Osvaldo Ferrari: Yo no resisto la tentación, Borges, de leer y comentar con usted un poema suyo que figura en su Antología personal. Inclusión que indica que usted también lo prefiere.
Jorge Luis Borges: O que me resigno a él, ¿no?; porque desde el momento que hay que hacer una antología, ésta tiene que tener cierta extensión… De modo que, en todo caso, me he resignado a ese poema. Espero que no sea demasiado largo.
—Tiene la virtud ese poema de damos una perspectiva histórica tan concreta, que parecería que en realidad no es usted quien habla sino la historia a través suyo. Me refiero, naturalmente, al «Poema conjetural».
—Ah, sí, bueno, empieza: «Zumban las balas en la tarde última»; claro que «la tarde última» es deliberadamente ambigua, ya que puede ser el fin de la tarde o la última tarde del protagonista, de mi lejano pariente Laprida.
—En el epígrafe dice: «El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 28 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:»
—Sí, claro, cuando yo escribí ese poema, yo sabía que eso históricamente era imposible; pero que si uno lo ve a Laprida simbólicamente, ese poema es posible. Desde luego sus pensamientos tienen que haber sido muy diversos; más fragmentos, y quizá sin eruditas citas de Dante, ¿no?
—Sin embargo, hay una coherencia histórica a lo largo del poema:
«Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento…»
—Yo no sé si eso puede justificarse, pero queda bien; estéticamente puede justificarse. Que haya cenizas, yo no sé, posiblemente incendiaron algo. Pero no importa; creo que la imaginación del lector acepta esas inverosímiles cenizas, ¿no?
—(Ríe). Sí.
«… Se dispersan el día y la batalla deforme,
y la victoria es de los otros…»
—«Deforme» queda raro junto a «batalla», y «se dispersan el día y la batalla» está bien dicho, me parece.
—Excelente,
«… Vencen los bárbaros, los gauchos vencen…»
—Sí, yo precisamente quería que esas dos palabras fueran sinónimas, ya que existe, desgraciadamente, el culto del gaucho.
—Habla entonces, conjeturalmente, Laprida:
«… Yo que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas mieles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos…»
—Sí, creo que felizmente fue hacia el sur, ya que «sur» es una palabra que tiene tanta resonancia. En cambio, «oeste» y «este», en castellano, ninguna; «norte» un poco mejor, pero «este» y «oeste»… podríamos disfrazarlos como «oriente» y «occidente», que suenan mejor.
—«… Como aquel capitán del Purgatorio que, huyendo a pie y ensangrentando el llano…»
—Ese verso es bueno porque no es mío; porque es de Dante: «Sfuggendo a piede e insanguinando il piano», lo traduje exactamente, sin mayores dificultades, desde luego.
—«… fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca,
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano…»
—Bueno, ése es el mejor verso. Cuando yo publiqué ese poema, el poema no sólo era histórico del pasado sino histórico de lo contemporáneo; porque cierto dictador acababa de asumir el poder, y todos nos encontramos con nuestro destino sudamericano. Nosotros, que jugábamos a ser París, y que éramos, bueno, sudamericanos, ¿no? De modo que en aquel momento quienes leyeron eso lo sintieron como actual: «Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano». Sudamericano en el sentido más melancólico de la palabra, o más trágico de la palabra.
—Pero usted ha iniciado, con esas dos líneas, una comprensión metafísica de nuestro destino; porque ahora todos sabemos que en algún momento nos vamos a encontrar con nuestro destino sudamericano.
—Yo diría que nos hemos encontrado ya, y demasiado, ¿no? (ríe). Lo curioso es que se tiende a eso también, ¿eh?; porque antes se pensaba en Sudamérica, en América del Sur, como en un lugar muy lejano, y con cierto encanto exótico. Y ahora no, ahora nosotros somos sudamericanos; tenemos que resignarnos a serlo, y ser dignos de ese destino, que al fin y al cabo es el nuestro.
—Claro. Continúa el poema:
«… A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea».
—Está bien este poema, ¿eh?, aunque yo lo haya escrito está bien.
—Está cada vez mejor (ríe).
—Mejorado por usted en este momento, sí, que lo lee con tanta convicción.
—Concluye diciendo:
«… Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta».
