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26/5/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Su madre, Leonor Acevedo Suárez ("En diálogo", I, 52)






Osvaldo Ferrari: Una figura que me parece determinante en su vida literaria, y de la que no nos hemos ocupado antes en particular, Borges, es su madre, Leonor Acevedo Suárez.
Jorge Luis Borges: Sí, yo le debo tanto a mi madre… Su indulgencia, y luego, ella me ayudó para mi obra literaria. Me desaconsejó escribir un libro sobre Evaristo Carriego, me propuso dos temas que hubieran sido harto superiores: me propuso un libro sobre Lugones, y otro, quizá más interesante, sobre Pedro Palacios —Almafuerte—. Y yo le contesté, débilmente, que Carriego había sido vecino nuestro de Palermo; y ella me dijo, con toda razón: «Bueno, ahora todo el mundo es vecino de alguien», claro, salvo que uno sea un páramo en el yermo, ¿no? Pero, no sé, yo escribí ese libro… me había entusiasmado con esa mitología, más o menos apócrifa, de Palermo. Yo había recibido un segundo premio municipal, que no era desdeñable, ya que se trataba de tres mil pesos. Le dieron el tercer premio a Gigena Sánchez, el primero no sé quién lo sacó. Pero, en fin, esos premios permitían —yo dejaba algún dinero en casa— permitían, digamos, un año de ocio. Y yo malgasté ese año en escribir ese libro, del que estoy asaz arrepentido, como de casi todo lo que he escrito, titulado Evaristo Carriego, que me publicó don Manuel Gleiser, de Villa Crespo. Ese libro está ilustrado con dos fotografías de Horacio Cóppola, sobre casas viejas de Palermo. Tardé más o menos un año en escribirlo, eso me llevó a ciertas indagaciones, y me llevó a conocer a don Nicolás Paredes, que había sido caudillo de Palermo en el tiempo de Carriego, y que me enseñó, o me contó tantas cosas —no todas apócrifas— sobre el pasado cuchillero del barrio. Además, me enseñó… yo no sabía jugar al truco (ríe), me presentó al payador Luis García, y yo pienso escribir algo sobre Paredes alguna vez; personaje ciertamente más interesante que Evaristo Carriego. Sin embargo, Carriego descubrió las posibilidades literarias de los arrabales. Bueno, yo escribí ese libro, a pesar de la oposición, o mejor dicho, a pesar de la resignación de mi madre. Y luego mi madre me ayudó muchísimo, me leía largos textos en voz alta, ya cuando casi no tenía voz, estaba fallándole la vista; seguía leyéndome, y yo no siempre fui debidamente paciente con ella… y… inventó el final de uno de mis cuentos más conocidos: «La intrusa». Eso se lo debo a ella. Ahora, mi madre conocía poco el inglés, pero cuando mi padre murió, en el año 1938, ella no podía leer, porque leía una página y la olvidaba, como si hubiera leído una página en blanco. Entonces, se impuso una tarea que la obligaba a la atención, que era traducir. Tradujo un libro de William Saroyan; se llama The Human Comedy (La comedia humana), se lo mostró a mi cuñado, Guillermo de Torre, y él lo publicó. Y en otra oportunidad, los armenios le hicieron una fiestita a mi madre en la Sociedad Argentina de Escritores, en la calle México —ese viejo caserón cerca de la Biblioteca Nacional—. Bueno, recuerdo que yo la acompañé, y con gran sorpresa mía mi madre se puso de pie y pronunció un pequeño discurso, que habrá durado unos diez minutos. Creo que era la primera vez en su vida que hablaba, digamos, en público. Bueno, no era un público muy extenso; una serie de señores con apellidos terminados en «ian», sin duda vecinos de este barrio del Retiro, donde yo vivo, que es esencialmente un barrio armenio. En todo caso, hay más armenios que gente de otro origen aquí. Y muy cerca, hay un barrio árabe, pero desgraciadamente esos barrios no conservan, o no tienen ninguna arquitectura propia; uno tiene que fijarse en los nombres, y aquí hay tantos Toppolian, Mamulian, Saroian, sin duda.
Pero también podemos recordar otras traducciones hechas por su madre, que resultaron excepcionales, como la traducción de los cuentos de D. H. Lawrence.
—Sí, el cuento que le da el título al libro es «The Woman Who Rode Away», y ella tradujo, certeramente creo, «La mujer que se fue a caballo». Y luego, por qué no confesar que ella tradujo, y que yo revisé después, y casi no modifiqué nada, esa novela Las palmeras salvajes, de Faulkner. Y tradujo también otros libros del francés, del inglés, y fueron traducciones excelentes.
Sí, pero quizá usted no coincidía con ella en el gusto por D. H. Lawrence; yo nunca lo he oído a usted hablar de Lawrence.
—… No, a ella le gustaba D. H. Lawrence, y yo, en fin, he tenido escasa fortuna con él. Bueno, cuando mi padre murió, ella se puso a traducir; y luego pensó que un medio de acercarse a él, o de simular acercarse a él, era ahondar el conocimiento del inglés.
Ah, qué lindo eso.
—Sí, y le gustó tanto que al final ya no podía leer en castellano, y fue una de las tantas personas aquí que leen en inglés… hubo una época en que todas las mujeres de la sociedad leían en inglés; y como leían mucho, y leían buenos autores, eso les permitía ser ingeniosas en inglés. El castellano, para ellas, era un poco, no sé, como lo que será el guaraní para una señora en Corrientes o en el Paraguay, ¿no?; un idioma así, casero. De modo que yo he conocido muchas señoras aquí, que eran fácilmente ingeniosas en inglés, y fatalmente triviales en castellano. Claro, el inglés que habían leído era un inglés literario, y, en cambio, el castellano que conocían, era un castellano casero, nada más.
Siempre supuse, Borges, que el ser ingenioso en inglés es uno de sus secretos nunca revelados.
—… No, Goethe decía que los literatos franceses no debían ser demasiado admirados, porque, agregaba: «El idioma versifica para ellos»; él pensaba que el idioma francés es un idioma ingenioso. Pero yo creo que si una persona tiene una buena página en francés o en inglés, eso no autoriza a ningún juicio sobre ella: son idiomas que están tan trabajados que ya casi funcionan solos. En cambio, si una persona logra una buena página en castellano, ha tenido que sortear tantas dificultades, tantas rimas forzosas, tantos «ento», que se juntan con «ente»; tantas palabras sin guión, que para escribir una buena página en castellano, una persona tiene que tener, por lo menos, dotes literarias. Y en inglés o en francés no, son idiomas que han sido tan trabajados, que ya casi funcionan solos.
Otra característica en común, que usted parece tener con su madre, es la capacidad de la memoria; me han dicho que ella era capaz de recordar su infancia y el pasado de Buenos Aires que vio.
—Sí, ella me ha contado tantas cosas, y de un modo tan vívido, que yo creo ahora que son memorias personales mías, y en realidad son memorias de cosas que me ha contado. Supongo que eso le pasa a todo el mundo algún día; sobre todo tratándose de cosas muy pretéritas: el confundir lo oído con lo percibido. Y además, oír es un modo de percibir también. De manera que mis memorias personales de… la mazorca, de las carretas de bueyes, de la plaza de las carretas, en el Once; del «Tercero» del Norte —no sé si corría por la calle Viamonte o por la calle Córdoba—, del «Tercero» del Sur —que corría por la calle Independencia—, de las quintas de Barracas…
¿El «Tercero»?, ¿qué era?
—Un arroyo, creo. Yo tengo recuerdos personales que no puedo haber registrado, por razones cronológicas. Ahora, mi hermana a veces recordaba cosas, y mi madre le decía: «Es imposible, no habías nacido». Y mi hermana le contestaba, diciendo: «Bueno, pero yo ya andaba por ahí» (ríe). Con lo cual se aproximaba a la teoría de que los hijos eligen a los padres; es lo que se supone el Buda, que desde su alto cielo, elige a cierta región de la India, perteneciente a tal casta, o a tales padres.
Ya que la memoria es hereditaria también.
—Y a que la memoria es hereditaria, como cualquier otra cosa. Un rasgo admirable de mi madre, fue, yo creo, el no haber tenido un solo enemigo, todo el mundo la quería a ella; las amigas eran de lo más diversas: ella recibía del mismo modo a una señora importante que a una negra vieja, bisnieta de esclavos de la familia de ella, que solía venir a verla. Cuando esa negra murió, mi madre fue al conventillo donde se hizo el velorio, y una de las negras se subió a un banco y dijo que esa negra que había muerto había sido nodriza de mi madre. Mi madre estaba allí, en rueda de negros; y eso lo hacía así, con toda naturalidad. No creo que ella tuviera un solo enemigo; bueno, ella estuvo presa, honrosamente presa, a principios de la dictadura. Y una vez estaba rezando, y la señora correntina que nos sirve desde entonces, le preguntó qué estaba haciendo; y ella le dijo: «Estoy rezando por Perón», que había muerto; «estoy rezando por él, porque realmente necesita que recen por él». Ella no había guardado ningún rencor, absolutamente.
Pero en relación con eso, otro rasgo de ella pareció ser el coraje; hay que acordarse de las llamadas telefónicas.
—Sí, yo recuerdo que la llamaron una vez por teléfono, y una voz debidamente grosera y terrorista le dijo: «Te voy a matar, a vos y a tu hijo». «¿Por qué señor?», le dijo mi madre, con una cortesía un tanto inesperada. «Porque soy peronista». «Bueno», dijo mi madre, «en cuanto a mi hijo, sale todos los días de casa a las diez de la mañana. Usted no tiene más que esperarlo y matarlo. En cuanto a mí, he cumplido (no me acuerdo qué edad sería, ochenta y tantos años); le aconsejo que no pierda tiempo hablando por teléfono, porque si no se apura, me le muero antes». Entonces, el otro cortó la comunicación. Yo le pregunté al día siguiente: «¿Llamó el teléfono anoche?» «Sí», me dijo, «me llamó un tilingo a las dos de la mañana», y me contó la conversación. Y después no hubo otras llamadas, claro, estaría tan asombrado ese terrorista telefónico, ¿no?, que no se atrevió a reincidir.
Esa anécdota es admirable. Ahora, ella provenía de una familia en la que hubo varios militares destacados.
—Bueno sí, ella era nieta del coronel Suárez, y luego era sobrina nieta del general Soler. Pero yo estaba una vez hojeando unos libros de historia —yo era chico, era uno de esos libros con abundantes grabados de próceres—, mi madre me mostró uno de ellos, y me dijo: «Éste es tu tío bisabuelo, el general Soler». Y yo pregunté cómo es que nunca he oído hablar de él. Bueno, dijo mi madre, «un sinvergüenza que se quedó con Rosas». De modo que era la oveja negra de la familia.
—(Ríe). Era federal.
—Era federal, sí. Después vinieron a verme a mí para que firmara no sé qué petitorio, para levantar una estatua ecuestre de Soler. Y lo que menos necesitaba nuestro desdichado país eran estatuas ecuestres. Ya había un exceso de estatuas ecuestres, casi no se puede circular por la abundancia de ellas; y no lo firmé, naturalmente. Además, casi todas son horribles, para qué fomentar esa estatuaria. Pero me dicen que hay una estatua de Don Quijote, que ha superado en fealdad a las anteriores.
Es cierto, las ha superado. Pero algunos de esos militares destacados lo han inspirado a usted. En el caso de Laprida…
—Sí, salvo que Laprida no era militar…
Pero combatió…
—Bueno, combatió, pero en aquel tiempo hasta los militares combatían (ríe), por increíble que parezca. Lo sé, pero mi abuelo, que era civil, se batió… primero, en el año 1853, recibió un balazo siendo soldado —el soldado Isidoro Acevedo— en la esquina de Europa (que era Carlos Calvo) y no me acuerdo qué otra calle. Y después se batió en Cepeda, en Pavón, en el Puente Alsina; y además, en la revolución del noventa, que debe haber sido una revolución no demasiado cruenta, ya que él vivía en la casa en que nació mi madre y en que nací yo: Tucumán y Suipacha. Y todas las mañanas, a las siete u ocho, él salía para la revolución —todo el barrio lo sabía— que era en la plaza Lavalle; claro, la Revolución del Parque. Y luego él volvía, de noche, de la revolución, para comer en su casa, alrededor de las siete y media. Y al día siguiente, salía otra vez a la revolución; y eso duró, bueno, hasta que se rindió Alem, por lo menos una semana. Y si él salía para la revolución, volvía de la revolución; y todo eso sin mayor peligro, no debe haber sido tan terrible. Aunque sin duda alguien murió, y basta con que un solo hombre muera para que las cosas sean terribles.
Sí, hay algo que a usted lo conmueve, me parece ver, en los destinos épicos, inclusive en los destinos épicos de algunos familiares suyos.
—Es cierto, en todo caso me han servido para fines elegíacos, y para poemas. Ayer descubrí un poema, que había olvidado, en el que digo:
«No soy el oriental Francisco Borges
que murió con dos balas en el pecho
en el hedor de un hospital de sangre».
Francisco Borges, quien siempre le recuerda la batalla de «La verde». Ahora, en este país, donde hay muchos que se llaman cristianos y no lo son, yo creo que el cristianismo de su madre fue un cristianismo verdadero.
—Sí, era sinceramente religiosa. Como mi abuela inglesa también, porque mi abuela era anglicana, pero de tradición metodista; es decir, sus mayores recorrieron toda Inglaterra con sus mujeres y con sus Biblias. Y mi abuela vivió casi cuatro años en Junín. Ella se casó con el coronel Francisco Borges, que recién mencionamos, y estaba muy feliz —se lo dijo a mi madre— ya que tenía a su marido, a su hijo, a la Biblia y a Dickens; y con eso le bastaba. No tenía con quién conversar —estaba entre soldados— y más allá, la llanura con los indios nómadas; más allá los toldos de Coliqueo, que era indio amigo, y de Pincén, que era indio de lanza, indio malonero.
Y dígame, ¿podríamos pensar que su insistencia a lo largo del tiempo en el valor de la ética, de la moral, puede haberle sido transmitida especialmente por su madre?
—Y… me gustaría pensar eso. Ahora, creo que mi padre también era un hombre ético.
Ambos, claro.
—Y son disciplinas que se han perdido en este país, ¿eh? Yo tengo el orgullo de no ser un criollo «vivo»; seré criollo, pero el criollo más engañable que hay, es facilísimo engañarme, yo me dejo engañar… claro que toda persona que se deja engañar, es de algún modo un cómplice de quienes lo engañan.
Es posible. En cuanto a la familiaridad de su madre con la literatura…
—Sí, era notable el amor que tenía por las letras, y luego, su intuición literaria; ella leyó, más o menos por los años del centenario, la novela La ilustre casa de los Ramírez, de Queiroz. Queiroz era desconocido entonces, por lo menos aquí; porque él murió en el último año del siglo. Y ella le dijo a mi padre: «Es la mejor novela que he leído en mi vida». «¿Y de quién es?», le preguntó mi padre; y ella dijo: «Es de un escritor portugués, que se llama Eça de Queiroz». Y parece que acertó.
Cierto. Bueno, me alegra que de alguna manera hayamos hecho un retrato de ella.
—Yo creo que sí, un retrato imperfecto, desde luego.
Como todos los retratos humanos, pero el mejor que pudimos.
—Sí, y le agradezco a usted que me haya hablado de ella.


