3/3/18

Umberto Eco: Aristóteles entre Averroes y Borges







Conferencia impartida el 8 de agosto de 2003 en Rimini, dentro de un ciclo de lecturas y comentarios sobre los clásicos, precedida por la lectura de La busca de Averroes, de Borges.

Acaban de escuchar la lectura de uno de los cuentos más fascinantes de Borges, y se estarán preguntando qué tiene que ver este cuento tanto con mi conversación de esta tarde, cuanto con este ciclo sobre los clásicos. Sin embargo, aparte del hecho de que Aristóteles es ciertamente un clásico, el título del ciclo apunta a las relaciones entre los clásicos y el presente y, como verán, yo simplemente voy a insertar, entre Aristóteles y Borges, una serie de observaciones sobre la traducción y la recepción medieval de la Poética y de la Retórica aristotélicas. Se trata de un caso interesante, que tiene sus implicaciones tanto para una historia de la cultura como para una teoría de la traducción; y este sí es un tema muy relacionado con el de los clásicos y con la apropiación que de ellos nos hacemos.

Pero antes de rastrear más de cerca la reconstrucción histórica y filológica del episodio que Borges ha brillantemente imaginado —llegando, como veremos, hasta muy cerca de la verdad— cabe hacer algunas observaciones sobre la naturaleza de la traducción.

Se suele pensar que una traducción consiste en substituir palabras y frases de la lengua A con palabras y frases de la lengua B que, en cierta medida, le sean equivalentes. He publicado hace algunos meses un libro dedicado a la traducción, Dire quasi la stessa cosa, y lo primero que puse en duda —como, por otra parte, hace todo estudioso serio de la traducción— es esa pretendida equivalencia. Vale decir que no existen sinónimos absolutos y que la noción en la que se apoyaban los traductólogos ingenuos de otrora, la de la equivalencia del significado, es muy discutible.

Les voy a ahorrar esta tarde penosas discusiones de semántica y lexicografía; quisiera sólo subrayar que en una traducción no está en juego sólo la relación entre dos lenguas, sino también la relación entre dos culturas.

Pongamos un ejemplo muy elemental. Cualquier diccionarito para turistas les dirá que la palabra italiana caffè se traduce al francés como café, al inglés como coffee, al alemán como Kaffee. Como para complicar las cosas, la palabra italiana caffè tiene dos sentidos, es decir, indica una bebida y al mismo tiempo un lugar donde se sirve dicha bebida. Pero si quisiéramos decir en un país de lengua alemana que queremos ir a un café a tomarnos un café deberemos usar dos palabras distintas: en alemán, la bebida se dice Kaffee, mientras que el lugar adopta la expresión francesa Café. Naturalmente, en América no se va a un coffee a tomar un coffee, sino que se toma un coffee en un coffee bar o en una cafetería.

Demos un paso adelante con los inconvenientes de la traducción. Incluso las expresiones donnez moi un café, give me a coffee, mi dia un caffè (ciertamente equivalentes desde un punto de vista lingüístico, buenos ejemplos de enunciados que vehiculan la misma proposición) no son culturalmente equivalentes. Enunciadas en países distintos, producen diversos efectos y se refieren a usos diferentes. Producen historias diferentes. Considérense los dos textos siguientes, uno que podría aparecer en un relato italiano, el otro, en un relato americano:

Ordinai un caffé, lo buttai giù in un secondo ed uscii dal bar. [Pedí un café, me lo bajé en un segundo y salí del bar]

He spent half an hour with the cup in his hands, sipping his coffee and thinking of Mary. [Pasó media hora con la taza entre sus manos, sorbiendo su café y pensando en Mary].

El primer relato sólo puede referirse a un café y a un bar italiano, porque un café americano no podría nunca ser ingerido en un segundo, ya sea por su cantidad —enorme— como por su temperatura. En América, para que tengan la seguridad de haber gastado bien su dinero, recibirán un vasote de plástico lleno hasta el borde de un brebaje negro, y ese brebaje debe estar prácticamente a cien grados, por lo cual deben esperar un buen momento para que sea bebible —o bien deberán pedir un regular coffee el cual, contra toda expectativa, no es regular porque es oscuro (y no lungo ni ristretto) sino porque viene corregido con leche fría. Por supuesto, ahora incluso en América se conoce el café expreso, pero aun así es siempre raro que lo sirvan para consumir de pie, y en cualquier caso la cantidad será superior a la del pocillo que los italianos usan para el café lungo doppio. Imaginen, pues, a un lector americano, sobre todo de hace veinte años, que hubiera leído el relato italiano citado más arriba. Se hubiera preguntado cómo hizo el protagonista de esa historia, sin duda de ciencia ficción, para bajarse de un solo trago una cantidad industrial de café hirviendo.

En cuanto a la segunda historia, con toda evidencia no podría referirse a un personaje que vive en Italia y bebe un expreso, porque presupone la existencia de una taza alta y profunda que contiene una cantidad de bebida diez veces superior. Así el lector italiano que jamás hubiere visto una película americana en la que se bebe café, se preguntaría cómo hace ese americano para tener con ambas manos aquella tacita de expreso y para tardar media hora en vaciarla.

Como se comprende, pues, un diccionario no basta para establecer qué término deba sustituir a otro en el proceso de una traducción. Un buen traductor del inglés —repito, al menos hace algunas décadas— habría debido introducir algún elemento complementario para ayudar a los propios lectores a imaginarse la escena, por ejemplo, hablando de una gran taza o algo por el estilo. Pero imaginen a un traductor de hace sesenta años, antes de que llegaran a Italia las tropas americanas, que no tuviese la más mínima idea de cómo es un American Coffee. Se habría visto en un serio aprieto al traducir esa frase, y se habría sentido tan despistado como su lector.

Esto es, en pocas palabras, lo que se entiende al decir que en una traducción entra en línea de cuenta no sólo la relación entre dos lenguas sino también la relación entre dos culturas. Naturalmente, no hay que exagerar.

En su ensayo Miseria y esplendor de la traducción, Ortega y Gasset (1937) dice que no es cierto que todo lenguaje pueda expresar cualquier cosa, y argumenta de esta forma:

«La lengua vasca (...) se olvidó de incluir en su vocabulario un signo para designar a Dios y fue menester echar mano del que significaba “señor de lo alto” –Jaungoikua. Como hace siglos desapareció la autoridad señorial, Jaungoikua significa hoy directamente Dios, pero hemos de ponernos en la época en que se vio obligada a pensar a Dios como gobernador civil o cosa por el estilo. Precisamente, este caso nos revela que, faltos de nombre para Dios, costaba mucho trabajo a los vascos pensarlo: por eso tardaron tanto en convertirse al cristianismo...» (Obras completas. Vol. V. Madrid: Revista de Occidente, 1983. Págs. 442-443).

Este ejemplo, con todo respeto por Ortega y Gasset, me parece ingenuo. Si Ortega tuviera razón, los latinos habrían debido tener problemas para convertirse porque llamaban a Dios dominus, que era un apelativo civil o político, y los anglosajones encontrarían difícil concebir una idea de Dios, dado que lo llaman todavía hoy Lord, apelativo aplicable justamente a un señor feudal. Por otra parte, tampoco nosotros hacemos algo diferente cuando hablamos del Señor.

Sin embargo, de vez en cuando esas discrepancias culturales deben ser tomadas un poco más en serio. Por ejemplo, George Steiner (After Babel, London: Oxford UP, 1975) muestra muy bien cómo algunos textos de Shakespeare y de Jane Austen no son plenamente comprensibles para el lector contemporáneo que no conozca no sólo el léxico de la época, sino incluso el background cultural de los autores.

Me he sentido siempre intrigado por las posibles traducciones del comienzo de Le cimetière marin de Valéry, que dice:

Ce toit tranquille, où marchent des colombes,
entre les pins palpite, entre les tombes;
midi le juste y compose de feux
la mer, la mer, toujours recommencée!

Es evidente que ese techo sobre el que pasean las palomas es el mar, salpicado por las blancas velas de los barcos, y aun cuando el lector no hubiera captado la metáfora desde el primer verso, el cuarto, por decir así, le ofrecería su traducción. El problema reside, más bien, en que en el proceso de desambiguación de una metáfora el lector parte del vehículo (el metaforizante) no sólo tomándolo como realidad verbal, sino también activando las imágenes que éste le sugiere. Y la imagen más obvia es aquí la de un mar azul. ¿Por qué una superficie azul debe aparecer como un techo? La cosa resulta difícil para el lector italiano y para los lectores de aquellos países (incluida la Provenza) donde los techos son por definición colorados. El hecho es que Valéry, aunque hablaba de un cementerio de Provenza y había nacido en Provenza, pensaba (en mi opinión) como parisino. Y en París los techos son de pizarra y bajo el sol pueden dar reflejos metálicos. Por lo tanto, midi le juste crea sobre la superficie marina reverberaciones plateadas que sugieren a Valery la extensión de los techos parisinos. No veo otra explicación para la elección de esta metáfora, pero me doy cuenta de que resiste a cualquier tentativa de traducción clarificante (a menos de perderse en paráfrasis explicativas que matarían el ritmo y desnaturalizarían la poesía).

Todos estos problemas emergen con fuerza si seguimos la historia del modo en que fueron recibidas la Poética y la Retórica de Aristóteles en la Edad Media. Repasemos esta historia y, para ser precisos y entender bien lo acontecido, hagámoslo con una abundancia de detalles filológicos superior a la que Borges nos suministró.

Recordemos cuáles son los dos grandes descubrimientos que Aristóteles nos propuso en su Poética.

El primero es un minucioso análisis de la acción trágica. Más tarde, especialmente en nuestro siglo, se descubrió la aplicabilidad de ese análisis no sólo a las tragedias del tiempo de Aristóteles sino a toda forma de narratividad, incluida la cinematográfica. No es mi intención repetirles cosas conocidas, pero Aristóteles teoriza una situación que es fundamental no sólo para toda tragedia sino para toda historia que pudiera llegar a apasionarnos. La tragedia es la mimesis, es decir la imitación de una acción, en la cual a un personaje, ni mejor ni peor que nosotros —en el que podemos, pues, identificarnos— le ocurren acontecimientos terribles, peripecias, reconocimientos dramáticos (del tipo “¡Eres mi hijo!”, “¡Padre, padre mío!”) y reveses de fortuna hasta que su destino se cumple en una catástrofe final en que, frente a su desventura, sentimos al mismo tiempo piedad y terror. Esta experiencia produce en nosotros una suerte de purificación, la catarsis, y no vamos a discutir ahora, reproduciendo un debate que ya ha durado siglos, si la purificación de que hablaba Aristóteles debía ocurrir de modo homeopático, —sufrimos las mismas pasiones del personaje, y al sufrirlas, nos vemos liberados— o de modo alopático —vemos representadas esas pasiones, pero al no estar personalmente implicados hasta el fondo, podemos, sí, liberarnos pero no porque las compartamos, sino porque nos volvemos capaces de observarlas y juzgarlas a la debida distancia.

Bastaría con esta gran lección para hacer de la Poética uno de los textos fundamentales de todas las civilizaciones, pero Aristóteles nos dice todavía más y lo que dice en la Poética lo perfecciona en muchas páginas de la Retórica. La tragedia imita una acción, pragma, a través de un relato, mythos, pero expresa este relato a través de un discurso, lexis. Así, Aristóteles, analizando las distintas soluciones lingüísticas y estilísticas a través de las cuales debe manifestarse la acción trágica, nos habla de la metáfora, subrayando en ella no los aspectos ornamentales sino los cognitivos.

