1/5/18

Jorge Luis Borges: H. G. Wells contra Mahoma






De la vida literaria


Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —La Madre del Libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaborarán con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían... H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humano-demoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso. 

Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.





Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 6 de enero de 1939
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)


Portrait of  Herbert George Wells by George Charles Beresford
National Portrait Gallery: NPG x13208


Abajo: Portadilla de Breve historia del mundo Vía


30/4/18

Jorge Luis Borges: Mallea. Una imagen de la Argentina







[Testimonio] *



En la República Argentina y tal vez en América, Eduardo Mallea ofrece el caso más cabal y más alto de un destino consagrado a las letras. Ha vivido y vive con plenitud, pero no suele condescender a la confidencia, y lo íntimo que toda obra requiere para ser algo más que un mero ejercicio verbal, se nos muestra exaltado y como trasmutado por él con delicada alquimia. De los diversos géneros que distingue la retórica de nuestro tiempo, Mallea abunda en el más arduo: la morosa novela psicológica, cuya materia son las almas. Éstas siempre son lo primero. Sobre los hechos que son un instrumento para que las conozcamos mejor y del sentimiento patético, y no pocas veces avasallador, del paisaje, que no es jamás una decoración, sino un medio, resaltan firmemente los caracteres. En Todo verdor perecerá priva la tragedia engendrada por la discordia de las almas dispares; en Chaves, la fábula narrada por el autor es un largo adjetivo o atributo del solitario héroe.

El influjo ejercido por Mallea sobre su generación y las ulteriores no se reduce, como en el caso de otros, a una serie de hábitos sintácticos o a la repetición u obsesión de determinadas palabras. Es más bien un mandato de sentir, de entender y de expresar con claridad lo observado o soñado. Prescindir de su obra es renunciar a una de las felicidades más altas que nuestras letras pueden darnos.

Para él, nuestra gratitud. 

*Con motivo del cincuenta aniversario de la publicación de Cuentos para una inglesa desesperada, el diario La Nación organizó un homenaje a Eduardo Mallea, quien había sido durante veinticinco años director del Suplemento Literario del diario.
Dieron también su testimonio: Francisco Ayala, Camilo José Cela, Jean Cassou, Graham Greene y Victoria Ocampo.


En La Nación, Buenos Aires, 15 de agosto de 1976
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi

© Emecé Editores, Buenos Aires (2003)
Foto: Jurado Premio Literario La Nación, 1962, Archivo La Nación
Desde la izquierda: Carmen Gándara, Jorge Luis Borges, Escribano Maschwitz, Adolfo Bioy Casares, Eduardo Mallea y Leónidas de Vedia


29/4/18

Adolfo Bioy Casares: "Borges" [Miércoles 29 de abril de 1959]






Miércoles, 29 de abril

Come en casa Borges. Dice que González Lanuza admira:
No he de callar, por más que con el dedo...*

Como Borges opina que lo del dedo es un poco ridículo, González Lanuza arguye: «Pero ¿cómo no admirar el verso que precede y prepara los admirables:
ya tocando la boca, o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo?»

Borges: «¿Por qué está bien esto? ¿Amenaces miedo significa amenaces con dar miedo o amenaces terriblemente? El estilo epigramático no consiste en podar a lo loco las frases; las frases deben ser breves e indudables. "Ars longa, vita brevis" no puede decirse más brevemente ni mejor. Pero amenaces miedo...»

Asistió a la reunión del jurado del Fondo de las Artes, que integra. Carmelo Bonet redacta el fallo: «Este jurado aconseja de que...» Borges deja leer y al rato, como distraído, repite: «Este jurado aconseja que...» 

Carmen Gándara: «Sí, porque me pareció oír un de que muy feo». Sigue escribiendo Bonet el fallo; lee: «Con el propósito que se determinen los méritos...» 

Carmen Gándara: «Ahí puede poner de que» 

Comentario de Borges (a mí): «El pobre Bonet ya nunca sabrá cuándo escribir que y cuándo de que. Te das cuenta qué penoso para él, un profesor. O tal vez nos vea como a locos del que y el de que».
Carmen Gándara está obsesionada con el Norte argentino. 

Borges: «Ahora quiere que "se dé una beca a algún novelista, para que lleve sus personajes al Norte"»

Bioy: «Cuidado. Todavía va a salir cobrando los boletos de los personajes».




