14/9/14

Jorge Luis Borges: El muerto






   Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Rio Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo). Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo). El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricables y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero; alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
—Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.



En El Aleph (1949)
Foto: Borges en el set de filmación de El muerto (1975)
dirigida por Héctor Olivera - Data IMDb

13/9/14

Jorge Luis Borges: There are more things





A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente. Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que erigimos en el piso del escritorio.

    Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.

    La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas.

    De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo.

    Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor. Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.

    Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.

    Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor William Morris.

    El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.

    Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.

    —Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha costeado hasta aquí para que hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.

    Al rato, prosiguió sin premura:

    —Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir altares para ídolos.

    Aquí se detuvo.

    —¿Eso es todo? —me atreví a preguntar.

    —No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.

    Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.

   Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la que yo esperaba.

    —Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no era para menos.

    Muy enojado, agregó una mala palabra.

   Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?

   Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa hondura y los bordes estaban pisoteados.

  Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo vana, sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.

    Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.

     Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.

    Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el diecinueve de enero.

    Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y ultrajado por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.

   Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de la luz.

    El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

    Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.

   Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla superior.

   ¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?

    Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.

    Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.


En El Libro de Arena (1975)
Foto original color: captura video


12/9/14

Jorge Luis Borges: A Leopoldo Lugones (Prólogo)




Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio: 

          Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría. 

En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.



En El Hacedor (1960)
Publicado antes como Prólogo de Leopoldo Lugones
en col. con Betina Edelberg (1955)
Imagen s/d

11/9/14

Jorge Luis Borges: Prólogo a «Facundo» de Domingo Faustino Sarmiento





Único en el siglo XIX y sin heredero en el nuestro, Schopenhauer pensaba que la historia no evoluciona de manera precisa y que los hechos que refiere no son menos casuales que las nubes, en las que nuestra fantasía cree percibir configuraciones de bahías o de leones. (Sometimes we see a cloud that's dragonish, leemos en Antonio y Cleopatra.) La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme, confirmaría James Joyce. Más numerosos, por supuesto, son los que perciben o declaran que la historia encierra un dibujo, evidente o secreto. Básteme recordar, un poco al azar de la pluma, los nombres del tunecino Abenjaldún, de Vico, de Spengler y de Toynbee. El Facundo nos propone una disyuntiva —civilización o barbarie— que es aplicable, según juzgo, al entero proceso de nuestra historia. Para Sarmiento, la barbarie era la llanura de las tribus aborígenes y del gaucho; la civilización, las ciudades. El gaucho ha sido reemplazado por colonos y obreros; la barbarie no sólo está en el campo sino en la plebe de las grandes ciudades y el demagogo cumple la función del antiguo caudillo, que era también un demagogo. La disyuntiva no ha cambiado. Sub specie aeternitatis, el Facundo es aún la mejor historia argentina.

Hacia 1845, desde su destierro chileno, Sarmiento pudo verla cara a cara, acaso en una sola intuición. Es lícito conjeturar que el hecho de haber recorrido poco el país, pese a sus denodadas aventuras de militar y de maestro, favoreciera la adivinación genial del historiador. A través del fervor de sus vigilias, a través de Fenimore Cooper y el utópico Volney, a través de la hoy olvidada Cautiva, a través de su inventiva memoria, a través del profundo amor y del odio justificado, ¿qué vio Sarmiento?

Ya que medimos el espacio por el tiempo que tardamos en recorrerlo, ya que las tropas de carretas tardaban meses en salvar los morosos desiertos, vio un territorio mucho más dilatado que el de ahora. Vio la contemporánea miseria y la venidera grandeza. La conquista había sido superficial, la batalla de San Carlos, que fue acaso la decisiva, se libraría en 1872. Hubo sin duda tribus enteras de indios, ante todo hacia el Sur, que no sospecharon la amenaza del hombre blanco. En las llanuras abonadas por la hacienda salvaje que nutrían, procreaban el caballo y el toro. Ciudades polvorientas, desparramadas casi al azar —Córdoba en un hondón, Buenos Aires en la barrosa margen del río—, remedaban a la distante España de entonces. Eran, como ahora, monótonas: el tablero hispánico y la desmantelada plaza en el medio. Fuimos el virreinato más austral y más olvidado. De tarde en tarde cundían atrasadas noticias: la rebelión de una colonia británica, la ejecución de un rey en París, las guerras napoleónicas, la invasión de España. También, algunos libros casi secretos que encerraban doctrinas heterodoxas y cuyo fruto fue cierta mañana del día 25 de Mayo. Es costumbre olvidar la significación intelectual de las fechas históricas; los libros a que aludo fueron leídos con fervor por el gran Mariano Moreno, por Echeverría, por Várela, por el puntano Juan Crisóstomo Lafinur y por los hombres del Congreso de Tucumán. En el desierto, esas casi incomunicadas ciudades eran la civilización.

