28/2/19

Jorge Luis Borges: Ultraísmo (1921)






Antes de comenzar la explicación de la novísima estética, conviene desentrañar la hechura del rubenianismo y anecdotismo vigentes, que los poetas ultraístas nos proponemos llevar de calles y abolir. Y no hablo del clasicismo, pues el concepto que de la lírica tuvieron la mayoría de los clásicos —esto es, la urdidura de narraciones versificadas y embanderadas de imágenes, o el sonoro desarrollo dialéctico de cualquier intención ascética o jactancioso rendimiento amatorio— no campea hoy en parte alguna. En lo que al rubenianismo atañe, puedo señalar desde ya un hecho significativo. Los iniciales compañeros de gesta de Rubén van despojando su labor de las habituales topificaciones que signan esa tendencia, y realizando aisladamente obras desemejantes. Juan Ramón Jiménez propende así a una suerte de psicologismo confesional y abreviado; Valle-Inclán gesticula su incredulidad jubilosa en versos pirueteros; Lugones se olvida de Laforgue y las metáforas formales para encaminarse a los paisajes sumisos; Pérez de Ayala ensancha en su prosa recia y palpable la tradición de Quevedo, y el cantor de La Tierra de Alvargonzález se ha encastillado en un severo silencio. Ante esa divergencia actual de los comenzadores, cabe empalmar una expresión de Torres Víllarroel y decir que considerado como cosa viviente, capaz de forjar belleza nueva o de espolear entusiasmos, el rubenianismo se halla a las once y tres cuartos de su vida, con las pruebas terminadas para esqueleto. Esto lo afirmo, pese a la numerosidad de monederos falsos del arte que nos imponen aún las oxidadas figuras mitológicas y los desdibujados y lejanos epítetos que prodigara Darío en muchos de sus poemas. La belleza rubeniana es ya una cosa madurada y colmada, semejante a la belleza de un lienzo antiguo, cumplida y eficaz en la limitación de sus métodos y en nuestra aquiescencia al dejarnos herir por sus previstos recursos; pero por eso mismo, es una cosa acabada, concluida, anonadada. Ya sabemos que manejando palabras crepusculares, apuntaciones de colores y evocaciones versallescas o helénicas, se logran determinados efectos, y es porfía desatinada e inútil seguir haciendo eternamente la prueba. 

Por cierto, muchos poetas jóvenes que aseméjanse inicialmente a los ultraístas en su tedio común ante la cerrazón rubeniana, han hecho bando aparte, intentando rejuvenecer la lírica mediante las anécdotas rimadas y el desaliño experto. Me refiero a los sencillistas que tienden a buscar poesía en lo común y corriente, y a tachar de su vocabulario toda palabra prestigiosa. Pero éstos se equivocan también. Desplazar el lenguaje cotidiano hacia la literatura, es un error. Sabido es que en la conversación hilvanamos de cualquier modo los vocablos y distribuimos los guarismos verbales con generosa vaguedad... El miedo a la retórica —miedo justificado y legítimo— empuja los sencillistas a otra clase de retórica vergonzante, tan postiza y deliberada como la jerigonza académica, o las palabrejas en lunfardo que se desparraman por cualquier obra nacional, para crear el ambiente. Además, hay otro error más grave en su estética. Ni la escritura apresurada y jadeante de algunas fragmentarias percepciones ni los gironcillos autobiográficos arrancados a la totalidad de los estados de conciencia y malamente copiados, merecen ser poesía. Con esa voluntad logrera de aprovechar el menor ápice vital, con esa comezón continua de encuadernar el universo y encajonarlo en una estantería, sólo se llega a un sempiterno espionaje del alma propia, que tal vez resquebraja e histrioniza al hombre que lo ejerce. 

¿Qué hacer entonces? El prestigio literario está en baja; los intelectuales temen que los socaliñen con palabras bonitas e inhiben su emotividad ante el menor alarde oratorio; las enumeraciones de Whitman y su compañerismo vehemente nos parecen lejanos, legendarios; los más acérrimos partidarios del susto vocean en balde derrumbamientos y apoteosis. ¿Hacia qué norte emproar la Lírica? 

El Ultraísmo es una de tantas respuestas a la interrogación anterior. 

El Ultraísmo lo apadrinó inicialmente el gran prosista sevillano Rafael Cansinos Assens y en sus albores no fue más que una voluntad ardentísima de realizar obras noveles e impares, una resolución de incesante sobrepujamiento. Así lo definió el mismo Cansinos: "El Ultraísmo es una voluntad caudalosa que rebasa todo límite escolástico. Es una orientación hacia continuas y reiteradas evoluciones, un propósito de perenne juventud literaria, una anticipada aceptación de todo módulo y de toda idea nuevos. Representa el compromiso de ir avanzando con el tiempo". 

Estas palabras fueron escritas en el otoño de 1918. Hoy, tras dos años de variadísimos experimentos líricos ejecutados por una treintena de poetas en las revistas españolas Cervantes y Grecia —capitaneada esta última por Isaac del Vando Villar— podemos precisar y limitar esa anchurosa y precavida declaración del maestro. Esquematizada, la presente actitud del Ultraísmo es resumible en los principios que siguen: 

1. Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora. 
2. Tachadura de las frases medianeras, los nexos, y los adjetivos inútiles. 
3. Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada. 
4. Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia. 

Los poemas ultraicos constan pues de una serie de metáforas, cada una de las cuales tiene sugestividad propia y compendiza una visión inédita de algún fragmento de la vida. La desemejanza raigal que existe entre la poesía vigente y la nuestra es la que sigue: En la primera, el hallazgo lírico se magnifica, se agiganta, y se desarrolla; en la segunda, se anota brevemente. ¡Y no creáis que tal procedimiento menoscabe la fuerza emocional! "Más obran quintas esencias que fárragos" dijo el autor del Criticón, en sentencia que sería inmejorable abreviatura de la estética ultraísta. La unidad del poema la da el tema común —intencional u objetivo— sobre el cual versan las imágenes definidoras de sus aspectos parciales. 

Escuchad a Pedro Garfias

   Andar 
con polvo de horizontes en los ojos
tendida la inquietud a la montaña 
y desgranar los siglos 
rosarios de cien cuentas 
sobre nuestra esperanza.

Y estos otros:

Rosa mística (Gerardo Diego)

Era ella 
   Y nadie lo sabía 
Pero cuando pasaba 
Los árboles se arrodillaban 
Y en su cabellera 
          Se trenzaban las letanías. 
     Era ella, 
                               Era ella. 
Me desmayé en sus manos 
Como una hoja muerta. 
                              Sus manos ojivales 
             Que daban de comer a las estrellas 
Por el aire volaban 
Romanzas sin sonido 
             Y en su almohada de pasos 
            Yo me quedé dormido. 


Viaje (Guillermo Juan)

Los astros son espuelas 
que hieren los ijares de la noche 
En la sombra, el camino claro 
es la estela que dejó el Sol 
de velas desplegadas 
mi corazón como un albatros 
siguió el rumbo del sol. 


Primavera (Juan Las *)

   La última nieve sobre tus hombros
   ¡oh amada vestida de claro! 
        El último arco-iris 
   hecho abanico entre tus manos. 
Mira: 
   El hombre que mueve el manubrio 
   enseña a cantar a los pájaros nuevos 
       La primavera es el poema
       de nuestro hermano el jardinero.

* "Curiosamente fue Cansinos quien, en 1919, inventó el término 'Ultraísmo'. [...] 
Con el seudónimo de Juan Las había escrito algunas breves, 
lacónicas, piezas ultraístas". ("Las memorias de Borges", op. cit.)


Epitalamio (Heliodoro Puche)

Puesto que puedes hablar 
no me digas lo que piensas 
Tu corazón 
   envuelve 
      tu carne.

Sobre tu cuerpo desnudo 
mi voz cosecha palabras. 

Te traigo de Oriente el Sol 
para tu anillo de Bodas. 

En el hecho que espera 
una rosa se desangra. 


Casa vacía (Ernesto López-Parra)

Toda la casa está llena de ausencia 
La telaraña del recuerdo 
pende de todos los techos. 

En la urna de las vitrinas 
están presos los ruiseñores del silencio. 

Hay preludios dormidos 
que esperan la hora del regreso. 

El polvo de la sombra
se pega a los vestidos de los muros. 

En el reloj parado 
se suicidaron los minutos. 


La lectura de estos poemas demuestra que sólo hay una conformidad tangencial entre el Ultraísmo y las demás banderías estéticas de vanguardia. La exasperada retórica y el bodrio dinamista de los poetas de Milán se hallan tan lejos de nosotros como el zumbido verbal, las enrevesadas series silábicas y el terco automatismo de los sonámbulos del Sturm o la prolija baraúnda de los unanimistas franceses... 

