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26/1/17

Jorge Luis Borges: El primer Wells







Harris refiere que Oscar Wilde, interrogado acerca de Wells, respondió: "Un Julio Verne científico".
El dictamen es de 1899; se adivina que Wilde pensó menos en definir a Wells, o en aniquilarlo, que en pasar a otro tema. H. G. Wells y Julio Verne son ahora nombres incompatibles. Todos lo sentimos así, pero el examen de las intrincadas razones en que nuestro sentimiento se funda puede no ser inútil.
La más notoria de esas razones es de orden técnico. Wells (antes de resignarse a especulador sociológico) fue un admirable narrador, un heredero de las brevedades de Swift y de Edgar Allan Poe; Verne, un jornalero laborioso y risueño. Verne escribió para adolescentes; Wells, para todas las edades del hombre. Hay otra diferencia, ya denunciada alguna vez por el propio Wells: las ficciones de Verne trafican en cosas probables (un buque submarino, un buque más extenso que los de 1872, el descubrimiento del polo Sur, la fotografía parlante, la travesía de África en globo, los cráteres de un volcán apagado que dan al centro de la tierra); las de Wells en meras posibilidades (un hombre invisible, una flor que devora a un hombre, un huevo de cristal que refleja los acontecimientos de Marte), cuando no en cosas imposibles: un hombre que regresa del porvenir con una flor futura; un hombre que regresa de la otra vida con el corazón a la derecha, porque lo han invertido íntegramente, igual que en un espejo. He leído que Verne, escandalizado por las licencias que se permite The First Men in the Moon, dijo con indignación: «Il invente!»
Las razones que acabo de indicar me parecen válidas, pero no explican por qué Wells es infinitamente superior al autor de Héctor Servadac, así como también a Rosney, a Lytton, a Robert Paltock, a Cyrano o a cualquier otro precursor de sus métodos,[*] La mayor felicidad de sus argumentos no basta a resolver el problema. En libros no muy breves, el argumento no puede ser más que un pretexto, o un punto de partida. Es importante para la ejecución de la obra, no para los goces de la lectura. Ello puede observarse en todos los géneros; las mejores novelas policiales no son las de mejor argumento. (Si lo fueran todos los argumentos, no existiría el Quijote y Shaw valdría menos que O'Neill). En mi opinión, la precedencia de las primeras novelas de Wells —The Island of Dr. Moreau, verbigracia, o The Invisible Man— se debe a una razón más profunda. No sólo es ingenioso lo que refieren; es también simbólico de procesos que de algún modo son inherentes a todos los destinos humanos. El acosado hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus párpados no excluyen la luz es nuestra soledad y nuestro terror; el conventículo de monstruos sentados que gangosean en su noche un credo servil es el Vaticano y es Lhasa. La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo. Ello debe ocurrir, además, de un modo evanescente y modesto, casi a despecho del autor; éste debe aparecer ignorante de todo simbolismo. Con esa lúcida inocencia obró Wells en sus primeros ejercicios fantásticos, que son, a mi entender, lo más admirable que comprende su obra admirable.
Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas, suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas. Desde luego, tal no es mi caso; agradezco y profeso casi todas las doctrinas de Wells, pero deploro que éste las intercalara en sus narraciones. Buen heredero de los nominalistas británicos, Wells reprueba nuestra costumbre de hablar de la tenacidad de «Inglaterra» o de las maquinaciones de «Prusia»; los argumentos contra esa mitología perjudicial me parecen irreprochables, no así la circunstancia de interpolarlos en la historia del sueño del señor Parham. Mientras un autor se limita a referir sucesos o a trazar los tenues desvíos de una conciencia, podemos suponerlo omnisciente, podemos confundirlo con el universo o con Dios; en cuanto se rebaja a razonar, lo sabemos falible. La realidad procede por hechos, no por razonamientos; a Dios le toleramos que afirme «Soy El Que Soy» (Éxodo, 3, 14), no que declare y analice, como Hegel o Anselmo, el argumentum ontologicum. Dios no debe teologizar; el escritor no debe invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte. Hay otro motivo, el autor que muestra aversión a un personaje parece no acabar de entenderlo, parece confesar que éste no es inevitable para él. Desconfiamos de su inteligencia, como desconfiaríamos de la inteligencia de un Dios que mantuviera cielos e infiernos. Dios, ha escrito Spinoza (Etica, 5,17), no aborrece a nadie y no quiere a nadie.
Como Quevedo, como Voltaire, como Goethe, como algún otro más, Wells es menos un literato que una literatura. Escribió libros gárrulos en los que de algún modo resurge la gigantesca felicidad de Charles Dickens, prodigó parábolas sociológicas, erigió enciclopedias, dilató las posibilidades de la novela, reescribió para nuestro tiempo el Libro de Job, esa gran imitación hebrea del diálogo platónico, redactó sin soberbia y sin humildad una autobiografía gratísima, combatió el comunismo, el nazismo y el cristianismo, polemizó (cortés y mortalmente) con Belloc, historió el pasado, historió el porvenir, registró vidas reales e imaginarias. De la vasta y diversa biblioteca que nos dejó, nada me gusta más que su narración de algunos milagros atroces: The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The Plattner Story, The First Men in the Moon. Son los primeros libros que yo leí; tal vez serán los últimos… pienso que habrán de incorporarse, como la fórmula de Teseo o la de Ahasverus, a la memoria general de la especie y que se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos.




[*] Wells, en The Outline of History (1931), exalta la obra de otros dos precursores: Francis Bacon y Luciano de Samosata

En Otras inquisiciones (1952)
Fotos de Miguel Ruibal: Placas conmemorativas en Londres

1/5/18

Jorge Luis Borges: H. G. Wells contra Mahoma






De la vida literaria


Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —La Madre del Libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaborarán con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían... H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humano-demoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso. 

Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.





Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 6 de enero de 1939
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)


Portrait of  Herbert George Wells by George Charles Beresford
National Portrait Gallery: NPG x13208


Abajo: Portadilla de Breve historia del mundo Vía


21/4/18

Jorge Luis Borges. H. G. Wells y las parábolas: «The Croquet Player. Star Begotten»








Este año, Wells ha publicado dos libros. El primero —The Croquet Player— describe una región pestilencial de confusos pantanos en la que empiezan a ocurrir cosas abominables; al cabo comprendemos que esa región es todo el planeta. El otro —Star Begotten— presenta una amistosa conspiración de los habitantes de Marte para regenerar la humanidad por medio de emisiones de rayos cósmicos. Nuestra cultura está amenazada por un renacimiento monstruoso de la estupidez y de la crueldad, quiere significar el primero; nuestra cultura puede ser renovada por una generación un poco distinta, murmura el otro. Los dos libros son dos parábolas, los dos libros plantean el viejo pleito de las alegorías y de los símbolos.
Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: “¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos al mediodía y tres en la tarde?” Nadie tampoco ignora que Edipo respondió que era el hombre. ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo concepto de hombre es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre común a ese monstruo variable y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Esa naturaleza plural es propia de todos los símbolos. Las alegorías, por ejemplo, proponen, al lector una doble o triple intuición, no unas figuras que se pueden canjear por sustantivos abstractos. “Los caracteres alegóricos”, advierte acertadamente De Quincey (Writings, onceno tomo, página 199), “ocupan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico”. La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños. No desconfiemos demasiado de esa duplicidad; para los místicos el mundo concreto no es más que un sistema de símbolos...
De lo anterior me atrevo a inferir que es absurdo reducir una historia a su moraleja, una parábola a su mera intención, una “forma” a su “fondo”. (Ya Schopenhauer ha observado que el público se fija raras veces en la forma, y siempre en el fondo.) En The Croquet Player hay una forma que podemos condenar o aprobar, pero no negar; el cuento Star Begotten, en cambio, es del todo amorfo. Una serie de vanas discusiones agotan el volumen. El argumento —la inexorable variación del género humano por obra de los rayos cósmicos— no ha sido realizado; apenas si los protagonistas discuten su posibilidad. El efecto es muy poco estimulante. ¡Qué lástima que a Wells no se le haya ocurrido este libro!, piensa, con nostalgia el lector. Su anhelo es razonable: el Wells que el argumento exigía no era el conversador, enérgico y vago del World of William Clissold y de las imprudentes enciclopedias. Era el otro, el antiguo narrador de milagros atroces: el de la historia del viajero que trae del porvenir una flor marchita, el de la historia de los hombres bestiales que gangosean en la noche un credo servil, el de la historia del traidor que huyó de la luna.