[*] Quevedo, F. de, «Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos» 
(El parnaso español, p. 1648)


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona, Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Imagen: Bioy Casares y Borges saliendo de la Galería del Este
en 1977 - Tapa Revista Ñ n° 611 (s-a)

28/4/18

Jorge Luis Borges: Conversación con Roberto Alifano sobre las elecciones de 1983









El político Azorín definía a la política como un juego sucio entre matones; entre nosotros, el político Solano Lima, la redefinió como un juego sucio entre caballeros. Borges, escéptico en todo, lo era aún más en política. Con motivo del retorno a la democracia y de las inminentes elecciones de 1983, mantuvimos esta conversación mientras almorzábamos en un restaurante de la calle Paraguay.

Alifano: —¿Por quién va a votar en las próximas elecciones, Borges? —le pregunto indiscretamente.

Borges: —Más bien yo diría contra quién voy a votar. Votaré contra los militares, contra los peronistas, pero no sé por quién. Es un pretexto, quizá, o un error, pero sinceramente no sé por quién voy a votar. Si pudiera, votaría en contra de todos los políticos.

—Ya veo que no tiene buena opinión de los políticos.


—No. En primer lugar no son hombres éticos; son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularidad. Yo no sé hasta qué punto la profesión de político es honrada. Recuerdo que Lincoln, después de haber ganado las elecciones en los Estados Unidos —lo cuenta Harrison en uno de sus libros—, no cumplió con lo que había prometido durante la campaña: liberar a los negros inmediatamente. Entonces una persona le reclamó, y él, sonriendo, por supuesto, le contestó: «Bueno, eso yo lo dije durante mi campaña, pero esas cosas los políticos las prometemos y luego es imposible cumplirlas».


—¿De manera que él prometió esas cosas sin estar seguro de poder cumplirlas?


—Sí. ¿No le parece una imnoralidad eso? Bueno, por esa razón yo no puedo admirar a ningún político. La profesión de los políticos es mentir. El caso de un rey es distinto; un rey es alguien que recibe ese destino, y luego debe cumplirlo. Un político no; un político debe fingir todo el tiempo, debe sonreír, simular cortesía, debe someterse melancólicamente a los cócteles, a los actos oficiales, a las fechas patrias.


—¿No cree que puede haber políticos sinceros?


—Yo no los conozco. No puedo admirar a personajes que se la pasan retratándose todo el tiempo y simulando cortesía. Los políticos son la forma más detestable de la hipocresía.


—Pero usted en algún momento se afilió a un partido político, el Partido Conservador.


—Sí, es cierto. Fue como una manera de asumir mi escepticismo, y, por qué no, mi aburrimiento. La política no me importa. De joven yo fui, como todo el mundo, socialista, fui también nacionalista. Al peronismo lo detesté. Ahora soy un hombre de centro, un hombre que votó por el radicalismo, ya que era la única posibilidad contra los peronistas.


—Sin embargo, usted ha manifestado muchas veces que es un anarquista spenceriano.


—Es cierto. Bueno, un anarquista que quiere un máximo de individuo y un mínimo de Estado, pero ya ve, el Estado se inmiscuye en todo. Yo me considero un anarquista individualista, un discípulo inofensivo de Herbert Spencer, un anciano melancólico y resignado. 


En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Jorge Luis Borges con Raúl Alfonsín Foto ©Juan Carlos Piovano

27/4/18

Jorge Luis Borges: Una sentencia del Quijote (1933)







Busco y releo en el capítulo veintidós del primer Quijote: Señores guardas, estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se la haya cada uno con su pasado [en el Quijote dice "pecado"]. Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello. Siempre he sabido que esas tan decentes palabras eran un secreto que los hombres de nuestra América sólo podemos compartir con los hombres de España. Un secreto incomunicable, como el saber instintivamente que el español no es un hombre poético —desengaño que la generosa mitología norteamericana y europea rechaza con escándalo. Un intransferible secreto, como el modesto idioma español.

