5/4/16

Jorge Luis Borges: «La canción del barrio»





Mil novecientos doce. Hacia los muchos corralones de la calle Cerviño o hacia los cañaverales y huecos del Maldonado —zona dejada con galpones de zinc, llamados diversamente salones, donde flameaba el tango, a diez centavos la pieza y la compañera— se trenzaba todavía el orilleraje y alguna cara de varón quedaba historiada, o amanecía con desdén un compadrito muerto con una puñalada humana en el vientre; pero en general, Palermo se conducía como Dios manda, y era una cosa decentita, infeliz, como cualquier otra comunidad gringo-criolla. El júbilo astrológico del Centenario era tan difunto como sus leguas de lanilla azul de banderas, como sus bordalesas de brindis, sus cohetes botarates, sus luminarias municipales en el herrumbrado cielo de la plaza de Mayo y su luminaria predestinada el cometa Halley, ángel de aire y de fuego a quien le cantaron el tango Independencia los organitos. Ya la gimnasia interesaba más que la muerte: los chicos ignoraban el visteo por atender al football, rebautizado por desidia vernácula el «fobal». Palermo se apuraba hacia la sonsera: la siniestra edificación art nouveau brotaba como una hinchada flor hasta de los barriales. Los ruidos eran otros: ahora la campanilla del biógrafo —ya con su buen anverso americano de coraje a caballo y su reverso erótico-sentimental europeo— se entreveraba con el cansado retumbar de las chatas y con el silbato del afilador. Salvo algunos pasajes, no quedaba calle por empedrar. La densidad de la población era doble: el censo que registró en mil novecientos cuatro un total de ochenta mil almas para las circunscripciones de Las Heras y de Palermo de San Benito, registraría el catorce uno de ciento ochenta mil. El tranvía mecánico chirriaba por las aburridas esquinas. Cattaneo, en la imaginación popular, había desbancado a Moreira… Ese casi invisible Palermo, matero y progresista, es el de La canción del barrio.
Carriego, que publicó en mil novecientos ocho El alma del suburbio, dejó en mil novecientos doce los materiales de La canción del barrio. Este segundo título es mejor en limitación y en veracidad que el primero. Canción es de una intención más lúcida que alma; suburbio es una titulación recelosa, un aspaviento de hombre que tiene miedo de perder el último tren. Nadie nos ha informado Vivo en el suburbio de Tal; todos prefieren avisar en qué barrio. Esa alusión el barrio no es menos íntima, servicial y unidora en la parroquia de la Piedad que en Saavedra. La distinción es pertinente: el manejo de palabras de lejanía para elucidar las cosas de esta república, deriva de una propensión a rastrearnos barbarie. Al paisano lo quieren resolver por la pampa; al compadrito por los ranchos de fierro viejo. Ejemplo: el periodista o artefacto vascuence J. M. Salaverría, en un libro que desde el título se equivoca: El poema de la pampa, Martín Fierro y el criollismo español. Criollismo español es un contrasentido deliberado, hecho para asombrar (lógicamente, una contradictio in adjecto); poema de la pampa es otro menos voluntario percance. Pampa, según información de Ascasubi, era para los antiguos paisanos el desierto donde merodeaban los indios[1]. Basta repasar el Martín Fierro para saber que es el poema, no de la pampa, sino del hombre desterrado a la pampa, del hombre rechazado por la civilización pastoril centrada en las estancias como pueblos y en el pago sociable. A Fierro, al todovaleroso hombre Fierro, le dolía aguantar la soledad, quiere decir la pampa.
Y en esa hora de la tarde
en que tuito se adormece,
que el mundo dentrar parece
a vivir en pura calma,
con las tristezas del alma
al pajonal enderiece.
Es triste en medio del campo
pasarse noches enteras
contemplando en sus carreras
las estrellas que Dios cría,
sin tener más compañía
que su delito y las fieras.
Y estas estrofas para siempre, que son el momento más patético de la historia:
Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron—
por delante se la echaron
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos
por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.
Otro Salaverría —de cuyo nombre no quiero acordarme, porque lo demás de sus libros tiene mi admiración— habla ¡cuándo no!, del payador pampero, que a la sombra del ombú, en la infinita calma del desierto, entona acompañado de la guitarra española las monótonas décimas de Martín Fierro; pero el escritor es tan monótono, décimo, infinito, español, calmoso, desierto y acompañado, que no se fija que en el Martín Fierro no hay décimas. La predisposición a rastrearnos barbarie es muy general: Santos Vega (cuya entera leyenda es que haya una leyenda de Santos Vega, según las cuatrocientas páginas de monografía de Lehmann-Nitsche pueden evidenciarlo) armó o heredó la copla que dice:
Si este novillo me mata
no me entierren en sagrao;
entiérrenme en campo verde
donde me pise el ganao
y su evidentísima idea Si soy tan torpe, renuncio a que me lleven al cementerio ha sido festejada como declaración panteísta de hombre que quiere que lo pisen muerto las vacas[2].
Las orillas adolecen también de una atribución enconada. El arrabalero y el tango las representan. En anterior capítulo escribí cómo el arrabal se surte de arrabalero en la calle Corrientes y cómo las efusiones de El Canfaclaro, de los discos de fonógrafo y de la radio, aclimatan esa jerigonza de actor en Avellaneda o en Coghlan. Su pedagogía no es fácil: cada tango nuevo redactado en el sedicente idioma popular, es un acertijo, sin que le falten las perplejas variantes, los corolarios, los lugares oscuros y la razonada discordia de comentadores. La tiniebla es lógica: el pueblo no precisa añadirse color local; el simulador discurre que sí, pero se le va la mano en la operación. En lo que se refiere a la música, tampoco el tango es el natural sonido de los barrios; lo fue de los burdeles nomás. Lo representativo de veras es la milonga. Su versión corriente es un infinito saludo, una ceremoniosa gestación de ripios zalameros, corroborados por el grave latido de la guitarra. Alguna vez narra sin apuro cosas de sangre, duelos que tienen tiempo, muertes de valerosa charlada provocación; otra, le da por simular el tema del destino. Los aires y los argumentos suelen variar; lo que no varía es la entonación del cantor, atiplada como de ñato, arrastrada, con apurones de fastidio, nunca gritona, entre conversadora y cantora. El tango está en el tiempo, en los desaires y contrariedades del tiempo; el chacaneo aparente de la milonga ya es de eternidad. La milonga es una de las grandes conversaciones de Buenos Aires; el truco es la otra. El truco lo investigaré en capítulo aparte; básteme dejar escrito que, entre los pobres, el hombre alegra al hombre, como el hijo mayor de Martín Fierro entendió en la prisión[3]. El aniversario, el día de los muertos, el día del santo, el día patrio, el bautismo, la noche de San Juan, una enfermedad, las vísperas de año, todo se le hace ocasión de ver gente. La muerte da el velorio: conversadero general que no le cerró a nadie la puerta, visita a quien murió. Tan evidente es esa patética sociabilidad de la gente baja, que el doctor Evaristo Federico Carriego, para hacer burla de los recién desembarazados recibos, escribió que se parecían muchísimo a los velorios. El suburbio es el agua abombada y los callejones, pero es también la balaustrada celeste y la madreselva pendiente y la jaula con el canario[4]. Gente atenciosa, suelen las comadres decir.