Título original: En diálogo
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Véase también

Imagen: Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges
Foto de dominio público vía y vía 
Gracias, GC


24/2/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Recuerdo de Horacio Quiroga ("En diálogo", I, 23)







—Cada vez que lo llevan al cine, Borges, parece que lo tergiversan.
—Sí, creo que sí.
—También he visto comentarios suyos sobre películas argentinas.
—Sí, yo no creo que hubiera ninguna buena, ¿no?
—No sé si recuerda Los prisioneros de la tierra.
—Sí, eso fue con Ulises Petit de Murat; y está basado en varios cuentos de Quiroga, creo.
—De Horacio Quiroga, sí.
—Yo lo conocí a Quiroga, pero yo traté de acercarme a él... era un hombre que parecía como hecho de leña; era muy chico y estaba sentado frente a la chimenea de la casa del doctor... Aguirre creo que se llamaba. Y yo lo veía así: barbudo, parecía hecho de leña. Él se sentó delante del fuego y yo pensé —era muy bajo— y, bueno, yo sentí esto: "Es natural que yo lo vea tan chico, porque está muy lejos; está en Misiones. Y este fuego, que yo estoy viendo, no es el fuego de la chimenea de la casa de un señor que vive en la calle Junín. No, es una hoguera de Misiones". La impresión que yo tuve fue ésa: la de que sólo su apariencia estaba con nosotros, que realmente él se había quedado en Misiones, y que estaba en el medio del monte. Y, como yo intenté varios temas con él, y no me contestaba, me di cuenta de que era natural que no me contestara porque estaba muy lejos —él no tenía por qué oír lo que yo decía en Buenos Aires.



