3/7/18

Harold Bloom: Borges, Neruda y Pessoa. Un Whitman hispano-portugués.



La literatura hispanoamericana del siglo XX, posiblemente más vital que la norteamericana, tiene tres fundadores: el fabulista argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), el poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973) y el novelista cubano Alejo Carpentier (1904-1980). De su matriz ha surgido una multitud de importantes figuras: novelistas tan diversos como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes; poetas de importancia internacional como César Vallejo, Octavio Paz y Nicolás Guillén. Me centraré en Borges y Neruda, aunque puede que el tiempo demuestre la supremacía de Carpentier sobre todos los escritores latinoamericanos de este siglo. Pero Carpentier se encontraba entre los muchos que estaban en deuda con Borges, y el papel fundador que Neruda representa en la poesía, Borges lo tiene en la prosa crítica y narrativa, de manera que los examinaré aquí como padres literarios y como escritores representativos.

  Borges fue un niño extraordinariamente literario; su primer libro publicado apareció cuando tenía siete años, una traducción del relato de Oscar Wilde «El príncipe feliz». Sin embargo, de haber muerto a los cuarenta años no le recordaríamos, y la literatura hispanoamericana sería muy distinta. Comenzó escribiendo poesía whitmaniana cuando tenía dieciocho años, y aspiraba a convertirse en el bardo de Argentina. Pero acabó comprendiendo que no iba a ser el Whitman de la lengua española, un papel poderosamente usurpado por Neruda. En lugar de eso dio en escribir ensayos-parábolas cabalísticos y gnósticos, quizá bajo la influencia de Kafka, y a partir de ahí floreció su arte característico. El punto de inflexión fue un terrible accidente que sufrió a finales de 1938. Siempre había padecido problemas de visión, y aquel año resbaló en una escalera mal iluminada y cayó, golpeándose gravemente en la cabeza. Estuvo seriamente enfermo en el hospital durante dos semanas, tuvo terribles pesadillas y una convalecencia dolorosamente lenta, en la que comenzó a dudar de su estado mental y de su capacidad para escribir. Y de este modo, a los treinta y nueve años, intentó escribir un relato para tranquilizarse. El hilarante resultado fue «Pierre Menard, autor del Quijote», antecedente de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y de todas las demás narraciones cortas que asociamos a su nombre. En Argentina, su reputación como escritor comenzó con El jardín de senderos que se bifurcan (194l); y en 1962, dos recopilaciones, Laberintos Ficciones, fueron publicadas en Estados Unidos, e instantáneamente llamaron la atención de los lectores más perspicaces.

  De todos los relatos de Borges, el que más me gusta es «La muerte y la brújula». Como casi toda su obra, es intensamente literario: sabe y declara que él es consecuencia de otros, y que la contingencia gobierna su relación con la literatura anterior. El abuelo paterno de Borges era inglés; la biblioteca de su padre era inmensa, y contenía más que nada literatura inglesa. En Borges encontramos la anomalía de un escritor español que primero leyó Don Quijote en su traducción inglesa, y cuya cultura literaria, aunque universal, siguió siendo inglesa y norteamericana en su más profunda sensibilidad. Borges, sin embargo, orientado hacia una carrera literaria, estuvo obsesionado con la gloria militar que había rodeado a las familias tanto de su padre como de su madre. Al heredar los problemas de vista que impidieron a su padre llegar a ser oficial, Borges parece haber heredado también su huida a la biblioteca como refugio en el que los sueños podían compensar una imposible vida de acción. Lo que Ellman dijo del Joyce obsesionado con Shakespeare, que su única ansiedad era incorporar tantas influencias como fuera posible, parece mucho más cierto de Borges, quien abiertamente asimila y a continuación deliberadamente refleja toda la tradición canónica. Si este abierto abrazo de sus precursores menoscabó la obra de Borges es un problema complejo, que en este capítulo intentaré abordar.

  Maestro de laberintos y de espejos, Borges fue un profundo estudioso de la influencia literaria, y como escéptico más interesado por la literatura de imaginación que por la religión o la filosofía, nos enseñó a leer dichas especulaciones primordialmente por su valor estético. Su curioso destino como escritor y como principal inaugurador de la literatura hispanoamericana moderna no puede separarse ni de su universalismo estético ni de lo que supongo deberíamos calificar de agresividad estética. Releerle ahora me fascina y anima, más incluso que hace treinta años, pues su anarquismo político (como el de su padre, bastante moderado) es de lo más tonificante en esta época en la que el estudio de la literatura se ha politizado totalmente, y uno teme la creciente politización de la literatura misma.

  «La muerte y la brújula» es un ejemplo de lo más valioso y enigmático que hay en Borges. Este relato de doce páginas narra la conclusión de una disputa de sangre entre el detective Erik Lönnrot y el gángster Red Scharlach el Dandy en el visionario Buenos Aires que tan a menudo es el contexto de la fantasmagoría característica de Borges. Enemigos mortales, Lönnrot y Red Scharlach son, obviamente, dobles antagónicos, como indica el color rojo que comparten en sus nombres. Borges, filosemita acérrimo que a veces fugaba con la fantasía de que podía tener orígenes judíos (un cargo del que a menudo le acusaron los seguidores fascistas de su enemigo el dictador Perón), escribe un relato judío de gángsters que habría encantado a Isaak Babel, el autor de los esplendidos Cuentos de Odessa, que se centran en el legendario gángster Benya Krik, al igual que Red Scharlach un gran dandy. Borges escribió un artículo sobre la vida de Babel, cuya obra (y cuyo mismo nombre) debieron de fascinarle, e incluso un rápido resumen de «La muerte y la brújula» recuerda a Babel.

  El doctor Marcel Yarmolinsky, sabio rabínico, es asesinado en el Hôtel du Nord. Su cuerpo, con el pecho partido por un cuchillo, está acompañado por una nota que reza: «La primera letra del nombre ha sido articulada». Lönnrot, severo razonador como el August Dupin de Poe, deduce que la referencia es al Tetragrámaton, el Nombre Secreto de JHVH, el Dios Yahvé. Se descubre otro cadáver, que constituye la segunda letra del nombre. Estos asesinatos son sacrificios místicos, descubre Lönnrot, de lo que él considera una secta judía de perturbados. Tiene lugar un supuesto tercer asesinato, pero no se descubre el cadáver, y paso a paso vamos comprendiendo que Lönnrot va cayendo en la trampa de Scharlach. Al final la trampa se completa en la villa abandonada de Triste-le-Roy, en las afueras de la ciudad. Red Scharlach explica su intrincado plan, que se centra en las tres imágenes que ha utilizado para engañar la inteligencia de Lönnrot: espejos, el compás y el laberinto en el que el detective ha sido atrapado. Al enfrentarse a la pistola de Scharlach, Lönnrot comparte la impersonal tristeza del gángster, y fríamente critica que el laberinto tenga líneas redundantes, instándole a que, en su próxima encarnación, su enemigo le mate en un laberinto más elegantemente diseñado. El relato acaba con la ejecución de Lönnrot, ante la música de Scharlach: «Para la otra vez que lo mate, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante». Éste es el emblema de Zenón de Elea, y para Borges el emblema del casi suicidio de Lönnrot.

  Borges dijo de «Pierre Menard, autor del Quijote», su auténtico origen como escritor, que provoca una sensación de cansancio y escepticismo, de «llegar al final de un período literario muy largo». Ésta es la ironía o alegoría de «La muerte y la brújula», donde Lönnrot y Scharlach tejen su mortal laberinto de literatura en una amalgama de Poe, Kafka y muchos otros ejemplos de dobles que se enfrentan en un duelo de partícipes secretos. Al igual que tantos otros relatos de Borges, la historia de Lönnrot y Scharlach es una parábola que demuestra que la lectura es siempre una suerte de reescritura. Scharlach controla sutilmente la lectura que Lönnrot hace de las pistas que el gángster le proporciona, y de este modo anticipa las revisiones interpretativas del detective.

  En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», otro famoso relato, Borges comienza con esta tajante afirmación: «Debo el descubrimiento de Uqbar a la conjunción de un espejo y una enciclopedia». En el lugar de la tierra imaginaria de Uqbar, podemos colocar a cualquiera de las personas, lugares y cosas que aparecen en las ficciones de Borges; en todas ellas un espejo y una enciclopedia van siempre juntos, pues, para Borges, cualquier enciclopedia, existente o conjeturada, es tanto un laberinto como una brújula. Aun cuando Borges no fuera el fundador primordial de la literatura hispanoamericana (que lo es), aun cuando sus relatos no poseyeran auténtico valor estético (que lo poseen), seguiría siendo uno de los escritores canónicos de la Edad Caótica, pues, más que ningún otro escritor aparte de Kafka, a quien emula deliberadamente, él es la literatura metafísica de la época. Su postura cosmológica es declaradamente caótica; su imaginación es la de un gnóstico declarado, aunque intelectual y moralmente sea un humanista escéptico. Para Borges, los antiguos heresiarcas gnósticos, Basílides de Alejandría en particular, son verdaderos precursores. El breve ensayo «Una vindicación del falso Basílides» concluye con una maravillosa defensa general del gnosticismo:

  Durante los primeros siglos de nuestra era, los gnósticos disputaron con los cristianos. Fueron aniquilados, pero nos podemos representar su victoria posible. De haber triunfado Alejandría y no Roma, las estrambóticas y turbias historias que he resumido aquí serían coherentes, majestuosas y cotidianas. Sentencias como la de Novalis: «La vida es una enfermedad del espíritu», o la desesperada de Rimbaud: «La verdadera vida esta ausente; no estamos en el mundo», fulminarían en los libros canónicos. Especulaciones como la desechada de Richter sobre el origen estelar de la vida y su causal diseminación en este planeta, conocerían el asenso incondicional de los laboratorios piadosos. En todo caso, ¿qué mejor don que ser insignificantes podemos esperar, que mayor gloria para un Dios que la de ser absuelto del mundo?

  Para Borges y los gnósticos, la Creación y la Caída del cosmos y la raza humana son uno y el mismo suceso. La realidad primordial era el Pléroma o plenitud, llamado Caos por los judíos ortodoxos, los cristianos devotos y los musulmanes, pero reverenciado como Antepasado y Antepasada por los gnósticos. En sus imaginaciones, Borges regresa a esa veneración. ¿La comparte? Al igual que Beckett, Borges leía a Schopenhauer con intensa simpatía, pero Borges lo interpretaba como insinuando «que somos fragmentos de un Dios que, al principio del tiempo, se destruyó a sí mismo en su deseo de no existencia». Un Dios muerto o desaparecido o, en el gnosticismo, un Dios ajeno, apartado de su falsa creación, es el único vestigio de teísmo que queda en Borges. Su metafísica, cuando no juega al idealismo, también sigue a Schopenhauer y a los gnósticos. Vivimos en una fantasmagoría, en una imagen de la Eternidad distorsionada en un espejo, que Borges transmite con considerable vigor. «El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús», escribió en «Tres versiones de Judas», donde el condenado teólogo danés Runeberg elabora su teoría de que Judas, no Jesús, era el Dios Encarnado, y que «agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidad del mal y del infortunio».

  Puesto que los valentinianos habían enseñado la doctrina de la degradación divina, Borges se muestra bastante gnóstico, aunque más drástico quizá que ningún otro gnóstico desde los ofitas, que celebraban a la serpiente en el relato de la Caída. En este registro, la perfección de Borges llega con su relato «Los teólogos», en el que dos doctores de la iglesia primitiva, Aureliano de Aquilea y Juan de Panonia (ambos inventados por Borges), rivalizan en refutar herejías esotéricas. Borges, de manera deliciosa, nos resume su contienda, recalcando que Aureliano, el menos dotado y por tanto el más resentido, está obsesionado con Juan: «Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan». Al final del relato, Aureliano instiga la quema de Juan en la hoguera, declarado culpable de herejía, y a continuación muere él mismo precisamente de la misma manera en un bosque irlandés incendiado por un rayo. En el más allá, Aureliano descubre que, para Dios, él y Juan «formaban una sola persona», al igual que Lönnrot y Red Scharlach formaban una sola persona. Borges es tristemente coherente: en el laboratorio de su universo nos enfrentamos a nuestras imágenes en el espejo, no sólo de la naturaleza, sino también del yo.