Busco y releo en Los dos caminos de reyes (página 212): Y no se ha dicho, a todo esto, lo único que había que decir: que América es muy distinta de España. Conozco ese parecido parcial, esas molestas divergencias en la igualdad que tanta mala sangre producen, ese prejuicio criollo de que la palabra bonito es de mujerengos, esa sensación española de que la palabra lindo es afeminada. Conozco también ciertas eternidades hispánicas, cierto oscuro esplendor, ciertas solemnes pompas fúnebres del estilo, cuya pasión es inconjeturable en América: verbigracia, determinadas amarguras de Quevedo y aun de Jorge Manrique. Lo que no he sentido en otro lugar es el tan íntimo y parejo contacto con lo español, como el de ese párrafo del Quijote. Justificar esa afirmación será la finalidad de este artículo. Me explicaré.

Las demás naciones occidentales padecen una extraña pasión: la despiadada y fingida pasión de la legalidad. El individuo, en ellas, se identifica sin esfuerzo con el estado. Entiéndase, con el estado en sus mínimos accidentes: con las ordenanzas municipales, con el personal de las oficinas públicas y comisarías, con las multas por exceso de velocidad, con las disposiciones sobre numeración de las casas del municipio, con las Comisiones de Higiene, con las penas sobre remoción de afirmados, con la ley adicional de elecciones, con la Contribución Directa y Patentes, con la reglamentación de los tramways en circulación, con la Oficina de Estadística, con el decreto que hace obligatorio el uso de bozal en los perros, con la nomenclatura de ataúdes, con la Mesa de Multas. Con la policía, principalmente. En algún número atrasado del American Mercury, Goldberg, el hispanista, cuenta su infancia callejera en uno de los barrios bravos de Boston, y la primera historia que frangolló: el relato de un chico, que denuncia a un ladrón a la policía y lo hace detener. ¿Qué muchacho de la Paternal o Barracas iba a soñar siquiera en glorificar a un delator gratuito, a un joven voluntario de la denuncia? El sudamericano (y el español) saben (o mejor dicho, sienten) que no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, según lo formuló don Quijote. El norteamericano, en cambio, es básicamente estadual. No cumple su destino, como la vasta mayoría de todos nosotros, al margen o a pesar del gobierno. Vive a favor de la sociedad, o en su contra. Cuando se desengaña, cuando pierde la fe de sus mayores en el District Attorney, en el subsecretario de Obras Públicas, en el pastor metodista o en el vigilante, su rebelión retumba por el planeta, coreada por ametralladoras precisas. Ninguna historia es tan espléndidamente ilegal como la de sus fornidos Estados. Dinastías magníficas de malevos han pisado ese continente, donde los peleadores individuales de Arizona —cuyo prototipo es Billy the Kid, que debía a la justicia veintiuna muertes, sin contar mejicanos, cuando encontró a los veintiún años la suya— hasta las antiguas bandas de Nueva York, diestras en el manejo de la trompada, del cuchillo, del palo, de la botella arrojadiza, de la pistola y aun del pulgar saltador de ojos, y el bandidaje actual de Frank Nitti, sucesor de Al Capone, y el de los hermanos O'Donnell, que quieren disputarle la sucesión... Eso, cuando el norteamericano pierde su fe. Cuando la mantiene pura y sin tacha, su héroe natural es el polizonte —mejor si aficionado—, el hombre honrado que es verdugo de los otros hombres no yéndoles nada de [en] ello. Lo conmueven el espionaje y la delación. En su cinematógrafo (que es un documento genuino, en cuanto se refiere a los sentimientos del público) los personajes preferidos son la mujer que tienta con su amor a un criminal para sonsacarle un secreto, y el periodista que confunde su empleo con el de un vigilante. La superioridad numérica de la policía lo entusiasma, también sus motocicletas y escudos. Es hombre tironeado por dos pasiones, ya formuladas y sufridas una vez por Apollinaire: la aventura y el orden. Las une en la novela policial: síntesis superior hegeliana. En esa abaratada novela, que fue una discusión intelectual bajo la pluma de su inventor, Edgar Allan Poe, y que ahora es un espléndido ajedrez bajo la de Chesterton, y una vergüenza bajo la de cualquiera de sus colegas —salvo unas veces, unas pocas veces, Van Dine.

