24/6/18

Del diario epistolar de César para Lucio Mamilio Turrino, en la isla de Capri





(En la noche del 27 al 28 de octubre)
1013. (Sobre la muerte de Catulo.) Estoy velando a la cabecera de un amigo agonizante: el poeta Catulo. De tiempo en tiempo se queda dormido y, como de costumbre, tomo la pluma, quizá para evitar la reflexión.
Acaba de abrir los ojos. Dijo el nombre de seis de las Pléyades, y me preguntó el séptimo.
Ahora duerme.
Ha pasado otra hora. Conversamos. No soy novato en esto de velar a la cabecera de los moribundos. A quienes sufren es preciso hablarles de sí mismos; a los de mente lúcida, alabarles el mundo que abandonan. No hay dignidad alguna en abandonar un mundo despreciable, y quienes mueren suelen temer que la vida acaso no haya valido los esfuerzos que les ha costado. Personalmente, jamás me faltan motivos para alabarla. En el transcurso de esta última hora he pagado una vieja deuda. Durante mis campañas, muchas veces me visitó un ensueño persistente: caminaba de acá para allá frente a mi tienda, en medio de la noche, improvisando un discurso. Imaginaba haber congregado un auditorio selecto de hombres y mujeres, casi todos los jóvenes, a quienes anhelaba revelar todo cuanto había aprendido en la poesía inmortal de Sófocles —en mi adolescencia, en mi madurez, como soldado, como estadista, como padre, como hijo, como enamorado; a través de alegrías y vicisitudes—. Quería, antes de morir, descargar mi corazón (¡tan pronto colmado!) de toda esa gratitud y alabanza.
¡Oh, sí! Sófocles fue un hombre; y su obra, cabalmente humana. He aquí la respuesta a un viejo interrogante. Los dioses ni le prestaron apoyo ni se negaron a ayudarlo; no es así como proceden. Pero si ellos no hubiesen estado ocultos, él no habría luchado tanto por encontrarlos.
Así he viajado: sin poder ver a un pie de distancia, entre los Alpes más elevados, pero jamás con paso tan seguro. A Sófocles le bastaba con vivir como si los Alpes hubiesen estado allí.
Y ahora, también Catulo ha muerto.
(Las notas que siguen parecen haber sido escritas
durante los meses de enero y febrero)
1020. Cierta vez me preguntaron, en son de broma, si alguna vez había experimentado horror del vacío. Te respondí que sí, desde entonces he soñado con él una y otra vez.
Acaso una posición accidental del cuerpo dormido, acaso una indigestión, cualquier otra clase de disturbio interno; lo cierto es que el terror que embarca a la mente no resulta menos real. No es (como creí algún tiempo) la imagen de la muerte y la mueca de la calavera, sino el estado en que se recibe el fin de todas las cosas. Esta nada no se presenta como ausencia o silencio; sino como el desenmascarado mal absoluto: burla y amenaza que reduce al ridículo todo placer, y marchita y agosta todo esfuerzo. Esta pesadilla es la réplica de la visión que se sobreviene en los paroxismos de mi enfermedad[2]. En ellos me parece captar la rara armonía del universo, me invaden una dicha y una confianza inefables, y querría gritar a todos los vivos y los muertos que no hay parte del mundo que no haya sido alcanzada por la mano de la bendición.
(El texto continúa en griego)
Ambos estados derivan de ciertos humores que actúan en el organismo, pero en ambos se afirma la conciencia de que «esto lo sabré de ahora en adelante». ¿Cómo rechazarlos como vanas ilusiones si la memoria los corrobora con testimonios innumerables, radiantes o terribles? Imposible negar el uno sin negar el otro; ni querría yo, como un simple pacificador de aldea, acordar a cada uno su menguada porción de verdad.
Thornton Wilder, Los idus de marzo (1945)



Nota
[2] Epilepsia


Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32

Image: Thornton Wilder pictured in his Yale College graduation photo, 1920
Image courtesy of the Yale Collection of American Literature,

Beinecke Rare Book & Manuscript Library



22/6/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El pensador literario ("En diálogo", II, 117)