Pobrerío conversador, el de nuestro Carriego. Su pobreza no es la desesperada o congénita del europeo pobre (a lo menos del europeo novelado por el naturalismo ruso) sino la pobreza confiada en la lotería, en el comité, en las influencias, en la baraja que puede tener su misterio, en la quiniela de módica posibilidad, en las recomendaciones o, a falta de otra más circunstanciada y baja razón, en la pura esperanza. Una pobreza que se consuela con jerarquías —los Requena de Balvanera, los Luna de San Cristóbal Norte— que resultan simpáticas por su misma apelación al misterio y que nos encarna tan bien cierto dignísimo compadrito de José Álvarez: Yo nací en la calle Maipú, ¿sabés?… en la casa e los Garcías y h'estao acostumbrao a darme con gente y no con basura… ¡Bueno!… Y si no lo sabes, sabelo… a mí me cristianaron en la Mercé y jue mi padrino un italiano que tenía almacén al lao de casa y que se murió pa la fiebre grande… ¡Íle tomando el peso!
Entiendo que la lacra sustancial de La canción del barrio es la insistencia sobre lo definido por Shaw: mera mortalidad o infortunio (Man and Superman, XXXII). Sus páginas publican desgracias; tienen la sola gravedad del destino bruto, no menos incomprensible por su escritor que por quien los lee. No les asombra el mal, no nos conducen a esa meditación de su origen, que resolvieron directamente los gnósticos con su postulación de una divinidad menguante o gastada, puesta a improvisar este mundo con material adverso. Es la reacción de Blake. Dios, que hizo al cordero, ¿te hizo?, interroga al tigre. Tampoco es objeto de esas páginas el hombre que sobrevive al mal, el varón que a pesar de sufrir injurias —y de causarlas— mantiene limpia el alma. Es la reacción estoica de Hernández, de Almafuerte, de Shaw por segunda vez, de Quevedo.
Alma robusta, en penas se examina,
Y trabajos ansiosos y mortales
Cargan, mas no derriban nobles cuellos
se lee en las Musas castellanas, en su libro segundo. Tampoco lo distrae a Carriego la perfección del mal, la precisión y como inspiración del destino en sus persecuciones, el arrebato escénico de la desgracia. Es la reacción de Shakespeare:
All strange and terrible events are welcome,
But comforts we despise: our size of sorrow,
Proportion’d to our cause, must be as great
As that which makes it.
Carriego apela solamente a nuestra piedad.
Aquí es inevitable una discusión. La opinión general, tanto la conversada como la escrita, ha resuelto que esas provocaciones de lástima son la justificación y virtud de la obra de Carriego. Yo debo disentir, aunque solo. Una poesía que vive de contrariedades domésticas y que se envicia en persecuciones menudas, imaginando o registrando incompatibilidades para que las deplore el lector, me parece una privación, un suicidio. El argumento es cualquier emoción lisiada, cualquier disgusto; el estilo es chismoso, con todas las interjecciones, ponderaciones, falsas piedades y preparatorios recelos que ejercen las comadres. Una torcida opinión (que tengo la decencia de no entender) afirma que esa presentación de miserias implica una generosa bondad. Implica una indelicadeza, más bien. Producciones como «Mamboretá» o «El nene esta enfermo» o «Hay que cuidarla mucho, hermana, mucho» —tan frecuentadas por la distracción de las antologías y por la declamación— no pertenecen a la literatura sino al delito: son un deliberado chantaje sentimental, reducible a esta fórmula: Yo le presento un padecer; si Ud. no se conmueve, es un desalmado. Copio este final de una pieza («El otoño, muchachos»):
¡Qué tristona
anda, desde hace días, la vecina!
¿La tendrá así algún nuevo desengaño?
Otoño melancólico y lluvioso
¿qué dejarás, otoño, en casa este año?
¿qué hoja te llevarás? Tan silencioso
llegas que nos das miedo.
Sí, anochece
y te sentimos, en la paz casera,
entrar sin un rumor… ¡Cómo envejece
nuestra tía soltera!
Esa apresurada tía soltera, engendrada en el apurón del verso final para que pueda encarnizarse en ella el otoño, es buen indicio de la caridad de esas páginas. El humanitarismo es siempre inhumano: cierto film ruso prueba la iniquidad de la guerra mediante la infeliz agonía de un jamelgo muerto a balazos; naturalmente, por los que dirigen el film.
Hecha esa restricción —cuyo decente fin es robustecer y curtir la fama de Carriego, probando que no le hace falta el socorro de esas quejosas páginas— quiero confesar con alacridad las verdaderas virtudes de su obra póstuma. Su decurso tiene afinaciones de ternura, invenciones y adivinaciones de la ternura, tan precisas como ésta:
Y cuando no estén, ¿durante
cuánto tiempo aún se oirá
su voz querida en la casa
desierta?
¿Cómo serán
en el recuerdo las caras
que ya no veremos más?
O esta racha de conversación con una calle, esta secreta posesión inocente:
Nos eres familiar como una cosa
que fuese nuestra: solamente nuestra.
O esta encadenación, emitida tan de una vez como si fuera una sola extensa palabra:
No. Te digo que no. Sé lo que digo:
nunca más, nunca más tendremos novia,
y pasarán los años pero nunca
más volveremos a querer a otra.
Ya lo ves. Y pensar que nos decías,
afligida quizá de verte sola,
que cuando te murieses
ni te recordaríamos. ¡Qué tonta!
Si. Pasarán los años, pero siempre
como un recuerdo bueno, a toda hora
estarás con nosotros.
Con nosotros… Porque eras cariñosa
como nadie lo fue. Te lo decimos
tarde, ¿no es cierto? Un poco tarde ahora
que no nos puedes escuchar. Muchachas,
como tú ha habido pocas.
No temas nada, te recordaremos,
y te recordaremos a ti sola:
ninguna más, ninguna más. Ya nunca
más volveremos a querer a otra.
El modo repetidor de esa página es el de cierta página de Enrique Banchs, «Balbuceo», en El Cascabel del halcón (1909), que la supera inconmensurablemente línea por línea (Nunca podría decirte / todo lo que te queremos: / es como un montón de estrellas / todo lo que te queremos, etcétera), pero que parece mentira, mientras la de Evaristo Carriego es verdad.