Texto incluido en las notas finales de Discusión (1932)
conforme la redacción de esta obra en las Obras completas de Borges
publicado por Ultramar S.A. en 1974, con ISBN 84-7386-100-0

Y últimamente en el tomo I de las Obras completas
Buenos Aires, Sudamericana, 2ª edición, 2016


Imagen: Otro Borges de Miguel Ruibal [FB] [TW] Blog
15 x 21 cms. pasteles grasos y tinta - Abril 2018 para Borges todo el año



23/12/15

Jorge Luis Borges: Stories, essays and poems, de Hilaire Belloq [R]







23 de diciembre de 1938

Joseph Hilaire Pierre Belloc goza (¿o adolece?) de la fama de ser el mejor prosista y el más diestro versificador del idioma inglés. Unos dirán que es lícita esa fama, otros que es absurda; nadie, sin embargo, me negará que es poco estimulante. A ningún escritor puede convenirle una fama de ese orden. (Puede consolarlo, quizá, lo que es muy distinto.) El concepto de perfección es negativo: la omisión de errores explícitos lo define, no la presencia de virtudes. En la página 320 de este volumen, el mismo Belloc dice que no hay prosa mejor que la del libro Los arrianos del siglo IV de Newman. “A mí no me aburre (explica Belloc), por el simple azar de que ese momento histórico me interesa, pero sé que muchos lectores se aburrirían ferozmente con él. Su prosa, sin embargo, es perfecta. Newman, puesto a narrar un determinado número de sucesos y a expresar un determinado número de conceptos, lo hace con la mejor elección de palabras, en el mejor orden, y eso es la perfección”.
Ignoro si la definición anterior, hecha de dos brumosos superlativos (“la mejor elección de palabras…, el mejor orden”) tiene algún valor, pero sé que hay prosas encantadoras, aunque nos sea del todo indiferente la materia que tratan. (Ejemplos: la prosa de Andrew Lang, de George Moore, de Alfonso Reyes.) ¿Pertenece la prosa de Belloc a esa misteriosa familia? No lo aseguro. Belloc ensayista es insignificante o imperceptible; Belloc novelista pasa de lo mediocre a lo intolerable; Belloc juez literario prefiere aseverar a persuadir; Belloc historiador me parece admirabilísimo.
En su labor histórica, los árboles no tapan la selva ni la selva los árboles: la luminosa interpretación general y la narración de pormenores individuales se adunan felizmente. Ha escrito biografías de Juana de Arco, de Carlos I, de Cromwell, de Richelieu, de Wolsey, de Napoleón, de Robespierre, de María Antonieta, de Cranmer, de Guillermo el Conquistador; ha discutido memorablemente con Wells.
A continuación traslado una página (reproducida en este volumen) de su biografía de Napoleón:


AUSTERLITZ

A una o dos millas de Boulogne, sobre la carretera de París, hay en Pont-de-Briques, a mano derecha, una encantadora casita, modesta, clásica, retirada. Ahí descansaba el Emperador durante aquellos días de verano de 1805, mientras al cabo de una larga paz europea se formaba la coalición que una vez más desafiaría a la Revolución y a su capitán.
Era de noche aún, poco después de las cuatro de la mañana del 13 de agosto, cuando las noticias llegaron: la armada francesa que se esperaba en el Canal de la Mancha comandada por Villeneuve, había regresado al Ferrol. Del doble plan de Napoleón, de sus alternativas, la invasión de Inglaterra era más dudosa que nunca: Villeneuve no había comprendido que el Tiempo era el factor esencial. Ese descalabro detenía al Emperador. La coalición formada en el lado opuesto, tierra adentro, se robustecía y lo amenazaba por el este: Austria y Rusia se le venían encima.
Mandó buscar a Darn, que lo encontró encendido de ira, el sombrero encajado hasta las sienes, los ojos relampagueantes y los labios, mientras se paseaba iracundo, profiriendo imprecaciones contra Villeneuve… Cuando las agotó, dijo, bruscamente: “Siéntese y escriba”.
Darn se sentó, pluma en mano, ante un escritorio cargado de notas y de papeles, y tomó entonces, bajo el alba, un dictado asombroso: nada menos que todo el plan de la marcha sobre Austria, el avance que culminó en la victoria de Austerlitz. Cada etapa de la empresa vastísima, los diversos caminos, los altos, las fechas de las llegadas llovieron por horas, sin un apunte para guiar la memoria, hasta que la campaña íntegra quedó sobre el papel, ya resuelta. Después, cuando ese laberinto en la cabeza de un hombre, cuando esa idea pasó a la realidad y fue un hecho, Darn no cesaba de maravillarse de que sus partes fueran eslabonándose, previstas y puntuales como una profecía que se cumple.


ART IN ENGLAND, de R. S. Lambertr [R]

Un examen estadístico de Art in England nos acerca a lo milagroso. Veintiún pintores, escultores, arquitectos, pedagogos y críticos (todos civilizados y razonables, hasta los pedagogos) colaboran en este libro: treinta y dos fotograbados lo ilustran; ciento cincuenta páginas lo componen y seis peniques bastan para comprarlo. En tales circunstancias es una ingratitud formular censuras. No me decido, sin embargo, a ocultar que esta admirable enciclopedia lacónica del arte inglés es a veces injusta. Injustamente alaba a meros epígonos del expresionismo alemán o del suprarrealismo de París como Edward Wadsworth y John Armstrong; injustamente olvida (o insulta) a Blake, a Morris, a Burne-Jones, a Rossetti y a Watts. El motivo, por lo demás, es claro. Este libro está destinado a lectores británicos, ya suficiente o excesivamente informados de las glorias pretéritas del país y a quienes les importa, ante todo, estar à la page. Nuestro caso es distinto. Si queremos conocer la pintura de hoy, estudiaremos a los maestros —a Klee, a Picasso, a Braque, a Max Ernst, a De Chirico—, no a los plagiarios londinenses de Unit One, por fidedignos y puntuales que sean. En cambio, puede (y debe) importarnos conocer la gran pintura inglesa de Turner, de Constable y de Gainsborough. El primero, que muchos han juzgado no inferior a cualquier otro artista de cualquier nación y de cualquier siglo, es del todo ignorado en este país.
De los muchos artículos de este libro, el más impresionante es acaso el del escultor Henry Moore. Éste declara que la virtud cardinal de los escultores es la capacidad de concebir un complejo volumen desde todos los lados a un tiempo y asimismo de adentro para afuera: facultad sin duda admirable y acaso imaginaria y que me parece lindar con la famosa cuarta dimensión… También declara que un agujero puede plásticamente ser tan significativo como una masa, y encara la posible ejecución de “estatuas de aire” o sea de esculturas cóncavas, ahuecadas, que limiten y contengan las formas que se quiere manifestar.


L’OEUF AUX MIRAGES, de Jacques Violetter [R]

Con este curioso volumen, Jacques Violette deja la crítica pictórica y ensaya la novela semifantástica. El héroe, Lucien Finet, hombre morigerado, sedentario y un poco tímido, es director de banco. Vive dos vidas, como los personajes de Julián Green. Para que la segunda vida, la imaginaria, no entre en la cotidiana y la trastorne, la va dictando a su mecanógrafa. El relato de dos de sus vidas ficticias compone esta novela cuyos variados escenarios son un convento de París, el fondo del mar y el Acrópolis, y en cuyas páginas circulan y se aniquilan un huevo pasado por agua, un hidrocéfalo, una monja, un buzo, una vegetariana y un cardumen de peces voladores. Al cabo de esas extravagancias y a la espera de otras, Finet recae en la realidad. Un argumento se superpone a otro en este volumen: realista el uno, alucinatorios los otros y todos con un fondo de nihilismo.


DE LA VIDA LITERARIAq

Los gatos y Rainer Maria Rilke

Maurice Betz, el más reciente de los biógrafos de Rainer Maria Rilke, refiere que a éste le agradaban los gatos, porque nunca dejaron de parecerle más o menos irreales. “Nunca se pudo convencer (dice Betz) de que verdaderamente existieran. Admiraba su modo repentino de aparecer en nuestro mundo para volcar un tintero o para enmarañar un ovillo y de evadirse luego, de un salto, como si apenas fuéramos una proyección de su espíritu, una sombra que sus pupilas no ven. Esa autonomía de los gatos era una virtud para él, pues le permitía acomodarse a su presencia, de hecho imaginaria y que no pesa más que la de un fantasma.”
Los perros, en cambio, le parecían el doloroso producto de una suerte de pacto entre el hombre y el animal. “Ni hombre ni bestia: mestizo lamentable y conmovedor”, dijo de los perros.


H. G. Wells contra Mahoma

Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —la madre del libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaboraran con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían… H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humano-demoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso.
Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.