Osvaldo Ferrari: Me ha parecido equivocada la idea de los que creen que usted no es un pensador, por tener menos que ver con la filosofía que con la literatura.
Jorge Luis Borges: Bueno, la filosofía, digamos, como conjunto de dudas, de vacilaciones. Un profesor argentino, de cuyo nombre no quiero acordarme, hacía estudiar a los alumnos una especie de catecismo, y tenían que contestar exactamente palabra por palabra. Es decir, tenían que aprenderlo de memoria, no tenían que entenderlo o pensar en variaciones. Y la primera pregunta era ésta: «¿Qué es la filosofía?»; y había que contestar exactamente así: «Un conocimiento claro y preciso». No preciso y claro. Ahora, eso es evidentemente falso: si yo le digo a usted que la continuación de la calle Perú se llama Florida, y la continuación de Bolívar se llama San Martín, se trata de un conocimiento claro y preciso, de escaso o nulo valor filosófico. Qué raro que alguien que redacta un texto no se dé cuenta de eso, ¿no? Bueno, lo habrá hecho con mucho apuro; y que después exigiera que repitieran eso. Si le decían «Un conocimiento preciso y claro»; no señor, no preciso y claro; claro y preciso, usted no ha estudiado, ¿no? (ríen ambos). Era un profesor de filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y empezaba cometiendo un error lógico tan obvio, tan escandaloso como ése. ¿Cómo va a ser la filosofía un conocimiento claro y preciso?; es el conocimiento de una serie de dudas y de explicaciones contradictorias.
Empezaba de manera antifilosófica.
—Pero, desde luego, sí; cómo la historia de la filosofía va a ser un conocimiento claro y preciso. No, uno aprende que ha habido, bueno, no sé, cinco, o cinco mil pensadores, que han considerado el universo o la vida de un modo completamente distinto. Bueno, desde el momento en que hay escuelas filosóficas, y en que hay un nombre por el que se han distinguido no se trata de un conocimiento claro y preciso. Se trata de una serie de dudas. Y recuerdo que De Quincey dijo que haber descubierto un problema, no es menos importante que haber descubierto una solución. Lo cual está bien.
Está muy bien. Pero usted ha establecido lo que yo llamaría un pensamiento literario, que aproxima a la verdad o a la realidad de una manera distinta; su visión del destino, particularmente de la predestinación que subyace en la vida de cada uno, contraponiéndolo al azar, por ejemplo.
—Sí, pero esa creencia en la predestinación, no significa que haya alguien que la conozca; significa más bien que hay como un mecanismo, bueno, como un mecanismo despiadado. Es decir, que si cada instante está determinado por el instante anterior, hay un mecanismo, ¿no?; pero eso no quiere decir que haya alguien que lo sepa o que lo prevea. Significa que hay algo que está operando más allá de nosotros, o quizá nosotros seamos esa operación. Claro que es una conjetura también, ya que no puede probarse.
Pero justamente, se conjetura, a diferencia del profesor de filosofía que usted conoció.
—Sí, es cierto, sí.
Ahora, usted suele referirse también a lo ordenado o a lo cósmico como contrapuesto al caos.
—Bueno, desde luego, ya que cosmos es orden y caos sería lo contrario. De paso, no sé si hemos hablado de la palabra cosmética, cuyo origen está en cosmos, y quiere decir el pequeño orden, el pequeño cosmos que una persona impone a su cara. La raíz es la misma, de modo que yo, por ejemplo, que no uso cosméticos, sería más bien caótico, ¿no? (ríen ambos). Bueno, y quizá mi cara sea caótica (ríe). Ahora, también se dice que la conciencia, desde adentro, va moldeando la cara.
Ah, qué bien está eso.
—Sí, y recuerdo una frase que le atribuyen a Lincoln; bueno, él necesitaba un secretario, y le trajeron, no sé por qué, una serie de fotografías, y él miró una de ellas y dijo: no. Y alguien le replicó: bueno, pero este señor no es responsable de su cara. Y Lincoln le dijo: cumplidos los treinta años, cada hombre es responsable de su cara; que vendría a ser la misma idea. Y cuando se dice «la cara es espejo del alma» viene a ser exactamente lo mismo, ¿no?, salvo que se lo está diciendo de un modo menos impresionante. «Cada hombre es responsable de su cara».
Lo decían los griegos y lo decía Leonardo da Vinci.
—La cara, sí.
Ahora, usted suele referirse a que en nuestra época parece haberse perdido un posible sentido ordenado a algo superior o cósmico, pareciera que nuestro modo de vida es el vivir de cualquier manera.
—Y el resultado está a la vista, además, creo que no hay ninguna duda. Ahora que nos acercamos al fin de este siglo, tengo la impresión de que este siglo es pobre comparado con el siglo XIX. Y quizás el XIX fue pobre comparado con el XVIII. Sin embargo, ya sé que esa división en siglos es arbitraria, y sé, además, que un siglo quizá deba ser juzgado por el siglo siguiente, que ha sido introducido por el anterior, ¿no? De modo que un fuerte argumento contra el siglo XIX, es que ha producido el siglo XX; un fuerte argumento contra el XVIII es que produjo el XIX. Aunque esa división en siglos es del todo arbitraria, pero parece que el pensamiento necesita esas convenciones.
Esa división del tiempo.
—Sí, parece que es necesario dividir, aunque sepamos que las generalizaciones son falsas; lo cual es una generalización, a su vez, desde luego.
Usted decía, hace poco, que una de las cosas cuya pérdida es lamentable, es la del sentido cristiano del bien y del mal en nuestra época.
—Bueno, no sólo cristiano, ya que el sentido del bien y del mal es anterior al cristianismo, la ética…
Está en Platón, por ejemplo.
—Sí, bueno, y la palabra «ética» creo que fue profesada por Aristóteles, que no tenía por qué tener, bueno, un conocimiento profético del cristianismo. Yo creo que es un instinto que cada uno tiene, pero que cuando obramos, sabemos si obramos bien o mal; más allá de las consecuencias, que pueden ser benéficas o pueden ser perjudiciales o satánicas.
Sin embargo, ¿cómo podría fundamentarse una ética que no tenga que ver con el bien y el mal? ¿Podría haber una ética sólo con sentido jurídico, por ejemplo?
—No, además, si hemos leído a Billy Bud sabemos que no, ya que ese admirable relato de Melville trata del conflicto entre la justicia y la ley. La ley es una tentativa, bueno, de codificar la justicia; pero muchas veces falla, como es natural.
Usted parece tener por la ética una apreciación superior, en el sentido de que creo que para usted podría ser más importante poseer una ética que poseer una religión.
—Y, poseer una religión es poseer una ética; bueno, una ética ayudada o perjudicada por una mitología. Y en esos casos, yo prefiero prescindir de la mitología.
—(Ríe). Sí…
—Bueno, en el Japón yo creo que hay esa idea, ya que, por ejemplo, el emperador, y casi todo el mundo, todas las personas son shintoístas y budistas. Y, sin embargo, son dos creencias muy, muy distintas: el budismo es una filosofía y el shintoísmo es la creencia en una suerte de panteísmo; ya que si hay, bueno, ocho millones de dioses, que van de un lado para otro, podemos sospechar que Omnia sunt plena Jovis, todas las cosas están llenas de Júpiter, o llenas de la divinidad, como escribió Virgilio. Creo que hubo una discusión entre jesuitas y pastores protestantes, que podían ser evangelistas o metodistas, o lo que fuera, sobre el número de conversos que habían logrado. Y luego se hizo una estadística y se descubrió que esos conversos eran los mismos. Es decir, que las personas eran budistas, shintoístas, católicas, protestantes, mormones, tal vez, en fin: se entendía que todas las religiones son facetas de una misma verdad, de manera que las religiones vendrían a ser diversas facetas de la ética. Claro que la ética es distinta en cada caso, o no es del todo igual.
Éste si me parece un pensamiento muy propiamente suyo, Borges: la extensión de la ética a lo religioso o lo religioso como integrante de la ética. Usted decía una vez que lo importante en un diálogo es el espíritu de indagación.
—Sí, por eso la idea de, bueno, caramba, que se encuentra desgraciadamente en Platón también: la idea de que alguien gane en una discusión, es un error, porque, qué importa; si se llega a descubrir una verdad, poco importa que salga de «a», de «b», de «c», de «d» o de «e». Lo importante es llegar a esa verdad o es indagar esa posible verdad. Pero, en general, se ve a la conversación como una polémica, ¿no?; es decir, se entiende que una persona pierde y otra gana, lo cual es un modo de estorbar la verdad o de hacerla imposible. Esa mera vanidad personal de tener razón; por qué querer tener razón. Lo importante es llegar a la razón, y si alguien puede ayudarnos mejor.
Ahora, esta preocupación por la verdad, parece ser más una preocupación de filósofos que de artistas. Los artistas parecen preocuparse más por encontrar la realidad, o lo que Platón llamaba «La real realidad».
—Sí, pero no sé si hay esencialmente una diferencia.
Claro.
—Yo creo que un escritor debe ser ético, en el sentido de que si narra un sueño, si narra una fábula, si narra un cuento fantástico o un cuento de ficción científica, debe creer en ese sueño. Es decir, sabe que históricamente no es real, pero tiene que ser algo que su imaginación acepta; y el lector, además, se da cuenta de si su imaginación lo acepta o no, ya que un lector descubre inmediatamente las insinceridades en una obra: creo que alguien, al leer algo, se da cuenta de si el autor lo ha imaginado, o si simplemente se está jugando con palabras; creo que eso se siente inmediatamente si uno es un buen lector. Yo estoy seguro de no ser un buen escritor, pero creo ser un buen lector (ríe), lo cual es más importante, ya que, bueno, uno dedica poca parte de su tiempo a la escritura y mucha a la lectura. Aun en el caso mío, en que no puedo hacerlo directamente. Bueno, ninguna de las dos cosas; tengo que hacerlo a través de otros ojos y de otras voces.
Bueno, yo disiento con usted en cuanto a la primera parte, yo creo que usted es equivalente en las dos operaciones.
—Hablando de la lectura, me acordé, como siempre vuelvo a hacerlo, de El Quijote. Bueno, a juzgar por lo que cuenta Cervantes, lo único que le pasó a Alonso Quijano fueron sus libros. Claro que hay un vago amor por Aldonza Lorenzo, hay la eventual amistad con Sancho; una amistad muy discutidora, y no siempre fácil, y parece que don Quijote no tiene infancia, lo conocemos a los cincuenta años, y lo primero que sabemos es que fue un lector.
Cierto.
—Y parece que los libros fueron lo más importante que le sucedió en toda su vida, ya que la decisión que toma Alonso Quijano de convertirse en don Quijote; bueno, sale de Amadís de Gaula, de Palmerín de Inglaterra, de las novelas de caballería que había leído.
La fe y la falta de fe, Borges, podrían ser, quizá, dos caminos personales; dos formas de aproximarse a la verdad.
—…Sí, y yo creo tener fe esencialmente. Es decir, tengo fe en la ética, y tengo fe en la imaginación también; aun en mi imaginación. Pero, tengo sobre todo fe en la imaginación de los otros, en los que me han enseñado a imaginar. Ahora, Blake creía que la salvación era triple: el primer ejemplo sería el de Jesús, que cree que la salvación es ética. Es decir, que un hombre se salva por sus obras. Después, tendríamos a Swedenborg, que agrega la idea de la salvación intelectual: él se imagina el paraíso como un lugar donde los ángeles conversan infinitamente sobre teología. Y después llega Blake, discípulo rebelde de Swedenborg, del sueco, y dice que la salvación tiene que ser estética también; y dice explícitamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» («El tonto no entrará en el cielo, por santo que sea»). Él creía que la salvación era estética también. Ahora, como él pensaba en Jesús, él creía que Jesús había enseñado también la salvación estética por medio de sus parábolas; que ya el hecho de que Jesús no se exprese por razones sino por parábolas, esas parábolas son obras de arte. De modo que él decía que Cristo había enseñado también la salvación intelectual, y la salvación estética. Él pensaba que el hombre que se salva del todo, es el que se salva éticamente, intelectualmente y estéticamente. Es decir, que todo hombre tiene que ser un artista.


Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Imagen: Caricatura de Borges por Fernao Campos Vía



20/6/18

Jesse Tangen-Mills: Lowell y Borges: dos reyes, un par de pantalones



Robert Lowell, fotografiado en 1960 © Oscar White • Corbis

Entonces el rey de Babilonia diseñó un laberinto para atrapar al rey de Arabia, pero el monarca beduino escapó y juró que si volvían a cruzarse sus caminos lo encerraría en su propio laberinto: el desierto árabe. Como el destino quiso, el rey babilonio fue capturado y de inmediato se encontró perdido sobre el lomo de un camello en ese desierto, donde murió de sed. Sin saberlo, en este pequeño relato* de su colección El Aleph, Borges creó una alegoría que describe lo que podría ser, para el casi británico caballero, el más desastroso encuentro literario de toda su vida.

Es 1962. Robert Lowell, de 45 años, antes poeta laureado y ahora hombre reinante de las letras americanas, se ha convertido en una especie de figura de culto en Nueva Inglaterra debido a su pasión por las faldas y sus violentos cocteles. A partir de la extraordinaria recepción del libro Life Studies, en el que afirma: “Yo mismo soy el infierno”, ha estado trabajando principalmente en nuevas traducciones de sus poetas favoritos (Rimbaud, Baudelaire, entre otros). Jorge Luis Borges, de 63 años, ha sido por largo tiempo un fenómeno en Buenos Aires. Colabora con la más importante revista literaria en español de la época, Sur, y acaba de ser nombrado director del Departamento de Inglés de la Universidad de Buenos Aires. Antes de que cualquiera de los dos haya alcanzado el pináculo de su fama literaria, Lowell visita Argentina.

Pero, ¿por qué? Ni siquiera habían intercambiado correspondencia. Algunos especulan que el agregado cultural de la Embajada americana en Argentina organizó una visita para que el poeta laureado recorriera el país con el fin de estrechar los lazos con escritores no-comunistas, entre ellos Borges. (¿Fue ésta una de las muchas campañas de persuasión de la CIA?) Aparte de sus tendencias políticas, la Embajada sabía más bien poco de Jorge Luis Borges, y en lugar de ponerlos a socializar, prefirieron preparar el escenario para un desastre.

Lowell pasó su primer día en Buenos Aires paseando por la autoproclamada París de Latinoamérica, acompañado por el escritor y periodista Keith Botsford, quien recuerda vívidamente que el poeta estaba obsesionado con bancos, catedrales y estatuas, fenómeno que se evidencia en su poema “Buenos Aires”, en el que describe el nublado Cementerio Nacional como “cientos de templos romanos de un solo espacio”. Botsford, unos cincuenta años más tarde, recuerda aquella ocasión menos románticamente: “Cal tenía la energía de media docena de maníacos, siendo sólo un maníaco”.

Después de su aventura como peregrino por toda la ciudad, Lowell fue invitado a la casa de Borges en Recoleta, un vecindario del norte de la ciudad, donde el expatriado escritor y pintor Rafael Alberti, su acompañante femenina y algunos amigos estaban de visita.