He dicho que la legalidad no nos apasiona; tampoco lo ilegal. Nuestro héroe, Martín Fierro, es un gaucho, un soldado, un desertor, un asesino, un buen amigo de su amigo, un matrero, y esas diversas figuraciones nos distraen y sabemos que es el mismo y un hombre. Sabemos que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar como les ocurre morir. También sabemos que infrigir la ley no es una virtud y que el más frecuente asesino y la más concurrida prostituta pueden ser dos imbéciles. Quién no debía una muerte en mi tiempo, le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. Sabemos que lo definitivo es lo que una persona es, no lo que hace. Sabemos lo que don Quijote sabía: que allá se la haya cada uno con su pecado, con su humano, seguro, natural y humilde pecado.

No propongo una ética trabajada ni quiero invalidar la tradicional. Digo la verdad de mis sentimientos, de nuestros sentimientos, del sentimiento que he creído escuchar entre las agitaciones y maniobras novelísticas de Cervantes. De este pasaje, ya sé que Samuel Taylor Coleridge observó (en una conferencia de febrero de 1818) que es tal vez el único de la obra, en que el autor prescinde de la máscara de su héroe y habla directamente. Yo estoy seguro de reconocer en la amonestación la voz de Cervantes.

Una observación última. Si la vida póstuma de Cervantes nos interesa, debemos rescatarla del purgatorio extraño en que sufre. Su novela, su única novela, el Quijote —lenta presentación total de una gran persona, a través de muchísimas aventuras, para que la conozcamos mejor— ha sido denigrada a libro de texto, a ocasión de banquetes y de brindis, a inspiración de cuadros vivos, de suplementos domingueros en rotograbado, de obscenas ediciones de lujo, de libros que más parecen muebles que libros, de alegorías evidentes, de versos de todos tamaños, de estatuas. Es la común tarifa de la gloria, se me dirá. Pero hay algo peor. La Gramática —que es el presente sucedáneo español de la Inquisición— se ha identificado con el Quijote, nunca sabré porqué. El Purismo, no menos inexplicable y violento, lo ha hecho suyo también —pese a las aficiones itálicas de Cervantes.

Contra la burda calidad de esa fama, un solo medio de defensa hay posible. Leer el Quijote.



Boletín de la Biblioteca Popular, Azul, Prov. de Buenos Aires, N° 4, octubre de 1933*
* La Sección Hemeroteca de la Biblioteca Popular de Azul funciona en la casa del señor Bartolomé J. Ronco (1881-1952), distinguido ciudadano y coleccionista que, entre otras actividades, editó la revista Azul en la que Borges colaboró. [+]

Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001

Imagen: Borges en el programa radial Ana y el espejo de la Sra. Ana María Praiz, 
a través de la emisora FM del Pueblo de la ciudad de Azul (Foto: Maumus)


26/4/18

Jorge Luis Borges: Fastitocalón








La Edad Media atribuyó al Espíritu Santo la composición de dos libros. El primero era, según se sabe, la Biblia; el segundo, el universo, cuyas criaturas encerraban enseñanzas inmorales. Para explicar esto último, se compilaron los Fisiólogos o Bestiarios. De un bestiario anglosajón resumimos el texto siguiente:

"Hablaré también en este cantar de la poderosa ballena. Es peligrosa para todos los navegantes. A este nadador de las corrientes del océano le dan el nombre Fastitocalón. Su forma es la de una piedra rugosa y está como cubierta de arena; los marineros que lo ven lo toman por una isla. Amarran sus navíos de alta proa a la falsa tierra y desembarcan sin temor de peligro alguno. Acampan, encienden fuego y duermen, rendidos. El traidor se sumerge entonces en el océano; busca su hondura y deja que el navío y los hombres se ahoguen en la sala de la muerte. También suele exhalar de su boca una dulce fragancia, que atrae a los otros peces del mar. Estos penetran en sus fauces, que se cierran y los devoran. Así el demonio nos arrastra al infierno".


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges
Foto Propiedad Asociación Borgesiana de Buenos Aires

25/4/18

Antonio Requeni: Jorge Luis Borges habla de Leopoldo Lugones (1979)