  Tal como han observado todos los críticos, el laberinto es la imagen central de Borges, donde convergen todas sus obsesiones y pesadillas. Sus precursores literarios, desde Poe a Kafka, son utilizados para construir este emblema del caos, pues Borges puede transmutarlo casi todo en un laberinto: casas, ciudades, paisajes, desiertos, ríos, y por encima de todo ideas y bibliotecas. El laberinto supremo fue el palacio diseñado por el fabuloso artífice Dédalo para proteger y encarcelar al Minotauro, medio toro, medio hombre. Nunca he entendido muy bien por qué Joyce tomó ese nombre para su yo adolescente; cierto, Dublin es un laberinto y Ulises otro, y el cíclico Finnegans Wake es laberínrico, pero Joyce es demasiado cómico y demasiado naturalista para exaltar una imagen del caos como tal, contrariamente a Kafka, Borges o Beckett. Joyce tenía sus tendencias maniqueas, pero nunca se sumergió en Schopenhauer o el gnosticismo, ni elaboró una teoría gnóstica propia.

  Aunque en Borges el laberinto es esencialmente una imagen que funciona como un juego, sus implicaciones son tan sombrías como en Kafka. Si todo el cosmos es un laberinto, entonces la imagen favorita de Borges se vincula a la muerte, o a una visión de la vida que es esencialmente freudiana, el mito de la pulsión de la muerte. De aquí que nos encontremos con la ironía de que los dos escritores modernos a quienes más exasperaba Freud eran Borges y Nabokov. Ambos se mostraron petulantes y desagradables con él. Oigamos a un Borges bastante poco inspirado:


 Le considero una especie de loco, ¿no? Un hombre cuyo objeto de estudio era una obsesión sexual. Bueno, quizá no se lo tomara a pecho. Quizá sólo lo hacía como una especie de juego. Intenté leerlo, y pensé que en cierto sentido era o un charlatán o un loco. Después de todo, el mundo es demasiado complejo para ser reducido a un esquema tan simple. Pero en Jung, bueno, naturalmente, he leído a Jung mucho más extensamente que a Freud, pero en Jung percibes una inteligencia amplia y receptiva. En el caso de Freud, todo se reduce a unos cuantos hechos desagradables.


  Esos hechos desagradables, en el caso de Borges, incluyen un primer y único matrimonio, a los sesenta y ocho años, que al cabo de tres concluyó en divorcio, y una asombrosa intimidad (y permanente residencia) con su madre, que murió en 1975, a los noventa y nueve años. Ninguno de estos hechos, ni la aversión que Borges sentía por Freud, son de particular interés para sus lectores, sólo en la medida en que pueden contribuir a iluminar su posición respecto a la tradición literaria y la naturaleza de su arte. El particular deleite que Borges encuentra en la literatura es el reverso de las anteriores consideraciones de influencia, como en el análisis de la influencia de Kafka en Browning que realiza en «Kafka y sus precursores»:

  En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Robert Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos, En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. 

  Borges no se permitiría reconocer que polémica y rivalidad guían esa creación del precursor. En El hacedor identifica como su principal precursor, entre los escritores argentinos, a Leopoldo Lugones, que se suicidó en 1938. La dedicatoria del libro a Lugones olvida convenientemente la ambivalencia respecto al viejo poeta que Borges y su generación habían manifestado, aunque Borges había sido típicamente ambivalente en su ambivalencia. Al envejecer, Borges comenzó a preferir la opinión de que la literatura canónica es algo más que una continuidad, de hecho es un inmenso poema compuesto por muchas manos a través de los siglos. En los años sesenta, cuando Borges se había convertido en lo que su biógrafo Emir Rodríguez Monegal llamaba «el viejo gurú», este idealismo literario comenzó a ser absoluto, sobrepasando las versiones más escépticas de autoría común que Borges había encontrado en Shelley y Valéry.

  Un curioso panteísmo, aplicado principalmente a los escritores, recorre todo Borges: no sólo Shakespeare, sino todos los escritores son al mismo tiempo todos y ninguno, el laberinto vivo y único de la literatura. Al igual que Lönnrot y Red Scharlach, al igual que los teólogos Aureliano y Juan, Homero, Shakespeare y Borges se funden en un solo autor. Al contemplar este idealismo nihilista, recuerdo la mejor frase que he leído acerca de Borges, de Ana María Barrenechea: «Borges es un escritor admirable empeñado en destruir la realidad y convertir al hombre en una sombra». Tan impresionante proyecto, de haberse puesto Shakespeare a ello, habría estado más allá de sus posibilidades. Borges puede herirte, pero siempre del mismo modo, de manera que llegamos al principal defecto de Borges: sus mejores obras carecen de variedad, aun cuando se valgan de todo el canon occidental y más. Quizá al darse cuenta de ello Borges intentó regresar al realismo naturalista de finales de los sesenta, pero el resultado, El informe de Brodie, es esencialmente fantasmagoría.

  ¿Qué hay en el centro del laberinto de Borges? Las historias que cuenta son como pequeños fragmentos de un libro de caballerías, y sin embargo Borges, contrariamente a Hawthorne, a quien apreciaba enormemente, no escribe libros de caballerías, que se basan en encantamientos y en un conocimiento imperfecto. Borges es escéptico, muy sabio, y deliberadamente carece de la extravagancia del libro de caballerías, de su idea de sobrepasar los límites. Su arte está meticulosamente controlado y a veces es bastante evasivo. Ni Borges ni su lector pueden perder interés en las historias, donde todo está calculado. El temor a lo que Freud denominaba la novela familiar y a lo que podríamos llamar la novela familiar de la literatura confina a Borges a la repetición, a una excesiva idealización de la relación escritor-lector. Puede que sea precisamente esto lo que le convierte en el padre ideal de la literatura hispanoamericana moderna: el ser infinitamente sugestivo y su alejamiento de todos los conflictos culturales.

  Sin embargo puede que esté condenado a una menor eminencia, aún canónica pero ya no central, en la literatura moderna. Comparar sus relatos y parábolas con los de Kafka, aunque parece inevitable, no resulta muy halagador para Borges, en parte porque éste invoca a menudo a Kafka, de manera tanto evidente como implícita. A Beckett, con quien Borges compartió un premio internacional en 1961, podemos releerlo una y otra vez con apasionamiento; a Borges no. Borges es muy hábil, pero no admite una visión schopenhaueriana tan poderosamente como Beckett. Sin embargo, la posición de Borges en el canon occidental, si prevalece, será tan segura como la de Kafka y la de Beckett. De todos los autores latinoamericanos de este siglo, es el más universal. Exceptuando a los escritores modernos más poderosos —Freud, Proust y Joyce—, Borges tiene más poder de contaminación que casi ningún otro, aunque aquéllos tengan más talento y su obra sea de mayor alcance. Si lees a Borges a menudo y con atención, te vuelves un tanto borgiano, pues leerle es activar una conciencia de la literatura en la que él ha ido más lejos que ningún otro.

  Esta conciencia, a la vez visionaria e irónica, es difícil de describir, pues acaba con esa antítesis discursiva entre lo individual y lo común. Tiene que ver con el hecho de reconocer que, en mayor o menor grado, toda la literatura es plagio, una idea que se debe a Thomas De Quincey, ensayista romántico inglés, exuberante plagiario a conciencia, y probablemente el más importante de todos los precursores borgianos. De Quincey escribía en una prosa del Alto Romanticismo, casi barroca en su sinuosa intensidad emocional, y rapsódica, a menudo provista de un vigor mágico. El estilo en prosa de Borges es casi una reacción-formación al de De Quincey, pero los procedimientos y obsesiones de Borges están muy cerca de los del autor de Confesiones de un comedor de opio inglés y del inacabado Suspiria de profundis. De Quincey es más original y sutil al exponer sus propios sueños, algunos de los cuales son transmutados en relatos por Borges. Uno de éstos, «El inmortal», es el más extraño de los mejores cuentos de Borges, y en catorce páginas se condensan casi todas sus obsesiones creativas. Es uno de los sublimes ejemplos de literatura fantástica de nuestro siglo.

  Casi todo «El inmortal» es la narración en primera persona de Flaminio Rufo, el tribuno de Roma de la legión estacionada en Egipto durante el reino del emperador Diocleciano. Su identidad es una sorpresa desde el principio; el manuscrito, encontrado en 1929 en Londres, estaba oculto en el último volumen de la Ilíada en seis tomos de Alexander Pope (1720). Escrito en inglés, supuestamente en la década de 1920, el relato es presumiblemente la obra de un antiguo comerciante, Joseph Cartaphilus de Esmirna, «un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos», que habla francés, inglés y «una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao». Suponemos, al final del relato, que los rasgos singularmente vagos son los del inmortal, el mismísimo poeta Homero, que se ha fusionado con el tribuno romano y finalmente (como consecuencia) con el propio Borges, del mismo modo que el relato «El inmortal» funde a Borges con sus modelos: De Quincey, Poe, Kafka, Shaw, Chesterton, Conrad y varios más.

  «El inmortal» podría haberse titulado «Homero y el laberinto», pues esas dos entidades, el autor y la laberíntica y en ruinas Ciudad de los inmortales, constituyen la historia. Rufo el tribuno, que sigue buscando la Ciudad de los inmortales, ve su doble en una figura bastante temible que resulta ser Homero, primero de los poetas inmortales. Ronald J. Christ (¡un nombre borgiano!) en The Narrow Act: Borges’ Art of Illusion lee el relato como un viaie conradianoeliotiano al simbólico Corazón de las Tinieblas. La analogía es útil si eliminamos el elemento moral de Conrad, que no encuentra acomodo en «El inmortal», y sólo rara vez es importante en Borges, cuya grandeza va pareja a su esteticismo heroico, que repudia la convención moral y las preocupaciones sociales, e incluso juega irónicamente a devaluar a Homero, como si su arte épico fuera vulgar.

  Homero, al igual que Shakespeare, es para Borges el Hacedor o poeta arquetípico, pero también el hombre arquetípico, al igual que el Albion de Blake o el Earwicker de Joyce (Aquí viene todo el mundo), que debe de ser el motivo por el que Borges, con una ironía difícil de calificar, pudo describir «Los inmortales» como «un bosquejo de una ética para inmortales». Esta ética resulta ser sólo la habitual evasión de Borges de la novela familiar de la literatura, su idealización de las relaciones de influencia. Todos los escritores son iguales; la originalidad es algo improbable. Homero y Shakespeare, siendo todos y ninguno, hicieron que la individualidad resultara imposible, de modo que la personalidad es un mito anticuado. Viviremos para siempre, así que ya habrá tiempo de leer todo y a todos, como ocurre en la obra de Shaw Regreso a Methuselah, una de las fuentes principales de «El inmortal».

  Este idealismo literario, si no fuera unido a una ácida ironía, haría de Borges un autor insípido, y convertiría «El inmortal» en una especie de parodia-profecía de un manifiesto multiculturalista. Nada que temer: el relato de Borges es una pesadilla de lo más desolada y estremecedora, y la idealización de la literatura se reduce, mediante una ironía swiftiana, a un pesimismo nihilista en el que la inmortalidad es vista como la mayor pesadilla de todas, una arquitectura onírica que sólo puede ser laberíntica. De todas las fantasmagorías de Borges, la Ciudad de los Inmortales es la más espantosa; Rufo, el tribuno, al explorarla, la encuentra «tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros».

  La palabra crucial es «contamina», y el sentimiento dominante de «El inmortal» es la angustia por la contaminación. Homero, cuando se identifica por primera vez, es un troglodita mudo, de aspecto horrible, que come serpientes, y el tan buscado Río de los Inmortales es sólo un arroyo arenoso. Al igual que los demás inmortales, Homero ha sido casi destruido por una vida de «pura especulación». Si Hamlet no pensaba demasiado, sino con demasiado tino, entonces el Homero de Borges (que es también Shakespeare) ha pensado no con demasiado tino, sino demasiado infinitamente. Borges, en parte, esta satirizando Regreso a Methuselah, pero también está atacando su propio idealismo literario. Sin rivalidad y polémica entre los inmortales no hay, paradójicamente, vida, y la literatura muere. Para Borges, toda teología es una sección de la literatura fantástica En «El inmortal» observa con soberbia ironía que a pesar de su profesada fe en la inmortalidad judíos, cristianos y musulmanes veneran sólo este mundo porque realmente sólo creen en él, y le asignan estados futuros sólo como recompensa o castigo. En una nota de 1966, Borges hace una maravillosa observación sobre la posición que para el ocupan la ontoteología y la metafísica especulativa:


  En una ocasión compilé una antología de literatura fantástica. Tengo que admitir que el libro es uno de los pocos que un segundo Noé debería salvar de un segundo diluvio, pero denuncié la culpable omisión de los más importantes e inesperados maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto Magno, Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bradley. De hecho, ¿qué son los prodigios de Wells o Edgar Allan Poe —una flor que nos viene del futuro, un cadáver sometido a hipnosis— comparados con la creación de Dios, con la elaborada teoría de un ser que en cierto modo puede ser tres y que solitario perdurará para siempre sin tiempo? ¿Qué es el bezoar* comparado con la idea de la armonía preestablecida? ¿Qué es el unicornio al lado de la Trinidad? ¿Quién es Lucio Apuleyo ante los proliferadores de Budas del Gran Vehículo? ¿Qué son todas las noches árabes de Scheherazade comparadas con un argumento de Berkeley? He venerado la invención gradual de Dios; también del Cielo y del Infierno (una remuneración inmortal, un castigo inmortal). Son invenciones admirables y curiosas de la imaginación del hombre.**


  Los términos clave, irónicos y exactos, son «venerado» y el repetido «inmortal». Dios, inventado gradualmente, es quizá la mayor obra de la literatura fantástica. El Yahvista no inventó a Yahvé, pero el Dios adorado por los judíos, los cristianos, los musulmanes, es el personaje literario de Yahvé, creado por el Yahvista; y quienquiera que escribiera el Evangelio de Marcos creó el personaje literario de Jesús, adorado por todos los cristianos. La «remuneración inmortal» del cielo incluye a esos personajes literarios como parte del pago, y eso nos devuelve a «El inmortal», donde Borges sólo nos deja palabras. Las imágenes, incluso de Dios, se diluyen en la memoria; las palabras permanecen, y son siempre las «palabras de otros», pues ninguno de entre nosotros puede tener sus propias palabras.

