15/11/18

Jorge Luis Borges: Literatura francesa






Con alguna evidente salvedad (Montaigne, Saint-Simon, Bloy), cabe afirmar que la literatura de Francia tiende a producirse en función de la historia de la literatura. Si cotejamos un manual de la literatura francesa (verbigracia, el de Lanson o el de Thibaudet) con su congénere británico (verbigracia, el de Saintsbury o el de Sampson), comprobaremos no sin estupor que éste consta de concebibles seres humanos y aquél de escuelas, movimientos, generaciones, vanguardias, retaguardias, izquierdas o derechas, cenáculos y referencias al tortuoso destino del capitán Dreyfus. Lo más extraño es que la realidad corresponde a ese frenesí de abstracciones; antes de redactar una línea el escritor francés quiere comprenderse, definirse, clasificarse. El inglés escribe con inocencia, el francés lo hace a favor de a, contra b, en función de c, hacia d… Se pregunta (digamos): ¿Qué tipo de sonetos debe emitir un joven ateo, de tradición católica, nacido y criado en el Nivernais pero de ascendencia bretona, afiliado al partido comunista desde 1944? O, más técnicamente: ¿Cómo aplicar el vocabulario y los métodos de los Rougon-Macquart a la elaboración de una epopeya sobre los pescadores del Morbihan, que una al fervor de Fénelon la gárrula abundancia de Rabelais y que no descuide, por cierto, una interpretación psicoanalítica de la figura de Merlín? Esta premeditación que es la nota de la literatura francesa la hace abundar no sólo en composiciones de rigor clásico sino en felices o infelices extravagancias; basta, en efecto, que un hombre de letras francés profese una doctrina para que la aplique hasta el fin, con una especie de feroz probidad. Racine y Mallarmé (ignoro si la metáfora es tolerable) son el mismo escritor, ejecutando con el mismo decoro dos tareas disímiles… Hacer escarnio de esa premeditación no es difícil; conviene recordar, sin embargo, qué ha producido la literatura francesa, acaso la primera del orbe.

 «La paradoja de Apollinaire», 1946



En Borges A/Z
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Colección La Biblioteca de BabelFoto: Borges por  Marcello Mencarini (Leemage) Vía



13/11/18

Jorge Luis Borges: Un libro de Thomas Mann sobre Schopenhauer [R]





6 de enero de 1939


La gloria suele calumniar a los hombres; a ninguno, tal vez, como a Schopenhauer. Una cara de mono deteriorado y una antología de malhumores (reunidos bajo el mote sensacional El amor, las mujeres y la muerte, rasgo feliz de algún editor levantino) lo representan ante el pueblo de España y ante el de estas Américas. Los profesores de metafísica toleran o estimulan ese error. Hay quienes lo reducen al pesimismo: reducción tan inicua y tan irrisoria como la de no querer ver en Leibniz otra cosa que el optimismo. (Mann, en cambio, razona que el pesimismo de Schopenhauer es parte inseparable de su doctrina. «Todos los manuales», anota, «enseñan que Schopenhauer fue en primer lugar el filósofo de la voluntad, y en segundo lugar del pesimismo. Pero no hay primero ni segundo: Schopenhauer, filósofo y psicólogo de la voluntad, no pudo no ser pesimista. La voluntad es algo desdichado, fundamentalmente: es inquietud, necesidades, codicia, apetito, anhelo, dolor, y un mundo de la voluntad tiene que ser un mundo de sufrimientos...») Yo pienso que optimismo y pesimismo son juicios de carácter estimativo, sentimental, que nada tienen que ver con la metafísica, que fue la tarea de Schopenhauer.

También fue incomparable como escritor. Otros filósofos —Berkeley, Hume, Henri Bergson, William James— dicen exactamente lo que se proponen decir, pero les falta la pasión, la virtud persuasiva de Schopenhauer. Es famosa la influencia que ejerció sobre Wagner y sobre Nietzsche.

Thomas Mann, en este su novísimo libro (Schopenhauer, 1938, Estocolmo), observa que la filosofía de Schopenhauer es la de un hombre joven. Alega la opinión de Nietzsche, que pensaba que cada cual tiene la filosofía de sus años, y que el poema cósmico de Schopenhauer lleva la marca de la edad juvenil en la que predominan lo erótico y el sentido de la muerte. En este elegante resumen, el autor de La montaña mágica no menciona otro libro de Schopenhauer que su obra capital: El mundo como voluntad y representación. Sospecho que de haberla releído, hubiera mencionado también aquella fantasmagoría un poco terrible de Parerga y Paralipómena, en la que Schopenhauer reduce todas las personas del universo a encarnaciones o máscaras de una sola (que es, previsiblemente, la Voluntad), y declara que todos los sucesos de nuestra vida, por aciagos que sean, son invenciones puras de nuestro yo como las desdichas de un sueño.


Thomas Mann: Schopenhauer, 1938












Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016




9/11/18

Jorge Luis Borges: La génesis de "El cuervo" de Poe (1935)






En su entrega de abril de 1846 —el primer año de la guerra con México, el año de la travesía del Misisipí por las carretas del heresiarca polígamo Brigham Young—, el "Graham's Magazine" de Filadelfia publicó un artículo a dos columnas de su corresponsal Mr. Poe, titulado "The philosophy of composition". Edgar Allan Poe, en ese artículo procuraba explicar la morfología de su ya glorioso poema "The raven". Diversos traductores —desde el venezolano Pérez Bonalde a Carlos Obligado— han vinculado ese poema a la literatura española. Cabe, pues, descontar su conocimiento y proceder a las glaciales revelaciones de su creador.

Éste comienza por alegar los motivos fonéticos que le indicaron el estribillo melancólico nevermore (nunca más). Dice luego su necesidad de justificar de un modo verosímil el uso periódico de esa palabra. ¿Cómo reconciliar esa monotonía, ese "regreso eterno", con el ejercicio de la razón? Un ser irracional, capaz de articular el precioso adverbio, era la solución evidente. Un papagayo fue el primer candidato, pero inmediatamente un cuervo lo suplantó, más decoroso y lóbrego. Su plumaje aconsejó después la instalación de un busto de mármol, por el contraste de esa candidez y aquella negrura. Ese busto era de Minerva, de Palas: por la eufonía griega del nombre y para condecir con los libros y con el ánimo estudioso del narrador. Así de todo lo demás... No traslado la fina reconstrucción ensayada por Poe; me basta recordar unos eslabones.