Como en las demás regiones americanas, desde Oregón y Texas hasta el otro confín del continente, poblaba las campañas un linaje peculiar de pastores ecuestres. Aquí, en el sur del Brasil y en las cuchillas del Uruguay, se llamaron gauchos. No eran un tipo étnico: por sus venas podía o no correr sangre india. Los definía su destino, no su ascendencia, que les importaba muy poco y que, por lo general, ignoraban. Entre las veintitantas etimologías de la palabra gaucho, la menos inverosímil es la de huacho, que Sarmiento aprobó. A diferencia de los cowboys del Norte, no eran aventureros; a diferencia de sus enemigos, los indios, no fueron nunca nómadas. Su habitación era el estable rancho de barro, no las errantes tolderías. En el Martín Fierro se lee:

Es triste dejar sus pagos
y largarse a tierra agena
llevándose la alma llena
de tormentos y dolores,
mas nos llevan los rigores
como el pampero a la arena.

Las correrías de Fierro no son las de un aventurero; son su desdicha.

La literatura gauchesca —ese curioso don de generaciones de escritores urbanos— ha exagerado, me parece, la importancia del gaucho. Contrariamente a los devaneos de la sociología, la nuestra es una historia de individuos y no de masas. Hilario Ascasubi, que Sarmiento apodaría «el bardo plebeyo, templado en el fuego de las batallas», celebró a Los gauchos del Río de la Plata, cantando y combatiendo hasta postrar al tirano Juan Manuel de Rosas y a sus satélites, pero podemos preguntar si los gauchos de Güemes, que dieron su vida a la Independencia, habrán sido muy diferentes de los que comandó Facundo Quiroga, que la ultrajaron. Fueron gente rudimentaria. Les faltó el sentimiento de la patria, cosa que no debe extrañarnos. Cuando los invasores británicos desembarcaron cerca de Quilines, los gauchos del lugar se reunieron para ver con sencilla curiosidad a esos hombres altos, de brillante uniforme, que hablaban un idioma desconocido. Buenos Aires, la población civil de Buenos Aires (no las autoridades, que huyeron) se encargaría de rechazarlos bajo la dirección de Liniers. El episodio del desembarco es notorio y Hudson lo comenta.

Sarmiento comprendió que para la composición de su obra no le bastaba un rústico anónimo y buscó una figura de más relieve, que pudiera personificar la barbarie. La halló en Facundo, lector sombrío de la Biblia, que había enarbolado el negro pendón de los bucaneros, con la calavera, las tibias y la sentencia Religión o Muerte. Rosas no le servía. No era exactamente un caudillo, no había manejado nunca una lanza y ofrecía el notorio inconveniente de no haber muerto. Sarmiento precisaba un fin trágico. Nadie más apto para el buen ejercicio de su pluma que el predestinado Quiroga, que murió acribillado y apuñalado en una galera. El destino fue misericordioso con el riojano; le dio una muerte inolvidable y dispuso que la contara Sarmiento.

A muchos les interesan las circunstancias en que un libro fue concebido. Hará treinta y cinco años, Alberto Palcos halagó metódicamente esa curiosidad, que sin duda es legítima. Transcribo su catálogo:

1. Desprestigiar a Rosas y al caudillismo y, por ende, al representante de aquél en Chile, motivo ocasional de la obra.

2. Justificar la causa de los emigrados argentinos o, para emplear el vocablo del propio Sarmiento, santificarla.

3. Suministrar a los últimos una doctrina que les sirviese de interpretación y de incentivo en la lucha y una gran bandera de combate: la de la Civilización contra la Barbarie.

4. Patentizar sus formidables aptitudes literarias en una época en que éstas se acercaban a su apogeo, y

5. Incorporar su nombre a la lista de las primeras figuras políticas proscriptas, en previsión del cambio fundamental a sobrevenir apenas desapareciese la tiranía.