Publicado el 23.12.1938 en El Hogar 1935-1958 (compilación 1986) 
Incluido luego en Textos cautivos (compilación 2000)
© 1995, 2011 María Kodama
© 2011 Random House Mondadori S.A., Barcelona
Foto: Hilaire Belloc, portrait by Emil Otto Hoppé, vintage bromide print, 1915
National Portrait Gallery

11/12/18

Herbert E. Craig: La novela de Proust / Ts’ui Pên, según Borges







La oposición de Jorge Luis Borges a la novela como género fue explícita, además de implícita. En su Ensayo autobiográfico, Borges explicó: “En el decurso de una vida dedicada principalmente a los libros he leído pocas novelas, y en muchos casos sólo un sentido del deber me ha permitido llegar a la última página. A la vez, siempre he sido un lector y un relector de cuentos” (75).

En años recientes más de un crítico ha intentado mostrar que Borges escribió por lo menos una novela con un pseudónimo o que tuvo alguna vez el propósito de escribir un texto narrativo de proporciones largas. Juan-Jacobo Bajarlía sostuvo en un artículo de La Nación, “La enigmática novela de Borges”, que Borges fue autor de una novela policial, El enigma de la calle Arcos, la cual se publicó en el diario Crítica (12 de agosto de1933 – 6 de octubre de 1934), pero Fernando Sorrentino refutó de una manera rotunda esta idea en otro artículo de La Nación, “La novela que Borges jamás escribió”. Negó que hubiera semejanza entre el estilo de la novela policial y la de Borges, y puso en duda las distintas explicaciones de Bajarlía. Aunque en su biografía Borges: A Life (2004) Edwin Williamson no se refirió a esta polémica, intentó probar que Borges había pensado escribir una novela que iba a llamar “El congreso”, pero por fin decidió publicar sólo como cuento largo un texto del mismo título (El libro de arena, 1975).

También puedo añadir ya, después del congreso de Iowa City “The Place of Letters: The World of Borges”, que uno de los ponentes, Alberto del Pozo, trató de probar que es posible considerar como novela el libro de Borges Historia universal de la infamia (1935). Aunque la argumentación de la ponencia fue muy interesante, todo depende de cómo se definía el género de la novela en el siglo XX. En mi opinión, al libro de Borges le falta el sentido de la unidad en los personajes, los ámbitos, los temas y la estructura que encontramos en una novela tan amplia y heterodoxa para su tiempo como la de Marcel Proust. Además, en su juicio de tales obras, Borges rara vez perdonaba lo que le parecía una falta de rigor en la estructura y juzgaría una obra suya de la misma manera. En fin, tales ideas sobre Borges como novelista han sido más bien especulaciones y no se ha hallado ninguna prueba de que Borges haya terminado una novela. Recordemos lo que él dijo a Sorrentino: “Nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin” (Siete conversaciones 112. Ver Nota 2).

Otros críticos y estudiosos, como el español Luis Veres, han examinado la relación entre Borges y el género de la novela. Aunque les parece evidente que la forma breve del poema o del cuento se ajustaba mucho mejor a la inteligencia sintética y aguda de Borges, no podían negar su interés por la obra novelística de Miguel de Cervantes, Virginia Woolf, Franz Kafka y hasta James Joyce.

Tal vez entre los textos que Borges escribió entre 1936 y 1939 para la revista El Hogar sea posible hallar más comentarios suyos sobre algunas novelas en particular porque en su sección “Libros y autores extranjeros” no podía evitar un género tan importante como la novela. Aunque Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal no incluyeron en su edición Textos cautivos (1986) todos los ensayos y reseñas de Borges de El Hogar, se encuentra allí su biografía sintética de Woolf, Joyce, Kafka y algunos novelistas menores, además de reseñas de varias novelas de William Faulkner y H. G. Wells [búsqueda en blog].

Lo más curioso de los ensayos y reseñas que Borges escribió para El Hogar —los cuales Rodríguez Monegal recomendó en su biografía para conocer los gustos y la forma de pensar del autor argentino (288)— puede ser la casi total ausencia de alusiones a Marcel Proust. Aunque al final de los años treinta À la recherche du temps perdu no gozaba en Europa de la misma fama que había tenido una década antes ni de la que tendría una década después, se estimaba mucho en Argentina, sobre todo en el grupo Sur, en el que participaba Borges. Fue precisamente en 1936 cuando la revista de Victoria Ocampo publicó en cuatro de sus números la traducción de un libro entero sobre Proust, el de Arnaud Dandieu: Marcel Proust: Su revelación psicológica.

Textos cautivos sólo incluye una alusión muy breve a Proust. En su ensayo “Kipling y su autobiografía” (26 de marzo de 1937), Borges observó: “Rudyard Kipling, igual que Marcel Proust, recupera el tiempo perdido, no quiere elaborarlo, entenderlo. Se complace en el antiguo sabor” (109). Este comentario no parece desfavorable, pero en el único otro sobre Proust que he podido encontrar en El Hogar, el cual se incluyó en una antología más reciente, Borges en El Hogar, el escritor argentino citó una opinión muy negativa acerca de Proust. Leemos en la sección “De la vida literaria” del 13 de mayo de 1938: “En el segundo volumen de su Autobiografía, H. G. Wells declara que Marcel Proust tiene menos valor documental y es menos divertido que un diario viejo y que éste ofrece la ventaja de ser más fidedigno y de no imponer su interpretación” (106).

Es muy evidente el contraste entre esta cita y lo que Borges escribió él mismo en El Hogar sobre las otras grandes figuras del modernismo europeo: Joyce, Kafka y Woolf. Aunque Borges señaló la apariencia caótica de Ulises, concedió que “la delicada música de su prosa es incomparable” (Textos cautivos 84). Llamó la obra de Kafka “extraordinaria” (182) y dijo que Woolf era “una de las inteligencias e imaginaciones más delicadas que ahora ensayan felices experimentos con la novela inglesa” (38).

Necesito reconocer que Borges tardó mucho tiempo en citar a Proust, pero esto no quiere decir que no conociera la Recherche. Cuando lo visité en su departamento de Buenos Aires en noviembre de 1976 (después de haberle conocido en Wisconsin), me confesó que había comenzado a leer a Proust en Ginebra, es decir antes de la partida de su familia en junio de 1918 o durante una de sus breves visitas en 1919, 1920 o 1923. En nuestra conversación pude observar que entre los siete tomos proustianos Borges conocía mejor el segundo À l’ombre des jeunes filles en fleurs y que sabía una buena cantidad del ultimo, Le temps retrouvé. Como he sugerido en dos ponencias y en mi libro Marcel Proust and Spanish America (84-85), Borges mostró su conocimiento de Proust y su oposición implícita a la Recherche en dos textos de los años veinte: “La nadería de la personalidad” (1922) y “Sentirse en muerte” (1928).

El nombre de Proust aparece en su ensayo “La poesía gauchesca”, donde dice con aparente desdén, “hay escritores de indudable valor —Marcel Proust, D. H. Lawrence, Virginia Woolf— que suelen agradar a las mujeres más que a los hombres”. Aunque es posible leer hoy este ensayo y cita en su libro Discusión, no estaban en la primera edición de 1932 sino en la de 1957 (1: 186). No obstante, Borges sí mencionó a Proust en una reseña que escribió sobre una novela de Norah Lange (45 días y 30 marineros) para Revista Multicolor de los Sábados. Así hallamos en este suplemento semanal del diario Crítica del 9 de diciembre de 1933: “Toda novela (para el escritor y para el Ángel de su Guarda) es autobiográfica; la de Stevenson no es menos que la de Proust” (Borges en Revista Multicolor 206).

Curiosamente en "Historia de la eternidad” (1936) Borges citó un ensayo de Jorge Santayana sobre el autor de la Recherche (“Proust on Essences”) para probar su idea acerca de la eternidad, pero evitó decir que “el español emersonizado” estaba citando en realidad a Proust: “Vivir es perder tiempo: nada podemos recobrar o guardar sino bajo forma de eternidad” (1: 364). En la traducción al español por Julio Irazusta del mismo fragmento, el cual apareció en un artículo de éste publicado en Sur (“Una opinión de Santayana sobre el testimonio filosófico de Proust”), se nombra específicamente a Proust: “La vida, a medida que fluye, es tiempo perdido, y que de ella no puede jamás recuperarse, o poseerse verdaderamente nada sino bajo la forma de la eternidad que es también, como Proust nos lo dice, la forma del arte” (123).

Con la excepción de las breves alusiones en Revista Multicolor y en El Hogar, la primera referencia explícita de Borges a Proust parece ser la de su prólogo a La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Como todos sabemos, para destacar la obra de imaginación razonada de su amigo y discípulo, Borges quiso poner en duda la novela psicológica que José Ortega y Gasset había defendido en “Ideas sobre la novela” (1925). Según Borges, la novela psicológica era “informe” por su ausencia de argumento y en algunos casos era pseudo-realista. Fue justamente en este contexto que citó la Recherche como ejemplo de tales defectos: “Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día” (12). Tal comentario, que nos recuerda el de Wells por su ceguera de la penetración psicológica de Proust, sugiere que para Borges el mundo de sensaciones cotidianas que el novelista francés captó mejor que nadie era una cosa baladí y aburrida, y había fracasado en términos de invención literaria.