Inútil agregar que ese largo proceso retrospectivo ha merecido la incredulidad de los críticos, cuando no su burla o su escándalo. ¡Del interlocutor de las musas, del poeta amanuense de un dios oscuro, pasar al mero devanador de razones! La lucidez en el lugar de la inspiración, la inteligencia comprensible y no el genio, ¡qué desencanto para los contemporáneos de Hugo y aun para los de Breton y Dalí! No faltó quien rehusara tomar en serio las declaraciones de Poe: ellas no pasaban, se dijo, de una maniobra para utilizar la notoriedad del poema anterior, una de esas ladinas segundas partes "que nunca fueron buenas". La conjetura es verosímil, pero cuidémonos de no confundir "lucrativo" y "malo", "oportuno y digno de vituperio"... Otro censor, más inteligente y letal, pudo haber denunciado en aquellas hojas una vindicación romántica de los procedimientos ordinarios del clasicismo, un anatema de lo más inspirado contra la inspiración. (Es la tarea vitalicia de Valéry). Otros, harto crédulos, temieron que el misterio central de la creación poética hubiera sido profanado por Poe, y recusaron el artículo entero. Se adivinará que no comparto esas opiniones. De hacerlo no ensayaría este comentario, que importaría el descaro de suponer que el mero hecho de anunciar mi adhesión iba a acreditarlas. Yo —ingenuamente acaso— creo en las explicaciones de Poe. Descontada alguna posible ráfaga de charlatanería, pienso que el proceso mental aducido por él ha de corresponder, más o menos, al proceso verdadero de la creación. Yo estoy seguro de que así procede la inteligencia: por arrepentimientos, por obstáculos, por eliminaciones. La complejidad de las operaciones descritas no me incomoda; sospecho que la efectiva elaboración tiene que haber sido aún más compleja, y mucho más caótica y vacilante. En mi entender, Poe se redujo a suministrar un esquema lógico, ideal, de los muchos y perplejos caminos de la creación. Sin duda, el proceso completo era irrecuperable, además de tedioso.

Lo anterior no quiere decir que el arcano de la creación poética —de esa creación poética— haya sido revelado por Poe. En los eslabones examinados, la conclusión que el escritor deriva de cada premisa es, desde luego, lógica; pero no es la única necesaria. Verbigracia, de la necesidad de un ser irracional capaz de articular un adverbio, Poe derivó un cuervo, luego de pasar por un papagayo; lo mismo pudo haber derivado un lunático, resolución que hubiera transformado el poema. Formulo esa objeción entre mil. Cada eslabón es válido, pero entre eslabón y eslabón queda su partícula de tiniebla o de inspiración incoercible. Lo diré de otro modo: Poe declara los diversos momentos del proceso poético, pero entre cada uno y el subsiguiente queda —infinitesimal— el de la invención. Queda otro arcano general: el de las preferencias. ¿Qué necesidad inevitable hizo que el poeta compusiera ese poema particular? ¿Qué anhelo satisficieron en él esos dos símbolos del cuervo y del mármol? Entiendo que esas interrogaciones (y las que quiera proponer el lector) son inteligentes; entiendo con no menos convicción que la sola esperanza de una respuesta es aventurada. Bástenos comprender que a Edgar Allan Poe le gustaban esos dos símbolos.

Esa comprensión no es tan irrisoria como parece. La mente, por no sé qué superstición alemana de la "profundidad", suele magnificar el valor del contenido (conjetural) de los símbolos y desconocer los encantos de su forma plástica o verbal. Las formas de un pirata, de Gary Cooper, de un gaucho cuchillero, de un granadero de Carlos XII, de un "cowboy", son diversos guarismos que manifiestan la idea de coraje, pero quién no ve las atracciones o repulsiones peculiares de cada uno. Otra cara de esa verdad: el verso funciona por el delicado ajuste verbal, por las "simpatías y diferencias" de sus palabras, no por la firmeza de las ideas en que lo resuelve después el conocimiento. Busco un ejemplo clásico, un ejemplo que el más insobornable de mis lectores no querrá invalidar. Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, "horrendo en galeras y naves e infantería armada".

Es fácil comprobar que en el tal soneto la espléndida eficacia del dístico:

Su tumba son de Flandes las campañas 
y su Epitaphio la sangrienta Luna

es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: "el llanto militar", cuyo "sentido" no es discutible, pero sí baladí: "el llanto de los militares". En cuanto a la "sangrienta Luna", mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué meritorias piraterías de don Pedro Téllez Girón. En general, sospecho que la posible justificación lógica de esos versos (y de todos los versos) no es otra cosa que un soborno a la inteligencia. El agrado —el suficiente, máximo agrado— está en el equilibrio difícil, en el heterogéneo contacto de las palabras. De la palabra, a veces. En las 1001 Noches, en la entera novelística del Islam, es común el caso del héroe que se enamora de una mujer hasta la palidez y la muerte, por el solo encanto de su nombre.

¿Qué conclusiones autorizan los hechos anteriores? Juzgo que las siguientes: primero, la validez del método analítico ejercido por Poe; segundo, la posibilidad de recuperar y fijar los diversos momentos de la creación; tercero, la imposibilidad de reducir el acto poético a un puro esquema lógico, ya que las preferencias del escritor son irreducibles.

El valor del análisis de Poe es considerable: afirmar la inteligencia lúcida y torpe y negar la insensata inspiración no es cosa baladí. Sin embargo, que no se alarmen con exceso los nebulosos amateurs del misterio: el problema central de la creación está por resolver.