Pertenece también a La canción del barrio la mejor poesía de Carriego, la intitulada «Has vuelto».
Has vuelto, organillo. En la acera
hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes.
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven… la novia… ¡quién sabe!
El verso animador de la estrofa no es el final, es el prefinal, y estoy creyendo que Evaristo Carriego lo ubicó así para sortear el énfasis. Una de sus primeras composiciones —El alma del suburbio— había tratado el mismo sujeto, y es hermoso comparar la solución antigua (cuadro realista hecho de observaciones particulares) con la definitiva y límpida fiesta dónde están convocados los símbolos preferidos por él: la costurerita que dio aquel mal paso, el organito, la esquina desmantelada, el ciego, la luna.
… Pianito que cruzas la calle cansado
moliendo el eterno
familiar motivo que el año pasado
gemía a la luna de invierno:
con tu voz gangosa dirás en la esquina
la canción ingenua, la de siempre, acaso
esa preferida de nuestra vecina
la costurerita que dio aquel mal paso.
Y luego de un valse te irás como una
tristeza que cruza la calle desierta,
y habrá quien se quede mirando la luna
desde alguna puerta.
… Anoche, después que te fuiste,
cuando todo el barrio volvía al sosiego
—qué triste—
lloraban los ojos del ciego.
La ternura es corona de los muchos días, de los años. Otra virtud del tiempo, ya operativa en este libro segundo y ni sospechada o verosímil en el anterior, es el buen humorismo. Es condición que implica un delicado carácter: nunca se distraen los innobles en ese puro goce simpático de las debilidades ajenas, tan imprescindible en el ejercicio de la amistad. Es condición que se lleva con el amor: Soame Jenyns, escritor del mil setecientos, pensó con reverencia que la parte de la felicidad de los bienaventurados y de los ángeles derivaría de una percepción exquisita de lo ridículo.
Copio, ejemplo de sereno humorismo, estos versos:
¿Y la viuda de la esquina?
La viuda murió anteayer.
¡Bien decía la adivina,
que cuando Dios determina
ya no hay nada más que hacer!
Los expedientes de su gracia deben ser dos: primero, el de poner en boca de una adivina esa no adivinatoria moralidad sobre lo inescrutable de los actos de la Providencia; segundo, el respeto impertérrito del vecindario, que alega sabiamente esa distracción.
Pero la más deliberada página de humorismo dejada por Carriego es «El casamiento». Es la más porteña también. En el barrio es casi una guapeada entrerriana; «Has vuelto» es un solo frágil minuto, una flor de tiempo, de un solo atardecer. El casamiento, en cambio, es tan esencial de Buenos Aires como los cielitos de Hilario Ascasubi o el Fausto criollo o la humorística de Macedonio Fernández o el astillado arranque fiestero de los tangos de Greco, de Arolas y de Saborido. Es una articulación habilísima de los muchos infalibles rasgos de una fiesta pobre. No falta el rencor desaforado del vecindario.
En la acera de enfrente varias chismosas
que se encuentran al tanto de lo que pasa,
aseguran que para ver ciertas cosas
mucho mejor sería quedarse en casa.
Alejadas del cara de presidiario
que sugiere torpezas, unas vecinas
pretenden que ese sucio vocabulario no debieran oírlo las chiquilinas.
Aunque —tal acontece— todo es posible,
sacando consecuencias poco oportunas,
lamenta una insidiosa la incomprensible
suerte que, por desgracia, tienen algunas.
Y no es el primer caso… Si bien le extraña
que haya salido sonso… pues en enero
del año que trascurre, si no se engaña
dio que hablar con el hijo del carnicero.
El orgullo de antemano herido, la casi desesperada decencia:
El tío de la novia, que se ha creído
obligado a fijarse si el baile toma
buen carácter, afirma, medio ofendido,
que no se admiten cortes, ni aun en broma.
—Que, la modestia a un lado, no se la pega
ninguno de esos vivos… seguramente.
La casa será pobre, nadie lo niega:
todo lo que se quiera, pero decente.—
Los disgustos con los que se puede contar:
La polka de la silla dará motivo
a serios incidentes, nada improbables;
nunca falta un rechazo despreciativo
que acarrea disgustos irremediables.
Ahora, casualmente, se ha levantado
indignada la prima del guitarrero,
por el doble sentido mal arreglado
del propio guarango del compañero.
La sinceridad afligente:
En el comedor, donde se bebe a gusto,
casi lamenta el novio que no se pueda
correr la de costumbre… pues, y esto es justo,
la familia le pide que no se exceda.
La función pacificadora del guapo, amigo de la casa:
Como el guapo es amigo de evitar toda
provocación que aleje la concurrencia,
ha ordenado que apenas les sirvan soda
a los que ya borrachos buscan pendencia.
Y, previendo la bronca, después del gesto
único en él, declara que aunque le cueste
ir de nuevo a la cárcel, se halla dispuesto
a darle un par de hachazos al que proteste.
Perdurarán también de este libro: «El velorio», que repite la técnica de «El casamiento»; «La lluvia en la casa vieja», que declara esa exultación de lo elemental, cuando la lluvia se desplaza en el aire igual que una humareda y no hay hogar que no se sienta un fortín; y unos conversados sonetos autobiográficos de la serie Intimas. Éstos cargan destino: son de condición serenada, pero su resignación o acomodación es después de penas. Copio este renglón de uno de ellos, limpio y mágico:
cuando aún eras prima de la luna.
Y esta nada indiscreta declaración, suficiente con todo:
Anoche, terminada ya la cena
y mientras saboreaba el café amargo
me puse a meditar un rato largo:
el alma como nunca de serena.
Bien lo sé que la copa no está llena
de todo lo mejor, y sin embargo,
por pereza quizás, ni un solo cargo
le hago a la suerte, que no ha sido buena…
Pero, como por una virtud rara
no le muestro a la vida mala cara
ni en las horas que son más fastidiosas,
nunca nadie podrá tener derecho
a exigirme una mueca. ¡Tantas cosas
se pueden ocultar bien en el pecho!
Una digresión última, que de inmediato dejará de ser una digresión. Lindas y todo, las figuraciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que presenta el Fausto de Estanislao del Campo, adolecen de frustración y de malestar: contaminación operada por la sola mención preliminar de los bastidores escénicos. La irrealidad de las orillas es más sutil: deriva de su provisorio carácter, de la doble gravitación de la llanura chacarera o ecuestre y de la calle de altos, de la propensión de sus hombres a considerarse del campo o de la ciudad, jamás orilleros. Carriego, en esta materia indecisa, pudo trabajar su obra.