—Bueno, yo había estado leyendo los monólogos dramáticos de Browning, y pensé: voy a intentar algo parecido. Pero aquí hay algo… que no está en Browning, y es que el poema corresponde a la conciencia de Laprida; el poema concluye cuando esa conciencia concluye. Es decir, el poema concluye porque quien está pensándolo o sintiéndolo, muere; «el íntimo cuchillo en la garganta» es el último momento de su conciencia y es el último verso. Eso le da fuerza al poema, me parece, ¿no?
—Sí, sin duda.
—Aunque, desde luego, sea del todo inverosímil, porque esos últimos momentos de Laprida, perseguido por quienes iban a matarlo, tienen que haber sido menos racionales, más fragmentarios, más casuales. Tiene que haber tenido percepciones visuales, percepciones auditivas; el hecho de preguntarse si iban a alcanzarlo o no. Pero no sé si eso hubiera servido para un poema; es mejor suponer que él puede ver todo esto con la relativa serenidad que corresponde a la poesía, y con las frases más o menos bien construidas. Creo que si hubiera sido un poema realista, si hubiera sido lo que Joyce llama un monólogo interior, el poema habría perdido mucho; y mejor que sea falso, es decir, que sea literario.
—Pero, a pesar de eso, hay aspectos del poema que pueden ser verdaderos para todos: usted indica allí que «el laberinto múltiple de pasos» que dio en su vida, fue «tejiendo» ese destino…
—Claro, y yo, que he recorrido muchos países, cuántos pasos habré dado, y esos pasos me llevan al último, que aún ignoro, y que me será revelado en su momento oportuno; que puede ser muy pronto, ya que alcanzada cierta edad, uno puede morirse en cualquier momento. O, en todo caso, uno tiene la esperanza de morirse en cualquier momento.
—O uno puede seguir viajando…
—Sí, o uno puede seguir viajando, sí; eso no se sabe. Yo debería estar cansado de vivir, y sin embargo, me queda bastante curiosidad, sobre todo si pienso en dos países: si pienso en la China y en la India, me parece que mi deber es conocerlos.
—Desde hace años yo hubiera querido comentarle por lo menos dos posibles deducciones del «Poema conjetural».
—¿Cuáles son?
—El poema implica, a través del «laberinto múltiple de pasos» y de esa «clave» que es el destino en él, que todo destino puede tener una coherencia; que puede ser cósmico y tener, por lo tanto, sentido.
—Yo no sé si cósmico, pero que está prefijado sí. Ahora, eso no quiere decir que haya algo o alguien que lo prefije; quiere decir que la suma de efectos y de causas es quizá infinita, y que estamos determinados por esa ramificación de efectos y de causas. Por eso descreo del libre albedrío. Entonces, ese momento sería el último, y habría sido fijado por cada paso que dio Laprida desde que empezó su vida.
—La otra deducción posible, Borges, es la de que los sudamericanos —ya que de eso habla el poema— habríamos llegado a tener de alguna manera un destino propio, un destino sudamericano.
—Y, un destino triste, ¿eh?; un destino de dictadores. Pero parece que estamos de algún modo predestinados: ningún continente ha dado personas que han querido que los llamen «El Supremo Entrerriano» como Ramírez; «El Supremo» como López en el Paraguay; «El Gran Ciudadano» como no sé quién en Venezuela; «El Primer Trabajador», que no es necesario explicar. Es muy raro, en los Estados Unidos no se ha dado eso; posiblemente hubo algún dictador —yo creo que Lincoln fue un dictador—, pero no se adornó con esos títulos. O «El Restaurador de las Leyes», es más raro todavía: nadie sabe qué leyes fueron, y nadie ha tratado de averiguar tampoco; basta con el título nomás. Vendría a ser un ejemplo de lo que llama «Creacionismo» Huidobro, ¿no?; una literatura que no tiene nada que ver con la realidad. «Restaurador de las Leyes», ¿qué leyes?, ¿qué leyes restauró? Eso no le importa a nadie. Parece que todos han querido tener un epiteto omens.
—Sin embargo, parecería que somos capaces, a veces, de madurar: entre las posibilidades que guardaba nuestro destino está, como dijo usted hace poco, esta nueva esperanza que vivimos ahora.
—Ojalá; en todo caso, debemos ser fieles a esa esperanza, aunque quizá nos cueste algún esfuerzo. ¿Qué otra esperanza tenemos?; creamos en la democracia, por qué no.
Título original: En diálogo
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Foto: Borges en su casa con Osvaldo Ferrari (Ibídem)