Diario La Prensa, Buenos Aires, 25 de agosto de 1935
Luego en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


Imagen: Edgar Allan Poe (right), who spent time at the Academy doing research on mollusks; John Leidy, a young medical student (center); and Samuel George Morton, a physician and naturalist, at the Academy’s new building at Broad and Sansom Streets during the winter of 1842-43. This daguerreotype is the oldest known photograph of the interior of an American museum.
ANSP Archives




7/11/18

Jorge Luis Borges: Herman Melville (Prólogo «Bartleby»)






En el invierno de 1851, Melville publicó Moby Dick, la novela infinita que ha determinado su gloria. Página por página, el relato se agranda hasta usurpar el tamaño del cosmos: al principio el lector puede suponer que su tema es la vida miserable de los arponeros de ballenas; luego, que el tema es la locura del capitán Ahab, ávido de acosar y destruir a la Ballena Blanca; luego, que la Ballena y Ahab y la persecución que fatiga los océanos del planeta son símbolos y espejos del Universo. Para insinuar que el libro es simbólico, Melville declara que no lo es, enfáticamente: "Que nadie considere a Moby Dick una historia monstruosa o, lo que sería peor, una atroz alegoría intolerable" (Moby Dick, XLV). La connotación habitual de la palabra alegoría parece haber ofuscado a los críticos; todos prefieren limitarse a una interpretación moral de la obra. Así, E. M. Forster (Aspeas of the Novel, VII): "Angostado y concretado en palabras, el tema espiritual de Moby Dick es, más o menos, éste: una batalla contra el Mal, prolongada con exceso o de manera errónea".

De acuerdo, pero el símbolo de la Ballena es menos apto para sugerir que el cosmos es malvado que para sugerir su vastedad, su inhumanidad, su bestial o enigmática estupidez. Chesterton, en alguno de sus relatos, compara el universo de los ateos con un laberinto sin centro. Tal es el universo de Moby Dick: un cosmos (un caos) no sólo perceptiblemente maligno, como el que intuyeron los gnósticos, sino también irracional, como el de los hexámetros de Lucrecio.

Moby Dick está redactado en un dialecto romántico del inglés, un dialecto vehemente que alterna o conjuga procedimientos de Shakespeare y de Thomas de Quincey, de Browne y de Carlyle; Bartleby, en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka. Hay, sin embargo, entre ambas ficciones una afinidad secreta y central. En la primera, la monomanía de Ahab perturba y finalmente aniquila a todos los hombres del barco; en la segunda, el cándido nihilismo de Bartleby contamina a sus compañeros y aun al estólido señor que refiere su historia y que le abona sus imaginarias tareas. Es como si Melville hubiera escrito: "Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo". La historia universal abunda en confirmaciones de ese temor.

Bartleby pertenece al volumen titulado The Piona Tales (1856, Nueva york y Londres). De otra narración de ese libro observa John Freeman que no pudo ser comprendida con plenitud hasta que Joseph Conrad publicó cierta pieza congénere, casi medio siglo después; yo observaría que la obra de Kafka proyecta sobre Bartleby una curiosa luz ulterior. Bartleby define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o, como ahora malamente se dice, psicológicas. Por lo demás, las páginas iniciales de Bartleby no presienten a Kafka; más bien aluden o repiten a Dickens... En 1849, Melville había publicado Mardi, novela inextricable y aun ilegible, pero cuyo argumento esencial anticipa las obsesiones y el mecanismo de El castillo, de El proceso y de América: se trata de una infinita persecución, por un mar infinito.

He declarado las afinidades de Melville con otros escritores. No lo subordino a estos últimos; obro bajo una de las leyes de toda descripción o definición: referir lo desconocido a lo conocido. La grandeza de Melville es sustantiva, pero su gloria es nueva. Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica lo considera un mero cronista de la vida marítima; Lang y George Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus historias de la literatura inglesa. Después, lo vindicaron Lawrence de Arabia y D. H. Lawrence, Waldo Frank y Lewis Mumford. Raymond Weaver, en 1921, publicó la primera monografía americana: Herman Melville, Mariner and Mystic; John Freeman, en 1926, la biografía crítica Herman Melville.

La vasta población, las altas ciudades, la errónea y clamorosa publicidad, han conspirado para que el gran hombre secreto sea una de las tradiciones de América. Edgar Allan Poe fue uno de ellos; Melville, también.


Herman Melville: Bartleby. Traducción y prólogo de J.L.B. 
Buenos Aires, Emecé Editores, Cuadernos de la Quimera, 1944 

Posdata de 1971. Valéry-Larbaud ha contrastado la pobreza de la literatura hispanoamericana con la abundancia de la de los Estados Unidos. Es común atribuir esa disparidad a razones de orden territorial y demográfico. No debemos olvidar, sin embargo, que los grandes escritores americanos procedieron de un área limitada: New England. Eran virtualmente vecinos. Inventaron todo, incluso la primera revolución y el Far West.









Antologado en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori



Imagen arriba: 
Herman Melville. Reproduction of photograph, frontispiece to Journal Up the Straits. Ca. 1860 
Location: DS48.M5 (Rare Book and Special Collections Division). Reference copy in Biographical File
Reproduction Number: LC-USZ62-39759



Ver el otro Prólogo que Borges dedicó a Bartleby 

3/11/18

Jorge Luis Borges: La criolledad en Ipuche (1925)






  La órbita del arte gauchesco ha sido siempre ribereña del Plata y el río innominado es como un armonioso corazón en la interioridad de su cuerpo y sus estrofas clásicas, que nada saben del chañar y del mistol, son decidoras del ombú y la flechilla. Ya en el siglo pasado la pampa dijo su primitiva gesta pastoril en el poema de Ascasubi, su burlería conversada en el Fausto y la previsión de un morir en las andanzas del Martín Fierro. Hoy las cuchillas del Uruguay son canoras. En este lado la única poesía de cuya hondura surge toda la pampa igual que una marea, es la regida por Ricardo Güiraldes. En la otra banda están Silva Valdés y Pedro Leandro Ipuche.

  Los versos de Fernán Silva Valdés son posteriores en el tiempo a los compuestos por Ipuche y encarnan asimismo una etapa ulterior de la conciencia criolla. La criolledad en Silva Valdés está inmovilizada ya en símbolos y su lenguaje, demasiado consciente de su individuación, no sufre voces forasteras. En Ipuche el criollismo es una cosa viva que se entrevera con las otras. La palabra gauchesca en su dicción es una virtud más y los sujetos que maneja no son forzosamente patrios. Más aún: entre los motivos camperos suele conceder preeminencia a los que la leyenda no ha prestigiado. Su mayor decoro es el ritmo; su destreza en arrear fuertes rebaños de versos trashumantes, su inevitable rectitud de río bravo que fluye pecho adentro, enorgulleciéndonos. Las otras eficacias que hay en su dicción varonil —adjetivación pensativa, justedad trópica, gracia de narrador— pasan atropelladas y huidizas a flor de la preclara impetuosidad de su verbo. Esta omnipotencia del ritmo es índice veraz de la nervosa entraña popular de su canto. No de otra suerte la lírica andaluza, tan callada de imágenes, se ostenta generosa en configuraciones estróficas y ha pluralizado su voz en la soleá y en la soleariya y en la alegría y en la cuarteta y en la seguidilla gitana.