Viejo lector de Stuart Mill, acepté siempre su doctrina de la pluralidad de las causas; el índice de Palcos no peca, a mi entender, de excesivo, pero sí de incompleto y superficial. Según lo declara el compilador, se atiene a los propósitos de Sarmiento, y nadie ignora que tratándose de obras del ingenio —el Facundo ciertamente lo es— lo de menos son los propósitos. El ejemplo clásico es el Quijote; Cervantes quiso parodiar los libros de caballería, y ahora los recordamos porque acicatearon su burla. El mayor escritor comprometido de nuestra época, Rudyard Kipling, comprendió al fin de su carrera que a un autor puede estarle permitida la invención de una fábula, pero no la íntima comprensión de su moraleja. Recordó el curioso caso de Swift, que se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños. Regresemos, pues, a la secular doctrina de que el poeta es un amanuense del Espíritu o de la Musa. La mitología moderna, menos hermosa, opta por recurrir a la subconciencia o aun a lo subconsciente.

Como todas las génesis, la creación poética es misteriosa. Reducirla a una serie de operaciones del intelecto, según la conjetura efectista de Edgar Alian Poe, no es verosímil; menos todavía, como ya dije, inferirla de circunstancias ocasionales. El propósito número uno de Palcos, «desprestigiar a Rosas y al caudillismo y, por ende, al representante de aquél en Chile», no pudo por sí solo haber engendrado la imagen vivida de Rosas como esfinge, mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario, ni la invocación liminar ¡Sombra terrible de Facundo!

A unos treinta años del Congreso de Tucumán, la historia no había asumido todavía la forma de un museo histórico. Los proceres eran hombres de carne y hueso, no mármoles o bronces o cuadros o esquinas o partidos. Mediante un singular sincretismo los hemos hermanado con sus enemigos. La estatua ecuestre de Dorrego se eleva cerca de la plaza Lavalle; en cierta ciudad provinciana me ha sido dado ver el cruce de las avenidas Berón de Astrada y Urquiza, que, si la tradición no miente, hizo degollar al primero. Mi padre (que era librepensador) solía observar que el catecismo había sido reemplazado en las aulas por la historia argentina. El hecho es evidente. Medimos el curso temporal por aniversarios, por centenarios y hasta por sesquicentenarios, vocablo derivado de los jocosos sesquipedalia verba de Horacio (palabras de un pie y medio de largo). Celebramos las fechas de nacimiento y las fechas de muerte.

Fuera de Güemes, que guerreó con los ejércitos españoles y valerosamente dio su vida a la patria, y del general Bustos, que manchó su carrera militar con la sublevación de Arequito, los caudillos fueron hostiles a la causa de América. En ella vieron, o quisieron ver, un pretexto de Buenos Aires para dominar las provincias. (Artigas prohibió a los orientales que se alistaran en el Ejército de los Andes.) Urgido por la tesis de su libro, Sarmiento los identificó con el gaucho. Eran, en realidad, terratenientes que mandaban sus hombres a la pelea. El padre de Quiroga era un oficial español.

El Facundo erigido por Sarmiento es el personaje más memorable de nuestras letras. El estilo romántico del gran libro se ajusta de manera espontánea, y al parecer ineludible, a los tremendos hechos que refiere y al tremendo protagonista. Las ulteriores modificaciones o rectificaciones de Urien, de Cárcano y de otros nos interesan tan escasamente como el Macbeth de Holinshed o el Hamlet (Amiothi) de Saxo Gramático.

Muchas imperecederas imágenes ha legado Sarmiento a la memoria de los argentinos: la de Facundo, las de tantos contemporáneos, la de su madre y la suya propia, que no ha muerto y que aún es combatida. Paul Groussac, que no lo quería, lo llamó «el formidable montonero de la batalla intelectual» y ponderó «sus cargas de caballería contra la ignorancia criolla».


No diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor.




Buenos Aires, Librería «El Ateneo» Editorial, 1974
Fuente foto sin data

10/9/14

Jorge Luis Borges: Leones







Ni el esplendor del cadencioso tigre
ni del jaguar los signos prefijados
ni del gato el sigilo. De la tribu
es el menos felino, pero siempre
ha encendido los sueños de los hombres.
Leones en el oro y en el verso,
en patios del Islam y en evangelios,
vastos leones en el orbe de Hugo,
leones de la puerta de Micenas,
leones que Cartago crucifica.
En el violento cobre de Durero
las manos de Sansón lo despedazan.
Es la mitad de la secreta esfinge
y la mitad del grifo que en las cóncavas
grutas custodia el oro de la sombra.
Es uno de los símbolos de Shakespeare.
Los hombres lo esculpieron con montañas
y estamparon su forma en las banderas
y lo coronan rey sobre los otros.
Con sus ojos de sombra lo vio Milton
emergiendo del barro el quinto día,
desligadas las patas delanteras
y en alto la cabeza extraordinaria.
Resplandece en la rueda del Caldeo
Y las mitologías lo prodigan.