Sin embargo, no podemos concluir que Borges era incapaz de percibir ninguno de los valores de Proust y que siempre hablaba mal de su obra. Un examen de sus otras referencias al novelista francés —algunas de las cuales he podido hallar con la ayuda de The Literary Universe of Jorge Luis Borges (1986), de Daniel Balderston— muestra que Borges, sobre todo en los libros que escribió con otras personas, sí pudo reconocer ciertos aspectos buenos de la Recherche. Leemos por ejemplo en Introducción a la literatura inglesa (1965), cuyo texto redactó con María Esther Vázquez, que Proust, al igual que Henry James, había influido en los “curiosos experimentos” de Virginia Woolf (Obras completas en colaboración 853), los que Borges alabó en El Hogar.

Asimismo, en una conversación que Borges tuvo con Adolfo Bioy Casares en julio de 1955 —la cual se publicó primero en Clarín (24 de noviembre de 2001) y luego en el libro Borges de Bioy—ambos reconocieron la perspicacia de Proust en su descripción de grupos sociales, además de su actitud mayormente optimista. Borges admitió: “En Proust siempre hay sol, hay luz, hay matices, hay sentido estético, hay alegría de vivir” (Borges 133-34) [Martes, 14 de junio de 1955]. También puedo agregar, después de haber hojeado estos recién publicados diarios de Bioy, que allí la mayoría de las diez referencias a Proust son favorables. Sin duda, algunas reflejan la admiración que Bioy sentía por Proust, pero otras indican que Borges también apreciaba ciertos aspectos de la Recherche.

Aunque he mostrado en unas ponencias y en mi libro (86-91) la oposición de Borges a Proust y traté de probar que “Funes el memorioso” era una parodia del “Hommage à Marcel Proust” de La Nouvelle Revue Française, he escogido para esta ocasión otro cuento de Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”, porque aquí el autor argentino refleja una actitud más ambivalente hacia el novelista Marcel Proust y hacia la novela misma.

Ya desde mi primera lectura de este cuento hace muchos años, las circunstancias de la vida del novelista chino Ts’ui Pên, de las cuales hablan los personajes Stephen Albert y Yu Tsun, me hicieron pensar en las de Marcel Proust. Tanto éste como Ts’ui Pên abandonaron un mundo de placeres y de banquetes y se enclaustraron por una docena de años para escribir una novela. Asimismo al morir dejaron un manuscrito inconcluso que parecía caótico. Sin duda, hay ciertas diferencias biográficas entre el autor francés que escribía desde su cama en una habitación forrada de corcho y Ts’ui Pên, que había sido gobernador de una provincia de la China. Pero varias semejanzas entre los textos sugieren que Borges se inspiró en Proust y su novela para crear, por lo menos en parte, a Ts’ui Pên y su obra.

Primero, hay que observar que la sintaxis y la estructura muy originales de Proust desorientaron a sus primeros lectores en Francia y en otros países. Se perdían en sus oraciones muy largas y laberínticas. Además, no sabían adónde el narrador los llevaba. Para expresar su desconcierto, al igual que su fascinación, uno de los primeros críticos españoles de la Recherche, Corpus Barga, presentó a Proust con el título “Un letrado chino”. De igual modo, en su reseña de la traducción de Pedro Salinas del primer tomo, el crítico español Cipriano Rivas Cherif expresó su desdén por la Recherche, que consideró inferior a su traducción, llamándola “chinerías literarias”. Puesto que Borges pasó tiempo en España precisamente en los años de estos textos, es posible que haya leído tales comentarios sobre la compleja novela francesa.

Antes de su muerte en noviembre de 1922, Proust llegó a publicar los cuatro tomos iniciales de su obra, pero los tres restantes aparecieron póstumamente. Debido a su método de insertar episodios y comentarios en su texto ya escrito, su mala memoria y la imposiblidad de hacer una revisión final de los últimos tomos, los primeros lectores encontraron en éstos unos cuantos detalles irregulares. Tres de sus personajes—Bergotte, la Berma y Madame de Villeparisis— mueren y luego aparecen vivos en el texto, se atribuye a más de un personaje la misma acción, y se habla de un mismo asunto desde distintas perspectivas. Para otro miembro del grupo Sur, Enrique Anderson Imbert, quien escribió el ensayo “El taller de Proust” (Sur, 1957), tales irregularidades eran de mucho interés porque hacían ver el método de composición del novelista francés. En contraste, para un escritor minucioso como Borges, sugerían la falta de arte o el caos, pero este rasgo a su vez podía indicar otra cosa: un laberinto. Como su personaje Albert explica, “la confusión de la novela china” —en que el héroe muere en el tercer capítulo y está vivo en el cuarto— le sugirió que esta obra misma “era el laberinto” que Ts’ui Pên había prometido crear, al igual que una novela (1: 477).

Aquí podemos intuir el sentido del humor de Borges, además del proceso suyo de creación. Pone en boca de un personaje su crítica personal de la novela. Dirigiéndose a su huésped chino Yu Tsun, Albert dice “En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable” (1: 478). El aparente caos de la novela de Ts’ui Pên (como la de Proust) era aún más extremo que la estructura “informe” de la novela psicológica de que habló Borges en su prólogo a La invención de Morel, pero él pudo mejorar el caos al convertirlo en un laberinto.

Evidentemente, no puedo negar la conexión por lo menos parcial entre la novela de Ts’ui Pên y la verdadera novela china. En el cuento Borges cita uno de sus más conocidos ejemplos, Hung Lu Meng [El sueño del aposento rojo], el cual reseñó en El Hogar (19 de noviembre de 1937). No obstante, según sus comentarios en Textos cautivos o en el libro mismo, es posible observar que a primera vista esta novela de Tsao Hsue Kin parece tener aun menos continuidad de personajes y de acción que la novela de Ts’ui Pên. De Hung Lu Meng Borges escribió: “los personajes secundarios pululan y no sabemos bien cuál es cual. Estamos como perdidos en una casa de muchos patios” (188). En contraste, un personaje de la novela ficticia de Ts’ui Pên, Fang, y unos soldados aparecen en capítulos contiguos aunque en situaciones opuestas. Sin duda, algunos críticos han señalado un sentido de unidad en Hung Lu Meng, y otros, como Haiqing Sun (21-22), han hecho hincapié en la representación de todo el universo en el texto, pero tal desarrollo de lazos unificadores depende tanto de unas ideas espirituales o religiosas chinas como de su estructura misma.

Por otra parte, las semejanzas entre la novela de Ts’ui Pên y la de Proust atañen a otros aspectos. Aunque parezca exagerado decir que “Ts’ui Pên” es un anagrama imperfecto de “Proust”, no me parece una mera coincidencia que cuatro de las seis letras del nombre de Proust (p, u, s, t) se hallen repetidas entre las siete letras del nombre de Ts’ui Pên. Además, hay una semejanza gráfica entre las otras consonantes (r, n) y dos de las vocales restantes tienen el mismo nivel articulatorio (son vocales medias: o, e).

Primero observamos cómo el sinólogo Albert utilizó una carta para descubrir la verdadera intención del autor. La afirmación escrita por Ts’ui Pên, “Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan” (1: 477), le ofreció a Albert la clave sobre la enigmática relación entre la novela y el laberinto. De modo muy similar varios críticos de Proust utilizaron las cartas de él para explicar sus intenciones. Por ejemplo, cuando, antes de la publicación póstuma del último tomo de Proust, algunos críticos e incluso el mismo Ortega y Gasset negaron que la Recherche tuviera una estructura bien pensada, el crítico francés Benjamin Crémieux recurrió a una carta de Proust para probar lo contrario. Allí éste confesó que había escrito la parte final de su enorme texto justamente después de la primera y que había subordinado todos los detalles a su estructura, que él llamó “rigurosa” (80).

Como han de saber, el gran tema de Proust, el tiempo, coincide, por lo menos en términos generales, con el de la novela de Ts’ui Pên. Sin duda, el concepto del tiempo es muy diferente en los dos casos. Para Proust, el tiempo es el que transcurre y que por el olvido se pierde, pero uno puede recuperarlo a través de la memoria involuntaria. En contraste, como Albert descubrió, el tiempo, para Ts’ui Pên, se parece al mismo jardín de senderos que se bifurcan. En cada circunstancia de la vida uno encuentra diversas alternativas pero tiene que optar por una. Lo original de Ts’ui Pên fue observar que existen en potencia “infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos” (1: 479).