  Hay en Ipuche un sentido pánico de la selva. Tierra honda se intitula su mejor libro y el epíteto es decidor de un sentirse arraigado y amarrado a la tierra vivaz, de un echar dulces y anhelantes raíces en la tierra nativa. Yo adjetivé una vez honda ciudad, pensando en esas calles largas que rebasan el horizonte y por las cuales el suburbio va empobreciéndose y desgarrándose tarde afuera; pero la palabra en boca de Ipuche equivale a muy otra cosa, y habla de un sentimiento casi físico de la tierra que es grave bajo las errantes pisadas y en que está verbeneando un vivir atareado y primordial. Esa conciencia de entrevero gozoso afirma su más explícita realización en los Poemas de la luz negra y me recuerda siempre el verso de Lucrecio, donde la imagen de conjuntas ramadas esfuerza la otra imagen de los cuerpos que anudó la salacidad:

  Tune Venus in sylvis iungebat corpora amantum

  Ipuche no es un ateísta si bien en los Poemas de la luz negra ensancha la presencia operativa que, al decir de los teólogos, le conviene a Dios en el mundo, en presencia esencial y se avecina al panteísmo. Su figuración de Dios, como luz, está en los maniqueos que también disolvieron la divinidad en almáciga de almas y apodaban lúcidas naves a la luna y al sol.

  Ipuche es un notable gustador de la dialogación y señaladamente de la emulación amistosa y del compañerismo y del conjunto acuerdo en que se ayudan individualidades sueltas. Escasas son las composiciones suyas que mi corazón no ha sentido. Mi gratitud quiere hoy puntualizar la singular beneficencia que hube de las poesías El corderito serrano, Mi vejez, La clisis, El caballo, Correría de la bandera y Los carreros. Su verso es de total hombría, sabe de Dios y de los hombres y se ha mirado en los festivos rostros de la humana amistad y en la gran luna de la cavilación solitaria.

  Una confesión última. He declarado el don de júbilo con que algunas estrofas de Tierra honda endiosaron mi pecho. Quiero asimismo confesar un bochorno. Rezando sus palabras, me ha estremecido largamente la añoranza del campo donde la criolledad se refleja en cada yuyito y he padecido la vergüenza de mi borrosa urbanidad en que la fibrazón nativa es ¡apenas! una tristeza noble ante el reproche de las querenciosas guitarras o ante esa urgente y sutil flecha que nos destinan los zaguanes antiguos en cuya hondura es límpido el patio como una firme rosa.



En Inquisiciones (1925)



También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Borges por Hermenegildo Sábat 
Edición de Clarín del 22 de diciembre de 1983 
Gracias, MS y RRR


1/11/18

Jorge Luis Borges: Caña de ámbar (1923)







He aquí una flor
llamada caña de ámbar.
Es recuerdo querido de una tarde
en que me dio su boca una palabra
dichosa como un beso.

Esas líneas publican mi secreto
semejante al de todos.
¿A qué apilar altos alardes verbales,
decoro de sentencias y de imágenes,
para decirte lo que sabes?
También tú junto a la esperanza viviste
y hubo en ti dicha dolorosa, desolación de ausencia
    y gloria inconstante
y certidumbre venturosa entre dudas
y amartelada gustación de otra alma.
Quiero que ante esta flor y esa palabra
nos reconozcamos iguales
como ante una común música patria.



En Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Imprenta Serrates, 1923

Luego en Textos recobrados 1919-1929 
© 1997 y 2007 María Kodama
Buenos Aires, Sudamericana, 2011
Referencia en nota [83] de antología mencionada:
[83] *Fervor de Buenos Aires. [Poemas] Buenos Aires, Imprenta Serantes, [jun] 1923. Edición del autor. 300 ejemplares. Hay edición facsimilar de Alberto Casares, Buenos Aires, 1993. Contenido: A quien leyere. [Prólogo] - *Las calles - *La Recoleta - *Calle desconocida - *E1 Jardín Botánico - Música patria - *La plaza San Martín - *E1 truco - *Final de año - Ciudad - Hallazgo - *Un patio - *Barrio reconquistado - *Vanilocuencia - Villa Urquiza - Sala vacía - Inscripción sepulcral (Dilató su valor allende los Andes...) - *Rosas - Arrabal -Remordimiento por cualquier defunción - Jardín - Inscripción en cualquier sepulcro - Dictamen - *La vuelta - *La guitarra - Resplandor - Amanecer -*E1 Sur - Carnicería - Alquimia - *Benarés - Alba desdibujada - Judería -Ausencia - Llaneza - Llamarada - Caminata - La noche de San Juan -Sábados - Cercanías - Caña de ámbar - Inscripción sepulcral (Las cariñosas lomas orientales...) - Trofeo - Forjadura - Atardeceres - Campos atardecidos - Despedida. [Publicamos en este libro los poemas que no llevan asterisco]Fervor de Buenos Aires. Buenos Aires, Emecé Editores, 4a reimpresión, 1996. (Contiene la última versión de los poemas revisados por el autor en 1977 y se completa con ocho poemas excluidos de las ediciones anteriores). 



