  Si «El inmortal» es, como sospecho, un autocastigo de Borges por su excesivo idealismo literario, ¿qué encontramos en ese relato y en el resto de su obra? ¿Se trata de un logro estético suficientemente vívido para superar su aparente nihilismo? Borges se ve a sí mismo como el celebrante de las cosas cuando éstas nos dan su adiós; sus relatos y poemas posteriores a menudo describen la experiencia de hacer algo por última vez, el ver a alguien o un lugar como despedida. Borges siempre puso su énfasis creativo en la pérdida: uno solamente puede perder lo que nunca ha tenido es un estribillo que recorre toda su obra.

  Nadie más en la tradición occidental ha subvertido la idea de la inmortalidad literaria tan implacablemente como Borges. Devuelve a sus lectores al motivo inicial que lleva a buscar metáforas, a desear ser diferente, a encontrarse en otro lugar, a elegir convertirse en escritor. Una vocación militar frustrada se ve reemplazada por la llamada de la literatura, aunque Borges, un caballero argentino, nunca pudo reconciliarse con las verdades agonistas de la autonomía y la originalidad poéticas. La personalidad y la individualidad podían expresarse mediante el liderazgo y el heroísmo militares, y así fue en el caso de sus ancestros, varios de los cuales murieron en causas perdidas. El coraje fue la provincia de su abuelo materno, Isidoro de Acevedo Laprida, que en su juventud luchó en las guerras civiles argentinas, vivió un largo retiro y murió en la fantasmagoría de defender a su patria: «reunió a un ejército de fantasmas de Buenos Aires ∕ para que le mataran en la batalla».

  Hay también poemas de Borges dedicados a dos heroicos ancestros, uno muerto por los rebeldes en una guerra civil anterior; el otro victorioso en la batalla de Junín durante la guerra de la independencia argentina. En comparación con esos guerreros familiares, Homero y Shakespeare son ambiguamente retratados por Borges. Su principal atributo espiritual es una cierta vaguedad en el perfil; los rasgos borrosos de su identidad en parte reflejan nuestra falta de conocimientos biográficos, pero son primordialmente el resultado de la necesidad de Borges de fusionarlos con la literatura. Borges siente un gran amor por ellos, y también pasión por Dante, Cervantes, Whitman, Kafka y otros; pero también hay una gran ambivalencia. La sensación de ser un epígono, que hizo que Borges comprendiera que se parecía más a su propio Pierre Menard que a Cervantes, fue transferida a todos los demás escritores, Homero y Shakespeare incluidos. «Quiero el tiempo convertido en una plaza», se lamenta suavemente uno de sus poemas. Fue un triunfo para Borges poder interpretar en «Everything and Nothing» que el retiro de Shakespeare a Stratford había sido producto del cansancio de «esa alucinación dirigida»: su capacidad para crear «el hastío y el horror» de una miríada de personajes. Ese Shakespeare es un inmortal agotado, al igual que el Homero de Borges. Es un tributo a Borges observar que comenzó y acabó como otro agotado Inmortal y fundó una verdadera dignidad estética sobre su ambivalente entrada en el laberinto de la literatura canónica.

  Walt Whitman, no tanto el Homero norteamericano (su aspiración) como un gran y original poeta, me parece una refutación de la laberíntica visión borgiana de la literatura como una confusión de identidades creadoras, aun cuando el propio Whitman proclamara a menudo su deseo de absorber todas las demás identidades en una grandeza mesiánica, su capacidad para contener multitudes. Ésa, como mostraba en el capítulo sobre Whitman, fue la proclama de «Walt Whitman, un americano, uno de los brutos», y no el Whitman más auténtico, el «yo real». Diverso fue en su poesía y más diversa ha sido su influencia en otros poetas, ya sean norteamericanos o hispanoamericanos. Su influjo más importante sobre sus herederos está casi siempre reprimido, como en la poesía de T. S. Eliot y Wallace Stevens. Aunque Whitman fue crucial para ellos, y para Ezra Pound (a pesar de los tres), y para Hart Crane (mejor dispuesto a ella), podría argüirse que la influencia más vital de Whitman fue sobre la América hispana: Borges, Neruda, Vallejo y Paz.

  Borges, que comenzó como whitmaniano, rechazó esa temprana influencia, aunque ahondó en una sutil y madura comprensión de Whitman, más evidenciada quizá por su traducción de una antología de Hojas de hierba en 1969. Durante los años veinte, Borges atacó a los whitmanianos hispanoamericanos por hacer de su héroe el centro de un culto personal; también denigró al poeta de Canto a mí mismo por su supuesta creencia de que nombrar objetos sería suficiente para convertirlos en originales montándose sobre la escalera emersoniana de la sorpresa. Pero en 1929 Borges se arrepintió, aunque sólo convirtiendo a Whitman en el impersonal Borges como si fuera otro modernista bastante lacónico. Demasiado inteligente para quedarse en este Whitman, Borges llegó a una segunda y mejor interpretación en «Una nota a Walt Whitman», ahora incluida en Otras inquisiciones*.**** En ella, Borges distingue cuidadosamente entre la persona o máscara, Walt Whitman, y la persona o autor, Walt Whitman, Jr.: «Este último era casto, reservado, y un tanto taciturno; el primero efusivo y orgiástico es más importante comprender que el sencillo y feliz vagabundo que nos proponen los versos de Hojas de hierba habría sido incapaz de escribirlos».

  Pero el mejor y más clarificador tributo de Borges a Whitman procede de una entrevista de 1968:

  Whitman es uno de los poetas que más me han impresionado en toda mi vida. Creo que existe una tendencia a confundir a Mr. Walt Whitman, el autor de Hojas de hierba, con Walt Whitman, el protagonista de Hojas de hierba, y Walt Whitman no nos ofrece tanto una imagen como una especie de magnificación del poeta. En Hojas de hierba, Walt Whitman escribió una especie de epopeya cuyo protagonista era Walt Whitman, no el Walt Whitman que estaba escribiendo, sino el hombre que le habría gustado ser. Naturalmente, no lo digo como una crítica a Whitman; su obra no debería leerse como las confesiones de un hombre del siglo XIX, sino como una epopeya acerca de una figura imaginaria, una figura utópica, que es hasta cierto punto una magnificación y proyección del escritor y del lector. Recodarán que en Hojas de hierba el autor a menudo se funde con el lector, y por supuesto esto expresa su teoría de la democracia, la idea de que un solo protagonista puede representar toda una época. Es imposible sobrevalorar la importancia de Whitman. Incluso teniendo en cuenta los versículos de la Biblia o de Blake, podemos decir que Whitman es el inventor del verso libre. Podemos considerarlo de dos maneras: hay un lado cívico —el hecho de pensar en las multitudes, las grandes ciudades y América—, y un elemento íntimo, aunque no podemos estar seguros de si es genuino o no. El personaje que Whitman ha creado es uno de los más adorables y memorables de toda la literatura. Es un personaje como don Quijote o Hamlet, aunque no menos complejo, y posiblemente más adorable que estos dos. 

   Comparar a Walt Whitman, el protagonista de Hojas de hierba, con don Quijote o Hamlet es exacto y estimulante; Whitman es de hecho su más importante (y único) personaje literario, su poderosa creación. La verdad es que Hamlet no es muy adorable, por carismático que sea; pero sí don Quijote, y también Walt Whitman. El asunto es aún más complejo de lo que Borges admite: ¿quién fue el enfermero sin paga que de un modo tan desprendido sirvió a enfermos y agonizantes durante la Guerra Civil en Washington D.C.? ¿No fue al mismo tiempo Walt Whitman el héroe poético y Walter Whitman, Jr., que en ese contexto se habían fundido? La imagen de Walt Whitman el enfermero es tan impresionante como la imagen del mártir Abraham Lincoln, y quizá más adorable. El poeta elegíaco de «La última vez que florecieron las lilas en el huerto» se ganó la autoridad de llorar a Lincoln mediante su servicio a la vida y a la literatura. En sus mejores poemas Whitman tiene algo de extraño y arrollador, y también como imagen de América, tanto del Norte como del Sur, como han demostrado los poetas hispanoamericanos.
   
  Pablo Neruda, por consenso general, es el más universal de esos poetas, y puede considerarse como el auténtico heredero de Whitman. El poeta del Canto General es un rival más digno que cualquier otro descendiente de Hojas de hierba, una afirmación que me resulta difícil hacer, como amante de Hart Crane y Wallace Stevens que soy. No estoy muy seguro de si Pablo Neruda, a pesar de su variedad e intensidad, alcanzó realmente la eminencia de Whitman, o de Emily Dickinson, pero ningún poeta del hemisferio occidental de nuestro siglo admite comparación con él. Su desdichado estalinismo es a menudo una excrecencia, una especie de verruga en la textura de sus poemas, aunque sólo en un par de ocasiones echa a perder su Canto general. Neruda, en su relación con Whitman, siguió la pauta de Borges: inicialmente  fue discípulo, a continuación lo criticó y, en sus últimas obras, revisó a Whitman de una manera bastante compleja. En una entrevista con Robert Bly, en 1966, Neruda distinguía la poesía hispanoamericana (la suya y la de César Vallejo) de la de los poetas españoles modernos, muchos de los cuales habían sido amigos suyos: Lorca, Hernández, Alberti, Cernuda, Aleixandre, Machado. Éstos tenían detrás, en el Siglo de Oro español, a los grandes poetas del Barroco —Calderón, Quevedo, Góngora— que habían nombrado todo lo que era importante. El atractivo de Whitman fue que enseñó a ver y a nombrar lo que no había sido visto o nombrado anteriormente:

  En Sudamérica, la poesía es una cuestión por completo distinta. En nuestros países puedes ver ríos que no tienen nombre, árboles que nadie conoce y pájaros que nadie ha descrito. Para nosotros es más fácil ser surrealistas porque todo lo que conocemos es nuevo. Nuestro deber, entonces, tal como lo entendemos, es expresar lo desconocido. En Europa se ha pintado todo, se ha cantado todo. Pero no en América. En ese sentido, Whitman fue un gran maestro. Porque ¿qué es Whitman? No sólo fue profundamente consciente de todo, ¡sino que tuvo los ojos bien abiertos! Tenía unos ojos tremendos para verlo todo… nos enseñó a ver las cosas. Fue nuestro poeta.

  Eso parece más una idealización de Neruda que una adecuada descripción de Whitman, evasivo y lleno de matices. Sin embargo, Neruda prosigue diciendo que «Whitman no es tan simple, sino que es un hombre complicado, y cuanto más complicado más nos ofrece lo mejor de sí». Las complejidades de Whitman son interminables; las de Neruda quizá no. Borges y Neruda se tuvieron inquina; el humano Borges no iba a abrazar el estalinismo, y el comunista Neruda afirmaba con desprecio que Borges no vivía en el mundo real, que estaba formado por obreros, campesinos, Mao y Stalin. Hay una hábil decapitación de Neruda por parte de Borges, que era un hombre con quien más valía no enzarzarse en disputas verbales:

  Le considero un hombre muy mezquino… escribió un libro acerca de los tiranos de Sudamérica, y a continuación varias estrofas contra los Estados Unidos. Ahora sabe que todo eso es basura. Y no dice ni una palabra contra Perón. Porque tenía un pleito en Buenos Aires, eso me lo explicaron luego, y no quería arriesgarse. Y así, cuando se suponía que escribía a voz en cuello, lleno de noble indignación, no tenía nada que decir contra Perón. Y estaba casado con una dama argentina, y sabía que muchos de sus amigos estaban en la cárcel. Conocía la situación de nuestro país, pero no dijo ni una palabra contra Perón.  