Notas

[1] Ahora es un exclusivo término literario, que en el campo llama la atención. 

[2] Hacer del paisano un recorredor infinito del desierto, es un contrasentido romántico; asegurar, como lo hace nuestro mejor prosista de pelea, Vicente Rossi, que el gaucho es el guerrero nómade charrúa, es asegurar meramente que a esos desapegados charrúas les dijeron gauchos: Conchabo primitivo de una palabra, que resuelve muy poco. Ricardo Güiraldes, para su versión del hombre de campo como hombre de vagancia, tuvo que recurrir al gremio de los troperos. Groussac, en su conferencia de 1893, habla del gaucho fugitivo hacia el lejano sur, en lo que de la pampa queda, pero lo sabido de todos es que en el lejano sur no quedan gauchos porque no los hubo antes, y que donde perduran es en los cercanos partidos de hábito criollo. Más que en lo étnico (el gaucho pudo ser blanco, negro, chino, mulato o zambo), más que en lo lingüístico (el gaucho riograndense habla una variedad, brasileña del portugués) y más que en lo geográfico (vastas regiones de Buenos Aires, de Entre Ríos, de Córdoba y de Santa Fe son ahora gringas), el rasgo diferencial del gaucho está en el ejercicio cabal de un tipo primitivo de ganadería. 
Destino calumniado también el de los compadritos. Hará bastante más de cien años los nombraban así a los porteños pobres, que no tenían para vivir en la inmediación de la Plaza Mayor, hecho que les valió también el nombre de orilleros. Eran literalmente el pueblo: tenían su terrenito de un cuarto de manzana y su casa propia, más allá de la calle Tucumán o la calle Chile o la entonces calle de Velarde: Libertad-Salta. Las connotaciones desbancaron más tarde la idea principal: Ascasubi, en la revisión de su Gallo número doce, pudo escribir: compadrito: mozo soltero, bailarín, enamorado y cantor. El imperceptible Monner Sans, virrey clandestino, lo hizo equivaler a matasiete, farfantón y perdonavidas, y demandó: ¿Por qué compadre se toma siempre aquí en mala parte?, investigación de que se aligeró en seguida escribiendo, con su tan envidiada ortografía, sano gracejo, etc.: Vayan ustedes a saber. Segovia lo define a insultos: Individuo jactancioso, falso, provocativo y traidor. No es para tanto. Otros confunden guarango y compadrito: están equivocados, el compadre puede no ser guarango, como no lo suele ser el paisano. Compadrito, siempre, es el plebeyo ciudadano que tira a fino; otras atribuciones son el coraje que se florea, la invención o la práctica del dicharacho, el zurdo empleo de palabras insignes. Indumentaria, usó la común de su tiempo, con agregación o acentuación de algunos detalles: hacia el noventa fueron características suyas el chambergo negro requintado de copa altísima, el saco cruzado, el pantalón francés con trencilla, apenas acordeonado en la punta, el botín negro con botonadura o elástico, de taco alto; ahora (1929) prefiere el chambergo gris en la nuca, el pañuelo copioso, la camisa rosa o granate, el saco abierto, algún dedo tieso de anillos, el pantalón derecho, el botín negro, como espejo, de caña clara. 
Lo que a Londres el cockney, es a nuestras ciudades el compadrito. 

[3] Y antes que el hijo de Martín Fierro, el dios Odín. Uno de los libros sapienciales de la Edda Mayor (Hávamál, 47) le atribuye la sentencia Mathr er tnannz gaman, que se traduce literalmente «El hombre es la alegría del hombre». 

[4] En las afueras están las involuntarias bellezas de Buenos Aires, que son también las únicas —la liviana calle navegadora Blanco Encalada, las desvalidas esquinas de Villa Crespo, de San Cristóbal Sur, de Barracas, la majestad miserable de las orillas de la estación de cargas La Paternal y de Puente Alsina— más expresivas, creo, que las obras hechas con deliberación de belleza: la Costanera, el Balneario y el Rosedal, y la felicitada efigie de Pellegrini, con la revolcada bandera, y el tempestuoso pedestal incoherente que parece aprovechar los escombros de la demolición de un cuarto de baño, y los reticentes cajoncitos de Virasoro, que para no delatar el íntimo mal gusto, se esconde en la pelada abstención.


En Evaristo Carriego (1930)
Foto arriba: Borges en la casa de Evaristo Carriego
en 1986, posiblemente de Pedro Raota Vía
Abajo: Cover primera edición: M. Gleizer editor



4/4/16

Jorge Luis Borges: Los gnomos







Son más antiguos que su nombre, que es griego, pero que los clásicos ignoraron, porque data del siglo XV. Los etimólogos lo atribuyen al alquimista suizo Paracelso, en cuyos libros aparece por vez primera.

Son duendes de la tierra y de las montañas. La imaginación popular los ve como enanos barbudos, de rasgos toscos y grotescos; usan ropa ajustada de color pardo y capuchas monásticas. A semejanza de los grifos de la superstición helénica y oriental, y de los dragones germánicos, tienen la misión de custodiar tesoros ocultos.

