Ingenua o maliciosamente (opto por el primer adverbio, ya que la mente militar no es compleja) se han confundido cosas distintas. Una, el derecho de un Estado sobre tal o cual territorio; otra, la invasión de ese territorio. La primera es de orden jurídico; la segunda es un hecho físico. Se ha invocado el derecho internacional para justificar un acto que es contrario a todo derecho. Esa transparente falacia, que no llega a ser un sofisma, tiene la culpa de la muerte de un indefinido número de hombres, que fueron enviados a morir o, lo que sin duda es peor, a matar. No es menos raro el hecho de que se hable siempre del territorio y no de los habitantes, como si la nieve y la arena fueran más reales que los seres humanos. Los isleños no fueron interrogados; no lo fueron tampoco veintitantos millones de argentinos.
He señalado ya esas cosas. Ahora las repito para no ser tildado de mal patriota.
Al cabo de los años, al cabo de los demasiados años, me defino, hoy, como un pacifista. Ilustremente me acompañan Ruskin, Gandhi, Bertrand Russell, Romain Rolland, Luther King, Hammarskjöld y, anterior a todos los otros, nuestro Alberdi. Pienso, como él, que la guerra es un crimen, que toda guerra es una derrota. Las generaciones del porvenir sentirán asombro al saber que el siglo veinte toleraba la fabricación y la venta de armas, es decir, de herramientas del homicidio.
Son múltiples los males que nos abruman: la ruina económica, la desocupación, el hambre, la demagógica anarquía, la violencia, el insensato nacionalismo y la casi general ausencia de la ética. El más grave es el último.
Dicto estas líneas con tristeza. No puedo proponer una solución. Si me ofrecieran la suma del poder público la rechazaría en seguida.
23 de septiembre de 1982*
*Dos años después, en una encuesta realizada por la revista Somos, Nº 391, 16 de marzo de 1984, titulada “Ahora tratemos de olvidar”, Borges comentará: “No sé si deberíamos recordar ese día nefasto, verdaderamente horrible que inició un episodio horrible, injustificado, la guerra más inexplicable. Los militares consumaron una guerra absurda, de la que no salimos bien parados y en la que murieron muchos jóvenes. Pobres muchachos, algunos de los cuales con sólo dos meses de cuartel y que procedían de regiones casi tropicales como Corrientes y nunca habían visto nevar en sus vidas. Esa guerra improvisada y éticamente equivocada costó muchas vidas: dos mil argentinos y setecientos británicos, ésas son las cifras que me han dado. Creo que hay que tratar de olvidarla y pensar en otros problemas muy serios que nos quedan en la Argentina”.
Primera publicación en diario Clarín
24 de septiembre de 1982