Osvaldo Ferrari: Hay un hecho de
nuestra época, Borges, que a usted parece impresionarlo particularmente, y del
que a pesar de haber ocurrido hace relativamente poco tiempo, no se suele
hablar; me refiero a la llegada del hombre a la Luna.
Jorge Luis Borges: Sí, yo escribí un poema
sobre ese tema. Ahora, por razones políticas, es decir, circunstanciales y
efímeras, la gente tiende a disminuir la importancia de esa hazaña que, para
mí, es la hazaña capital de nuestro siglo. Y absurdamente se ha comparado el
descubrimiento de la Luna con el descubrimiento de América. Eso parece
imposible, pero sin embargo es bastante frecuente. Claro, por la palabra
descubrimiento; ya que la gente está acostumbrada a “descubrimiento de
América”, entonces se aplica a “descubrimiento de la Luna”, o al descubrimiento
de, no sé, de que hay otra vida, por ejemplo, ¿no? Bueno, yo creo que una vez
inventada la nave, una vez inventados, digamos, los remos, el mástil, el
velamen, el timón, el descubrimiento de América era inevitable. Me atrevería a
decir que hablar “del descubrimiento” es una ligereza, sería mejor hablar de
los descubrimientos de América, ya que hubo tantos. Podemos empezar por los de
carácter mítico, por ejemplo, la Atlántida, que encontramos en las páginas de
Platón y de Séneca; o los viajes de San Brandán, aquellos viajes en que se
llegaba a islas con lebreles de plata que persiguen a ciervos de oro. Pero,
podemos dejar esos mitos, que quizá son un reflejo transformado de hechos
reales, y podemos llegar al siglo X; y ahí tenemos una fecha segura con la
aventura de aquel caballero, que fue también un viking, y también, como
tanta gente de aquellas latitudes, de aquella época, un asesino: parece que
Erico, Erico el Rojo, debía, como decimos ahora, varias muertes en Noruega. Que
eso hizo que fuera a la isla de Islandia, ahí debió otras muertes y tuvo que
huir hacia el Oeste. Imaginemos que las distancias entonces eran mucho mayores
que las de ahora, ya que el espacio se mide por el tiempo. Pues bien, él y sus
naves llegaron a una isla que llamaron Groenlandia —creo que es greneland
en islandés—. Ahora, hay dos explicaciones: se habla del color verde de los
hielos —eso parece inverosímil— y de que Erico le dio el nombre de Groenlandia
(tierra verde) para atraer a colonos. Erico el Rojo es un hermoso nombre para
un héroe, y para un héroe del Norte, ¿no?
—Para un héroe sangriento.
—Para
un héroe sangriento, sí. Erico el Rojo era pagano, pero no sé si era devoto de
Odín, que da su nombre al miércoles inglés, o de Thor, que dio su nombre al thursday,
el jueves, ya que se identificaba a uno con Mercurio —el miércoles— y al otro
con Jove, Júpiter —el jueves—o El hecho es que llegó a Groenlandia, que llevó
colonos con él, que hizo dos expediciones... y luego su hijo, Leif Ericson,
descubre el continente: llega a Labrador, y más allá de lo que es ahora la
frontera del Canadá, entra en lo que ahora son los Estados Unidos. Y luego
tenemos los ulteriores descubrimientos, bueno, de Cristóbal Colón, de Américo
Vespucio, que da su nombre al continente. Y después se pierde la cuenta de
navegantes portugueses, holandeses, ingleses, españoles, de todas partes, que
van descubriendo nuestro continente. Ahora, ellos buscaban las Indias, y
tropezaron con este continente, que es tan importante ahora, en el cual estamos
nosotros conversando.
—Creyeron, además, que era parte de
las Indias.
—Sí,
creyeron que era parte de las Indias, por eso usaron la palabra indio, que se
aplica a los indígenas de aquí. Es decir, todo eso era un hecho fatal que tenía
que ocurrir; y la prueba de ello es que ocurrió, bueno, históricamente a partir
del siglo X. y de cualquier modo habría ocurrido, dado el hecho de que había
navegación. En cambio, el descubrimiento de la Luna es completamente distinto.