Además de los nombres ya citados de poetas ultraístas, no hay que olvidar a J. Rivas Panedas, a Humberto Rivas, a Jacobo Sureda, a Juan Larrea, a César A. Comet, a Mauricio Bacarisse y a Eugenio Montes. Entre los escritores que, enviándonos su adhesión, han colaborado en las publicaciones ultraístas, básteme aludir a Ramón Gómez de la Serna, a Ortega y Gasset, a Valle-Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Nicolás Beauduin, a Gabriel Alomar, a Vicente Huidobro y a Maurice Claude. En el terreno de las revistas, la hoja decenal Ultra reemplaza actualmente a Grecia e irradia desde Madrid las normas ultraicas. En Buenos Aires acaba de lanzarse Prisma, revista mural, fundada por E. González Lanuza, Guillermo Juan y el firmante. De real interés es también el sagaz estudio antológico publicado en el N° 23 de Cosmópolis por Guillermo de Torre, brioso polemista, poeta, y forjador de neologismos. 

Un resumen final. La poesía lírica no ha hecho otra cosa hasta ahora que bambolearse entre la cacería de efectos auditivos o visuales, y el prurito de querer expresar la personalidad de su hacedor. El primero de ambos empeños atañe a la pintura o la música, y el segundo se asienta en un error psicológico, ya que la personalidad, el yo, es sólo una ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de todos los estados de conciencia. Cualquier estado nuevo que se agregue a los otros llega a formar parte esencial del yo, y a expresarle: lo mismo lo "individual" que lo "ajeno". Cualquier acontecimiento, cualquier percepción, cualquier idea, nos expresa con igual virtud; vale decir, puede añadirse a nosotros... Superando esa inútil terquedad en fijar verbalmente un yo vagabundo que se transforma en cada instante, el Ultraísmo tiende a la meta primicial de toda poesía, esto es, a la transmutación de la realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional.  


Véase también Borges: Nota sobre el ultraísmo (1966)

En Revista Nosotros, Buenos Aires, Año 15, Vol. 39, N° 151, diciembre de 1921

Este artículo apareció casi simultáneamente con el primer número de Prisma. Es el primer texto que Borges publicó en la revista Nosotros. Dice Borges: "... Alfredo Bianchi, de la revista Nosotros, vio uno de nuestros murales y nos invitó a publicar una antología ultraísta en las páginas de su sólida revista". ("Autobiografía", 1970, en Monegal, 1987, pág. 153.) La antología "Poemas Ultraístas" apareció en el N° 160 de Nosotros, septiembre de 1922. En ella se incluyó "Sábado". (Véase pág. 159)













Luego en Textos recobrados 1919-1929 [donde hay otros textos titulados Ultraísmo]
© 1997 y 2007 María Kodama
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Imagen: Borges. Dibujo del original por Ramón Columna
incluido en J.L.B. en colaboración con Margarita Guerrero: El "Martín Fierro"
Buenos Aires, Editorial Columba, 1965


26/2/19

Jorge Luis Borges: Nota sobre el ultraísmo (1966)






Durante las primeras décadas de este siglo surgieron grupos de escritores que tomaron la singular decisión de ser contemporáneos, actuales, como si fueran habitables el pasado y el porvenir y no fuera fatal el presente. Ser moderno, tal es el único deber, ordenó Hermann Bahr. Estos grupos adoptaron diversos rótulos; fueron expresionistas, futuristas, cubistas, imagistas, vorticistas, creacionistas y dadaístas. De todos ellos los primeros, que ejecutaron su labor en Alemania y Austria, me parecen hoy los más importantes. Al cabo de los años perduran en mi memoria líneas y estrofas de Johannes Becher o de Wilhelm Klemm. Hay además un libro de aquel tiempo, que de algún modo justifica y condena lo que se dio en llamar “moderno”: el ilegible pero a veces espléndido Ulises de James Joyce. Lo demás es polvo y ceniza. ¿Qué esperar o qué no esperar de volúmenes titulados Horizon carré o, con cursilería no digna de Vargas Vila, Manual de espumas

Aquí, como en todas las regiones de lengua hispánica, las cosas ocurrieron un poco tarde. Fundamos o, mejor dicho importamos el ultraísmo, ya prohijado irónicamente en España por el gran escritor judeo-andaluz Rafael Cansinos Assens. La primacía de la metáfora fue su dogma. Ese dogma era falso; en buena lógica, basta un solo buen verso no metafórico para probar que la metáfora no es un elemento esencial. He aquí una estrofa: 

Yo deliré de hambre muchos días
y no dormí de frío muchas noches,
para salvar a Dios de los reproches
de su hambre humana y de sus noches frías.

Otra:

Al promediar la tarde de aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte
lo que me hizo saber que te quería.

Nos ocurrió además un percance. Nuestra “revolución”, según lo he señalado muchas veces, ya había sido prefigurada y superada por el Lunario sentimental (1909) de Lugones y, en lo que a prosa se refiere, por El payador, que data del 16. 

En la biblioteca de Alejandría los primeros editores de Homero inventaron la puntuación; unos dos mil años después, los poetas jóvenes rechazamos esa innovación peligrosa. Igualmente severos nos mostramos con las letras mayúsculas.

En cuanto a la demasiado polémica Boedo-Florida*, que hoy se estudia en las aulas, fue un ardid periodístico tramado por Ernesto Palacio y Roberto Mariani. Yo hubiera preferido militar en el grupo de Boedo, ya que mis composiciones, entonces, trataban del suburbio, pero Evar Méndez me informó que ya estaba inscrito en el de Florida. 

En memorables noches discutimos largamente de estética; nuestra obra, mala o buena, vendría después.  

Abril de 1966


Véase también "Florida" y "Boedo" 
Asimismo, ver la entrada posterior del blog, Ultraísmo de 1920/21, 44 años después.


* En revista Testigo, Buenos Aires, Año 1, Nº 2, abril-mayo-junio de 1966

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Placa en Puerta del sol - Madrid
Foto (otra versión):  Miguel Ruibal [+] [TW] [FB] 1998

24/2/19

Jorge Luis Borges: Ejercicio de análisis (1926)







Ni vos ni yo ni Jorge Federico Guillermo Hegel sabemos definir la poesía. Nuestra insapiencia, sin embargo, es sólo verbal y podemos arrimarnos a lo que famosamente declaró San Agustín acerca del tiempo: ¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si tengo que decírselo a alguien, lo ignoro. Yo tampoco sé lo que es la poesía, aunque soy diestro en descubrirla en cualquier lugar: en la conversación, en la letra de un tango, en libros de metafísica, en dichos y hasta en algunos versos. Creo en la entendibilidá final de todas las cosas y en la de la poesía, por consiguiente. No me basta con suponerla, con palpitarla; quiero inteligirla también. Si quieres ayudarme, tal vez adelantaremos algún trecho de ese camino.

El de hoy es cosa tesonera: se trata del análisis de dos versos hechos por autorizadísima pluma y tan inadmisibles o admisibles como los de cualquier verseador. La correntosa inmortalidad del Quijote los sobrelleva; están en su primera parte, en el capítulo treinta y cuatro y rezan así:

    En el silencio de la noche, cuando
    ocupa el dulce sueño a los mortales
  
Y en segunda viene una antítesis, cuyo segundo término es el desvelado amador que se pasa la santa noche entera pensando en su querer y en su insomnio, hasta que se le viene encima el mañana. Vaya el primer endecasílabo:

  En el silencio de la noche, cuando
  
Analicemos con prolija humildá y pormenorizando sin miedo.

En el. Éstas son dos casi palabras que en sí no valen nada y son como zaguanes de las demás. La primera es el in latino: sospecho que su primordial acepción fue la de ubicación en el espacio y que después, por resbaladiza metáfora, se pasó al tiempo y a tantas otras categorías. (Los romanos ejercieron otro en que ya se gastó: el in batallador de ludus in Claudium y que nuestro modismo En su cara se lo dije acaso conserva.) El es artículo determinado, es promesa, indicio y pregusto de un nombre sustantivo que ha de seguirlo y que algo nos dirá, después de estos neblinosos rodeos. Su acopladura frecuentísima hace casi una sola palabra de en el.

