24/10/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 6. "Historia universal de la infamia", "Historia de la eternidad"








GEORGES CHARBONNIER: Las conversaciones sobre la literatura en general conducen naturalmente a las que han de versar sobre los relatos de Jorge Luis Borges. Ya lo dijimos antes, hay numerosas obras del autor que no han sido traducidas al francés, pero las que sí lo han sido son muy representativas de Borges.

  Hoy hablaremos de un libro titulado Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. Sabemos las discusiones que surgen de la selección de los títulos de un libro. Raros son los títulos traducidos literalmente, raros son los títulos que un autor determina por sí solo, en entera libertad. Presionados por consideraciones de orden poco literario, los editores ejercen con gran frecuencia presiones muy corteses —muy firmes— para hacer que el autor acepte un título juzgado como atractivo.

Jorge Luis Borges, uno de sus libros publicados en Francia lleva el título de Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité. ¿Escogió usted mismo este título?

  JORGE LUIS BORGES: Sí, pero la explicación está en que en esa época dirigía una especie de suplemento publicado por un diario muy difundido; quería ser popular. Escogí ese título un poco estrepitoso. Escogí, no sin sonreír, Historia universal de la infamia. Nunca había escrito cuentos. No osaba hacerlo: me sentía como un intruso. Era poeta y ensayista y tomé historias verdaderas. Dentro de mí, quizá algo me dijo que no debía contar esas historias con fidelidad, que de todas maneras serían auténticas. Que para divertirme y, tal vez, para engañar al lector había de cambiar un poco las circunstancias, cambiar algo la geografía, inventar detalles que dieran la impresión de realidad. ¡Y volvemos a nuestra discusión anterior!

  Así pues, escribí un libro que no era tal, sino una serie de artículos; y se publicaron en un diario de lectura popular. Más tarde alguien me dijo: podríamos integrar un libro. Fue un amigo mío quien tuvo tal idea.

  ¡Me quedé pasmado! Nunca soñé con hacer tal cosa, para mí era sólo periodismo. Ese amigo insistió: «¿Por qué no? Todo el mundo sabe de quién son, aunque firmaste con seudónimo, pero un seudónimo, y más en Buenos Aires donde el mundo literario es tan restringido, se vuelve en seguida transparente». Le dije: «Y bien, ¿por qué no?»

  Añadí un pequeño prefacio diciendo que no quería engañar a nadie, que lo había escrito por divertirme, que no era menester atenerse a todos los detalles, que sólo estaban para hacerlo parecer auténtico, que había historias que yo había inventado, otras que había tomado de las enciclopedias, otras —la mayor parte— medio copiadas, medio inventadas. El libro tuvo algún éxito. Personas que no podían leer mis poemas y que no se interesaban por mis ensayos, leyeron este librito con cierto placer. Esto me fue útil y me dio el aliento para lanzarme y escribir cuentos, de los que el primero fue esa historia que le gustó sobre el escritor francés que no quiere añadir un libro a la biblioteca ya colmada del mundo ¡y se pone a escribir de nuevo el Quijote! Pero se trata de uno de mis primeros libros.

  G. C.: Lo que es un poco extraño en el título es la palabra «infamia». La palabra «infamia», en francés, tiene mucha fuerza. No es natural en el género humano deslizarse hacia la infamia, esto más bien parece imposible.

  J. L. B.: ¡Oh, bien! Yo digo lo contrario. Es muy fácil. Y, además, caemos en ella, ¿no?

  G. C.: Va más lejos que todo mal, es…

  J. L. B.: Sí, infamia es una palabra muy fuerte.

  G. C.: Extremadamente fuerte; representa todo el mal; pero es poética.

  J. L. B.: Cuando escribía mi periodismo, me era indispensable escoger una palabra estrepitosa. Sin embargo, en mi libro los ejemplos son más débiles que la palabra «infamia». Se trata simplemente de pícaros. La infamia es algo más grave.

  G. C.: ¡Oh, sí, es peor!

  J. L. B.: Mis personajes son, como la mayor parte de los pícaros, gente inocente, que no se dan cuenta de lo que hacen. En Buenos Aires me contaron un ejemplo impresionante. Uno de mis amigos era periodista y un día pasó por el puesto de policía. Acababan de arrestar a unos que conspiraban, se decía, contra el dictador. Los interrogaron, y se les aplicó la tortura, con una máquina eléctrica que se conectaba a las ventanas de la nariz, las orejas, las encías, las partes más sensibles del cuerpo. ¡Era realmente abominable! Mi amigo iba en busca de información para su periódico. Habló, pues, con uno de los torturadores, al que conocía perfectamente. Era uno de los hermanos Cardoso. Un nombre muy adecuado para un hombre de ese tipo, uno de los hermanos Cardoso. Mi amigo, pues, había ido con el fin de conversar amigablemente con Cardoso. Cardoso era un torturador, pero también era un hombre de modales. Cuando no se dedicaba a su tarea, era como todo el mundo, no se trataba de un demente crónico, tenía momentos de descanso, momentos de olvido de su destino.