Se trata de una empresa no sólo física —no quiero negar el coraje de Armstrong
y de los otros— sino de una empresa intelectual y científica; fue algo
planeado, algo ejecutado, no un don del azar. Es completamente distinta, y
además, es algo —creo que ocurrió en el año sesenta y nueve, si no estoy
equivocado— que honra a la humanidad, no sólo porque participaron hombres de
diversas naciones, sino por el hecho; bueno, haber llegado a la Luna no es poca
hazaña. Y curiosamente, dos novelistas que escribieron libros sobre ese tema,
me refiero... el primero, cronológicamente, fue Julio Verne, y el otro,
evidentemente, H. G. Wells; ambos descreían de la posibilidad de la empresa. Y
yo recuerdo, cuando publicó su primera novela Wells, Verne estaba muy
escandalizado, y dijo: él inventa; porque Verne era un francés razonable, a
quien le parecían extravagantes los sueños, las excentricidades de Wells. Los
dos creyeron que era imposible, aunque en algún libro de Wells, no recuerdo
cuál, se habla de la Luna, y se dice que esa Luna será el primer trofeo del
hombre en la conquista del espacio. Ahora, pocos días después de la ejecución
de la hazaña, yo me sentí muy feliz —y creo que en el poema yo digo que no hay
un hombre en el mundo que sea más feliz, ahora que se ha ejecutado esa hazaña—,
vino a verme el agregado cultural de la embajada soviética, y, más allá de los
prejuicios, bueno, limítrofes, digamos, o cartográficos, que están de moda
ahora, me dijo: “Ha sido la noche más feliz de mi vida”. Es decir, él se olvidó
del hecho de que aquello hubiera sido organizado en los Estados Unidos, y pensó
simplemente: hemos llegado a la luna, la humanidad ha llegado a la Luna. Pero
ahora, el mundo se ha mostrado extrañamente ingrato con los Estados Unidos. Por
ejemplo, Europa ha sido salvada dos veces, bueno, de crueldades absurdas, por
los Estados Unidos: la Primera y la Segunda Guerra Mundial; la literatura
actual es inconcebible sin... vamos a mencionar tres nombres: digamos Edgar
Allan Poe, Walt Whitman, y Herman Melville, para no decir nada de Henry James.
Pero no sé por qué no se reconocen esas cosas. Quizá por el poderío de los
Estados Unidos. Bueno, Berkeley, el filósofo, ya dijo que el cuarto y el máximo
imperio de la historia sería el de América. Y él se propuso preparar a los colonos
de las Bermudas, y a los pieles rojas, para su futuro destino imperial (ríe).
Tenemos entonces esta gran hazaña, la hemos visto, nos hemos sentido muy
felices; y ahora tendemos, mezquinamente, a olvidarla. Pero, yo estoy
monopolizando este diálogo (ríe).
—(Ríe.) Es que es muy interesante.
Pocos años antes había empezado... el comienzo de la hazaña se había dado en el
año cincuenta y siete, cuando se lanzó —bueno, aquí fue la Unión Soviética— el
primer satélite artificial. Y doce años después...
—Es
decir, que esos dos países rivales estaban, de hecho, colaborando.
—Colaborando en esta carrera
espacial.
—Sí,
sería por razones de rivalidad, pero el hecho es que debemos a esa rivalidad la
ejecución de esa hazaña.
—Del hombre.
—Sí,
esa hazaña del hombre, que para mí es la máxima de este siglo. Claro que fue
posible mediante las computadoras, etcétera, que fueron una invención de este
siglo también, ¿eh? Es decir... este siglo, claro, todos sentimos que estamos
declinando, pero pensamos en razones éticas o económicas; especialmente en este
país. Bueno, quizá la literatura del siglo XIX fue más rica; ahora se han
inventado una cantidad de ciencias absurdas, por ejemplo, la psicología
dinámica, o la sociolingüística. Pero, en fin, ésas son bromas pasajeras, ¿no?
(ríen ambos); esperemos que sean rápidamente olvidadas. No obstante,
científicamente no puede negarse todo lo que se ha hecho.
—Claro, tiene razón usted, porque
según lo que hemos dicho, hace sólo veintiocho años que el hombre inicia,
digamos, la aventura de salir de la Tierra; y sin embargo, no se habla de eso
como se supone que...
—No,
no se habla de eso porque como se está hablando de elecciones; claro, se está
hablando del tema más melancólico de todos, que es la política. Lo digo,
ciertamente no por primera vez, que soy enemigo del Estado y de los Estados; y
del nacionalismo, que es una de las lacras de nuestro tiempo. Eso de que cada
uno insista en el privilegio de haber nacido en tal o cual ángulo o rincón del
planeta, ¿no?, y que estemos tan lejos del antiguo sueño de los estoicos, que
en un momento en que la gente se definía por la ciudad: Tales de Mileto, Zenón
de Elea, Heráclito de Efeso, etcétera, ellos decían que eran ciudadanos del
mundo; lo cual tiene que haber sido una paradoja escandalosa para los griegos.
—Sin embargo, volviendo a los
griegos, quizá podría verse la llegada del hombre a la Luna como una última
consecuencia de aquello que Denis de Rougemont llamó “la aventura occidental
del hombre”.