Hasta ahí, todo bien. Pero una vez Lowell atravesó la puerta de la casa de Borges es difícil precisar lo que pasó, excepto que la experiencia dejó un sabor amargo en la boca del argentino. En una entrevista años después, cuando le preguntaron si había leído sus poemas, Borges respondió: “No, no he leído los poemas de Robert Lowell, y creo que es seguro decir que nunca leeré los poemas de Robert Lowell”. Y cuando el entrevistador, Osvaldo Ferrari, continuó dándole vueltas al tema, Borges se refirió a aquella tarde en su casa: “He escuchado que a ese Lowell le gusta Hawthorne y yo también soy un hombre del siglo XIX, así que, bueno, quizá podrían gustarme sus poemas si fuera capaz de mantenerse con los pantalones puestos”.

De acuerdo con Botsford, “Cal” había caído en una profunda depresión que trató de resolver con “una doble dosis diaria de vodkas martinis, con frecuencia media docena por sesión”. No cabe duda de por qué Lowell acabó tirado en el piso de la casa del escritor argentino. “Borges se quedó en su silla, reflexivo, y habló mucho sobre su madre y sus primeros años en el Río de la Plata. Era divertido verlo escoger las palabras”, recuerda Botsford. Aparentemente, el fabulista hasta le leyó fragmentos de Chesterton para calmarlo, pero sin resultados.

Lowell, borracho hasta el tuétano, había estado haciendo avances obscenos con todas las mujeres de Buenos Aires. Fue entonces cuando se cruzó con la acompañante de Rafael Alberti y se encerró con ella en un cuarto de la casa de Borges. Ahí estuvieron hasta que un doctor, acompañado de algunos rudos secuaces, logró derribar la puerta y controlarlo. De la casa de Borges, Lowell fue trasladado a un sanatorio, hasta que hallaron cómo montarlo en un avión de vuelta a Estados Unidos. “Después de eso lo visité casi a diario. Fue necesaria una dosis enorme de Thorazina para calmarlo, durante los primeros días estuvo atado con correas de cuero”, recuerda Botsford, quien cree que al hablar de “pantalones” Borges se refería a la reprochable conducta sexual que tuvo lugar en su casa.

Si sólo hubiesen intercambiado correspondencia sobre asuntos literarios hasta hubieran podido llevarse bien. Compartían muchos intereses. Ambos se preguntaban por la divinidad y el destino, sin importar que sus interpretaciones de estos temas difirieran profundamente. Si se hubieran inscrito en una agencia de citas online no hubieran coincidido. ¿Fumador, bebedor, bohemio, y no-fumador, bebedor social, conservador? Mientras uno escupía confesiones rocanroleras y dolorosas metáforas retorcidas con el fervor controlado de un asesino en serie, el otro construía interminables rompecabezas que podían, en algunos casos, sonar como si hubieran sido escritos cien años atrás.

En los años siguientes la reputación internacional de ambos creció y dejaron de ser sólo estrellas autóctonas. Después de la traducción que hizo Alastair Reid de Laberintos, la fama de Borges creció exponencialmente en Estados Unidos. Harvard, sacudida por protestas diarias contra la guerra, invitó a Borges a una serie de lecturas en el salón Amy Lowell –bautizado con el nombre de la sobrina de Robert Lowell– en el otoño de 1967. ¿Qué pensó Borges cuando vio el nombre del auditorio? ¿Temió otro paseo en un barco ebrio? No está claro si Lowell asistió a esa lectura. El tema, poesía, seguramente le habría interesado, pero no escribió una sola palabra en su diario; de hecho, Borges apenas aparece mencionado.

Pocos años después se encontraron en Oxford, donde Borges, ahora una superestrella, estaba esperando un doctorado honoris causa. Lowell había estado viviendo en Inglaterra, se había divorciado recientemente de la novelista, crítica, ex esposa de Lucian Freud, y figura habitual de los círculos artísticos, lady Caroline Blackwood. Es difícil decidir cuál de los dos era la figura más importante. David Gallagher, tal vez presintiendo una inevitablemente desastrosa reunión, invitó a ambos a cenar y presentó a Lowell ante Borges como “el gran poeta americano”, a lo que Borges respondió recitando versos de Walt Whitman.


Borges en 1984 © Horacio Villalobos • Corbis

Según la versión de Gallagher, parece que Borges había superado la prueba. Gallagher atribuye esta actitud laissez-faire a la creencia de Borges en arquetipos; para él todo esto era un asunto pasajero. Sin embargo, tras su regreso a Buenos Aires, Borges escribe a Bioy Casares (en su caricatura autobiográfica Borges) que Lowell “es un completo idiota”, algo que Gallagher reconoce en su reseña del libro publicada en el Times Literary Supplement.

Lowell no parecía compartir la enemistad de Borges. En una carta a Iris Murdoch escribe que “una de las cosas más emocionantes aquí [en Oxford] ha sido la visita de Borges. He pasado más o menos dos noches a solas con él, hablando sobre Tennyson, James y Kipling, y casi rompo a llorar cuando confesó sin dolor, ante todo el público, su ceguera”. Todos estaban impresionados con Borges que, entre otras destrezas literarias, era capaz de recitar sagas islandesas sorprendiendo a los profesores de Oxford. La admiración de Lowell se mantuvo, hasta lo citaba en entrevistas; el sentimiento no era mutuo.

Podría haber sido peor. Como dijo alguna vez Lowell, para un buen poema son necesarias las “contradicciones humanas”; ellos las tenían plenamente y nos les interesaba mantenerlas en secreto. Teniendo en cuenta la enorme cantidad de tiempo que gastaban redactando y calculando sus caminos para llegar a le mot juste, irónicamente eran incapaces de mantener sus bocas cerradas. Borges, respecto al tema de la Guerra de Vietnam, dijo ante un reportero de un periódico chileno: “Vietnam debería ser borrado de la faz de la tierra”. En la misma entrevista, cuando le preguntaron por el Movimiento de los Derechos Civiles, respondió: “¿Negros? En la casa de mis abuelos ésos eran los sirvientes” (muchos opinan que declaraciones como éstas llevaron al comité del Nobel a descartar su candidatura para el codiciado premio). Lowell protestó abiertamente contra la guerra como un contemporáneo Boston Brahmin, diciendo que era “peculiarmente espantosa e inútil”, y sobre los derechos civiles dijo que los americanos estaban “obligados a actuar moralmente”.

