Osvaldo Ferrari: Una figura que me parece determinante en su vida literaria, y de la que no nos hemos ocupado antes en particular, Borges, es su madre, Leonor Acevedo Suárez.
Jorge Luis Borges: Sí, yo le debo tanto a mi madre… Su indulgencia, y luego, ella me ayudó para mi obra literaria. Me desaconsejó escribir un libro sobre Evaristo Carriego, me propuso dos temas que hubieran sido harto superiores: me propuso un libro sobre Lugones, y otro, quizá más interesante, sobre Pedro Palacios —Almafuerte—. Y yo le contesté, débilmente, que Carriego había sido vecino nuestro de Palermo; y ella me dijo, con toda razón: «Bueno, ahora todo el mundo es vecino de alguien», claro, salvo que uno sea un páramo en el yermo, ¿no? Pero, no sé, yo escribí ese libro… me había entusiasmado con esa mitología, más o menos apócrifa, de Palermo. Yo había recibido un segundo premio municipal, que no era desdeñable, ya que se trataba de tres mil pesos. Le dieron el tercer premio a Gigena Sánchez, el primero no sé quién lo sacó. Pero, en fin, esos premios permitían —yo dejaba algún dinero en casa— permitían, digamos, un año de ocio. Y yo malgasté ese año en escribir ese libro, del que estoy asaz arrepentido, como de casi todo lo que he escrito, titulado Evaristo Carriego, que me publicó don Manuel Gleiser, de Villa Crespo. Ese libro está ilustrado con dos fotografías de Horacio Cóppola, sobre casas viejas de Palermo. Tardé más o menos un año en escribirlo, eso me llevó a ciertas indagaciones, y me llevó a conocer a don Nicolás Paredes, que había sido caudillo de Palermo en el tiempo de Carriego, y que me enseñó, o me contó tantas cosas —no todas apócrifas— sobre el pasado cuchillero del barrio. Además, me enseñó… yo no sabía jugar al truco (ríe), me presentó al payador Luis García, y yo pienso escribir algo sobre Paredes alguna vez; personaje ciertamente más interesante que Evaristo Carriego. Sin embargo, Carriego descubrió las posibilidades literarias de los arrabales. Bueno, yo escribí ese libro, a pesar de la oposición, o mejor dicho, a pesar de la resignación de mi madre. Y luego mi madre me ayudó muchísimo, me leía largos textos en voz alta, ya cuando casi no tenía voz, estaba fallándole la vista; seguía leyéndome, y yo no siempre fui debidamente paciente con ella… y… inventó el final de uno de mis cuentos más conocidos: «La intrusa». Eso se lo debo a ella. Ahora, mi madre conocía poco el inglés, pero cuando mi padre murió, en el año 1938, ella no podía leer, porque leía una página y la olvidaba, como si hubiera leído una página en blanco. Entonces, se impuso una tarea que la obligaba a la atención, que era traducir. Tradujo un libro de William Saroyan; se llama The Human Comedy (La comedia humana), se lo mostró a mi cuñado, Guillermo de Torre, y él lo publicó. Y en otra oportunidad, los armenios le hicieron una fiestita a mi madre en la Sociedad Argentina de Escritores, en la calle México —ese viejo caserón cerca de la Biblioteca Nacional—. Bueno, recuerdo que yo la acompañé, y con gran sorpresa mía mi madre se puso de pie y pronunció un pequeño discurso, que habrá durado unos diez minutos. Creo que era la primera vez en su vida que hablaba, digamos, en público. Bueno, no era un público muy extenso; una serie de señores con apellidos terminados en «ian», sin duda vecinos de este barrio del Retiro, donde yo vivo, que es esencialmente un barrio armenio. En todo caso, hay más armenios que gente de otro origen aquí. Y muy cerca, hay un barrio árabe, pero desgraciadamente esos barrios no conservan, o no tienen ninguna arquitectura propia; uno tiene que fijarse en los nombres, y aquí hay tantos Toppolian, Mamulian, Saroian, sin duda.