—Es
cierto.
—Que pasa a través de las empresas que vemos en La Ilíada o en La Odisea, que pasa, naturalmente, por la
empresa de Cristóbal Colón.
—Bueno,
existe el hábito de hablar mal de los imperios, pero los imperios son un
principio de cosmópolis, digamos.
—¿De cosmopolitismo dice usted?
—Sí,
yo creo que los imperios, en ese sentido, han hecho bien. Por ejemplo,
divulgando ciertos idiomas; actualmente creo que el porvenir inmediato será del
castellano y del inglés. Desgraciadamente el francés está declinando, y el ruso
y el chino son idiomas demasiado difíciles. Pero, en fin, todo eso puede ir
llevándonos a esa deseada unidad, que aboliría, desde luego, la posibilidad de
guerras, que es otro de los peligros actuales.
—Ahora, dentro de ese espíritu
occidental, dentro de esa curiosidad occidental, que ha permitido los
descubrimientos a lo largo del tiempo, y ahora que usted habló de los imperios,
hay que acordarse que Colón hizo su descubrimiento en nombre de “La
Cristiandad”, y que Colón fue llamado “Colomba Christi Ferens”, es decir, paloma
portadora de Cristo.
—Ah,
qué lindo, yo no sabía eso; claro, colomba, sí.
—Sí, Cristóbal, además, alude a
Cristo...
—Sí,
porque yo recuerdo, hay un grabado —no sé de quién es, y es famoso— en que está
San Cristóbal llevando al niño Jesús, atravesando un río.
—Entonces, ¿puede verse “La
Cristiandad” que origina el descubrimiento de Colón, como una versión de
imperio, diría usted, en aquel momento?
—Y
por qué no, y actualmente, bueno, el Islam ahora ha tomado una forma política;
pero, en fin, es la manera en que ocurre eso, es decir, que a la larga... y, a
la larga, todas las cosas son buenas.
—En aquel momento, el descubrimiento
se hizo yendo hacia lo desconocido; en cambio, estas empresas de los Estados
Unidos y la Unión Soviética para salir de la Tierra, bueno, quizá también
conduzcan a lo desconocido.
—Desde
luego, y en cuanto a la Luna, bueno, la luna de Virgilio y la luna de
Shakespeare ya eran ilustres antes del descubrimiento, ¿no?
—Ciertamente.
—Sí,
y nos han acompañado tanto; hay algo tan íntimo en la Luna... qué extraño, hay
una frase de Virgilio que habla de “Amica silentia lune”. Ahora, él se
refiere a los breves períodos de oscuridad que permiten a los griegos bajar del
caballo de madera, e invadir Troya. Pero Wilde, que sin duda sabía lo que yo he
dicho, prefiere hablar de “Los amistosos silencios de la Luna”; y yo, en un
verso mío he dicho: “La amistad silenciosa de la Luna / (cito mal a Virgilio)
te acompaña”.
—De cualquier manera, aun en este
caso seguimos necesitando la presencia de lo desconocido.
—Y,
yo creo que es muy necesaria, pero nunca nos faltará, ya que, suponiendo que
exista el mundo externo; y yo creo que sí, que podemos conocer de él a través
de las intuiciones que tenemos y de cinco sentidos corporales. Voltaire imaginó
que no era imposible suponer cien sentidos; y ya con uno más cambiaría toda
nuestra visión del mundo. Por lo pronto, la ciencia ya lo ha cambiado, porque
lo que para nosotros es un objeto sólido, es para la ciencia, bueno, un sistema
de átomos, de neutrones y electrones; nosotros mismos estaríamos hechos de esos
sistemas atómicos y nucleares.
—Precisamente, no obstante, la hazaña
de llegar a la Luna hubiera asombrado, y hubiera hecho pensar en lo desconocido
a hombres de siglos anteriores.
—Y
la habrían celebrado.
—El mismo Wells, que pertenece al
siglo anterior y al nuestro, consideró que era imposible, como usted lo
recordó.
—Sí,
pero es que Wells, a diferencia de Julio Verne, se jactaba de que sus
imaginaciones eran imposibles. Es decir, él estaba seguro de que no habría una
máquina que viajara no sólo por el espacio, sino por el tiempo, con mayor
velocidad que nosotros. Él estaba seguro de que era imposible un hombre
invisible, y estaba seguro también de que no se llegaría a la Luna; él se jactaba
de eso. Pero ahora parece que la realidad se encargó de desmentirlo, y de
decirle que lo que él creía imaginario, era simplemente profético; no era más
que profético.
Buenos Aires, 1998
Foto: Borges y O. Ferrari c. 1984 Vía