Silencio. La segunda definición que formula Rodríguez Navas (quietud o sosiego de los lugares donde no hay ruido) conviene aquí singularmente, pero no nos despeja la incógnita de la adecuación de esa voz. Ya es un milagro chico que la mera ausencia auditiva, que las vacaciones del ruido, tengan su palabra especial y el milagro crece y se agranda si meditamos que esa palabra es un nombre. Eso es mitología del idioma o inconciencia plenaria o metáfora pausadísima. Todos hablamos del silencio y apenas si concebimos lo que es y el rumor de la sangre en nuestros oídos lo desmiente en la soledá. Sin embargo, escasas palabras hay tan acreditadas. Virgilio habló de alto silencio y lo empinado de la adjetivación no debe asustarnos, pues hasta los periodistas lo llaman hondo y lo mismo da equipararlo con los sótanos que con las torres. Plinio el Antiguo se valió de la palabra silencio para designar la lisura de la madera. San Juan Evangelista, docto en toda gran diosa farolería y en toda canallada literaria, cuenta que tras de la luna sangrienta y del sol negro y de los cuatro ángeles en las cuatro esquinas del mundo, fue hecho silencio en el cielo casi por media hora. Esos alardes no están mal, pero hay que llegar al siglo pasado —gran baratillo de palabras y símbolos— para que al silencio lo exalten y le añadan mayúscula y nos atruenen vociferándolo. Muchos conversadores vitalicios como Carlyle y Maeterlinck y Hugo no le dieron descanso a la lengua, de puro hablar sobre él. Solamente Edgard Allan Poe desconfió de la palabreja y escribió aquel verso de Silence, wich is the merest word all contra la más palabrera de las palabras.

De la. Éstos son otros dos balbuceos y no me le atrevo al examen.

Noche. El diccionario la define de esta manera: Parte del día natural en que está el sol debajo del horizonte. Es una definición cronométrica, practicista. ¿Qué noche es ésa sin estrellas ni anchura ni tapiales que son claros junto a un farol ni sombras largas que parecen zanjones ni nada? ¿Esa noche sin noche, esa noche de almanaque o relojería, en qué verso está? Lo cierto es que ya nadie la siente así y que para cualquier ser humano en trance de poetizar, la noche es otra cosa. Es una videncia conjunta de la tierra y del cielo, es la bóveda celeste de los románticos, es una frescura larga y sahumada, es una imagen espacial, no un concepto, es un mostradero de imágenes.

¿Cuándo empezó a verse la noche? No podemos averiguarlo, pero es lícito suponer que no la levantamos de golpe. Ni vos ni yo dimos con el sentido reverencial que tenemos de ella: para eso han sido menester muchas vigilias de pastores y de astrólogos y de navegantes y una religión que lo ubicase a Dios allá arriba y una firme creencia astronómica que la estirara en miles de leguas. Quedan naciones que aún le conservan los andamios a ese edificio: me refiero a los hombres del mar del Sur que hablan de diez pisos de cielo y a los chinos que lo escalonan en treinta y tres. También los escritores han contribuido y quizá más que nadie. Sin yo quererlo, están en mi visión de la noche el virgiliano Ibant obscuri sola sub nocte per umbram y la noche amorosa, la noche amable más que la alborada de San Juan de la Cruz y la última noche linda que he visto escrita, la del Cencerro de Güiraldes. Ésas y muchas más y una noche romanticona del novecientos cinco que para mí está embalsamada en un aire que yo sé tararear pero no escribir y cuya letra declaraba que a la luz de la pálida luna / en un barco pirata nací…

En mis Inquisiciones he señalado la diferencia entre el concepto clásico de la noche y el que hoy nos rige. Los latinos, con lógica severísima, sólo le vieron dos colores al tiempo y para ellos la noche fue siempre negra, y el día, siempre blanco. En el Parnaso español de Quevedo se conserva alguno de esos días blancos, muy desmonetizado.

Cuando ocupa. Hay una pausa injustificadísima entre esas dos palabras. Esa pausa, según Lugones, es la solemne salvaguardia del verso: es la frontera que media entre lo poético y lo prosaico. Esa pausa evidencia la rima. Pero como aquí nos falta el último verso de la cuarteta y a lo mejor no rima con el primero, no sabremos nunca (según Lugones) si esto es verso o prosa. Occupare en latín es voz militar, sinónima de invadere y de corripere. Cervantes la usa aquí sueltamente, a falta de otro verbo mejor.

El dulce sueño. ¿Qué greguerizador antiquísimo, qué Alberto Hidalgo encontrador de metáforas dio con esta adjetivación, según la cual son comparables el sueño y el sabor de la miel, el paladeo y el dejar de vivir un rato? Lástima es opinar que no ha existido nunca ese hombre magnífico y que aquí no hay otro milagro que el de la gradual sinonimia de placentero y dulce. La imagen (si hay alguna) la hizo la inercia del idioma, su rutina, la casualidá.

A los mortales. Alguna vez estuvo implicado el morir en eso de mortales. En tiempo de Cervantes, ya no. Significaba los demás y era palabra fina, como lo es hoy.

***

Pienso que no hay creación alguna en los dos versos de Cervantes que he desarmado. Su poesía, si la tienen, no es obra de él; es obra del lenguaje. La sola virtud que hay en ellos está en el mentiroso prestigio de las palabritas que incluyen. Idola Fori, embustes de la plaza, engaños del vulgo, llamó Francis Bacon a los que del idioma se engendran y de ellos vive la poesía. Salvo algunos renglones de Quevedo, de Browning, de Whitman y de Unamuno, la poesía entera que conozco: toda la lírica. La de ayer, la de hoy, la que ha de existir. ¡Qué vergüenza grande, qué lástima!



En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (primera edición)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




Imagen arriba: Dibujo de Borges por Dimitris Kritsotakis



22/2/19

Jorge Luis Borges reseña «An Encyclopadeia of Pacifism», de Aldous Huxley







En aquella segunda división de la Anatomía de la melancolía —año de 1621— que estudia los remedios contra ese mal, el autor enumera la contemplación de palacios, de ríos, de laberintos, de surtidores, de jardines zoológicos, de templos, de obeliscos, de mascaradas, de fuegos de artificio, de coronaciones y de batallas. Su candor nos divierte; en una lista de espectáculos saludables, nadie ahora incluiría el de una batalla. (Nadie, tampoco, dejó paradójicamente de embelesarse con la verosímil carga a la bayoneta del impetuoso film pacifista Sin novedad en el frente...)

En cada una de las ciento veintiocho páginas de esta apretada Enciclopedia del pacifismo, Huxley combate fríamente la guerra. Jamás incurre en la diatriba o en la mera elocuencia: las tentaciones sentimentales del argumento no existen para él. Como a Benda o a Shaw, el crimen de la guerra le indigna menos que la insensatez de la guerra, que la compleja imbecilidad de la guerra. Sus razonamientos son de tipo intelectual, no de tipo patético. Sin embargo, es demasiado inteligente para ocultar que el pacifismo predicado por él exige más valor que la mera obediencia de los soldados. Escribe: «Resistir sin violencia no quiere decir no hacer nada. Significa hacer el esfuerzo enorme que se requiere para vencer el mal con el bien. Ese esfuerzo no confía en músculos fuertes y en armamentos diabólicos: confía en el valor moral, en el dominio de sí mismo y en la conciencia inolvidable y tenaz de que no hay un hombre en la tierra (por brutal, por personalmente hostil que sea) sin un fondo nativo de bondad, sin el amor de la justicia, sin un respeto por lo verdadero y lo bueno, que pueden ser alcanzados por todo aquel que use los medios adecuados».

Huxley es admirablemente imparcial. Los «militaristas de izquierda», los partidarios de la lucha de clases, no le parecen menos peligrosos que los fascistas. «La eficacia militar —observa— requiere una concentración del poder, un grado sumo de centralización, la conscripción o la esclavitud al gobierno y el establecimiento de una idolatría local cuyo dios es la nación misma o un tirano semidivinizado. La defensa militar del socialismo contra el fascismo viene a ser, en la práctica, la transformación de la comunidad socialista en una comunidad fascista.» Y luego: «La revolución francesa recurrió a la violencia y terminó en una dictadura militar y en la imposición permanente de la conscripción o esclavitud militar. La revolución rusa recurrió a la violencia; Rusia, ahora, es una dictadura militar. Parece que una verdadera revolución —es decir, el pasaje de lo inhumano a lo humano— no se puede realizar por medios violentos.»




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Antologado también en J.L.B.: Miscelánea (Buenos Aires, 2011)

Foto: Aldous Huxley by Jeanloup Sieff (c. 1963)


20/2/19

Jorge Luis Borges: Las Nornas






En la mitología medieval de los escandinavos, las Nornas son las Parcas. Snorri Sturluson, que a principios del siglo XIII ordenó esa dispersa mitología, nos dice que las principales son tres y que sus nombres son Pasado, Presente y Porvenir. Es verosímil sospechar que la última circunstancia es un refinamiento, o adición, de naturaleza teológica; los antiguos germanos no eran propensos a tales abstracciones. Snorri nos enseña tres doncellas junto a una fuente, al pie del árbol Yggdrasill, que es el mundo. Urden inexorables nuestra suerte.