Gnosis, en griego, es "conocimiento"; se ha conjeturado que Paracelso inventó la palabra "gnomo", porque éstos conocían y podían revelar a los hombres el preciso lugar en que los metales estaban escondidos.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto ©Carlos Pesce, Siete Días5 de abril de 1978

3/4/16

Roberto Alifano: El Borges canyengue






   La relación odioamor que supo guardar Borges, para escándalo de muchos, con el tango, se transformó en una rutina para el escritor, que solía gozar con el asombro de los otros. Gustaba expresar su preferencia por la milonga y a pedido de Carlos Guastavino escribió varias que fueron recopiladas en un libro. Algunas de ellas, como la de Jacinto Chiclana, la de Albornoz o la de Manuel Flores son ya populares. Edmundo Rivero las supo cantar como nadie.
Una noche ofreció un recital al que asistió un Borges emocionado hasta las lágrimas. Lo acompañé después a cenar a una cantina del barrio del Abasto, donde registré este diálogo:
—La milonga es como un saludo. De manera tranquila y conversadora narra los duelos y los hechos de sangre. Es una de las conversaciones más lindas de Buenos Aires, como lo es también el truco, un juego lleno de picardía y dialogado entre los contrincantes.
—Yo sé que a usted le molesta la sensiblería del tango.
—Sí, es lo que más me molesta; la sensiblería de las letras de tango. La música no, la música hasta suele resultarme agradable a veces. Un día yo estaba con mi madre en los Estados Unidos, en Texas, y un amigo paraguayo que vivía allí nos invitó a su casa, puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, esos tangos que me parecen realmente atroces como La cumparsita y Organito de la tarde, y de pronto, con mi madre nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo adentro de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba.
—Pero tengo entendido que a usted le gustan algunos tangos.
—Bueno, me gusta otro tipo de tango. Me gusta El apache argentinoEl pollitoUna noche de garufa, no sé, tangos que no son sensibleros.
—Gardel, por supuesto, no le gusta.
—No, no me gusta.
—¿Por qué no le gusta Gardel?
—Bueno, él inventó el tangocanción, que a mí me parece una miseria. Gardel lo inaugura… Hablábamos de sensiblería, bueno, su máxima expresión. Está todo el tiempo quejándose porque «la mina se le fue del bulín», porque «se le enfermó la viejita»… No sé, se queja todo el tiempo.
—Es la forma del tango, Borges.
—Sí, claro, pero a mí me parece muy triste. Gardel es una de las formas de decadencia de este país. Su figura, además, es la de un malevo sentimental, un compadre con sonrisa de oreja a oreja, un compadre francés, porque era francés, no sé si usted lo sabe.
—Sí, por supuesto que lo sé. Se llamaba Charles Romualdo Gardes. Era de Toulouse, como Paul Groussac.
—Sí. Y él no lo negó nunca. Se llamaba así, Charles Gardes; pero yo no sabía que se llamaba Romualdo también.
—Ese era su nombre completo.
—Caramba, yo no entiendo cómo mucha gente se puede sentir orgullosa de Gardel. Fue un hombre que vivió más en París y en Nueva York que en la Argentina. Eso no está mal; sobre todo si tenemos en cuenta que había nacido en Francia. Ahora, qué raro que hubiera nacido en Toulouse como Groussac. Yo creo que a Groussac esa afinidad no le habría alegrado demasiado, ¿no?
—Y, no tenían nada que ver…
—No. ¿Usted sabe algo más de Gardel? ¿A usted le gusta?
—Mire, mucho de él no sé; algunas cosas las sé a través de Edmundo Guibourg, que usted también lo conoce. Guibourg fue compañero de colegio de Ceferino Namuncurá.
—No sé quién es…
—Fue el hijo del cacique Calfulcurá. Un obispo lo trajo a Buenos Aires y lo puso de pupilo en el colegio Pío IX, donde también estudió Gardel. A Namuncurá la Iglesia argentina quiere beatificarlo.
—Ah, claro, alguien me habló de él; aunque yo tengo una vaga idea de ese asunto. Y Guibourg qué dice, ¿era buena persona Gardel?
—Sí, Guibourg dice que era muy buena persona; sobre todo un hombre de gran generosidad, un excelente amigo.
—Ulyses Petit de Murat también lo trató, pero no sé si opina lo mismo.
—No conozco la opinión de Ulyses. Guibourg dice que sí, que era buena persona.
—Yo recuerdo que la gente lo apodaba con cierto afecto… A ver, cómo era que le decían… sí, el Busto que sonríe… y algunos eran más graciosos: el Mudo, también le decían… Yo le oí decir a mucha gente: «¡Este Gardel canta mejor cada día!». ¿No es raro eso?
—Son expresiones populares del afecto…
—Sí. No sé quién me dijo que cuidaba mucho sus grabaciones, que no se resignaba ni al menor error, excepto en la versión definitiva, cuando intencionalmente deslizaba alguno, para dejar en los oyentes una idea de espontaneidad. Qué curioso que aún perdure su voz, ¿no?
—¡Qué raro que usted no lo llegara a conocer!
—Bueno, era un hombre muy famoso. Yo sabía de su existencia, pero como a mí no me gusta el tango… Ernesto Palacio sí que lo conoció y era un devoto de Gardel. Bueno, muchos amigos míos de aquella época iban a oírlo cantar. A mí no me interesaba el tango en esa época; ahora tampoco. A mis sobrinos les gustaba mucho; yo en cambio puedo prescindir de Gardel. Seguramente hay algo que yo no percibo… Quizá sea un defecto mío, quizá soy indigno de Gardel.



Roberto Alifano: El humor de Borges (1995)
Foto: Borges y Alifano (sin atribución de autor)
en Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [1983]



2/4/16

Jorge Luis Borges: Una posdata







Ingenua o maliciosamente (opto por el primer adverbio, ya que la mente militar no es compleja) se han confundido cosas distintas. Una, el derecho de un Estado sobre tal o cual territorio; otra, la invasión de ese territorio. La primera es de orden jurídico; la segunda es un hecho físico. Se ha invocado el derecho internacional para justificar un acto que es contrario a todo derecho. Esa transparente falacia, que no llega a ser un sofisma, tiene la culpa de la muerte de un indefinido número de hombres, que fueron enviados a morir o, lo que sin duda es peor, a matar. No es menos raro el hecho de que se hable siempre del territorio y no de los habitantes, como si la nieve y la arena fueran más reales que los seres humanos. Los isleños no fueron interrogados; no lo fueron tampoco veintitantos millones de argentinos.

He señalado ya esas cosas. Ahora las repito para no ser tildado de mal patriota.