  El libro es Canto General (1950); Borges, en estas palabras fechadas en 1967, podría haber estado pensando maliciosamente en lo que, según Enrico Mario Santi, fue su sátira profética contra Neruda: su magnífico relato «El Aleph», escrito en 1945, y publicado por primera vez en 1949, un año antes de la épica enciclopédica de Neruda. Canto general está compuesto por unos trescientos poemas independientes, dispuestos en quince secciones y escritos entre 1938 y 1950. Neruda y el Partido Comunista Chileno divulgaron ampliamente el libro antes de su aparición, y es seguro que Borges sabía cómo iba a ser la obra de Neruda. En «El Aleph», Neruda es satirizado como rival de Borges encarnándose en el personaje del fatuo Carlos Argentino Daneri, un poeta inconcebiblemente malo y un evidente imitador de Whitman. La total demolición de la obra que estaba escribiendo Neruda tiene lugar de un modo delicioso; el Canto general pretende cantar a toda Latinoamérica: la topografía, los árboles y las flores, los pájaros y las bestias, villanos nativos y extranjeros, héroes entre los que se incluyen Pablo Neruda, el Partido Comunista y el Gran Castigador Stalin, cuyos asesinatos Neruda parece aprobar: «el castigo es necesario». Amablemente, Borges nos presenta un castigo literario anticipado:*

  Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable pero limitado es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos de un acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema, y en cierto momento elogió una palabra de su propia cosecha, el color «blanquiceleste», que él creía que «sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano». Pero esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. (…)

Hacia la medianoche me despedí.***

          

  En sus momentos de menor inspiración, al Canto general despacha la vegetación, los animales, los pájaros e incluso los minerales de Sudamérica. En un comentario de 1970 acerca de «El Aleph», Borges rechazaba la idea de que hubiera pretendido hacer de Daneri un imitador de Dante (los versos citados parodian claramente a Neruda y a imitadores de Whitman de segunda fila) tras rendir otro astuto tributo al casi homérico catalogado de Hojas de hierba:

  Mi principal problema al escribir el relato residía en lo que Walt Whitman había conseguido con tanta fortuna: poner por escrito un limitado catálogo de cosas infinitas. La tarea, como es evidente, resulta imposible, pues tan caótica enumeración sólo puede ser simulada, y todo elemento aparentemente fortuito tiene que ir ligado a su vecino por secreta asociación o contraste.

    Según el propio resumen de Borges, el Aleph, el fetiche o talismán de la narración cabalística, es el equivalente espacial de la eternidad, donde «todo tiempo —pasado, presente y futuro— coexiste simultáneamente. En El Aleph, la suma total del universo espacial se halla en una diminuta y resplandeciente esfera de apenas una pulgada de diámetro». En relación con Hojas de hierba y con el Canto general, se trata de una buena descripción, pues «El Aleph», entre otras muchas cosas, es una crítica de la incontinencia poética. Aventuro que Borges, intelectual y formalmente, tenía mucho más en común con Emerson que con Whitman.

  Para Neruda, Whitman era un padre idealizado que reemplazó al padre real de Neruda, el ferroviario José del Carmen Reyes. «Pablo Neruda» fue un seudónimo, más drástico que abreviar Walter Whitman, Jr. en «Walt Whitman». Al igual que Walt Whitman no pudo empezar a escribir Hojas de hierba hasta que supo que su padre, el carpintero cuáquero y alcohólico Walter Whitman se estaba muriendo, Neruda tampoco pudo comenzar su Canto general hasta que se libró de «Mi pobre padre… viril en la amistad, su vaso lleno». Si eres poeta, a un padre idealizado más vale malentenderle, y puede que Neruda comprendiera a Whitman demasiado bien, La lectura errónea creativa que Neruda hace de Whitman fue extraordinariamente deliberada, y ha sido agudamente descrita por Doris Sommer, cuando dice que Neruda intentó «destruir a su maestro resucitando modelos anteriores que nunca tentaron al lector con ninguna promesa de igualdad, y cuya progenie Whitman había rechazado en el prefacio a sus poemas». Es posible, aunque, en sus mejores poemas, Neruda resiste la comparación directa con Whitman.

  Todo el mundo está de acuerdo en que la mejor sección del Canto general es la segunda, una sublime secuencia de doce cantos, «Alturas del Macchu Picchu». A ciento veinte kilómetros del Perú, que había sido la capital del Imperio Inca, una ciudad abandonada reposa en las alturas del Macchu Picchu, una cumbre de los Andes. Al regresar a Chile en el otoño de 1943, después de tres años como cónsul general chileno en Ciudad de México, Neruda se detuvo en el Perú y subió a las montañas. Al cabo de dos años, escribió «Alturas del Macchu Picchu».

  John Felstiner, el soberbio traductor de Neruda al inglés, señala que Whitman inspira el pathos de la voz de Neruda en el poema; «la plasmática solidaridad humana, la celebración de lo material y lo sensual, la conciencia del trabajo y la vida comunes, la apertura hacia la perspectiva humana, el poeta ofreciéndose a sí mismo como redentor». Considero que esta última imagen es la más importante, aunque en Neruda sea una de las más problemáticas, pues la gnosis emersoniana de Whitman es muy distinta del comunismo maniqueo de Neruda. Una directa yuxtaposición del final de «Alturas del Macchu Picchu» y de Canto a mí mismo presenta a ambos poetas con su voz más poderosa, y no favorece a Neruda:
  

    contadme todo, cadena a cadena

    eslabón a eslabón, y paso a paso,

    afilad los cuchillos que guardasteis,

    ponedlos en mi pecho y en mi mano,

    como un río de rayos amarillos,

    como un río de tigres enterrados,

    y dejadme llorar, horas, días, años,

    edades ciegas, siglos estelares.


    Dadme el silencio, el agua, la esperanza.

    Dadme la lucha, el hierro, los volcanes.

    Apegadme los cuerpos como imanes.

    Acudid a mis venas y a mi boca.

    Hablad por mis palabras y mi sangre.


Hasta aquí, Neruda. Oigamos ahora a Whitman).
  

    Me alejo como el aire, agita mis blancos rizos hacia el sol fugitivo, 

    vierto mi carne en remolinos y la disperso en jirones de espuma.

    Que el lodo sea mi heredero, quiero crecer del pasto que amo;

    si quieres encontrarte conmigo, búscame bajo la suela de tus zapatos.

    Apenas comprenderás quién soy o qué quiero decir,

    pero he de darte buena salud, y a tu sangre, fuerza y pureza.


    Si no me encuentras al principio no te descorazones,

    si no estoy en un lugar me hallarás en otro,

    en alguna parte te espero.

   [Traducción de Jorge Luis Borges]
  

  Ambos poetas se dirigen a las multitudes, aunque las metáforas de Neruda mezclan al Quevedo del Alto Barroco y el realismo mágico o surrealismo: río de rayos amarillos, tigres enterrados y «la lucha, el hierro, los volcanes» que animan a los obreros muertos que a su vez magnetizan el lenguaje y los deseos de Neruda. Es un pathos creíble, intenso y vigoroso, pero menos convicente que la amable autoridad de los versos de Whitman, que son extraordinariamente pacientes y receptivos. En Neruda se percibe la ansiedad de ser un epígono, aun cuando insta noblemente a los obreros muertos a hablar a través de sus palabras y su sangre. Whitman nos pregunta si nosotros hablaremos antes de que se vaya, si nosotros llegaremos demasiado tarde para alcanzarle, aunque nos espere. Neruda aprendió en otro poema la lección de Whitman, en la conclusión de su soberbio poema «El pueblo», que es un soberbio complemento a los dos últimos tercetos de Canto a mí mismo:
  

    Por eso nadie se moleste cuando

    parece que estoy solo y no estoy solo,

    no estoy con nadie y hablo para todos:

    alguien me está escuchando y no lo saben,

    pero aquellos que canto y que lo saben

    siguen naciendo y llenarán el mundo.

  
  Que Neruda hace referencia a Whitman, a quien había traducido, es algo de lo que no me cabe duda, y la fusión de padre e hijo es casi completa, al menos en este momento. Parece que Neruda estuviera de acuerdo con el poeta y crítico mexicano Octavio Paz, que desafió a Borges al pretender fusionar al Whitman público y al privado en el apéndice final de El arco y la lira (1956):

  Walt Whitman es el único gran poeta moderno que no parece experimentar inconformidad frente a su mundo. Y ni siquiera soledad; su monólogo es un inmenso coro. Sin duda hay, por lo menos, dos personas en él: el poeta público y la persona privada, que oculta sus verdaderas inclinaciones eróticas. Pero su máscara —el poeta de la democracia— es algo más que una máscara: es su verdadero rostro. A pesar de ciertas interpretaciones recientes, en él coinciden plenamente el sueño poético y el histórico. No hay ruptura entre sus creencias y la realidad social. Y este hecho es superior —quiero decir, más ancho y significativo— a toda circunstancia psicológica. Ahora bien, la singularidad de la poesía de Whitman en el mundo moderno no puede explicarse sino en función de otra, aún mayor, que la engloba: la de América.

  Es un hermoso error. Malinterpreta a Borges («ciertas interpretaciones recientes») y subestima la complejidad poética de Whitman. Las «verdaderas inclinaciones eróticas» y la «circunstancia psicológica» no son lo principal; lo que importa es el mapa de la mente del propio Whitman, una cartografía en la que él enuncia dos yoes opuestos y un alma separada para cada uno. El verdadero rostro de Whitman no es ni democrático ni elitista; es hermético, tal como Neruda, a pesar de sí mismo, parece haber comprendido. Quizá que el Whitman hispánico sea un problema tan desconcertante se deba a que las principales figuras implicadas —Borges, Neruda, Paz, Vallejo— no leyeron Canto a mí mismo y A la deriva con la suficiente proximidad.

  Como contraste con los poetas latinoamericanos presento al asombroso poeta portugués Fernando Pessoa (1888-1935), que, como invención fantástica, sobrepasa cualquier creación de Jorge Luis Borges. Pessoa, nacido en Lisboa y descendiente por línea paterna de judíos conversos, fue educado en Sudáfrica, y, al igual que Borges, creció en el bilingüismo. De hecho, hasta los veintiún años escribió poesía sólo en inglés. En eminencia poética, Pessoa iguala a Hart Crane, a quien se parece enormemente, especialmente en Mensagem («mensaje» o «llamamiento»), una serie de poemas sobre la historia portuguesa semejantes a El Puente de Crane. Pero a pesar de lo poderosos que son los poemas líricos de Pessoa, constituyen tan sólo una parte de su obra; también inventó una serie de poetas alternativos —Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis entre ellos— y escribió volúmenes enteros de poemas para ellos, o mejor dicho, como ellos. Entre éstos hay dos —Caeiro y Campos— que son grandes poetas, completamente distintos el uno del otro y de Pessoa, por no hablar de Reis, que es un interesante poeta menor.

  Pessoa no estaba loco ni era un simple ironista; es Walt Whitman redivivo, aunque un Whitman que da nombres distintos a «mí mismo», «mi yo real» y «mi alma», y escribe maravillosos libros de poemas para los tres, así como un volumen distinto bajo el nombre de Walt Whitman. Los paralelismos resultan lo suficientemente estrechos como para no ser coincidencias, en especial porque la invención de los «heterónimos» (término de Pessoa) fue posterior a una inmersión en Hojas de hierba. Walt Whitman, uno de los brutos, un norteamericano, el «mí mismo» de Canto a mí mismo, se convierte en Álvaro de Campos, un ingeniero naval judío y portugués. El «yo real» se convierte en el «guardador de rebaños», el pastoral Alberto Caeiro, mientras que el alma whitmaniana se transmuta en Ricardo Reis, un materialista epicúreo que escribe odas horacianas.

  Pessoa dota a los tres poetas de biografía y fisonomía, y les permite ser independientes de él mismo, hasta el punto que coincidió con Campos y Reis a la hora de proclamar a Caeiro su «maestro» o precursor poético. Pessoa, Campos y Reis estuvieron influenciados por Caeiro, pero no por Whitman, y Caeiro no estuvo influenciado por nadie, pues fue un poeta «puro» o natural casi sin educación, que murió a la romántica edad de veintiséis años. Octavio Paz, uno de los adalides de Pessoa, resumió a este poeta desdoblado en cuatro con elegante economía: «Caeiro es el sol en cuya órbita giran Reis, Campos y él mismo. En cada uno hay partículas de negación o irrealidad. Reis cree en la forma, Campos en la sensación, Pessoa en los símbolos. Caeiro no cree en nada. Él existe».