La metáfora (y, en general, toda figura retórica, porque Aristóteles no distingue todavía entre metáfora, metonimia, sinécdoque y otras figuras) sirve para hacernos ver las cosas bajo una luz distinta y, por ende, mejor. La metáfora es la mejor de todas las figuras retóricas porque entender metáforas quiere decir “saber vislumbrar lo semejante” o “el concepto afín”. El verbo usado es theōreîn, que significa vislumbrar, investigar, parangonar, juzgar. Aristóteles aporta ejemplos de metáforas banales, como las que van de género a especie (“aquí está mi nave”, porque estar es un género que contiene tanto el estar detenido como el estar anclado) o de especie a género (“Ulises ha llevado a cabo diez mil hazañas”, porque diez mil sería una especie del género muchas), que de hecho no son metáforas propiamente dichas, sino eso que más tarde será llamado sinécdoque. Pero Aristóteles cita metáforas más interesantes desde el punto de vista poético cuando habla de la metáfora de especie a especie (“extrayendo su vida con la navaja”, donde extraer de una copa o substraer sangre son dos especies del género sacar). En cuanto a las metáforas por analogía, da la impresión de que enumera expresiones bastante codificadas, como “el escudo de Dionisio” o “el cuenco de Marte”, o la tarde como la vejez del día: dos metáforas que se basan en la analogía de cuatro términos en la que el escudo es a Marte como la copa o el cuenco son a Dionisio; y la tarde es al día como la vejez es a la vida. Sin embargo, identifica una hermosa y original expresión poética en “sembrando la divina llama”, dicho del sol (tal vez por Píndaro) —donde la semilla es al labriego como los rayos emanados son al sol— y del mismo modo aprecia un casi enigma como “vi a un hombre que a un hombre con el fuego el bronce le adhería”, dicho de la ventosa. Son casos en los que el hallazgo poético impone una investigación sobre la semejanza, sugerida pero no muy evidente.

Los pasajes relevantes de la Retórica son mucho más numerosos, y los ejemplos de analogía no son para nada banales, como el famoso ejemplo en que los piratas son llamados “proveedores” o “abastecedores”. Aquí se descubre que mientras que en general consideramos al ladrón como alguien que se apropia ilegalmente de algo que no le pertenece, y al comerciante como alguien que vende legalmente lo que era suyo, de hecho parecería que ambos tienen una propiedad común, porque ambos, diría, realizan el traspaso de mercaderías desde una fuente hasta el consumidor. La identificación del rasgo común es osada, porque se dejan en la sombra otros rasgos discordantes, como la oposición entre modo pacífico y violento. La agudeza aparece así como una sorpresa ingeniosa y vivaz, y estimula a reconsiderar irónicamente el papel del pirata en la economía mediterránea. Aristóteles dice que cuando la metáfora nos hace ver las cosas al revés de lo que creíamos, resulta evidente que hemos aprendido algo, y es como si nuestra mente dijera “Era así, y yo estaba errado”.

Cuando, a propósito de los asteîa, que traduciremos por “agudezas”*, se dice que el poeta llama a la vejez “paja”, se especifica que tal metáfora nos produce un conocimiento a través del género común, en la medida en que tanto la vejez como la paja pertenecen al género de lo marchito. La sequedad y la aridez de la paja echan una luz de tristeza sobre el marchitamiento debido a la edad avanzada y de esta forma la metáfora nos hace aprender algo que antes no habíamos considerado suficientemente. Para continuar con otros ejemplos dados por Aristóteles, llamar “molinos variopintos” a los trirremes y “banquetes áticos” a las tabernas es una hermosa manera de hacer ver algo en forma inusitada.

Al hacer esto —éste es el punto fundamental— las metáforas “ponen la cosa ante los ojos” (tõ poieîn tò prãgma prò ommátôn). Este “poner ante los ojos” aparece varias veces más en el texto aristotélico y nos dice que la metáfora produce una evidencia inmediata, evidentemente inhabitual, inesperada.

¿Existen razones para que esta teoría de la metáfora haya aparecido justo cuando se debía explicar cómo funciona la tragedia? Yo diría que sí. El análisis de la tragedia explica cómo una secuencia de acciones puede producir en nosotros el desencadenamiento de muchas pasiones y al mismo tiempo su superación, a través de lo que podríamos definir como una más profunda comprensión del Hado y de las vicisitudes humanas. Y la teoría de la metáfora explica cómo no sólo el relato o la representación de las vicisitudes de nuestros semejantes sino también las estrategias del lenguaje pueden producir sorpresa y, con la sorpresa, una mejor comprensión de las cosas, como si nos las hubieran puesto por primera vez ante los ojos. ¿Nos esperábamos que Edipo matase a su padre y se casase con su madre, que no comprendiese que era el responsable de la peste de Tebas y que sólo al final descubriese en qué abismo lo habían precipitado los dioses? No, la tragedia es la máquina narrativa y espectacular que nos lleva a comprender lo que acontece a los hombres en el transcurso de su vida. ¿Nos esperábamos que los piratas pudiesen ser vistos como afines a los comerciantes? No, pero la metáfora nos invita a considerar las cosas de la vida humana bajo una luz nueva. Las acciones trágicas y la metáfora son instrumentos de conocimiento y revelación. Si no se capta esto no se comprende la grandeza de la Poética aristotélica.

Ahora bien, ambos descubrimientos aristotélicos fueron insuficientemente apreciados por el Medioevo latino. No me detendré a discutir aquí las diversas razones de este fenómeno, al cual le hemos dedicado numerosos seminarios en la Scuola Superiore di Studi Umanistici de la Universidad de Bolonia. Les ruego que me crean bajo palabra, la Edad Media no teorizó en modo eficaz la función cognitiva de la metáfora, pero tampoco realizó una teoría de la acción trágica.

En lo que hace al teatro, las razones son bastante evidentes: después de la temporada de excelentes imitaciones de la tragedia griega, de Livio Andrónico a Nevio, Enio, Pacuvio y Accio, la tragedia romana comienza a declinar, cediendo su puesto a la comedia, y ya desde la era neroniana no tenemos más obras dignas de interés o, si había, se perdieron. Quedan las tragedias de Séneca, probablemente destinadas a la lectura y no a la representación; paulatinamente el significado mismo del término tragedia cambia, tanto que en el siglo III Hosidius Geta compone una Medea que no es más que un centón de versos virgilianos. Poco a poco la distinción entre los varios géneros literarios se esfuma, manteniéndose, en el mejor de los casos, entre los gramáticos, pero en plena Edad Media ya la tragedia se opone sólo a la comedia, sin que esos dos términos remitan a una acción teatral.

Según Guillermo de Saint Thierry (Comment. in Cant., PL 180) la comedia es una historia que, a pesar de que contiene pasajes elegíacos que hablan de los dolores de los amantes, se resuelve en un final alegre; Honorio de Autun (De animae esilio et patria, PL 172) llama tragedias a poemas que tratan de la guerra, como el de Lucano, mientras las comedias cantan las nupcias, como las obras de Terencio. En la Poetria de Juan de Garlandia encontramos una clasificación de los géneros literarios en donde la tragedia es definida como un poema que empieza con la felicidad y termina en el luto, mientras la comedia es un poema gracioso que comienza con la tristeza y acaba en el gozo. En la Epistola a Cangrande della Scala, Dante explicará que tragedia es toda composición literaria que tiene un inicio admirable y sereno y se encamina hacia una conclusión “fétida y horrible”. Y de hecho la Comedia de Dante se llamaba así no porque fuese una obra teatral, sino porque tenía un final alegre, por cierto, el más alegre y glorioso de todos.

No quiere decir que la Edad Media ignorara el teatro. Pero los grandes edificios públicos romanos dedicados a las representaciones trágicas ya habían desaparecido o habían sido destinados a usos religiosos, y el teatro medieval se hacía en la iglesia o en la plaza: en la iglesia, el misterio sacro, en la plaza, los ludi de los juglares y de los histriones. Las tragedias de Séneca son descubiertas sólo en el Siglo XIV, y permanecen conocidas en el ambiente de los protohumanistas; pero es sólo en el Renacimiento, a través del De Architectura de Vitruvio, que se comenzará a reconsiderar la arquitectura teatral, mientras que en 1499 aparece impresa una versión latina de la Poética de Aristóteles. A partir de allí comenzará la obra de los grandes comentadores de la dramaturgia aristotélica como Castelvetro, Robortello, Riccoboni y otros.

Más desconcertante parece el desinterés medieval por una reflexión sobre la metáfora como vehículo de conocimiento y no sólo como puro ornamento. Observen que estoy hablando de la Edad Media, de una época en la que los poetas han sabido crear metáforas maravillosas, y bastaría con citar el dulce color de oriental zafiro de Dante o el rostro de nieve coloreado de granate de Guinizelli. Pero los teóricos no han logrado plenamente construir ni una teoría del poder cognitivo de la metáfora ni una técnica capaz de analizar metáforas para mostrar cuánto nos hacen conocer. Una de las disertaciones más esmeradas sobre las metáforas poéticas la debemos a Santo Tomás de Aquino, quien nos dice que las metáforas de los poetas forman parte del significado literal, es decir que no exigen ningún esfuerzo de la imaginación o del intelecto para ser comprendidas —a diferencia de las alegorías bíblicas, que exigen descubrir lo que ha querido decir el autor sagrado, por encima y por debajo del significado literal. Parece entonces que para Santo Tomás la metáfora no nos haría descubrir nada, sino que diría lo que ya sabemos y entendemos muy bien, pero expresado en términos figurados. Dante es un ejemplo curioso a este respecto.

Tomemos la Vita nuova, y limitémonos a examinar cómo explica Dante “Tanto gentile e tanto honesta pare” [tan gentil y tan honesta aparece]. El soneto exhibe algunas metáforas hermosas, como benignamente d’umiltà vestuta [benignamente de humildad vestida], dolcezza al core [dulzura para el corazón], por no hablar de la invitación hecha al alma de “sospirare” [suspirar]. Pues bien, Dante aclara inmediatamente que “este soneto es tan fácil de entender… que no necesita ninguna división”. Y lo mismo hace con las otras composiciones que comenta: aclara su sentido, pero no le pasa por la mente la idea de explicar las metáforas. Lo mismo ocurre con el Convivio. Más aún, es curioso que al explicar Amor che ne la mente mi raciona [Amor que en la mente me razona] (y diría que ese “razona” es ya una primera expresión metafórica, por no hablar del cuarto verso, donde el intelecto “desvía”), Dante no solamente no explica sus metáforas, sino que, para esclarecer el sentido filosófico de su canción, usa otras metáforas, a manos llenas, como si fueran comprensibles para todos: Lo quale amore poi, trovando la mia disposta vita al suo ardore, a guisa di fuoco, di picciolo in grande fiamma s’accese; sì che non solamente vegghiando, ma dormendo, lume di costei ne la mia testa era guidato [“El cual amor luego, encontrando mi vida dispuesta a su ardor, a guisa de fuego, de pajuela en grande llama se enciende, de tal forma que no solamente velando sino durmiendo, por la luz de aquél en mi cabeza era guiado”] (y luego se habla de “habitáculo de mi amor”, de “multiplicado incendio”, etc.). Lo mismo en el caso del poema Voi che‘ntendendo, allí donde la canción, bastante filosófica, no exhibe muchas metáforas, en el comentario Dante prodiga a granel metáforas que pretenden explicar el texto, sin preocuparse por explicarlas a su vez, como “traspasamiento”, “enviudada vida”, “desposar aquella imagen”, “mucha batalla dentro del pensamiento”, “roca de mi mente”. Es decir que para él, como para Tomás, las metáforas forman parte muy llanamente del significado literal y no requieren esfuerzo interpretativo.

Ahora bien, lo que quisiera mostrar esta tarde es que ese doble desconcierto medieval, hacia la tragedia y hacia la naturaleza cognitiva de la metáfora, se debe a algunos incidentes de traducción o al modo en el cual los textos aristotélicos han llegado a la Edad Media, tanto latina como árabe.

Antes que nada quisiera abordar un curioso fenómeno con respecto a Borges. Lo que Borges ha narrado en su relato La busca de Averroes no es una simple creación de su fantasía, si bien su fantasía ha sabido representar admirable y poéticamente un hecho real. Diré de entrada que, aunque el relato de Borges cita entre sus fuentes de segunda mano Renan y Asín Palacios, a mi parecer sus informaciones provienen de la Historia de las ideas estéticas en España, en donde Marcelino Menéndez y Pelayo cuenta casi como Borges los distintos incidentes filológicos sobre los cuales voy a detenerme un poco más detalladamente. Pero ésa era la capacidad casi adivinatoria de Borges, que tal vez encontraba una sugerencia, un indicio en una entrada de enciclopedia, y de allí sacaba una serie de reflexiones que nos hacen creer que había leído y entendido a fondo textos que en realidad no había leído nunca.

La primera y más radical observación que corresponde hacer sobre el Aristóteles latino es que tanto la Poética como la Retórica, con su disertación más amplia sobre la metáfora, aparecieron mucho más tarde en la cultura medieval y, aun después de haber sido traducidas, no ejercieron ninguna influencia digna de mención.