Imagen arriba: Borges en sus últimos años (s-d) en El mundo de Borges (cover al pie)
Buenos Aires, diario "Ambito Financiero" Fascículo 10


30/10/18

Jorge Luis Borges: Una declaración final






No hay en la tierra un hombre que secretamente no aspire a la plenitud: es decir, a la suma de experiencias de que un hombre es capaz. No hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Candorosamente pensaron ciertos filósofos que el hombre sólo aspira al placer; también aspira a la derrota, al riesgo, al dolor, a la desesperación, al martirio. Así, harto de gloria inútil, Oscar Wilde entabla un proceso que le franqueará la prisión, para enriquecerse de sombra... Hace veinte años, pudo sospechar mi país que las indescifrables divinidades le habían deparado un mundo benigno, y reversiblemente alejado de todos los antiguos rigores. Entonces, lo recuerdo, Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y exageraba, épicamente) las durezas de la vida de los troperos; a Francisco Luis Bernárdez y a mí, nos alegraba imaginar que en la alta ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con vana tenacidad, con propósito literario, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan incorregiblemente pacífico, nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos "el tiempo de lobos, tiempo de espadas" que habían logrado otras generaciones más venturosas. Los poemas gauchescos eran, entonces, documentos de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos.

Muchas noches giraron sobre nosotros y aconteció lo que no ignoramos ahora. Entonces comprendí que no le había sido negada a mi patria la copa de amargura y de hiel. Comprendí que otra vez nos encarábamos con la sombra y con la aventura. Pensé que el trágico año veinte volvía, pensé que los varones que se midieron con su barbarie, también sintieron estupor ante el rostro de un inesperado destino que, sin embargo, no rehuyeron. En esos días escribí este poema. Lo daré, como quien pone una viñeta al pie de una página.


Poema conjetural

El doctor Francisco Laprida, asesinado 
el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, 
piensa antes de morir:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.


En Jorge Luis Borges: Aspectos de la literatura gauchesca, Número, Montevideo, 16 de enero de 1950. Conferencia leída en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo, el día 29 de octubre de 1945.

Cuando esta conferencia fue recogida en Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Emecé Editores, 1957, bajo el título "La poesía gauchesca", Borges excluyó "Una declaración final".
El "Poema conjetural" está publicado en  Jorge Luis Borges, El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé Editores, 1964.


Luego incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio e Zocchi
Buenos Aires, Emecé Editores, 2001
© María Kodama 2001

Imagen: Borges. Escultura en metal de Pablo Salvador Rocha


28/10/18

Jorge Luis Borges: Ricardo Molinari, "El imaginero"






Ricardo E. Molinari es hombre pudoroso de su alma y sólo comunicativo de ella por símbolos. Lo circunstancial de su vida no está en las páginas confesadas por él; pero sí la traducción de ésta en aceptaciones, en corazonadas, en gratitudes. Nombra las cosas como agradeciéndoles el favor que nos hacen con existir. Su concepto del idioma es hedónico: las palabras le son gustosas, pero no las de tamaño y de majestad, sino las de cariño y de estimación. Es poeta de Buenos Aires, de la íntima sustancia provinciana de Buenos Aires. El arriate prolijo, la engalanada vela de la Candelaria que es conjuradora de lluvias, las sucesiones y como dinastías de patios que hay en las casas viejas, condicen bien con él. Es poeta de agrados, es una presencia inusitadísima de poesía en nuestra "poesía" y no se arrepentirá el que lo busque. 

Cinco lugares de su libro quiero manifestar. El primero es esta imaginación del amor, que tal vez no marre: En qué piedad o dulzura se irán aclimatandolas cosas que ella mira! El segundo es una tácita declaración por virtud de la palabra nuestra, emparejadora en él de dos porvenires: Qué hacer de nuestras vidas, María del Pilar. El tercero es una descripción del recuerdo, gusto americanísimo, pues el ayer de nuestra casa es otro que el hoy: Este agobio —en que voy por mi memoria- corrigiendo el pueblo. El cuarto es esta gran palabra patética: Con cuatro golpes de campanas supe que ya serían distintas mis mañanas. El quinto, de eficacia menos apresurada, dice la correlación de los hombres y la inseguridad o pobreza de cada yo: Lo ajeno y lo propio de lo que he vivido. Escribí de líneas, pero la integridad de algunas composiciones —La oda descalza, el Poema de la niña velazqueña, las dos Veletas, la Elegía para un pueblo que perdió sus orillas, el Poema del almacén es tan fina y agradable como sus partes. Dos mitos, dos reverencias volvedoras, las de El imaginero. Una es el mar, el no mirado mar soñado y encariñado desde nuestro polvoriento hinterland del oeste Liniers, Urquiza; otra es la costumbre, con las vivencias que por ella están gobernadas: la tarde, el amistoso amor, la luna en el hueco.




























En El idioma de los argentinos (1928) [R]
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House


Imagen arriba: Ricardo Molinari (sin data) vía
Abajo: Cover, Editorial PROA, 1927
Portaba con ilustración de Norah Borges



26/10/18

Jorge Luis Borges: La aventura y el orden





En una especie de salmo —cuya dicción confidencial y patética es evidente aprendizaje de Whitman— Apollinaire separa los escritores en estudiosos del Orden y en traviesos de la Aventura y tras incluirse entre los últimos, solicita piedad para sus pecados y desaciertos. El episodio es conmovedor y trae a mi memoria la reacción adversa de Góngora que, en trance parecido, salió a campear resueltamente por los fueros de su tiniebla, y ejecutó el soneto que dice:
  
    Restituye a tu mudo Horror divino
    amiga Soledad, el Pie sagrado.

Es verdad que entrambos sabían con qué bueyes araban e invocaron faltas bienquistas. Confesar docta sutileza durante el mil seiscientos era empeño tan hábil y tan simpático de antemano como el de confesar atrevimiento en este nuestro siglo de cuartelazos y de golpes de furca.

  La Aventura y el Orden. A la larga, toda aventura individual enriquece el orden de todos y el tiempo legaliza innovaciones y les otorga virtud justificativa. Suelen ser muy lentos los trámites. La famosa disputa entre los petrarquistas y los partidarios del octosílabo rige aún entre nosotros y, pese a los historiadores, el verdadero triunfador es Cristóbal del Castillejo y no Garcilaso. Aludo a la lírica popular, cuyos profundos predios no han devuelto hasta hoy eco alguno de la metrificación de Boscán. Ni Estanislao del Campo ni Hernández ni el organito que concede en la esquina la queja entregadiza del Sin amor o la ambiciosa valentía que por El taita del arrabal se abre paso, consienten versos al itálico modo.