No niego estas diferencias, sino que defiendo el concepto también original de Proust porque sus ideas sobre el tiempo y la memoria y su empleo de ellas en su estructura afectaron mucho la novela del siglo XX. Además, veo dos elementos que confirman la relación entre Borges y Proust. Por una parte, hay dos senderos que desempeñan un papel fundamental en la Recherche: el camino de Swann y el de los Guermantes. En “Combray” durante sus vacaciones la familia del protagonista solía dar paseos por un lado o por el otro. Estos dos mundos, que parecían muy diferentes y separados, se desarrollaron en dos tomos distintos de la serie: Du côté de chez Swann y Le côté de Guermantes. Luego en el último tomo Le temps retrouvé llegaron a converger por un matrimonio entre la hija de Swann y un sobrino de los Guermantes. De este modo, y con la ayuda de sus temas entrelazados, Proust cerró la vasta estructura de su obra.

Por otra parte, la palabra “tiempo” se utiliza de una manera significativamente contrastiva en las dos obras. En el primer tomo de Proust el equivalente en francés de tiempo, “temps”, forma parte de la primera palabra “Longtemps” [largo tiempo] y resulta ser la última palabra del séptimo y último tomo de la Recherche. Asimismo para recordar al lector el tema principal de su obra, Proust aludía constantemente al tiempo. En contraste, para cumplir con el mismo propósito de llamar la atención sobre el tema del tiempo, Ts’ui Pên evitó de forma sistemática esta palabra. Como dice Albert, “Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizás el modo más enfático de indicarla” (1: 479).

De nuevo, podemos observar una oposición entre Borges y Proust, pero también la presencia de éste en un cuento de aquél, pues el novelista francés parece haber inspirado de muchas maneras la creación de “El jardín de senderos que se bifurcan”. Aquí Borges es menos combativo y no es como el boxeador adversario de Proust que Tim Conley sugiere en su artículo “Borges versus Proust”. Tampoco parece Borges en este cuento explícitamente opuesto a Proust en su modo de escribir sobre las experiencias de la vida, como alega John Arthos en “Rhetoric of the Ineffable". Así, cuando el personaje Albert encuentra valores en la novela de Ts’ui Pên y en su vida, Borges hace lo mismo con relación a la Recherche y su autor. Por eso me atrevo a insertar el nombre de Proust en la siguiente cita del cuento: “Ts’ui Pên / Proust fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de la novela” (1: 479).

Aquí Borges parece reconciliarse hasta cierto punto con Proust, al igual que con la novela. No podía negar que en las digresiones de la Recherche había mucha filosofía, metafísica e incluso mística. Además de los temas del tiempo y de la memoria, Proust examinó la percepción y la identidad, las que claramente le interesaban también a Borges. Sin duda, el análisis psicológico proustiano del amor y de la sociedad le gustaba menos, pero el escritor francés, aun más que el argentino, creía en la salvación casi mística por el arte. A fin de cuentas, Borges nunca reconoció su admiración relativa y su deuda hacia Proust, pero en las semejanzas y diferencias entre la novela de Ts’ui Pên y la de Proust podemos intuir una confesión velada y parcial. En realidad, Borges compartía muchas cosas con Proust: su amor por la literatura y las ideas, ciertos temas literarios y diversos aspectos de su vida personal (una relación especial con su madre, el insomnio, etc.). Pero, para ser un escritor original, Borges se esforzó mucho por diferenciarse de Proust. Así, escogió otro sendero o camino, no el de la novela sino el del cuento.

Herbert E. Craig
University of Nebraska at Kearney



Obras Citadas


Anderson Imbert, Enrique. “El taller de Proust.” Sur 246 (1957): 13-20.
Arthos, John. “Rhetoric of the Ineffable: The (Post-)Modern Audience’s Equipment for Living (Proust y Borges)”. Journal of Narrative Technique 25.3 (1995): 258-84.
Bajarlía, Juan-Jacobo. “La enigmática novela de Borges.” La Nación 13 de julio de 1997. Suplemento “Cultura”: 6.
Balderston, Daniel. The Literary Universe of Jorge Luis Borges: An Index to References and Allusions to Persons, Titles and Places in His Writings. New York: Greenwood Press, 1986.
Barga, Corpus (Andrés García de la Barga). “Un letrado chino: Marcel Proust y sus novelas.” El Sol 28 de marzo de 1920: 6.
Bioy Casares, Adolfo. Borges. Barcelona: Ediciones Destino, 2006.
Borges, Jorge Luis. Borges en "El Hogar" (1930-1958). Buenos Aires: Emecé, 2000.
— Borges en Revista Multicolor: Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Editorial Atlántida, 1995.
— Un ensayo autobiográfico. Barcelona: Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores/ Emecé, 1999.
— Obras completas. T. 1 (1923-1949). Buenos Aires: Emecé, 1989.
— Obras completas en colaboración. Buenos Aires: Emecé, 1979.
— “Prólogo” La invención de Morel. Por Adolfo Bioy Casares. Buenos Aires: Emecé, 1953.
— Textos cautivos: Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939). Ed. Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal. Barcelona: Tusquets,1990.
Conley, Tim. “Borges versus Proust: Toward a Combative Literature.” Comparative Literature 55.1 (2003): 42-56.
Craig, Herbert E., Marcel Proust and Spanish America: From Critical Response to Narrative Dialogue. Lewisburg: Bucknell University Press: 2002.
Crémieux, Benjamin. “Un débat avec M. Louis de Robert sur la composition chez Proust.” Du côté de chez Proust. París: Lemarget, 1929. 65-94.
Dandieu, Arnaud. “Marcel Proust: Su revelación psicológica.” Sur 24 (1936): 40-79, 25 (1936): 25-49, 26 (1936): 74-108, 27 (1936): 88-104.
Irazusta, Julio. “Una opinión de Santayana sobre el testimonio filosófico de Proust.” Sur 26 (1936): 121-124.
Ortega y Gasset, José. “Ideas sobre la novela.” La deshumanización del arte. Madrid: Revista de Occidente, 1925. 83-149.
Proust, Marcel. À la recherche du temps perdu. 4 tomos. Ed. de Jean-Yves Tadié. París: Pléiade, 1987-1989.
Rivas Cherif, Cipriano. “Por el camino de Swann.” La Pluma 2.16 (1921): 187.
Rodríguez Monegal, Emir. Jorge Luis Borges: A Literary Biography. Nueva York: E. P. Dutton, 1978.
Santayana, George. “Proust on Essences.” Life & Letters 2.13 (1929): 455-459.
Sorrentino, Fernando. “La novela que Borges jamás escribió.” La Nación 17 de agosto de 1997. Suplemento “Cultura”: 4.
— Siete conversaciones con Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Casa Pardo, 1973.
Sun, Haiqing. “Hong Lou Meng in Jorge Luis Borges’s Narrative.” Variaciones Borges 22 (2006): 15-33.
Veres, Luis. “Borges y el género de la novela.” Espéculo 25 (2003). 
Williamson, Edwin. Borges: A Life. New York: Viking, 2004.



En Variaciones Borges 26 (2008)




Agradecemos el aporte de Yonah Kranz [+] que me acercó el texto para este blog.