En diálogo, I, 23 (fragmento)
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen: Horacio Quiroga en Misiones, s.d. Vía


14/2/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre el amor ("En diálogo", I, 16)








       Osvaldo Ferrari: En varios poemas y cuentos suyos, Borges, en particular en «El Aleph», el amor es el motivo; o el factor dinámico, digamos, del cuento. Uno advierte que el amor por la mujer ocupa buen espacio en su obra.

      Jorge Luis Borges: Sí, pero en el caso de ese cuento no, en ese cuento iba a ocurrir algo increíble: el Aleph, y entonces quedaba la posibilidad de que se tratara de una alucinación —por eso convenía que el espectador del Aleph estuviera conmovido—, y qué mejor motivo que la muerte de una mujer a quien él había querido, que no había correspondido a ese amor. Además, cuando yo escribí ese cuento, acababa de morir la que se llama en el cuento Beatriz Viterbo.

      —Concretamente.

    —Sí, concretamente, de modo que eso me sirvió para el cuento; ya que yo estaba sintiendo esa emoción, y ella… nunca me hizo caso. Yo estaba, bueno, digamos enamorado de ella, y eso fue útil para el cuento. Parece que si uno cuenta algo increíble tiene que haber un estado de emoción previa. Es decir, el espectador del Aleph no puede ser una persona casual, no puede ser un espectador casual; tiene que ser alguien que está emocionado. Entonces aceptamos esa emoción, y aceptamos luego lo maravilloso del Aleph. De modo que yo lo hice por eso. Y además, recuerdo lo que decía Wells; decía Wells que si hay un hecho fantástico, conviene que sea el único hecho fantástico de la historia, porque la imaginación del lector —sobre todo ahora— no acepta muchos hechos fantásticos a un tiempo. Por ejemplo, él tiene ese libro: La guerra de los mundos, que trata de una invasión de marcianos. Esto lo escribió a fines del siglo pasado, y luego tiene otro libro escrito por aquella fecha: El hombre invisible. Ahora, en esos libros, todas las circunstancias, salvo ese hecho capital de una invasión de seres de otro planeta —algo en lo que nadie había pensado entonces, y ahora lo vemos como posible— y un hombre invisible, todo eso está rodeado de circunstancias baladíes y triviales para ayudar la imaginación del lector, ya que el lector tiende a ser incrédulo ahora. Pero a pesar de haberla inventado, Wells hubiera descartado —viéndola como de difícil ejecución— una invasión de este planeta por marcianos invisibles, porque eso ya es exigir demasiado; que es el error de la ficción científica actualmente, que acumula prodigios y no creemos en ninguno de ellos. Entonces, yo pensé: en este cuento todo tiene que ser… trivial, elegí una de las calles más grises de Buenos Aires: la calle Garay, puse un personaje ridículo: Carlos Argentino Daneri; empecé con la circunstancia de la muerte de una muchacha, y luego tuve ese hecho central que es el Aleph, que es lo que queda en la memoria. Uno cree en ese hecho porque antes le han contado una serie de cosas posibles, y una prueba de ello es que cuando yo estuve en Madrid, alguien me preguntó si yo había visto el Aleph. En ese momento yo me quedé atónito; mi interlocutor —que no sería una persona muy sutil— me dijo: pero cómo, si usted nos da la calle y el número. Bueno, dije yo, ¿qué cosa más fácil que nombrar una calle e indicar un número? (ríe). Entonces me miró, y me dijo: «Ah, de modo que usted no lo ha visto». Me despreció inmediatamente; se dio cuenta de que, bueno, de que yo era un embustero, que era un mero literato, que no había que tomar en cuenta lo que yo decía (ríen ambos).

    —De que usted inventaba.

    —Sí, bueno, y días pasados me ocurrió algo parecido: alguien me preguntó si yo tenía el séptimo volumen de la enciclopedia de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Entonces, yo debí decirle que sí, o que lo había prestado; pero cometí el error de decirle que no. Ah, dijo, «entonces todo eso es mentira». Bueno, mentira, le dije yo; usted podría usar una palabra más cortés, podría decir ficción.

    —Si seguimos así, la imaginación y la fantasía van a ser proscritas en cualquier momento.

    —Es cierto. Pero usted estaba diciéndome algo cuando yo lo interrumpí.

    —Le decía que esa emoción bajo la cual se escribe, en este caso la emoción que encontramos en la tradición platónica, de por sí creativa, aunque en esta época ya no se lo ve así: es decir, se ha rebajado el amor —a diferencia de aquella tradición platónica que elevaba a través del enamoramiento— a una visión de dos sexos que se encuentran, y que son casi exclusivamente nada más que eso, dos sexos.

    —Sí, ha sido rebajado a eso.

    —Se ha quitado la poesía de allí.

    —Sí, bueno, se ha tratado de quitar la poesía de todas partes, la semana pasada me han preguntado en diversos ambientes… dos personas me han hecho la misma pregunta; la pregunta es: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte?, ¿para qué sirve el sabor del café?, ¿para qué sirve el universo?, ¿para qué sirvo yo?, ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?

    —Todo está visto en términos utilitarios.

    —Sí, pero me parece que en el caso de una poesía, una persona lee una poesía, y si es digna de ella, la recibe y la agradece, y siente emoción. Y no es poco eso; sentirse conmovido por un poema no es poco, es algo que debemos agradecer. Pero parece que esas personas no, parece que habían leído en vano; bueno, si es que habían leído, cosa que no sé tampoco.

    —Es que en lugar de conciencia poética de la vida se propone la conciencia sociológica, psicológica…

    —Y política.

    —Y política.

    —Sí, claro, entonces se entiende que la poesía está bien si se hace en función de una causa.

    —Utilitaria.

    —Sí, utilitaria, pero si no, no. Parece que el hecho de que exista un soneto, o de que exista una rosa son incomprensibles.

    —Incomprensibles, pero van a permanecer a pesar de esta moda desacralizadora y despoetizante, digamos.

    —Pero a pesar de eso yo creo que la poesía no corre ningún peligro, ¿no?

    —Por supuesto.

    —Sería absurdo suponer que lo corre. Bueno, otra idea muy común en esta época, es la de que el ser poeta ahora significa algo especial, porque se pregunta: ¿qué función tiene el poeta en esta sociedad y en esta época?

    Y… la función de siempre: la de poetizar. Eso no puede cambiar, no tiene nada que ver con circunstancias políticas o económicas, absolutamente nada. Pero eso no se entiende.

    —Volvemos a la cuestión del utilitarismo.

    —Sí, se lo ve en términos de utilidad.

   —Es lo que usted me decía hace poco: todo se ve en función de su éxito o falta de éxito; de conseguir aquello que se pretende o no.

    —Sí, parece que todo el mundo ha olvidado lo que dice un poema de Kipling, que habla del éxito y del fracaso como dos impostores.

    —Claro.

    —Dice que uno debe reconocerlos y enfrentarlos; claro, porque nadie fracasa tanto como cree y nadie tiene tanto éxito como cree. Son impostores realmente el fracaso y el éxito.

    —Cierto. Ahora, volviendo al amor; entre los poetas el amor sigue siendo una vía de acceso, o un camino.

    —Y debe serlo, cuanto se extienda a más personas o a más cosas mejor, desde luego. Bueno, no es necesario: basta con que creamos en una persona —esa fe nos mantiene, nos exalta, y puede llevarnos a la poesía también.

    —Recuerdo que Octavio Paz decía que contra las diferentes modas, y contra los diferentes riesgos que eso le creaba en la sociedad, el poeta siempre defendió el amor, Y creo que es real eso. Pero la otra tradición de la que nos hemos apartado, además de la platónica, es la judeocristiana; que propone al amor como el medio de conformación o de estructuración de la familia, y de la misma sociedad.

    —Bueno, parece que esta época se ha apartado de todas las versiones del amor, ¿no?; parece que el amor es algo que debe ser justificado, lo cual es rarísimo, porque a nadie se le ocurre justificar el mar o una puesta de sol, o una montaña: no necesitan ser justificados. Pero el amor, que es algo mucho más íntimo que esas otras cosas, que dependen meramente de los sentidos; el amor parece que sí: necesita, curiosamente, ser justificado ahora.

    —Sí, pero yo, al referirme al amor, pensaba en la influencia que tuvo en su obra como inspiración, y como hilo de varios de sus cuentos y poemas.

    —Bueno, yo creo que he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre. Pero, desde luego, el pretexto o el tema (ríen ambos) no ha sido el mismo; han sido, bueno, digamos, diversas mujeres, y cada una de ellas era la única. Y es como debe ser, ¿no?