—Pero también podemos recordar otras traducciones hechas por su madre, que resultaron excepcionales, como la traducción de los cuentos de D. H. Lawrence.
—Sí, el cuento que le da el título al libro es «The Woman Who Rode Away», y ella tradujo, certeramente creo, «La mujer que se fue a caballo». Y luego, por qué no confesar que ella tradujo, y que yo revisé después, y casi no modifiqué nada, esa novela Las palmeras salvajes, de Faulkner. Y tradujo también otros libros del francés, del inglés, y fueron traducciones excelentes.
—Sí, pero quizá usted no coincidía con ella en el gusto por D. H. Lawrence; yo nunca lo he oído a usted hablar de Lawrence.
—… No, a ella le gustaba D. H. Lawrence, y yo, en fin, he tenido escasa fortuna con él. Bueno, cuando mi padre murió, ella se puso a traducir; y luego pensó que un medio de acercarse a él, o de simular acercarse a él, era ahondar el conocimiento del inglés.
—Ah, qué lindo eso.
—Sí, y le gustó tanto que al final ya no podía leer en castellano, y fue una de las tantas personas aquí que leen en inglés… hubo una época en que todas las mujeres de la sociedad leían en inglés; y como leían mucho, y leían buenos autores, eso les permitía ser ingeniosas en inglés. El castellano, para ellas, era un poco, no sé, como lo que será el guaraní para una señora en Corrientes o en el Paraguay, ¿no?; un idioma así, casero. De modo que yo he conocido muchas señoras aquí, que eran fácilmente ingeniosas en inglés, y fatalmente triviales en castellano. Claro, el inglés que habían leído era un inglés literario, y, en cambio, el castellano que conocían, era un castellano casero, nada más.
—Siempre supuse, Borges, que el ser ingenioso en inglés es uno de sus secretos nunca revelados.
—… No, Goethe decía que los literatos franceses no debían ser demasiado admirados, porque, agregaba: «El idioma versifica para ellos»; él pensaba que el idioma francés es un idioma ingenioso. Pero yo creo que si una persona tiene una buena página en francés o en inglés, eso no autoriza a ningún juicio sobre ella: son idiomas que están tan trabajados que ya casi funcionan solos. En cambio, si una persona logra una buena página en castellano, ha tenido que sortear tantas dificultades, tantas rimas forzosas, tantos «ento», que se juntan con «ente»; tantas palabras sin guión, que para escribir una buena página en castellano, una persona tiene que tener, por lo menos, dotes literarias. Y en inglés o en francés no, son idiomas que han sido tan trabajados, que ya casi funcionan solos.
—Otra característica en común, que usted parece tener con su madre, es la capacidad de la memoria; me han dicho que ella era capaz de recordar su infancia y el pasado de Buenos Aires que vio.
—Sí, ella me ha contado tantas cosas, y de un modo tan vívido, que yo creo ahora que son memorias personales mías, y en realidad son memorias de cosas que me ha contado. Supongo que eso le pasa a todo el mundo algún día; sobre todo tratándose de cosas muy pretéritas: el confundir lo oído con lo percibido. Y además, oír es un modo de percibir también. De manera que mis memorias personales de… la mazorca, de las carretas de bueyes, de la plaza de las carretas, en el Once; del «Tercero» del Norte —no sé si corría por la calle Viamonte o por la calle Córdoba—, del «Tercero» del Sur —que corría por la calle Independencia—, de las quintas de Barracas…
—¿El «Tercero»?, ¿qué era?
—Un arroyo, creo. Yo tengo recuerdos personales que no puedo haber registrado, por razones cronológicas. Ahora, mi hermana a veces recordaba cosas, y mi madre le decía: «Es imposible, no habías nacido». Y mi hermana le contestaba, diciendo: «Bueno, pero yo ya andaba por ahí» (ríe). Con lo cual se aproximaba a la teoría de que los hijos eligen a los padres; es lo que se supone el Buda, que desde su alto cielo, elige a cierta región de la India, perteneciente a tal casta, o a tales padres.