30/3/16

Juan José Saer: Borges francófobo






«Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo»: el 29 de enero de 1937, Borges publicaba esta frase en su columna literaria de la revista El Hogar, un semanario mundano para el que escribió, de 1936 a 1939, una serie de ensayos, reseñas bibliográficas y biografías sucintas de escritores contemporáneos. Seleccionadas y reunidas en libro en 1986, esas crónicas son sin duda el texto más importante de Borges aparecido en volumen desde El hacedor (1960). A diferencia de las autoimitaciones deslavadas de los años setenta, los Textos cautivos nos sumergen otra vez en la efervescencia borgiana de la década del treinta, y en los antecedentes teóricos inmediatos de muchas de sus páginas fundamentales. Al margen de los grandes mitos culturales de su obra, esos artículos periodísticos han preservado sus lecturas cotidianas y, sobre todo, el juicio que le merecen sus contemporáneos, de los que, salvo rarísimas excepciones, no se ocupan los ensayos críticos de Inquisiciones y de Discusión.
Las almas delicadas (de las que formo parte) deben abandonar toda esperanza antes de entrar: lo arbitrario se pasea con total libertad en esas páginas. En primer lugar, la predilección de Borges por la literatura anglosajona deja de ser un mero gusto estético para alcanzar las fronteras de la obsecuencia, y en cuanto a sus ideas políticas, no problem: se ajustan en todo a la doctrina oficial del Foreign Office. Pero a eso ya nos tenía acostumbrados. Su inclinación conocida por ciertos escritores de segundo orden (H. G. Wells, Chesterton, Leon Bloy) es complementada en esta antología por la exaltación o la mención de autores de tercero, de cuarto e incluso de ene-orden. Es verdad que, de los grandes, aparecen O’Neill, Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, pero son únicamente estos dos últimos los que salen ilesos. Los elogios que reciben Pound, Joyce o Eliot vienen siempre acompañados de críticas severas. Así, Pound, por ejemplo, igual que Mallarmé y James Joyce, incurre en la «coquetería literaria» de usar la inteligencia para simular el desorden. Y Joyce, si bien es probablemente el escritor más eminente de su época, «sus primeros libros (anteriores a Ulises) no son importantes», y, en cuanto a Finnegans Wake, es una «concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes»: los de Jules Laforgue le parecen superiores. En compañía de estos rigores cuánta admiración, benevolencia o imparcialidad para autores como Ellery Queen, Louis Golding, Countee Cullen, Eddna Ferber e incluso Mae West (por su contribución a la literatura moderna y no al arte cinematográfico).
Una sola pasión puede compararse en intensidad a la anglofilia de Borges: su francofobia. Si no vacila en ser neutro con Mae West, complaciente con un tal Alan Griffiths (título de su novela: Of Course, Vitelli!), es implacable con Corneille, sangriento con Breton, desdeñoso con Baudelaire. Llama a Isidore Ducasse «el intolerable conde de Lautréamont» y afirma que Rimbaud fue «un artista en busca de experiencias que no logró». En media página, mata de un solo tiro dos pájaros de especies diferentes, Etiemble y Daniel-Rops; en otra ridiculiza a Romain Rolland, y en párrafos sucesivos se permite ser condescendiente con Jules Romains (a causa de una epopeya en verso) y con Lenormand. A pesar de que ya estamos en 1939 no se encuentra, en las 338 páginas del volumen, la menor referencia a Gide o a Proust. Dos autores se salvan de la hecatombe: Henri Duvernois, porque su libro «acaso no es inferior a los más intensos de Wells», y Robert Aron, autor de una novela llamada La victoria de Waterloo, título que podría explicar el entusiasmo de Borges, que no se priva de ilustrar a sus lectores: «el título puede parecer paradójico en París, pero para nosotros, los argentinos, Waterloo no es una derrota». A simple vista, adivinamos una especie de alergia a lo que Thomas De Quincey —uno de los maestros de Borges— llamó «las normas parisinas en materia de sentimiento».
Por curioso que parezca, esos dislates, esas manías —qué escritor no los comete o no las tiene—, todos esos extraños caprichos reunidos constituyen una excelente literatura, y Textos cautivos (el título es de los compiladores), por su sensatez teórica, por su gracia verbal, por su humor constante, merece figurar entre los mejores libros de Borges. Las «biografías sintéticas de autores» recuerdan las biografías de facinerosos de la Historia universal de la infamia, y las reseñas críticas, los resúmenes de libros imaginarios de los años cuarenta, con la delicia suplementaria de que muchos de los libros verdaderos que comenta son más inverosímiles que los ficticios. Fue probablemente el primero que habló de William Faulkner en idioma español: «en sus novelas no sabemos qué pasa, pero sabemos que lo que pasa es terrible». Es, me parece, gracias a las obligaciones didácticas de esos artículos periodísticos, que el barroquismo un poco decorativo de su prosa juvenil adquiere la sencillez y la precisión incomparable de los grandes textos de las dos décadas venideras.
Pero volvamos a un tema preciso de esas crónicas: Paul Valéry. En la «biografía sintética» más que sibilina que le dedica, adverbios, opiniones indirectas y adjetivos ambiguos, califican la prosa de Valéry, después de haber demolido en forma lapidaria su poesía. Según Borges, «Monsieur Teste es quizá la invención más extraordinaria de las letras actuales». Pero, en el contexto, «extraordinaria» no es necesariamente un elogio, y podemos interpretarla como «curiosa», «inverosímil», «monstruosa». Ya en un artículo importante de 1930, «La supersticiosa ética del lector», leemos que «el hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables y olvidados renglones de La Fontaine y asevera de ellos (contra alguien): les plus beaux vers du monde». Es verdad que a la muerte de Valéry, en 1945, Borges escribió su necrológica, en la revista Sur, pero, a pesar de algunos elogios de circunstancia, la sempiterna objeción vuelve a aparecer: «Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger de Valéry». ¡Una idea fija! En Santa Fe, una tarde de 1968, es decir treinta y ocho años después de las primeras reticencias, durante una caminata se detuvo bruscamente y me lanzó a quemarropa: «¿No le parece una grosería de parte de Valéry llamar “Cabeza” (Teste) a un señor muy inteligente?»
La «biografía sintética» de Paul Valéry apareció en El Hogar el 22 de enero de 1937, es decir una semana antes de que apareciera, en un artículo sobre Unamuno, la frase que cito al principio: «Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo…». Un año y medio más tarde, el 10 de junio de 1938, Borges reseña (y refuta) la Introduction a la Poétique, publicación en volumen del curso de Valéry en el Collège de France. De ese libro, Borges cita la idea de Valéry según la cual una verdadera historia de la literatura debería ser «una historia del espíritu como productor o consumidor de literatura, historia que podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor». Más adelante, analizando otros conceptos (en particular el de la literatura como resultado de una simple combinatoria de las propiedades del lenguaje y, por otra parte, el de que la obra literaria sólo existe en acto, lo que equivale a decir durante la lectura), Borges observa una contradicción: «Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector». Y Borges analiza esa variación histórica de un texto literario, tomando como ejemplo un verso de Cervantes.
Espero que mis lectores ya perciban el sentido de mi demostración: en los escritos periodísticos que acabo de señalar está el origen del primer cuento de Ficciones, el primer cuento que Borges escribió, en 1939, después de un accidente grave, un cuento que, por otra parte, goza de una celebridad mundial y de una estima particular entre sus lectores franceses: me refiero a «Pierre Menard, autor del Quijote». Ese cuento ha servido a muchos estudiosos para deducir de él la quintaesencia de la poética borgiana, su manifiesto sobre la figura del creador y de su concepción de la literatura. En rigor de verdad, la idea que Borges tiene de la literatura es exactamente opuesta a la de Pierre Menard: su cuento es una sátira de «las normas parisinas en materia de sentimiento» y el personaje principal una caricatura, o una reducción al absurdo, de Paul Valéry. Comparar a Borges con su criatura sería, más que una equivocación crítica, una verdadera ofensa: para Borges, Pierre Menard es, en el mejor de los casos, un frívolo, y, en el peor, un plagiario y un charlatán.
«Pierre Menard…» es uno de los hechos más curiosos de la literatura contemporánea: un texto al que la crítica, que sin embargo rara vez deja de percibir su intención satírica, se obstina en interpretar al revés de lo que el autor se ha propuesto. Se ha querido ver repetidas veces en el personaje de Pierre Menard la figura emblemática de todo escritor, pero esa interpretación, que puede ser válida para todo el mundo, no lo es para Borges. De los diecisiete cuentos que contiene Ficciones, es el único claramente cómico, y en los otros cuentos en que se habla de escritores, como el «Examen de la obra de Herbert Quain» o «El milagro secreto», la concepción del trabajo y de la ética del hombre de letras (experimentación y dignidad política) contrastan sugestivamente con las ambigüedades de «Pierre Menard…». Casi treinta años después de haber escrito «Pierre Menard…», Borges compuso con Bioy Casares una parodia, «Homenaje a César Paladión», donde, con trazos un poco más gruesos, construye otra figura de plagiario. Los dos cuentos tienen aproximadamente el mismo esquema: un esnob se empecina en exaltar, contra toda evidencia, una personalidad literaria que no es otra cosa que un farsante. En los cuentos encontramos una situación narrativa idéntica: del personaje en cuestión, el lector sabe más que el narrador, ya que al lector le es permitido juzgar imparcialmente los elementos que presenta el narrador, a quien la admiración obnubila. Así el narrador de «Pierre Menard…», que no vacila en creer que su admirado maestro ha reescrito palabra por palabra ciertos capítulos del Quijote, se niega a examinar la cuestión capital de los borradores, esos borradores que nadie ha visto y que permiten legítimamente sospechar a los detractores de Menard que su supuesta reescritura no es más que una simple transcripción, es decir un plagio. Pero el plagio (que, por otra parte, es una obsesión borgiana y no únicamente en relación con una metafísica de la identidad) es ridiculizado no por razones morales, sino por ser el síntoma de una teoría literaria equivocada. El plagiario César Paladión llama a sus apropiaciones —Emile, Egmont, Le chien des Barkerville, Les georgiques en traducción española, e incluso De divinatione en latín, etcétera— una «ampliación de unidades», imitando el ejemplo de Pound o Eliot que en sus obras poéticas incluyen fragmentos de diversos autores. Su crédulo comentador menciona un tratado, La línea Paladión-Pound-Eliot que, como por casualidad, fue impreso en París en 1937. Demás está decir que Paladión es contemporáneo de Menard y que su exégeta lo compara con Goethe, con quien «comparte» un Egmont. Para el panegirista de Nîmes «el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes», que le parece innecesario y contingente, y no vacila en considerar a Cervantes un mero precursor del «simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste».
Es verdad que hay una ambigüedad deliberada en el cuento, pero su razón de ser está en la verosimilitud del contexto narrativo y no en una supuesta adhesión borgiana a las teorías literarias de su personaje. La alusión a John Wilkins y a Raymundo Lulio como antecedentes de la concepción que Valéry tiene del lenguaje y de la literatura no debe hacernos olvidar que, en repetidas ocasiones, Borges ha considerado el lenguaje universal de Wilkins y el Ars Magna de Lulio como meras curiosidades no exentas de ridículo. Esos pretendidos fundamentos teóricos de la práctica literaria de Menard no soportan el contraste con las enormidades —Cervantes precursor— que profiere su exégeta. La virulencia de la sátira excede incluso lo puramente literario: los amigos de Pierre Menard coquetean con el fascismo (alusión a D’Annunzio, otra bête noire de Borges), y el narrador —que algunos han confundido estúpidamente con Borges— se permite insidiosas alusiones antisemitas: «el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras».
Podemos pues afirmarlo sin vacilaciones: «Pierre Menard, autor del Quijote» es un arreglo de cuentas con la literatura francesa —o con la idea que Borges se hacía en los años treinta de la literatura francesa. Particularmente, con el simbolismo y el postsimbolismo y, personalmente, con la figura de Paul Valéry. Ignorarlo, equivaldría a ignorar l’element transatlantique de sa nature (Henry James). Excepción hecha de Flaubert, de algunos versos de Verlaine y del inenarrable Leon Bloy, Borges consideraba la literatura francesa como artificial y frívola. Que esa convicción era intensa lo demuestra el hecho de que llega a tratar de frívolo incluso a Pascal.
Obviamente, la frivolidad francesa es un lugar común, un prejuicio, y de ningún modo un concepto y, en general, las opiniones de Borges sobre la literatura francesa se manifiestan mediante observaciones satíricas o rasgos de malhumor. Tal vez habría que preguntarse si esas reticencias borgianas no revelan una suerte de incompatibilidad. Si en el mejor de los casos Pierre Menard no es un estafador, podríamos preguntarnos si lo que Borges critica en su método literario (el de Valéry), no es una especie de voluntarismo conceptual que él juzga inadecuado para la creación literaria. Si esto fuese verdad (y muchos textos de Borges que no puedo citar aquí podrían tal vez testimoniarlo) nos encontraríamos ante una curiosa paradoja: Borges sería exaltado por la crítica francesa en nombre de ciertos valores literarios a los que Borges se opuso durante toda su vida. Por una coincidencia histórica, la obra de Borges comienza a ser apreciada en Francia en pleno auge del formalismo estructuralista y postestructuralista, que ha puesto de relieve, preferentemente, una versión intelectualista de sus escritos. En mi opinión, esa versión es tan legítima como cualquier otra. De lo que no estoy seguro, es de que esa opinión pueda ser también la de Borges. Y no son sus salidas caprichosas de los últimos años, sino muchos de sus textos capitales los que me hacen dudar. Hacer de Borges una especie de discípulo de Pierre Menard es tan aventurado como identificar la filosofía política de Shakespeare con las ambiciones truculentas de Macbeth.
(1990)