Al cabo de los años, al cabo de los demasiados años, me defino, hoy, como un pacifista. Ilustremente me acompañan Ruskin, Gandhi, Bertrand Russell, Romain Rolland, Luther King, Hammarskjöld y, anterior a todos los otros, nuestro Alberdi. Pienso, como él, que la guerra es un crimen, que toda guerra es una derrota. Las generaciones del porvenir sentirán asombro al saber que el siglo veinte toleraba la fabricación y la venta de armas, es decir, de herramientas del homicidio.

Son múltiples los males que nos abruman: la ruina económica, la desocupación, el hambre, la demagógica anarquía, la violencia, el insensato nacionalismo y la casi general ausencia de la ética. El más grave es el último.

Dicto estas líneas con tristeza. No puedo proponer una solución. Si me ofrecieran la suma del poder público la rechazaría en seguida.


23 de septiembre de 1982*


*Dos años después, en una encuesta realizada por la revista Somos, Nº 391, 16 de marzo de 1984, titulada “Ahora tratemos de olvidar”, Borges comentará: “No sé si deberíamos recordar ese día nefasto, verdaderamente horrible que inició un episodio horrible, injustificado, la guerra más inexplicable. Los militares consumaron una guerra absurda, de la que no salimos bien parados y en la que murieron muchos jóvenes. Pobres muchachos, algunos de los cuales con sólo dos meses de cuartel y que procedían de regiones casi tropicales como Corrientes y nunca habían visto nevar en sus vidas. Esa guerra improvisada y éticamente equivocada costó muchas vidas: dos mil argentinos y setecientos británicos, ésas son las cifras que me han dado. Creo que hay que tratar de olvidarla y pensar en otros problemas muy serios que nos quedan en la Argentina”.



En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Primera publicación en diario Clarín
24 de septiembre de 1982

Foto: Borges, 27 de abril de 1983
Philips Exeter Academy, Lamont Library 






1/4/16

Jorge Luis Borges: Los intelectuales son contrarios a la costumbre de usar sombrero





Borges es viejo sin sombrerista 

En nuestras ediciones anteriores nos hemos ocupado de la extraordinaria aceptación que el "sinsombrerismo" ha tenido entre nosotros, como una consecuencia de la inconsistencia de la moda de usar sombrero. Requerimos al mismo tiempo la opinión de algunos escritores, e insertamos la respuesta de Ulyses Petit de Murat, quien se manifestó abiertamente contrario al uso de sombrero, [...]

Jorge Luis Borges, cuya obra literaria le ha valido su colocación al frente de los valores intelectuales jóvenes de nuestro país, ha respondido con el humor y la originalidad que le son característicos. Sus palabras son éstas: 

Yo no sabía que la omisión o la práctica de esa peluca supletoria que los hombres mortales de habla española llaman sombrero (palabra absurda, ya que "sombrero" debía ser el que trafica en sombras), bastase a definir dos sectas, pero me juran que así es y que "sinsombrerista" es el varón que no usa otro sombrero que la intemperie, el saludo o el firmamento, y "sombrerista" el encaperuzado y mitrado. Lo importante, como se ve, es la discordia y la fabricación de motivos nuevos para odios viejos. Hace ya muchos años que los sombreros prescinden de mi cabeza, sin resfriarse y sin mayor incomodidad. Los argumentos a favor de esa separación amistosa son evidentes: por eso mismo indagué con curiosidad los de cierto grupo militante de "sombreristas". Uno de ellos, el señor Arturo Cancela, afirma que sin sombrero separable no hay saludo. Casi merece que se lo nieguen por creer que éste reside en quitarse una prenda de vestir, y por negárselo a las mujeres, cuyo sombrero, como se sabe, es inseparable. Otro, el señor Echagüe, razona que debemos ensombrerarnos a fin de constituir una ilustración, o mejor dicho un comentario perpetuo del verso de Cervantes: "Caló el chapeo, requirió la espada", y en homenaje a la bacía que se encasquetó Don Quijote. Su primer argumento hace de la espada un complemento ineludible de los sombreros; y el segundo es "sinsombrerista", puesto que tiende a reemplazar el sombrero por yelmos de Mambrino y bacías. Ambos argumentos, sumados, ascienden (o descienden), a menos dos. Sólo me falta asegurar que no he percibido el menor socorro de las Fábricas de Insombreros.



En Textos Recobrados 1931-1955
© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Primera publicación en el diario Crítica
Buenos Aires, 8 de septiembre de 1933
[Escriben en este número el dibujante Guevara y Eduardo Mallea]

Foto sin atribución de autor en Roberto Alifano: Conversaciones con Borges  [1983]




31/3/16

Jorge Luis Borges: Fantasmas







La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición
de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.

El Aleph, 1949


Creo que debemos pensar que todas las personas con las cuales hablamos son, digamos, fantasmas
efímeros, y debemos ser más buenos con ellos.

Borges para millones, 1978







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges en 1963, revista Gente
Digitalización Mágicas Ruinas, 2013
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