  Toda aventura es norma venidera; toda actuación tiende a inevitarse en costumbre. Hasta los pormenores del cotidiano vivir —nuestro vocabulario al conversar con determinadas personas, el peculiar linaje de ideas que en su fraternidad frecuentamos— sufren ese destino y se amoldan a cauces invisibles que su mismo fluir profundiza. Esta verdad universal lo es doblemente en lo atañedero a los versos, donde la rima es hábito escuchable y en que los cíclicos sistemas de las estrofas pasan fatales y jocundos como las estaciones del año. El arte es observancia desvelada e incluye austeridad, hasta en sus formas de apariencia más suelta. El ultraísmo, que lo fió todo a las metáforas y rechazó las comparaciones visuales y el desapacible rimar que aún dan horror a la vigente lugonería, no fue un desorden, fue la voluntad de otra ley.

  Es dolorosa y obligatoria verdad la de saber que el individuo puede alcanzar escasas aventuras en el ejercicio del arte. Cada época tiene su gesto peculiar y la sola hazaña hacedora está en enfatizar ese gesto. Nuestro desaliño y nuestra ignorancia hablan de rubenismo, siendo innegable que a no haber sido Rubén el instrumento de ese episodio (intromisión del verso eneasílabo, vaivén de la cesura, manejo de elementos suntuosos y ornamentales) otros lo habrían realizado en su ausencia: quizá Jaimes Freyre o Lugones. El tiempo anula la caterva intermedia de tanteadores, precursores y demás gente promisoria, del supuesto genial. La negligencia y la piedad idolátrica se unen para fingir la incausalidad de lo bello. ¿No presenciamos todos, quince años ha, el prodigioso simulacro de los que tradujeron el Martín Fierro —obra abundante en toda gracia retórica y claramente derivada de los demás poemas gauchescos— en cosa impar y primordial? Contemporánea con nosotros no hay labor alguna de genio y eso estriba en que conocemos todas las nobles selvas que ella ha saqueado para edificar su alta pira y las maderas olorosas que son sahumerio y resplandor en las llamas.

  Esa realización de que toda aventura es inaccesible y de que nuestros movimientos más sueltos son corredizos por prefijados destinos como los de las piezas del ajedrez, es evidente para el hombre que ha superado los torcidos arrabales del arte y que confiesa desde las claras terrazas, la inquebrantable rectitud de la urbe. Gloriarse de esta sujeción y practicarla con piadosa observancia es lo propio del clasicismo. Autores hay en quienes la trivialidad de un epíteto o la notoria publicidad de una imagen son confesión reverencial o sardónica de fatalismo clasiquista. Su prototipo está en Ben Jonson, de quien asentó Dryden que invadía autores como un rey y que exaltó su credo hasta el punto de componer un libro de traza discursiva y autobiográfica, hecho de traducciones y donde declaró, por frases ajenas, lo sustancial de su pensar.

  La Aventura y el Orden… A mí me placen ambas disciplinas, si hay heroísmo en quien las sigue. Que una no mire demasiado a la otra; que la insolencia nueva no sea gaje del antiguo decoro, que no se ejerzan muchas artimañas a un tiempo. Grato es el gesto que en una brusca soledad resplandece; grata es la voz antigua que denuncia nuestra comunidad con los hombres y cuyo gusto (como el de cualquier amistad) es el de sentirnos iguales y aptos de esa manera para que nos perdonen, amen y sufran. Graves y eternas son las hondas trivialidades de enamorarse, de caminar, de morir.



En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House



Imagen arriba: Borges por Carlos Alberto Villegas Uribe




24/10/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 6. "Historia universal de la infamia", "Historia de la eternidad"








GEORGES CHARBONNIER: Las conversaciones sobre la literatura en general conducen naturalmente a las que han de versar sobre los relatos de Jorge Luis Borges. Ya lo dijimos antes, hay numerosas obras del autor que no han sido traducidas al francés, pero las que sí lo han sido son muy representativas de Borges.

  Hoy hablaremos de un libro titulado Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. Sabemos las discusiones que surgen de la selección de los títulos de un libro. Raros son los títulos traducidos literalmente, raros son los títulos que un autor determina por sí solo, en entera libertad. Presionados por consideraciones de orden poco literario, los editores ejercen con gran frecuencia presiones muy corteses —muy firmes— para hacer que el autor acepte un título juzgado como atractivo.

Jorge Luis Borges, uno de sus libros publicados en Francia lleva el título de Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. ¿Escogió usted mismo este título?

  JORGE LUIS BORGES: Sí, pero la explicación está en que en esa época dirigía una especie de suplemento publicado por un diario muy difundido; quería ser popular. Escogí ese título un poco estrepitoso. Escogí, no sin sonreír, Historia universal de la infamia. Nunca había escrito cuentos. No osaba hacerlo: me sentía como un intruso. Era poeta y ensayista y tomé historias verdaderas. Dentro de mí, quizá algo me dijo que no debía contar esas historias con fidelidad, que de todas maneras serían auténticas. Que para divertirme y, tal vez, para engañar al lector había de cambiar un poco las circunstancias, cambiar algo la geografía, inventar detalles que dieran la impresión de realidad. ¡Y volvemos a nuestra discusión anterior!

  Así pues, escribí un libro que no era tal, sino una serie de artículos; y se publicaron en un diario de lectura popular. Más tarde alguien me dijo: podríamos integrar un libro. Fue un amigo mío quien tuvo tal idea.

  ¡Me quedé pasmado! Nunca soñé con hacer tal cosa, para mí era sólo periodismo. Ese amigo insistió: «¿Por qué no? Todo el mundo sabe de quién son, aunque firmaste con seudónimo, pero un seudónimo, y más en Buenos Aires donde el mundo literario es tan restringido, se vuelve en seguida transparente». Le dije: «Y bien, ¿por qué no?»

  Añadí un pequeño prefacio diciendo que no quería engañar a nadie, que lo había escrito por divertirme, que no era menester atenerse a todos los detalles, que sólo estaban para hacerlo parecer auténtico, que había historias que yo había inventado, otras que había tomado de las enciclopedias, otras —la mayor parte— medio copiadas, medio inventadas. El libro tuvo algún éxito. Personas que no podían leer mis poemas y que no se interesaban por mis ensayos, leyeron este librito con cierto placer. Esto me fue útil y me dio el aliento para lanzarme y escribir cuentos, de los que el primero fue esa historia que le gustó sobre el escritor francés que no quiere añadir un libro a la biblioteca ya colmada del mundo ¡y se pone a escribir de nuevo el Quijote! Pero se trata de uno de mis primeros libros.