El tiempo (de que están hechas) las fue olvidando, pero hacia 1606 William Shakespeare escribió la tragedia de Macbeth, en cuya primera escena aparecen. Son las tres brujas que predicen a los guerreros el destino que los aguarda. Shakespeare las llama las weird sisters, las "hermanas fatales", las Parcas. Wyrd, entre los anglosajones, era la divinidad silenciosa que presidía sobre los inmortales y los mortales.




En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Reedición ampliada del Manual de Zoología Fantástica (Buenos Aires, 1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero

Luego en Obras completas en colaboración (4ª ed.)
Barcelona, 1997
María Kodama, 1995
Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997


Imagen: Las Nornas Urd, Verdandi y Skuld bajo el roble del mundo Yggdrasil (1882), de Ludwig Burger. El autor entendió el Yggdrasil como un roble, a pesar de que se trate de un fresno. Pueden verse aquí, además de a las Nornas, al águila sin nombre entre cuyos ojos se posa el halcón Vedrfölnir, a la ardilla Ratatösk y abajo el Pozo de Urd. Vía


18/2/19

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Los inmortales







And see, no longer blinded by our eyes.
Rupert Brooke

Quién me dijera, en aquel ingenuo verano del 23, que el relato El elegido de Camilo N. Huergo, del que me hiciera obsequio el autor, con dedicatoria firmada, que por fineza opté por arrancar antes de proponer en venta a sucesivos libreros, encerrara bajo su barniz novelesco un anticipo genial. La fotografía de Huergo, enmarcada en óvalo, ornamenta la tapa. Cuando la miro, me hago la ilusión de que se va a poner a toser, víctima de la tisis que tronchó una carrera que prometía. En efecto, a poco murió sin acusar recibo de la carta que le escribí en uno de mis alardes magníficos de generosidad.

El epígrafe que antepongo a este sesudo trabajo lo copié de la obrita en cuestión, y le pedí al doctor Montenegro que me lo pusiera en castilla con resultante negativa. Para que el desprevenido lector se haga su composición de lugar, me abocaré a un resumen comprimido del relato de Huergo, que condensaré como sigue:

  El narrador visita en el Chubut a un estanciero inglés, don Guillermo Blake, que amén de la crianza de las ovejas aplica su cacumen a las abstrusidades de ese griego, Platón, y a los más recientes tanteos de la medicina quirúrgica. En base a esta lectura sui generis, don Guillermo reputa que los cinco sentidos del cuerpo humano obstruyen o deforman la captación de la realidad y que, si nos liberáramos de ellos, la veríamos como es, infinita. Piensa que en el fondo del alma están los modelos eternos que son la verdad de las cosas y que los órganos de que nos ha dotado el Creador resultan, grosso modo, obstaculizantes. Vienen a ser anteojos negros que obstruyen lo de afuera y nos distraen de lo que en nosotros llevamos.

  Blake le hace un hijito a una puestera para que éste contemple la realidad. Anestesiarlo para siempre, dejarlo ciego y sordomudo, emanciparlo del olfato y del gusto, fueron sus primeros cuidados. Tomó asimismo todos los recaudos posibles para que el elegido no tuviera conciencia de su cuerpo. Lo demás lo arregló con dispositivos que se encargaban de la respiración, circulación, asimilación y excreción. Lástima que el así liberado no pudiera comunicarse con nadie. El narrador se va, urgido por necesidades de índole práctica. A los diez años vuelve. Don Guillermo se ha muerto; el hijo sigue perdurando a su modo, en su altillo abarrotado de máquinas y con respiración regular. El narrador, al irse para siempre, deja caer un pucho encendido que prende fuego al establecimiento de campo y no acabará de saber si lo ha hecho adrede o por pura casualidad. Así termina el cuento de Huergo, que en su tiempo era raro, pero que hoy superan con creces los cohetes y astronautas de los científicos.

  Despachado así a vuelapluma este desinteresado compendio de la fantasía de un muerto, de quien ya nada puedo esperar, me reintegro al meollo. La memoria me devuelve un sábado de mañana, año 64, que yo tenía hora con el doctor gerontólogo Raúl Narbondo. La triste verdad es que los muchachos de antes venimos viejos: la melena ralea, una que otra oreja se tapia, las arrugas juntan pelusa, la muela es cóncava, la tos echa raíces, el espinazo es joroba, el pie se enrieda en los cascotes y, en suma, el pater familias pierde vigencia. Había llegado para mí, a no dudarlo, el momento aparente de recabar del doctor Narbondo un reajuste a nuevo, máxime considerando que aquél cambiaba los órganos gastados por otros en buen uso. Con dolor en el alma, porque esa tarde se jugaba el desquite de Excursionistas contra Deportivo Español y acaso yo no arribara entre los primeros a la cita de honor, encaminéme al consultorio de Avenida Corrientes y Pasteur. Éste, según quiere la fama, ocupa el piso quince del Edificio Amianto. Subí por ascensor marca Electra. Cabe la chapa de Narbondo, presioné el timbre y a la postre, tomando el coraje a dos manos, me colé por la puerta, a medio entreabrir y penetré en la propia sala de espera. Allí a solas con Vosotras y el Billiken, distraje el paso de las horas, hasta que las doce campanadas de un reloj de cuco me sobresaltaron en la butaca. Al punto me demandé: ¿Qué sucede? Ya en plan detectivesco, entré a inspeccionar y aventuré unos pasos hacia el ambiente próximo, bien resuelto, eso sí, a hacerme perdiz al menor ruidito. De la calle ascendían bocinazos, el pregón del diariero, la frenada que salva al transeúnte, pero, a mi alrededor, gran silencio. Atravesé una especie de laboratorio o de trastienda de farmacia, munida de instrumental y de frascos. Estimulado por la idea de llegar al servicio, empujé la puerta del fondo.

  Adentro vi lo que no entendieron mis ojos. El angosto recinto era redondo, blanqueado, de techo bajo, con luz de neón y sin una ventana que aliviara la claustrofobia. Lo habitaban cuatro personajes o muebles. Su color era el mismo de las paredes; el material, madera; la forma, cúbica. Sobre cada cubo, un cubito, con una rejilla y debajo, su hendija de buzón. Bien escrutada la rejilla, usted notaba con alarma que desde el interior lo seguían unos a modo de ojos. Las hendijas dejaban emitir, a intervalos irregulares, un coro de suspiros o vocecitas que ni Dios captaba palabra. La distribución era tal que cada cual estaba enfrente de otro y dos a los lados, componiendo un cenáculo. No sé cuántos minutos pasaron. En eso, entró el doctor y me dijo:

  —Disculpe, Bustos, que lo haya hecho esperar. Fui a retirar entrada para el encuentro de Excursionistas. —Prosiguió, señalándome los cubos—: Tengo el gusto de presentarle a Santiago Silberman, al escribano retirado Ludueña, a Aquiles Molinari y a la señorita Bugard.

De los muebles salieron sonidos débiles, más bien incomprensibles. Yo prestamente adelanté una mano y sin el placer de estrechar la de ellos, me retiré en buen orden, con la sonrisa congelada. Llegué al vestíbulo como pude. Alcancé a balbucear:

  —Coñac, coñac.

  Narbondo regresó del laboratorio, con un vaso graduado lleno de agua, en la que disolvió unas gotas efervescentes. Santo remedio: el sabor a vómito me despabiló. Luego, cerrada con dos vueltas la puerta que comunicaba al recinto, vino la explicación:

  —Constato satisfecho, caro Bustos, que mis Inmortales lo han impactado. Quién nos iba a decir que el homo sapiens, el antropoide apenas desbastado de Darwin, lograría tal perfección. Ésta, su casa, le prometo, es la única en Indo-América donde se aplica con rigor la metodología del doctor Eric Stapledon. Usted recordará a no dudar la consternación que la muerte del llorado maestro, acaecida en Nueva Zelandia, ocasionó en sectores científicos. Jáctome, por lo demás, de haber incrementado su labor precursora con algunos toques acordes a nuestra idiosincrasia porteña. En sí la tesis, ese otro huevo de Colón, es bien simple. La muerte corporal proviene siempre de la falla de un órgano, llámele usted riñón, pulmón, corazón o lo que más quiera. Reemplazados los componentes del organismo, corruptibles de suyo, por otras tantas piezas inoxidables, no hay razón alguna para que el alma, para que usted mismo, Bustos Domecq, no resulte Inmortal. Nada de argucias filosóficas; el cuerpo se recauchuta de vez en cuando, se calafatea y la conciencia que habita en él no caduca. La cirugía aporta la inmortalidad al género humano. Lo fundamental ha sido logrado; la mente persiste y persistirá sin el temor de un cese. Cada Inmortal está reconfortado por la certidumbre, que nuestra empresa le garante, de ser un testigo para in aeterno. El cerebro, irrigado noche y día por un sistema de corrientes magnéticas, es el último baluarte animal en el que todavía conviven rulemanes y células. Lo demás es fórmica, acero, material plástico. La respiración, la alimentación, la generación, la movilidad, ¡la excreción misma!, ya son etapas superadas. El Inmortal es inmobiliario. Falta una que otra pincelada, es verdad; la emisión de voces, el diálogo, es pasible aún de mejoras. En cuanto a los gastos que eroga, no se preocupe, usted. Por un trámite que obvia legalismos, el aspirante nos traspasa su patrimonio y la firma Narbondo (yo, mi hijo, su descendencia) se compromete a mantenerlo in statu quo, durante los siglos de los siglos.