Un animal que se parece a un perro
come la presa que le trae la hembra.




En Historia de la Noche (1977)
Imagen: facsímil en La Nación

9/9/14

Jorge Luis Borges: Espadas*






Gram, Durendal, Joyeuse, Excalibur.
Sus viejas guerras andan por el verso,
que es la única memoria. El universo
las siembra por el Norte y por el Sur.
En la espada persiste la porfía
de la diestra viril, hoy polvo y nada;
en el hierro o el bronce, la estocada
que fue sangre de Adán un primer día.
Gestas he enumerado de lejanas
espadas cuyos hombres dieron muerte
a reyes y a serpientes. Otra suerte
de espadas hay, murales y cercanas.
Déjame, espada, usar contigo el arte;
yo, que no he merecido manejarte.


* Espadas: Gram es la espada de Sigurd; Durendal es la espada de Rolando; 
Joyeuse es la espada de Carlomagno; Excalibur, la espada que Arturo arrancó 
de una piedra

En  El oro de los tigres (1972)

Y en La rosa profunda (1975)
Foto: Pablo Hojas

8/9/14

Jorge Luis Borges: Milonga del Forastero






La historia corre pareja,
La historia siempre es igual;
La cuentan en Buenos Aires
Y en la campaña oriental.

Siempre son dos los que tallan,
Un propio y un forastero;
Siempre es de tarde. En la tarde
Está luciendo el lucero.

Nunca se han visto la cara,
No se volverán a ver;
No se disputan haberes
Ni el favor de una mujer.

Al forastero le han dicho
Que en el pago hay un valiente.
Para probarlo ha venido
Y lo busca entre la gente.

Lo convida de buen modo,
No alza la voz ni amenaza;
Se entienden y van saliendo
Para no ofender la casa.

Ya se cruzan los puñales,
Ya se enredó la madeja,
Ya quedó tendido un hombre
Que muere y que no se queja.

Sólo esa tarde se vieron.
No se volverán a ver;
No los movió la codicia
Ni el amor de una mujer.

No vale ser el más diestro,
No vale ser el más fuerte;
Siempre el que muere es aquel
Que vino a buscar la muerte.

Para esa prueba vivieron
Toda su vida esos hombres;
Ya se han borrado las caras,
Ya se borrarán los nombres.



En Historia de la noche (1977)
Foto: Borges por Jorge Aguirre, 1960


7/9/14

Jorge Luis Borges: El pasado






Todo era fácil, nos parece ahora,
en el plástico ayer irrevocable:
Sócrates que apurada la cicuta,
discurre sobre el alma y su camino
mientras la muerte azul le va subiendo
desde los pies helados; la implacable
espada que retumba en la balanza;
Roma, que impone el numeroso hexámetro
al obstinado mármol de esa lengua
que manejamos hoy despedazada;
los piratas de Hengist que atraviesan
a remo el temerario Mar del Norte
y con las fuertes manos y el coraje
fundan un reino que será el Imperio;
el rey sajón que ofrece al rey noruego
los siete pies de tierra y que ejecuta,
en la batalla de hombres; los jinetes
del desierto, que cubren el Oriente
y amenazan las cúpulas de Rusia;
un persa que refiere la primera
de las Mil y Una Noches y no sabe
que inicia un libro que los largos siglos
de las generaciones ulteriores
no entregarán al silencioso olvido;
Snorri que salva en su perdida Thule,
a la luz de crepúsculos morosos
o en la noche propicia a la memoria,
las letras y los dioses de Germania;
EeEl plano general del universo;
Whitman, que en una redacción de Brooklin,
entre el olor a tinta y a tabaco,
toma y no dice a nadie la infinita
resolución de ser todos los hombres
y de escribir un libro que sea todos;
Arredondo, que mata a Idiarte Borda
en la mañana de Montevideo
y se da a la justicia declarando
que ha obrado solo y que no tiene cómplices;
el soldado que muere en Normandía,
el soldado que muere en Galilea.