    —Claro.

    —De modo que el hecho de que cambiaran de apariencia o de nombre no es importante, lo importante es que yo las sentía como únicas. He pensado alguna vez, que quizá una persona que esté enamorada vea a la otra tal como Dios la ve, es decir, la ve del mejor modo posible. Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única. Pero, quizá para Dios todas las personas sean únicas. Y vamos a extender esta teoría, vamos a hacer una especie de reductio ad absurdum: por qué no suponer que de igual modo que cada uno de nosotros es irrefutablemente único, o cree que es irrefutablemente único; por qué no suponer que para Dios cada hormiga, digamos, es un individuo. Que nosotros no percibimos esas diferencias, pero que Dios las percibe.

    —Cada individualidad.

    —Sí, aun la individualidad de una hormiga, y por qué no la de una planta, una flor; y quizá una roca también, un peñasco. Por qué no suponer que cada cosa es única —y elijo deliberadamente el ejemplo más humilde—: que cada hormiga es única, y que cada hormiga tiene su parte en esa prodigiosa e inextricable aventura que es el proceso cósmico, que es el universo. Por qué no suponer que cada uno sirve a un fin. Y yo habré escrito algún poema diciendo esto, pero qué otra cosa me queda sino repetirme a los ochenta y cinco años, ¿no?; o ensayar variaciones, lo cual es lo mismo.

    —Claro, las preciosas variaciones. Pero visto así como usted lo dice, Borges, el amor puede ser una forma de revelación… cómo decirlo decorosamente… dijo que el acto sexual es un saludo que cambian dos almas.

    —Qué magnifico eso.

    —Espléndida frase.

    —Es obvio que él había llegado a una comprensión profunda del amor.

     —Sí, me dijo que es un saludo, es el saludo que un alma le hace a otra.

    —Naturalmente que en ese caso, como debe ser, el amor precede al sexo.

    —Claro, está bien, sí, puesto que el sexo sería uno de los medios; y otro podría ser, no sé, la palabra, o una mirada, o algo compartido —digamos un silencio, una puesta de sol compartida, ¿no?—, también serían formas del amor, o de la amistad, que es otra expresión del amor desde luego.

    —Todo lo cual es magnífico.

    —Sí, y puede ser cierto además, corre el hermoso peligro de ser cierto.

    —Sócrates recomendaba llegar a ser expertos en amor, como forma de sabiduría. Naturalmente él se refería a la visión que eleva del amor; la visión platónica.

    —Sí, se entiende.


En diálogo, I, 16
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen:  Jorge Luis Borges Borges en Adrogué

29 de noviembre de 1980, ©Julie Méndez Ezcurra 

14/7/16

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El "Poema conjetural" ("En diálogo", II, 64)






Osvaldo Ferrari: Yo no resisto la tentación, Borges, de leer y comentar con usted un poema suyo que figura en su Antología personal. Inclusión que indica que usted también lo prefiere.

Jorge Luis Borges: O que me resigno a él, ¿no?; porque desde el momento que hay que hacer una antología, ésta tiene que tener cierta extensión… De modo que, en todo caso, me he resignado a ese poema. Espero que no sea demasiado largo.

—Tiene la virtud ese poema de damos una perspectiva histórica tan concreta, que parecería que en realidad no es usted quien habla sino la historia a través suyo. Me refiero, naturalmente, al «Poema conjetural».

—Ah, sí, bueno, empieza: «Zumban las balas en la tarde última»; claro que «la tarde última» es deliberadamente ambigua, ya que puede ser el fin de la tarde o la última tarde del protagonista, de mi lejano pariente Laprida.

—En el epígrafe dice: «El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 28 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:»

—Sí, claro, cuando yo escribí ese poema, yo sabía que eso históricamente era imposible; pero que si uno lo ve a Laprida simbólicamente, ese poema es posible. Desde luego sus pensamientos tienen que haber sido muy diversos; más fragmentos, y quizá sin eruditas citas de Dante, ¿no?

—Sin embargo, hay una coherencia histórica a lo largo del poema:

«Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento…»

—Yo no sé si eso puede justificarse, pero queda bien; estéticamente puede justificarse. Que haya cenizas, yo no sé, posiblemente incendiaron algo. Pero no importa; creo que la imaginación del lector acepta esas inverosímiles cenizas, ¿no?

—(Ríe). Sí.

«… Se dispersan el día y la batalla deforme,
y la victoria es de los otros…»

—«Deforme» queda raro junto a «batalla», y «se dispersan el día y la batalla» está bien dicho, me parece.

—Excelente,

«… Vencen los bárbaros, los gauchos vencen…»

—Sí, yo precisamente quería que esas dos palabras fueran sinónimas, ya que existe, desgraciadamente, el culto del gaucho.

—Habla entonces, conjeturalmente, Laprida:

«… Yo que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas mieles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos…»

—Sí, creo que felizmente fue hacia el sur, ya que «sur» es una palabra que tiene tanta resonancia. En cambio, «oeste» y «este», en castellano, ninguna; «norte» un poco mejor, pero «este» y «oeste»… podríamos disfrazarlos como «oriente» y «occidente», que suenan mejor.

—«… Como aquel capitán del Purgatorio que, huyendo a pie y ensangrentando el llano…»

—Ese verso es bueno porque no es mío; porque es de Dante: «Sfuggendo a piede e insanguinando il piano», lo traduje exactamente, sin mayores dificultades, desde luego.

«… fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca,
con jinetes, con belfos y con lanzas.

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano…»

—Bueno, ése es el mejor verso. Cuando yo publiqué ese poema, el poema no sólo era histórico del pasado sino histórico de lo contemporáneo; porque cierto dictador acababa de asumir el poder, y todos nos encontramos con nuestro destino sudamericano. Nosotros, que jugábamos a ser París, y que éramos, bueno, sudamericanos, ¿no? De modo que en aquel momento quienes leyeron eso lo sintieron como actual: «Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano». Sudamericano en el sentido más melancólico de la palabra, o más trágico de la palabra.

—Pero usted ha iniciado, con esas dos líneas, una comprensión metafísica de nuestro destino; porque ahora todos sabemos que en algún momento nos vamos a encontrar con nuestro destino sudamericano.

—Yo diría que nos hemos encontrado ya, y demasiado, ¿no? (ríe). Lo curioso es que se tiende a eso también, ¿eh?; porque antes se pensaba en Sudamérica, en América del Sur, como en un lugar muy lejano, y con cierto encanto exótico. Y ahora no, ahora nosotros somos sudamericanos; tenemos que resignarnos a serlo, y ser dignos de ese destino, que al fin y al cabo es el nuestro.

—Claro. Continúa el poema:

«… A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea».

—Está bien este poema, ¿eh?, aunque yo lo haya escrito está bien.

—Está cada vez mejor (ríe).

—Mejorado por usted en este momento, sí, que lo lee con tanta convicción.

—Concluye diciendo:

«… Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta».

—Bueno, yo había estado leyendo los monólogos dramáticos de Browning, y pensé: voy a intentar algo parecido. Pero aquí hay algo… que no está en Browning, y es que el poema corresponde a la conciencia de Laprida; el poema concluye cuando esa conciencia concluye. Es decir, el poema concluye porque quien está pensándolo o sintiéndolo, muere; «el íntimo cuchillo en la garganta» es el último momento de su conciencia y es el último verso. Eso le da fuerza al poema, me parece, ¿no?

—Sí, sin duda.

—Aunque, desde luego, sea del todo inverosímil, porque esos últimos momentos de Laprida, perseguido por quienes iban a matarlo, tienen que haber sido menos racionales, más fragmentarios, más casuales. Tiene que haber tenido percepciones visuales, percepciones auditivas; el hecho de preguntarse si iban a alcanzarlo o no. Pero no sé si eso hubiera servido para un poema; es mejor suponer que él puede ver todo esto con la relativa serenidad que corresponde a la poesía, y con las frases más o menos bien construidas. Creo que si hubiera sido un poema realista, si hubiera sido lo que Joyce llama un monólogo interior, el poema habría perdido mucho; y mejor que sea falso, es decir, que sea literario. 

—Pero, a pesar de eso, hay aspectos del poema que pueden ser verdaderos para todos: usted indica allí que «el laberinto múltiple de pasos» que dio en su vida, fue «tejiendo» ese destino…

—Claro, y yo, que he recorrido muchos países, cuántos pasos habré dado, y esos pasos me llevan al último, que aún ignoro, y que me será revelado en su momento oportuno; que puede ser muy pronto, ya que alcanzada cierta edad, uno puede morirse en cualquier momento. O, en todo caso, uno tiene la esperanza de morirse en cualquier momento.