Boecio había traducido en el siglo VI todo el Organon, pero durante siglos sólo circuló una parte, la llamada Logica Vetus: las Categorías, el De interpretatione, los Primeros Analíticos, los Tópicos, los Elencos Sofísticos. Sólo entre los siglos XII y XIII entran en circulación textos fundamentales como la Metafísica y los Analíticos Posteriores (ya traducidos por Boecio, pero la traducción se había perdido y habían quedado prácticamente desconocidos). Luego seguirán las obras de moral y de política.

Volvamos ahora a la Poética y a la Retórica. No olvidemos que en los primeros siglos después del año mil era más fácil traducir del árabe que del griego y por lo tanto lo primero que la Edad Media conoce de poética y retórica de Aristóteles proviene de textos árabes traducidos en pésimo latín. De la Poética existía un comentario de Averroes, de 1175, llamado Comentario Medio, y es éste el que fue traducido por primera vez en 1256, es decir ochenta años más tarde, por un cierto Hernán Alemán [Hermannus Teutonicus o Germanus]. Sólo en 1278 Guillermo de Moerbeke traducirá la Poética del griego, es decir, para situarnos, después de la muerte de Tomás de Aquino y cuando Dante era ya adolescente.

La Retórica existía en una translatio vetus del griego, pero ésta no había tenido mucha suerte y sólo se le conocen cinco manuscritos. En el siglo XIII, otra vez Hernán Alemán (el traductor del Comentario Medio de Averroes a la Poética) realiza una traducción de la Retórica a partir del árabe, anteponiéndole el inicio del Comentario Medio averroístico. Un inmundo patchwork que durante mucho tiempo fue tomado por la traducción del comentario de Averroes, hasta tal punto era irreconocible la fuente griega. Sólo más tarde, Guillermo de Moerbeke propondrá una nueva traducción, esta vez a partir del griego.

Todo esto nos da a entender que la Retórica y la Poética, aunque aparecen en latín, aparecen tarde, reduciendo a poco y nada su influencia en el pensamiento medieval. Menos influencia todavía pudieron tener en el pensamiento de los poetas y de los teóricos de la poesía ya que, siguiendo una tradición árabe, la poética y la retórica fueron consideradas al inicio como parte de la lógica, como estudios sobre discursos persuasivos que podrían ser usados con fines políticos y morales.

Por otra parte, el hecho de que existiese una traducción no quiere decir que circulara y tuviera éxito inmediatamente. Roger Bacon, en el Opus Majus, se lamenta de las traducciones aristotélicas que circulaban en su época, tan “perversas” y “horribles” que nadie podía comprenderlas. Y hablaba de textos cum defecto translations et squalore. En la Cuarta Parte, 2, habla del libro de Aristóteles De poetico argumento que Hernán Aleman no había logrado traducir bien a causa de las dificultades lingüísticas que habían hecho que no entendiera nada. En efecto, en la introducción a su traducción de Averroes, Hernán recuerda que había querido traducir la Poética (evidentemente del árabe) pero que había encontrado tantas dificultades para dar cuenta de las citas poéticas en árabe, y tanta oscuridad terminológica, que había tenido que renunciar. Por eso traduce sólo el comentario de Averroes. Quiere decir que si estas traducciones circulaban, incluso personas informadas como Bacon las tenían poco en cuenta.

Averroes no conocía el griego y a duras penas conocía el siríaco, y había leído a Aristóteles en una traducción árabe del siglo X, que provenía a su vez de una versión siríaca. Imaginemos entonces lo que el lector latino podía entender de Aristóteles, de la traducción que Hernán Alemán había hecho de un texto árabe el cual, a su vez, trataba de entender una traducción siríaca de un texto griego desconocido.

Pero ¿qué es lo que en realidad había combinado Averroes? Aquí volvemos al relato de Borges en el cual el escritor argentino imagina a Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad Ibn-Muhámmad Ibn-Rusd tratando de comentar la Poética aristotélica. Lo que le preocupa es que no conoce el significado de las palabras tragedia y comedia, ya encontradas nueve años antes al leer la Retórica. Y es obvio, porque se trataba de formas artísticas desconocidas en la tradición árabe. El sabor del relato borgesiano le viene del hecho de que, mientras Averroes se atormenta sobre el significado de esos términos obscuros, bajo sus ventanas hay niños que juegan a representar un almuédano, un alminar y los fieles, o sea que hacen teatro, pero ni ellos ni Averroes lo saben. Más tarde, alguien le cuenta al filósofo de una extraña ceremonia vista en China, y, por la descripción, el lector comprende (pero no los personajes del relato) que se trataba de una acción teatral. Al final de esta verdadera y cabal comedia de equívocos, Averroes retoma su meditación sobre Aristóteles y concluye que Aristú denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.

Si existe un hermoso apólogo sobre la incomprensión entre las culturas, es precisamente éste.

Lo que Borges reconstruye es exactamente lo que había acontecido a Averroes. Hoy disponemos de traducciones inglesas del texto árabe de Averroes, y disponemos de la pésima traducción latina de Hernán Aleman –dos textos que muy probablemente Borges no conocía— y nos damos cuenta, leyendo estos textos, de que lo que cuenta Borges es absolutamente verdadero. Todo lo que Aristóteles atribuye a la tragedia, en el Comentario Medio de Averroes es atribuido a la poesía, y a aquella forma poética que es la vituperatio o la laudatio, es decir, el poema de alabanza. Esta poesía “epidíctica” (es decir en alabanza o reproche de algo) se vale de representaciones (y Averroes recuerda cómo les gusta a los hombres la imitación de las cosas, no sólo a través de las palabras, sino también a través de las imágenes, el canto y la danza), pero traduciendo a Aristóteles, Averroes habla de representaciones verbales y no llega a imaginar una representación teatral. Tales representaciones tienden a instigar a acciones virtuosas y por eso su cometido es moralizante. El pragma aristotélico —que es la acción dramática, la sucesión de los hechos— se convierte para Averroes en una empresa virtuosa (y así traduce Hernán al latín, operatio virtuosa). Averroes comprende que la poesía tiende a suscitar piedad y temor para sacudir los ánimos. Pero para él aun estos procedimientos tienen como objetivo el volver persuasivos ciertos valores morales, y esta idea moralizadora de la poesía impide a Averroes intuir la concepción aristotélica de la fundamental función catártica (no didascálica) de la acción trágica.

Más borgesiana es la situación en que Averroes, comentando la Poética llega al pasaje en se enumeran los componentes de la tragedia, que son mythos, êthê, léxis, diánoia, ópsis y melopoiía, que habitualmente se traducen como historia, caracteres, discurso, pensamiento, visión y melodía. Averroes entiende el primer término como “afirmación mítica” (Hernán traduce sermo fabularis), el segundo, como “carácter” (pero Hernán traduce consuetudines), el tercero, como “metro” (Hernán: metrum seu pondus), el cuarto, como “creencias” (Hernán: credulitas), es decir, como “habilidad para representar lo que existe o lo que no existe de tal o cual manera”. El sexto componente es rectamente entendido como “melodía” (tonus), pero evidentemente Averroes piensa en una melodía poética, no en la presencia de músicos en el escenario. El drama (el término viene al caso) ocurre con el quinto componente, ópsis. Averroes no puede pensar que haya una representación visual de acciones, y traduciendo nazar piensa en algo que “explica la rectitud de las creencias”, es decir, en un tipo de argumentación que demuestra la bondad de las creencias representadas (siempre con fines morales). Y Hernán no puede sino adecuarse y traduce “La consideración, o la prueba de rectitud de la creencia”.

Malentendiendo así el espectáculo, Averroes dice al llegar a este punto que “la eulogia no usa el arte de la disimulación como lo hace la retórica” (uso la traducción inglesa de Butterworth 1980: 79). Qué decía exactamente el texto árabe, no lo sé, pero evidentemente debe haber sido más explícito, si Hernán puede traducir que esa extraña forma poética que Aristóteles llama tragedia “no hace uso de gesticulaciones y expresiones del rostro como ocurre en la oración retórica”. Excluye así el único aspecto verdaderamente teatral de la tragedia, la acción del actor. Por otra parte, Averroes había sido inducido al error por el pasaje en el que Aristóteles decía que el espectáculo, por atrayente que fuera, no es peculiar del arte poética, en la medida en que la tragedia funciona también sin actuación y sin actores. Aristóteles quería sólo decir que la tragedia puede también ser leída sin ser representada (tal como la habría entendido Séneca) pero Averroes entiende que todo aspecto visual es extranjero a la tragedia, considerada como poema de alabanza.

En varios casos Hernán empeora lo que había combinado Averroes. Aun sin entender qué era un espectáculo trágico, Averroes había intuido que podía implicar fenómenos como la peripecia y el reconocimiento y los traducía con términos equivalentes a “inversión” y “descubrimiento”. Y esto, porque también en una narración poética podían hallarse episodios de peripecia y reconocimiento. Pero cuando se ve confrontado con la tarea de explicarlos, Averroes va más allá de las intenciones aristotélicas y los presenta como casos de metáfora, es decir, como descubrimiento de cosas semejantes entre ellas.

Hernán traduce por inversión y descubrimiento circulatio y directio, términos que a nosotros nos dejan perplejos, y qué le vamos a hacer, pero que ciertamente no eran aptos para esclarecer las ideas de sus lectores.

Esta historia, que Borges ha hecho revivir tan bien, nos dice precisamente que la traducción no es sólo un asunto que implica dos lenguas, sino también un encuentro entre culturas. Aun cuando Averroes hubiera tenido un diccionario griego-árabe que le dijera cómo se traduce en su lengua el término griego tragedia, habría seguido sin comprender qué es una tragedia, porque su cultura no lo había habituado a obras teatrales.

Veamos ahora lo que ocurre con los traductores latinos que, sin haber sido influenciados por el texto de Averroes, traducirán la Poética y la Retórica del griego.

En la primera traducción de la Poética hecha a partir del griego, la de Guillermo de Moerbeke, se traducen correctamente los términos técnicos y se habla de tragodia y de komodia. ¿Por qué? Porque hemos visto que la Edad Media latina tenía una noción del teatro (tal vez también lo sabía Hernán, pero no olvidemos que no encontraba en árabe el término tragōdìa como lo encontraba Moerbeke en griego, y por tanto, ni siquiera le pasaba por la cabeza que de esto se trataba). Moerbeke, como se ha dicho, tenía presentes los juegos de los juglares e histriones, o el misterio sacro, y es por eso que no cometió el error de Averroes. Así, la mimesis es traducida por imitatio, piedad y terror por misericordia y timor, pathos por passio, las seis partes de la tragedia pasan a ser fábula, mores, locutio, ratiocinatio, visus y melodie, y se entiende que el visus se refiere a la acción mímica del ypocrita, es decir del histrión. Y se habla de peripetie y anagnorisees (idest recognitiones).

Sin embargo, tampoco Moerbeke podía tener una idea clara de lo que era la tragedia griega. Hugo de San Víctor (Didascalicon, II. 27) dice que el arte del espectáculo toma el nombre de “arte teatral” de la palabra “teatro”, que hace referencia a un lugar donde los pueblos antiguos se reunían para divertirse, y en el teatro se recitaban en voz alta acontecimientos dramáticos, con lecturas de poemas o bien con representaciones de actores y máscaras. Siempre de oídas (citando a Horacio, Poet. 97), el Ars versificatoria de Mateo de Vendôme (2,5) habla de la tragedia como representación sobre coturnos donde aparecen escenas y expresiones feroces.

O sea que Moerbeke sabía qué era una acción teatral pero no sabía de qué hablaban las tragedias clásicas. Por eso traduce como puede, deja sospechar que se habla de algo diverso de lo que estaban acostumbrados a ver los espectadores medievales, pero no puede hacer nada más. Y me imagino el desinterés con que sus lectores podían leer la descripción, bastante correcta desde el punto de vista de la traducción, de una práctica que les era ajena. Las otras obras de Aristóteles hablaban de substancia y accidentes, de modos de razonar, de la forma de los cielos y de la naturaleza de los animales, cosas todas que tocaban de cerca a los lectores medievales. Pero la Poética hablaba de algo que no conocían. Por eso este texto —además de haber aparecido en latín demasiado tarde— no tuvo suerte. Y en cuanto a la Retórica, se prefirió, como se ha dicho, acentuar sus aspectos argumentativos.

Por lo que hace a la historia del encuentro entre Aristóteles, Averroes y Borges, mi discurso podría terminar aquí. He mostrado simplemente cómo Borges vio justo y captó el problema paradójico que surge en la traducción cuando se desencuentran dos culturas por ciertos aspectos mutuamente impermeables. Sin embargo, las diferencias culturales han pesado también en la comprensión de los ejemplos de metáfora dados por Aristóteles.