Juan José Saer: El concepto de ficción (1997)
© 1997, Herederos de Juan José Saer
© 1997, Companía Editora Espasa Calpe Argentina S.A./Aries
Buenos Aires, Seix Barral, 2014 (cuarta edición)

Foto: Juan José Saer por Fabián Marelli Vía


12/10/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: La llegada del hombre a la Luna ("En diálogo", II, 65)






Osvaldo Ferrari: Hay un hecho de nuestra época, Borges, que a usted parece impresionarlo particularmente, y del que a pesar de haber ocurrido hace relativamente poco tiempo, no se suele hablar; me refiero a la llegada del hombre a la Luna.

Jorge Luis Borges: Sí, yo escribí un poema sobre ese tema. Ahora, por razones políticas, es decir, circunstanciales y efímeras, la gente tiende a disminuir la importancia de esa hazaña que, para mí, es la hazaña capital de nuestro siglo. Y absurdamente se ha comparado el descubrimiento de la Luna con el descubrimiento de América. Eso parece imposible, pero sin embargo es bastante frecuente. Claro, por la palabra descubrimiento; ya que la gente está acostumbrada a “descubrimiento de América”, entonces se aplica a “descubrimiento de la Luna”, o al descubrimiento de, no sé, de que hay otra vida, por ejemplo, ¿no? Bueno, yo creo que una vez inventada la nave, una vez inventados, digamos, los remos, el mástil, el velamen, el timón, el descubrimiento de América era inevitable. Me atrevería a decir que hablar “del descubrimiento” es una ligereza, sería mejor hablar de los descubrimientos de América, ya que hubo tantos. Podemos empezar por los de carácter mítico, por ejemplo, la Atlántida, que encontramos en las páginas de Platón y de Séneca; o los viajes de San Brandán, aquellos viajes en que se llegaba a islas con lebreles de plata que persiguen a ciervos de oro. Pero, podemos dejar esos mitos, que quizá son un reflejo transformado de hechos reales, y podemos llegar al siglo X; y ahí tenemos una fecha segura con la aventura de aquel caballero, que fue también un viking, y también, como tanta gente de aquellas latitudes, de aquella época, un asesino: parece que Erico, Erico el Rojo, debía, como decimos ahora, varias muertes en Noruega. Que eso hizo que fuera a la isla de Islandia, ahí debió otras muertes y tuvo que huir hacia el Oeste. Imaginemos que las distancias entonces eran mucho mayores que las de ahora, ya que el espacio se mide por el tiempo. Pues bien, él y sus naves llegaron a una isla que llamaron Groenlandia —creo que es greneland en islandés—. Ahora, hay dos explicaciones: se habla del color verde de los hielos —eso parece inverosímil— y de que Erico le dio el nombre de Groenlandia (tierra verde) para atraer a colonos. Erico el Rojo es un hermoso nombre para un héroe, y para un héroe del Norte, ¿no?

—Para un héroe sangriento.

—Para un héroe sangriento, sí. Erico el Rojo era pagano, pero no sé si era devoto de Odín, que da su nombre al miércoles inglés, o de Thor, que dio su nombre al thursday, el jueves, ya que se identificaba a uno con Mercurio —el miércoles— y al otro con Jove, Júpiter —el jueves—o El hecho es que llegó a Groenlandia, que llevó colonos con él, que hizo dos expediciones... y luego su hijo, Leif Ericson, descubre el continente: llega a Labrador, y más allá de lo que es ahora la frontera del Canadá, entra en lo que ahora son los Estados Unidos. Y luego tenemos los ulteriores descubrimientos, bueno, de Cristóbal Colón, de Américo Vespucio, que da su nombre al continente. Y después se pierde la cuenta de navegantes portugueses, holandeses, ingleses, españoles, de todas partes, que van descubriendo nuestro continente. Ahora, ellos buscaban las Indias, y tropezaron con este continente, que es tan importante ahora, en el cual estamos nosotros conversando.

—Creyeron, además, que era parte de las Indias.