Borges, ¿cuáles son para usted los méritos o valores literarios más importantes de Lugones?
—Creo que en Leopoldo Lugones se cifra, de algún modo, toda la literatura argentina. Nuestra literatura que es, desde luego, breve, pues cuenta algo más de un siglo y medio de existencia, se cifra en la obra de Lugones porque él abarca el pasado. Estoy pensando en la Historia de Sarmiento y El payador. Es sabido que aquí fue el principal poeta del Modernismo. Recuerdo que en la conversación, a él le gustaba referirse con una gratitud filial a su “amigo y maestro Rubén Darío”. Como Lugones era un hombre más bien soberbio, creo que significa mucho que reconociera la influencia tutelar de Darío sobre él, aunque su obra fuera muy distinta. Lugones había leído mucho más que Darío; Lugones escribió no sé si una excelente prosa, pero sí una prosa muy consciente de lo que se proponía, muy superior a la de Darío. Además escribió cuentos fantásticos en una época en que no se escribían.
Quiero recordar aquí Las fuerzas extrañas, ese libro en el que están esos admirables cuentos que son “La lluvia de fuego” e “Izur”. Creo que, además de eso, todo lo que se ha hecho después es inconcebible sin Lugones. Por ejemplo, un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones. Don Segundo Sombra es inconcebible sin El payador —que en mi opinión— lo supera, aunque no estoy de acuerdo con la tesis central de que el Martín Fierro sea un poema épico— y luego todo ese movimiento ultraísta muy justificadamente olvidado ahora, que tampoco podemos concebir sin Lunario sentimental, que data, si no me equivoco, de 1908, o sea que fue muy anterior al movimiento ultraísta. Lugones es un contemporáneo. Estamos aún dentro de la órbita de Lugones. Y además de eso, esto es más importante que esas consideraciones históricas, quiero referirme a la emoción que me causan los versos de Lugones. Esa emoción, desde luego, es de tipo verbal. Porque Lugones fue un poeta verbal. Usted me dirá que todos los poetas lo son, ya que todos hacen uso del lenguaje. Pero en la obra de Lugones se siente más el lenguaje, se siente tanto que a veces se interpone entre lo que el poeta quiere decir y lo que nos dice. Pero creo que hay estrofas de Lugones que viven más allá de lo que el poeta se ha propuesto. Por ejemplo, cuando compara una puesta de sol con un violento pavo real verde delirado en oro, esas palabras tienen como una rigidez heráldica, un esplendor, que hacen de ellas no una comparación del poniente sino un objeto verbal que el poeta agrega al mundo.
¿Usted cree que Lugones es un poeta de importancia exclusivamente local, para la Argentina, o su obra merece una trascendencia más vasta, como la de Darío?
—Sí, creo que sí. Si admiramos a Góngora o a Quevedo, que fueron poetas verbales, poetas en los que se siente ante todo la palabra más que las emociones que inspiraron las palabras, creo que no podemos prescindir de Lugones. Y eso está más allá de la mera circunstancia de que Lugones sea argentino, cordobés, y yo también argentino y de cepa cordobesa. Por ejemplo no se ha señalado que La pipa de Kif, que es un libro secundario de Valle-Inclán, procede del Lunario sentimental de Lugones.
Borges, yo le oí una vez relatar una anécdota referida a la relación entre Lugones y Herrera y Reissig. ¿Por qué no la cuenta?
—Un crítico venezolano, creo que Blanco Fombona, acusó a Lugones de ser un discípulo —no sé si usó la palabra plagiario de Herrera y Reissig. Se basó en las fechas de Los éxtasis de la montaña, de Herrera, que es anterior a Los crepúsculos del jardín. Entonces él cotejó uno de los sonetos de Lugones y otro de Herrera. Se ve, evidentemente, que la técnica es la misma, el vocabulario y la sensibilidad son los mismos. Hay una prioridad de dos o tres años de Herrera. Pero lo que no supo Blanco Fombona o maliciosamente olvidó, es que esas composiciones de Lugones, antes de ser reunidas en un volumen, habían sido publicadas en revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas y que además Lugones, cuando estuvo en Montevideo, grabó un disco fonográfico con esos sonetos. Ese disco se gastó, finalmente. Pues bien, le hicieron esa acusación a Lugones. Y vivía la viuda de Herrera y Reissig. Lugones no quiso defenderse porque no quiso decir que su amigo había sido su discípulo. De modo que se dejó manchar por esa acusación y no dijo nada. Fueron tres escritores uruguayos, Frugoni, Pérez Petit y Horacio Quiroga, los que declararon —recuerdo que se reprodujo en la benemérita revista Nosotros, que se publicó cuando Lugones se suicidó, en 1938—, ellos aclararon que había una indudable prioridad de Lugones y que Julio Herrera y Reissig había sido el discípulo y Lugones el maestro.
¿Usted conoció a Lugones?
—A Lugones lo habré visto una media docena de veces. El diálogo con él era difícil porque era un hombre más bien áspero, autoritario, que tendía a formular sus juicios en epigramas y entonces cualquier tema lo cerraba inmediatamente con una sentencia. Era una especie de tribunal que juzgaba en última instancia. Entonces uno se cansaba de una conversación en la cual los temas eran efímeros. Tanto es así que al pensar en Lugones mis labios dibujan instintivamente la palabra “no”, que era lo primero que él decía a cualquier idea que ofrecían a su juicio. Y creo que empezaba negando y luego inventaba las razones para su negativa. Era un hombre que sin duda se sentía muy solo. Era muy admirado, muy respetado, pero no creo que fuera un hombre querido. Fuera de Luis María Jordán, de Gerchunoff y de algunos otros amigos que debe haber tenido, pero que seguramente eran personas alejadas de las letras.
Borges, usted es autor de hermosos poemas conjeturales. Yo lo invito a conjeturar un poco. Supongamos que Lugones estuviera vivo y usted se encontrara ahora a su lado. ¿Qué le diría o qué querría decirle?
—Creo haber contestado de antemano esa pregunta en el prólogo de El hacedor, en el que hay una conversación imaginaria con Lugones. Allí digo que a él le hubiera gustado que le gustara lo que yo escribía. Pero no le gustó. Sin embargo fue amistoso conmigo. Si ahora estuviera a mi lado me gustaría mostrarle algo escrito por mí que mereciera su aprobación.