Ciertos modos de presentar las cosas bajo una luz nueva pueden aparecer tales en griego pero no en latín y menos todavía en árabe. Por eso Averroes, cuando se encontró frente a ejemplos de metáforas sacadas de la lengua y de la literatura griegas, las substituyó con metáforas sacadas de la literatura árabe. Y tal vez ni siquiera sustituía metáforas griegas, mal traducidas al siríaco, sino metáforas que ya habían sido substituidas por el traductor siríaco. ¿Qué debía hacer Hernán Aleman para lograr que metáforas árabes resultaran comprensibles para el lector medieval latino? ¿Qué decir del efecto que podría producir la metáfora de un tal Arragici con la que Averroes remplaza los ejemplos de Aristóteles, y que habla de un sol en el crepúsculo que aparece como un ojo estrábico? Tal vez se refería a una experiencia corriente para quien observa el atardecer en un desierto pero no para quien lo ve en los climas templados.

Cuando Averroes remplaza un ejemplo aristotélico por un ejemplo árabe, y cita “los caballos de la juventud y sus arneses han sido quitados”, por decir que en la vejez desaparecen la guerra y el amor, actividades de la juventud, Hernán (que probablemente era un monje púdico, ajeno tanto a la excitación de la guerra cuanto a los goces del amor) substituye todo con expresiones trilladas como los prados ríen y la playa es arada por las olas.

Además, Averroes cree encontrar ejemplos de metáforas allí donde Aristóteles habla de acción trágica, por ejemplo, cuando analiza los métodos para hacer interesante el reconocimiento o agnición, en que la incertidumbre se debe a la naturaleza reconocible de signos característicos (Aristóteles está hablando de cicatrices, collares, etc.). Averroes, no llegando a concebir el típico golpe de escena teatral (“si tienes esta cicatriz, o este medallón, entonces eres mi hijo”), trata la materia con cierta vacilación: da ejemplos de semejanzas al fin y al cabo bastante banales, como la relación entre el cáncer animal y el Cáncer constelación. Cuando Aristóteles trata del reconocimiento por razonamiento, cita el Coéforo, donde Electra argumenta que ha llegado uno igual a ella, pero ninguno puede ser igual a ella sino Orestes. Averroes entiende que en este caso se habla de un individuo que es semejante a otro, por semejanza de constitución o de temperamento. Hernán se siente llevado por este discurso sobre la semejanza a hablar de metaphorica assimilatio, lo cual es evidentemente un malentendido.

De hecho, Averroes y Hernán mezclan dos problemas que en Aristóteles permanecían separados, el análisis de la acción trágica (que ellos no llegan a concebir) y la teoría de la metáfora. El resultado es no sólo la incomprensión de la tragedia como género literario y teatral, sino también una serie de aserciones confusas acerca de la metáfora.

Pero tampoco para Moerbeke, quien al traducir directamente del griego tenía ante los ojos ejemplos de primera mano, el problema estuvo exento de dificultades, si bien fue a causa de embrollos lingüísticos. Podríamos hablar de mero error de léxico cuando Aristóteles dice que el escudo de Marte podría ser llamado “copa sin vino”, y Moerbeke no comprende áoinon y traduce más o menos “como si el escudo fuese llamado copa no de Marte sino del vino”. Frente a la adivinanza de la ventosa, Moerbeke parece darse por vencido y traduce virilem rubicundum ut est ignitum super virum adherentem, y si hay en la sala algún latinista capaz de explicar que está queriendo decir, le daremos la monita con elástico de regalo.

En cuanto a los ejemplos de metáfora citados en la Retórica, habíamos visto que existía una especie de collage de diversos textos hecho por Hernán Aleman, luego, directamente del griego, una Translatio Vetus muy poco conocida, y luego, la traducción de Moerbeke.

Ni hablemos del texto de Hernán. A propósito de las asteîa o agudezas, en un manuscrito toledano se lee incluso Ideoque pulchre dicit Astisius, vale decir que o el original árabe o Hernán había entendido asteîa como un nombre propio. Por otra parte, frente a los ejemplos metafóricos, Hernán confesaba de entrada que había decidido saltar todas las citas que no entendía, porque probablemente tenían sabor para los griegos pero no podían decir nada a los latinos.

La Vetus no recoge la agudeza sobre los piratas como abastecedores y traduce desacertadamente que los ladrones se llaman a sí mismos depredadores, lo cual es matar la agudeza original. Cuando Aristóteles habla de asteîa, la Vetus propone el término solatiosa mientras Moerbeke se las arregla manteniendo el término griego asteîa, con el provecho para el lector medieval que pueden ustedes imaginarse. Además, casi ninguna las traducciones de ejemplos de agudezas es satisfactoria, y muchas metáforas son directamente pasadas por alto. En la Vetus, los trirremes como molinos multicolores se convierten en milonas curvas, y en Moerbeke en molares varios. Un ejemplo de la jabalina que se lanza impetuosamente atravesando el pecho no es traducido y en Moerbeke aparece un inesperado gibbosa falerizantia. En la Vetus la metáfora de la paja por la vejez se convierte en un incomprensible “cuando, de hecho, llama buena a la vejez produce un conocimiento por medio del género”.

Moerbeke traduce con algo más de pertinencia “cuando llama caña a la vejez hace comprender a través del género”, pero ninguno de los dos considera necesario explicar el porqué —o sea que, tanto la paja como la vejez pertenecen al género de las cosas marchitas— y en todo caso, la caña no es la paja. Aristóteles cita una hermosa metáfora de Arquites sobre la semejanza entre un árbitro y un altar (porque ambos son el refugio de los que han sido víctimas de una injusticia), pero la Vetus traduce sicut Archites dixit idem esse propter hanc et altarem (porque entiende diaitêtên, árbitro, como dià tautêv, o sea “a causa de esto”).

Queda pues la duda de cuánta excitación podía sentir el lector medieval frente a pseudo-agudezas tan obscuras, percibidas a veces como insípidas o insensatas.

Es una verdadera lástima que Borges, después de habernos contado por qué Averroes no podía entender qué era la tragedia, no nos haya contado también por qué entre los comentadores árabes y los traductores medievales latinos se perdió el carácter de descubrimiento, de “puesta ante los ojos” de tantas ingeniosas metáforas griegas. Hemos perdido así el segundo acto de esta hermosa comedia de equívocos, lo cual es una soberana tragedia.

Pero también es trágica la comedia puesta en escena, sin quererlo, por tantos traductores que, por una discrepancia entre culturas, han retardado en algunos siglos la mutua comprensión entre esas culturas. Esto no es para animarnos a seguir repitiendo la gastada boutade según la cual el traduttore es siempre un traditore; más bien debe llevarnos al menos a pensar que quién sabe cuántas veces los desencuentros entre culturas se han debido (y se deben aún hoy) a traducciones fatalmente infieles.

Para traducir no basta conocer una lengua, aunque haya sido estudiada a fondo. Averroes hubiera debido viajar de Córdoba a Atenas. Pero lamentablemente, en su tiempo, no habría encontrado nada que pudiera interesarle.


*[Nota del traductor] El autor traduce aquí el neutro plural substantivado del adjetivo asteîos por “argutezze”, término consagrado en el Seicento italiano por el Cannocchiale Aristotelico de Emmanuele Tesauro. Traducirlo al español por “agudezas” es pasarlo del lado de Gracián... no sin riesgos. El lector de habla hispánica se consolará considerando que en su traducción inglesa de la Retórica, E. M. Cope‚ para dar cuenta de este vocablo, propone la acumulación de seis adjetivos: “lively, pointed, sprighty, witty, facetious, clever


En Variaciones Borges, Número 17 (2004)

Conferencia de Umberto Eco en  Rimini, 8 de agosto de 2003 
Versión castellana de Iván Almeida
Retrato de Jorge Luis Borges, Archivo diario La Nación



2/3/18

Esteban Feune de Colombi: Buscando a Borges en Islandia






El autor de El Aleph, que sentía fascinación por esta isla y la visitó tres veces, 
dejó huellas indelebles en un puñado de habitantes de Reykholt


Reykholt, Islandia

Sigo al hombre de espaldas. Deforma la nieve en pasos hondos que apuntala con bastón de bambú. ¿Si fuera Borges?, imagino al aplastar mis botas en las huellas crepitantes que abren el camino. Seis grados bajo cero, humos suben en plegaria desde el estanque de agua termal, un cielo enceguecedor que intimida, mis anteojos una Pentax analógica en éxtasis. Lo terroríficamente radiante de la luz en el invierno casi ártico, el vuelo gallináceo del sol que nomás se pone de pie y ya repta, jactancioso en esa parábola.

No es Borges, claro que no. Sin embargo, me conmueve saber que, en los 70, él recorrió estos lares y visitó la tumba de Snorri Sturluson, el mítico poeta vikingo adorador de Thor y otros æsir como Odín, Baldr o Tyr, divinidades paganas del panteón nórdico que desembarcaron de Asia y fueron tomadas por dioses. Sombrerito tieso, mirada glacial, barba vieja, torso de cuero y patas de corderoy enderezan, a decir verdad, la estampa litográfica de Geir Waage, el cura luterano que preside desde 1978 la iglesia de Reykholt.

En este pueblito de cuarenta y pocos habitantes situado a 100 kilómetros de Reikiavik —palabra que significa bahía de vapores—, el hombre también lleva las riendas de Snorrastofa, el sitio cultural dedicado a Sturluson, el mejor de los grandes escaldos nórdicos, asimismo magnate, abogado, historiador y caudillo político, y factiblemente el mortal más conspicuo e influyente de toda la historia de Islandia, sacándoles varios cuerpos de ventaja a Björk, Sigur Rós y Bobby Fischer.

Aparezco en el lugar a las dos de la tarde de un 9 de enero. Auto de alquiler, cubiertas con clavos, aletargante la voz de Megas en la radio, ruta escarchada y un paisaje que te hace sentir lejísimo del resto del universo. A los lados del camino, por momentos fiordos tallados de témpanos, por momentos estancias con ponys indígenas de crines Wellapon, por momentos campos con pilas de alfalfa congelada. Tráfico ilusorio, como ilusorios son, en esta telúrica isla de 340 mil corazones, géiseres, volcanes y auroras boreales, las serpientes o los trenes, los crímenes o la puntualidad.

Sin que haya avisado de mi visita, parece que Geir y Dágny, su mujer, me estaban acechando. Franqueo a empellones la pila de nieve que asedia la puerta de entrada, debajo de la torre con forma de hongo alucinógeno, y me veo de pronto en la tienda del museo sacudiéndome como un san bernardo. Muy oronda, la señora me ofrece un razonable café —los escandinavos lideran la ingesta cafetera planetaria, Noruega en la cúspide— y me cuenta con sonrisa medieval que hace un tiempo anduvo María Kodama por acá, sopesando junto a una tal Margaret la idea de construir un laberinto (borgeano, es claro, en la estela del que el laberintólogo Randoll Coate diseñó en San Rafael, Mendoza). Converso con Geir en un salón sin ventanas en el que descuellan incunables y trajes de vikingos. Le pego los dedos a la taza y pispeo en un tris cierto ímpetu evangelizador en su soliloquio, aunque para nada anodino: primero seductor, después onda noticiero y promediando el final, refractario a mi insistencia por platicar a la intemperie, ofuscada distancia y, por último, una puntita de hartazgo. En el ínterin, el cura peló tres veces del bolsillo de su tweed un cuerno de vaca, lo aporreó contra su codo izquierdo, lo destapó y plantó una mancha de tabaco en el dorso apretado de la mano derecha, que su nariz limpió de un saque sin emitir sonido. Cuarto golpe, cuerno vacío; una hora de cónclave tal vez resumible, barriendo la hojarasca, en un párrafo, el siguiente.

"Éramos una especie de república, de mancomunidad. Los primeros colonos eran noruegos y anclaron en 874. En 930 se estableció el Alþingi, un parlamento anual sin rey ni poder ejecutivo que aunaba democracia, oligarquía y aristocracia. Eso no impedía que hubiese parias; como condena ante ilegalidades debatidas al aire libre una vez al año, debían sobrevivir veinte inviernos fuera de la ley hasta reinsertarse. Un solo guerrero proscrito, Grettir Asmundarson, estuvo a un tris de la hazaña. Fue asesinado a seis meses de conseguirla y su gesta se narra en una saga memorable". Cada tanto Geir atiende el celular, prehistórico y de ringtone nada-que-ver, y cada tanto Dágny trae pasas de uva cubiertas de chocolate u otro café.

