Único
en el siglo XIX y sin heredero en el nuestro, Schopenhauer pensaba que la
historia no evoluciona de manera precisa y que los hechos que refiere no son
menos casuales que las nubes, en las que nuestra fantasía cree percibir
configuraciones de bahías o de leones. (Sometimes we see a cloud that's
dragonish, leemos en Antonio y Cleopatra.) La historia es una pesadilla de la
que quiero despertarme, confirmaría James Joyce. Más numerosos, por supuesto,
son los que perciben o declaran que la historia encierra un dibujo, evidente o
secreto. Básteme recordar, un poco al azar de la pluma, los nombres del
tunecino Abenjaldún, de Vico, de Spengler y de Toynbee. El Facundo nos propone
una disyuntiva —civilización o barbarie— que es aplicable, según juzgo, al
entero proceso de nuestra historia. Para Sarmiento, la barbarie era la llanura
de las tribus aborígenes y del gaucho; la civilización, las ciudades. El gaucho
ha sido reemplazado por colonos y obreros; la barbarie no sólo está en el campo
sino en la plebe de las grandes ciudades y el demagogo cumple la función del
antiguo caudillo, que era también un demagogo. La disyuntiva no ha cambiado.
Sub specie aeternitatis, el Facundo es aún la mejor historia argentina.
Hacia
1845, desde su destierro chileno, Sarmiento pudo verla cara a cara, acaso en
una sola intuición. Es lícito conjeturar que el hecho de haber recorrido poco
el país, pese a sus denodadas aventuras de militar y de maestro, favoreciera la
adivinación genial del historiador. A través del fervor de sus vigilias, a
través de Fenimore Cooper y el utópico Volney, a través de la hoy olvidada
Cautiva, a través de su inventiva memoria, a través del profundo amor y del
odio justificado, ¿qué vio Sarmiento?
Ya
que medimos el espacio por el tiempo que tardamos en recorrerlo, ya que las
tropas de carretas tardaban meses en salvar los morosos desiertos, vio un
territorio mucho más dilatado que el de ahora. Vio la contemporánea miseria y
la venidera grandeza. La conquista había sido superficial, la batalla de San
Carlos, que fue acaso la decisiva, se libraría en 1872. Hubo sin duda tribus
enteras de indios, ante todo hacia el Sur, que no sospecharon la amenaza del
hombre blanco. En las llanuras abonadas por la hacienda salvaje que nutrían,
procreaban el caballo y el toro. Ciudades polvorientas, desparramadas casi al
azar —Córdoba en un hondón, Buenos Aires en la barrosa margen del río—,
remedaban a la distante España de entonces. Eran, como ahora, monótonas: el
tablero hispánico y la desmantelada plaza en el medio. Fuimos el virreinato más
austral y más olvidado. De tarde en tarde cundían atrasadas noticias: la
rebelión de una colonia británica, la ejecución de un rey en París, las guerras
napoleónicas, la invasión de España. También, algunos libros casi secretos que
encerraban doctrinas heterodoxas y cuyo fruto fue cierta mañana del día 25 de
Mayo. Es costumbre olvidar la significación intelectual de las fechas
históricas; los libros a que aludo fueron leídos con fervor por el gran Mariano
Moreno, por Echeverría, por Várela, por el puntano Juan Crisóstomo Lafinur y
por los hombres del Congreso de Tucumán. En el desierto, esas casi incomunicadas
ciudades eran la civilización.
Como
en las demás regiones americanas, desde Oregón y Texas hasta el otro confín del
continente, poblaba las campañas un linaje peculiar de pastores ecuestres.
Aquí, en el sur del Brasil y en las cuchillas del Uruguay, se llamaron gauchos.
No eran un tipo étnico: por sus venas podía o no correr sangre india. Los
definía su destino, no su ascendencia, que les importaba muy poco y que, por lo
general, ignoraban. Entre las veintitantas etimologías de la palabra gaucho, la
menos inverosímil es la de huacho, que Sarmiento aprobó. A diferencia de los
cowboys del Norte, no eran aventureros; a diferencia de sus enemigos, los
indios, no fueron nunca nómadas. Su habitación era el estable rancho de barro,
no las errantes tolderías. En el Martín Fierro se lee:
Es
triste dejar sus pagos
y
largarse a tierra agena
llevándose
la alma llena
de
tormentos y dolores,
mas
nos llevan los rigores
como
el pampero a la arena.
Las
correrías de Fierro no son las de un aventurero; son su desdicha.
La
literatura gauchesca —ese curioso don de generaciones de escritores urbanos— ha
exagerado, me parece, la importancia del gaucho. Contrariamente a los devaneos
de la sociología, la nuestra es una historia de individuos y no de masas. Hilario
Ascasubi, que Sarmiento apodaría «el bardo plebeyo, templado en el fuego de las
batallas», celebró a Los gauchos del Río de la Plata, cantando y combatiendo
hasta postrar al tirano Juan Manuel de Rosas y a sus satélites, pero podemos
preguntar si los gauchos de Güemes, que dieron su vida a la Independencia,
habrán sido muy diferentes de los que comandó Facundo Quiroga, que la
ultrajaron. Fueron gente rudimentaria. Les faltó el sentimiento de la patria,
cosa que no debe extrañarnos. Cuando los invasores británicos desembarcaron
cerca de Quilines, los gauchos del lugar se reunieron para ver con sencilla
curiosidad a esos hombres altos, de brillante uniforme, que hablaban un idioma
desconocido. Buenos Aires, la población civil de Buenos Aires (no las autoridades,
que huyeron) se encargaría de rechazarlos bajo la dirección de Liniers. El
episodio del desembarco es notorio y Hudson lo comenta.