* En diario La Prensa, Buenos Aires, 17 de junio de 1979

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Leopoldo Lugones por Carlos Alonso (1983) Vía


24/4/18

Rodrigo Fresán: Un Borges jugoso








En Textos Recobrados se aprecia la evolución del creador argentino de la juventud a la madurez. El primer tomo muestra al escritor turista iniciático en Madrid y poeta casual, mientras el segundo aborda al bibliotecario genial.

Hay prehistorias de escritores que se leen como completamente desconectadas de lo que vendrá después: un puñado de huesos viejos, unos torpes signos en una pared oscura, restos imposibles de relacionar con aquello por lo que más tarde serán justa y felizmente recordados y celebrados. Lo que no ha impedido, claro, que desde hace ya varias décadas, la exhumación literaria de pre-textos y cuadernos de juventud se haya convertido casi en un deporte olímpico para familias, viudas, albaceas, editores y lectores.
El caso de Jorge Luis Borges —el caso de estos textos 'de juventud' y no tanto, ordenados cronológicamente en dos volúmenes y que incluyen artículos periodísticos, relatos, poesías, cartas, traducciones, encuestas, entrevistas, crítica de cine y de libros, y un miscelánico etcétera publicado originalmente en revistas y periódicos españoles— es, por una vez, diferente, atendible y necesario. En estos Textos recobrados de Borges que no aparecen en sus Obras completas no sólo asistimos a la educación de un artista a partir del análisis de amores y odios, sino, acaso lo que sea más interesante, al proceso que va de un joven Borges aprendiz de hechicero a un Borges maduro que ya comienza a sentirse mago magistral y, lo más importante, tan feliz como resignado personaje de sí mismo disfrutando y padeciendo los pros y las contras del adjetivo borgiano.
Leídos como mapa biográfico índice enciclopédico, la lectura de estos Textos recobrados es fascinante: el primer tomo nos muestra al Borges ultraísta, con simpatías bolcheviques, turista iniciático en Madrid y poeta en cualquier parte. Es también alguien a quien el Borges que ordena una breve autobiografía en 1970 para la revista The New Yorker recuerda como capaz 'de una productividad que me asombra ahora' y con cuya obra siente 'sólo una remota relación'. Lo que no impide, que el Borges futuro, el que vendrá como en el célebre relato ya se vislumbre en casi cualquier página conversando con su doble juvenil. Éste es el caso del breve y desopilante Lo cacharon en Cacheuta donde ya aparece el bestial desprecio clasista del que haría gala junto a Bioy Casares bajo el nombre de guerra de Bustos Domecq, o en las primeras de las numerosas aproximaciones rimadas con paso de flâneur a una Buenos Aires que puede parecerle antiguo laberinto en ruinas o metrópoli utópica según el humor y las ganas de caminar de este o de aquel día.
El segundo tomo muestra ya al bibliotecario casi ciego que ha cruzado la línea que separa al talento de la genialidad entre 1931 y 1955 publica Historia universal de la infamia, Ficciones, El Aleph y está a punto de convertirse en ícono de renombre internacional. Es, también, el Borges ya inescapablemente prisionero de sí mismo y de la lógica arbitrariedad de sus pasiones que le permiten tanto no entender la obvia grandeza de un filme como King Kong ('un mono de catorce metros de altura —algunos entusiastas dicen que quince— es evidentemente encantador, pero tal vez no basta. No es un mono jugoso; es un reseco y polvoriento artificio de movimientos esquinados y torpes', condena) como acorralar a todo el género policial en seis perfectas y arbitrarias leyes, perderse y encontrarse en un ensayo sobre la cuarta dimensión, o pasar sin esfuerzo de un análisis de las pesadillas en Kafka a la disección exquisita de una traducción al inglés de la lingua gaucha en Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.
Borges, como un agujero negro, parece dispuesto a devorar toda la luz para iluminarnos; por lo que la lectura de estas páginas se recomienda un consumo pausado, sin apuro puede llegar a resultar avasallador, peligroso, y tan encandilante como el de asomarse al ojo de la cerradura de un Aleph o mantener una conversación despareja con una computadora famélica que todo lo sabe y que, aquello que no sabe, lo intuye. Informativa e informáticamente hablando, estos Textos recobrados equivalen ya desde su título a aquellos viejos y casi olvidados files que de improviso se recuperan, tanto tiempo después, en el disco duro de un ordenador desordenado. Imprescindibles o cuando menos interesantes y reveladoras piezas sueltas de un puzzle que se armaba en otra parte, bocetos en papel de lo que más tarde sería elevado a las cúpulas de las catedrales, teorías detrás de la práctica, base de datos. Otro Borges. Un Borges más dentro del mismo Borges de siempre. Un Borges jugoso. Lo que no es poco.