—O uno puede seguir viajando…

—Sí, o uno puede seguir viajando, sí; eso no se sabe. Yo debería estar cansado de vivir, y sin embargo, me queda bastante curiosidad, sobre todo si pienso en dos países: si pienso en la China y en la India, me parece que mi deber es conocerlos.

—Desde hace años yo hubiera querido comentarle por lo menos dos posibles deducciones del «Poema conjetural».

—¿Cuáles son?

—El poema implica, a través del «laberinto múltiple de pasos» y de esa «clave» que es el destino en él, que todo destino puede tener una coherencia; que puede ser cósmico y tener, por lo tanto, sentido.

—Yo no sé si cósmico, pero que está prefijado sí. Ahora, eso no quiere decir que haya algo o alguien que lo prefije; quiere decir que la suma de efectos y de causas es quizá infinita, y que estamos determinados por esa ramificación de efectos y de causas. Por eso descreo del libre albedrío. Entonces, ese momento sería el último, y habría sido fijado por cada paso que dio Laprida desde que empezó su vida.

—La otra deducción posible, Borges, es la de que los sudamericanos —ya que de eso habla el poema—  habríamos llegado a tener de alguna manera un destino propio, un destino sudamericano.

—Y, un destino triste, ¿eh?; un destino de dictadores. Pero parece que estamos de algún modo predestinados: ningún continente ha dado personas que han querido que los llamen «El Supremo Entrerriano» como Ramírez; «El Supremo» como López en el Paraguay; «El Gran Ciudadano» como no sé quién en Venezuela; «El Primer Trabajador», que no es necesario explicar. Es muy raro, en los Estados Unidos no se ha dado eso; posiblemente hubo algún dictador —yo creo que Lincoln fue un dictador—, pero no se adornó con esos títulos. O «El Restaurador de las Leyes», es más raro todavía: nadie sabe qué leyes fueron, y nadie ha tratado de averiguar tampoco; basta con el título nomás. Vendría a ser un ejemplo de lo que llama «Creacionismo» Huidobro, ¿no?; una literatura que no tiene nada que ver con la realidad. «Restaurador de las Leyes», ¿qué leyes?, ¿qué leyes restauró? Eso no le importa a nadie. Parece que todos han querido tener un epiteto omens.

—Sin embargo, parecería que somos capaces, a veces, de madurar: entre las posibilidades que guardaba nuestro destino está, como dijo usted hace poco, esta nueva esperanza que vivimos ahora.

—Ojalá; en todo caso, debemos ser fieles a esa esperanza, aunque quizá nos cueste algún esfuerzo. ¿Qué otra esperanza tenemos?; creamos en la democracia, por qué no.



Título original: En diálogo
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Foto: Borges en su casa con Osvaldo Ferrari (Ibídem)



2/1/16

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Mark Twain, Güiraldes y Kipling ("En diálogo", II, 81)







Osvaldo Ferrari: Usted ha encontrado correspondencias, Borges, entre tres novelas que provienen de escritores y lugares completamente distintos unos de otros. Me refiero a Huckleberry Finn, a Don Segundo Sombra y a Kim.

Jorge Luis Borges: Claro, serían los tres eslabones; el andamiaje, digamos, el framework: en los tres libros encontramos la idea de una sociedad y de un mundo vistos a través de dos personas distintas; que vendrían a ser en Huckleberry Finn el negro prófugo y el chico, y todo ese mundo de los Estados Unidos anterior a la Guerra Civil. Ahora, yo creo que Kipling, que profesaba el culto de Mark Twain, y que llegó a conocerlo —Twain le ofreció una pipa de marlo—... No recuerdo la fecha exacta de Huckleberry Finn, pero creo que es de mil ochocientos ochenta y tantos. Y luego, en el año 1901 se publica Kim; y ese libro lo escribió Kipling en Inglaterra, durante las lluvias, con la nostalgia de la India. Y ahí tenemos un mundo mucho más rico que el de Huckleberry Finn, porque se trata del vasto mundo de la India, y de los dos personajes —Kim y el lama—. Y hay, además, una especie de argumento, porque se entiende que los dos se salvan. Aunque Kipling, que era un hombre muy reservado, dice, sin embargo, que esa novela es evidentemente picaresca. Pero parece que no, ya que los dos personajes, al fin del libro, según la visión que tiene el lama, se salvan; esos dos personajes que son el lama y un chico de la calle: Kim. Bueno, y en cuanto a Güiraldes, que había leído Kim en la versión francesa —que según el mismo Kipling era excelente—, en su Don Segundo Sombra también tenemos un mundo: el mundo de la provincia de Buenos Aires —esa llanura que los literatos llaman la pampa— a través de esos dos personajes que son el viejo tropero y el chico (Fabio). De modo que el esquema sería el mismo, vale decir; pero es difícil, no obstante, imaginar tres libros más distintos que Huckleberry Finn de Mark Twain, que Kim de Kipling y que Don Segundo Sombra de Güiraldes.

—Es cierto.

—Emerson dijo que la poesía nace de la poesía. En cambio, Walt Whitman habló contra los libros destilados de libros; lo cual es negar la tradición. Me parece que es más exacta la idea de Emerson. Además, por qué no suponer que entre las muchas impresiones que recibe un poeta son frecuentes o son lícitas las impresiones que le producen otras poesías.

—Claro.

—Y eso se nota, yo creo que sobre todo, en el caso de los libros de Lugones; ya que como alguna vez habremos tenido ocasión de decir, detrás de cada libro de Lugones hay una lectura tutelar. Sin embargo, los libros de Lugones son personales. Esas lecturas a que me refiero estaban al alcance de todos, pero sólo Lugones escribió Las fuerzas extrañas, Lunario sentimental y Crepúsculos del jardín. Y detrás de otros libros, en fin, hay otras influencias; pero yo creo que eso no es un argumento contra nadie. Y, bueno, como yo descreo del libre albedrío, he llegado a suponer que cada acto nuestro, que cada sueño o que cada entresueño nuestro es obra de toda la historia cósmica anterior; o, más modestamente, de la historia universal. Y, sin duda, las palabras que yo digo ahora han sido causadas por los millares de inextricables hechos que las han precedido. De modo que estos antecedentes que yo encuentro en Don Segundo Sombra no son un argumento contra el libro. Por qué no suponer esa generación: de igual modo que todo hombre tiene padres, abuelos, trasabuelos; por qué no suponer que eso también ocurre con los libros. Rubén Darío lo dijo mejor que yo: “Homero tenía, sin duda, su Homero”, Es decir, que no hay poesía primitiva.

—Quiero apoyar su suposición, Borges, comentándole que Waldo Frank coincide con usted, ya que él advirtió la relación entre Don Segundo Sombra y Huckleberry Finn.

—Ah, yo no sabía.

—Sí, lo indica en el prefacio a la edición en inglés de Don Segundo Sombra.

—Bueno, yo no conocía esa edición, pero me agrada esa coincidencia con Frank. Además, quiere decir que lo que yo he dicho es verosímil, porque si la misma cosa se les ocurre a dos personas distintas es probable que sea cierto.

—Sí...

—Y, sin embargo, el hecho de que el framework (estructura) sea el mismo, no impide que los libros sean completamente distintos. Desde luego, los Estados Unidos de antes de la Guerra Civil, de antes de “The war between the States” (La guerra entre los Estados), como dicen en el Sur, que es el mundo de Huckleberry Finn, nada tiene que ver con ese pobladísimo e infinito mundo de la India —el de Kim—, que a su vez tampoco se parece, bueno, a la elemental provincia de Buenos Aires de Don Segundo Sombra.

—Ahora, respecto a la posible inversión en la relación de autoridad entre el mayor y el menor, yo recuerdo que usted mismo ha dicho que un hombre mayor puede aprender de otro menor, de otro más joven.

—Mi padre decía que son los hijos los que educan a los padres, pero en mi caso yo creo, que no; mi padre me ha educado a mí, yo no lo he educado a él. Él decía eso —posiblemente lo dijera como una frase así, ingeniosa— pero quizá alguna verdad habría en ello, ¿no?

—Usted ha hecho una asociación parecida respecto de su amistad con Bioy Casares.

—Ah, claro, sí, en el sentido de que Bioy ha influido en mí, y que Bioy es menor. Siempre se supone que el mayor influye en el menor, pero sin duda es recíproco eso.

—Claro, usted atribuye a cada uno de los tres escritores que hemos mencionado una finalidad, un objetivo. Pero, a la vez, siempre reitera que no es lo más importante el propósito que un escritor se haya trazado.