  La estudiosa portuguesa Maria Irene Ramalho de Sousa Santos, que se ha convertido en la crítica canónica de Pessoa, interpreta a los heterónimos como su «lectura, medio cómplice, medio disgustada con Whitman, no sólo de la poesía de Whitman, sino también de su sexualidad y de sus ideas políticas». Pessoa apenas reprimió el homoerotismo que aparece en el furioso masoquismo de Campos, que es muy poco whitmaniano; y la ideología democrática de Hojas de hierba era inaceptable para un monárquico visionario portugués.

  Aunque Ramalho de Sousa Santos intenta eludir la angustia de la influencia que Whitman crea en Pessoa, no es fácil burlar las ansiedades de la contaminación. Al igual que D. H. Lawrence en sus Estudios de literatura norteamericana clásica, Pessoa-Campos manifiesta una enorme ambivalencia hacia el ambicioso abrazo del cosmos y de todo lo que hay en él por parte de Whitman; y sin embargo Pessoa parece saber, muchos mejor que sus críticos idealizantes, lo imposible que es separar sus yoes políticos de los de Whitman, a pesar de la maravillosa ficción de sus heterónimos. Incluso Ramalho de Sousa Santos, tras intentar una evasión feminista de las cargas de la influencia, regresa brillantemente a las ásperas realidades de la filiación temporal, de la novela familiar poética:

  A partir del diálogo implícito que hay en Whitman entre el yo y el Yo Real, Pessoa elaboró dos imágenes de la voz explícitamente distintas. Whitman, anteriormente, en virtud de una conciencia conectiva y orgánica, fue capaz de entrelazar esas dos voces en una globalidad dinámica. Pessoa, medio siglo después, inmerso en las corrientes del pensamiento contemporáneo y familiarizado con Nietzsche, Marinetti y especialmente Pater, de quien tradujo parte de su obra, descubriría una nueva estrategia para expresar el Yo a la manera whitmaniana, tanto técnica como filosóficamente. Al detectar dos yoes potencialmente opuestos en Hojas de hierba, y especialmente en Canto a mí mismo, Pessoa encontró la manera de dejar constancia poética del flujo de una conciencia única, que se desplaza velozmente entre dos actitudes esenciales en relación con el Ser. Caeiro y Campos, juntos, entonan de nuevo el Canto a mí mismo como un dueto, en el que la voz principal del solista queda perpetuamente ensombrecida por la impalpable presencia del otro. Leer a una persona como parte esencial de otra ofrece una nueva lectura de los heterónimos.

  Según este punto de vista, con el que coincido, Pessoa acepta su papel en el drama de la influencia poética, pero lleva la lectura de Whitman a un mayor grado de conciencia al exteriorizar la cartografía psíquica de su precursor como interacción de dos poetas ficticios. En primer lugar quiero aplicar esta lectura a los poemas de Caeiro y Campos, y luego pasar a Neruda, cuya diversidad poética ha provocado tantos comentarios críticos. Cuando Ricardo Neftalí Reyes asumió el seudónimo de Pablo Neruda y adoptó a Walt Whitman como padre adoptivo, dio su primer paso hacia el principio heteronómico de Pessoa. Dejando aparte el hecho de que con el tiempo el Canto general se confirme o no como el canto general de America, desplazando a Hojas de hierba, como profetizan algunos de sus admiradores, hay una gran parte de la poesía de Neruda que es distinta de su épica enciclopédica. La relación entre volúmenes y fases de su variadísima carrera es enormemente whitmaniana en los yoes muy distintos de Neruda que se manifiestan en los poemas, al igual que Caeiro y Campos son extraordinariamente diversos aunque sigan siendo yoes whitmanianos. Caeiro, al igual que el «yo real» de Whitman, está tanto dentro como fuera del juego, y lo observa y se admira ante él:
  

    De este modo o de aquel modo,

    conforme es o no oportuno,

    pudiendo decir a veces lo que pienso,

    y otras veces diciéndole mal y con mixtura,

    voy escribiendo mis versos sin querer,

    como si escribir no fuera una cosa hecha de gestos,

    como si escribir no fuera una cosa que me ocurriese

    como el darme el sol por fuera.

    Procuro decir lo que siento

    sin pensar en que lo siento.

    Procuro arrimar las palabras a la idea

    y no necesitar de un pasillo

    del pensamiento para las palabras.

    No siempre consigo sentir lo que sé que debo sentir.

    Mi pensamiento sólo muy despacio atraviesa el río a nado

    porque le pesa el hecho de que los hombres hicieron uso de él.

    Procuro desnudarme de lo que aprendí,

    procuro olvidarme del modo de recordar que me enseñaron,

    y raspar la tinta con que me pintaron los sentidos,

    desencajonar mis emociones verdaderas,

    desenvolverme y ser yo, no Alberto Caeiro,

    sino un animal que la naturaleza produjo.

    [Traducción de Pablo del Barco]
  

  El yo real de Whitman no escribió Hojas de hierba ni se burló del bruto Walt en «En el reflujo del océano de la vida», tras sufrir su violación masturbatoria en Hojas de hierba. La intuición de Pessoa le enseñó qué tipo de poema podía haber escrito el yo real whitmaniano: impremeditado, la expresión del animal humano o del hombre natural, con conocimientos, recuerdos y representaciones anteriores de los sentidos, todos ya desechados. ¿Puede existir un poema así? Desde luego que no, y Pessoa, naturalmente, lo sabe; pero los poemas de Caeiro son un fascinante intento de escribir lo que no puede escribirse. En el otro límite de la expresión —la rapsodia autocelebratoria del bruto y demoníaco Walt— Pessoa coloca al provocativo Campos, como en esta «Salutación a Walt Whitman»:
  

    Portugal-Infinito, once de junio de mil novecientos quince…

    ¡Yé-la-a-a-a-a-a-a!

    Desde aquí, Portugal, con todas las épocas en mi cerebro,

    te saludo, Walt, hermano mío en el universo,

    yo, con mi monóculo y mi levita exageradamente ceñida,

    no soy indigno de ti, Walt, bien lo sabes,

    no soy indigno de ti, basta saludarte para no serlo…

    Yo, tan dado a la indolencia, fácilmente cedo al tedio,

    soy de los tuyos, bien lo sabes, y te comprendo y te amo,

    y aunque nunca te conocí, y nací el mismo año en que tú morías,

    sé que también me amaste, que me conociste, y estoy contento.

    Sé que me conociste, que me contemplaste y me explicaste,

    sé que eso es lo que soy, ya sea en el Ferry a Brooklyn dos años antes de nacer,

    o paseando por Rua do Ouro pensando en todo lo que no es Rua do Ouro,

    y al igual que tú lo sentiste todo, yo lo siento todo, y de este modo se entrelazan nuestras manos,

    y con las manos entrelazadas, Walt, con las manos entrelazadas,

    el universo baila en nuestra alma.

    O siempre moderno y eterno, cantor de concretos absolutos,

    concubina fogosa del universo disperso,

    gran pederasta rozándote contra la diversidad de las cosas,

    sexualizado por las piedras, los árboles, la gente, sus profesiones,

    prurito del pasar veloz, de los encuentros casuales, de las meras observaciones,

    mi entusiasmo por lo que está contenido en todo,

    mi gran héroe entrando en la Muerte asaltos y a botes,

    ¡rugiendo y aullando y bramando saludos a Dios!

    Cantor de la fraternidad feroz y tierna con todo,

    gran demócrata epidérmico, cercano a todo en cuerpo y alma,

    carnaval de todas las acciones, bacanal de todos los propósitos,

    hermano gemelo de todos los impulsos,

    Jean-Jacques Rousseau del mundo que había de producir máquinas,

    Homero de lo insaisissable de fluctuante carnalidad,

    Shakespeare de la sensación que comienza a andar a vapor,

    ¡Milton-Shelley en el horizonte de la Electricidad futura!

    íncubo de todos los gestos,

    espasmo que penetra todos los objetos-fuerza,

    souteneur de todo el universo,

    ramera de todos los sistemas solares…  

  Esta fantasía de 1915 prosigue durante más de doscientos versos, y va acompañada de dos extravagancias whitmanianas más largas, «Oda» y la Oda marítima, de treinta páginas, la obra maestra de Álvaro de Campos y uno de los poemas más importantes de este siglo. Exceptuando las mejores partes de Residencia en la tierra y de Canto general, no hay nada compuesto en la estela de Whitman que pueda compararse a la Oda marítima en cuanto que exuberante invención. La «Salutación a Walt Whitman», con su sublime ambivalencia, supera a D. H. Lawrence como reacción-formación whitmaniana («Ramera de todos los sistemas solares»), y concluye con un bendito Whitman que es «Impotente y ardiente amante de las nueve musas y gracias».

  Federico García Lorca, al saludar a Whitman quince años después (en 1930, el año en que se publicó El puente, de Hart Crane) en su «Oda a Walt Whitman», incluida en su libro surrealista Poeta en Nueva York, no sale muy bien librado de la comparación con los cantos de Campos; pero es que Lorca, contrariamente a Pessoa, conocía a Whitman sólo de segunda mano, e imaginaba a un «viejo hermoso» con «la barba llena de mariposas». Pessoa-Campos, empapado de Whitman e impulsado por él, le rechaza en aras de la supervivencia de su vida poética, en parte mediante la borgiana estrategia (antes de Borges) de convertirse en Walt Whitman, al igual que el Pierre Menard de Borges se convirtió en Cervantes a fin de usurpar la autoría de Don Quijote.

  Neruda comprendió, al menos en sus propios poemas whitmanianos, que el poeta de Hojas de hierba era evasivo, tímido, defensivo e invariablemente metamórfico. Tal como ha observado Frank Menchaca: «Neruda también debió de comprender que el yo que afirma estar en todas partes, y que aparece continuamente en la poesía de Whitman, no se halla en ninguna parte». La muerte se incluye quizá en ese «ninguna parte» tanto en Whitman como en Neruda, pero es uno de los temas de la obra de Neruda en el que Whitman el enfermero tiende a estar más presente. Residencia en la tierra, la culminación de su poesía primera, muestra a un Neruda que se enfrenta a la desolación al estilo del elegíaco Whitman contemplándose a sí mismo como parte de la deriva en el mar. Neruda observó que «Es una poesía sin salida», e insistió en que había superado la desesperación sólo mediante sus actividades en favor del bando republicano condenado a la derrota en la guerra civil española. Leo Spitzer, uno de los pocos críticos y eruditos modernos de importancia, describió Residencia en la tierra como una «enumeración caótica», que sería el Whitman más sombrío fuera de todo control, donde los procesos creativos whitmanianos se verían reducidos a lo que Spitzer denominó «actividades desintegradoras», o reflujo de Whitman en el océano de la vida.


  En términos de los heterónimos de Pessoa, los poemas de Residencia en la tierra son escritos por el elemento Caeiro encerrado en Campos, un Whitman atrapado dentro de sí mismo. Quizá esto se capta mejor en la conclusión del callejón sin salida «Walking Around»:
  

    Por eso el día lunes arde como petróleo

    cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,

    y aúlla en su transcurso como una rueda herida,

    y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

    Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,

    a hospitales donde los huesos salen por la ventana,

    a ciertas zapaterías con olor a vinagre,

    a calles espantosas como grietas.

    Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos

    colgando de las puertas de las casas que odio,

    hay dentaduras olvidadas en una cafetera,

    hay espejos

    que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,

    hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.

    Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,

    con furia, con olvido,

    paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,

    y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:

    calzoncillos, toallas y camisas que lloran

    lentas lágrimas sucias.  


  El Canto General, en sus momentos más poderosos, es el antídoto definitivo de esta versión suicida del whitmanismo de Neruda. Roberto González Echevarría calificó el Canto general de «poética de la traición», siniestramente profético del terrible pathos de la muerte de Neruda el 23 de septiembre de 1973, doce días después de las masacres que se iniciaron con el asesinato de su amigo el presidente Salvador Allende por los militares chilenos. La traición es un tema menor en Whitman, cuyo compromiso político ha sido muy exagerado en estos malos momentos por los que pasa la crítica, en que todo está politizado. Pero la traición, ya fuera a la España republicana o a Chile por parte de los militares en ambos casos, fue una liberación poética para Neruda, pues le emancipó del lado oscuro que compartía con Whitman sin la sobrenatural capacidad whitmaniana para enviarnos desde sí mismo, ahora y siempre, un amanecer. La definitiva lección de la influencia de Whitman —en Borges, Neruda, Paz y en tantos otros— puede que sea que sólo una originalidad tan extravagante como la de Pessoa puede esperar contenerla sin peligro para el yo o yoes poéticos.


* ¿Qué es la piedra bezoar comparada con la idea de la armonía preestablecida? es la línea exacta de JLB..
 ** Hay mención casi textual en Antonio Carrizo, Borges el memorioso, México, FCE, 1982..
 ***[Citado por Paul Strathern en Borges en 90 minutos, 2006 Hay edición en español de 2016 en Siglo XXI de España S.A.].
**** [Harold Bloom no cita fuente de este texto de 1967].
***** [antes en Discusión, 1932].