En El País, Madrid, sábado 28 de septiembre de 2002
Foto: Borges en 1955, tras asumir como Director de la Biblioteca Nacional
Fotografía postal impresa, colección particular


23/4/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Bertrand Russell ("En diálogo", II, 63)






Osvaldo Ferrari: Un pensador contemporáneo, que yo creo lo ha acompañado para mirar a nuestra época, Borges, es Bertrand Russell.
Jorge Luis Borges: Sí, desde luego, yo leí y releí ese libro, esa Introducción a la filosofía de las matemáticas, y se lo presté a Alfonso Reyes. Se trata de un libro sencillo, de muy grata lectura, como todo lo que escribe Russell, y yo recuerdo habérselo prestado a Reyes. Leí ahí por primera vez una exposición, bueno, para mí la mejor, la más accesible, de la teoría de los conjuntos, del matemático alemán Cantor. Reyes leyó el libro y le interesó muchísimo también. Y a veces me han hecho… continuamente me hacen esa pregunta sobre el libro que yo llevaría a la isla desierta; un lugar común del periodismo. Bueno, he empezado contestando que llevaría una enciclopedia; pero no sé si me permiten llevar diez o doce volúmenes, creo que no (ríe). Entonces, he optado por la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, que quizá sería el libro que yo llevaría a la isla… pero, claro, para eso me falta la isla, y me falta la vista también, ¿no? (ríen ambos); el libro ya lo tengo, pero no es suficiente.
Salvo que lo acompañe un lector.
—En ese caso sí, en ese caso cambia todo; y además, la memoria de los libros… yo querría interrogar en ese libro, bueno, lo que he leído y lo que he olvidado.
Es decir, recuperar la memoria del libro.
—Sí, la memoria del libro que yo querría tener. Si fuera perfecta, tendría el libro también a mi alcance. Estoy pensando que hubo una época… bueno, entre los musulmanes ahora creo que es muy común el caso de personas que saben de memoria el Corán. Existe la palabra hafiz, que quiere decir eso: memorioso, memorioso del Corán en particular. Actualmente creo que hay sistemas de enseñanza, según los cuales no se exige al estudiante —que puede ser un niño— el conocimiento del libro; tiene que aprenderlo de memoria.
Si yo hubiera podido gozar de ese sistema, hubiera sido una suerte para mí, ya que yo sabría de memoria muchos libros y podría entenderlos y leerlos ahora, que sería lo mejor. Por ejemplo, si yo hubiera podido leer la Historia de la filosofía occidental de Russell, cuando era chico, con ese sistema, habría entendido muy poco, pero podría consultar ese libro ahora…
Su memoria podría leer.
—Claro, mi memoria podría leer. De modo que ese sistema, en el caso de personas que con el tiempo serán ciegas hubiera sido un excelente sistema para mí. Pero desgraciadamente no me tocó en suerte eso; se me exigió leer y entender. En cambio, si me hubieran exigido un mero ejercicio de memoria, bueno, podría estar leyendo tantos libros que me quedan lejísimos ahora. Por eso me refería al caso de muchos libros de Bertrand Russell. Y luego he leído otros libros de él, en los cuales desarrolla su sistema personal de filosofía, pero yo siempre me he sentido excluido de ese sistema; es decir, he entendido cada página a medida que la leía, pero luego, cuando he tratado de organizar todo eso en mi conciencia, he fallado, y he fallado singularmente.