Volvemos a patear por las inmediaciones de Snorrastofa, ahora entre cruces de plástico que titilan en el cementerio nevado, tradición al parecer navideña. Las botas de Geir raspan de memoria el manto blanco y revelan un túmulo diminuto sobre el que se lee, en mayúsculas, sturlungareitur. Es la modesta tumba de Snorri, que fue decapitado por orden del rey noruego Haakon IV en 1241.


Tumba de Snorri Sturluson, el mítico poeta vikingo adorador de Thör 


Ahí mismo me entrego al gélido ritual de leer el soneto que Borges le dedicó a ese primitivo hombre de letras —la metáfora es suya— en el poemario El otro, el mismo: "Tú, que legaste una mitología / de hielo y fuego a la filial memoria, / tú, que fijaste la violenta gloria / de tu estirpe de acero y de osadía, / sentiste con asombro en una tarde / de espadas que tu triste carne humana / temblaba. En esa tarde sin mañana / te fue dado saber que eras cobarde. / En la noche de Islandia, la salobre / borrasca mueve el mar. Está cercada / tu casa. Has bebido hasta las heces / el deshonor inolvidable. Sobre / tu pálida cabeza cae la espada / como en tu libro cayó tantas veces".

El frío me duerme la cara, los huesos, la voz. Aun así llegamos a la pileta circular de piedra labrada y aguas calientes donde el degollado se aflojaba con sus correligionarios, usanza tan vernácula. Entre serbales, abedules y pinos avanzamos hasta el precioso, casi japonés estanque nombrado en honor al inquebrantable luterano que tengo enfrente, y divisamos después la maciza estatua de Snorri, enrarecida con estalactitas. "Todo islandés que conozcas", comenta Geir en perfecto inglés, "desciende de Sturluson; yo soy, por ejemplo, la vigesimocuarta generación". Dágny me recomienda que haga una parada técnica, en mi travesía de vuelta, en un baño termal que está junto a un invernadero donde plantan tomates, pepinos y morrones, cosa que por supuesto hago, como hice noche de por medio en Reikiavik. "Considérate suertudo de haber conocido el centro del mundo", me despide místicamente el cura estirando lo máximo posible mi partida.


Infinitamente más linda

De adolescente, Borges se deslumbró —"debidamente", según refirió en un libro de diálogos con Osvaldo Ferrari— con la literatura nórdica gracias a su padre, que le regaló un ejemplar de la legendaria saga Völsunga, en la versión inglesa de William Morris, espíritu polirrubro que trajinó las tierras islandesas a caballo en 1871. Eso es, con precisión, un siglo antes de que lo hiciera, por primera vez en su vida, el autor de Ficciones, quien departió en una de sus clases sobre aquel arquitecto, decorador, textilero, traductor, poeta y activista: "Él creía que la cultura de Alemania, de Holanda, de Austria, de los países escandinavos, de Inglaterra y de la parte flamenca de Bélgica había llegado a su culminación en Islandia, y que él, como británico, tenía el deber de emprender una peregrinación a esa pequeña isla perdida, casi en los confines del círculo ártico, que produjo tan admirable prosa y tan admirable poesía". Prosa y poesía que, verbigracia, prefiguraron tanto a Rulfo como a Tolkien, tanto a Verne como a Coetzee.

Por su parte, nuestro Jorge Francisco Isidoro Luis se trenzó literariamente con las sagas —se dice que el término es afín a sagen (referir, en alemán) y say (decir, en inglés)— en el capítulo Las kenningar de su Historia de la eternidad, publicado por Viau y Zona en 1936 en Buenos Aires. Allí desgranó su embrujo alegando: "Fueron el primer deliberado goce verbal de una literatura instintiva". Todavía embelesado, décadas más tarde se volcó con su tesón habitual al estudio del idioma islandés, al que consideró el latín del norte ("tiene una belleza muy particular por su sonoridad y porque todavía se puede formar palabras compuestas sin que resulten artificiales o pedantes") y que, fruto de una moral endogámica y reacio a intercambios, poco se ha modificado desde sus orígenes.

Un día de 1971 que el calendario cifra miércoles 14 de abril, en el hotel Holt, Georgie le dictó a Norman Thomas di Giovanni, su traductor anglosajón, estas líneas que figuran en el reverso de una postal con dos fotos de la capital islandesa: "Querida madre: mucho más increíble que Islandia es el hecho de que María Kodama haya arribado aquí, con noticias tuyas. Reikiavik es menos monumental que la Municipalidad de Lomas e infinitamente más linda, por extraño que parezca".




Infinitamente más linda, sin dudas. Lo ratifico porque estoy a una cuadra de la municipalidad, en Iðnó, "el" centro cultural con vista al lago donde se celebran desde funerales hasta conciertos de metal, pasando por comilonas de inmigrantes. En el bar, bichando por la ventana a unas chicas que juegan al fútbol sobre el Tjörnin helado, me cito con Guðbergur Bergsson. Después de Halldór Laxness, ganador del Nobel en 1955, se trata del escritor más conocido del país y traductor de Borges al islandés. Lo engancho a través de Internet: una amiga googlea su nombre, que figura publicado en una guía telefónica. Lo llamamos a su casa y en cinco minutos agendamos la entrevista.

Platicamos en castellano, que aprendió a hablar en Barcelona a fines de la década del 50, rodeado de carismáticos personajes como Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Carmen Balcells o Jaime Gil de Biedma. Tiene 85 años aunque luce menos gracias, en parte, a su mirada, de un celeste sibilino que será, a lo largo de la conversación, varios celestes: el celeste de su cruda infancia trabajando en la industria pesquera; el celeste de su adolescencia siendo empleado en la base militar que los estadounidenses establecieron en Keflavík, cerca del actual aeropuerto, justo después de que los nazis invadieran Dinamarca; el celeste de sus periplos a la España franquista y de sus quijotescas (fueron dos) versiones del Don Quijote; y el celeste del instante, su pícara vejez traficando poemas de Pessoa a su lengua materna.

Lo primero que leyó de Borges fue Literaturas germánicas medievales, coescrito con María Esther Vázquez y encontrado al azar en una librería de viejo barcelonesa, cuando unos happy few lo leían en Europa más allá del francés Roger Caillois. "¿Sabes por qué vino aquí?", anuncia gallegamente para develar: "Él estaba dando unas conferencias en Harvard y le dijo a un amigo mío que deseaba conocer Islandia. Ese amigo me escribió una carta pidiéndome que lo reciba. Como yo estaba en Amsterdam, contacté a mi cuñada, pero ella era muy perezosa como para ocuparse de una celebridad, así que declinó la propuesta y me sugirió que me comunicara con Matthias Johannessen, editor del periódico Morgunblaðið, quien de algún modo se apoderó de Borges, al que finalmente nunca conocí".

Bergsson me cuenta que él colaboró mucho para que el autor de El oro de los tigres fuera premiado con el Formentor en 1961, compartido con Samuel Beckett, porque lo otorgaba el Congreso Internacional de Editores, institución que reunía a varios conocidos suyos. Esa recompensa implicó el espaldarazo que el porteño necesitaba para ser promovido internacionalmente y que sus textos se vertieran a decenas de idiomas, incluido el islandés. Él entabló sus traducciones sacando unos poemas en el Morgunblaðið y luego la colección de cuentos Suðrið, o sea El sur. Antes del adiós me interesa saber cómo definiría el alma de sus coterráneos. Por el vidrio repartido, Guðbergur enfoca el cielo, que fue mudando en este par de horas de soleado a nuboso y de nuboso a nevado, y decreta: "Confusa. como el tiempo".


 Una edición de Suðrið, traducción islandesa de El sur


Precisamente, Suðrið es el libro que hojeo en este momento, en el cuarto piso de la Biblioteca Nacional de Islandia, ubicada frente al departamento en el que vivo. Es todo muy fácil. En la recepción me atiende Erlendur Már Antonsson, un muchacho atildado y de grata predisposición. Quiero investigar qué artículos sobre Borges se publicaron en la prensa local y el bibliotecario navega ipso facto por las entrañas digitales del archivo, que es 100% público, y me manda los links que descubre a mi mail: todos en islandés y muchos firmados por Matthias Johannessen, a quien también googleamos con mi amiga y al que entrevistaré mañana. Indago a Erlendur al respecto de Suðrið y me informa que atesoran dos ejemplares que prestaron 43 veces.


Devolver un poema

Matthias vive en el barrio y propone que nos juntemos en el café de la biblioteca. Ahí está, pues, con suéter bordó y boina de fieltro gris. Celestes, pequeños, comunes, sus ojos yacen envueltos en un velo acuoso que los hace verse tristones. Afuera: tormenta de nieve y viento escandaloso. Tiene 88 años y en sus dientes rebota un inquieto chicle. Trae consigo un libro con una recopilación de sus mejores artículos y un manuscrito plagado de estrofas que escribió tras conocer a Borges. Me estremece estar sentado frente a una de las pocas personas, si no la única, que vio a Georgie las tres veces que estuvo en la isla: si mis inquisiciones no fallan, 71, 76 y 82.

Dice que su memoria anda errática y que por eso confunde las visitas de Borges volviéndolas una sola. Lo fue a buscar al aeropuerto. Nevaba. Bajó del avión vestido con sobretodo y pelo revuelto, acompañado por Di Giovanni y su mujer, que se sentaron en el asiento trasero de su auto. En el imprescindible y titánico diario que Bioy Casares le dedicó a su íntimo secuaz se registra este diálogo [2 de marzo de 1971):
BORGES: Un viaje es una serie de incomodidades.
BIOY: Sí, pero son incomodidades que se transforman en buenos recuerdos. No se puede pedir nada más que buenos recuerdos.
BORGES: Es cierto. Hay que pedir un buen pasado. Lo único a que puede un hombre aspirar es a un buen pasado. No: quizá también se pueda aspirar a un buen futuro. Lo que es imposible es un buen presente. El que pide un buen presente no tiene noción de la realidad.
Cinco años después, en mayo del 76 y con Borges de copiloto, el editor del Morgunblaðið avanza por las rutas primaverales del interior del país, en aquella época salvajes. Ganan Þingvellir, cuna del Alþingi y donde se proclamó, en el 1000, el cristianismo como religión oficial, echando por la borda—al menos, en apariencia— el paganismo reinante no por fe, sino para evitarse numerosos problemas.

En ese lugar histórico en el que, además, se declaró la independencia islandesa en 1944, las placas tectónicas americana y eurásica se lastiman en un cañón bellísimo que dio origen a la corteza terrestre de esta patria vendedora de pescado y tejedora de pulóveres. Basta de fruslerías. Borges le pide a su anfitrión que lo deje un rato solo porque necesita devolver un poema a ese sitio sagrado. Matthias se aleja unos metros y contempla la silueta del literato apretada entre crestas y fracturas naturales, recitando misteriosamente en español. ¿Qué habrá elegido? Tengo una sospecha.

Asimismo recuerda que su invitado, devoto a lucubraciones fonéticas, "curioso como un niño", cero pretencioso y honrado en 1979 con el Halcón de Plata de Islandia (que recibió en el Plaza), en otra instancia del viaje le espeta: "Ahora tengo más suerte que vos". Él pregunta por qué y Borges suelta, emocionado al borde del llanto: "Estoy viendo las montañas tal cual las vio Egil Skallagrimsson, que era viejo y ciego como yo". Egil era otro épico rapsoda repetidor medieval y la anécdota se asemeja a un texto de Atlas escrito en el reikiavikense hotel Esja, el de su segunda estadía, donde resalta: "Siempre en el centro de esa clara neblina que ven los ojos de los ciegos, exploré el cuarto indefinido que me habían destinado". Abraza una columna que adivina blanca y "durante unos segundos conocí esa curiosa felicidad que deparan al hombre las cosas que casi son un arquetipo".

En una entrevista reciente, María Kodama contó, refiriéndose a su vínculo con Jorge Luis (Lois en varios artículos del Morgunblaðið): "Islandia fue el principio de una relación de amor muy especial entre él y yo. Se manifiesta allí porque ir a ese país fue la materialización de una historia que venía de antes". Intenté contactarla, pero no lo logré, de tal modo que entra en escena el cuarto hombre que entrevisté con motivo de esta feliz investigación: Jörmundur Ingi Hansen.