A diferencia de Lowell, quien escribió libros enteros de versos sobre su vida, el Borges real rara vez se revela en su obra. La más cercana aparición es su poema “Borges y yo”, en el que se describe a sí mismo como un apacible anticuario con una debilidad por los relojes. Era generalmente reservado, elocuente y hablaba con la autoridad flexible de un obispo. Lowell, por otro lado, estaba más loco que don Quijote y Funes el memorioso juntos. Es inevitable preguntarse si Borges cambió al descubrir en Lowell una verdadera enfermedad mental, muy distinta de su compleja construcción ficticia de la locura. Era un momento quijotesco, sin duda, a partir del cual podrían estar de acuerdo respecto al hecho de que en la vida, como en las cartas, la verdad puede ser perturbadora, con o sin pantalones.



Traducción de Angel Unfried

Este texto fue escrito por ©Jesse Tangen-Mills, para The Brookling Rail – "Robert Lowell and Jorges Luis Borges: Two Kings, One Pair of Trousers", March 4th, 2010

Como para confiar en la www y en los traductores. Vean las diferencias alarmantes con




19/6/18

Jorge Luis Borges: Palabras en el 60° aniversario de la Sociedad Distribuidora de Diarios, Revistas y Afines







    Señoras y señores: 

    Voy a contarles un cuento muy sencillo. Ustedes son el cuento; yo también mínimamente soy parte de este cuento. No es ninguna sorpresa. Todo es previsible, todo ha sido previsto y yo relataré sencillamente lo que ustedes ya conocen. 

   Bueno, vamos a empezar por el personaje menos importante del cuento. Ese personaje es un hombre ciego que ha sufrido abrumadoramente cien años. Pero no siempre fue ciego. Cuando era chico tenía vista y pudo ver dos o tres cosas. En su casa había una gran enciclopedia y en esa enciclopedia un grabado con tigres de Siberia, de Bengala, detrás de unos cañaverales, rayados. 

    El niño buscaba la letra T, buscaba el grabado del tigre y lo miraba ansiosamente, misteriosamente atraído por eso. Y en la biblioteca había un libro donde estaban las siete maravillas del mundo. Claro que siempre nos olvidamos de una. Uno de los grabados representaba el laberinto de Creta, no tal como quizá haya sido en verdad, sino como pudo soñarlo un dibujante. Había cipreses, había personas. Se veía un edificio muy alto y había pequeños intersticios y por ellos el niño pensaba que podía ver al Minotauro. En la casa había también un ropero hamburgués de caoba y con espejos que multiplicaban la imagen del niño, un poco aterrado ante esas imágenes que eran él, y además el mueble de caoba guardaba como recuerdo un espejo y creo que en latín se habla de speculum para significar imagen reflejada. Y bien, el niño miró esas cosas, miró el grabado del laberinto, miró la figura del tigre en el diccionario enciclopédico y también su triplicada imagen en el espejo.

    Después perdió la vista... Y esto es parte de la fábula. Y se dedicó a soñar. Ahora, como los sueños están hechos de recuerdos entretejidos, el niño sueña realmente con el tigre, con el laberinto y con los espejos y dedica toda su vida a esos sueños y a ensayar variaciones de esos sueños y a decirlos con palabras. 

   El hombre. El hombre que ya cumplió cien años, ve que su vida ha sido dedicada a dar con las palabras adecuadas para contar las tres sencillas fábulas que se entretejen con esos tres temas. Pero luego sucede algo, mejor dicho quizá está sucediendo algo.

    Vamos a suponer un cuento fantástico, que llegamos al año 1979, uno de los tantos modos de computar el tiempo. Y el hombre vive en una ciudad de muchos artífices, grabadores, dibujantes, pintores; se los llama plásticos, creo, pintores, todos, todos ellos curiosamente buscan como punto de partida las páginas escritas por el hombre y le muestran esas imágenes en una galería por el sur, y entonces sucede algo mágico, o varias cosas mágicas. En primer término el hombre ciego no puede ver las imágenes, pero la belleza le llega directamente. Sentimos la belleza como sentimos la cercanía de la llanura, del mar, o de una mujer; se siente inmediatamente, y el hombre sabe que esas obras son bellas y al mismo tiempo sabe que se equivocaron. Porque él ha querido sin alardes hilvanar palabras para entretejerlas, para narrar esos sueños, cuyo origen fue una imagen. Entonces, en este momento, que puede ser éste o puede haber ocurrido hace quince días, el hombre comprende que su destino no ha sido escribir palabras que serán olvidadas como todas las palabras, que su destino real para Dios, si es que Dios se toma el trabajo de existir, es el haber inspirado esas imágenes, el de haber sido estímulo de esas imágenes. Esas imágenes que nos rodean ahora servirán para que la obra del hombre, la obra del ciego de cien años sea recordada, sea una especie de epígrafe de esas hermosas imágenes. 

    Y yo quiero agradecerles a todos ustedes, especialmente a los artistas que están aquí, el haber sabido mejorar, ramificar mi pobre obra y haber hecho una obra de arte perdurable con mis vanas y olvidadas palabras. 

    Muchísimas gracias



Palabras durante la celebración de su cumpleaños número 80, que coincidió con el ciclo Mes de las Letras (agosto de 1979) 
En simutáneo a los festejos por el 60° aniversario de la Sociedad Distribuidora de Diarios, Revistas y Afines, sede del evento. 
En la ocasión, el poeta venezolano Juan Liscano rindió a su vez, un homenaje a Borges.
Foto: Jorge Luis Borges y Roberto Alifano en la SDDRA, Cortesía ©Ramón Puga Lareo