—Ya que la memoria es hereditaria también.
—Y a que la memoria es hereditaria, como cualquier otra cosa. Un rasgo admirable de mi madre, fue, yo creo, el no haber tenido un solo enemigo, todo el mundo la quería a ella; las amigas eran de lo más diversas: ella recibía del mismo modo a una señora importante que a una negra vieja, bisnieta de esclavos de la familia de ella, que solía venir a verla. Cuando esa negra murió, mi madre fue al conventillo donde se hizo el velorio, y una de las negras se subió a un banco y dijo que esa negra que había muerto había sido nodriza de mi madre. Mi madre estaba allí, en rueda de negros; y eso lo hacía así, con toda naturalidad. No creo que ella tuviera un solo enemigo; bueno, ella estuvo presa, honrosamente presa, a principios de la dictadura. Y una vez estaba rezando, y la señora correntina que nos sirve desde entonces, le preguntó qué estaba haciendo; y ella le dijo: «Estoy rezando por Perón», que había muerto; «estoy rezando por él, porque realmente necesita que recen por él». Ella no había guardado ningún rencor, absolutamente.
—Pero en relación con eso, otro rasgo de ella pareció ser el coraje; hay que acordarse de las llamadas telefónicas.
—Sí, yo recuerdo que la llamaron una vez por teléfono, y una voz debidamente grosera y terrorista le dijo: «Te voy a matar, a vos y a tu hijo». «¿Por qué señor?», le dijo mi madre, con una cortesía un tanto inesperada. «Porque soy peronista». «Bueno», dijo mi madre, «en cuanto a mi hijo, sale todos los días de casa a las diez de la mañana. Usted no tiene más que esperarlo y matarlo. En cuanto a mí, he cumplido (no me acuerdo qué edad sería, ochenta y tantos años); le aconsejo que no pierda tiempo hablando por teléfono, porque si no se apura, me le muero antes». Entonces, el otro cortó la comunicación. Yo le pregunté al día siguiente: «¿Llamó el teléfono anoche?» «Sí», me dijo, «me llamó un tilingo a las dos de la mañana», y me contó la conversación. Y después no hubo otras llamadas, claro, estaría tan asombrado ese terrorista telefónico, ¿no?, que no se atrevió a reincidir.
—Esa anécdota es admirable. Ahora, ella provenía de una familia en la que hubo varios militares destacados.
—Bueno sí, ella era nieta del coronel Suárez, y luego era sobrina nieta del general Soler. Pero yo estaba una vez hojeando unos libros de historia —yo era chico, era uno de esos libros con abundantes grabados de próceres—, mi madre me mostró uno de ellos, y me dijo: «Éste es tu tío bisabuelo, el general Soler». Y yo pregunté cómo es que nunca he oído hablar de él. Bueno, dijo mi madre, «un sinvergüenza que se quedó con Rosas». De modo que era la oveja negra de la familia.
—(Ríe). Era federal.
—Era federal, sí. Después vinieron a verme a mí para que firmara no sé qué petitorio, para levantar una estatua ecuestre de Soler. Y lo que menos necesitaba nuestro desdichado país eran estatuas ecuestres. Ya había un exceso de estatuas ecuestres, casi no se puede circular por la abundancia de ellas; y no lo firmé, naturalmente. Además, casi todas son horribles, para qué fomentar esa estatuaria. Pero me dicen que hay una estatua de Don Quijote, que ha superado en fealdad a las anteriores.