Se me interpuso en el camino porque hace unos meses encontré online una foto alucinante de Borges posando con un señor de barba jesuítica y mirada incisiva. Le mandé la imagen a mi amiga islandesa y al toque me respondió: "Es Sveinbjörn Beinteinsson, el tipo que reintrodujo el paganismo en la isla el siglo pasado". No contenta con eso, siguió: "Conozco a Jörmundur, su sucesor y discípulo, tiene un local de ropa usada cerca de mi casa".

Jörmundur fue el segundo goði —alto sacerdote— y uno de los fundadores de la organización politeísta nórdica Asatrú en Islandia, la primera en ser oficialmente reconocida por un Estado en el globo. Lo abordo en un caótico subsuelo de Laugavegur, la calle principal de Reikiavik, cerca de la bizarra Faloteca. Sitiado por percheros, cajones y estanterías, sus uñas sucias agotan un pote de caviar tipo pasta de dientes y manipulan un lapicito que completa un sudoku. Viste a la manera de un personaje de Dickens, un metro como bufanda. Arrastra su british moroso, refinado y magnético en un diapasón de caverna con el que —tardo en percibirlo— me va tejiendo. Que sí, que rememora las peregrinaciones de Borges, al que no conoció ni leyó, que es muy probable que Sveinbjörn lo haya casado con Kodama en su granja de Draghals, que estaba interesado en los elfos. En la biografía que el hispanista Edwin Williamson urdió alrededor de Borges, leo que éste invitó a Kodama a viajar a Islandia en 1971, un año después de divorciarse de Elsa Astete, y ahí "se le declaró". Entonces surgió Ulrica, el único cuento de amor del argentino, que se publicó en El libro de arena en 1975 y exhibe como epígrafe unos versos de la Völsunga que resisten la piedra de su lápida en Ginebra: "Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos". Al año volvieron a Islandia en plan íntimo —volaron en una avioneta "del tamaño de un sulky", se lee en el Borges de Bioy [16 de octubre de 1982]—, pero fueron descubiertos en un bar por unos poetas lugareños con quienes estiraron la velada.

Borges quería saber, relata Williamson, "si la antigua cultura pagana de las sagas había sobrevivido en los tiempos modernos". Entonces, durante la visita a una iglesia luterana, se enteró por el pastor de que en la isla sólo quedaba un sacerdote pagano que resultó ser un hombre "alto, cincuentón, de brillantes ojos azules y larga barba blanca, que vivía en el campo, solo, en una casa llena de gatos negros y estantes con distintos huesos de animales". El hombre es Sveinbjörn, el de la foto, "sostenía que había un renacimiento del interés por la religión antigua y que muchas personas iban a verlo para casarse. Cuando Borges preguntó si él y María podían ser unidos en matrimonio según el antiguo rito de Odín, el sacerdote estuvo muy complacido en hacer ese favor". Ahora bien, el biógrafo no profundiza en esa unión.


Borges junto a Sveinbjörn Beinteinsson,
el hombre que reintrodujo el paganismo en Islandia 


La intuición —vocablo que queda corto, pero sirve para nombrar lo que queda corto— me obliga a despedirme de Jörmundur. Lo visito por segunda vez y todo sigue igual; enhebra con sabiduría el tejido dialéctico en los puntos suspensivos de hace dos semanas. Versado en rituales, le pido que me sugiera uno antes de abandonar Islandia. Empotrado en esa sillita chueca como sofista del inframundo, un caramelo se apaga en su boca mientras rumia, rumia, rumia.

Dice que a Sveinbjörn se le hubiera ocurrido algo de inmediato. Lo espero. Finjo interesarme en un capote. Lo espero. Finjo interesarme en unos borceguíes. Lo espero. Recuerda, iluminado, una frase que se usaba para despedir a los navegantes y para recibirlos victoriosos. Se pone de pie, la pronuncia en voz alta como un capitán de navío: "Fardu heill og sighaetta gott".








1/3/18

Jorge Luis Borges: Entrevista en revista Cuestionario, dirigida por Rodolfo Terragno [Buenos Aires, junio de 1976]







Borges inédito... y profético, junio de 1976.

Fuimos a pedirle un cuento o un poema, inéditos, para la edición iberoamericana de Cuestionario (nombre que no le gusta porque sugiere interrogación). Había entregado todo cuanto tenía a la imprenta, y dijo: “Tendría que ponerme a fabricar algo”. Le dijimos que no pretendíamos tanto y, a partir de allí, acaso movido por un injusto sentimiento de culpa, nos retuvo, hablando de su reciente viaje.

Como testigo, existía el grabador que llevamos en previsión que Jorge Luis Borges hiciera acotaciones sobre los textos que esperábamos recibir; acotaciones que reproduciríamos con lealtad magnetofónica, para ahorrarnos la azarosa e irrespetuosa tarea de hacerlo hablar a él según nuestra memoria. Y entonces Borges habló de los Estados Unidos; fue pensando en voz alta, mostrándose decepcionado, irónico, escéptico, cáustico y, finalmente, profético. En algún momento imaginó un mecanismo para recuperar de las linotipos un cuento suyo que publicaremos en la edición iberoamericana pero, cuando más tarde, escuchamos la cinta, advertimos que el verdadero inédito de Borges era esa inopinada visión de los Estados Unidos. Esta es la transcripción de los tramos más significativos de la charla; transcripción que debe leerse con la prevención de saber qué es eso una charla que inicialmente no tenía el destino de ser publicada pero que, sin duda alguna, merece que se la publique.



BORGES: Estuve primero en un simposium, donde pasó algo curioso: tomaron un cuento mío y lo fueron analizando por un procedimiento que se llama estructuralista, creo. Y yo les dije: “Miren señores, yo les agradezco mucho pero no acabo de advertir la importancia de esto”. Porque ellos hacen un procedimiento, digamos extraordinario. Es un juego que hacen con mucha paciencia. Por ejemplo, yo tengo un cuento que se llama El Congreso. Es un congreso de todo el género humano. En la mitad del cuento hay un episodio, amoroso. Hay dos amantes. Y eso, no sé, quizás lo puse para darle más realidad al personaje. Para que no fuera simplemente parte de un mecanismo. Bueno, esto se analizó así: “El cuento se llama El Congreso; la unión sexual ha sido llamada a veces congreso y también consiste en una reunión; entonces tenemos un micro-congreso dentro del macro-congreso.” Bueno, ahora vamos a suponer que sea cierto. ¿Y qué se gana con eso? Es totalmente absurdo. No se dan cuenta que si una persona lee algo así, se priva de todo goce estético. Todo queda reducido a una suerte de planitos. O a un cuadro sinóptico. Y que todo eso se enseñe…¡sobre todo en los Estados Unidos!

Realmente, de las universidades allí ya no sé qué pensar. Todo está basado en la memoria. Por ejemplo, tienen que estudiar literatura latinoamericana. El profesor les da, digamos, cada quince días siete novelas. O cada siete días quince novelas, no sé, lo que fuere. Y tienen que leer esos libros. Pero tienen que leerlos para saberlos de memoria. Y ninguna novela ha sido escrita para ese fin. Pero los alumnos tienen que contestar, después, por ejemplo, si han leído Don Segundo Sombra, ¿cuándo, en qué ocasión Cáceres conoce al viejo tropero? En una pulpería. ¿En la pulpería de quién? Y todo sigue así. Entonces, ellos van leyendo un libro y tienen que aprender todos los parentescos, las vicisitudes de cada personaje, datos que, en fin... Al cabo de eso, lo que consigue es que el hombre aborrezca el libro. Porque es como si a mí me dijeran: “Bueno, a ver, cuéntenos que sucede en la pag. 31 del libro El Aleph”. ¡¿Qué sé yo?!

Ahora, en los Estados Unidos hay algo que me ha desagradado mucho: parece que los estudiantes no han leído nada en su casa. No hay home reading.

Yo hablaba un día con un estudiante. Hablábamos de Mark Twain, a quien yo quiero mucho, y parecía que él también. Hablábamos de Huckleberry Finn y yo dije: “Bueno, usted recordará en Life of the Mississippi” (tal cosa). “No sé”, contestó, “el profesor no me dio ese libro”. Había leído únicamente los libros que le dio el profesor. Y otra cosa increíble me sucedió. Creo que hay un libro asaz conocido, que se llama Las mil y una noches. Ese libro se llama, en los países de habla inglesa bueno, hay traducciones literales, desde luego, como A Thousand Nights and a Night pero, sobre todo se lo conoce como The Arabian Nights. Entonces, yo le pregunto a un estudiante: “En The Arabian Nights, usted recordará...” “No”, me dice, “yo no seguí un curso de árabe”. Pero yo tampoco, ¡claro! No tenía solución mi asombro. Debe haber creído que el libro estaba incluido en el curso “Noches”. Porque es así todo. Es rarísimo. Por ejemplo, en la universidad de Michigan que es como si dijéramos la universidad de San Luis, o la universidad de Neuquén, si es que existe hay cursos de lengua bantú. Y solo se estudia eso. De modo que el estudiante de bantú no sabe nada de lo que no relacione con el bantú. Y así suceden cosas increíbles.

En una reunión yo me arriesgué a mencionar una obra que yo creí que, en fin, se podía arriesgar. Hablé de George Bernard Shaw. Y un estudiante (no, eran graduados) me dijo: “¿Quién es?” No había oído hablar de Bernard Shaw. ¿No es increíble?

La gente es extraordinariamente ignorante. No lee nada en su casa. Lee únicamente lo que tiene que leer para pasar un examen; lo que los profesores indican. Porque si no, están enteramente dedicados a los shows de televisión, al baseball, al football... Tienen información aprendida, nomás... Es muy raro. Y es muy triste. Porque ese país dispone de instrumentos extraordinarios. Y todo esto va agravándose. Por lo menos a mí, en mis otros viajes, no me pareció tan grave.

Yo estaba en Lubbock, una ciudad al borde del desierto. Nuestra Biblioteca Nacional, aquí, tiene 900.000 volúmenes. Y es la Biblioteca Nacional, quizás, más grande de nuestra América. Y la biblioteca de Lubbock, una ciudad de la que la mayoría de los americanos no ha oído hablar (y no tiene por qué oír hablar; es una ciudad bastante reciente y con el desierto de Texas así, al borde) tiene dos millones de libros.

Yo, que tengo ese hobby de la literatura anglosajona, encontré libros que no había encontrado en ninguna parte. Me los regalaron. Luego me dijeron que había una sección argentina y que pidiera unos libros. Entonces yo, naturalmente, pedí libros fáciles. Pedí, por ejemplo, el Facundo de Sarmiento, el Fausto de Estanislao del Campo, la Historia Argentina de Vicente Fidel López, el Don Segundo Sombra, de Güiraldes. Y me dijeron: “No, pida algo más difícil”. “Bueno”, dije, “voy a hacer la prueba. A ver, El Imperio Jesuítico de Lugones, del cual no tenemos ejemplar en la Biblioteca Nacional”. Entonces viene la bibliotecaria, una muchacha alta, rubia, texana. Y me dice: “¿Quiere la primera o la segunda edición?” Tenían las dos, realmente. Y está todo eso. Y posiblemente yo sea la única persona que los haya pedido o los pida jamás.

Quiere decir que una persona, en los Estados Unidos, sin salir de su pueblo (y ese pueblo puede ser, bueno, como Los Toldos), sin salir de allí puede estudiar cualquier cosa. Puede dedicarse a... no sé. A cualquier época de la literatura oriental, a cualquier época de la literatura europea... Puede estudiar cualquier cosa. Tienen todas las posibilidades. Pero, en medio de todo eso, un sistema educativo absurdo, que lo desperdicia.

Y es así en todas partes, allí. Porque estuve en todas partes. Di cursos de literatura argentina porque siempre, cuando estoy afuera, me gusta hacer algo por la patria en la Michigan State University. Luego, di cinco conferencias en inglés. Recorrí Wyoming, Wisconsin, Illinois, Iowa, Colorado, Utah, Texas, California y, ya por el otro lado, New England, Georgia, Pennsylvania, West Virginia, Washington... más o menos, todo el país.

La incultura general se nota más en el medio oeste, en el centro. Pero exceptuando a New England, en realidad, el resto del país es bastante estéril. Digo, literariamente.

Pero en los Estados Unidos hay una buena voluntad, una efusión que no hay aquí. Por ejemplo, yo estuve en Mar del Plata, ahora, por tres o cuatro días. Y el recibimiento, bueno, hubiera sido un fracaso en los Estados Unidos. Porque allí la gente como todo se hace de un modo muy sonoro también cuando un autor gusta al público se pone de pie para aplaudirlo. Lo aclaman. 