18/6/18

Jorge Luis Borges: Montaigne, Walt Whitman





La más tranquila de las revoluciones francesas tal vez ocurrió así:
Michel Eyquem, señor de Montaigne, leía (releía) en su biblioteca las obras menores de Plutarco, vertidas al francés por Amyot. Sabemos que la biblioteca era circular y que abarcaba el segundo piso de una torre; nada nos costaría añadir que el fuego crepitaba en la chimenea, un fuego alegre de ser fuego y de dar calor a los hombres, y que el aullido inútil de un perro subía desde el patio. (Desde el patio, para Montaigne; desde el siglo XVI, para nosotros.) Pensándolo bien, no lo haremos; la buena literatura ha abusado de los rasgos circunstanciales, que ahora contaminan de irrealidad las cosas que tocan. No fingiremos haber recuperado increíblemente la hora de la noche, del día o del indistinto crepúsculo; bástenos conjeturar que en aquel momento releía el tratado en que se declara que a los tigres los exacerba el son del tambor y a los toros el color rojo. Al volver la hoja, su memoria le adelantó la continuación; la había leído muchas veces, y nada tal vez le importaba menos que el influjo de un color o un sonido sobre los animales. A esta comprobación trivial se agregaría otra, que le causó una leve sorpresa; le gustaba leer y seguir leyendo esas cosas no interesantes. Estas cosas me agradan, reflexionó, porque las escribe Plutarco, porque las pronuncia la voz llamada Plutarco. Montaigne había comprendido que el griego no era sólo un maestro y una doctrina, sino una entonación individual a la que se había acostumbrado, un hombre y su diálogo.
Desde aquel instante en que percibió que entre alguien y un libro puede existir una relación de amistad, Montaigne ya era el autor de la obra entrañable. Lo demás está en las enciclopedias. En 1580 aparecieron los Essais, el primer libro que deliberadamente busca lo que Plutarco halló en otro país, mediante otra lengua, al cabo de siglos de muerte: el afecto de un hombre desconocido. Los ensayos que abren el volumen son impersonales; también es lícito conjeturar que Montaigne se había propuesto compilar una miscelánea, una silva de varia lección, al gusto de la época, y que, releyendo sus borradores, reconoció en ellos su voz, el sonido de su alma, y decidió incorporarlos en una obra que fuera su verídica imagen.
Seguir la descendencia de la obra, la multiplicación de su linaje por toda Europa, sería reescribir la historia de la literatura.
Acuden a la memoria nombres ilustres; anotemos, al pasar, el de Boswell, que en lugar de mostrarse directamente, optó por incluirse en un grupo, como comparsa lateral y un poco ridícula, porque sabía que la ridiculez puede ser querible.
Para no ser indigno de la amistad de generaciones futuras, Montaigne, quizá sin proponérselo, hubo de acentuar algún rasgo; sus émulos, a lo largo del tiempo, exageraron ese procedimiento dramático y hay personajes —básteme recordar a Bloy o a Carlyle— de quienes no sabemos con certidumbre si son formas de la naturaleza o del arte. ¿Quién, entre los autobiógrafos, es un rostro y quién una máscara? El caso más complejo es el de Walt Whitman.
Montaigne había prevenido al lector para que éste no se llamara a engaño: Je suis moy-mesme la matière de mon livre; Whitman dirá lo mismo, pero con un temblor en la voz:
Camerado, this is no book,
Who touches this, touches a man.
Lo guiaban dos propósitos. Uno, ejecutar un song of himself, una gesta o saga de Whitman; otro, hacer de ese Whitman un americano ejemplar, una magnificación o arquetipo de todos los hombres de América. En el siglo XIX, la democracia era una utopía que los jóvenes estados americanos estaban realizando en la tierra; Whitman quería que ese nuevo orden se proyectara en su libro, como el orden medieval se había proyectado en el libro de Dante. Para el demócrata, un individuo no vale menos que otro; quienes leen el poema no pueden valer menos que quien lo escribe. La obra está en primera persona, pero a veces habla el autor y a veces el lector:
Oh take my hand, Walt Whitman!
o
What do you hear, Walt Whitman?
En realidad, autor y lector son partes de Whitman, que, como el famoso gigante del frontispicio de Leviathan, es una figura plural, integrada por una muchedumbre de seres.
Whitman, redactor del poema, nació en Long Island; Whitman, protagonista del poema, nació también en uno de los estados del Sur. El Whitman de los versos recuerda sus trabajos en California, que el mero Whitman de las más fidedignas biografías no pisó nunca. Extensiones mágicas o divinas del principio de identidad nos aguardan en cada página; Whitman ha escrito que sus versos declaran lo que piensan todos los hombres, en todas las épocas y países, y quiere ser ubicuo como la atmósfera que circunda el planeta o como la hierba que crece en cualquier lugar donde hay tierra y hay agua. Si estos pensamientos (advierte) no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada; si no son el enigma y la solución del enigma, son nada o casi nada.
Leaves of Grass es el diálogo de dos interlocutores sensibles, que el decurso del tiempo acerca y aleja, pero que no separa. Uno es el texto; cada generación humana es el otro.
Montaigne había perdido a su amigo, Étienne de la Boétie, y su libro sale a buscar amistades remotas en el espacio y tal vez en el tiempo; Whitman, al cabo de tres siglos, ensaya la misma aventura, pero la dobla de un propósito místico. Por virtud de artificios que parecen exceder la retórica, proyecta esa figura infinita pero singularmente precisa, que es un viejo poeta norteamericano de la época de Lincoln, y también la nostalgia que sentimos al revivir la voz que nos habla de esa nostalgia, y también cada uno de nosotros, en su esencia más noble, y también hombres y mujeres del porvenir.
En 1939, Joyce ha publicado Finnegans Wake, cuyo protagonista, como el de ciertas moralidades del siglo XV, quiere abarcar la humanidad, pero los dioses no dejaron que repitiera la proeza de Whitman.
Buenos Aires, 24 de noviembre de 1957



* En revista Crisis, Buenos Aires, Año 3, Nº 27, julio de 1975

Originalmente en la plaqueta: Jorge Luis Borges, Montaigne, Walt Whitman
Buenos Aires, Imprenta Francisco A. Colombo, 1957, 24 págs.

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges en entrevista (s/f) en "Cromos"

Archivo Cromos - El espectador (Colombia)


17/6/18

Jorge Luis Borges - Antonio Carrizo - Roy Bartholomew: «Mi padre era abogado y profesor de psicología. Era un hombre muy irónico y muy amigo de Macedonio Fernández...»







Carrizo. Volvemos a su padre. ¿Quién era?

Borges. Mi padre era abogado y profesor de psicología. Era un hombre muy irónico y muy amigo de Macedonio Fernández; sentía una veneración por Macedonio y los dos se querían mucho. Luego yo heredé la amistad de Macedonio Fernández de mi padre. Mi padre ha dejado una novela que debo volver a revisar y a reescribir, anotando cómo quería que fuera el libro. Esa novela se titula El caudillo. Es una novela sobre Entre Ríos, en la época de Urquiza; un poco antes del asesinato de Urquiza. Es una linda novela. El me encargó... me dijo: “ Yo puse ahí muchas metáforas para hacerte el gusto, pero realmente son malas, hay que eliminarlas.” (Ríe) Y es verdad. De modo que yo voy a escribir el libro, o a reescribir el libro, tal como él me lo encargó, suprimiendo aquellas vanidades ultraístas o alusiones a Lugones.