  Fue entonces que me puso la mano en el hombro. Sentí que me dominaba su voluntad.

  —¡Ja! ¡Ja! ¿Engolosinado, tentado, mi pobre Bustos? Usted precisará unos dos meses para entregarme todo en acciones. En cuanto a la operación, le hago precio de amigo: en vez de los trescientos mil de práctica, doscientos ochenta y cinco, de a mil, se entiende. El resto de su fortuna es suyo. Queda insumido en alojamiento, atención y service. La intervención, en sí, es indolora. Mera amputación y reemplazo. No se problematice. En los últimos días manténgase tranquilo, despreocupado. Nada de comidas pesadas, de tabaco, de alcohol, fuera de un buen whisky a sus horas, envasado en origen. No se deje excitar por la impaciencia.

  —Dos meses, no —le contesté—. Uno me basta y sobra. Salgo de la anestesia y soy un cubo más. Usted ya tiene mi teléfono y mi domicilio: nos mantendremos en comunicación. El viernes, a más tardar, vuelvo por aquí.

  En la puerta de escape me regaló una tarjeta del doctor Nemirovski, que se pondría a mi disposición para todos los trámites de la testamentería.

  Con perfecta compostura caminé hasta la boca del subterráneo. Bajé las escaleras corriendo. Me puse inmediatamente en campaña; esa misma noche me mudé sin dejar un solo rastro al Nuevo Imparcial, en cuyo libro de pasajeros figuro bajo el nombre supuesto de Aquiles Silberman. En la piecita que da al patio del fondo escribo, con barba postiza, esta relación de los hechos.



En Crónicas de Bustos Domecq (1967)

Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997
Barcelona, Emecé, 1997

Imagen: ¿Esculturas? de Borges y  Bioy Casares en La Biela
Obra de Fernando Pugliese
Foto PD, 2012


16/2/19

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: La Poesía






Alifano: Borges, ¿qué es para usted la poesía? ¿Cómo la definiría?

Borges: Creo que la poesía es algo tan íntimo, algo tan esencial que no puede ser definido sin diluirse. Sería como tratar de definir el color amarillo, el amor, la caída de las hojas en el otoño… Yo no sé cómo podemos definir las cosas esenciales. Se me ocurre que la única definición posible sería la de Platón, precisamente porque no es una definición, sino porque es un hecho poético. Cuando él habla de la poesía dice: «Esa cosa liviana, alada y sagrada». Eso, creo, puede definir, en cierta forma, a la poesía, ya que no la define de un modo rígido, sino que ofrece a la imaginación esa imagen de un ángel o de un pájaro.

   A.: ¿O sea que al compartir la definición que da Platón, usted aceptaría la idea de que la poesía es, ante todo, el hecho estético?

   B.: Sí. Yo sigo pensando que la poesía es el hecho estético: es decir, que la poesía no es un poema. Porque qué es un poema: es tal vez sólo una serie de símbolos. La poesía, yo creo, es el hecho poético que se produjo cuando el poeta lo escribió, cuando el lector lo lee, y siempre se produce de un modo ligeramente distinto. Cuando eso sucede, a mí me parece que lo percibimos. La poesía es un hecho mágico, misterioso, inexplicable, aunque no incomprensible. Si no se siente el hecho poético cuando se la lee, quiere decir que el poeta ha fracasado.

    A.: Bueno, también puede fracasar el lector, ¿no le parece?

    B.: Ah, sí, eso sucede a menudo y es lo más común.

    A.: ¿De manera entonces que la justificación de un verso vendría después, Borges?

    B.: Por supuesto. Primero sentimos la emoción y después la explicamos o tratamos de explicarla. Al mismo tiempo, para sentir esa emoción es necesario que uno sienta que corresponde a una emoción. Es decir, si leemos un poema como un juego verbal, la poesía fracasa; lo mismo si pensamos que la poesía es sólo un juego de palabras. Yo diría más bien que la poesía es algo cuyo instrumento son las palabras, pero que las palabras no son la materia de la poesía. La materia de la poesía —si es lícito que usemos esta metáfora— vendría a ser la emoción. Y esa emoción tiene que ser compartida por el lector.

    A.: De esto que usted acaba de decir, se desprende que el único criterio para la poesía sería el criterio sensitivo, el criterio hedónico, ¿no es así?

    B.: Sí. Si sentimos placer, si sentimos emoción al leer un texto: ese texto es poético. Si no lo sentimos, es inútil que nos hagan notar que las rimas son nuevas, que las metáforas han sido inventadas por el autor o que responde a una corriente tal. Nada de eso sirve. Voy a hacer una confesión personal: yo me he pasado la vida repitiendo esos versos de Quevedo, que dicen:
  
    Su tumba son de Flandes las campañas
    y su epitafio la sangrienta luna.  

  Eso mi imaginación lo aceptaba, pero hace algún tiempo me dije: ¿Puede justificarse esta línea: «su epitafio la sangrienta luna»? Porque —y esto creo que no es una insensatez— podemos también concebir a la luna vista como la luna de la astronomía, o la luna de la bandera otomana. O sea que cuesta trabajo aceptar eso lógicamente. Pero tal vez lo menos importante es que lo aceptemos lógicamente, en cuanto que nuestra imaginación es la que lo acepta. La luna, en este caso, la sentimos sangrienta sobre los campos de batalla, como la luna roja que figura en el Apocalipsis.
  
    A.: Es cierto; además sentimos que hay algo de mágico en esos versos…

    B.: Sí, y la palabra epitafio no puede ser reemplazada por ninguna otra, ya que es una palabra esencial que dice por sí misma. Sin embargo, creo que sucede lo mismo con la palabra luna, no sé si podemos justificar lógicamente la palabra epitafio. Pero creo que lo fundamental es que cada uno de nosotros sienta que Quevedo ha escrito esos versos con sinceridad, y que estemos convencidos de que él puso esas palabras naturalmente. De lo contrario sentiríamos que el verso ha perdido toda su fuerza; como eso no sucede, el hecho poético está a salvo y ese soneto de Quevedo es algo mágico, algo misterioso y maravilloso.

    A.: Borges, de esto también se desprende que lo importante en el arte poético es encontrar las palabras justas.

    B.: En cierta forma sí. Esas palabras exactas son las que producen la emoción. Yo siempre recuerdo aquellos magníficos versos de Emily Dickinson, que podemos utilizar para ilustrar lo expresado. Ella escribe en un poema: «Este tranquilo polvo fue señores y señoras». Aquí la idea es trivial. La idea de este polvo, polvo de muertos (todos seremos polvo algún día), es un lugar común, pero lo inesperado de todo es el «señores y señoras», que es lo que hace que eso sea mágico, poético. Si ella hubiera escrito «hombres y mujeres», no hubiera sido poético, sería algo común. Pero ella escribió: «Este tranquilo polvo fue señores y señoras» y encontró las palabras justas.

    A.: Lugones creía que lo esencial es la metáfora. ¿Qué opina usted, Borges?

    B.: Yo creo que es un error de Lugones. Para mí lo importante es la entonación, la cadencia que se le da a la metáfora. Por ejemplo, si decimos: «La vida es sueño», es una frase demasiado abstracta para ser poesía, ya que es fría, trivial. Pero, en cambio, si decimos como Shakespeare: «Hay hechos de madera de sueños, de sustancias de sueños», eso se acerca más a la poesía. Sin embargo, cuando Walter von Derfogel Waide dice: «He soñado mi vida, ¿fue verdadera?», ya la condición poética está dada más allá de Calderón y de Shakespeare. Algo similar ocurre con el sueño de Chuang Tzu, que dice: «Chuang Tzu soñó que era mariposa y no supo, al despertar, si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre». En ese breve texto se produce el hecho poético. La elección de la mariposa, además, es acertada, ya que la mariposa es algo tenue que parece hecho para la sustancia de los sueños. Si Chuang Tzu hubiese elegido un tigre no habría ocurrido lo mismo y la frase no la leeríamos como poética.