Esas cosas pudieron no haber sido.
Casi no fueron. Las imaginamos
en un fatal ayer inevitable.
No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
del ya será y del fue, de aquel instante
en que la gota cae en la clepsidra.
El ilusorio ayer es un recinto
de figuras inmóviles de cera
o de reminiscencias literarias
que el tiempo irá perdiendo en sus espejos.
Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno
y esa tarde inasible que fue tuya
son en su eternidad, no en la memoria.


En El oro de los tigres, 1972
Imagen: Sara Facio

6/9/14

Jorge Luis Borges: El caballo del mar









A diferencia de otros animales fantásticos, el Caballo del Mar no ha sido elaborado por combinación de elementos heterogéneos; no es otra cosa que un caballo salvaje cuya habitación es el mar y que sólo pisa la tierra cuando la brisa le trae el olor de las yeguas en las noches sin luna. En una isla indeterminada -acaso Borneo-, los pastores manean en la costa las mejores yeguas del rey y se ocultan en cámaras subterráneas; Simbad vio el potro que salía del mar y lo vio saltar sobre la hembra y oyó su grito.

La redacción definitiva del Libro de Las Mil y Una Noches data, según Burton, del siglo XIII; en el siglo XIII nació y murió el cosmógrafo Al-Qazwiní que, en su tratado Maravillas de la creación, escribió estas palabras: "El Caballo Marino es como el caballo terrestre, pero las crines y la cola son más crecidas y el color más lustroso y el vaso está partido como el de los bueyes salvajes y la alzada es menor que la del caballo terrestre y algo mayor que la del asno". Observa que el cruzamiento de la especie marina y de la terrestre da hermosísimas crías y menciona un potrillo de pelo oscuro, "con manchas blancas como piezas de plata".

Wang Tai-hai, viajero del siglo XVIII, escribe en la Miscelánea china:

"El Caballo Marino suele aparecer en las costas en busca de la hembra; a veces lo apresan. El pelaje es negro y lustroso; la cola es larga y barre el suelo; en tierra firme anda como los otros caballos, es muy dócil y puede recorrer en un día centenares de millas. Conviene no bañarlo en el río, pues en cuanto ve el agua, recobra su antigua naturaleza y se aleja nadando".


Los etnólogos han buscado el origen de esta ficción islámica en la ficción grecolatina del viento que fecunda las yeguas. En el libro tercero de las Geórgicas, Virgilio ha versificado esta creencia. Más rigurosa es la exposición de Plinio (VIII, 67):

"Nadie ignora que en Lusitania, en las cercanías del Olisipo (Lisboa) y de las márgenes del Tajo, las yeguas vuelven la cara al viento occidental y quedan fecundadas por él; los potros engendrados así resultan de admirable ligereza, pero mueren antes de cumplir los tres años".


El historiador Justino ha conjeturado que la hipérbole "hijos del viento", aplicada a caballos muy veloces, originó esta fábula.


En El libro de los seres imaginarios, 1967
Imagen: Rogelio Cuéllar


5/9/14

Jorge Luis Borges: A cierta sombra, 1940





Que no profanen tu sagrado suelo, Inglaterra,
el jabalí alemán y la hiena italiana.
Isla de Shakespeare, que tus hijos te salven
y también tus sombras gloriosas.
En esta margen ulterior de los mares
las invoco y acuden
desde el innumerable pasado,
con altas mitras y coronas de hierro,
con Biblias, con espadas, con remos,
con anclas y con arcos.
Se ciernen sobre mí en la alta noche
propicia a la retórica y a la magia
y busco la más tenue, la deleznable,
y le advierto: oh, amigo,
el continente hostil se apresta con armas
a invadir tu Inglaterra,
como en los días que sufriste y cantaste.
Por el mar, por la tierra y por el aire convergen los ejércitos.
Vuelve a soñar, De Quincey.
Teje para baluarte de tu isla
redes de pesadillas.
Que por sus laberintos de tiempo
erren sin fin los que odian.
Que su noche se mida por centurias, por eras, por pirámides,
que las armas sean polvo, polvo las caras,
que nos salven ahora las indescifrables arquitecturas
que dieron horror a tu sueño.
Hermano de la noche, bebedor de opio,
padre de sinuosos períodos que ya son laberintos y torres,
padre de las palabras que no se olvidan,
¿me oyes, amigo no mirado, me oyes
a través de esas cosas insondables
que son los mares y la muerte?


En Elogio de la sombra, 1969
Imagen: Diego Goldberg/Sygma-Corbis


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