—Bueno, en el caso de Mark Twain no creo que él tuviera una idea pedagógica, ¿no?

—No.

—Yo creo que él muestra ese mundo, nada más. Y hay un rasgo que es muy lindo, y que es curioso; ese rasgo es que el chico ayuda al esclavo prófugo, pero eso no quiere decir que intelectualmente, que mentalmente, esté en contra de la esclavitud. Al contrario, él siente remordimientos porque ha ayudado a ese esclavo a huir; y ese esclavo es propiedad de alguien en el pueblo. Y no creo que eso haya sido puesto como un rasgo irónico de Mark Twain; tiene que haber sido porque él pensó: “el chico tiene que haber sentido eso”; él no puede haber sentido que estaba trabajando por una causa noble, que era la abolición de la esclavitud. Eso hubiera sido del todo absurdo. En el caso de Kim, la idea de Kipling es que un hombre puede salvarse de muchos modos; y entonces el lama se salva por la vida contemplativa, y Kim se salva por la disciplina que le impone la vida activa, ya que Kim no se ve como un espía sino como un soldado. Y en el caso de Don Segundo Sombra, y bueno, el muchacho va agauchándose, y va aprendiendo muchas cosas. Y precisamente Enrique Amorim escribió una novela: El paisano Aguilar, que está escrita contra Don Segundo Sombra, y ahí el protagonista va agauchándose y embruteciéndose.

—La otra posibilidad.

—La otra posibilidad, pero yo creo que ambas son verosímiles, y ambas son artísticamente lícitas.

—Claro, pero en el caso de Huckleberry Finn usted dice que se trata de un libro solamente feliz; es decir, yo pensé en la felicidad de la aventura.

—Sí.

—Y me parece acertado, porque ese deleite en la aventura se da en los relatos de Twain.

—Sí, y además, es como si el río del relato fluyera como el Mississippi, ¿no?

—Ah, claro.

—Aunque yo creo que allí ellos navegan contra corriente, no estoy seguro.

—De cualquier manera, Twain era piloto en el Mississippi.

—Sí, de modo que el río tiene que haberlo atraído a él. Lo que no recuerdo es si ellos navegan hacia el Sur o hacia el Norte.

—La vida personal de Twain parece haber sido múltiple; buscador de oro...

—Es cierto, buscador de oro en California, piloto en el Mississippi.

—Viajero...

—Viajero dentro y fuera de su país, porque él describe viajes por el Pacífico en otros libros. Y luego, finalmente el destino lo lleva a Inglaterra, a Alemania; él siente un gran cariño por Alemania. Y creo que murió en el año 1910... Sí, porque él dijo que iba a morir cuando volviera el cometa Halley. Yo recuerdo que ese año fue el de 1910, y que todos sentíamos aquí que el cometa era una de las iluminaciones del Centenario. Todos lo sentimos así, aunque, naturalmente, no lo dijimos; todos pensamos: ya que todo está iluminado, está bien que el cielo esté iluminado. No sé si llegamos a expresarlo, o si nos dimos cuenta de que era una idea absurda, pero, sin embargo, fue sentido y agradecido así el cometa Halley aquí.

—En 1910.

—Sí, y es el año en que muere Mark Twain en los Estados Unidos. Y un biógrafo suyo, Bernard Devoto, dice: “Ese ardiente polvo del cometa ha desaparecido del cielo, y la grandeza de nuestra literatura con él”.

—Relacionando el paso del cometa con la muerte de Twain.

—Sí, justamente.



Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: En diálogo, II, 81
Prólogo por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo por Osvaldo Ferrari (1998)
México, Siglo XXI, 2005
Foto: Borges y Kodama en la casa de Mark Twain (sin atribución de autor)
Tomado Homenaje a Borges, en La Maga Colección, febrero 1996, pág.46


13/4/15

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Afinidad con Sarmiento ("En diálogo", I, 115)







Osvaldo Ferrari: Una figura, de la cual usted se ha ocupado muchas veces, Borges, es la de Sarmiento.

Jorge Luis Borges: Sí, yo he escrito sobre Sarmiento, he prologado una edición de Recuerdos de Provincia, y me he referido muchas veces a él. Yo creo que Sarmiento y Almafuerte son los dos hombres de genio que ha dado este país. En cuanto a Sarmiento, puedo hablar —no sé si con imparcialidad, más bien con entusiasmo—, pero puedo hablar porque no hay ninguna vinculación política entre mi familia y él; al contrario, mi abuelo, el coronel Borges, bueno, se hizo matar después de la capitulación de Mitre, que fue derrotado por Arias en la batalla de La Verde —o en la batallita de La Verde sería—, pero, en fin, en las batallitas o en las pequeñas guerras se muere como en las batallas y en las grandes guerras. La batalla de La Verde fue en 1874, y había una superioridad numérica de parte de los revolucionarios, de parte de los "mitristas". Pero había una ventaja —una superioridad técnica de parte de los otros— porque, por primera vez en este país, se usaron los rifles Remington, que habían sido importados de los Estados Unidos, donde, sin duda, habrían servido en la Guerra de Secesión. En cambio, los revolucionarios eran muchos más; parece que habían recorrido la provincia de Buenos Aires juntando gente. Esa gente eran los peones de las estancias; los estancieros pensaban que no tenían por qué arriesgarse, ¿no? Pero mandaron a sus peones, como ocurrió en la revolución de Aparicio Saravia, en que los estancieros mandaron a sus peones. Por ejemplo, mi tío, Francisco Haedo, creo que mandó a muchos.

—Cuando usted habla de Whitman, Borges, cuando usted compara a Whitman con Adán, yo tiendo a recordar a Sarmiento en este país que, en muchos campos, también se ha comportado como Adán.

—Es cierto, yo no había pensado en eso, pero es verdad. Ahora, claro que Whitman se compara con Adán; hay un poema de él en que se compara con Adán temprano por la mañana, lo que da una linda imagen —no sé si para Whitman que escribió el libro, pero sí para el Walt Whitman que tiene algo de adánico, o adámico, como dice él.

—Whitman sería un Adán en lo literario, un Adán de la palabra. Y Sarmiento, sí, también de la palabra, pero además de los hechos, de los hechos concretos: de la vida política, de la vida democrática. Usted me decía que hasta los eucaliptus, y hasta ciertos pájaros fueron traídos al país por él.

—Los gorriones y los eucaliptus, que ya son parte del paisaje argentino, y fueron traídos de Australia, de donde son originarios. Tengo un recuerdo sobre los eucaliptus: hubo una epidemia de gripe española después de la Primera Guerra; entonces había grandes calderas en que quemaban hojas de eucaliptus —se suponía que era curativo—, eso fue en Ginebra, y yo olí el eucaliptus, que hacía tanto tiempo no olía, y pensé: "Caramba, estoy en el hotel Las Delicias en Adrogué, o en la quinta nuestra La Rosalinda". Me sentí otra vez en Adrogué, por obra del olor de esos eucaliptus, que se suponían curativos, en el año 1918, en Ginebra.

—Vuelvo a Sarmiento, para recordar el hecho de que él identificaba su propia vida con la vida del país. Es decir, como si se tratara de un crecimiento al unísono, como si crecieran juntos, en aquel momento.

—Es cierto, y la nostalgia de todo eso encuentra su expresión en el Facundo. Yo creo que lo que se ha escrito contra el Facundo de Sarmiento es falso. Porque para nosotros, Facundo es menos el hombre histórico Facundo Quiroga —a quien Rosas hizo asesinar en Barranca Yaco, según nadie ignora—, que el Facundo de la imaginación de Sarmiento; el Facundo soñado por Sarmiento. De modo que no importa que se encuentren datos contrarios a ese sueño, ya que ese sueño es el que perdura. Y si recordamos a Facundo —es que realmente tuvo mucha suerte Facundo Quiroga, porque le tocó ser asesinado de un modo dramático: en una galera, por la partida comandada por influencia del libro.

—En ese sentido, Sarmiento dice que Facundo fue lo que fue, no por accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos a su voluntad.

—Y eso puede decirse de todos los hombres, claro, sobre todo si son fatalistas.

—Usted lo ha dicho respecto de Oscar Wilde.

—Sí, como yo no creo en el libre albedrío, pienso que podría decirse eso de todos los hombres del mundo, y de toda la historia universal.

—Sin embargo, Sarmiento agregaba que Facundo era un espejo en el que se reflejaban algunos movimientos sociales de la época.

—Bueno, él lo ve a Facundo como a un precursor de Rosas.

—Claro.