  G. C.: Lo que es un poco extraño en el título es la palabra «infamia». La palabra «infamia», en francés, tiene mucha fuerza. No es natural en el género humano deslizarse hacia la infamia, esto más bien parece imposible.

  J. L. B.: ¡Oh, bien! Yo digo lo contrario. Es muy fácil. Y, además, caemos en ella, ¿no?

  G. C.: Va más lejos que todo mal, es…

  J. L. B.: Sí, infamia es una palabra muy fuerte.

  G. C.: Extremadamente fuerte; representa todo el mal; pero es poética.

  J. L. B.: Cuando escribía mi periodismo, me era indispensable escoger una palabra estrepitosa. Sin embargo, en mi libro los ejemplos son más débiles que la palabra «infamia». Se trata simplemente de pícaros. La infamia es algo más grave.

  G. C.: ¡Oh, sí, es peor!

  J. L. B.: Mis personajes son, como la mayor parte de los pícaros, gente inocente, que no se dan cuenta de lo que hacen. En Buenos Aires me contaron un ejemplo impresionante. Uno de mis amigos era periodista y un día pasó por el puesto de policía. Acababan de arrestar a unos que conspiraban, se decía, contra el dictador. Los interrogaron, y se les aplicó la tortura, con una máquina eléctrica que se conectaba a las ventanas de la nariz, las orejas, las encías, las partes más sensibles del cuerpo. ¡Era realmente abominable! Mi amigo iba en busca de información para su periódico. Habló, pues, con uno de los torturadores, al que conocía perfectamente. Era uno de los hermanos Cardoso. Un nombre muy adecuado para un hombre de ese tipo, uno de los hermanos Cardoso. Mi amigo, pues, había ido con el fin de conversar amigablemente con Cardoso. Cardoso era un torturador, pero también era un hombre de modales. Cuando no se dedicaba a su tarea, era como todo el mundo, no se trataba de un demente crónico, tenía momentos de descanso, momentos de olvido de su destino.

  Llegaron a avisar a Cardoso que había personas arrestadas y que iban a interrogarlas. Cardoso estaba un poco molesto. Había iniciado su plática con ese periodista y no quería que se fuera o dejarlo solo: ¡tenía urbanidad, ese demonio! Lo invitó a ir con él, para que viera cómo se interroga y, quizá, también para que se divirtiera un momento con la policía, manejando él mismo los instrumentos de tortura. ¡Como si lo estuviera invitando a jugar al poker! Mi amigo dijo que no, que desgraciadamente se le esperaba a comer en su casa, que vivía un poco lejos, en los alrededores de la ciudad. Había sentido la bonhomía de ese demonio. Se dieron la mano. Mi amigo salió consternado. Fue él quien me contó esta historia verdadera. Estoy seguro de que siente usted que es verdadera.

  G. C.: Sí, claro.

  J. L. B.: ¡En ella se codean la inocencia y la infamia!

  G. C.: Las personas que tienen veinte años en este momento, o un poco más, y, desde luego, las que sobrepasan esa edad, vivieron esto hace veinte años. Conocen perfectamente eso de lo que habla usted.

  J. L. B.: ¿Quizá gente que tuvo que sufrir la Gestapo? O algo análogo…

  G. C.: Sí, durante seis años.

  J. L. B.:…exactamente paralelo… ¿no?

  G. C.:…exactamente…

  J. L. B.: Estaba pasmado… Yo conocía muy bien a ese periodista… Él mismo estaba sorprendido. Fue, sintió a la perfección la presencia de un demonio y, al mismo tiempo, se encontró con un hombre como los demás. Un hombre que tuvo la delicadeza de invitarlo a participar en su tarea diabólica, a aplicar esa máquina eléctrica a las ventanas de la nariz de un hombre y a casi matarlo. Hay personas que han muerto por ello: la policía no era muy hábil, sobre todo al principio. Todavía no sabía manejar bien esos instrumentos. Recuerdo que un día estaba en la peluquería, en una pequeña ciudad argentina. Un comunista había sido arrestado por la policía de Perón. En ese momento los comunistas no estaban ligados con los peronistas, eran sus enemigos. Se aplicó la máquina al comunista y murió. Echaron el cadáver al río. En la peluquería, pues, había un señor del que sólo vi la silueta, ya que estábamos sentados uno junto al otro. Pero oí su voz, que parecía absolutamente normal. La voz decía: «La gente no comprende estas cosas. Picana —que es el nombre de la máquina— es un instrumento muy delicado. En cualquier momento puede surgir lo imprevisto. Y además, decíme, ¿qué hacés vos con un cadáver? ¡Qué responsabilidad!».

  G. C.: Infame es quien construyó la máquina. ¡Es peor que quien la utiliza!

  J. L. B.: Ah, no, quien la construyó tenía un interés científico. Quizá la construyó de manera abstracta, como el toro de Falaris. ¿No? Quizá no se trataba de un caso de crueldad.

  G. C.: ¿Por qué no podría haber infamia en la abstracción?

  J. L. B.: Quizá el inventor no pensó en ello. Pensó en una máquina que no deja rastro, capaz de quebrantar a un hombre, su voluntad, en fin, la de quienquiera que fuese. Quienquiera que fuese, ya que poco importa quien fuese. Conozco personas a las que se les ha aplicado la máquina y han resistido. Me dijeron que era necesario gritar antes de sentir el dolor. Que era necesario hacer cualquier cosa. Que se sentía menos su efecto y que con ello se asustaba un poco al verdugo. Creo que se trata de gente sencilla, que no siente el dolor como nosotros, de la misma manera. El coronel De Millares, que estaba en el Congo, me dijo, por ejemplo, que los negros no sienten el dolor, que no sienten las heridas físicas, que tienen organismos muy simples. Que la mayor parte de las mujeres del Congo no tienen ninguna idea del placer físico, sexual, y que los hombres tienen muy poca. Que se satisface una necesidad, pero que no lo encuentran especialmente agradable.