30/3/16

Juan José Saer: Borges francófobo






«Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo»: el 29 de enero de 1937, Borges publicaba esta frase en su columna literaria de la revista El Hogar, un semanario mundano para el que escribió, de 1936 a 1939, una serie de ensayos, reseñas bibliográficas y biografías sucintas de escritores contemporáneos. Seleccionadas y reunidas en libro en 1986, esas crónicas son sin duda el texto más importante de Borges aparecido en volumen desde El hacedor (1960). A diferencia de las autoimitaciones deslavadas de los años setenta, los Textos cautivos nos sumergen otra vez en la efervescencia borgiana de la década del treinta, y en los antecedentes teóricos inmediatos de muchas de sus páginas fundamentales. Al margen de los grandes mitos culturales de su obra, esos artículos periodísticos han preservado sus lecturas cotidianas y, sobre todo, el juicio que le merecen sus contemporáneos, de los que, salvo rarísimas excepciones, no se ocupan los ensayos críticos de Inquisiciones y de Discusión.
Las almas delicadas (de las que formo parte) deben abandonar toda esperanza antes de entrar: lo arbitrario se pasea con total libertad en esas páginas. En primer lugar, la predilección de Borges por la literatura anglosajona deja de ser un mero gusto estético para alcanzar las fronteras de la obsecuencia, y en cuanto a sus ideas políticas, no problem: se ajustan en todo a la doctrina oficial del Foreign Office. Pero a eso ya nos tenía acostumbrados. Su inclinación conocida por ciertos escritores de segundo orden (H. G. Wells, Chesterton, Leon Bloy) es complementada en esta antología por la exaltación o la mención de autores de tercero, de cuarto e incluso de ene-orden. Es verdad que, de los grandes, aparecen O’Neill, Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, pero son únicamente estos dos últimos los que salen ilesos. Los elogios que reciben Pound, Joyce o Eliot vienen siempre acompañados de críticas severas. Así, Pound, por ejemplo, igual que Mallarmé y James Joyce, incurre en la «coquetería literaria» de usar la inteligencia para simular el desorden. Y Joyce, si bien es probablemente el escritor más eminente de su época, «sus primeros libros (anteriores a Ulises) no son importantes», y, en cuanto a Finnegans Wake, es una «concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes»: los de Jules Laforgue le parecen superiores. En compañía de estos rigores cuánta admiración, benevolencia o imparcialidad para autores como Ellery Queen, Louis Golding, Countee Cullen, Eddna Ferber e incluso Mae West (por su contribución a la literatura moderna y no al arte cinematográfico).
Una sola pasión puede compararse en intensidad a la anglofilia de Borges: su francofobia. Si no vacila en ser neutro con Mae West, complaciente con un tal Alan Griffiths (título de su novela: Of Course, Vitelli!), es implacable con Corneille, sangriento con Breton, desdeñoso con Baudelaire. Llama a Isidore Ducasse «el intolerable conde de Lautréamont» y afirma que Rimbaud fue «un artista en busca de experiencias que no logró». En media página, mata de un solo tiro dos pájaros de especies diferentes, Etiemble y Daniel-Rops; en otra ridiculiza a Romain Rolland, y en párrafos sucesivos se permite ser condescendiente con Jules Romains (a causa de una epopeya en verso) y con Lenormand. A pesar de que ya estamos en 1939 no se encuentra, en las 338 páginas del volumen, la menor referencia a Gide o a Proust. Dos autores se salvan de la hecatombe: Henri Duvernois, porque su libro «acaso no es inferior a los más intensos de Wells», y Robert Aron, autor de una novela llamada La victoria de Waterloo, título que podría explicar el entusiasmo de Borges, que no se priva de ilustrar a sus lectores: «el título puede parecer paradójico en París, pero para nosotros, los argentinos, Waterloo no es una derrota». A simple vista, adivinamos una especie de alergia a lo que Thomas De Quincey —uno de los maestros de Borges— llamó «las normas parisinas en materia de sentimiento».
Por curioso que parezca, esos dislates, esas manías —qué escritor no los comete o no las tiene—, todos esos extraños caprichos reunidos constituyen una excelente literatura, y Textos cautivos (el título es de los compiladores), por su sensatez teórica, por su gracia verbal, por su humor constante, merece figurar entre los mejores libros de Borges. Las «biografías sintéticas de autores» recuerdan las biografías de facinerosos de la Historia universal de la infamia, y las reseñas críticas, los resúmenes de libros imaginarios de los años cuarenta, con la delicia suplementaria de que muchos de los libros verdaderos que comenta son más inverosímiles que los ficticios. Fue probablemente el primero que habló de William Faulkner en idioma español: «en sus novelas no sabemos qué pasa, pero sabemos que lo que pasa es terrible». Es, me parece, gracias a las obligaciones didácticas de esos artículos periodísticos, que el barroquismo un poco decorativo de su prosa juvenil adquiere la sencillez y la precisión incomparable de los grandes textos de las dos décadas venideras.
Pero volvamos a un tema preciso de esas crónicas: Paul Valéry. En la «biografía sintética» más que sibilina que le dedica, adverbios, opiniones indirectas y adjetivos ambiguos, califican la prosa de Valéry, después de haber demolido en forma lapidaria su poesía. Según Borges, «Monsieur Teste es quizá la invención más extraordinaria de las letras actuales». Pero, en el contexto, «extraordinaria» no es necesariamente un elogio, y podemos interpretarla como «curiosa», «inverosímil», «monstruosa». Ya en un artículo importante de 1930, «La supersticiosa ética del lector», leemos que «el hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables y olvidados renglones de La Fontaine y asevera de ellos (contra alguien): les plus beaux vers du monde». Es verdad que a la muerte de Valéry, en 1945, Borges escribió su necrológica, en la revista Sur, pero, a pesar de algunos elogios de circunstancia, la sempiterna objeción vuelve a aparecer: «Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger de Valéry». ¡Una idea fija! En Santa Fe, una tarde de 1968, es decir treinta y ocho años después de las primeras reticencias, durante una caminata se detuvo bruscamente y me lanzó a quemarropa: «¿No le parece una grosería de parte de Valéry llamar “Cabeza” (Teste) a un señor muy inteligente?»
La «biografía sintética» de Paul Valéry apareció en El Hogar el 22 de enero de 1937, es decir una semana antes de que apareciera, en un artículo sobre Unamuno, la frase que cito al principio: «Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo…». Un año y medio más tarde, el 10 de junio de 1938, Borges reseña (y refuta) la Introduction a la Poétique, publicación en volumen del curso de Valéry en el Collège de France. De ese libro, Borges cita la idea de Valéry según la cual una verdadera historia de la literatura debería ser «una historia del espíritu como productor o consumidor de literatura, historia que podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor». Más adelante, analizando otros conceptos (en particular el de la literatura como resultado de una simple combinatoria de las propiedades del lenguaje y, por otra parte, el de que la obra literaria sólo existe en acto, lo que equivale a decir durante la lectura), Borges observa una contradicción: «Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector». Y Borges analiza esa variación histórica de un texto literario, tomando como ejemplo un verso de Cervantes.