Ahora claro que yo... un viejo, poeta, ciego, sudamericano... fui con todas las cartas bravas. Ser viejo se ve con simpatía. Ser poeta, se ve con simpatía. Ser ciego lo convierte a uno en Homero o en Milton. Y ser sudamericano... ya lo ven como si fuese un llanero...

A mí me recibieron con una generosidad enorme. Claro que muchos estudiantes me habían leído; desde luego que porque los profesores les habían indicado esa lectura, porque si no... Bueno, pero me habían leído y no pensaban conocerme nunca. Y entonces, cuando yo aparezco allí y me ven y ven que soy un hombre de carne y hueso que habla, digamos, un inglés tolerable; y que hace bromas, además.

Los españoles y los sudamericanos, en general, son muy solemnes. Y yo, no. Cuando una clase anda mal, cuando veo que una conferencia no anda muy bien, hago una broma que corta, una broma sobre mí mismo. Y entonces todo el mundo sonríe. Y todo mejora. Porque la gente agradece eso.

Pero parece que los sudamericanos que van allí son un poco tiesos. Caballeros, ¿no? Y yo no puedo serlo, me saldría muy mal. De todos modos, se puede ser un caballero escéptico y sonriente. No es imprescindible ser un caballero altanero.

Pero ellos, los americanos, están muy solos. La gente anda muy sola allí. Los padres no se entienden con los hijos. La gente oculta todo bajo una falsa cordialidad; bajo un sistema de palmadas en el hombro y gritos de Call me Joe, old boy! Todos esos gestos de alegría que esconden una soledad central... Tampoco es cierto que sean buenos vecinos. La vida allí es muy implacable, muy dura. Sí, la gente está muy sola.

Aquí, la gente está menos sola. Pero creo que, de hecho, el mundo está optando o por Rusia o por los Estados Unidos. Y Europa tiene todo, sin embargo. Todos somos europeos desterrados, voluntariamente o no. Pero no somos americanos del norte ni somos rusos. Cuando yo era chico era común hablar francés. Y ahora nadie lo habla. Ni siquiera se habla inglés. Se habla un inglés-americano, que está reducido a unos cuantos monosílabos.

Dos personas se encuentran y dicen Hi!. Y eso ya reemplaza a todo el saludo. Y luego, una pequeña sorpresa, mezclada con cierto pequeño agrado, todo eso es Gee! Y el asombro está dicho con gosh!, una degeneración de God. Para todas las aceptaciones basta un OK. Y la máxima adoración, la veneración extrema, se expresa con un wow! Y me parece que es una lástima. Porque ése fue el idioma de Shakespeare. Y ha quedado reducido a interjecciones. Es que, claro, ya no se dice nada cuando se habla. Ya la idea de expresar, es una idea del todo ajena.

Una vez, yo estuve muy descortés, es cierto, pero era irritante... Viene una muchacha y me dice: I just wanted to say hi! to you. Bueno, le dije, si a usted le parece que ese epigrama merece ser repetido... ¡Decirle hi a una persona!

Quizás conviene que haga un viaje a Rusia, para poder optar por los Estados Unidos. Bueno, yo creo que a la larga yo opto... ¡Por la patria hay que optar, a pesar de todo! Y después, por Europa. ¡Me parece que es tan fácil optar por Europa! No requiere el menor esfuerzo. Con cualquier país de Europa. ¡Tantas cosas vienen de allí! Todo viene de allí. Estamos hablando en español, no en araucano.

Me han invitado a países socialistas. Pero no quise ir. Hubiera ido con antipatía. Si uno visita un país con antipatía, está dispuesto a encontrar todo mal. Y yo no quiero. Me invitaron dos veces. Han sido amables. Pero yo les dije: “Mi viaje podría ser incómodo para mí y podría ser incómodo para ustedes también. Y no sería un viaje provechoso.”

Cuando yo viajo a los Estados Unidos, en cambio, lo hago con muy buena voluntad. Y con un gran amor por el país. Por mucho de su pasado, donde están Emerson y Frost. Pienso en Melville, en Thoreau, en Whitman. Bueno, tienen una espléndida tradición. Pero todo eso está perdido ahora. Se está perdiendo en un mundo bastante implacable. Pensándolo bien: implacable y superficial.

Detalles como éste muestran la falta de intimidad que tiene el país: se me acerca un señor, un profesor... un burgués. Bueno, no sé por qué elegí esa palabra. Ustedes entienden lo que quiero decir. Me pidió: “¿Querría firmarme un libro para mí?” “Pero, cómo no”. “Por favor, ¿otro for my wife?” “Claro, señor”. “¿Y otro for my girlfriend??” 

¡Qué indiscreción! ¿Por qué me hacía esa confidencia? Una persona a la que acababa de conocer. Porque, digamos, el hecho de que tenga una querida es cuestión de él, pero no tenía por qué contarle eso a una persona que casi no existe en su vida. Y además, en un idioma tan tonto, tan necio: my girlfriend; todo así, tan chato. Si por lo menos hubiera dicho my mistress, habría sido más apasionado. Pero era todo tan insípido, que no daban ganas de conocerla a la girlfriend. Debía ser como él. Todo en medio de la misma trivialidad: la información del color que tiene su auto, o la marca. ¡Tanta frivolidad! Claro, entonces comprendí que no debía pensar: ¿por qué esta confidencia? Porque no había ninguna confidencia. Porque nada tiene ninguna importancia allí, ya.

Asistí a una reunión de autores de novelas policiales de América. Enumeraron los premios del año. Había, digamos, quince premios. Primer premio del año, para la tercera novela policial, encuadernada; tercer premio, para la mejor novela policial en rústica. 

Pero, ¿por qué no en cuerpo doce o en cuerpo catorce? ¿O en pergamino? Yo me di vuelta y pregunté a los que me acompañaban: “¿Pero qué pasa? ¿Está loca esta gente? ¿Qué importa que un libro esté encuadernado? ¿Qué criterio literario es ése?” “No”, me dijeron, “es que en los libros encuadernados, la primera edición reporta al autor el 25 por ciento y, en cambio, en la otra le toca el 40 por ciento”. “Ah” dije, “¡esas sí son razones literarias!” Y al dar los premios, dan el libro publicado y el nombre de los editores también. Yo estaba hablando con un autor, desde luego un autor, digamos, de menor cuantía, y él me estuvo contando como se hacía allí todo. Por ejemplo, uno escribe una novela y esa novela se somete a un editor. Si ese editor la rechaza, a otro. Generalmente hay una masa de lectores que, supongamos, acepta un libro. Entonces, el libro va a ser publicado. Pero antes, pasa a otra mesa. Porque el libro ha sido aprobado en general, pero ahora se trata de personas que lo leen de otro modo; ahora hay que proceder a los detalles. Entonces comienza: “Aquí hay un personaje, digamos, que es negro. Y usted lo hace antipático. Eso puede alejar a muchos lectores.” Entonces, al negro hay que despintarlo, hay que blanquearlo. Porque si no, no se publica el libro. O si no: “Su novela está bien, pero carece de algunos elementos esenciales de la literatura moderna, como el incesto y el estupro. En todo caso, si le resulta difícil intercalar esto, ¿por qué no escribe dos páginas dedicadas al onanismo?” ¡Pero es increíble! Y los autores se someten a eso.

Yo dije: “Pero, ¿no hay una sociedad de escritores aquí?” “Sí”. “Bueno, pero, ¿y por qué no escribe usted y cuenta eso? ¿Por qué no pone en ridículo a esa gente?” ¡Ah, pero si eso ya se sabe! ¡Todo el mundo lo sabe! ¿Y qué ganaría yo? Nadie publicaría mi libro.”

Y parece que, fuera de Faulkner, fuera de Hemingway y de algunos otros escritores muy conocidos, desde hace mucho todos se someten a eso. Les modifican los argumentos, les mutilan caracteres. ¡Es increíble! Sobre todo porque todo el mundo lo sabe. Yo insistía: “Pero ustedes tienen que protestar; poner en ridículo a los editores.” “Pero así no se publica el libro.” Y ven todo como un negocio. Y así, admiten todo.

Y aquí [en Argentina] también va a pasar. Porque nosotros no vamos a influir en ellos. Son ellos los que influyen en nosotros. De modo que todo lo que yo digo ahora, es una profecía de algún modo. Una profecía de lo que ocurrirá el año que viene aquí. O de lo que ya está ocurriendo.








En revista Cuestionario
Año IV, Junio 1976, Nro. 38, pág. 61
Imágenes de la nota y del índice y portada del ejemplar.






28/2/18

Jorge Luis Borges: El libro *





De los casi infinitos instrumentos que son obra del hombre, el más singular es el libro. La espada o el arado son una extensión de la mano; el telescopio o el espejo, de nuestros ojos. El libro, en cambio, es una extensión perdurable de la imaginación y de la memoria, es decir, de todo el pasado. Deliberadamente hablo del libro y no de otros medios. El diario, como lo declara su nombre, se imprime para el día, para la efímera atención momentánea. El texto puede ser el mismo, pero quien lo lee en un periódico o lo oye grabado en un disco, obra para el olvido. Desde un libro, ese texto es aceptado de muy diverso modo.
Debemos al Oriente la noción de libros sagrados, de escrituras dictadas por el Espíritu en distintos años del tiempo y en distintas regiones del espacio, de un eterno Alcorán que es un atributo, no una obra de Dios. De hecho, todo libro es sagrado, si da con el lector para quien fue escrito. Un libro es una cosa entre las cosas cuando nos aguarda en los anaqueles; puede ser una revelación, un estímulo, una forma tranquila de la dicha, cuando lo interrogamos.
Hugo declara que una biblioteca es un acto de fe; Emerson, que en ella pueden cifrarse las mejores palabras y pensamientos de los mejores hombres.
La cultura está amenazada por razonadas y enemigas barbaries. Esas barbaries acechan también en el libro que constituye, paradójicamente, nuestro único instrumento de salvación.






Véase también la conferencia “El libro”, en Borges oral, 1979, recogido en Jorge Luis Borges, Obras completas 4, Buenos Aires, Sudamericana, 2011.


En diario La Prensa, Buenos Aires, 7 de febrero de 1982, y en un número especial para el centenario de Borges, el 22 de agosto de 1999

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Borges. Dibujo a lápiz sobre papel de Marcelo F. de Abreu Vía


27/2/18

Ciro Alegría: El Jorge Luis Borges que yo conocí. Versión conmovida de Borges.






Avanza la tarde y no hay mucha claridad en el salón de mi hotel, a donde Jorge Luis Borges ha tenido la gentileza de venir a visitarme. Vamos a sentarnos y me dice, pidiéndome que ocupe un lugar donde yo quedaría ante la luz.

Usted aquí mejor, que de otro modo no lo vería. No me gusta conversar con la sombra.

Es la primera impresión personal que tengo del gran escritor argentino. Quiere ver, así sea la silueta, de las gentes con quienes conversa. Desea todavía captar los rasgos generales de la vida. Hace tiempo que mora en las dramáticas orillas de la ceguera. Exactamente, en un mundo de violentos contrastes de luz y sombra. Puedo entenderlo perfectamente. Una vez, mediando un tremendo accidente, estuve yo ciego durante diez horas. Tengo crispado el corazón pero prefiero no hablarle de la forma en que debido a la súbita remembranza, comprendo su propio dolor. Además, Borges parece tomar el asunto con serenidad. La vista se le ha ido cayendo en años. Es la suya una entrada lenta en la sombra.

Le entrego unos libros que me ha encargado Carlos E. Zavaleta. Leo la admirativa dedicatoria a Borges escrita sin reservas, que ha puesto en uno de ellos el joven escritor peruano. Me pregunta por las letras del Perú. La charla se entabla llana y cordialmente. Recuerdo el cuento El Sur, que avalúo como uno de los cimeros de Borges, y le digo que me parece autobiográfico, sobre todo cuando el personaje manifiesta que tiene un criollismo un tanto voluntario. Borges admite mi apreciación en redondo y pasa a darme una larga explicación de su cuento, en la que advierto netamente al redomado técnico. Para el caso, es lástima que yo no tenga un recuerdo muy claro de las características formales del cuento, leído por mí hace años.

