de las marcas del clasicismo: la creencia de que una vez fraguada una imagen, ésta constituye un bien público. Para el concepto clásico, la pluralidad de los hombres y de los tiempos es accesoria, la literatura es siempre una sola. Los sorprendentes defensores de Góngora la vindicaban de la imputación de innovar –mediante la prueba documental de la buena ascendencia erudita de sus metáforas. El hallazgo romántico de la personalidad no era ni presentido por ellos. Ahora, todos estamos tan absortos en él, que el hecho de negarlo o de descuidarlo es sólo una de tantas habilidades para “ser personal”. En lo que se refiere a la tesis de que el lenguaje poético debe ser tino, cabe señalar su evanescente resurrección de parte de Arnold, que propuso reducir el vocabulario de los traductores homéricos al de la Authorized Version de la Escritura, sin otro alivio que la intercalación eventual de algunas libertades de Shakespeare. Su argumento era el poderío y la difusión de las palabras bíblicas...

La realidad que los escritores clásicos proponen es cuestión de confianza, como la paternidad para cierto personaje de los Lehrjahre. La que procuran agotar los románticos es de carácter impositivo más bien: su método continuo es el énfasis, la mentira parcial. No inquiero ilustraciones: todas las páginas de prosa o de verso que son profesionalmente actuales pueden ser interrogadas con éxito.

La postulación clásica de la realidad puede asumir tres modos, muy diversamente accesibles. El de trato más fácil consiste en una notificación general de los hechos que importan. (Salvadas unas incómodas alegorías, el supracitado texto de Cervantes no es mal ejemplo de ese modo primero y espontáneo de los procedimientos clásicos.) El segundo consiste en imaginar una realidad más compleja que la declarada al lector y referir sus derivaciones y efectos. No sé de mejor ilustración que la apertura del fragmento heroico de Tennyson, Mort d’Arthur, que reproduzco en desentonada prosa española, por el interés de su técnica. Vierto literalmente: Así, durante todo el día, retumbó el ruido bélico por las montañas junto al mar invernal, hasta que la tabla del rey Artús, hombre por hombre, había caído en Lyonness en torno de su señor, el rey Artús: entonces, porque su herida era profunda, el intrépido Sir Bediver lo alzó, Sir Bediver el último de sus caballeros, y lo condujo a una capilla cerca del campo, un presbiterio roto, con una cruz rota, que estaba en un oscuro brazo de terreno árido. De un lado yacía el Océano; del otro lado, un agua grande, y la luna era llena. Tres veces ha postulado esa narración una realidad más compleja: la primera, mediante el artificio gramatical del adverbio así; la segunda y mejor, mediante la manera incidental de trasmitir un hecho: porque su herida era profunda; la tercera, mediante la inesperada adición de y la luna era llena. Otra eficaz ilustración de ese método la proporciona Morris, que después de relatar el mítico rapto de uno de los remeros de Jasón por las ligeras divinidades de un río, cierra de este modo la historia: El agua ocultó a las sonrojadas ninfas y al despreocupado hombre dormido. Sin embargo, antes de perderlos el agua, una atravesó corriendo aquel prado y recogió del pasto la lanza con moharra de bronce, el escudo claveteado y redondo, la espada con el puño de marfil, y la cota de mallas, y luego se arrojó a la corriente. Así, quién podrá contar esas cosas, salvo que el viento las contara o el pájaro que desde el cañaveral las vio y escuchó. Este testimonio final de seres no mentados aún, es lo que nos importa.

El tercer método, el más difícil y eficiente de todos, ejerce la invención circunstancial. Sirva de ejemplo cierto memorabilísimo rasgo de La gloria de Don Ramiro: ese aparatoso caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado para defenderlo de la voracidad de los pajes, tan insinuativo de la miseria decente, de la retahíla de criados, del caserón lleno de escaleras y vueltas y de distintas luces. He declarado un ejemplo corto, lineal, pero sé de dilatadas obras –las rigurosas novelas imaginativas de Wells*, las exasperadamente verosímiles de Daniel Defoe– que no frecuentan otro proceder que el desenvolvimiento o la serie de esos pormenores lacónicos de larga proyección. Asevero lo mismo de las novelas cinematográficas de Josef von Sternberg, hechas también de significativos momentos. Es método admirable y difícil, pero su aplicabilidad general lo hace menos estrictamente literario que los dos anteriores, y en particular que el segundo. Este suele funcionar a pura sintaxis, a pura destreza verbal. Pruébelo estos versos de Moore:

Je suis ton amant, et la blonde 
Gorge tremble sous mon baiser,

cuya virtud reside en la transición de pronombre posesivo a artículo determinado, en el empleo sorprendente de la. Su reverso simétrico está en la siguiente línea de Kipling:

Little they trust to sparrow – dust that stop the seal in his sea!

Naturalmente, his está regido por seal. "Que detienen a la foca en su mar."

1931


[*] Así El hombre invisible. Ese personaje –un estudiante solitario de química en el desesperado invierno de Londres– acaba por reconocer que los privilegios del estado invisible no cubren los inconvenientes. Tiene que ir descalzo y desnudo, para que un sobretodo apresurado y unas botas autónomas no afiebren la ciudad. Un revólver, en su trasparente mano, es de ocultación imposible. Antes de asimilados, también lo son los alimentos deglutidos por él. Desde el amanecer sus párpados nominales no detienen la luz y debe acostumbrarse a dormir como con los ojos abiertos. Inútil asimismo echar el brazo afantasmado sobre los ojos. En la calle los accidentes de tránsito lo prefieren y siempre está con el temor de morir aplastado. Tiene que huir de Londres. Tiene que refugiarse en pelucas, en quevedos ahumados, en narices de carnaval, en sospechosas barbas, en guantes, para que no vean que es invisible. Descubierto, inicia en un villorrio de tierra adentro un miserable Reino del Terror. Hiere, para que lo respeten, a un hombre. Entonces el comisario lo hace rastrear por perros, lo acorralan cerca de la estación y lo matan.

Otro ejemplo habilísimo de fantasmagoría circunstancial es el cuento de Kipling, The Finest Story in the World, de su recopilación de 1893 Many Inventions.


En Discusión (1932)
Photo by Jesse Fernández: Borges in curious repose
Used for Viking’s Collected Fictions Vía


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