—Sí, creyeron que era parte de las Indias, por eso usaron la palabra indio, que se aplica a los indígenas de aquí. Es decir, todo eso era un hecho fatal que tenía que ocurrir; y la prueba de ello es que ocurrió, bueno, históricamente a partir del siglo X. y de cualquier modo habría ocurrido, dado el hecho de que había navegación. En cambio, el descubrimiento de la Luna es completamente distinto. Se trata de una empresa no sólo física —no quiero negar el coraje de Armstrong y de los otros— sino de una empresa intelectual y científica; fue algo planeado, algo ejecutado, no un don del azar. Es completamente distinta, y además, es algo —creo que ocurrió en el año sesenta y nueve, si no estoy equivocado— que honra a la humanidad, no sólo porque participaron hombres de diversas naciones, sino por el hecho; bueno, haber llegado a la Luna no es poca hazaña. Y curiosamente, dos novelistas que escribieron libros sobre ese tema, me refiero... el primero, cronológicamente, fue Julio Verne, y el otro, evidentemente, H. G. Wells; ambos descreían de la posibilidad de la empresa. Y yo recuerdo, cuando publicó su primera novela Wells, Verne estaba muy escandalizado, y dijo: él inventa; porque Verne era un francés razonable, a quien le parecían extravagantes los sueños, las excentricidades de Wells. Los dos creyeron que era imposible, aunque en algún libro de Wells, no recuerdo cuál, se habla de la Luna, y se dice que esa Luna será el primer trofeo del hombre en la conquista del espacio. Ahora, pocos días después de la ejecución de la hazaña, yo me sentí muy feliz —y creo que en el poema yo digo que no hay un hombre en el mundo que sea más feliz, ahora que se ha ejecutado esa hazaña—, vino a verme el agregado cultural de la embajada soviética, y, más allá de los prejuicios, bueno, limítrofes, digamos, o cartográficos, que están de moda ahora, me dijo: “Ha sido la noche más feliz de mi vida”. Es decir, él se olvidó del hecho de que aquello hubiera sido organizado en los Estados Unidos, y pensó simplemente: hemos llegado a la luna, la humanidad ha llegado a la Luna. Pero ahora, el mundo se ha mostrado extrañamente ingrato con los Estados Unidos. Por ejemplo, Europa ha sido salvada dos veces, bueno, de crueldades absurdas, por los Estados Unidos: la Primera y la Segunda Guerra Mundial; la literatura actual es inconcebible sin... vamos a mencionar tres nombres: digamos Edgar Allan Poe, Walt Whitman, y Herman Melville, para no decir nada de Henry James. Pero no sé por qué no se reconocen esas cosas. Quizá por el poderío de los Estados Unidos. Bueno, Berkeley, el filósofo, ya dijo que el cuarto y el máximo imperio de la historia sería el de América. Y él se propuso preparar a los colonos de las Bermudas, y a los pieles rojas, para su futuro destino imperial (ríe). Tenemos entonces esta gran hazaña, la hemos visto, nos hemos sentido muy felices; y ahora tendemos, mezquinamente, a olvidarla. Pero, yo estoy monopolizando este diálogo (ríe).

—(Ríe.) Es que es muy interesante. Pocos años antes había empezado... el comienzo de la hazaña se había dado en el año cincuenta y siete, cuando se lanzó —bueno, aquí fue la Unión Soviética— el primer satélite artificial. Y doce años después...

—Es decir, que esos dos países rivales estaban, de hecho, colaborando.

—Colaborando en esta carrera espacial.

—Sí, sería por razones de rivalidad, pero el hecho es que debemos a esa rivalidad la ejecución de esa hazaña.

—Del hombre.

—Sí, esa hazaña del hombre, que para mí es la máxima de este siglo. Claro que fue posible mediante las computadoras, etcétera, que fueron una invención de este siglo también, ¿eh? Es decir... este siglo, claro, todos sentimos que estamos declinando, pero pensamos en razones éticas o económicas; especialmente en este país. Bueno, quizá la literatura del siglo XIX fue más rica; ahora se han inventado una cantidad de ciencias absurdas, por ejemplo, la psicología dinámica, o la sociolingüística. Pero, en fin, ésas son bromas pasajeras, ¿no? (ríen ambos); esperemos que sean rápidamente olvidadas. No obstante, científicamente no puede negarse todo lo que se ha hecho.

—Claro, tiene razón usted, porque según lo que hemos dicho, hace sólo veintiocho años que el hombre inicia, digamos, la aventura de salir de la Tierra; y sin embargo, no se habla de eso como se supone que...

—No, no se habla de eso porque como se está hablando de elecciones; claro, se está hablando del tema más melancólico de todos, que es la política. Lo digo, ciertamente no por primera vez, que soy enemigo del Estado y de los Estados; y del nacionalismo, que es una de las lacras de nuestro tiempo. Eso de que cada uno insista en el privilegio de haber nacido en tal o cual ángulo o rincón del planeta, ¿no?, y que estemos tan lejos del antiguo sueño de los estoicos, que en un momento en que la gente se definía por la ciudad: Tales de Mileto, Zenón de Elea, Heráclito de Efeso, etcétera, ellos decían que eran ciudadanos del mundo; lo cual tiene que haber sido una paradoja escandalosa para los griegos.

—Sin embargo, volviendo a los griegos, quizá podría verse la llegada del hombre a la Luna como una última consecuencia de aquello que Denis de Rougemont llamó “la aventura occidental del hombre”.

—Es cierto.

—Que pasa a través de las empresas que vemos en La Ilíada o en La Odisea, que pasa, naturalmente, por la empresa de Cristóbal Colón.

—Bueno, existe el hábito de hablar mal de los imperios, pero los imperios son un principio de cosmópolis, digamos.

—¿De cosmopolitismo dice usted?

—Sí, yo creo que los imperios, en ese sentido, han hecho bien. Por ejemplo, divulgando ciertos idiomas; actualmente creo que el porvenir inmediato será del castellano y del inglés. Desgraciadamente el francés está declinando, y el ruso y el chino son idiomas demasiado difíciles. Pero, en fin, todo eso puede ir llevándonos a esa deseada unidad, que aboliría, desde luego, la posibilidad de guerras, que es otro de los peligros actuales.

—Ahora, dentro de ese espíritu occidental, dentro de esa curiosidad occidental, que ha permitido los descubrimientos a lo largo del tiempo, y ahora que usted habló de los imperios, hay que acordarse que Colón hizo su descubrimiento en nombre de “La Cristiandad”, y que Colón fue llamado “Colomba Christi Ferens”, es decir, paloma portadora de Cristo.

—Ah, qué lindo, yo no sabía eso; claro, colomba, sí.

—Sí, Cristóbal, además, alude a Cristo...

—Sí, porque yo recuerdo, hay un grabado —no sé de quién es, y es famoso— en que está San Cristóbal llevando al niño Jesús, atravesando un río.

—Entonces, ¿puede verse “La Cristiandad” que origina el descubrimiento de Colón, como una versión de imperio, diría usted, en aquel momento?

—Y por qué no, y actualmente, bueno, el Islam ahora ha tomado una forma política; pero, en fin, es la manera en que ocurre eso, es decir, que a la larga... y, a la larga, todas las cosas son buenas.

—En aquel momento, el descubrimiento se hizo yendo hacia lo desconocido; en cambio, estas empresas de los Estados Unidos y la Unión Soviética para salir de la Tierra, bueno, quizá también conduzcan a lo desconocido.

—Desde luego, y en cuanto a la Luna, bueno, la luna de Virgilio y la luna de Shakespeare ya eran ilustres antes del descubrimiento, ¿no?

—Ciertamente.

—Sí, y nos han acompañado tanto; hay algo tan íntimo en la Luna... qué extraño, hay una frase de Virgilio que habla de “Amica silentia lune”. Ahora, él se refiere a los breves períodos de oscuridad que permiten a los griegos bajar del caballo de madera, e invadir Troya. Pero Wilde, que sin duda sabía lo que yo he dicho, prefiere hablar de “Los amistosos silencios de la Luna”; y yo, en un verso mío he dicho: “La amistad silenciosa de la Luna / (cito mal a Virgilio) te acompaña”.

—De cualquier manera, aun en este caso seguimos necesitando la presencia de lo desconocido.

—Y, yo creo que es muy necesaria, pero nunca nos faltará, ya que, suponiendo que exista el mundo externo; y yo creo que sí, que podemos conocer de él a través de las intuiciones que tenemos y de cinco sentidos corporales. Voltaire imaginó que no era imposible suponer cien sentidos; y ya con uno más cambiaría toda nuestra visión del mundo. Por lo pronto, la ciencia ya lo ha cambiado, porque lo que para nosotros es un objeto sólido, es para la ciencia, bueno, un sistema de átomos, de neutrones y electrones; nosotros mismos estaríamos hechos de esos sistemas atómicos y nucleares.

—Precisamente, no obstante, la hazaña de llegar a la Luna hubiera asombrado, y hubiera hecho pensar en lo desconocido a hombres de siglos anteriores.

—Y la habrían celebrado.

—El mismo Wells, que pertenece al siglo anterior y al nuestro, consideró que era imposible, como usted lo recordó.

—Sí, pero es que Wells, a diferencia de Julio Verne, se jactaba de que sus imaginaciones eran imposibles. Es decir, él estaba seguro de que no habría una máquina que viajara no sólo por el espacio, sino por el tiempo, con mayor velocidad que nosotros. Él estaba seguro de que era imposible un hombre invisible, y estaba seguro también de que no se llegaría a la Luna; él se jactaba de eso. Pero ahora parece que la realidad se encargó de desmentirlo, y de decirle que lo que él creía imaginario, era simplemente profético; no era más que profético.


Osvaldo Ferrari,  En diálogo, II, 65 
Buenos Aires, 1998
Foto: Borges y O. Ferrari c. 1984 Vía

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