    A.: Una de las más hermosas definiciones del hecho estético le pertenece a usted, Borges. En un ensayo suyo se lee: «El hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce».

    B.: Ah, sí yo dije eso, es verdad. Ciertos crepúsculos, ciertos amaneceres, algunas caras trabajadas por el tiempo, están a punto de revelarnos algo, y esta inminencia de la revelación que no se produce, es para mí, el hecho estético. Ahora, el propio lenguaje es también de por sí una creación estética. Creo que no hay ninguna duda en ello; una prueba es que cuando estudiamos un idioma, cuando estamos obligados a ver las palabras de cerca, a verlas con lupa, las sentimos hermosas o no. Con la lengua materna no ocurre esto, ya que vemos y sentimos a las palabras ligadas al discurso.

    A.: Usted ha dicho también que las metáforas existen desde siempre. ¿Podría ampliar ese concepto, Borges?

    B.: Sí, como no. Yo creo que las metáforas si son verdaderas existen desde siempre, no creo que sea fácil inventarlas o descubrir afinidades que no hayan sido previstas ya. Pero podemos decirlas con una entonación distinta. Yo alguna vez pensé reducir todas las metáforas a cinco o seis que me parece son las esenciales.

    A.: ¿Cuáles serían esas metáforas?

    B.: Bueno, el tiempo y el río, el vivir y el soñar, la muerte y el dormir, las estrellas y los ojos, las flores y las mujeres. Ésas serían, creo yo, las metáforas esenciales que se encuentran en todas las literaturas; pero luego hay otras que son metáforas caprichosas.

    A.: ¿A cuáles incluiría dentro de esta definición?

   B.: No sé, pero creo que la función de los poetas es descubrirlas, aunque tal vez ya existen. Yo pienso que una metáfora no le es revelada a un poeta como una afinidad entre dos cosas lejanas; una metáfora le es revelada ya con sus formas, ya con su entonación. Yo no creo que Emily Dickinson pensara: «Este tranquilo polvo fue hombres y mujeres», y después lo sustituyera por: «señores y señoras»; eso me resulta increíble. Es más correcto suponer que todo eso le fue dado por alguien —que podríamos llamar el espíritu, la musa— en un solo acto, de una sola vez. Yo no creo que se llegue a la poesía a fuerza de progresiones, o a fuerza de buscar todas las variaciones posibles de las palabras. Yo creo que uno da con el adjetivo, o con los adjetivos que convienen. Yo recuerdo ahora un verso de Rafael Obligado que dice: «Estalla el cóncavo trueno». Y estoy seguro de que él no llegó a eso a través de ensayar varios adjetivos esdrújulos; yo creo que él llegó directamente a la palabra «cóncavo», que es la palabra justa, o la palabra que sentimos como justa, y es la que da su belleza al verso.

    A.: Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado.

    B.: Ah, sí. No recordaba eso, pero me da la razón a lo que expresé anteriormente. Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo existe. Parto de un concepto general; tengo más o menos en claro el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no siento que dependen de mi arbitrio. Creo que pasa lo mismo cuando leemos un buen poema; pensamos que ese poema también nosotros hubiéramos podido escribirlo, que ese poema ya preexistía en nosotros. Eso hace también que muchas veces a partir de ese texto, iniciemos uno nuevo o una variación del mismo.

    A.: Yo recuerdo ahora, Borges, que Emerson decía que la poesía nace de la poesía.

    B.: Eso es verdad. No necesariamente debe nacer ante la emoción que nos produce un hecho natural; también puede nacer de algo ya concebido poéticamente que nos emociona.

    A.: Sí, y la belleza puede acecharnos de diversas formas.

    B.: Yo creo que sí, que está acechándonos desde todas partes. Si tuviéramos sensibilidad, la sentiríamos así en la poesía de todos los idiomas. Nada tiene de extraño tanta belleza desparramada por el mundo. Mi maestro, el poeta judeo-español Rafael Cansinos-Assens, legó una plegaria a Dios, en la que dice: «Oh, Señor, que no haya tanta belleza»; y recuerdo que Browning escribió: «Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [16]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto de Borges sin atribución ni fecha: incluida en el mismo libro


12/2/19

Silvina Ocampo: “La expiación” (en JLB, ABC y SO: «Antología de la literatura fantástica»





Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama. 
—Voy a mostrarles una prueba —nos dijo.
—¿Van a contratarte en un circo? —le pregunté. 
Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo. ¿Era ésa la prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco; que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la misma persistencia. Dicen que en el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví esa tarde con remoto desconsuelo. 
Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. 
Hacia calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. 
Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. 
Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi conciencia y su timidez.
Esta casa diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas. 
Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos frecuentaban nuestra casa en los días de fiesta o para festejar alguna fecha de familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto nos visitaban más a menudo porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado de mí, ellos lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad, poca importancia le daba al dinero. 
Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos, mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo cuando están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual. 
"Son cantores los canarios", decía Cleóbula invariablemente, pero si hubiera podido matarlos con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba. ¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas pruebas ridículas sin que Antonio les ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla! 
Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto, mecánicamente, bajo la sombra del parral, donde siempre se sentaba, en una silla de Viena, como un perro en su rincón. Yo no lo consideraba como una mujer considera a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería para recibirlo. Muchas veces, después de haberme lavado la cabeza, con el pelo mojado, recogido con horquillitas, como un esperpento, o bien con el cepillo de dientes en la boca y con dentífrico en los labios, o con las manos llenas de espuma de jabón en el momento de lavar la ropa, con el delantal recogido en la cintura, barrigona como una mujer encinta, lo hacía pasar abriéndole la puerta de calle, sin mirarlo siquiera. Muchas veces, en mi descuido, creo que me vio salir del cuarto de baño envuelta en una toalla turca, arrastrando las chancletas como una vieja o como una mujer cualquiera. 
Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que contenía pequeñas flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a otros recipientes que contenían un líquido oscuro donde humedecían la punta diminuta de las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos, adornos de sombrero de una tatarabuela. 
Cleóbula, que no es maliciosa, había advertido, y me lo dijo, que Ruperto me miraba con demasiada insistencia. "¡Qué ojos!", repetía sin cesar. "¡Qué ojos!" 
—He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo —musitó Antonio—; es una de las pruebas más difíciles que he logrado en mi vida. 
Me sobresalté al oír su voz. ¿Era ésa la prueba? Después de todo, ¿qué había de extraordinario en ella? 
—Como Ruperto —dije con voz extraña. 
—Como Ruperto —repitió Antonio—. Los canarios, más fácilmente que mis párpados, obedecen mis órdenes. 
Los tres estábamos en ese cuarto en penumbra como en penitencia. Pero ¿qué relación podía haber entre sus ojos abiertos durante el sueño y las órdenes que impartía a los canarios? No era de extrañar que Antonio me dejara de algún modo perpleja: ¡era tan distinto de los otros hombres! 
Cleóbula también me había asegurado que mientras Ruperto afinaba la guitarra sus miradas me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta de los pies, que una noche al quedar dormido en el patio, medio borracho, sus ojos habían quedado fijos en mí. En consecuencia perdí la naturalidad, tal vez la falta de coquetería. Para mi ilusión. Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz en el que se engarzaban sus ojos de animal, esos ojos que no cerraba ni para dormir. Como al vaso de naranjada o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza me clavaba sus pupilas cuando tenia sed. Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran tanto no existían en toda la provincia, en todo el mundo; un brillo azul y profundo como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los otros, cuyas miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos, sin cara, sin voz, sin cuerpo; así me parecía, pero así no lo sentía Antonio. Durante muchos días en que mi inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nimiedad me hablaba de mal modo o me infligía trabajos penosos, como si en lugar de ser su mujer yo hubiera sido su esclava. La transformación en el carácter de Antonio me afligió. 
¡Qué extraños son los hombres! ¿En qué consistía la prueba que quería mostrarnos? Lo del circo no había sido una broma. 
Al poco tiempo de casarnos, muchas veces dejaba de ir a su trabajo, pretextando un dolor de cabeza o un inexplicable malestar en el estómago. ¿Todos los maridos eran iguales?
En el fondo de la casa la enorme pajarera llena de canarios que Antonio había cuidado siempre con afán, estaba abandonada. Por las mañanas cuando yo tenía tiempo limpiaba la pajarera, colocaba alpiste, agua y lechuga en los recipientes blancos y cuando las hembras estaban por tener cría, preparaba los niditos. Antonio se había ocupado siempre de estas cosas, pero ya no demostraba ningún interés en hacerlo ni en que yo lo hiciera. 
¡Hacía dos años que nos habíamos casado! ¡Ni un hijo! En cambio ¡cuánta cría habían tenido los canarios! Un olor a almizcle y a cedrón llenó el cuarto. Los canarios olían a gallina, Antonio a tabaco y a sudor, pero Ruperto últimamente no olía sino a alcohol. Me decían que se emborrachaba. ¡Qué sucio estaba el cuarto! Alpiste, miguitas de pan, hojas de lechuga, colillas y ceniza estaban diseminados en el piso.
Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los momentos libres, a amaestrar animales: primero usó de su arte, pues era un verdadero artista, con un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durante un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque me agradaban, se le ocurrió amaestrar canarios. En los meses de noviazgo, para conquistarme, me había enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita. De la casa donde él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados mensajeros iban de una casa a la otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del bolsillo de mi blusa. 
Que los canarios colocaran flores en mi pelo y papelitos en mi bolsillo ¿no era más difícil que las tonterías que estaban haciendo con las benditas flechas? 
En el pueblo, Antonio llegó a gozar de un gran prestigio. "Si hipnotizaras a las mujeres como a los pájaros, nadie resistiría a tus encantos", le decían sus tías con la esperanza de que el sobrino se casara con alguna millonaria. Como dije anteriormente, Antonio no se interesaba por el dinero. Desde los quince años había trabajado de mecánico y tenía lo que deseaba tener, lo que me ofreció con su casamiento. Nada nos faltaba para ser felices. Yo no podía comprender por qué Antonio no buscaba un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera servido para ese fin, aunque más no fuera una reyerta por cuestiones de trabajo o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con armas, hubiera vedado la entrada de ese amigo a nuestra casa. Antonio no dejaba traslucir ninguno de sus sentimientos, salvo en ese cambio de carácter que yo supe interpretar. Contrariando mi modestia, advertí que los celos que yo podía inspirar enajenaban a un hombre que había sido siempre, a mi juicio, el ejemplo de la normalidad. 
Antonio silbó, se quitó la camiseta. Su torso desnudo parecía de bronce. Me estremecí al verlo. Recuerdo que antes de casarme me ruboricé frente a una estatua muy parecida a él. ¿Acaso no lo había visto nunca desnudo? ¡Por qué me asombraba tanto! 
Pero el carácter de Antonio sufrió otro cambio que en parte me tranquilizó: de inerte se volvió extremadamente activo, de melancólico se volvió, aparentemente, alegre. Su vida se llenó de misteriosas ocupaciones, de un ir y venir que denotaba un interés extremo por la vida. Después de la cena, ni siquiera encontrábamos un momento de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o para no hacer nada, o para conversar unos instantes sobre los acontecimientos del día. Los domingos y días de fiesta tampoco eran un pretexto para permitirnos un descanso; yo que soy como un espejo de Antonio, contagiada por su inquietud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando fundas impecables, por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas ocupaciones de mi marido. Un redoblamiento de amor y de solicitud por los pájaros ocupó parte de sus días. Arregló nuevas dependencias de la pajarera; el arbolito seco, que ocupaba el centro, fue reemplazado por otro, más grande y más gracioso, que la embellecía. 
Abandonando las flechas, dos canarios empezaron a pelear: las plumitas volaron por el cuarto, la cara de Antonio se oscureció de cólera. ¿Sería capaz de matarlos? Cleóbula me había dicho que era cruel. "Tiene cara de llevar un cuchillo en el cinto", había aclarado. 
Antonio ya no permitía que yo limpiara la pajarera. En aquellos días él ocupó un cuarto que servía de depósito en los fondos de la casa y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca, donde mi hermano solía dormir la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches sin dormir, lo sospecho, pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas. A veces se encerraba horas enteras en ese cuarto maldito. 
Uno por uno los canarios dejaron caer de sus picos las pequeñas flechas, se posaron sobre el respaldo de una silla y modularon un canto suave. Antonio se incorporó y mirando a María Callas, al que siempre había llamado "La reina de la desobediencia", dijo una palabra que no tiene sentido para mí. Los canarios volvieron a revolotear. 
A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba de atisbar sus movimientos. Me lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo: de ese modo me atreví a golpear a su puerta. Cuando me abrió, salió volando una bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi herida pero, como si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión, no sé adónde, y volvió con una bolsa llena de plantas. 
Miré de soslayo mi falda manchada. Los pájaros son tan chiquitos y tan sucios. ¿En qué momento me habían ensuciado? Los observé con odio: me gusta estar limpia aun en la penumbra de un cuarto.
Ruperto, ignorando la mala impresión que causaban sus visitas, venía con la misma frecuencia y con los mismos hábitos. A veces, cuando yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi marido con algún pretexto me hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le desagradaba, las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas: me desnudaban bajo la sombra del parral, me ordenaban actos inconfesables cuando a la caída de la tarde una brisa fresca acariciaba mis mejillas. Antonio, en cambio, nunca me miraba o fingía no mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula. No haberlo conocido, no haberme casado con él, ni conocido sus caricias, para volver a encontrarlo, el descubrirlo, a entregarme a él, fue durante un tiempo uno de mis deseos más ardientes. ¿Pero quién recupera lo que ya perdió? 
Me incorporé, me dolían las piernas. No me gusta estar quieta tanto tiempo. ¡Qué envidia tengo a los pájaros que vuelan! Pero los canarios me dan pena. Parece que sufrieran cuando obedecen. 
Antonio no trataba de evitar las visitas de Ruperto. Por lo contrario, las fomentaba. Durante los días de carnaval llegó al extremo de invitarlo a quedarse en nuestra casa una noche en que se demoró hasta muy tarde. Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente. Aquella noche, como la cosa más natural del mundo, volvimos a dormir juntos, mi marido y yo, en la cama de matrimonio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel momento en su antigua normalidad: así lo creí, al menos. 
Vislumbré en un rincón, debajo de la mesa de luz, el famoso muñeco. Pensé que podría recogerlo. Como si hubiese hecho un ademán, Antonio me dijo:
—No te muevas. 
Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos, en la semana de carnaval, descubrí, para mal de mis pecados, arrumbado sobre el armario de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con grandes ojos azules, de un material blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro, imitando las pupilas. Vestido de gaucho hubiera servido de adorno en nuestro dormitorio. Riendo se lo mostré a Antonio, que me lo quitó de las manos con fastidio. 
—Es un recuerdo de infancia —me dijo—. No me gusta que toques mis cosas. —¿Qué mal hay en tocar un muñeco con el cual jugabas en tu infancia? Conozco niños que juegan con muñecos, ¿acaso te da vergüenza? ¿No eres un hombre ya? —le dije.
—No tengo que dar ninguna explicación. Lo mejor será que te calles. 
Antonio, malhumorado, colocó el muñeco de nuevo sobre el armario y no me dirigió la palabra durante varios días. Pero volvimos a abrazarnos como en nuestros mejores tiempos. 
Pasé la mano por mi frente húmeda. ¿Se me habrían deshecho los rulos? No había ningún espejo en el cuarto, por suerte, pues no hubiera resistido la tentación de mirarme en lugar de mirar los canarios que me parecían tan tontos. 
A menudo Antonio se encerraba en el cuarto del fondo y advertí que dejaba abierta la puerta de la pajarera para que entrara por la ventana alguno de los pajaritos. Llevada por la curiosidad, una tarde lo espié, subida sobre una silla, pues la ventana quedaba muy alta (lo que naturalmente no me permitía mirar hacia adentro del cuarto cuando yo pasaba por el patio). 
Miraba el torso desnudo de Antonio. ¿Era mi marido o una estatua? Acusaba a Ruperto de loco, pero él era más loco tal vez. ¡Cuánto dinero había gastado en la compra de canarios, en vez de comprarme una máquina de lavar! 
Un día pude entrever al muñeco acostado en la cama. Un enjambre de pajaritos lo rodeaba. El cuarto se había transformado en una especie de laboratorio. En un recipiente de barro había un montón de hojas, de tallos, de cortezas oscuras; en otro, unas flechitas hechas con espinas; en otro, un líquido brillante castaño. Me pareció que yo había visto esos objetos en sueños, y para salir de mi perplejidad conté la escena a Cleóbula, que me respondió: 
—Así son los indios: usan flechas con curare. 
No le pregunté lo que quería decir curare. Ni sabía si me lo decía con desdén o con admiración. 
—Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio —y al ver mi asombro, interrogó—: ¿No lo sabes? 
Sacudí la cabeza con fastidio. Mi marido era mi marido. No había pensado que pudiera pertenecer a otra raza ni a otro mundo que el mío. 
—¿Cómo lo sabes? —interrogué con vehemencia. 
—¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes? ¿No adviertes lo ladino que es? Mandarín, la misma María Callas, son más francos que él. Esa reserva, esa manera de no contestar cuando se le pregunta algo, ese modo que tiene de tratar a las mujeres, ¿no bastan para demostrarte que es un indio? Mi madre está enterada de todo. Lo sacaron de un campamento cuando tenia cinco años. Tal vez eso fue lo que te gustó en él: ese misterio que lo distingue de los otros hombres. 
Antonio traspiraba y el sudor hacía brillar su torso. ¡Tan buen mozo y perdiendo el tiempo! Si me hubiera casado con Juan Leston, el abogado, o con Roberto Cuentas, el tenedor de libros, no hubiera padecido tanto, seguramente. Pero, ¿qué mujer sensible se casa por interés? Dicen que hay hombres que amaestran pulgas, ¿de qué sirve? 
Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que mi marido era indio para afligirme o para hacerme perder la confianza en él; pero al hojear un libro de historia donde había láminas con campamentos de indios, e indios a caballo, con boleadoras, encontré una similitud entre Antonio y esos hombres desnudos, con plumas. Advertí simultáneamente que lo que me había atraído en Antonio era tal vez la diferencia que había entre él y mis hermanos y los amigos de mis hermanos, el color bronceado de la piel, los ojos rasgados y ese aire ladino que Cleóbula mencionaba con perverso deleite. 
—¿Y la prueba? —interrogué. 
Antonio no me respondió. Fijamente miraba los canarios que volvieron a revolotear. Mandarín se apartó de sus compañeros y permaneció solo en la penumbra modulando un canto parecido al de las calandrias. 
Mi soledad comenzó a crecer. A nadie comunicaba mis inquietudes. 
Para Semana Santa, por segunda vez, Antonio insistió en que Ruperto se quedara de huésped en nuestra casa. Llovía, como suele llover para Semana Santa, fuimos con Cleóbula a la iglesia para hacer el Viacrucis. 
—¿Cómo está el indio? —me preguntó Cleóbula, con insolencia. 
—¿Quién? 
—El indio, tu marido —me respondió—. En el pueblo todo el mundo lo llama así. 
—Me gustan los indios; aunque mi marido no lo fuera, me seguirían gustando —le respondí, tratando de seguir mis oraciones. 
Antonio estaba en actitud de oración. ¿Había rezado alguna vez? Para el día de nuestro casamiento mi madre le pidió que comulgara; Antonio no quiso complacerla. 
Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se estrechaba. Una suerte de camaradería, de la que yo estaba en cierto modo excluida, los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En aquellos días Antonio hizo gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta su casa, con los canarios. Decían que jugaban al truco por medio de ellos, pues una vez intercambiaron algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de mí? Me fastidió el juego de esos dos hombres grandes y resolví no tomarlos en serio. ¿Tuve que admitir que la amistad es más importante que el amor? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto; en cambio Antonio, injustamente en cierto modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer. Ruperto siguió mirándome. Todo aquel drama ¿sólo había sido una farsa? ¿Añoraba el drama conyugal, ese martirio al que me habían abocado los celos de un marido enloquecido durante tantos días? 
Seguíamos amándonos, a pesar de todo. 
En un circo Antonio podía ganar dinero con sus pruebas, ¿por qué no? La María Callas inclinó la cabecita para un lado, luego para el otro, y se posó en el respaldo de una silla. 
Una mañana, como si me anunciara el incendio de la casa, Antonio entró en mi cuarto y me dijo: 
—Ruperto está muriendo. Me mandaron llamar. Salgo para verlo. 
Esperé a Antonio hasta mediodía, distraída con los quehaceres domésticos. Volvió cuando yo estaba lavándome el pelo. 
—Vamos —me dijo—. Ruperto está en el patio. Lo salvé. 
—¿Cómo? ¿Fue una broma? 
—Ninguna. Lo salvé, con la respiración artificial. 
Apresuradamente, sin comprender nada, recogí mi pelo, me vestí, salí el patio. Ruperto, inmóvil, de pie junto a la puerta miraba ya sin ver las baldosas del patio. Antonio le arrimó una silla para que se sentara. 
Antonio no me miraba, miraba el techo como conteniendo la respiración. De improviso Mandarín voló junto a Antonio y le clavó una de las flechas en un brazo. Aplaudí: pensé que debía hacerlo para contentar a Antonio. Era sin embargo una prueba absurda. ¡Por qué no utilizaba su ingenio para sanar a Ruperto! 
Aquel día fatal Ruperto al sentarse se cubrió la cara con las manos. 
¡Cómo había cambiado! Miré su cara inanimada, fría. Sus manos oscuras. 
¡Cuándo me dejarían sola! Tenía que hacerme los rulos con el pelo mojado. Interrogué a Ruperto disimulando mi fastidio: 
—¿Qué ha sucedido? 
Un largo silencio que hacía resaltar el canto de los pájaros tembló en el sol. Ruperto respondió por fin: 
—Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho: que no podía cerrar mis párpados para proteger mis ojos. Soñé que mis brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena. Mis manos no podían espantar esos picos monstruosos que picoteaban mis pupilas. Dormía sin dormir, como si hubiera ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la oscuridad: sin embargo oí cantar a los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. Haciendo un gran esfuerzo llamé a mi hermana, que acudió. Con voz que no era mía, le dije: "Tienes que llamar a Antonio para que me salve." "¿De qué", interrogó mi hermana. No pude articular otra palabra. Mi hermana salió corriendo, y acompañada de Antonio volvió media hora después. ¡Media hora que me pareció un siglo! Lentamente, a medida que Antonio movía mis brazos, recuperé la fuerza pero no la vista.
—Voy a hacerles una confesión —murmuró Antonio, y agregó lentamente—, pero sin palabras. Favorita siguió a Mandarín y clavó una flechita en el cuello de Antonio, María Callas sobrevoló un momento sobre su pecho donde le clavó otra flechita. Los ojos de Antonio, fijos en el techo cambiaron, se hubiera dicho, de color. ¿Antonio era un indio? ¿Un indio tiene los ojos azules? De algún modo sus ojos se parecieron a los de Ruperto.
—¿Qué significa todo esto? —musité.
—¿Qué está haciendo? —dijo Ruperto, que no comprendía nada.
Antonio no respondió. Inmóvil como una estatua recibía las flechas de aspecto inofensivo que los canarios le clavaban. Me acerqué a la cama y lo zarandeé.
—Contéstame —le dije—. Contéstame. ¿Qué significa todo esto?
No me respondió. Llorando lo abracé, echándome sobre su cuerpo; olvidando todo pudor lo besé en la boca, como sólo podría hacerlo una estrella de cine. Un enjambre de canarios revoloteó sobre mi cabeza.
Aquella mañana Antonio miraba a Ruperto con horror. Ahora yo comprendía que Antonio era doblemente culpable: para que nadie descubriera su crimen, me había dicho y lo había dicho después a todo el mundo:
—Ruperto se ha vuelto loco. Cree que está ciego, pero ve como cualquiera de nosotros. 
Como la luz se había alejado de los ojos de Ruperto, el amor se alejó de nuestra casa. Se hubiera dicho que aquellas miradas eran indispensables para nuestro amor. Las reuniones en el patio carecían de animación. Antonio cayó en una tenebrosa tristeza. Me explicaba: 
—Peor que la muerte es la locura de un amigo. Ruperto ve pero cree que está ciego. 
Pensé con despecho, tal vez con celos, que la amistad en la vida de un hombre era más importante que el amor. 
Cuando dejé de besar a Antonio y aparté mi cara de la suya, advertí que los canarios estaban a punto de picotear sus ojos. Le tapé la cara con mi cara y con mi cabellera, que es espesa como un manto. Ordené a Ruperto que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa oscuridad, esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio. Fue una confesión que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí el dolor que él habría soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar tan ingeniosamente, con esa dosis tan infinitesimal de curare y con esos monstruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes como enfermeros, los ojos de Ruperto, su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos, nunca más. 

S.O.: Las invitadas (1961)

Silvina Ocampo: escritora argentina, nacida en Buenos Aires. Autora de: Viaje Olvidado (1937); Enumeración de la Patria (1942); Espacios métricos (1945); Sonetos del jardín (1948); Autobiografía de Irene (1948); Poemas de amor desesperado (1949); Los Nombres (1953); La Furia (1960); Las invitadas (1961); Lo amargo por dulce (1962).

En Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo:
Antología de la literatura fantástica (1977)

Foto: Silvina Ocampo en su casa por Pepe Fernández
Archivo Pepe Fernández Vía



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