—Que lo hizo asesinar, pero eso no importa. Yo había empezado a decirle que, por lo que yo sepa, mis mayores no fueron partidarios de Sarmiento, sino sus enemigos, ¿no?, y una prueba de ello es que mi abuelo muere en esa revolución mitrista, muere en La Verde. Yo estuve en el campo de batalla de La Verde, y hay un error que yo quisiera aprovechar esta ocasión para corregir; hay una placa con una inscripción en el lugar, en la inscripción se lee que ahí las fuerzas revolucionarias comandadas por el coronel Borges, que cayó en la acción, fueron derrotadas por el coronel o el general Arias. Pero no, no es así, además es absurdo, porque si Mitre comandaba la acción, no iba a delegar el mando de las fuerzas en uno de sus coroneles. Ahí estaba también el coronel Machado, Benito Machado; estaba mi abuelo, el coronel Francisco Borges, había dos coroneles más. Pero, para no decir que Mitre fue derrotado, porque eso sería mal visto por el diario La Nación, por ejemplo, se dice que las fuerzas estaban comandadas por mi abuelo, lo cual es evidentemente falso, y que él cayó en la acción. No, él se hizo matar después, después de la acción; y él no pudo comandar las fuerzas, ya que un general que comanda una revolución, no va a delegar el mando de esas fuerzas en un coronel, por razones jerárquicas, además. De modo que ahí, en esa placa, lo hacen a mi abuelo comandar la batalla, y lo hacen también ser derrotado. Bueno, él fue derrotado como todos los que formaban parte de esas fuerzas revolucionarias, pero no fue él quien fue derrotado, fue Mitre, pero como no conviene decir que Mitre fue derrotado, ahí hacen que mi abuelo comande la acción y sea el derrotado. Es todo falso.

—Creo que esta vez, Borges, queda del todo aclarada esta situación histórica.

—Sí.

—Se sostiene, Borges, que la pluma, en el tiempo, que sería equivalente a la de Sarmiento, es la suya.

—Bueno, eso es absurdo (ríen ambos). Lo que se puede decir es que la pluma, en este caso, es más que la espada; ya que es más importante lo que escribió Sarmiento que el hecho, bueno, de las acciones militares de él, ¿no?

—Pero lo curioso es que, en su época, un gran escritor podía llegar a ser presidente de la República, ¿no es cierto?

—Sí, y creo que el genio de Sarmiento no fue retaceado por nadie; salvo por Groussac: ahora parece que Sarmiento —según un epígrafe del artículo de Groussac sobre él— le entregaba sus cuartillas a Groussac para que las limara, desde el punto de vista literario. Pero, cuando muere Sarmiento, Groussac publica un artículo en el cual empieza diciendo: "Sarmiento es la mitad de un genio"; lo cual —como me dijo Alberto Gerchunoff una vez— no quiere decir absolutamente nada. Porque, ¿qué es eso de ser la mitad de un genio?; ¿acaso el genio puede ser subdividido?; ¿acaso significa algo decir: "la mitad de" refiriéndose a algo mental?, ya que "la mitad de" parece referirse a algo cuantitativo y no cualitativo. Entonces "la mitad de un genio" no quiere decir nada, como me dijo Gerchunoff una vez. Gerchunoff, que fue quizá el único amigo de Lugones.

—Pero hay otro aspecto que me parece importante que mencionemos, Borges, en Sarmiento. Y es la manera en que él resuelve esa permanente dicotomía, ese encuentro y desencuentro entre...

—Civilización y barbarie...

—No, entre...

—Sí, pero ahora es más complicado, porque antes la barbarie correspondía a la campaña; la civilización —como etimológicamente puede decirse— a la ciudad. En cambio, ahora parece que no; parece que ahora tenemos una barbarie que corresponde a la ciudad también, que ha creado lo industrial, desde luego.

—Yo me refería a la dicotomía europeísmo-americanismo, porque Sarmiento la resuelve con espíritu universal. Y eso marca, en nuestra cultura, una línea universalista, digamos.

—Y yo lo resolvería así también.

—Claro, por eso digo, fue dignamente continuado.

—Porque en su tiempo, se suponía que la barbarie era lo rústico. Pero ahora, lo industrial ha creado un tipo de barbarie ciudadana también, ya que las fábricas parecen corresponder más a la ciudad que al campo.

—Pero eso aquí y en todo el mundo.

—Aquí y en todo el mundo, sí.

—¿La barbarie tecnocrática?

—Sí, desde luego, ahora, desgraciadamente, seguimos padeciéndola. Por lo menos en la calle Maipú, ¿no? (ríe), que no es ciertamente rústica. Aunque mi madre la recordaba sin empedrar. Bueno, claro que todas las ciudades han empezado siendo campo. Recuerdo aquella broma de alguien que preguntó: ¿por qué no edifican las ciudades en el campo? y, precisamente es donde se edifican, ya que una ciudad no empieza siendo una ciudad sino un baldío, o siendo el campo directamente.

—Bueno, pero también se sigue cultivando entre nosotros esa universalidad, que estaba en Sarmiento, y usted sabe que sigue estando en el espíritu argentino.

—Yo creo que sí, y espero que esté en el mío también, aunque yo sea una parte ínfima de ese espíritu.

—Yo me permito confirmárselo.

—Bueno, muchísimas gracias.



En diálogo, I, 115
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen: Busto de DFS por Vittoria, 1934
Escuela Modelo De Catedral al Norte (Bs.As.) por él fundada en 1860
Foto Patricia Damiano Vía




4/3/15

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Los conjurados ("En diálogo", II, 60)







Osvaldo Ferrari: Si bien usted considera que los libros de autores contemporáneos deberían ser leídos en el futuro, antes que en el presente, Borges, su último libro de poemas Los conjurados, parece tener ya la necesaria madurez para ser leído y apreciado.

Jorge Luis Borges: Yo no sé, yo escribí ese libro, no corregí las pruebas, tengo una idea un poco vaga de su contenido; sé que me habían pedido treinta composiciones y llegué a cuarenta, y traté de ordenarlas de un modo... bueno, por ejemplo, a las composiciones parecidas las puse una al lado de la otra, para que no se descubrieran sus peligrosas afinidades. Pero supongo que un libro mío no puede ser muy distinto de otro, supongo que a mi edad ya se esperan ciertos temas, cierta sintaxis, y es que quizá se espere la monotonía también; y si no soy monótono, no satisfago. Quizás un autor, a cierta edad, tenga que repetirse. Ahora, según Chesterton, todo autor, o todo poeta, sobre todo, concluye siendo su mejor e involuntario parodista: las últimas composiciones de Swinburne parecen parodias de Swinburne, porque el autor tiene ciertos hábitos, y los exagera. En mi caso, creo que el hábito más evidente es la enumeración, ¿no?, creo que es uno de mis hábitos, y a veces me ha salido bien, y otras veces, digamos, un poco menos bien. Y habrá sin duda hábitos sintácticos, que yo no conozco; seguramente todo escritor, a medida que pasa el tiempo, va empobreciendo su vocabulario, o simplificándolo.

—Más bien simplificándolo alrededor de las cosas fundamentales.

—Sí, pero hay ciertos temas que recurren, ciertas metáforas que recurren; y luego, en mi caso, ya que yo no he podido leer lo que escribo desde el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis, a lo mejor creo estar escribiendo un poema nuevo, y lo que escribo es un eco y un pobre plagio de lo que escribí hace tiempo. Y sin embargo, yo tengo la impresión de que cada día es distinto, pero no sé si puedo reflejar esa novedad de los días en lo que escribo, ya que estoy atado, como digo, a cierto vocabulario,a cierta sintaxis, a ciertas figuras retóricas... espero que no se note demasiado, ¿usted ha leído ese libro?

—Sí, y tengo algunas opiniones que pronto le voy a dar...

—Pero cómo no, vamos a hablar de ese libro. Pero, claro, usted sin duda lo conoce mejor que yo, porque usted lo habrá leído, digamos, un par de veces, y yo lo he escrito una sola vez (ríen ambos). De modo que ese libro me pertenece menos a mí que a usted. Además, usted acaba de leer el libro, es una experiencia presente; yo lo escribí hará un año, y es una experiencia ya pretérita, ya gastada y que yo he tratado de olvidar además, ya que yo trato de olvidar lo que escribo. Y por eso mismo muchas veces reescribo lo que ya he escrito, sin darme cuenta. Sin embargo, estoy escribiendo un cuento ahora, cuyo protagonista es Dante; me parece que ese cuento no va a parecerse a ningún otro mío. Bueno, vaya tratar de no hacerlo eruditamente. Además, mi erudición dantesca es escasa. Buscaré datos sobre los últimos días de Dante, es decir, los últimos días que él pasó en Venecia, antes de volver a Ravenna, donde murió, ¿no? Voy a ver si me abstengo de paisajes —el cuento va a empezar en Venecia—, me parece que los paisajes de Venecia se han ensayado tantas veces, y con tan buena fortuna, que yo no tengo por qué incurrir en ellos, o intentarlos de nuevo.