Carrizo. ¿Qué edad tenía usted cuando murió su padre?

Borges. Hay que sacar una cuenta. Bastante difícil.

Carrizo. ¿Cuarenta años?

Borges. A ver... Mi padre murió el año 38, yo nací en el 99: tenía treinta y nueve años. Y llegué a tiempo para verlo morir.

Bertholomew. ¿Me perdona, Borges?

Borges. Sí.

Bartholomew. Tu quisiste morir enteramente/ la carne y la gran alma.

Borges. Sí.

Bartholomew. Tu quisiste/ entrar en la otra sombra, sin la triste/ plegaria del medroso y del doliente.

Borges. Sí.

Bartholomew. Te hemos visto morir con el tranquilo/ ánimo de tu padre ante las balas./

Borges. Sí.

Bartholomew. La guerra no te dio su ímpetu de alas,/ la lenta parca fue cortando el hilo/.

Borges. A ver cómo concluye, tengo mucha curiosidad.

Bartholomew. Te hemos visto morir sonriente y ciego/ nada esperabas ver del otro lado/ pero tu sombra, acaso, ha divisado/ los arquetipos que Platón, el griego/, soñó y que me explicabas. Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave.

Borges. Caramba, son lindos versos aunque sean míos, ¿eh?

Bartholomew. Es un soneto a su padre.

Borges. Sí. Un soneto a mi padre. Sí.

Bartholomew. ¿El proceso de la ceguera, de su padre, fue lento...

Borges. Sí, fue lento, como el mío...

Bartholomew. ...progresivo, como el suyo?

Borges. Sí, como el mío, sí.

Bartholomew. Y a su vez, ¿había algún antecedente?

Borges. Sí. Había mi abuela, que murió ciega y mi bisabuelo, que murió ciego, también. Sí, del lado inglés.

Carrizo. ¿De qué manera marcó el carácter de su padre su propio carácter, Borges?

Borges. Mi padre era un hombre muy valiente y yo no. Pero los los dos aceptamos la ceguera. La ceguera se acepta si viene con lentitud. Es un crepúsculo: de verano, así, lento. No tiene mayor importancia. En cambio, la ceguera brusca puede ser terrible; uno puede pensar en matarse.

Bartholomew. Probablemente su padre le dio los dos impulsos, el nacional y el cosmopolita.

Borges. Es cierto.

Bartholomew. Así como su padre era tan amigo de Macedonio y de las cosas argentinas. . .

Borges. Es cierto. Las dos cosas.

Bartholomew. ...lo llevó a Ginebra para que usted se preparara para ser un ciudadano del mundo: un gran cosmopolita, la educación cosmopolita, ¿verdad?

Borges. Es lo que espero ser. En todo caso es lo que le pasó a Henry James y a William James. Los mandaron a Europa para que no fueran... bueno, provincianos, digamos.

(...)





En Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo 
Fragmentos de Primera mañana (págs. 20-21) 
México D.F. - Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1982
Jorge Luis Borges en la SDDRA al finalizar una conferencia en 1982
Foto Cortesía ©Ramón Puga Lareo
Al pie: cover de la primera edición de Borges el memorioso

16/6/18

Borges profesor: Anexo anglosajón (II): La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson)






Traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis
  

La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema).
Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano.
Estos textos son:

• Fragmento final de la Gesta de Beowulf
• La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Batalla de Maldon»
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones.

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.

M.H.

En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000



Segundo anexo: La batalla de Brunanburh
con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh».

Se incluye esta versión en inglés moderno que Borges califica como ejemplar.

Este poema conmemora la victoria de Aethelstan, rey de Wessex, y su hermano el príncipe Eadmund, contra una confederación de escoceses, pictos, britanos de Strathclyde y vikingos («hombres del norte») procedentes de Dublín. Brunanburh celebra la victoria de los sajones: Aethelstan y Eadmund regresan a sus hogares exultantes; el rey Anlaf se ve forzado a escapar humillado a Dublín; el rey de los escoceses, Constantino, el de los cabellos grises, debe huir lamentando la pérdida de amigos y parientes. Este poema aparece en el anal correspondiente al año 937 de la Crónica anglosajona. El lugar de la batalla, que da nombre al poema, no ha podido ser identificado nunca con precisión.

El rey Aethelstan, señor de guerreros, dador de anillos, y también su hermano, el príncipe Eadmund, obtuvieron gloria eterna en la batalla con el filo de sus espadas, cerca de Brunanburh. Los hijos de Eadweard partieron la muralla de escudos, hacharon los tilos de la batalla543 con los frutos de los martillos,544 como correspondía a su linaje, desde sus ancestros: que lucharan a menudo en la guerra contra cada enemigo, que defendieran tierra, riqueza y hogares.

Los atacantes cayeron, las gentes de Escocia y también los navegantes, destinados a morir. El campo se oscureció con la sangre de los hombres desde que el sol, esa famosa estrella, la brillante candela de Dios, saliera a la mañana y flotara sobre la tierra, hasta que la noble criatura del eterno Señor se hundió en el poniente: yacían allí entonces muchos hombres, destruidos por las lanzas, guerreros del norte heridos sobre sus escudos, y también escoceses, saciados del combate.

Los sajones del oeste habían avanzado durante el día entero, formados en tropa, siguiendo las huellas de esas gentes odiosas, matando ferozmente a los que escapaban con sus afiladas espadas. Las gentes de Mercia no retacearon el encuentro de hombres545 a ninguno de aquellos guerreros que junto con Anlaf habían navegado, sobre las embravecidas olas,546 en el seno de la nave —buscando la tierra—, destinados a morir en la guerra.

Cinco reyes jóvenes quedaron muertos en el campo de batalla, adormecidos por la espada, también quedaron tendidos siete condes de Anlaf, y otro sinnúmero de vikingos y escoceses.

Así, los sajones hicieron huir al rey de los hombres del norte,547 acuciado por el peligro, hacia la proa de su barco, con reducido ejército. La nave se apresuró sobre el mar. El rey escapó, navegando, sobre las oscuras corrientes: salvó su vida.