Espero que mis lectores ya perciban el sentido de mi demostración: en los escritos periodísticos que acabo de señalar está el origen del primer cuento de Ficciones, el primer cuento que Borges escribió, en 1939, después de un accidente grave, un cuento que, por otra parte, goza de una celebridad mundial y de una estima particular entre sus lectores franceses: me refiero a «Pierre Menard, autor del Quijote». Ese cuento ha servido a muchos estudiosos para deducir de él la quintaesencia de la poética borgiana, su manifiesto sobre la figura del creador y de su concepción de la literatura. En rigor de verdad, la idea que Borges tiene de la literatura es exactamente opuesta a la de Pierre Menard: su cuento es una sátira de «las normas parisinas en materia de sentimiento» y el personaje principal una caricatura, o una reducción al absurdo, de Paul Valéry. Comparar a Borges con su criatura sería, más que una equivocación crítica, una verdadera ofensa: para Borges, Pierre Menard es, en el mejor de los casos, un frívolo, y, en el peor, un plagiario y un charlatán.
«Pierre Menard…» es uno de los hechos más curiosos de la literatura contemporánea: un texto al que la crítica, que sin embargo rara vez deja de percibir su intención satírica, se obstina en interpretar al revés de lo que el autor se ha propuesto. Se ha querido ver repetidas veces en el personaje de Pierre Menard la figura emblemática de todo escritor, pero esa interpretación, que puede ser válida para todo el mundo, no lo es para Borges. De los diecisiete cuentos que contiene Ficciones, es el único claramente cómico, y en los otros cuentos en que se habla de escritores, como el «Examen de la obra de Herbert Quain» o «El milagro secreto», la concepción del trabajo y de la ética del hombre de letras (experimentación y dignidad política) contrastan sugestivamente con las ambigüedades de «Pierre Menard…». Casi treinta años después de haber escrito «Pierre Menard…», Borges compuso con Bioy Casares una parodia, «Homenaje a César Paladión», donde, con trazos un poco más gruesos, construye otra figura de plagiario. Los dos cuentos tienen aproximadamente el mismo esquema: un esnob se empecina en exaltar, contra toda evidencia, una personalidad literaria que no es otra cosa que un farsante. En los cuentos encontramos una situación narrativa idéntica: del personaje en cuestión, el lector sabe más que el narrador, ya que al lector le es permitido juzgar imparcialmente los elementos que presenta el narrador, a quien la admiración obnubila. Así el narrador de «Pierre Menard…», que no vacila en creer que su admirado maestro ha reescrito palabra por palabra ciertos capítulos del Quijote, se niega a examinar la cuestión capital de los borradores, esos borradores que nadie ha visto y que permiten legítimamente sospechar a los detractores de Menard que su supuesta reescritura no es más que una simple transcripción, es decir un plagio. Pero el plagio (que, por otra parte, es una obsesión borgiana y no únicamente en relación con una metafísica de la identidad) es ridiculizado no por razones morales, sino por ser el síntoma de una teoría literaria equivocada. El plagiario César Paladión llama a sus apropiaciones —Emile, Egmont, Le chien des Barkerville, Les georgiques en traducción española, e incluso De divinatione en latín, etcétera— una «ampliación de unidades», imitando el ejemplo de Pound o Eliot que en sus obras poéticas incluyen fragmentos de diversos autores. Su crédulo comentador menciona un tratado, La línea Paladión-Pound-Eliot que, como por casualidad, fue impreso en París en 1937. Demás está decir que Paladión es contemporáneo de Menard y que su exégeta lo compara con Goethe, con quien «comparte» un Egmont. Para el panegirista de Nîmes «el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes», que le parece innecesario y contingente, y no vacila en considerar a Cervantes un mero precursor del «simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste».
Es verdad que hay una ambigüedad deliberada en el cuento, pero su razón de ser está en la verosimilitud del contexto narrativo y no en una supuesta adhesión borgiana a las teorías literarias de su personaje. La alusión a John Wilkins y a Raymundo Lulio como antecedentes de la concepción que Valéry tiene del lenguaje y de la literatura no debe hacernos olvidar que, en repetidas ocasiones, Borges ha considerado el lenguaje universal de Wilkins y el Ars Magna de Lulio como meras curiosidades no exentas de ridículo. Esos pretendidos fundamentos teóricos de la práctica literaria de Menard no soportan el contraste con las enormidades —Cervantes precursor— que profiere su exégeta. La virulencia de la sátira excede incluso lo puramente literario: los amigos de Pierre Menard coquetean con el fascismo (alusión a D’Annunzio, otra bête noire de Borges), y el narrador —que algunos han confundido estúpidamente con Borges— se permite insidiosas alusiones antisemitas: «el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras».
Podemos pues afirmarlo sin vacilaciones: «Pierre Menard, autor del Quijote» es un arreglo de cuentas con la literatura francesa —o con la idea que Borges se hacía en los años treinta de la literatura francesa. Particularmente, con el simbolismo y el postsimbolismo y, personalmente, con la figura de Paul Valéry. Ignorarlo, equivaldría a ignorar l’element transatlantique de sa nature (Henry James). Excepción hecha de Flaubert, de algunos versos de Verlaine y del inenarrable Leon Bloy, Borges consideraba la literatura francesa como artificial y frívola. Que esa convicción era intensa lo demuestra el hecho de que llega a tratar de frívolo incluso a Pascal.
Obviamente, la frivolidad francesa es un lugar común, un prejuicio, y de ningún modo un concepto y, en general, las opiniones de Borges sobre la literatura francesa se manifiestan mediante observaciones satíricas o rasgos de malhumor. Tal vez habría que preguntarse si esas reticencias borgianas no revelan una suerte de incompatibilidad. Si en el mejor de los casos Pierre Menard no es un estafador, podríamos preguntarnos si lo que Borges critica en su método literario (el de Valéry), no es una especie de voluntarismo conceptual que él juzga inadecuado para la creación literaria. Si esto fuese verdad (y muchos textos de Borges que no puedo citar aquí podrían tal vez testimoniarlo) nos encontraríamos ante una curiosa paradoja: Borges sería exaltado por la crítica francesa en nombre de ciertos valores literarios a los que Borges se opuso durante toda su vida. Por una coincidencia histórica, la obra de Borges comienza a ser apreciada en Francia en pleno auge del formalismo estructuralista y postestructuralista, que ha puesto de relieve, preferentemente, una versión intelectualista de sus escritos. En mi opinión, esa versión es tan legítima como cualquier otra. De lo que no estoy seguro, es de que esa opinión pueda ser también la de Borges. Y no son sus salidas caprichosas de los últimos años, sino muchos de sus textos capitales los que me hacen dudar. Hacer de Borges una especie de discípulo de Pierre Menard es tan aventurado como identificar la filosofía política de Shakespeare con las ambiciones truculentas de Macbeth.
(1990)

Juan José Saer: El concepto de ficción (1997)
© 1997, Herederos de Juan José Saer
© 1997, Companía Editora Espasa Calpe Argentina S.A./Aries
Buenos Aires, Seix Barral, 2014 (cuarta edición)

Foto: Juan José Saer por Fabián Marelli Vía


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