—Recuerdo que cuando hablamos de Dante, usted conjeturaba qué habría sentido Dante estando en Venecia.

—Sí, bueno, yo empecé por esa duda, y luego llegué a otras; y ahora tengo bastantes incertidumbres, pero creo que vaya escribir ese cuento.

—Ahora, en cuanto al libro Los conjurados, yo creo que el título puede sorprender, tratándose de un libro de poemas; sin embargo, la idea de “conjurados” que actúan con un fin benéfico, y el llamar conjurados a quienes se proponen un fin benéfico, estaba en usted por lo menos desde 1936.

—Yo no sabía, ¿por qué desde 1936?

—Porque en las palabras que usted pronunció para la celebración del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires, en 1936, usted dijo: «En esta casa de América, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza”.

—¿Yo he dicho eso?

—Sí.

—Y, una frase un poco pomposa, pero posiblemente se esperaban frases pomposas en aquel momento, ¿no? (ríe).

—(Ríe) Y más tarde usted agrega que «el criollo es uno de esos conjurados”.

—Ojalá.

—«Que habiendo formado la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora.” Es decir, que eligió, digamos, desaparecer también él en el hombre nuevo.

—Sí, yo tenía esa idea. Pero... en esos momentos de nacionalismo, yo pensé: qué raro, este país, que se dedica sobre todo a la inmigración, es decir, que se dedica, de algún modo, a desaparecer. Pero esa idea la tuve hace mucho tiempo, y en un libro, bueno, cuyo título no quiero recordar, ya que quiero que el libro se olvide, hay un artículo sobre eso: es como si el fracaso fuera nuestro destino, y el voluntario fracaso, sí, yo me había olvidado totalmente...

—Pero ahora, en este caso, los que dan título al libro son conjurados que se encuentran en el centro de Europa.

—Sí, son mis compatriotas, digamos, los suizos. Qué raro, soy una de las primeras personas que dedican un poema a Suiza; porque los paisajes de Suiza... supongo que los hoteleros de Suiza, bueno, deben parte de su prosperidad a Lord Byron, por ejemplo, ¿no?, y a quienes cantaron a los Alpes; entre ellos Schiller. Pero creo que la idea de hacer un poema a Suiza, y de proponer a Suiza como un ideal, es una idea nueva. Aunque en Suiza se da el tipo perfecto de confederación, ya que tenemos la Suiza alemana, la Suiza francesa, la Suiza italiana... Bueno, como yo digo, gentes de distintas razas, de distintos idiomas, de distintas religiones, o de distintos ateísmos; y todos ellos han resuelto ser suizos, lo cual es un poco misterioso, ¿no?

—Sí, por eso usted cita a Paracelso, a Amiel, a Jung y a Paul Klee.

—Sí, que son bastante distintos. Hubiera podido citar también a un arquitecto, cuya arquitectura no me gusta, que es suizo: Le Corbusier; y hubiera podido hablar también de los fundadores del movimiento Dadá (hubo algún suizo). Pero como no me interesan ni los cubos de Le Corbusier, ni la literatura de la incoherencia de Dadá, no los he citado. Y luego tenía un gran poeta, Keller, pero...

—Gottfried Keller.

—Sí, pero supuse que si lo ponía, el lector pensaría que yo quería engrosar la lista, y que ponía nombres desconocidos.

—Bueno, pero en todo caso, todos coinciden en dos aspectos fundamentales: son hombres capaces de razón y fe.

—Sí, es cierto.

—Y esa razón y esa fe tienen la esperanza de conducir a una nueva sensatez, me parece.

—Y, la sensatez que encierra la palabra “cosmopolita”.

—Claro.

—Vendría a ser eso, simplemente. Qué raro que después de tantos siglos, parece que todavía estuviera un poco lejos ese antiguo...

—Ese ideal griego.

—Ese ideal de los estoicos griegos, sí. Ahora, posiblemente quienes lo propusieron, tampoco lo vieron claramente; sin duda pensarían que eran griegos, y que los otros eran bárbaros, ¿no?

—Es posible.

—Aunque, quién sabe si al poner la palabra “cosmos” —el cosmos significaba no sólo Grecia sino el mundo—, pero posiblemente el mundo para ellos fuera Grecia.

—Claro, ésa es la duda.

—Sin embargo, tienen que haber sentido como una especie de gravitación de lo que llamamos el Oriente; es indudable que, bueno, Egipto, a juzgar por Heródoto, los impresionó mucho a los griegos. y creo que es Heródoto el que transcribe aquello de que para los egipcios, los griegos son niños. Es decir, que tienen que haber sentido que había algo más antiguo que ellos, ¿no?; que es lo que nosotros sentimos ahora al pensar en Grecia. Y curiosamente, es lo que se siente en el Japón cuando se refieren a la China.

—Volviendo a Los conjurados...

—A ver, volvamos a Los conjurados.

—(Ríe) Ya en el prólogo del libro, usted propone nuevas ideas, que se relacionan con nuevos descubrimientos suyos, como por ejemplo la idea de que la belleza, como la felicidad, es frecuente.

—Sí; pero yo creo que para llegar a ese concepto es preciso haber vivido mucho, ¿eh?; porque una persona joven, bueno, quizás espere demasiado de la vida, y se fije sobre todo en los desengaños, se sienta ante todo defraudada. Y, en cambio, en el caso de una persona vieja, lo que siente, sobre todo, es gratitud. Y, en mi caso especialmente, ya que más allá de la ceguera, de un accidente físico, está, bueno, la hospitalidad, esa cóncava hospitalidad de la gente conmigo, que yo he sentido en tantos países; honores que he recibido, y hasta que me detenga gente en la calle, y me hablen de lo que yo he escrito. Me ha parecido tan asombroso todo. Yo tengo ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis... entonces, me desborda la gratitud por la indulgencia de todos.

—Yo advierto que usted habla en su libro con la mayor naturalidad de la muerte, con la mayor serenidad; y esa naturalidad y esa serenidad nos la transmite a todos.

—Ojalá ocurra eso. Me han invitado a un congreso —creo que van a venir muchos médicos— sobre la muerte. Y yo voy a decir que la aguardo sin impaciencia, pero con esperanza, ¿no? Ahora, sin mayor impaciencia, desde luego.

—Esa serenidad es afín a la que usted le atribuyó a Sócrates en su último diálogo.

—Es extraordinario ese diálogo, sí, y ahí hay una frase tan ambigua, o tan sabiamente ambigua, como cuando Sócrates le dice a uno de los discípulos: “Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio”. Y eso se ha interpretado en el sentido de que Esculapio lo ha curado de la peor enfermedad, que es la vida. Porque si no, el hecho de que le debiera un gallo a Esculapio no es mayormente interesante, ¿no?

—Precisamente en ese momento.

—Sí, pero en ese momento él dice: “Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio”, y la muerte estaba tan cerca que era imposible que él pudiera pensar en otra cosa, o en decir cualquier cosa sin referirse a la muerte.

—Sí, otro aspecto que quiero señalar en su libro...

—No, es que yo busco digresiones para no hablar de mi libro (ríe).

—(Ríe) Lo veo, lo veo, pero sin embargo, quiero que hablemos de Los conjurados.

—Pero cómo no. 

—El otro aspecto es el de que, después de haber cumplido usted un camino, diría, casi circular, en la poesía, vuelve, en cierto sentido, a los principios: los poemas de Los conjurados tienen el tono de la cosmogonía, del comenzar, o del recomenzar.

—Bueno, yo pensé que tenían el tono de Fervor de Buenos Aires cuando usted dijo los comienzos; creo que no, ¿eh?; yo pensé que usted se refería a mis principios literarios.

—No, me refería a una fundación borgeana en este caso, pero a una nueva.

—No, yo creo que no, esperemos que sea algo más vasto.

—Son vastos, pero vuelven, diría yo, a lo elemental: al mármol, a la piedra, al fuego, a la madera, a actitudes iniciales de los hombres, César, Cristo...

—Es que yo creo que esas palabras son las que tienen más fuerza.



En diálogo, II, 60 (1985)
Foto : Perfil CEDOC sin atribución de autor



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