La charla vaga de un tema a otro. Borges fue un gallardo opositor a Perón y duélese de que aún existe en Argentina peronismo. Está claro que cualquier forma de totalitarismo le ofende como un insulto a la inteligencia. La vida nunca ha sido fácil para los hombres de ideas y menos en los tiempos que corren.

El escritor me informa que es director de la Biblioteca Nacional, grande cargo con un sueldo pequeño, y catedrático de literatura inglesa en la Universidad. El programa del curso es excesivo. Debe enseñar toda la materia en un año. Cuanto hace, y es lo que se puede, es iniciar el estudio de algunos autores principales. Le cuento que en otras universidades latinoamericanas hay cursos por el estilo y terminamos por sonreír.

De pronto Borges me propone que vayamos a su casa para que conozca a su madre, por la que siente gran devoción. Salimos y él marcha tomado de mi brazo, lo que no obsta para que, de cuando en vez, sin duda por costumbre, emplee su bastón para tentar los bordes de las aceras y los zócalos. Me dirige por las calles, a las que recuerda bien. Su casa no queda lejos.

En el ascensor, tantea los botones. Presiona uno y luego se da cuenta de que no era el que necesitaba tocar. Cuando la maquina se detiene, con un automatismo que ahora me parece cruel, Borges palpa de nuevo y acierta con el botón exacto. Un pasillo que conoce bien. La llave, y una nueva inquisición dolorosa.

Otra vez nos sentamos ante la luz, ahora junto a la ventana de un séptimo piso. La señora [Leonor Acevedo de] Borges acaba de regresar del velorio de la poetisa Margarita Abella y Caprille. A los ochenta y cuatro años, muestra una lozanía sorprendente. Le digo que no representa su edad, sin incurrir en la acostumbrada galantería. Nos sirve oporto y bizcochos. Yo habría preferido un jáibol, pero no quiero contrariar las costumbres de monje laico de Jorge Luis.

La señora Borges interviene en la conversación con talento. Me cuenta que le lee a su hijo a su hijo ocho horas diarias. El resto del tiempo, Borges escribe. Su vida son los libros. En el incansable trajín de leer, cuando podía hacerlo fue perdiendo la vista. No puede olvidar el patético accidente del trabajo. Ni dejo de observar las grandes y claras pupilas de Borges. Miran con esa dolorosa vaguedad propia de las pupilas ciegas.

Me cuenta Borges que uno de sus abuelos era inglés. La charla sobre las incorporaciones hechas a la literatura inglesa por los irlandeses nos lleva a mi rápido recuento de autores. Yo recuerdo a unos diez irlandeses. Borges cita muchos más. Su cultura vastísima reluce en cuanto punto aborda. Pero no es un fichero. El comentario inteligente, la apreciación critica fina, hacen el mérito de sus conocimientos. Cuando le pregunto a Borges si prepara algo nuevo, me responde que un libro de cuentos. Consciente de su carácter de escritor minoritario, apunta: Como dice Stevenson, un libro es un mensaje dirigido a los amigos. Hablando de la cultura europea, Borges precisa: Es un legado al que no podemos renunciar. Ni debemos, agrego yo, que soy un americano que no cree en las exclusiones culturales.

Tengo pendiente una invitación y debo irme. Y es entonces que Jorge Luis Borges, el escritor que transita entre sombras, me conmueve más todavía. Se empeña en acompañarme hasta el hotel y, a pesar de mis protestas, así lo hace. Me deja en la puerta y se aleja en la tarde azulenca, tentando las paredes con su bastón. ¿Cómo hablar de letras solamente? Las letras son también el hombre y más en este caso. Entiéndese, entonces, mi versión conmovida de Borges.


En Alegría, Ciro; Novela de mis novelas
Ed. Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1960
Foto: En el Congreso de escritores en Berlín, 1964: María Esther Vázquez, Jorge Luis Borges, Ciro Alegría
Augusto Roa Bastos, Miguel Ángel Asturias, Julio Ramón Ribeyro, Günter Grass y otros


26/2/18

Jorge Luis Borges: Sala vacía








Los muebles de caoba perpetúan
entre la indecisión del brocado
su tertulia de siempre.
Los daguerrotipos
mienten su falsa cercanía
de tiempo detenido en un espejo
y ante nuestro examen se pierden
como fechas inútiles
de borrosos aniversarios.
Desde hace largo tiempo
sus angustiadas voces nos buscan
y ahora apenas están
en las mañanas iniciales de nuestra infancia.
La luz del día de hoy
exalta los cristales de la ventana
desde la calle de clamor y de vértigo
y arrincona y apaga la voz lacia
de los antepasados.



En Fervor de Buenos Aires (1923)

25/2/18

Abel Posse: Kafka y Borges por las calles de Praga






Dice el mayor exégeta de la Praga mágica y judía, Angel Ripellino: Todavía hoy, todas las noches a las cinco, Franz Kafka vuelve a su casa en la calle Celetná, con su galera redonda y de traje negro. Esa frase sólo se podría escribir en Praga. La Celetná, la Paritzká, la calle Meisel, nervio del intenso gueto que nace del cementerio y la Vieja-Nueva sinagoga. Y más allá del espléndido palacio Kinski, donde estuvo el negocio de galanteries del viejo Kafka, ese padre objeto de admiración y odio, determinantes en la patología del novelista. Al fondo, hacia la altura del castillo, las torres agudas de la catedral, que se hunden en la niebla como antenas de un enorme insecto desesperado. Si Borges hubiera venido a Praga, nos habríamos acostado antes del amanecer, siguiendo a Ripellino, hasta oír los pasos de Kafka sobre el granito de la Plaza Vieja. Ágil, delgado, con su rostro anguloso y la galera melón de abogado de seguros, regresando bajo la luz de gas.
Jorge Luis Borges se sorprendió con Kafka hacia 1938, cuando se editaban los libros mayores con elogios de Thomas Mann, Eliot, Gide, Hesse, Werfel. Lo leyeron y editaron a sólo catorce años de su muerte. Torre, que dirigía las ediciones Losada, encargó a su cuñado Borges la traducción de La metamorfosis.
Borges comunicó a los lectores argentinos que Kafka era el autor de una de las obras más singulares del siglo. Narrar en novela una metáfora de lo insuperable, del muro, fue su cometido o su destino. Observó Borges que dos obsesiones guiaban la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. En casi todas sus ficciones hay jerarquías, y esas jerarquías se suceden infinitamente. Son infinitas por ser intrínsecamente insuperables. La vida como herida absurda.
En el privilegio de su puesto secundario en la biblioteca de Boedo, traduciendo al extraño checo, surgió una curiosa mezcla de atracción y de oposición con ese maestro de aporías existenciales. Kafka llevaba un germen nihilista que Borges, desde sus íntimas fiestas de esteta (eran sus mejores años de creación), no podía compartir. Kafka, que escribió mucho, no quiso ser un escritor público. Corre la leyenda de que pidió a su amigo Max Brod y a su amada de los días finales que quemaran sus textos, los más importantes. Murió casi inédito y desconocido, como profeta sin lectores de un futuro de horror que culminaría en Auschwitz e Hiroshima. El proceso de Joseph K se haría realidad dos décadas después en la piel de Slansky y en el defenestramiento de Masarik por agentes de la KGB. Sus hermanas y gran parte de su familia serían gaseados en Maidanek. Su obsesión insuperable por el absurdo se confirmaría en los peores años de horror de la historia: las matanzas de la Guerra Civil Española, el nazismo, la invasión de China y los millones de muertos de la guerra revolucionaria, los años de penuria de la crisis del 29, con bolsones de miseria y crimen en Estados Unidos.
Con infantil inmodestia, los argentinos nos atribuimos el protagonismo de una rioplatense “década infame”. En realidad, la Argentina era un lago bendito, lejos del horror, al que tanto judíos como alemanes y españoles no veían la hora de evitar alcanzando nuestras playas. Un kindergarten amurallado en cuyo centro, rodeado de cisnes literarios, estaba Borges en diálogo con los grandes creadores, en su biblioteca. Allí nació su mejor prosa, desde la Historia universal de la infamia hasta El jardín de senderos que se bifurcan.
Borges nunca creyó en la literatura de la neurosis (no adoró a Dostoievski, como era usual entonces, y no le interesó Sartre). Como Nabokov, creyó en el lenguaje y en las revelaciones por la puerta de la estética. Sin embargo, su permanente interés por Kafka, cierta identificación, podría sondearse en lo íntimo de sus personalidades. Frustrados en lo hondo, tal vez heridos en su sexualidad, ambos podrían haber exclamado conjuntamente, si Borges y K se hubiesen podido encontrar a las cinco de la mañana en la Plaza Vieja: Lo único de lo que me arrepiento es de no haber sabido ser feliz...
No demostraron ser tan afectados por las enfermedades (la tisis y la ceguera) como por sus incapacidades para la vida real y cotidiana, por problemas muy íntimos. Uno, por la madre y el otro, famosamente, por el padre que anegó su vida como una proyección frustradora de naturaleza jehovásica. Observó Georges Bataille que el erotismo en la obra de Kafka carece de amor, de deseo y hasta de fuerza: es un erotismo de desierto. Kafka no aceptó el destino de ser adulto y padre. Maduró hacia la esterilidad. Según Bataille, quiso vivir y conservar el niño irresponsable que era.
Kafka escribió como al pasar, en su Diario, una de las frases más terribles de su siglo literario: Mi vida es un titubeo prenatal. Borges supo que tenía un solo camino de sublimación de esa imperfección existencial congénita: la felicidad del arte y de los libros asumida sin culpa, con total entrega. Algo que Kafka no supo hacer. Más bien es como si hubiera querido separarse de su obra como de un hijo no reconocido. El tremendismo nihilista de K lo llevaría a concebir el triunfo final de las sonoras trompetas de la nada, como escribió en el sosegado escritorio de su empleo en la empresa de seguros.
Ni Borges llegó a Praga, como tanto lo deseó, ni el espectro de Kafka pasó al amanecer por la Zeltnergasse. Pero a un paso de allí, en la Vieja-Nueva Sinagoga, la más antigua de Europa, hubiera alcanzado la cuna de la extraña leyenda del Golem, que Borges conoció por el libro de Gustavo Meyrink y por el cabalista Scholem, tema al que dedicó un importante poema.
Hacia 1580, el rabino Löw, de la Alte-Neue Sinagogue, después de infinitas búsquedas, logró coordinar las letras secretas del Poder de Dios, capaces de crear vida. Con sus acólitos, buscó arcilla de la costa del Ultava y amasaron un homúnculo que no debió de ser muy diferente del que venden en todas las medidas en la puerta del cementerio judío como souvenir. En un trozo de pergamino, escribió las letras irrepetibles, y ese objeto, llamado Chem, portador del supremo logos, lo introdujo en la boca del muñeco. Probablemente, el rabino no consideró aquello como una impostura. Dios había creado aquel otro golem que se llamó Adán con arcilla y con el poder divino de la vida. Incluso lo distinguió entre todos los entes de la Creación. Tuvo la humorada de encomendarle que “señoreara sobre los peces del mar, las aves del cielo y las bestias de la tierra, con lo que inauguraba la catástrofe ecológica que hoy está cerca de culminar.
Para Cioran, el Jehová que tuvo la ocurrencia de crear a Adán era un demiurgo menor, chambón. Lo mismo debió sentir el rabino Löw cuando su humanoide se alzó y se movió groseramente por la sinagoga. Tenía mirada menos que de perro, y Borges agrega en su verso que el gato se apartaba ante su paso torpe. Apesadumbrado, el rabino constató que el Golem no daba muestras de sutileza. Era tan bruto como el común de los hombres. Lo destinó a tareas de limpieza y a levantar bultos. Después de miles de años, este segundo Adán, también sin ombligo, debía ser expulsado, esta vez no del paraíso, sino de la calle Meisel: un sábado enloqueció y salió a matar gatos y gallinas, espantó a la gente y arrancó árboles. El rabino lo enfrentó y le quitó el Chem. El monstruo fue otro fracaso y se deshizo en polvo en los altos de la sinagoga, lugar al que desde entonces está prohibido entrar.
(Borges murió en 1986 sin conocer la ciudad ni encontrarse con K, muerto en 1924. Ambos hablan ahora seguramente en otro espacio. Invitado para la Primera Bienal Borges/Kafka, intenté fijar en este texto la aproximación de esos seres tan grandes como distantes.)
En La Nación, 31 de mayo de 2008
Foto: 
Abel Posse  y Jorge Luis Borges en Venecia, 1974





Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...