  Llegaron a avisar a Cardoso que había personas arrestadas y que iban a interrogarlas. Cardoso estaba un poco molesto. Había iniciado su plática con ese periodista y no quería que se fuera o dejarlo solo: ¡tenía urbanidad, ese demonio! Lo invitó a ir con él, para que viera cómo se interroga y, quizá, también para que se divirtiera un momento con la policía, manejando él mismo los instrumentos de tortura. ¡Como si lo estuviera invitando a jugar al poker! Mi amigo dijo que no, que desgraciadamente se le esperaba a comer en su casa, que vivía un poco lejos, en los alrededores de la ciudad. Había sentido la bonhomía de ese demonio. Se dieron la mano. Mi amigo salió consternado. Fue él quien me contó esta historia verdadera. Estoy seguro de que siente usted que es verdadera.

  G. C.: Sí, claro.

  J. L. B.: ¡En ella se codean la inocencia y la infamia!

  G. C.: Las personas que tienen veinte años en este momento, o un poco más, y, desde luego, las que sobrepasan esa edad, vivieron esto hace veinte años. Conocen perfectamente eso de lo que habla usted.

  J. L. B.: ¿Quizá gente que tuvo que sufrir la Gestapo? O algo análogo…

  G. C.: Sí, durante seis años.

  J. L. B.:…exactamente paralelo… ¿no?

  G. C.:…exactamente…

  J. L. B.: Estaba pasmado… Yo conocía muy bien a ese periodista… Él mismo estaba sorprendido. Fue, sintió a la perfección la presencia de un demonio y, al mismo tiempo, se encontró con un hombre como los demás. Un hombre que tuvo la delicadeza de invitarlo a participar en su tarea diabólica, a aplicar esa máquina eléctrica a las ventanas de la nariz de un hombre y a casi matarlo. Hay personas que han muerto por ello: la policía no era muy hábil, sobre todo al principio. Todavía no sabía manejar bien esos instrumentos. Recuerdo que un día estaba en la peluquería, en una pequeña ciudad argentina. Un comunista había sido arrestado por la policía de Perón. En ese momento los comunistas no estaban ligados con los peronistas, eran sus enemigos. Se aplicó la máquina al comunista y murió. Echaron el cadáver al río. En la peluquería, pues, había un señor del que sólo vi la silueta, ya que estábamos sentados uno junto al otro. Pero oí su voz, que parecía absolutamente normal. La voz decía: «La gente no comprende estas cosas. Picana —que es el nombre de la máquina— es un instrumento muy delicado. En cualquier momento puede surgir lo imprevisto. Y además, decíme, ¿qué hacés vos con un cadáver? ¡Qué responsabilidad!».

  G. C.: Infame es quien construyó la máquina. ¡Es peor que quien la utiliza!

  J. L. B.: Ah, no, quien la construyó tenía un interés científico. Quizá la construyó de manera abstracta, como el toro de Falaris. ¿No? Quizá no se trataba de un caso de crueldad.

  G. C.: ¿Por qué no podría haber infamia en la abstracción?

  J. L. B.: Quizá el inventor no pensó en ello. Pensó en una máquina que no deja rastro, capaz de quebrantar a un hombre, su voluntad, en fin, la de quienquiera que fuese. Quienquiera que fuese, ya que poco importa quien fuese. Conozco personas a las que se les ha aplicado la máquina y han resistido. Me dijeron que era necesario gritar antes de sentir el dolor. Que era necesario hacer cualquier cosa. Que se sentía menos su efecto y que con ello se asustaba un poco al verdugo. Creo que se trata de gente sencilla, que no siente el dolor como nosotros, de la misma manera. El coronel De Millares, que estaba en el Congo, me dijo, por ejemplo, que los negros no sienten el dolor, que no sienten las heridas físicas, que tienen organismos muy simples. Que la mayor parte de las mujeres del Congo no tienen ninguna idea del placer físico, sexual, y que los hombres tienen muy poca. Que se satisface una necesidad, pero que no lo encuentran especialmente agradable.

  Esto puede ser cierto, de la misma manera. No sienten el dolor: pueden ser estoicos, como nuestros indios, por ejemplo. A los indios se les mató, pero —cuando todavía había— se les podía hacer cualquier cosa. Nunca se quejaban.

  Conozco la historia de un gaucho: era indispensable que sufriera una operación muy dolorosa. Se le sugirió la anestesia y dijo que no: no le gustaban las drogas, tenía miedo. Se le dijo: ¡pero sentirá un dolor espantoso! Respondió: haga lo que quiera. El dolor, yo me encargo del dolor. El dolor es mi negocio, no el suyo. Se le hizo la operación dolorosísima ¡y no rechistó! Su figura seguía imperturbable, ningún esfuerzo se le notaba. Quizá no sentía tanto. Era un gaucho, un ser sencillo y que no se imaginaba las cosas por adelantado. Sabía que sufriría, pero no pensaba en ello. No le interesaba.

  Creo que tal vez nosotros somos mucho más sensibles al dolor y al placer físico que un ser primitivo, lo mismo que ellos son más sensibles, qué diré yo, a los colores, al valor de las palabras… a todo. Somos cada vez más complejos. Lo que nos volverá, quizá, más cobardes. Para ser un buen soldado, ¡es mejor ser un poco estúpido!