Sarmiento
comprendió que para la composición de su obra no le bastaba un rústico anónimo
y buscó una figura de más relieve, que pudiera personificar la barbarie. La
halló en Facundo, lector sombrío de la Biblia, que había enarbolado el negro
pendón de los bucaneros, con la calavera, las tibias y la sentencia Religión o
Muerte. Rosas no le servía. No era exactamente un caudillo, no había manejado
nunca una lanza y ofrecía el notorio inconveniente de no haber muerto.
Sarmiento precisaba un fin trágico. Nadie más apto para el buen ejercicio de su
pluma que el predestinado Quiroga, que murió acribillado y apuñalado en una galera.
El destino fue misericordioso con el riojano; le dio una muerte inolvidable y
dispuso que la contara Sarmiento.
A
muchos les interesan las circunstancias en que un libro fue concebido. Hará
treinta y cinco años, Alberto Palcos halagó metódicamente esa curiosidad, que
sin duda es legítima. Transcribo su catálogo:
1.
Desprestigiar a Rosas y al caudillismo y, por ende, al representante de aquél
en Chile, motivo ocasional de la obra.
2.
Justificar la causa de los emigrados argentinos o, para emplear el vocablo del
propio Sarmiento, santificarla.
3.
Suministrar a los últimos una doctrina que les sirviese de interpretación y de
incentivo en la lucha y una gran bandera de combate: la de la Civilización
contra la Barbarie.
4.
Patentizar sus formidables aptitudes literarias en una época en que éstas se
acercaban a su apogeo, y
5.
Incorporar su nombre a la lista de las primeras figuras políticas proscriptas,
en previsión del cambio fundamental a sobrevenir apenas desapareciese la
tiranía.
Viejo
lector de Stuart Mill, acepté siempre su doctrina de la pluralidad de las
causas; el índice de Palcos no peca, a mi entender, de excesivo, pero sí de
incompleto y superficial. Según lo declara el compilador, se atiene a los
propósitos de Sarmiento, y nadie ignora que tratándose de obras del ingenio —el
Facundo ciertamente lo es— lo de menos son los propósitos. El ejemplo clásico
es el Quijote; Cervantes quiso parodiar los libros de caballería, y ahora los
recordamos porque acicatearon su burla. El mayor escritor comprometido de
nuestra época, Rudyard Kipling, comprendió al fin de su carrera que a un autor
puede estarle permitida la invención de una fábula, pero no la íntima
comprensión de su moraleja. Recordó el curioso caso de Swift, que se propuso
redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños.
Regresemos, pues, a la secular doctrina de que el poeta es un amanuense del
Espíritu o de la Musa. La mitología moderna, menos hermosa, opta por recurrir a
la subconciencia o aun a lo subconsciente.
Como
todas las génesis, la creación poética es misteriosa. Reducirla a una serie de
operaciones del intelecto, según la conjetura efectista de Edgar Alian Poe, no
es verosímil; menos todavía, como ya dije, inferirla de circunstancias
ocasionales. El propósito número uno de Palcos, «desprestigiar a Rosas y al
caudillismo y, por ende, al representante de aquél en Chile», no pudo por sí
solo haber engendrado la imagen vivida de Rosas como esfinge, mitad mujer por
lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario, ni la invocación liminar ¡Sombra
terrible de Facundo!
A
unos treinta años del Congreso de Tucumán, la historia no había asumido todavía
la forma de un museo histórico. Los proceres eran hombres de carne y hueso, no
mármoles o bronces o cuadros o esquinas o partidos. Mediante un singular
sincretismo los hemos hermanado con sus enemigos. La estatua ecuestre de
Dorrego se eleva cerca de la plaza Lavalle; en cierta ciudad provinciana me ha
sido dado ver el cruce de las avenidas Berón de Astrada y Urquiza, que, si la tradición
no miente, hizo degollar al primero. Mi padre (que era librepensador) solía
observar que el catecismo había sido reemplazado en las aulas por la historia
argentina. El hecho es evidente. Medimos el curso temporal por aniversarios,
por centenarios y hasta por sesquicentenarios, vocablo derivado de los jocosos
sesquipedalia verba de Horacio (palabras de un pie y medio de largo).
Celebramos las fechas de nacimiento y las fechas de muerte.
Fuera
de Güemes, que guerreó con los ejércitos españoles y valerosamente dio su vida
a la patria, y del general Bustos, que manchó su carrera militar con la
sublevación de Arequito, los caudillos fueron hostiles a la causa de América.
En ella vieron, o quisieron ver, un pretexto de Buenos Aires para dominar las
provincias. (Artigas prohibió a los orientales que se alistaran en el Ejército
de los Andes.) Urgido por la tesis de su libro, Sarmiento los identificó con el
gaucho. Eran, en realidad, terratenientes que mandaban sus hombres a la pelea.
El padre de Quiroga era un oficial español.
El
Facundo erigido por Sarmiento es el personaje más memorable de nuestras letras.
El estilo romántico del gran libro se ajusta de manera espontánea, y al parecer
ineludible, a los tremendos hechos que refiere y al tremendo protagonista. Las
ulteriores modificaciones o rectificaciones de Urien, de Cárcano y de otros nos
interesan tan escasamente como el Macbeth de Holinshed o el Hamlet (Amiothi) de
Saxo Gramático.
Muchas
imperecederas imágenes ha legado Sarmiento a la memoria de los argentinos: la
de Facundo, las de tantos contemporáneos, la de su madre y la suya propia, que
no ha muerto y que aún es combatida. Paul Groussac, que no lo quería, lo llamó
«el formidable montonero de la batalla intelectual» y ponderó «sus cargas de
caballería contra la ignorancia criolla».
No
diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas
no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos
canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor.
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