En: Bloom, Harold; El canon occidental
La escuela y los libros de todas las épocas
Versión castellana de Damián Alou
Barcelona, Anagrama, 2006
ilustración:Jorge Luis Borges por ©Maco  

2/7/18

Esteban Peicovich: ¿A dónde vamos, Borges?







— ¿A dónde vamos, Borges? ¿Hacia Abel o hacia Caín?
— Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir.

Dios, muerte, cielo, infierno, espejo, laberinto… le caen de la boca como gotas. Son sus palabras esqueleto. Las que lo tienen de pie, despierto, aunque no parezca otra cosa que un árido y pálido hombre de papel. Que eso es por fuera. O mucho más: un animal fugado de la historia, hecho con piel de cinta de moebius, zapatos iguales a lo largo de 86 años. Ausencia de color, ojos cruzados sobre la cabeza de uno, ojos que siguen huellas de voces. Hijo, repetidor de Homero tres mil años después, ajeno de tan solo, valiente de tan solo, habitante de aviones, discursos, recuerdos, cajas chinas, perfumes, caminos que no ve.

¿Qué hace ahora bajando de mi brazo en un ascensor Otis? ¿Cómo será descender ciego en un ascensor que ya tiene su propia ceguera vertical? Le aprieto el brazo para que no se caiga. Para que no tiemble más. Hay algo hueco en ese brazo, en este cuerpo de años asqueados de vivir el péndulo escaso que va del día hacia la noche. Parece tener miedo este Borges secuestrado así, en el hotel, por un cronista (que responde a Cronos), y tiembla. Es un maniquí de cera que parece derretirse ante el zumbido tonto del Otis que nos baja. Y al salir, en un segundo se repone, tieso, moviendo su bastón (que no es blanco como el de los ciegos que no ven). 

1956

Lo visito para invitarlo a dar una conferencia en Berisso y lo primero que pregunta es si ese pueblo existe. Le doy pruebas verbales y al final acepta. Un glorioso sábado de primavera, un Borges que aún veía llegó acompañado de la fascinante Cecilia Ingenieros, bailarina por libre, de altos remos, con look de Pina Bausch. Borges habló sobre Almafuerte, voluntarioso y ético poeta local de quien concluyó afirmando que era el Walt Whitman argentino. Su juicio nos suspendió el juicio, pero dada nuestra ignorancia y siendo que lo decía un gurú, así quedó. Pero minutos después nos volvió a mover el piso. Aseguró que Almafuerte también se parecía a Poe por esto y a Séneca por aquello. Borges era afecto a esta juguetería crítica. Al decirlo, sonreía para sí. Parecía un niño diciendo lo que se le cantara a su imaginación.
1958
Esa noche en Ezeiza apareció huraño. Volvía de seis meses en Texas y ante las preguntas de apuro se echó en el sillón, apoyó ambas manos en su bastón, y se tomó su tiempo. Comenzó a responder con monosílabos o breves frases de huida. Y no aparecía la noticia. Hasta que, para salir del acoso y ante la pregunta acerca de qué diferencia de costumbres le había impresionado más, dijo:
–Aquí, en la Argentina, se puede conversar todavía. A mí me gusta conversar con los chauffers, con los mozos de café. En España he conversado con un pastor en la sierra del Guadarrama. Con un pastor, ¿se imagina? Fui feliz. En Estados Unidos en cambio no se puede dialogar ni con un profesor. Allá la gente la pasa diciendo “Yea” y “Okay”. Una serie de sonidos básicos. Tanto es así que en la universidad dan cursos de conversación.
Ya reanimado, arrancó con una historia que confesó no iría a olvidar nunca.
–Es sobre un cowboy.
Y entró a relatar las penurias vividas en un condado tejano por los crímenes de un cowboy. Nada que sirviera para apoyar la nota. Hasta que el mejor Borges afloró del interior de un adjetivo. Fue cuando dijo que se trataba de un cowboy (hizo una pausa)
–… negro.
Ahora sí había llegado Borges. Y pasó a contar la captura y el enjuiciamiento, y que ya junto a la horca el marshall le anunció que tenían por costumbre dejar que los reos antes de morir dijeran unas palabras.
–Yo no estoy aquí para hablar sino para morir –respondió el cowboy.
(O el mismísimo Borges, pues tuve la impresión de que esa historia la acababa de inventar para dar el tema, el título y quitarse de encima al cronista).
1977
Cuando, paseando de su brazo, Borges le confesó al cronista que rezaba de noche.
1978
Tras cinco horas en el trencito trocha angosta que va de Cuzco a Machu Picchu, Borges boquea por la altura; María apenas puede sostenerlo y entonces el cronista lo lleva en brazos como si fuera un niño. Ya en el hotel vecino al templo agradeció la asistencia, pero criticó al periodismo. Al preguntarle el porqué de su rechazo, contestó con casi un epitafio a la profesión:
–Menos pregunta Dios y perdona.
1979
El lunes 21 de abril, creyéndose solo en la trastienda de una sastrería teatral de Madrid, tras haberse probado con éxito el jacquet para la ceremonia de recepción del Premio Cervantes, apoyado en su báculo negro de 16 dólares, no repara que a su lado, ladino y silencioso, el cronista se deleitaba escuchándolo cantar, en voz alta, la milonga Los orientales. Tras unos minutos, el cronista se presentó y le pidió una entrevista:
–¿Hablamos Borges?
–Sería bueno hacerlo en un pacto de mutuo olvido. Detesto la publicidad.
Por la noche, tras la cena de honor, se le comentó:
–¿Qué le pareció la paella, Borges?
–Muy buena, porque cada arroz ha mantenido su individualidad.
1983
–¿A dónde vamos, Borges?, ¿hacia dónde cree usted que va el hombre?, ¿hacia Abel o hacia Caín?
–Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir. [SIC la repetición]
2006
Un calendario fraguado insiste en datar que pasaron veinte años desde el día en que Borges saltó de este mundo a otro. O a varios. No tomo en serio el dato, aunque acepto, por elegancia social, el folklore de la efeméride y recuerdo con emoción los momentos que, como cronista, me aproximaron al Monstruo. También los dichos que por su tino (pero más por su desatino) siguen latiendo alegres en la memoria. Pretendo decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a veinte años de esa presunción, recordarlo puede ser borgeanamente aceptable. Y de ser así, nada mejor que un buen trago “leído” de Borges.
Un Borges. Bebida espiritual que fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Más en tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que sean muchos los que sepan quién fue Borges. Ese opa genial y flor azteca de una cultura mundial, pero invertebrada, como es la argentina. Un escritor mayor (y decimos poco). Una entera literatura en expansión (y decimos lo justo).
Por animista y maniático que soy me gusta sostener que Borges, después de Ginebra, se recicló en ballena (para su caso blanca) y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Con cuerpo cada vez mayor, pues cada día son más los individuos engullidos por él. Para ello se preparó. Primero quemó sus ojos leyendo todos los libros del mundo y luego abrió otros nuevos para refutar a los primeros y diseñar una imaginería a su gusto. Concluida la tarea, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Fue su estrategia para hacerse de nosotros y continuar procreándose a través de sus lectores. Esta decisión la tomó en Ginebra, aquel aparente día de 1986. Pasados 20 años sobran testigos y pruebas de que abandonó hace rato el simulado almácigo contiguo al de Calvino, y que ya no “sobremuere” en ese camposanto suizo, como el periodismo divulga y los turistas creen.
Creo que esta cabriola borgiana persigue la recuperación del imaginario del mundo, que (como comprobamos a diario) se vacía de modo triste y veloz. En sólo dos décadas, su poder de encantamiento generó cientos de miles de nuevos lectores que pasaron a compartir la cosmogonía Borges. Esa fantástica biblioteca andante del planeta en cuyo interior vivimos y en la que todos en parte somos Borges. No hay modo de abandonar su área de influencia. O hay sólo una, intuida por ese áspero genio que fue Witold Gombrowicz y que dio a conocer en su último minuto de Argentina, cuando con pie en el estribo del barco entregó a sus sofocados apóstoles la única fórmula de escape generacional que a su juicio les quedaba: “Muchachos, maten a Borges”.
Pero ¿quién va y mata a semejante niño? Borges cruzó toda su biografía de 86 años portando intacto al niño que no quiso dejar de ser. Al que preservó de normas, cursilería, banalidad y de la adulterada adultez. Borges fue, de todos los grandes niños de la literatura (el más aterrado fue Kafka; el más indócil, Rimbaud), quien alcanzó a mantener más tiempo consigo la inocencia inicial.
Quedaría quitarlo de la memoria. Pero también esa vía nos cerró: “Sólo una cosa no hay. Y es el olvido”. Con lo cual estamos destinados a vivir con un Borges portátil. A quedar (para nuestra felicidad) al albur de las sorpresas que siguen saliendo de su obra, que no cesa de recrearse. Así estamos. Bajo el paraguas de ese vasto sustantivo, Borges, a quien alguna vez Ernesto Sabato reconoció Gran Poeta y retrató con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.


Texto: Homenaje I: ¿A dónde vamos, Borges? por Esteban Peicovich
incluido en Revista La Nación agosto 2006: "20 años sin él"
(momentos de la relación que ambos mantuvieron durante 
más de tres décadas en diversos lugares del mundo)

También, con modificaciones, en El palabrero

Imagen: Borges en foto cortesía de Esteban Peicovich y Daniel Merle
para La Nación




1/7/18

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Jueves, 7 de julio de 1960)








Jueves, 7 de julio. Come en casa Borges. Leemos cuentos. BORGES: «En no sé qué revista francesa de cinematógrafo, se dijo algo sobre un festival celebrado en un pequeño país tropical sudamericano: el Uruguay. Ni corto ni perezoso, Sabato escribió una carta de protesta. ¿Te das cuenta, qué imbécil? Aseguraba que el país no era tropical y en cuanto a lo de pequeño preguntaba si sabían que tres grandes poetas franceses habían nacido en él: Laforgue, Lautréamont y Supervielle. Yo le dije que de
verdad éramos, el Uruguay y la Argentina, prácticamente tropicales y que el hecho de que tres poetas franceses hubieran nacido por casualidad no probaba que el país fuera grande; no probaba nada. Debí preguntarle por qué cometía el galicismo de creer que Lautréamont y Supervielle eran grandes poetas. Lo que molesta es que Sabato siempre habla para que lo aplaudan. Espera que uno comente: "Qué bien. Qué valiente. Qué gracioso. Qué agudo". Y naturalmente dice idioteces. Esos libros, Heterodoxia y Uno y el universo, no son otra cosa que colecciones de frases que esperan el aplauso, la exclamación admirativa del lector. Pertenecen a la peor tradición francesa. Que en un país nazca un poeta de otro país, que escribe en otra lengua y está en otra tradición, no significa mucho. Sin querer entrar en un contrapunto: si no supiéramos que Hudson vivió muchos años aquí y empleó sus recuerdos como tema de sus libros, no lo consideraríamos un escritor argentino. Pero a Supervielle el Uruguay lo único que le da, de vez en cuanto, es un elemento decorativo y exótico, generalmente equivocado, para uno de esos poemas que son cuadritos ridículos, como cuando habla del ombú encorvado por la pena, que piensa acaso en un sauce».

BORGES: «Con el tiempo, todas las convenciones literarias parecerán absurdas: quiero decir que a cada una le llegará el momento de parecer absurda. Un día parecerá absurdo el recurso, inventado por Whitman, de poner nombres propios; nombres de personas y de lugares. Dirá la gente que esos nombres, que ahora se ponen con propósitos nostálgicos, quitan toda realidad y convierten los cuentos y las novelas en guías y planos. Así es Peyrou en su novela: el protagonista no da un paso en Buenos Aires sin mencionar la calle; no bebe una cerveza sin nombrar el bar. Parecería una persona que acaba de llegar a una ciudad y se fija en todo para no perderse; tiene un ratito, porque va a embarcarse de nuevo, y tiene miedo de perderse y quedarse ahí. En su propia ciudad uno anda más distraídamente y no recuerda con tanta precisión si iba por Suipacha, si entró en el bar de Rodríguez o en el de Pérez».

