18/2/19

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Los inmortales







And see, no longer blinded by our eyes.
Rupert Brooke

Quién me dijera, en aquel ingenuo verano del 23, que el relato El elegido de Camilo N. Huergo, del que me hiciera obsequio el autor, con dedicatoria firmada, que por fineza opté por arrancar antes de proponer en venta a sucesivos libreros, encerrara bajo su barniz novelesco un anticipo genial. La fotografía de Huergo, enmarcada en óvalo, ornamenta la tapa. Cuando la miro, me hago la ilusión de que se va a poner a toser, víctima de la tisis que tronchó una carrera que prometía. En efecto, a poco murió sin acusar recibo de la carta que le escribí en uno de mis alardes magníficos de generosidad.

El epígrafe que antepongo a este sesudo trabajo lo copié de la obrita en cuestión, y le pedí al doctor Montenegro que me lo pusiera en castilla con resultante negativa. Para que el desprevenido lector se haga su composición de lugar, me abocaré a un resumen comprimido del relato de Huergo, que condensaré como sigue:

  El narrador visita en el Chubut a un estanciero inglés, don Guillermo Blake, que amén de la crianza de las ovejas aplica su cacumen a las abstrusidades de ese griego, Platón, y a los más recientes tanteos de la medicina quirúrgica. En base a esta lectura sui generis, don Guillermo reputa que los cinco sentidos del cuerpo humano obstruyen o deforman la captación de la realidad y que, si nos liberáramos de ellos, la veríamos como es, infinita. Piensa que en el fondo del alma están los modelos eternos que son la verdad de las cosas y que los órganos de que nos ha dotado el Creador resultan, grosso modo, obstaculizantes. Vienen a ser anteojos negros que obstruyen lo de afuera y nos distraen de lo que en nosotros llevamos.

  Blake le hace un hijito a una puestera para que éste contemple la realidad. Anestesiarlo para siempre, dejarlo ciego y sordomudo, emanciparlo del olfato y del gusto, fueron sus primeros cuidados. Tomó asimismo todos los recaudos posibles para que el elegido no tuviera conciencia de su cuerpo. Lo demás lo arregló con dispositivos que se encargaban de la respiración, circulación, asimilación y excreción. Lástima que el así liberado no pudiera comunicarse con nadie. El narrador se va, urgido por necesidades de índole práctica. A los diez años vuelve. Don Guillermo se ha muerto; el hijo sigue perdurando a su modo, en su altillo abarrotado de máquinas y con respiración regular. El narrador, al irse para siempre, deja caer un pucho encendido que prende fuego al establecimiento de campo y no acabará de saber si lo ha hecho adrede o por pura casualidad. Así termina el cuento de Huergo, que en su tiempo era raro, pero que hoy superan con creces los cohetes y astronautas de los científicos.

  Despachado así a vuelapluma este desinteresado compendio de la fantasía de un muerto, de quien ya nada puedo esperar, me reintegro al meollo. La memoria me devuelve un sábado de mañana, año 64, que yo tenía hora con el doctor gerontólogo Raúl Narbondo. La triste verdad es que los muchachos de antes venimos viejos: la melena ralea, una que otra oreja se tapia, las arrugas juntan pelusa, la muela es cóncava, la tos echa raíces, el espinazo es joroba, el pie se enrieda en los cascotes y, en suma, el pater familias pierde vigencia. Había llegado para mí, a no dudarlo, el momento aparente de recabar del doctor Narbondo un reajuste a nuevo, máxime considerando que aquél cambiaba los órganos gastados por otros en buen uso. Con dolor en el alma, porque esa tarde se jugaba el desquite de Excursionistas contra Deportivo Español y acaso yo no arribara entre los primeros a la cita de honor, encaminéme al consultorio de Avenida Corrientes y Pasteur. Éste, según quiere la fama, ocupa el piso quince del Edificio Amianto. Subí por ascensor marca Electra. Cabe la chapa de Narbondo, presioné el timbre y a la postre, tomando el coraje a dos manos, me colé por la puerta, a medio entreabrir y penetré en la propia sala de espera. Allí a solas con Vosotras y el Billiken, distraje el paso de las horas, hasta que las doce campanadas de un reloj de cuco me sobresaltaron en la butaca. Al punto me demandé: ¿Qué sucede? Ya en plan detectivesco, entré a inspeccionar y aventuré unos pasos hacia el ambiente próximo, bien resuelto, eso sí, a hacerme perdiz al menor ruidito. De la calle ascendían bocinazos, el pregón del diariero, la frenada que salva al transeúnte, pero, a mi alrededor, gran silencio. Atravesé una especie de laboratorio o de trastienda de farmacia, munida de instrumental y de frascos. Estimulado por la idea de llegar al servicio, empujé la puerta del fondo.

  Adentro vi lo que no entendieron mis ojos. El angosto recinto era redondo, blanqueado, de techo bajo, con luz de neón y sin una ventana que aliviara la claustrofobia. Lo habitaban cuatro personajes o muebles. Su color era el mismo de las paredes; el material, madera; la forma, cúbica. Sobre cada cubo, un cubito, con una rejilla y debajo, su hendija de buzón. Bien escrutada la rejilla, usted notaba con alarma que desde el interior lo seguían unos a modo de ojos. Las hendijas dejaban emitir, a intervalos irregulares, un coro de suspiros o vocecitas que ni Dios captaba palabra. La distribución era tal que cada cual estaba enfrente de otro y dos a los lados, componiendo un cenáculo. No sé cuántos minutos pasaron. En eso, entró el doctor y me dijo:

  —Disculpe, Bustos, que lo haya hecho esperar. Fui a retirar entrada para el encuentro de Excursionistas. —Prosiguió, señalándome los cubos—: Tengo el gusto de presentarle a Santiago Silberman, al escribano retirado Ludueña, a Aquiles Molinari y a la señorita Bugard.

De los muebles salieron sonidos débiles, más bien incomprensibles. Yo prestamente adelanté una mano y sin el placer de estrechar la de ellos, me retiré en buen orden, con la sonrisa congelada. Llegué al vestíbulo como pude. Alcancé a balbucear:

  —Coñac, coñac.

  Narbondo regresó del laboratorio, con un vaso graduado lleno de agua, en la que disolvió unas gotas efervescentes. Santo remedio: el sabor a vómito me despabiló. Luego, cerrada con dos vueltas la puerta que comunicaba al recinto, vino la explicación:

  —Constato satisfecho, caro Bustos, que mis Inmortales lo han impactado. Quién nos iba a decir que el homo sapiens, el antropoide apenas desbastado de Darwin, lograría tal perfección. Ésta, su casa, le prometo, es la única en Indo-América donde se aplica con rigor la metodología del doctor Eric Stapledon. Usted recordará a no dudar la consternación que la muerte del llorado maestro, acaecida en Nueva Zelandia, ocasionó en sectores científicos. Jáctome, por lo demás, de haber incrementado su labor precursora con algunos toques acordes a nuestra idiosincrasia porteña. En sí la tesis, ese otro huevo de Colón, es bien simple. La muerte corporal proviene siempre de la falla de un órgano, llámele usted riñón, pulmón, corazón o lo que más quiera. Reemplazados los componentes del organismo, corruptibles de suyo, por otras tantas piezas inoxidables, no hay razón alguna para que el alma, para que usted mismo, Bustos Domecq, no resulte Inmortal. Nada de argucias filosóficas; el cuerpo se recauchuta de vez en cuando, se calafatea y la conciencia que habita en él no caduca. La cirugía aporta la inmortalidad al género humano. Lo fundamental ha sido logrado; la mente persiste y persistirá sin el temor de un cese. Cada Inmortal está reconfortado por la certidumbre, que nuestra empresa le garante, de ser un testigo para in aeterno. El cerebro, irrigado noche y día por un sistema de corrientes magnéticas, es el último baluarte animal en el que todavía conviven rulemanes y células. Lo demás es fórmica, acero, material plástico. La respiración, la alimentación, la generación, la movilidad, ¡la excreción misma!, ya son etapas superadas. El Inmortal es inmobiliario. Falta una que otra pincelada, es verdad; la emisión de voces, el diálogo, es pasible aún de mejoras. En cuanto a los gastos que eroga, no se preocupe, usted. Por un trámite que obvia legalismos, el aspirante nos traspasa su patrimonio y la firma Narbondo (yo, mi hijo, su descendencia) se compromete a mantenerlo in statu quo, durante los siglos de los siglos.

  Fue entonces que me puso la mano en el hombro. Sentí que me dominaba su voluntad.

  —¡Ja! ¡Ja! ¿Engolosinado, tentado, mi pobre Bustos? Usted precisará unos dos meses para entregarme todo en acciones. En cuanto a la operación, le hago precio de amigo: en vez de los trescientos mil de práctica, doscientos ochenta y cinco, de a mil, se entiende. El resto de su fortuna es suyo. Queda insumido en alojamiento, atención y service. La intervención, en sí, es indolora. Mera amputación y reemplazo. No se problematice. En los últimos días manténgase tranquilo, despreocupado. Nada de comidas pesadas, de tabaco, de alcohol, fuera de un buen whisky a sus horas, envasado en origen. No se deje excitar por la impaciencia.

  —Dos meses, no —le contesté—. Uno me basta y sobra. Salgo de la anestesia y soy un cubo más. Usted ya tiene mi teléfono y mi domicilio: nos mantendremos en comunicación. El viernes, a más tardar, vuelvo por aquí.

  En la puerta de escape me regaló una tarjeta del doctor Nemirovski, que se pondría a mi disposición para todos los trámites de la testamentería.

  Con perfecta compostura caminé hasta la boca del subterráneo. Bajé las escaleras corriendo. Me puse inmediatamente en campaña; esa misma noche me mudé sin dejar un solo rastro al Nuevo Imparcial, en cuyo libro de pasajeros figuro bajo el nombre supuesto de Aquiles Silberman. En la piecita que da al patio del fondo escribo, con barba postiza, esta relación de los hechos.



En Crónicas de Bustos Domecq (1967)

Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997
Barcelona, Emecé, 1997

Imagen: ¿Esculturas? de Borges y  Bioy Casares en La Biela
Obra de Fernando Pugliese
Foto PD, 2012


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