Así también escapó el sabio Constantino, ese guerrero gris, que huyó hacia el norte a su hogar. No pudo jactarse de aquel encuentro de espadas; en el combate fue despojado de amigos y su parentela se redujo, quedaron muertos en el campo de batalla. Tuvo que dejar atrás a su hijo en el lugar de la matanza, consumido por las heridas, joven en el combate. No pudo el canoso guerrero, el anciano traicionero, ufanarse de este choque de espadas; tampoco pudo Anlaf.

No pudieron alegrarse con lo que quedaba de sus ejércitos; no pudieron reír por haber sido los mejores en la lucha, en la guerra, en el choque de los estandartes, en el encuentro de las lanzas, en la reunión de los hombres, en el forcejeo de las armas al que habían jugado con los hijos de Eadweard.

Partieron entonces los hombres del norte en sus naves con clavos, apesadumbrados sobrevivientes de las lanzas, sobre las aguas profundas, por Dingesmere, hacia Dublín, buscando Irlanda con vergüenza.

Así también ambos hermanos, el príncipe y el rey, buscaron su hogar, la tierra de los Sajones del Oeste, exultantes. Dejaron atrás a los carroñeros que se repartían los cuerpos: el negro cuervo con su pico encorvado, vestido de oscuro, el águila marrón con plumas blancas en su cola, el codicioso halcón de la guerra,548 y aquella bestia gris, el lobo del bosque.

No había ocurrido hasta ahora a ninguna gente en esta isla matanza más grande por el filo de la espada, según nos dicen los libros y los sabios de antaño, desde que del este vinieron hacia aquí, sobre anchos mares, anglos y sajones: los orgullosos herreros de la guerra que vinieron a Bretaña, vencieron a los galeses, deseosos de gloria, y conquistaron su tierra.



The Battle of Brunanburh 549 
Traducción de la «Oda de Brunanburh» al inglés moderno de Lord Alfred Tennyson


Constantinus, King of the Scots, after having sworn allegiance to Athelstan, allied himself with the Danes of Ireland under Anlaf, and invading England, was defeated by Athelstan and his brother Edmund with great slaughter at Brunanburh in the year 937.

Athelstan King, Lord among Earls, Bracelet-bestower and Baron of Barons,
He with his brother,
Edmund Atheling,
Gaining a lifelong
Glory in battle,
Slew with the sword-edge
There by Brunanburh,
Brake the shield-wall,
Hew’d the lindenwood,
Hack’d the battleshield,
Sons of Edward with hammer’d brands.
Theirs was a greatness
Got from their Grandsires-
Theirs that so often in
Strife with their enemies
Struck for their hoards and their hearths and their homes.
Bow’d the spoiler,
Bent the Scotsman,
Fell the ship crews
Doom’d to the death.
All the field with blood of the fighters
Flow’d from when first the great
Sun-star of morning tide,
Lamp of the Lord God
Lord everlasting,
Glode over earth till the glorious creature
Sank to his setting.
There lay many a man
Marr’d by the javelin,
Men of the Northland
Shot over shield.
There was the Scotsman
Weary of war.
We the West-Saxons,
Long as the daylight
Lasted, in companies
Troubled the track of the host that we hated
Grimly with swords that were sharp from the grindstone
Fiercely we hack’d at the flyers before us.
Mighty the Mercian,
Hard was his hand-play,
Sparing not any of
Those that with Anlaf,
Warriors over the
Weltering waters
Borne in the bark’s-bosom
Drew to this island
Doom’d to the death.
Five young kings put asleep by the sword-stroke,
Seven strong earls of the army of Anlaf
Fell on the war-field, mimberless numbers,
Shipmen and Scotsmen.
Then the Norse leader-
Dire was his need of it,
Few were his following,
Fled to his war ship:
Fleeted his vessel to sea with the king in it,
Saving his life on the fallow flood.
Also the crafty one,
Constantinus,
Crept to his north again,
Hoar-headed hero!
Slender warrant had
He to be proud of
The welcome of war-knives-
He that was reft of his
Folie and his friends that had
Fallen in conflict,
Leaving his son too
Lost in the carnage,
Mangled to morsels,
A youngster in war!
Slender reason had
He to be glad of
The clash of the war glaive-
Traitor and trickster
And spurner of treaties-
He nor had Anlaf
With armies so broken
A reason for bragging
That they had the better
In perils of battle
On places of slaughter,
The struggle of standards,
The rush of the javelins,
The crash of the charges,
The wielding of weapons-
The play that they play’d with
The children of Edward.
Then with their nail’d prows
Parted the Norsemen, a
Blood-redden’d relic
of javelins over
The jarring breaker, the deep-sea billow,
Shaping their way toward Dyflen again,
Shamed in their souls.
Also the brethren,
King and Atheling,
Each in his glory,
Went to his own in his own West-Saxonland,
Glad of the war.
Many a carcase they left to be carrion,
Many a livid one, many a sallow-skin-
Left for the white tail’d eagle to tear it, and
Left for the horny nibb’d raven to rend it, and
Gave to the garbaging war-hawk to gorge it, and
That gray beast, the wolf of the weald.
Never had huger
Slaughter of heroes
Slain by the sword-edge-
Such as old writers
Have writ of in histories-
Hapt in this isle, since
Up from the East hither
Saxon and Angle from
Over the broad billow
Broke into Britain with
Haughty war-workers who
Harried the Welshman, when
Earls that were lured by the
Hunger of glory gat
Hold of the land.

Notas a la segunda parte del Anexo Anglosajón


543 En el original, heaðolinde, de heado, batalla y linde, tilos: «Los escudos».
544 La expresión original en el poema es «hamora lafum». La palabra laf, «resto, herencia, lo que se deja o queda», está relacionada con el verbo anglosajón laefan, «dejar», del que proviene el verbo «to leave» del inglés moderno; hamora es el genitivo plural de hamor, «martillo», «Hamora lafum» significa entonces literalmente «con lo que dejan, con lo que producen los martillos», es decir, «con las espadas».
545 Kenning para «la batalla».
546 En el poema: eargebland, literalmente: «conmoción de las aguas».
547 En el poema: «norðmanna bregu». Se trata obviamente del rey Anlaf.
549 Se incluye esta versión en inglés que Borges califica como ejemplar.


Imagen: Exposición Borges en Buenos Aires Cosmópolis, Borges y Buenos Aires 2011
a 25 años de su muerte, en la Casa de Cultura de Buenos Aires
Instalación multimedia dedicada a Jorge Luis Borges en el marco de “Buenos Aires Capital Mundial del Libro 2011”
Foto: PD 16 septiembre 2011
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