  G. C.: Ser sensible con toda seguridad no arregla las cosas.

  J. L. B.: No. No digo que sea así en el caso del general, pero sí en el del soldado. O en el del criminal. O en el del apache. Quizá sea necesario ser bien simple. He conocido gente que había llevado vidas muy peligrosas. Era gente sencilla. Cuando se hablaba con ellos, su conversación no era especialmente interesante. Yo sabía que habían cometido crímenes. No hablaban de ello, o lo hacían de una manera tan convencional y mate que no tenía ningún interés para mí. Nada pude descubrir en ellos: ellos mismos nunca se habían analizado. No hablaban de esas cosas. Haber matado a alguien, haber arriesgado la vida en alborotos totalmente idiotas, no creían que todo eso fuera especialmente importante.

  G. C.: ¿Supone la infamia el estado de conciencia? Para agotar la palabra, ¿debería ser consciente el individuo?

  J. L. B.: Ah, sí. Creo en la palabra de Baudelaire: «La conciencia en el mal». Si no, habría cierta inocencia, y no creo que la inocencia pueda ser infame. ¿Si no sabemos lo que hacemos? Ahí está la palabra de Jesús: «Hay que perdonarlos, porque no saben lo que hacen». Creo que Jesús sintió lo que dijo. Sintió que sus verdugos, esa gente que lo clavaba en la cruz, no eran a fuerza canallas. Eran soldados que habían de obedecer órdenes. Eran impelidos por la fatalidad, tal como él lo era por la fatalidad de salvar al mundo.

  Debió de sentir que tenían una afinidad esencial. Cuando dijo: «Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen», no actuaba simplemente como una persona noble e idiota. Creo que sintió algo de verdad. Si no, no habría dicho tal cosa, ya que no jugaba al personaje histórico. Evidentemente, era muy incómodo ser crucificado. Evidentemente, tenía tendencia al patetismo.

  Pero, por lo mismo, creo que habló sinceramente cuando dijo esa frase, no creo que quisiera dar un ejemplo de generosidad ni asombrar a nadie. En ese caso, sería empequeñecerlo.

  G. C.: Volvamos al título de su libro. Ese título es doble: se han reunido bajo él cuentos de distintas características. Histoire de l’infamie et Histoire de l’éternité. En Historia de la infamia lo paradójico es la palabra «infamia». En Historia de la eternidad ¡lo paradójico es la palabra «historia»!

J. L. B.: Sí, «historia» es lo sucesivo; «eternidad» es lo unánime, digamos. En este caso hay, pues, un problema de editor. En Buenos Aires, los dos libros son distintos. Publiqué Historia universal de la infamia y dos años después Historia de la eternidad. Después se pensó que era muy poco para un volumen y se reunió a los dos volúmenes en uno solo. En Francia se publicó un solo volumen, pero fue por comodidad de los editores. Quizá se pensó que para la venta era mejor hacer un título doble. No digo que sean contradictorios, pero contrastan, ¿no? Se encontró así un efecto, o mejor se inventó, se me hizo un regalo de un efecto en el que nunca pensé: la idea de que en un mismo volumen se encontrara una historia de la infamia y una historia de la eternidad.  Se me ofreció así un contraste tal vez dentro del género de Hugo, aunque muy inferior evidentemente.

  G. C.: Cada uno de ellos era bien suyo.

  J. L. B.: Sí, pero la idea de reunirlos en un mismo volumen fue un hallazgo de los editores. Encontraron un buen efecto literario. La misma palabra «historia» tiene un sentido distinto en los dos títulos: está modificada por la palabra siguiente. Éste es uno de los numerosos regalos que he recibido de Francia. No debo quejarme, al contrario. Estoy muy reconocido a quien me ha enriquecido así.

  Antes de la publicación eran justo dos libros distintos. El primero, Historia universal de la infamia, se vendió. Primero un ejemplar, después dos, después tres. En un año se habían vendido exactamente 37 ejemplares. Cuando me lo dijeron tuve una impresión de multitud: si se vende un libro de 10 000 ejemplares, es la abstracción —volvamos siempre a las circunstancias—, es como si no se hubiera vendido ningún ejemplar. Mientras que 37 personas podemos imaginárnoslas; 37 compradores son hombres o mujeres que viven en calles distintas, que tienen distinta cabeza, distinto pasado… ¡quería conocerlos, agradecerles personalmente! Vender 5000 ejemplares es tan enorme que casi es la nada.

  Así, pues, en un año se vendieron 37 ejemplares. Y yo me sentía muy contento. En ese tiempo un escritor no soñaba con vender sus libros. Todo libro era un poco secreto. Quizá esto fuera bueno para la literatura. Todo lo que iba a prostituirla al público, los best-sellers, todo eso vino después. En mi época no podíamos prostituirnos: no había quien comprara nuestra prostitución. ¡Y era mejor! Se escribía para un pequeño cenáculo, para algunos amigos y para uno mismo. Quizá fuera mejor para la literatura.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto arriba: Borges por Pato Giacometto s/f (según Revista Ñ)





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