  Esto puede ser cierto, de la misma manera. No sienten el dolor: pueden ser estoicos, como nuestros indios, por ejemplo. A los indios se les mató, pero —cuando todavía había— se les podía hacer cualquier cosa. Nunca se quejaban.

  Conozco la historia de un gaucho: era indispensable que sufriera una operación muy dolorosa. Se le sugirió la anestesia y dijo que no: no le gustaban las drogas, tenía miedo. Se le dijo: ¡pero sentirá un dolor espantoso! Respondió: haga lo que quiera. El dolor, yo me encargo del dolor. El dolor es mi negocio, no el suyo. Se le hizo la operación dolorosísima ¡y no rechistó! Su figura seguía imperturbable, ningún esfuerzo se le notaba. Quizá no sentía tanto. Era un gaucho, un ser sencillo y que no se imaginaba las cosas por adelantado. Sabía que sufriría, pero no pensaba en ello. No le interesaba.

  Creo que tal vez nosotros somos mucho más sensibles al dolor y al placer físico que un ser primitivo, lo mismo que ellos son más sensibles, qué diré yo, a los colores, al valor de las palabras… a todo. Somos cada vez más complejos. Lo que nos volverá, quizá, más cobardes. Para ser un buen soldado, ¡es mejor ser un poco estúpido!

  G. C.: Ser sensible con toda seguridad no arregla las cosas.

  J. L. B.: No. No digo que sea así en el caso del general, pero sí en el del soldado. O en el del criminal. O en el del apache. Quizá sea necesario ser bien simple. He conocido gente que había llevado vidas muy peligrosas. Era gente sencilla. Cuando se hablaba con ellos, su conversación no era especialmente interesante. Yo sabía que habían cometido crímenes. No hablaban de ello, o lo hacían de una manera tan convencional y mate que no tenía ningún interés para mí. Nada pude descubrir en ellos: ellos mismos nunca se habían analizado. No hablaban de esas cosas. Haber matado a alguien, haber arriesgado la vida en alborotos totalmente idiotas, no creían que todo eso fuera especialmente importante.

  G. C.: ¿Supone la infamia el estado de conciencia? Para agotar la palabra, ¿debería ser consciente el individuo?

  J. L. B.: Ah, sí. Creo en la palabra de Baudelaire: «La conciencia en el mal». Si no, habría cierta inocencia, y no creo que la inocencia pueda ser infame. ¿Si no sabemos lo que hacemos? Ahí está la palabra de Jesús: «Hay que perdonarlos, porque no saben lo que hacen». Creo que Jesús sintió lo que dijo. Sintió que sus verdugos, esa gente que lo clavaba en la cruz, no eran a fuerza canallas. Eran soldados que habían de obedecer órdenes. Eran impelidos por la fatalidad, tal como él lo era por la fatalidad de salvar al mundo.

  Debió de sentir que tenían una afinidad esencial. Cuando dijo: «Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen», no actuaba simplemente como una persona noble e idiota. Creo que sintió algo de verdad. Si no, no habría dicho tal cosa, ya que no jugaba al personaje histórico. Evidentemente, era muy incómodo ser crucificado. Evidentemente, tenía tendencia al patetismo.

  Pero, por lo mismo, creo que habló sinceramente cuando dijo esa frase, no creo que quisiera dar un ejemplo de generosidad ni asombrar a nadie. En ese caso, sería empequeñecerlo.

  G. C.: Volvamos al título de su libro. Ese título es doble: se han reunido bajo él cuentos de distintas características. Histoire de l’infamie et Histoire de l’éternité. En Historia de la infamia lo paradójico es la palabra «infamia». En Historia de la eternidad ¡lo paradójico es la palabra «historia»!

J. L. B.: Sí, «historia» es lo sucesivo; «eternidad» es lo unánime, digamos. En este caso hay, pues, un problema de editor. En Buenos Aires, los dos libros son distintos. Publiqué Historia universal de la infamia y dos años después Historia de la eternidad. Después se pensó que era muy poco para un volumen y se reunió a los dos volúmenes en uno solo. En Francia se publicó un solo volumen, pero fue por comodidad de los editores. Quizá se pensó que para la venta era mejor hacer un título doble. No digo que sean contradictorios, pero contrastan, ¿no? Se encontró así un efecto, o mejor se inventó, se me hizo un regalo de un efecto en el que nunca pensé: la idea de que en un mismo volumen se encontrara una historia de la infamia y una historia de la eternidad.  Se me ofreció así un contraste tal vez dentro del género de Hugo, aunque muy inferior evidentemente.

  G. C.: Cada uno de ellos era bien suyo.

  J. L. B.: Sí, pero la idea de reunirlos en un mismo volumen fue un hallazgo de los editores. Encontraron un buen efecto literario. La misma palabra «historia» tiene un sentido distinto en los dos títulos: está modificada por la palabra siguiente. Éste es uno de los numerosos regalos que he recibido de Francia. No debo quejarme, al contrario. Estoy muy reconocido a quien me ha enriquecido así.

  Antes de la publicación eran justo dos libros distintos. El primero, Historia universal de la infamia, se vendió. Primero un ejemplar, después dos, después tres. En un año se habían vendido exactamente 37 ejemplares. Cuando me lo dijeron tuve una impresión de multitud: si se vende un libro de 10 000 ejemplares, es la abstracción —volvamos siempre a las circunstancias—, es como si no se hubiera vendido ningún ejemplar. Mientras que 37 personas podemos imaginárnoslas; 37 compradores son hombres o mujeres que viven en calles distintas, que tienen distinta cabeza, distinto pasado… ¡quería conocerlos, agradecerles personalmente! Vender 5000 ejemplares es tan enorme que casi es la nada.

  Así, pues, en un año se vendieron 37 ejemplares. Y yo me sentía muy contento. En ese tiempo un escritor no soñaba con vender sus libros. Todo libro era un poco secreto. Quizá esto fuera bueno para la literatura. Todo lo que iba a prostituirla al público, los best-sellers, todo eso vino después. En mi época no podíamos prostituirnos: no había quien comprara nuestra prostitución. ¡Y era mejor! Se escribía para un pequeño cenáculo, para algunos amigos y para uno mismo. Quizá fuera mejor para la literatura.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto arriba: Borges por Pato Giacometto s/f (según Revista Ñ)





Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...