Hablamos de Baroja, cuyos libros de memorias estuve leyendo, y de los cuales le leí párrafos. Él, pensando que divertiría a su madre, compró El escritor, según él y según él y los críticos; con su madre anoche leyeron algunos capítulos. BIOY: «¿Seguís leyendo a Baroja?». BORGES: «No. No se puede leer. Es inútil. Uno lee y lee un libro así y no saca nada. Más aceite da un ladrillo. Baroja es la decadencia de Montaigne. O de Whitman. El libro se basa en la suposición de que todo lo que le pasa a un hombre es encantador. Pero Montaigne, o Whitman, o Bloy, están más estilizados». BIOY: «Baroja, como decía Weibel-Richard de Luc Durtain, il est là. Está como un asado en el asador». BORGES: «Coexiste en el espacio. Está como un objeto. Sí, como un asado en el asador. Y no creas que tiene rigor para pensar. Dice que la vida de un carpintero puede ser más interesante que la de un militar, escrita (esta última) con una retórica manida. Lo de la retórica manida es inútil; está de más; perjudica su argumento. Si quiere decir que la vida más simple puede ser más interesante que la más compleja, no debe agregar lo de la retórica manida; yo creo que él quiere decir que a veces, y escritas de igual modo, la más simple puede ser la más interesante. ¿O quiere decir que la vida militar sólo puede escribirse con una retórica manida? ¿Por qué? La vida de Lawrence, en Los siete pilares de la sabiduría, está escrita con retórica, pero no manida. Se ve que ha leído muy poco. Todo el tiempo uno cree que la frase lo va a llevar a determinada cita, a determinado verso o párrafo; uno los espera, Baroja pasa muy cerca, pero pasa de largo».



En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Fotos de la muestra Borges por Bioy Casares
Teatro Colón de Buenos Aires, junio de 2016

30/6/18

Jorge Luis Borges: El nacionalismo y Tagore (1961)







A fines de la primera guerra mundial, Tagore publicó en San Francisco tres conferencias cuyo tema común era el examen y la reprobación del nacionalismo. Desde 1917 ha cambiado el contexto (digámoslo así) de la obra; nadie ha olvidado que en Italia y en Alemania dos dictadores profesaron abiertamente el nacionalismo, uno con énfasis, otro con énfasis y con despiadada eficacia. Ahora, bajo la inocente máscara del marxismo, el gobierno de Rusia también está ejerciendo el nacionalismo. A los acontecimientos que he enumerado cabría agregar otros, que puede suplir el lector; ninguno de ellos invalida, en 1961, el libro que Tagore escribió hace ya casi medio siglo. El énfasis retórico y cierta resignación oriental al uso de lugares comunes no logran ocultar la agudeza del pensamiento de su autor.

Que a la India le falta sentido histórico es una observación que todos los orientalistas han hecho. Hacia 1910, Hermann Oldenberg quiso rebatir esta idea y alegó dos libros famosos de la literatura clásica, uno de Ceylán y otro de Kashmir; su probidad no le permitió silenciar que el primero registra dinastías de serpientes que preceden a las dinastías humanas y que el segundo habla de reyes que gobiernan cien o doscientos años después de la muerte de los hijos que los suceden. Deussen ha escrito que los hindúes nunca se rebajaron a la tarea egipcia de contar sombras; Tagore explica las imprecisiones o extravagancias de la cronología de la India por el desdén que otorgan los hindúes a los hechos políticos. La eternidad les interesa, no el tiempo.

Consideremos ahora la tesis general de la obra. Tagore no investiga las razones mentales o económicas del nacionalismo, aunque admite la parte preponderante que les corresponde a la soberbia y a la codicia. Para Tagore, la raíz del mal está en la nación o, si se prefiere, en la forma misma de los estados occidentales, que engendra fatalmente el nacionalismo y su sombra sangrienta, el imperialismo. Tagore tenía por Inglaterra un amor personal, que lo movió a escribir estas palabras: "Hemos sentido la grandeza de esta gente como se siente el sol, pero su nación es para nosotros una niebla sofocante y espesa que oculta al mismo sol". Cifraba en Inglaterra las mejores virtudes del Occidente, pero le resultaba intolerable que la forma política de ese pueblo rigiera a los hindúes. En la página 131 se lee: "No estoy en contra de una nación en particular, pero sí en contra de la idea general de todas las naciones. ¿Qué es una nación? Es un pueblo entero bajo la especie de un poder organizado. Esta organización promueve incesantemente el poderío y la eficacia del pueblo, pero su tenaz voluntad desvía las energías humanas de su naturaleza más alta, donde moran el sacrificio y el impulso creador. Es así como la capacidad de sacrificio del individuo se desvía de su verdadero fin, que es moral, para servir a la organización, que es mecánica. Ello le otorga un sentimiento de exaltación moral que lo hace infinitamente peligroso a la humanidad. No lo incomoda su conciencia cuando puede transferir su responsabilidad a esa máquina, que es la criatura de su intelecto y no de su total personalidad. Mediante este artificio, un pueblo que ama la libertad perpetúa la esclavitud en vastas regiones del mundo, fortalecido por la convicción halagüeña de haber cumplido con su deber".

Shaw rechazaba el capitalismo, que condena a los unos a la pobreza y a los otros al tedio; parejamente Rabindranath Tagore rechazaba el imperialismo, que disminuye a los oprimidos y al opresor. La cultura oriental y la occidental se conjugaron en este hombre, que manejó los dos instrumentos del inglés y del bengalí; en cada página de este libro conviven la afirmación asiática de las ilimitadas posibilidades del alma y el recelo que la máquina del estado inspiraba a Spencer.

El nacionalismo tienta a los hombres no sólo con el oro y con el poder sino con la hermosa aventura, con la abnegada devoción y con la honrosa muerte. Tiene su calendario de verdugos pero también de mártires. Sufrir y atormentar se parecen, así como matar y morir. Quien está listo a ser un mártir puede ser también un verdugo y Torquemada no es otra cosa que el reverso de Cristo. 





Sur, Buenos Aires, n° 270, mayo-junio de 1961
Número homenaje en el centenario de Rabindranath Tagore (1861-1961)