—Es cierto, las ha superado. Pero algunos de esos militares destacados lo han inspirado a usted. En el caso de Laprida…
—Sí, salvo que Laprida no era militar…
—Pero combatió…
—Bueno, combatió, pero en aquel tiempo hasta los militares combatían (ríe), por increíble que parezca. Lo sé, pero mi abuelo, que era civil, se batió… primero, en el año 1853, recibió un balazo siendo soldado —el soldado Isidoro Acevedo— en la esquina de Europa (que era Carlos Calvo) y no me acuerdo qué otra calle. Y después se batió en Cepeda, en Pavón, en el Puente Alsina; y además, en la revolución del noventa, que debe haber sido una revolución no demasiado cruenta, ya que él vivía en la casa en que nació mi madre y en que nací yo: Tucumán y Suipacha. Y todas las mañanas, a las siete u ocho, él salía para la revolución —todo el barrio lo sabía— que era en la plaza Lavalle; claro, la Revolución del Parque. Y luego él volvía, de noche, de la revolución, para comer en su casa, alrededor de las siete y media. Y al día siguiente, salía otra vez a la revolución; y eso duró, bueno, hasta que se rindió Alem, por lo menos una semana. Y si él salía para la revolución, volvía de la revolución; y todo eso sin mayor peligro, no debe haber sido tan terrible. Aunque sin duda alguien murió, y basta con que un solo hombre muera para que las cosas sean terribles.
—Sí, hay algo que a usted lo conmueve, me parece ver, en los destinos épicos, inclusive en los destinos épicos de algunos familiares suyos.
—Es cierto, en todo caso me han servido para fines elegíacos, y para poemas. Ayer descubrí un poema, que había olvidado, en el que digo:
«No soy el oriental Francisco Borges
que murió con dos balas en el pecho
en el hedor de un hospital de sangre».
—Francisco Borges, quien siempre le recuerda la batalla de «La verde». Ahora, en este país, donde hay muchos que se llaman cristianos y no lo son, yo creo que el cristianismo de su madre fue un cristianismo verdadero.
—Sí, era sinceramente religiosa. Como mi abuela inglesa también, porque mi abuela era anglicana, pero de tradición metodista; es decir, sus mayores recorrieron toda Inglaterra con sus mujeres y con sus Biblias. Y mi abuela vivió casi cuatro años en Junín. Ella se casó con el coronel Francisco Borges, que recién mencionamos, y estaba muy feliz —se lo dijo a mi madre— ya que tenía a su marido, a su hijo, a la Biblia y a Dickens; y con eso le bastaba. No tenía con quién conversar —estaba entre soldados— y más allá, la llanura con los indios nómadas; más allá los toldos de Coliqueo, que era indio amigo, y de Pincén, que era indio de lanza, indio malonero.
—Y dígame, ¿podríamos pensar que su insistencia a lo largo del tiempo en el valor de la ética, de la moral, puede haberle sido transmitida especialmente por su madre?
—Y… me gustaría pensar eso. Ahora, creo que mi padre también era un hombre ético.
—Ambos, claro.
—Y son disciplinas que se han perdido en este país, ¿eh? Yo tengo el orgullo de no ser un criollo «vivo»; seré criollo, pero el criollo más engañable que hay, es facilísimo engañarme, yo me dejo engañar… claro que toda persona que se deja engañar, es de algún modo un cómplice de quienes lo engañan.
—Es posible. En cuanto a la familiaridad de su madre con la literatura…
—Sí, era notable el amor que tenía por las letras, y luego, su intuición literaria; ella leyó, más o menos por los años del centenario, la novela La ilustre casa de los Ramírez, de Queiroz. Queiroz era desconocido entonces, por lo menos aquí; porque él murió en el último año del siglo. Y ella le dijo a mi padre: «Es la mejor novela que he leído en mi vida». «¿Y de quién es?», le preguntó mi padre; y ella dijo: «Es de un escritor portugués, que se llama Eça de Queiroz». Y parece que acertó.
—Cierto. Bueno, me alegra que de alguna manera hayamos hecho un retrato de ella.
—Yo creo que sí, un retrato imperfecto, desde luego.
—Como todos los retratos humanos, pero el mejor que pudimos.
—Sí, y le agradezco a usted que me haya hablado de ella.
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Imagen: Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges