14/10/18

Jorge Luis Borges: Acerca de Unamuno, poeta





Bien conocemos todos a don Miguel de Unamuno en ejercicio de prosista. Su impaciencia de la expresión literaria y ese desdén de la retórica que ha motivado en él la forjadura de otra retórica distinta, de ritmo atropellado y discursivo, donde un alborotado crepitar de empellones polémicos y vislumbres reemplaza la acostumbrada continuidad de argumentos, son harto conocidos de cuantos practican la actual literatura española. Lo propio puede asentarse acerca de la configuración hegeliana del espíritu de Unamuno. Ese su hegelianismo cimental empújale a detenerse en la unidad de clase que junta dos conceptos contrarios y es la causa de cuantas paradojas ha urdido. La religiosidad del ateísmo, la sinrazón de la lógica y el esperanzamiento de quien se juzga desesperado, son otros tantos ejemplos de la traza espiritual que informa su obra. Todos ellos —desplegados o no por su facundia, pero latentes de continuo en sus páginas— son aspectos del siguiente pensamiento sencillo: Para negar una cosa, hemos primero de afirmarla, siquiera sea como asunto de nuestra negación. Desmentir que hay un Dios es afirmar la certeza del concepto divino, pues de lo contrario ignoraríamos cuál es la idea derruida por la negación precitada y por carencia de palabras nuestra negación no podría ni formularse. Pasajes de un mecanismo intelectual idéntico al manipulado en la falacia anterior abundan en su obra y son escándalo asombroso de muchos lectores de allende y aquende el océano.

  Pero mi empeño de hoy no estriba en desarmar las artimañas que practica con destreza tan impetuosa Unamuno, sino en comentar y ensalzar su nobilísima actuación de poeta. Hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de sus versos. Creo que el adentramiento recíproco de ellos en mi conocimiento y de mi conciencia paladeándolos con atareado silencio me dan derecho a enjuiciarlos hoy, a la vista y paciencia de quienes quieran acercar su atención a estas apuntaciones.

  Unamuno —diré perogrullescamente o si os place mejor la equivalencia griega del adverbio, axiomáticamente— es un poeta filosófico. Y quiero dejar dicho que no atribuyo a la palabra filósofo la pavorosa acepción que suelen adjudicarle los castellanos. Filósofo, para ellos, es el hombre que gesticula en sentencias más o menos sonoras el pensamiento de la inestabilidad asidua del tiempo y de que cuantas singularidades y ásperas diferencias existen, todas las allana la muerte. Eso de que el tiempo sea tiempo (es decir sucesión) en vez de limitarse a un terco y rígido instante, es un azoramiento de siglos en la lírica hispana. Virgilio lo preludió en su numeroso latín:

  Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus.

  Después los españoles adueñáronse ávidamente de este incidente espiritual y a fuerza de aguzada intensidad en sentirlo y elocuentísima persistencia en otorgarle formas verbales, lo hicieron suyo y bien suyo. Claro está que la menos disciplina en la metafísica basta para derruir la validez de ese meditar. Figurad el tiempo como una encadenación infinita de instantes sucesivos y no hallaréis razón alguna para que los instantes iniciales de la tal serie sean menos valederos que los que vienen más adelante.

  Las ruinas lastimeras de Itálica tienen la misma realidad de apariencia —pero no más— que la ejercida antaño por la villa en su época de agrupación humana y ruidosa. Y si desentrañamos otro ejemplo más inmediato, no hay largueza oratoria que logre convencerme que un cadáver, inexistente en sí mismo y sólo vinculado al universo por obra de las almas que lo realizan pensándolo, pueda sobrepujar en realidad a ésta mi conciencia de ser, inquietada de miedos y de esperanzas. Ambos fenómenos: el ágil cuerpo traspasado de vida y el vergonzoso cadáver que ha detenido la muerte, son dos incidentes del tiempo, dos apariencias irrefutables. La única desemejanza es que el cadáver ha menester un espectador que lo refleje parando mientes en él, mientras cualquier conciencia animada es su propia atestiguación suficiente…

  Creo haber argüido bastante contra esas eviternas sofisterías de cura de misa y olla para persuadir a cualquier lector que la filosofía animadora de los desmañados endecasílabos del maestro nada tiene en común con semejantes tropezones intelectuales. Unamuno, a pesar de no lograr nunca la invención metafísica, es un filósofo esencialmente: quiero decir un sentidor de la dificultad metafísica. Es evidente por muchísimos de sus versos que la especulación ontológica no es para él un ingenioso juego intelectual, un ajedrez perfecto, sino una angustia constreñidora de su alma. ¿Constreñidora? Sí, pero a las veces ensanchadora del hondón espiritual que agrándase por ella hasta contener todo el cielo.

  Paso a comentar algunas estrofas de su Rosario de sonetos líricos [de Unamuno].

  En las postrimerías del soneto LXXXVIII ocurren los versos que voy a transcribir.
nocturno el río que de las horas fluye
desde su manantial, que es el mañana
eterno...
  Eso del río de las horas es el clásico ejemplo de la justificada igualación del tiempo con el espacio que Schopenhauer declaró imprescindible para la comprensión segura de entrambos. Lo nuevo, lo conseguido, está en la dirección de la corriente temporal que en vez de adelantarse a lo futuro encamínase hacia nosotros —mejor dicho, sobre nosotros, sobre nuestra inmóvil conciencia— desde lo venidero. ¿Y por qué no? De cualquier modo, la discusión del verso transcripto evidenciará que no es menos paradójico el usual concepto del tiempo que el versificado por Unamuno. Y si la desconfianza de algún lector me refuta juzgando que la poesía es cosa que solicita nuestra gustación y no nuestro análisis, le responderé que todo en el mundo es digno quebradero de la inteligencia y que versos como el antecitado que nos bosquejan la eterna dubiedad de la vida, valen al menos tanto como los de un halago meramente auditivo y sugeridor de visiones.

  Eso no significa que faltan, en los versos que estudio, imágenes de eficacia visual. Pero en ellas adviértese que lo justificativo de su escritura está en la correlación de ambos términos y nunca en la jactancia fachendosa de los vocablos aislados.

  En ilustración transcribo algunas estrofas:
ojos en que malicia no escudriña
secreto alguno en la secreta vena,
claros y abiertos como la campiña…
Al amor de la lumbre cuya llama
como una cresta de la mar ondea…
Ara en mí como un manso buey la tierra
el dulce silencioso pensamiento…

  Y pues de imágenes hablamos, quiero asimismo señalar el asombroso candor que ha consentido en sus poemas frases —y no escasas— como ésta:
    recogí este verano a troche y moche
    frescas rosas en campos de esmeralda.
  Vergüenza y lástima da esa metrificada endeblez, pero es un testimonio convincente de la ingenuidad del poeta y de cómo es un hombre bueno y no un asustador grandioso de incautos.
  
    Mucho debe mentir un hombre para poder ser verídico y muchos son los embustes inútiles que han de escapársele antes de conseguir una palabra que informa la verdad. Eso por causas numerosas. Todo vocablo abstracto fue signo antaño de una cosa palpable, signo rehecho y levantado por una imagen paulatina. Añadid a esa bastardía las diferentes connotaciones que asumen en cada espíritu las palabras, la ineficacia en que las entorpece el abuso y el hecho de que muchas emociones o aspectos de emoción han sido en más de veinte siglos de ocupación literaria ya definitivamente fijados.

  Considerad que cada escritor debe sacar a la publicidad del lenguaje la privanza de su pensar y no os asombrará que en ese traslado haya más de un sentir que pierda su primera sorpresa de hallazgo y su certidumbre de vida. Y si alguien opinara que tal vez los momentos más felices de la poesía brotaron no ya de una entereza de pasión sino de inconfesables urgencias técnicas, le diré que tan pobre estirpe no debe impedirnos gustar y aun elogiar los frutos que de su bajeza proceden. Estoy seguro de que voces como inmortal o infinito no fueron en su comienzo sino casualidades del idioma, abusos del prefijo negativo, horros de sustancial claridad. Tanto las hemos meditado y enriquecido de conjeturas que ayer necesitamos de una teología para dilucidar la primera y aún nuestros matemáticos disputan acerca de la segunda. Poner palabras es poner ideas o es instigar una actividad creadora de ideas.

Lo cual no significa que sea laudable toda exuberancia verbal. Los neologismos que ha entrometido Unamuno (ateólogos, irresignación, hidetodo) son plausibles, pues hay en ellos una probabilidad ideológica. En cambio, el escritor que, arrimándose a un diccionario y desmintiendo su propio modo de hablar escribe orvallo en vez de garúa y ventalle en vez de abanico, ejerce con ello una estéril pedantería, pues las palabras rebuscadas que emplea no tienen mayor virtud que las cotidianas. Si quisiéramos definir con tradicionales vocablos la diferencia entre este imaginario escritor (que a veces es cualquiera de nosotros) y Unamuno, diríamos que el primero es un culterano y el segundo es un conceptista. Es decir, el primero cultiva la palabrera hojarasca por cariño al enmarañamiento y al relumbrón y el segundo es enrevesado para seguir con más veracidad las corvaduras de un pensamiento complejo. El culterano se llama Rimbaud, Swinburne, Herrera y Reissig; el conceptista Hegel, Browning, Almafuerte, Unamuno. Ambas agrupaciones pueden incluir vehemencia y generosidad literarias, pero hay una más entrañable y conmovedora valía en las rebuscas del pensar que en las vistosas irregularidades de idioma.

  * * *

No hay en los versos de Unamuno el más leve acariciamiento de ritmo. Son claros, pero su claror no es comparable al de un árbol que albrician en primavera las hojas, sino a la trabajosa claridad de una demostración matemática. Son españoles, pero tan adentradamente españoles que al escucharlos no reparamos en la desemejanza que va de su país a nosotros, sino en lo humanamente universal. Comprobamos con sencillez: El hombre Miguel de Unamuno, constreñido a su tierra y a su tiempo, ha pensado los pensamientos esenciales.

Después la desconfiada inteligencia pone algunos reparos a las minucias de la hechura, pero, a despecho de su fallo, la realidad espiritual del autor se introduce de lleno en nuestro vivir. Íntimamente, con la certeza de una emoción.


En Inquisiciones (1925)

También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Imagen: Miguel de Unamuno leyendo en su casa de Salamanca, 1925
Foto: Colección Cándido Ansede

12/10/18

Borges profesor: Anexo anglosajón. "La visión de la cruz"






Este poema, tradicionalmente considerado el mejor de toda la poesía cristiana anglosajona, ha sido justamente alabado por la riqueza de su contenido y la complejidad de su composición. El poema narra una experiencia mística basada en la personificación de la Cruz; en el relato se funden asimismo la naturaleza divina y humana de Cristo. El texto original pertenece al Libro de Vercelli, pero se han encontrado además varios versos de este poema tallados en letras rúnicas sobre la cruz de piedra de Ruthwell (Véase el apéndice sobre el alfabeto rúnico -en breve en este blog-). Se traducen aquí las líneas 1-77. Muchos autores afirman que la segunda parte del poema es un agregado posterior compuesto por otro autor.
  
  Sí, quiero relatar el mejor de los sueños, que acudió a mí a medianoche, cuando aquellos capaces de voz dormían en sus lechos. Me pareció ver a un maravilloso madero bañado en luz extenderse en el aire, el más resplandeciente de los árboles. Todo ese estandarte estaba cubierto de oro, y hermosas gemas relucían en los extremos de la Tierra; otras cinco había donde los ejes se encontraban. Todos miraban, por eterno decreto, al ángel de Dios; no era aquél por cierto el castigo de un malhechor, sino aquel que observaban los santos espíritus y los hombres en la tierra, y la gloria entera de la Creación. Maravilloso era aquel árbol de victoria y yo, condenado por mis pecados, manchado por mis culpas, vi al árbol de gloria, cubierto con ropajes, brillar con júbilo, revestido de oro, adornado con espléndidas gemas, el árbol del Señor.

  Mas pude percibir a través de ese oro el sufrimiento que debieron soportar aquellos desventurados, cuando comenzó a fluir la sangre por su lado derecho. Yo estaba atribulado, atemorizado por esa hermosa visión. Vi aquel signo cambiante mudar colores y ornamentos —por momentos cubierto de sangre, por momentos revestido de tesoros—. Mas permanecí allí largo rato, contemplé angustiado el árbol del Salvador, hasta que lo escuché pronunciar palabras. La mejor de las maderas comenzó a hablar:

  «Sucedió hace mucho tiempo. Pero recuerdo aún que fui talada en un lindero del bosque, arrancada de mi tronco. Se apoderaron de mí fuertes enemigos; me convirtieron en un espectáculo para sus propios fines; me ordenaron sostener a sus criminales. Me llevaron los soldados sobre sus hombros hasta que me irguieron en una colina. Suficientes enemigos[564] me fijaron allí. Entonces vi al rey de los hombres avanzar con valentía para subir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a desafiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma superficie de la tierra. Podría haber derribado a todos sus enemigos, mas debí permanecer firme.

  «Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopoderoso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, mas no me atreví a dejarme caer sobre el suelo, a precipitarme sobre la tierra: debí mantenerme firme.

  «Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas. Pero no me atreví a herir a ninguno de ellos.

  «Se mofaban de ambos, de nosotros dos juntos, yo estaba bañada en la sangre que había manado del lado de aquel Hombre, después de que hubo dado el espíritu. Tremendas aflicciones debí soportar sobre esa colina: vi al Señor de las Gentes sufrir tormento. Las tinieblas envolvieron con nubes el cuerpo del Señor, a su luz resplandeciente. Las sombras avanzaron, oscuras, bajo el cielo. Toda la Creación lloró, lamentando la muerte del Señor. Cristo estaba en la Cruz.

  «Mas vinieron luego desde lejos hombres ansiosos hacia el Príncipe[565]; yo vi todo aquello.

  «Dolorida estaba yo, angustiada por mis pesares, mas me incliné humildemente hacia las manos de esos guerreros, con gran fervor. Se llevaron de allí al Todopoderoso Dios, lo bajaron de esa cruel tortura. Me abandonaron los hombres cubierta de sangre, herida por las flechas.[566]

  «Acostaron allí al hombre extenuado, se colocaron a los lados de la cabeza de su cuerpo, observaron allí al Señor de los Cielos, y éste descansó un tiempo allí, agotado por la terrible pugna.

  «Comenzaron entonces esos hombres a prepararle un sepulcro a la vista de quien le había dado muerte.[567] Tallaron un ataúd de piedra reluciente y colocaron en su interior al Señor de las Victorias. Cantaron entonces una canción doliente, tristes en el atardecer, y partieron luego exhaustos, dejándolo allí en poca compañía.

  «Mas nosotras[568] permanecimos allí largo rato, fijas en ese lugar. Las voces de los hombres ascendieron[569]; el cuerpo se enfrió, esa maravillosa morada de la vida. Entonces nos derribaron, caímos todas a la tierra —ése fue un horrible destino— y fuimos enterradas en un pozo profundo.

  «Mas los sirvientes del Señor, sus amigos, se enteraron de ello y me encontraron, y me cubrieron luego de oro y de plata.»


Notas

[564] Quiere decir «gran cantidad de enemigos».
[565] Los «hombres ansiosos» son los apóstoles, José y Nicodemo; el Príncipe, Cristo. 
[566] «Las flechas» son una metáfora para los oscuros clavos que atravesaron la cruz. 
[567] La Cruz se refiere a sí misma, ya que se siente responsable de la muerte de Cristo. 
[568] Al decir «nosotras», la Cruz se refiere a ella misma y a las otras dos cruces que había sobre la colina.  «Las voces ascendieron» significa que el canto de los apóstoles cesó.


Traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis

La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema).

Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano. Estos textos son:

• Fragmento final de la Gesta de Beowulf: La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Batalla de Maldon»
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.

En Borges, profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000


Imagen: Captura Borges. Encuentro con las Artes y las Letras -1976 RTVE


10/10/18

Jorge Luis Borges: Ernest Hemingway. To Have And Have Not






La historia de un malevo imaginada por un hombre de letras no puede no ser falsa. Dos tentaciones encontradas la acechan. La una: pretender que el malevo no es tal malevo, sino un pobre hombre nobilísimo de cuyas fechorías es culpable la sociedad. La otra: magnificar las atracciones diabólicas de su historia y demorarse con algún deleite en lo atroz. Ambos procederes, como se ve, son de tipo romántico. De ambos hay célebres ejemplos en la literatura argentina: las novelas cimarronas de Eduardo Gutiérrez, el Martín Fierro... Hemingway, en los primeros capítulos de este libro, parece desoír esas tentaciones. Su héroe, Captain Harry Morgan de Key West, comete fechorías no indignas del bucanero homónimo que asaltó la ciudad inexpugnable de Panamá y entregó una pistola al gobernador, como muestra de la artillería que le bastó para conquistar esa plaza... Hemingway, en los capítulos iniciales de la novela refiere sin asombro hechos bárbaros. Los refiere con naturalidad, con indiferencia, casi con tedio. No acentúa la muerte: Harry Morgan se resigna a matar a un hombre y no se vanagloria del hecho y no se arrepiente. Ante las primeras cien páginas, pensamos que la voz del narrador conviene a los sucesos narrados y que puntualmente equidista de la mera bravata y de la quejumbre. Creemos hallarnos ante una obra digna del hombre lejanísimo que escribió Adiós a las armas.

Inexorablemente, los capítulos finales nos desengañan. Esos capítulos, escritos en tercera persona, rinden una curiosa revelación: Harry Morgan es, para Hemingway, un varón ejemplar. Un entusiasmo esencialmente didáctico ha hecho que Hemingway exhiba sus homicidios a una generación decadente. La novela como tal, se hace polvo; apenas si nos queda entre los dedos una parábola nietzscheana.

A continuación traduzco un pasaje. El tema es el suicidio en América:

«Algunos se despeñaban por la ventana de la oficina; otros se iban tranquilamente en garajes para dos coches, con el motor en marcha; otros seguían la tradición nativa del Colt o del Smith Wesson: esos instrumentos tan bien construidos que dan fin al remordimiento, acaban con el insomnio, curan el cáncer, evitan las bancarrotas y abren una salida a posiciones intolerables con la sola presión del dedo: esos admirables instrumentos americanos tan fáciles de llevar, de tan seguro efecto, tan indicados para concluir el sueño americano cuando éste se vuelve una pesadilla, sin otro inconveniente que el matete que tiene que limpiar la familia».


Revista El Hogar, 13 de mayo de 1938

Luego Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Imagen: Ernest Hemingway, ca 1950 -by Jean-Philippe Charbonnier



8/10/18

Jorge Luis Borges: El Hipogrifo







Para significar imposibilidad o incongruencia, Virgilio habló de encastar caballos con grifos. Cuatro siglos después, Servio el comentador afirmó que los grifos son animales que de medio cuerpo arriba son águilas, y de medio abajo, leones. Para dar mayor fuerza al texto, agregó que aborrecen a los caballos… Con el tiempo, la locución Jungentur jam grypes equis[7] llegó a ser proverbial; a principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto la recordó e inventó al hipogrifo. Águila y león conviven en el grifo de los antiguos; caballo y grifo en el hipogrifo ariostesco, que es un monstruo o una imaginación de segundo grado. Pietro Micheli hace notar que es más armonioso que el caballo con alas.

  Su descripción puntual, escrita como para un diccionario de zoología fantástica, consta en el Orlando furioso:

  "No es fingido el corcel, sino natural, porque un grifo lo engendró en una yegua. Del padre tiene la pluma y las alas, las patas delanteras, el rostro y el pico; las otras partes, de la madre y se llama Hipogrifo. Vienen (aunque a decir verdad, son muy raros) de los montes Rifeos, más allá de los mares glaciales".

  La primera mención de la extraña bestia es engañosamente casual:

  "Cerca de Rodona vi a un caballero que detenía un gran corcel alado".

  Otras octavas dan el estupor y el prodigio del caballo que vuela. Ésta es famosa:
    E vede l’oste e tutta la famiglia,
    e chi a finestre e chi four ne la via,
    tener levati al ciel occhi e le ciglia,
    come l’Ecclisse o la Cometa sia.
    Vede la Donna un’alta maraviglia,
    che di leggier creduta non saria:
    vede passar un gran destriero alato,
    che porta in aria un cavalliero armato.
[8]
   Astolfo, en uno de los cantos finales, desensilla el hipogrifo y lo suelta.

Notas

[7] Cruzar grifos con caballos.
[8] Y vio al huésped y a toda la familia, / y a otros en las ventanas y en las calles, / que elevaban al cielo los ojos y las cejas, / como si hubiera un eclipse o un cometa. / Vio la mujer una alta maravilla, / que no sería fácil de creer: / Vio pasar un gran corcel alado, / que llevaba por los aires a un caballero armado.

En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Reedición ampliada del Manual de Zoología Fantástica (Buenos Aires, 1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero


Luego en Obras completas en colaboración (4ª ed.) 
Barcelona, 1997
María Kodama, 1995
Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997

Imagen: El hipogrifo según un dibujo de Gustave Doré para el Orlando furioso Vía


6/10/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Budismo en la China







La historia del budismo en el Celeste Imperio es harto compleja. Hasta es incierta la fecha de su introducción. Una leyenda la atribuye al primer siglo de la era cristiana: el emperador Ming-Ti habría soñado con un luminoso hombre de oro en quien creyó reconocer al Buddha; envió emisarios a la India para traer monjes que predicaran su fe. Según otras versiones, la doctrina del Buddha ya era conocida en la China tres siglos antes y había llegado del norte de la India a través del Asia Central.

  En la China, el budismo tuvo que enfrentarse con una cultura secular firmemente arraigada en los libros canónicos de Confucio y con el taoísmo fundado por su contemporáneo Lao Tse. Ambos corresponden al siglo VI antes de nuestra era. El confucianismo es menos una religión que un sistema ético y social; el taoísmo enseña, como el budismo, la irrealidad del universo. Es famosa la parábola de Chuang-Tzu, otro de sus maestros: «Chuang-Tzu soñó que era una mariposa y no sabía, al despertar, si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre».

  Pese a tantos obstáculos, la fe del Buddha llegó a su auge en el siglo VI de la era cristiana; los textos palis del Tripitaka fueron traducidos y muchos misioneros llegaron del Indostán. Cuando en el año 526 el patriarca Bodhidharma arribó a la China, el emperador se jactó de los numerosos monasterios que había fundado y de la cantidad creciente de monjes; Bodhidharma le dijo que tales cosas pertenecían al mundo de las apariencias y que no había ganado ningún mérito. Luego, se retiró a meditar. Según una leyenda, pasó nueve años en silencio ante un muro, donde quedó impresa su imagen. Fundó la secta de la meditación (Ch’an), que daría origen en el Japón al budismo Zen.

  El budismo chino tuvo que condescender al culto de los antepasados y a la mitología en que había degenerado el taoísmo. Los chinos han exaltado siempre el concepto de la familia y no podía atraerlos el carácter monacal del budismo; para el común de la gente, los monjes eran «los zánganos de la colmena, menos útiles que el gusano de seda». Estos insectos, sin embargo, eran los únicos intermediarios entre el vulgo y los temidos dioses, y sus buenos oficios no fueron gratuitos.

  Los monjes eran, por lo regular, gente ignorante reclutada entre los campesinos y tampoco recibían una instrucción general en el monasterio. A veces, las personas muy pobres vendían a sus hijos de corta edad como futuros novicios. En un país donde la cultura clásica fue un requisito indispensable para abrirse camino en la vida, el budismo no pudo gozar de prestigio entre las clases ilustradas. Asimismo lo perjudicaron su origen extranjero y la imposibilidad de fundirlo con la tradición china. Sin embargo, influyó en las costumbres, en la literatura y en las artes plásticas.

  Hubo sectas que veneraron las diversas formas del Buddha; uno de los hechos más raros es la transformación de Avalokitésvara en la diosa de la misericordia, Kuan Yin, cuya imagen es muy frecuente en la iconografía.

  En el Oriente, una religión no es incompatible con otras; algunas de las sectas, según se ha dicho, incorporaron elementos del taoísmo y del confucianismo. La mente china es hospitalaria; se construyeron templos que albergaban imparcialmente a las tres religiones.

  Una de las novelas budistas chinas más populares, llamada Viaje al Oeste, refiere las fantásticas aventuras de un mono, de un caballo y de un cerdo que peregrinan a la India en busca de libros sagrados. La fecha de su composición es incierta, pero podemos atribuirla al siglo XVI. El mono simboliza la inteligencia; el caballo, el espíritu, y el cerdo, lo sensual. A su vuelta, descubren que los textos están en blanco, ya porque les han hecho una trampa, ya porque la Verdad es incomunicable y no puede ser fijada en palabras.

  Abreviamos un episodio de la versión inglesa de Waley, titulada Monkey:

  El Buddha le dijo al Mono: «Hagamos una apuesta. Si de un salto puedes salir de la palma de mi mano, te daré el trono que ahora ocupa el Emperador de Jade».
  El Mono dio un gran salto y se perdió de vista. Llegó a un lugar en el que había cinco pilares rosados y pensó haber alcanzado el confín del mundo. Se arrancó un pelo, lo convirtió en un pincel y escribió al pie del pilar central:
  El Gran Sabio, Aquel cuya sabiduría es igual al Cielo, llegó a este sitio.
  De otro salto volvió al punto de partida y le dijo al Buddha: «He ido y he vuelto; ya puedes darme el trono».
  El Buddha contestó: «No has salido de la palma de mi mano. Mírala bien».
  El Mono miró hacia abajo y leyó, en la base del dedo medio, las palabras:
  El Gran Sabio, Aquel cuya sabiduría es igual al Cielo, llegó a este sitio.



Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: María Alicia Jurado Fernández Blanco (1922.2011) Vía


2/10/18

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Eclosiona un arte






Increíblemente, la frase «arquitectura funcional», que la gente del oficio no emite sin una sonrisa piadosa, sigue embelesando al gran público. En la esperanza de aclarar el concepto, trazaremos a grandes rasgos un apretado panorama de las corrientes arquitectónicas hoy en boga.

  Los orígenes, aunque notablemente cercanos, se desdibujan en la nubosidad polémica. Dos nombres dispútanse la pedana: Adam Quincey, que en 1937 diera a la estampa, en Edimburgo, el curioso folleto caratulado Hacia una arquitectura sin concesiones y el pisano Alessandro Piranesi que, apenas un par de años después, edificó a su costa el primer caótico de la historia, recientemente reconstituido. Turbas ignaras, urgidas por el insano prurito de penetrar en él, le prendieron fuego más de una vez, hasta reducirlo a tenue ceniza, la noche de San Juan y San Pedro. Piranesi falleciera [sic] en el ínterin, pero fotografías y un plano posibilitaron la obra reconstructiva que hoy es dable admirar y que, según parece, observa los lineamientos del original.

  Releído a la fría luz de las actuales perspectivas, el breve y mal impreso folleto de Adam Quincey suministra un magro alimento al goloso de novedades. Remarquemos, sin embargo, algún párrafo. En el inciso pertinente se lee: «Emerson, cuya memoria solía ser inventiva, atribuye a Goethe el concepto de que la arquitectura es música congelada. Este dictamen y nuestra insatisfacción personal ante las obras de esta época, nos ha llevado alguna vez al ensueño de una arquitectura que fuera, como la música, un lenguaje directo de las pasiones, no sujeto a las exigencias de una morada o de un recinto de reunión». Más adelante leemos: «Le Corbusier entiende que la casa es una máquina de vivir, definición que parece aplicarse menos al Taj Majal que a un roble o a un pez». Tales afirmaciones, axiomáticas o perogrullescas ahora, provocaron en la oportunidad las fulminaciones de Gropius y de Wright, malheridos en su más íntima ciudadela, amén del estupor de no pocos. Lo restante del folleto torpedea Las siete lámparas de la arquitectura de Ruskin, debate que hoy nos pone apáticos.

  Nada o poco importa que Piranesi ignorara o no el folleto de marras; el hecho indiscutible es que erigió en los terrenos antes palúdicos de la Vía Pestífera, con el concurso de albañiles y ancianos fanatizados, el Gran Caótico de Roma. Este noble edificio, que para algunos era una bola, para otros un ovoide, y para el reaccionario una masa informe, y cuyos materiales amalgamaban la gama que va del mármol al estiércol, pasando por el guano, constaba esencialmente de escaleras de caracol que facilitaban el acceso a paredes impenetrables, de puentes truncos, de balcones a los que no era dable acceder, de puertas que franqueaban el paso a pozos, cuando no a estrechos y altos habitáculos de cuyo cielo raso pendían cómodas camas cameras y butacas inversas. No brillaba tampoco por su ausencia el espejo cóncavo. En un primer arranque de entusiasmo, la revista The Tattler lo saludó como el primer ejemplo concreto de la nueva conciencia arquitectónica. ¡Quién diría entonces que el Caótico, en un porvenir no lejano, sería tildado de indeciso y de pasatista!

  No malgastaremos, por cierto, una sola gota de tinta ni un solo minuto del tiempo en escribir, y denostar las burdas imitaciones que se abrieron al público (!), en el Luna Park de la Ciudad Eterna y en las más acreditadas ferias francas de la Ciudad-Luz.

  Digno de interés, aunque ecléctico, es el sincretismo de Otto Julius Manntoifel, cuyo Santuario de las Muchas Musas, en Postdam, conjuga la casa-habitación, el escenario giratorio, la biblioteca circulante, el jardín de invierno, el impecable grupo escultórico, la capilla evangélica, el templete o templo budista, la pista de patinaje, el fresco mural, el órgano polifónico, la casa de cambio, la vespasiana, el baño turco y el pastel de fuente. El oneroso mantenimiento de este edificio múltiple provocó su venta en remate y la demolición de rigor, casi a continuación de los festejos que coronaron la jornada de su debut. ¡No olvidar la fecha! ¡23 ó 24 de abril de 1941!

  Ahora le llega el turno ineluctable a una figura de desplazamiento aún mayor, el maestro Verdussen, de Ütrecht. Este prohombre consular escribió la historia y la hizo; en 1949 publicó el volumen que intitulara Organum Architecturae Recentis; en 1952 inauguró bajo el patrocinio del príncipe Bernardo su Casa de las Puertas y las Ventanas, como cariñosamente la bautizara la nación entera de Holanda. Resumamos la tesis: muro, ventana, puerta, piso y tejado constituyen, a no dudarlo, los elementos básicos del hábitat del hombre moderno. Ni la más frívola de las condesas en su boudoir ni el desalmado que aguarda, en su calabozo, el advenimiento del alba que lo acomodará en la silla eléctrica pueden eludir esta ley. La petite histoire nos cuenta al oído que bastó una sugestión de Su Alteza para que Verdussen incorporara dos elementos más: umbral y escalera. El edificio que ilustra estas normas ocupa un terreno rectangular, de seis metros de frente y algo menos de dieciocho de fondo. Cada una de las seis puertas que agotan la fachada de la planta baja comunica, al cabo de noventa centímetros, con otra puerta igual de una sola hoja y así sucesivamente, hasta llegar al cabo de diecisiete puertas, al muro del fondo. Sobrios tabiques laterales dividen los seis sistemas paralelos, que suman en conjunto ciento dos puertas. Desde los balcones de la casa de enfrente, el estudioso puede atisbar que el primer piso abunda en escaleras de seis gradas que ascienden y descienden en zigzag; el segundo consta exclusivamente de ventanas; el tercero, de umbrales; el cuarto y último, de pisos y techos. El edificio es de cristal, rasgo que desde las casas vecinas, facilita decididamente el examen. Tan perfecta es la joya, que nadie se ha atrevido a imitarla.

  Grosso modo hemos pincelado hasta aquí el desenvolvimiento morfológico de los inhabitables, densas y refrescantes ráfagas de arte, que no doblegan su cerviz al menor utilitarismo: nadie penetra en ellos, nadie se alonga, nadie queda sentado en cuclillas; nadie se incrusta en las concavidades, nadie saluda con la mano desde el impracticable balcón, nadie agita el pañuelo, nadie se defenestra. Là tout n’est qu’ordre et beauté.


P. S.: Ya corregidas las galeradas del panorama anterior, el cable telegráfico nos informa de que en la propia Tasmania hay un nuevo brote. Hotchkis de Estephano, que se mantuviese hasta la fecha dentro de las corrientes más ortodoxas de la arquitectónica no habitable, ha lanzado un Yo acuso, que no trepida en moverle el piso al otrora venerado Verdussen. Aduce que paredes, pisos, techos, puertas, claraboyas, ventanas, por impracticables que sean, son elementos perimidos y fósiles de un tradicionalismo funcional que se pretende descartar y que se cuela por la otra puerta. Con bombos y platillos anuncia un nuevo inhabitable, que prescinde de tales antiguallas, sin incurrir, por lo demás, en la mera mole. Aguardamos con no decaído interés las maquetas, planos y fotografías de esta expresión novísima.


En Crónicas de Bustos Domecq (1967)

Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997
Barcelona, Emecé, 1997


Imagen: Bioy Casares y Borges, por Grau Santos Vía


30/9/18

Jorge Luis Borges - María Kodama: El navegante





Puedo cantar sobre mí mismo un canto verdadero; puedo narrar mis viajes. En días de opresión padeció mi pecho rigores. Las naves fueron para mí cárceles de ansiedad. Terrible era el tumulto de las olas. Me encorvó muchas veces la estrecha guardia de la noche en la proa del barco, al golpear los acantilados. Atravesados por el frío fueron mis pies, atados con helados vínculos por la escarcha. Hervían las penas y me quemaban el corazón; desde adentro el hambre desgarraba el ánimo del hombre, fatigado de mares. Quien es venturoso en la tierra ignora mis andanzas por los caminos del exilio, sin compañeros... El granizo volaba en ráfagas. Nada oía yo salvo el clamor del mar, la ola fría como el hielo. A ratos el grito del cisne. En lugar de la risa de los hombres me acompañaba el grito de la gaviota. La tormenta, que azotaba los acantilados de piedra, contestaba al águila de plumas heladas y húmedas de rocío. El águila gritaba amenazadora. Ningún hombre de mi linaje podía consolar mi abandonado corazón. A quien soberbio y exaltado de vino goza de la vida en su castillo, poco le importa lo que yo sufro navegando. Anocheció, nevó desde el norte y cayó sobre la tierra el granizo, la más fría de las simientes. Por todo ello urge mi corazón la voluntad de enfrentar yo mismo las corrientes saladas, el alto juego de las olas. Todo mi ser me mueve a buscar una tierra de extraña gente, lejos de aquí. No hay un hombre en el mundo tan altivo, tan generoso de ánimo, y tan confiado en su juventud, tan resuelto en sus actos, que no sienta la ansiedad del próximo viaje y lo que le reserva el Señor. No tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de sortijas, ni para el deleite de la mujer, ni para la grandeza del mundo; sólo le importan las altas corrientes heladas. Siempre está ansioso el que desea navegar. Los bosques se cubren de flores, las ciudades resplandecen, las praderas se adornan, el mundo se renueva. Todas esas cosas incitan al animoso a emprender el viaje, a perderse lejos por los caminos del agua.


Nota

Esta composición es la más famosa de las elegías anglosajonas. Data del siglo IX. Los dos primeros versos prefiguran la remota voz de Walt Whitman. El poeta, hoy anónimo, declara a la vez el horror del mar y la fascinación del mar, que es tan característica de Inglaterra, y que se repite a lo largo de su literatura. Esa dualidad ha sugerido que se trata de un diálogo cuyos interlocutores serían un viejo marinero cansado y un joven ignorante del mar, que no ha intentado aún. Esa conjetura, que contradice los hábitos de la poesía anglosajona, empobrecería esta pieza y no cuenta ahora con partidarios.

En la Edad Media la poesía propendía a lo alegórico. No es imposible que esta poesía sea una alegoría de la vida del hombre, bajo la metáfora de una navegación. Lo indiscutible es que abunda en rasgos directos: "Anocheció, nevó desde el norte y cayó sobre la tierra el granizo, la más fría de las simientes".

La Elegía del Navegante ha sido vertida al inglés por Ezra Pound, que repite menos el sentido que los sonidos del original. Hay asimismo una admirable traducción de Gavin Bone.


En Breve antología anglosajona (1978)
En colaboración con María Kodama

En Obras completas en colaboración
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997
Barcelona, 1997


Imagen: Borges y María Kodama en Japón 
Cortesía Fundación Internacional Jorge Luis Borges


26/9/18

Jorge Luis Borges: Zenón de Elea





La paradoja de Zenón de Elea, según indicó James, es atentatoria no solamente a la realidad del espacio, sino a la más invulnerable y fina del tiempo. Agrego que la existencia en un cuerpo físico, la permanencia inmóvil, la fluencia de una tarde en la vida, se alarman de aventura por ella. Esa descomposición es mediante la sola palabra infinito, palabra (y después concepto) de zozobra que hemos engendrado con temeridad y que una vez consentida en un pensamiento, estalla y lo mata. (Hay otros escarmientos antiguos contra el comercio de tan alevosa palabra: hay una leyenda china del cetro de los reyes de Liang, que era disminuido en una mitad por cada nuevo rey; el cetro, mutilado por dinastías, persiste aún). Mi opinión, después de las calificadísimas que he presentado, corre el doble riesgo de parecer impertinente y trivial. La formularé, sin embargo: Zenón es incontestable, salvo que confesemos la idealidad del espacio y del tiempo. Aceptemos el idealismo, aceptemos el crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de abismos de la paradoja.

¿Tocar nuestro concepto del universo, por ese pedacito de tiniebla griega?, interrogará mi lector.

  Discusión, 1932


El móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura.




En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Colección La Biblioteca de Babel


Imagen: Borges por Rogelio Naranjo Vía



24/9/18

Borges profesor: Anexo anglosajón. "Elegía del hombre errante"






Como las demás elegías anglosajonas, este poema subraya el carácter transitorio y efímero de los placeres de este mundo. El protagonista es un guerrero que ha conocido la felicidad en el pasado, pero que luego lo ha perdido todo. Triste y solitario, se ve obligado a recorrer los «caminos del exilio» pensando en glorias pasadas, esperando encontrar a alguien que consuele su dolor. Sus recuerdos de un esplendor perdido sirven para ejemplificar la impermanencia de la existencia humana. El poema termina con una exhortación cristiana a buscar seguridad y estabilidad en el Padre de los Cielos.

A menudo el hombre solitario implora piedad, la misericordia del Creador, aunque deba recorrer siempre los caminos del exilio, acuciado por pesares, atravesar largamente las aguas, agitar con las manos[559] los mares helados. El destino ha sido cumplido.
De esta forma habló el viajero, recordando sus pesares, crueles matanzas, la caída de sus gentes:
«Cada madrugada me veo obligado a decir mis penas en soledad. No hay ya nadie entre los vivos a quien yo me atreva a decir mis sentimientos. Sé que es de hecho una noble virtud en un hombre el sujetar su pecho, retener su corazón, piense éste lo que piense.
No podrá un espíritu cansado enfrentar al destino, ni una mente atribulada servir de ayuda, y es por ello que aquellos ansiosos de fama retienen sus pesares en su propio corazón. Así, yo también debo encadenar mi sentir —atormentado y triste, alejado de mi hogar, extrañando a mi gente— desde que hace ya años la oscura tierra envolvió a mi señor y yo debí partir, miserablemente, desolado como el invierno, sobre las olas, buscando un dador de tesoros, un lugar donde —cerca o lejos— pudiera encontrar en la sala a aquel que conozca a los míos,[560] a un señor que consuele a este hombre falto de amigos y lo agasaje con júbilo.
Sabe el que conoce la adversidad cuán cruel es la angustia como compañera para aquel que tiene pocos confidentes. Lo reclaman siempre los caminos del exilio, nunca el oro forjado; siempre el corazón helado, nunca las glorias de esta tierra. Sus pesares le hacen recordar a los hombres en la sala, la entrega de tesoros, y cómo en su juventud lo agasajaba su señor. Pero todos esos goces se han ido.
Sabe esto bien quien se ve forzado a dejar atrás los consejos de su querido señor: que cuando la pena y el sueño aquejan juntos al triste viajero, imagina éste que abraza y besa a su señor y deposita en su rodilla su cabeza y su mano como hacía antaño, en días pasados, cuando disfrutaba de los beneficios del trono. Pero luego despierta el hombre sin amigos, ve ante sí las flavas olas, las aves marinas que se bañan peinando sus plumas, la escarcha que cae y la nieve que se arremolina en el granizo. Se vuelven entonces aún más profundas las heridas de su corazón, doliente por su querido señor; sus penas se renuevan.
Cada vez que la memoria de su gente pasa por su mente, el viajero saluda con júbilo, observa ansioso a los compañeros de los hombres, pero éstos siempre se alejan. Las mentes de los que flotan no traen palabras conocidas.[561] Los pesares regresan a aquel que debe enviar siempre a su espíritu sobre las olas.
No debo por ende preguntarme, mientras atravieso este mundo, cómo es que mi mente no se ennegrece cuando pienso en la vida entera de los earls, cuán bruscamente han abandonado el suelo[562] los orgullosos caballeros. Así también en esta tierra media, cada uno de los días perece y decae.»
Es así que ningún hombre se vuelve sabio antes de haber tenido en este mundo su porción de inviernos. El hombre sabio debe ser paciente: no debe ser iracundo, ni apresurado en su hablar, ni un guerrero débil, ni precipitado, ni temeroso, ni resignado, ni codicioso, ni jactancioso antes de saberlo todo. Cada vez que hace una promesa, el guerrero de espíritu firme debe esperar hasta saber exactamente hacia dónde tienden los pensamientos de su mente.

El guerrero sabio podrá comprender cuán horrible será cuando todas las riquezas de este mundo se hayan consumido, de la misma forma en que en muchos lugares sobre la tierra se yerguen hoy mismo edificios en ruinas, antiguas paredes golpeadas por el viento, cubiertas de hielo. Las salas se han desmoronado; sus señores yacen despojados de toda alegría; su séquito ha caído orgulloso ante el muro. La guerra mató a muchos de ellos, los llevó más allá: a uno lo arrastró un pájaro sobre el alto mar, a otro le dio muerte el canoso lobo,[563] a otro lo escondió un guerrero de rostro entristecido en una fosa en la tierra. Así dañó a esta morada terrena el Creador, hasta que cesó el regocijo de los hombres y las antiguas obras de los gigantes quedaron vacías y en silencio.

Aquel que observara pausadamente esos viejos muros y reflexionara en profundidad sobre nuestra oscura vida, recordaría un sinnúmero de lejanas batallas, y éstas serían sus palabras:
"¿A dónde se ha ido el caballo?
¿A dónde las gentes?
¿Dónde está el distribuidor de tesoros?
¿A dónde se han ido los lugares de las fiestas?
¿Dónde está la algarabía de la sala?
¡Ay, la brillante copa!
¡Ay, el guerrero de armadura!
¡Ay, la majestad del caballero!
Cómo el tiempo ha pasado, oscurecido bajo el yelmo de la noche, como si todo ello jamás hubiera sido. Se yergue ahora tras la partida del amado séquito una alta pared, decorada maravillosamente con formas de serpientes. Los guerreros han sido tomados por la fuerza de las lanzas de fresno —esa arma deseosa de matanzas—; ilustre es su destino. Las laderas de piedra son castigadas por las tormentas, contra la tierra se estrellan terribles nevadas. Así llega entonces la oscuridad, la sombra de la noche, y desde el norte envía al terrible granizo que hostiga a los hombres.
Todo es perecedero en esta tierra; las operaciones del destino cambian al mundo bajo los cielos. La riqueza es pasajera, los amigos se pierden, el hombre es efímero, los parientes perecen; algún día desaparecerán los mismos cimientos de este mundo".

Así habló el sabio de corazón, y se sentó a meditar.

Justo es aquel que mantiene su fe; el hombre no debe dejar salir la aflicción de su pecho demasiado pronto, hasta saber cuál es su remedio y conocer la forma de llevarlo a cabo con coraje.

Tendrá fortuna aquel que busca la misericordia y el consuelo del Padre de los cielos, en quien reside para nosotros toda permanencia.


Notas

[559] «Agitar con las manos»: remar.
[560] Para que un señor otorgara su protección y confianza a un guerrero, era necesario que el señor conociera los orígenes y filiación tribal del candidato.
[561] «Los compañeros de los hombres» y «los que flotan» son expresiones ambiguas. El protagonista parece estar hablando a un tiempo de sus compañeros muertos (a quienes ve aparecer ante sí en su imaginación y sus recuerdos) y de las aves marinas, que son su única compañía en la realidad.
[562] «Cuán bruscamente han abandonado el suelo (de la sala)»: cuán bruscamente han dejado este mundo.
[563] «Bestias de la batalla», animales que aparecen con frecuencia en la épica anglosajona. Compárese con la mención del cuervo, el águila y el lobo en el poema de Brunanburh.


Traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis

La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema).

Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano. Estos textos son:


• Fragmento final de la Gesta de Beowulf: La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Batalla de Maldon»
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.


M.H.


En Borges, profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Imagen: Borges en caricatura de Pablo Pino


16/9/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre el humor ("En diálogo", I, 22)





Osvaldo Ferrari: Se hacen diversas conjeturas, Borges, acerca de las fuentes de su humor; de su humor literario y de su humor respecto de todo tipo de cosas. Por ejemplo, se piensa en Bernard Shaw, se piensa en el doctor Samuel Johnson o en otros.

    Jorge Luis Borges: Bueno, yo no sabía que yo tuviera humor, pero parece que sí. Creo que como éste es un país muy supersticioso basta que uno diga algo contra esas supersticiones —que son múltiples— para que se lo considere una broma. Y creo que las personas, para no tomar en serio lo que yo digo, me acusan de humor; pero yo creo no tenerlo, yo creo ser un hombre sencillo, digo lo que pienso, pero —como eso suele contradecir muchos prejuicios— se supone que son bromas mías. Y así queda a salvo, bueno, mi fama… y quedan a salvo las cosas que yo ataco. Por ejemplo, yo publiqué hace poco un artículo: «Nuestras hipocresías», y lo que yo decía allí lo decía totalmente en serio, pero se consideró que se trataba de una serie de bromas muy ingeniosas, de modo que fui muy alabado precisamente por las personas que yo justamente atacaba.

    —Se lo convierte en inofensivo a través del humor.

    —Sí, yo creo que sí. Pero, al mismo tiempo el humor es algo que yo admiro —sobre todo en los otros—. Ahora, en mi caso, yo no recuerdo ninguna broma mía.

    —Pero, en la tradición del doctor Johnson, por ejemplo.

    —Eso sí, bueno, el humor y el ingenio sobre todo. Pero parece que es tan difícil… es difícil definir las cosas; precisamente las cosas más evidentes son las de definición imposible, ya que definir es expresar algo en otras palabras: esas otras palabras pueden ser menos expresivas que lo definido. Y, además, lo elemental no puede definirse, porque cómo va a definir usted, por ejemplo, el sabor del café, o esa tristeza agradable de los atardeceres; o esa esperanza, sin duda ilusoria, que uno puede sentir por la mañana. Esas cosas no pueden definirse.

    —No pueden definirse.

    —Ahora, en el caso de algo abstracto, sí puede definirse; usted puede dar una definición exacta de un polígono, por ejemplo, o de un congreso, esas cosas pueden definirse. Pero yo no sé hasta qué punto usted puede definir un dolor de muelas.

    —Pero sí se puede definir la falta de humor. En nuestro país, por ejemplo.

    —Ah, eso sí, la falta de humor y la solemnidad, que es uno de nuestros males, ¿no?; y que se manifiesta en tantas cosas. Por ejemplo, pocas historias habrá, tan breves como la historia argentina —cuenta escasamente dos siglos—, y sin embargo, en pocos países la gente estará tan abrumada de aniversarios, de fechas patrias, de estatuas ecuestres, de desagravios a los muertos ilustres.

    —Y de agravios.

    —Y de agravios, sí. Es terrible, claro que eso ha sido fomentado, desde luego.

—Usted caracteriza, a veces, a la historia argentina como muy cruel. Dentro de las características esenciales usted señala la crueldad.

    —Yo creo que sí; estaba leyendo hoy una estadística que ha publicado la policía sobre los asesinatos cometidos en los últimos años, y parece que, a partir de una fecha bastante reciente, cada año ha habido más crímenes. Pero eso corresponde, desde luego, y… a la pobreza; cuanto más pobre sea la gente más fácilmente será criminal.

    —Bueno, además es una característica de la época.

    —La violencia, sí.

    —Desgraciadamente…

    —Sí, pero yo creo que ese delito ético tiene una raíz económica.

    —Sí. En cuanto al humor, le decía que creo que usted ha admirado, a lo largo del tiempo, si no el humor, la ironía de un hombre como Shaw o como Johnson.

—Ah sí, desde luego, eso es indudable.

    —¿Y cómo definiría esas características en ellos dos?, porque son muy particulares, y son muy propias del genio inglés.

    —Y bueno, pues en ambos casos, esa ironía tiene su raíz en la razón, yo creo, ¿no? Es decir, no es arbitraria. A mí, personalmente, lo que Gracián llamaba ingenio me resulta desagradable, ya que se trata de juegos de palabras y los juegos de palabras conciernen simplemente a las palabras, es decir, a convenciones. En cambio, el humorismo puede ejercerse sobre hechos reales, y no simplemente sobre semejanzas entre una sílaba y otra.

    —Cierto. Y el humorismo en los ingleses, sí, es realmente muy razonable.

    —Muy razonable, pero, sin embargo, hay algo fantástico… yo creo que entre el ingenio y el humorismo, aunque el humorismo critique cosas reales, hay siempre algo fantástico en el humorismo, me parece, ¿no?; hay siempre un elemento de fantasía, de imaginación, que puede no existir en la ironía, o en el ingenio.

    —Ah, claro.

—Sí, de modo que hay un principio de fábula, un principio de sueño; algo irracional en el humorismo. Algo levemente mágico también. De manera que ésa sería la diferencia. Desgraciadamente no se me ocurre un ejemplo en este momento, pero, como he pensado sobre el tema, espero que la conclusión que yo afirme ahora sea válida.

    —Es que el ejemplo, de alguna manera, es usted. Porque a diferencia de Lugones, de Mallea y de muchos otros escritores argentinos, en los cuales se percibe, desgraciadamente, una falta de humor, usted, sin embargo, lo ha cultivado.

    —Bueno, Lugones a veces lo ha ensayado, pero con un resultado desdichado, yo diría. Por ejemplo: «La institutriz, una flaca escocesa enteramente isósceles, junto a la suegra obesa». Evidentemente hay una intención humorística, pero el resultado es más bien melancólico.

    —No se sospecha demasiado…

    —Bueno, la palabra isósceles es graciosa, ¿no? Eso cuadra más bien para una caricatura que para una imagen real, que es lo que se proponía Lugones, por lo demás. No recuerdo otras tentativas de ingenio de Lugones, en cambio, en Groussac sí; la ironía es evidente. Por ejemplo, lo vemos en aquella polémica que él tuvo, en que dijo: «El hecho de haberse puesto en venta un opúsculo del doctor… bueno, fulano de tal, puede ser un serio obstáculo a su difusión» (ríe). Ahí es evidente, ¿no?, ¿quién iba a comprar eso?

    —Ya que he insistido, Borges, en cuanto a Samuel Johnson, yo recuerdo que usted ha dicho que, en Inglaterra, de haberse elegido un autor nacional, la elección habría debido recaer sobre él.

    —Bueno, yo diría Johnson, Wordsworth… pero, puedo referirme a un libro ajeno, y harto más famoso; yo diría que si una convención requiere que cada país esté representado por un libro, en este caso, ese libro sería la Biblia. La Biblia, como nadie ignora, contiene textos hebreos, griegos, que fueron vertidos al inglés. Pero ahora esos textos forman parte del idioma inglés. Una cita bíblica en castellano o en francés puede resultar pedantesca, o puede no ser identificada de inmediato. En cambio, el lenguaje inglés coloquial está lleno de sentencias bíblicas. Y yo, claro, mi abuela —cuya familia era de predicadores metodistas— sabía de memoria la Biblia. Usted citaba una frase bíblica cualquiera, y ella le decía: «Libro de Job, capítulo tal, versículo tal», y seguía adelante; o «Libro de los Reyes» o «Cantar de los cantares».

    —Recordaba la fuente, digamos.

—Sí, ella leía diariamente la Biblia. Y, además, no sé si usted sabe que en Inglaterra cada familia tiene una Biblia, y en las páginas en blanco, que están al final, se anota la crónica de la familia. Por ejemplo, los casamientos, los nacimientos, los bautismos, las muertes. Bueno, y esas biblias de la familia tienen valor jurídico: pueden usarse en un juicio, por ejemplo; son aceptadas como documentos auténticos por la ley: por ejemplo, en la family Bible (Biblia de la familia) dice tal cosa. Y, en Alemania, otro país protestante en su mayoría, hay un adjetivo: bibelfest, que quiere decir «firme en la Biblia», es decir, que sabe la Biblia de memoria. Lo mismo ocurre, como usted recordará, en el islam, donde la gente sabe el Corán de memoria. Creo que el nombre del famoso poeta persa Hafiz quiere decir «el que recuerda», es decir, el que sabe de memoria el Corán.

    —De alguna manera, el memorioso.

    —Sí, de alguna manera el pobre Funes (ríen ambos).

    —O usted mismo.

    —¿Cómo?

—Usted fue llamado «el memorioso» en un diario de Buenos Aires.

    —Hablando de Funes, me ha sucedido no una vez sino varias que me han preguntado si yo lo he conocido; si Funes existió. Pero eso no es nada, comparado con el hecho de que un periodista español me preguntó si yo guardaba todavía el séptimo volumen de la enciclopedia de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.

    —Que corresponde a un cuento suyo.

    —Sí, de un cuento mío, y cuando yo le dije que todo era una invención, me miró con mucho desprecio —él había creído que aquello era historia— y resultó que no, que eran meros fantaseos personales míos, y no tenían por qué ser tomados en cuenta. Y lo mismo me sucedió en Madrid, con mi cuento «El Aleph». Ahora, el Aleph, no sé si usted recuerda, es un punto en el que están todos los puntos del espacio, de igual modo que en la eternidad están todos los instantes del tiempo. Yo tomé la eternidad como modelo para «El Aleph». En fin, un cuento que ha gozado de indebida fama, sobre el Aleph, y que lleva ese título. Bueno, y un periodista me preguntó si realmente había un Aleph en Buenos Aires. Yo le dije: «Bueno, es que si hubiera uno, sería el objeto más famoso del mundo, y no se limitaría a figurar en un libro de cuentos fantásticos de un escritor sudamericano». Y entonces él me dijo, con una ingenuidad que casi me conmovió: «Sí, pero como usted menciona la calle y el número —dice calle Garay, número tal—». ¿Qué cosa puede haber más fácil que mencionar una calle y un número?

    —Él pensó que esa calle y ese número no eran inventados.

    —No, ciertamente la calle y el número no eran inventados, pero el hecho de que ocurriera algo así… a mí me dice que hay muchas personas, de diversas partes —sobre todo de América del Sur—, que vienen aquí y van a ver en la calle Corrientes tal número, porque hay un tango que dice Corrientes 1214 o algo así.

    —3-4-8.

    —¡Ah!, bueno, usted se acuerda. Pues hay personas que van a buscar eso, y se da un caso parecido, en que la fábula o la literatura son tomados en serio: parece que mucha gente que va a Londres, lo hace con la idea de ver la casa de Sherlock Holmes. Van a Baker Street (calle Baker), y buscan ese número. Entonces, para satisfacer a esas personas, o como una broma, ahora hay un museo de Sherlock Holmes; y ahí los turistas encuentran lo que esperan, ya que allí está, bueno, la percha, el laboratorio, el violín, la lupa, las pipas, en fin.

—A la medida de la fantasía de los visitantes.

    —Sí, todos esos atuendos, todos esos atributos de Holmes se encuentran allí ahora. Bueno, eso ya lo ha dicho Oscar Wilde con aquella frase: «La naturaleza imita al arte».

    —Cierto.

    —Y un ejemplo que da Oscar Wilde es el del caso de una señora que no quiso salir al balcón para ver la puesta del sol, porque esa puesta de sol estaba allí en un cuadro de Turner. Y agregó: «Uno de los peores ocasos de Turner» (ríe), porque la naturaleza no había imitado muy bien al pintor.

    —Veo que sin proponérnoslo, Borges, el humor volvió a buscarnos hacia el fin de la audición.

    —Es cierto, tiene razón.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Foto JLB en muestra "Borges universal" 
en Feria Internacional del Libro 2016 - Vía


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