Véase también Jorge Luis Borges: La llegada de Tagore

Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana








28/6/18

Jorge Luis Borges: Una vida de Evaristo Carriego






Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía. Creo también que el haberlo conocido a Carriego no rectifica en este caso particular la dificultad del propósito. Poseo recuerdos de Carriego: recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales habrán oscuramente crecido, en cada nuevo ensayo. Conservan, lo sé, el idiosincrásico sabor que llamo Carriego y que nos permite identificar un rostro en una muchedumbre. Es innegable, pero ese liviano archivo mnemónico —intención de la voz, costumbres de su andar y de su quietud, empleo de los ojos— es, por escrito, la menos comunicable de mis noticias acerca de él. Únicamente la trasmite la palabra Carriego, que demanda la mutua posesión de la propia imagen que deseo comunicar. Hay otra paradoja. Escribí que a las relaciones de Evaristo Carriego les basta la mención de su nombre para imaginárselo; añado que toda descripción puede satisfacerlos, sólo con no desmentir crasamente la ya formada representación que prevén. Repito esta de Giusti, en el número 219 de Nosotros: magro poeta de ojitos hurgadores, siempre trajeado de negro, que vivía en el arrabal. La indicación de muerte, presente en lo de trajeado siempre de negro y en el adjetivo, no faltaba en el vivacísimo rostro, que traslucía sin mayor divergencia las líneas de la calavera interior. La vida, la más urgente vida, estaba en los ojos. También los recordó con justicia el discurso fúnebre de Marcelo del Mazo. "Esa acentuación única de sus ojos, con tan poca luz y tan riquísimo gesto", escribió.
Carriego era entrerriano, de Paraná. Fue abuelo suyo el doctor Evaristo Carriego, escritor de ese libro de papel moreno y tapas tiesas que se llama con entera razón Páginas olvidadas (Santa Fe, 1895) y que mi lector, si tiene costumbre de revolver los turbios purgatorios de libros viejos de la calle Lavalle, habrá tenido en las manos alguna vez. Tenido y dejado, porque la pasión escrita en ese libro es circunstancial. Se trata de una suma de páginas partidarias de urgencia, en que todo es requisado para la acción, desde los latines caseros hasta Macaulay o el Plutarco según Garnier. Su valentía es de alma: cuando la legislatura del Paraná resolvió levantarle a Urquiza una estatua en vida, el único diputado que protestó fue el doctor Carriego, en oración hermosa aunque inútil. Carriego el antecesor es memorable aquí, no sólo por su posible herencia polémica sino por la tradición literaria de que se valdría el nieto después para borronear esas primeras cosas endebles que son la condición de las válidas.
Carriego era, de generaciones atrás, entrerriano. La entonación entrerriana del criollismo, afín a la oriental, reúne lo decorativo y lo despiadado igual que los tigres. Es batalladora, su símbolo es la lanza montonera de las patriadas. Es dulce: una dulzura bochornosa y mortal, una dulzura sin pudor, tipifica las más belicosas páginas de Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés. Es grave: la República Oriental, donde la entonación a que me refiero es más evidente, no ha escrito un solo buen humor, una sola dicha, desde los mil cuatrocientos epigramas hispanocoloniales propuestos por Acuña de Figueroa. Puesta a versificar, vacila entre la acuarela y el crimen; su tema no es la aceptación de destino del Martín Fierro, sino las calenturas de la caña o de la divisa, bien endulzadas. Está colaborando en ese sentir una efusión que no comprendemos, el árbol; una impiedad que no encarnamos, el indio. Su gravedad parece derivar de un más sobresaltado rigor: Sombra, porteño, conoció los derechos rumbos de la llanura, el arreo de las haciendas y un duelo ocasional a cuchillo; oriental, habría conocido también la carga de caballería de las patriadas, el duro arreo de hombres, el contrabando… Carriego sabía por tradición ese criollismo romántico y lo misturó con el criollismo resentido de los suburbios.
A las razones evidentes de su criollismo —linaje provinciano y vivir en las orillas de Buenos Aires— debemos agregar una razón paradójica: la de su alguna sangre italiana, articulada en el apellido materno Giorello. Escribo sin malicia; el criollismo del íntegramente criollo es una fatalidad, el del mestizado una decisión, una conducta preferida y resuelta. La veneración de lo étnico inglés que se lee en el «inspired Eurasian journalist» Kipling ¿no es una prueba más (si la fisonómica no bastara) de su tiznada sangre?
Carriego solía vanagloriarse «A los gringos no me basta con aborrecerlos; yo los calumnio», pero el desenfreno alegre de esa declaración prueba su no verdad. El criollo, con la seguridad de su ascetismo y del que está en su casa, lo considera al gringo un menor. Su misma felicidad le hace gracia, su apoteosis espesa. Es de común observación que el italiano lo puede todo en esta república, salvo ser tomado realmente en serio por los desalojados por él. Esa benevolencia con fondo completo de sorna, es el desquite reservado de los hijos del país.
Los españoles eran otra preferencia de su aversión. La acepción callejera del español —el fanático que ha reemplazado el auto de fe con el Diccionario de Galicismos, el mucamo en la selva de plumeros— era también la suya. Huelga añadir que esta previsión o prejuicio no le estorbó algunas amistades hispanas, como la del doctor Severiano Lorente, que parecía llevar consigo el tiempo ocioso y generoso de España (el ancho tiempo musulmán que engendró el Libro de las Mil y Una Noches) y que se demoraba hasta el alba, en el Royal Keller, ante su medio litro.
Carriego creía tener una obligación con su barrio pobre: obligación que el estilo bellaco de la fecha traducía en rencor, pero que él sentiría como una fuerza. Ser pobre implica una más inmediata posesión de la realidad, un atropellar el primer gusto áspero de las cosas: conocimiento que parece faltar a los ricos, como si todo les llegara filtrado. Tan adeudado se creyó Evaristo Carriego a su ambiente, que en dos distintas ocasiones de su obra se disculpa de escribirle versos a una mujer, como si la consideración del pobrerío amargo de la vecindad fuera el único empleo lícito de su destino.
Los hechos de su vida, con ser infinitos e incalculables, son de fácil aparente dicción y los enumera servicialmente Gabriel en su libro del novecientos veintiuno. Se nos confía en él que nuestro Evaristo Carriego nació en 1883, el 7 de mayo, y que rindió el tercer año del nacional y que frecuentaba la redacción del diario La Protesta y que falleció el día 13 de octubre del novecientos doce, y otras puntuales e invisibles noticias que encargan despreocupadamente a quien las recibe el salteado trabajo del narrador, que es restituir a imágenes los informes. Yo pienso que la sucesión cronológica es inaplicable a Carriego, hombre de conversada vida y paseada. Enumerarlo, seguir el orden de sus días, me parece imposible; mejor buscar su eternidad, sus repeticiones. Sólo una descripción intemporal, morosa con amor, puede devolvérnoslo.
Literariamente, sus juicios de condenación y de elogio ignoraban la duda. Era muy alacrán: maldecía de los más justificados nombres famosos con esa evidente sinrazón que suele no ser más que una cortesía al propio cenáculo, una lealtad de creer que la reunión presente es perfecta y no podría ser mejorada por la adición de nadie. La revelación de la capacidad estética de la palabra se operó en él, como en casi todos los argentinos, mediante los desconsuelos y los éxtasis de Almafuerte: afición que la amistad personal corroboró después. El Quijote era su más frecuente lectura. Con Martín Fierro debe haber ejercido el proceder común de su tiempo: unas apasionadas lecturas clandestinas cuando muchacho, un gusto sin dictamen. Era aficionado también a las calumniadas biografías de guapos que hizo Eduardo Gutiérrez, desde la semirromántica de Moreira hasta la desengañadamente realista de Hormiga Negra, el de San Nicolás (¡del Arroyo y no me arrollo!). Francia, país entonces de recomendado entusiasmo, había subdelegado para él su representación en Georges D’Esparbés, en alguna novela de Víctor Hugo y en las de Dumas. También solía publicar en su conversación esas preferencias guerreras. La muerte erótica del caudillo Ramírez, desmontado a lanzazos del caballo y decapitado por defender a su Delfina, y la de Juan Moreira, que pasó de los ardientes juegos del lupanar a las bayonetas policiales y los balazos, eran muy contadas por él. No descuidaba la crónica de su tiempo: las puñaladas de bailecito y de esquina, los relatos de hierro que dejan recaer su valor en quien está contándolos. Su conversación —escribía Giusti después— evocaba los patios de vecindad, los quejumbrosos organillos, los bailes, los velorios, los guapos, los lugares de perdición, su carne de presidio y de hospital. Los hombres del centro, le escuchábamos encariñados, como si nos contase fábulas de un lejano país. Él se sabía delicado y mortal, pero leguas rosadas de Palermo estaban respaldándolo.
Escribía poco, lo que significa que sus borradores eran orales. En la caminada noche callejera, en la plataforma de los Lacroze, en las tardías vueltas a casa, iba tramando versos. Al otro día —por lo común después de almorzar, hora veteada de indolencia pero sin apurones— los precisaba en el papel. Ni fatigó la noche ni se atrevió jamás a la ceremonia desconsolada de madrugar para escribir. Antes de entregar un original, ponía a prueba su inmediata eficacia, leyéndolo e repitiéndolo a los amigos. De éstos, uno que se menciona invariablemente es Carlos de Soussens.
La noche que Soussens me descubrió, era una de las fechas acostumbradas en la conversación de Carriego. Éste lo quería y lo malquería por razones iguales. Le gustaba su condición de francés, de hombre asimilado a los prestigios de Dumas padre, de Verlaine y de Napoleón; le molestaba su condición anexa de gringo, de hombre sin muertos en América. Además, el oscilante Soussens era más bien un francés aproximativo: era, como él circunloqueaba y repitió Carriego en un verso, caballero de Friburgo, francés que no alcanzaba a francés y no salía de suizo. Le gustaba, en abstracto, su condición libérrima de bohemio; le molestaba —hasta la reflexión pedagógica y la censura— su complicada haraganería, su alcoholización, su rutina de postergaciones y de enredos. Esa aversión dice que el Evaristo Carriego de la honesta tradición criolla era el esencial y no el trasnochador de Los inmortales.
Pero el amigo más real de Carriego fue Marcelo del Mazo, que sentía por él esa casi perpleja admiración que el instintivo suele producir en el hombre de letras. Del Mazo, escritor olvidado con injusticia, ejercía en el arte la misma cortesía exacerbada que en el trato común, y las piedades o las delicadezas del mal eran su argumento. Publicó en 1910 Los vencidos (segunda serie), libro ignorado que reserva unas páginas virtualmente famosas, como la diatriba contra las personas de edad —menos entigrecida pero mejor observada que la de Swift (Travels into Several Remote Nations, III, 10)— y la que se llama La última. Otros escritores de la amistad de Carriego fueron Jorge Borges, Gustavo Caraballo, Félix Lima, Juan Más y Pi, Alvaro Melián Lafinur, Evar Méndez, Antonio Monteavaro, Florencio Sánchez, Emilio Suárez Calimano, Soiza Reilly.
Declaro ahora sus amistades de barrio, en las que fue riquísimo. La más operativa fue la del caudillo Paredes, entonces el patrón de Palermo. Esa amistad la buscó Evaristo Carriego a los catorce años. Tenía la lealtad disponible, inquirió el nombre del caudillo de la parroquia, le noticiaron quién, lo buscó, se abrió camino entre los fornidos pretorianos de chambergo alto, le dijo que él era Evaristo Carriego, de Honduras. Esto sucedió en el mercado que está en la plaza Güemes; el muchacho no se movió hasta el alba de ahí, codeándose con guapos, tuteando —la ginebra es confianzuda— a asesinos. Porque la votación se dirimía entonces a hachazos, y las puntas norte y sur de la capital producían, en razón directa de su población criolla y de su miseria, el elemento electoral que los despachaba. Ese elemento operaba en la provincia también: los caudillos de barrio iban donde los precisaba el partido y llevaban sus hombres. Ojo y acero —ajados nacionales de papel y profundos revólveres— depositaban su voto independiente. La aplicación de la ley Sáenz Peña, el novecientos doce, desbandó esas milicias. No le hace; la desvelada noche que referí es de 1897 recién, y manda Paredes. Paredes es el criollo rumboso, en entera posesión de su realidad: el pecho dilatado de hombría, la presencia mandona, la melena negra insolente, el bigote flameado, la grave voz usual que deliberadamente se afemina y se arrastra en la provocación, el sentencioso andar, el manejo de la posible anécdota heroica, del dicharacho, del naipe habilidoso, del cuchillo y de la guitarra, la seguridad infinita. Es hombre de a caballo también, porque se ha criado en un Palermo anterior a este del carreraje, en el de la distancia y las quintas. Es el varón de los asados homéricos y del contrapunto incansable. Del contrapunto dije; a los treinta años de esa cargada noche me dedicaría unas décimas, de las que no olvidaré este acierto impensado, esta resolución de amistad:
A usté, compañero Borges,
Lo saludo enteramente.
Es visteador de ley, pero malevo que ha querido faltarle ha sido sujetado, no con el fierro igual, sino con el rebenque mandón o con la mano abierta, para mantener disciplina. Los amigos, lo mismo que los muertos y las ciudades, colaboran en cada hombre, y hay renglón de «El alma del suburbio»: pues ya una vez lo hizo caer de un hachazo, en que parece retumbar la voz de Paredes, ese trueno cansado y fastidiado de las imprecaciones criollas. Por Nicolás Paredes conoció Evaristo Carriego la gente cuchillera de la sección, la flor de Dios te libre. Mantuvo por un tiempo con ellos una despareja amistad, una amistad profesionalmente criolla con efusiones de almacén y juramentos leales de gaucho y vos me conocés che hermano y las otras morondangas del género. Ceniza de esa frecuentación son las algunas décimas en lunfardo que Carriego se desentendió de firmar y de las que he juntado dos series: una agradeciéndole a Félix Lima el envío de su libro de crónicas, Con los nueve; otra, cuyo nombre parece una irrisión de Dies irae, llamada Día de bronca y publicada sobre el seudónimo El Barretero en la revista policial L. C. En el suplemento de este segundo capítulo copio algunas.
No se le conocieron hechos de amor. Sus hermanos tienen el recuerdo de una mujer de luto que solía esperar en la vereda y que mandaba cualquier chico a buscarlo. Lo embromaban: nunca le sonsacaron su nombre.
Arribo a la cuestión de su enfermedad, que pienso importantísima. Es creencia general que la tuberculosis lo ardió: opinión desmentida por su familia, aconsejada tal vez por dos supersticiones, la de que es denigrativo ese mal, la de que se hereda. Salvo sus deudos, todos aseveran que murió tísico. Tres consideraciones vindican esa general opinión de sus amistades: la inspirada movilidad y vitalidad de la conversación de Carriego, favor posible de un estado febril; la figura, insistida con obsesión, de la escupida roja; la solicitud urgente de aplauso. Él se sabía dedicado a la muerte y sin otra posible inmortalidad que la de sus palabras escritas; por eso, la impaciencia de gloria. Imponía sus versos en el café, ladeaba la conversación a temas vecinos de los versificados por él, denigraba con elogios indiferentes o con reprobaciones totales a los colegas de aptitud peligrosa; decía, como quien se distrae, mi talento. Además, había preparado o se había agenciado un sofisma, que vaticinaba que la entera poesía contemporánea iba a perecer por retórica, salvo la suya, que podía subsistir como documento —como si la afición retórica no fuera documental de un siglo, también. "Tenía sobrada razón —escribe del Mazo— al requerir personalmente la atención general hacia su obra. Comprendía que la consagración lentísima alcanza en vida a contados ancianos, y subiendo que no produciría en amontonamiento de libros, abría el espíritu ambiente a la belleza y gravedad de sus versos". Ese proceder no significaba una vanidad: era la parte mecánica de la gloria, era una obligación del mismo orden que la de corregir las pruebas. La premonición de la incesante muerte la urgía. Codiciaba Carriego el futuro tiempo generoso de los demás, el afecto de ausentes. Por esa abstracta conversación con las almas, llegó a desentenderse del amor y de la desprevenida amistad, y se redujo a ser su propia publicidad y su apóstol.
Puedo intercalar una historia. Una mujer ensangrentada, italiana, que huía de los golpes de su marido, irrumpió una tarde en el patio de los Carriego. Éste salió indignado a la calle y dijo las cuatro duras palabras que había que decir. El marido (un cantinero vecino) las toleró sin contestación, pero guardó rencor. Carriego, sabiendo que la fama es artículo de primera necesidad, aunque vergonzante, publicó un suelto de vistosa reprobación en Ultima Hora sobre la brutalidad de ese gringo. Su resultado fue inmediato: el hombre, vindicada públicamente su condición de bruto, depuso entre ajenas chacotas halagadoras el malhumor; la golpeada anduvo sonriente unos días; la calle Honduras se sintió más real cuando se leyó impresa. Quien así podía traslucir en los otros esa apetencia clandestina de fama, adolecía de ella también.
La perduración en el recuerdo de los demás lo tiranizaba. Cuando alguna definitiva pluma de acero resolvió que Almafuerte, Lugones y Enrique Banchs integraban ya el triunvirato —¿o sería el tricornio o el trimestre?— de la poesía argentina, Carriego proponía en los cafés la deposición de Lugones, para que no tuviera que molestar su propia inclusión ese arreglo ternario.
Las variantes raleaban: sus días eran un solo día. Hasta su muerte vivió en el 84 de Honduras, hoy 3784. Era infaltable los domingos en casa nuestra, de vuelta del hipódromo. Repensando las frecuencias de su vivir —los desabridos despertares caseros, el gusto de travesear con los chicos, la copa grande de guindado oriental o caña de naranja en el vecino almacén de Charcas y Malabia, las tenidas en el bar de Venezuela y Perú, la discutidora amistad, las italianas comidas porteñas en la Cortada, la conmemoración de versos de Gutiérrez Nájera y de Almafuerte, la asistencia viril a la casa de zaguán rosado como una niña, el cortar un gajito de madreselva al orillar una tapia, el hábito y el amor de la noche— veo un sentido de inclusión y de círculo en su misma trivialidad. Son actos comunísticos, pero el sentido fundamental de común es el de compartido entre todos. Esas frecuencias que enuncié de Carriego, yo sé que nos lo acercan; lo repiten infinitamente en nosotros, como si Carriego perdurara disperso en nuestros destinos, como si cada uno de nosotros fuera por unos segundos Carriego. Creo que literalmente así es, y que esas momentáneas identidades (¡no repeticiones!) que aniquilan el supuesto correr del tiempo, prueban la eternidad.
Inferir de un libro las inclinaciones de su escritor parece operación muy fácil, máxime si olvidamos que éste no redacta siempre lo que prefiere, sino lo de menor empeño y lo que se figura esperan de él. Esas borrosas imágenes suficientes de campo de a caballo, que son el fondo de toda conciencia argentina, no podían faltar en Carriego. En ellas hubiera querido vivir. Otras incidentales (de azar domiciliario al principio, de ensayo aventurero después, de cariño al fin) eran, sin embargo, las que defenderían su memoria: el patio que es ocasión de serenidad, rosa para los días, el fuego humilde de San Juan, revolcándose como un perro en mitad de la calle, la estaca de la carbonería, su bloque de apretada tiniebla, sus muchos leños, la mampara de fierro del conventillo, los hombres de la esquina rosada. Ellas lo confiesan y aluden. Yo espero que Carriego lo entendió así alegre y resignadamente, en una de sus callejeras noches finales; yo imagino que el hombre es poroso para la muerte y que su inmediación lo suele vetear de hastíos y de luz, de vigilancias milagrosas y previsiones.





En Evaristo Carriego (1930), II

Imágenes: Evaristo Carriego - Casa de Evaristo Carriego 
Dibujos de José María Mieravilla - Fuente



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