Pero ¿qué idea se ha formado del sistema de Russell?
—Y, que es un sistema muy riguroso, que es un sistema lógico; pero, de algún modo, si yo trato de imaginarlo ahora, fracaso.
Yo creo que a usted le ha interesado sobre todo la originalidad de Russell para mirar los hechos de la sociedad y de la política contemporánea…
—Ah, sí, y además, creo que es una persona singularmente libre; libre de las supersticiones corrientes de nuestro tiempo, como por ejemplo, la superstición de las nacionalidades. Creo que él está libre de eso. Luego tiene otro libro, Por qué no soy cristiano; pero, como yo no soy cristiano, la lectura de ese libro la he iniciado y la he dejado, porque he sentido que era superfluo: yo no necesitaba esos argumentos para no ser cristiano.
Usted también coincide con él en la visión del Estado.
—También en la visión del Estado, sí, pero yo creo que eso corresponde al individualismo inglés sobre todo; ya que tenemos… uno de los padres del anarquismo sería Spencer, sí, desde luego.
Bueno, usted ha comentado aquel libro de Russell, que es una colección de ensayos: Let the People Think (Dejemos pensar a la gente), no sé si recuerda…
—Ah, sí, lo he comentado… y hace algún tiempo, ¿eh?
Sí, uno de esos ensayos se llama «Pensamiento libre y propaganda oficial»; otro es «Genealogía del fascismo». [Véase texto relacionado]
—Y bueno, estoy plenamente de acuerdo con Russell. Supongo que en esa genealogía figurarán Fichte y Carlyle, ¿no?
Justamente.
—Sí, porque yo recuerdo un artículo de Chesterton en que él hablaba de lo anticuada que era la doctrina de Hitler, que correspondía más o menos, o que era, de hecho, victoriana.
Ahí tenemos la idea de que los hechos actuales provienen de teorías anteriores.
—Sí, yo diría que los políticos vendrían a ser los últimos plagiarios, los últimos discípulos de los escritores. Pero, generalmente con un siglo de atraso, o un poco más también, sí. Porque todo lo que se llama actualidad es realmente… y, es un museo, usualmente arcaico. Ahora, por ejemplo, estamos todos embelesados con la democracia; bueno, todo eso nos lleva a Paine, a Jefferson (ríe), a aquello que pudo ser una pasión cuando Walt Whitman escribió sus Hojas de hierba. Año de 1855. Todo eso es la actualidad; de modo que los políticos serían lectores atrasados, ¿no?, lectores anticuados, lectores de viejas bibliotecas; bueno, como yo lo soy también de hecho, ahora.
Quizá hayan sido ellos, Borges, quienes lo llevaron a la concepción de esa frase: «La realidad es siempre anacrónica».
—¿De quién es esa frase?
Suya… (ríe).
—Yo creo que usted acaba de regalármela.
No, no.
—Estoy de acuerdo con ella, pero estoy tan de acuerdo, que me parece ajena, ¿no? Yo generalmente estoy de acuerdo con lo que leo, y no con lo que se me ocurre a mí. ¿Cómo es la frase?
—«La realidad es siempre anacrónica».
—Y yo se la habré dicho a usted, ¿no?
Consta en la lectura que usted hace de ese artículo del libro de Russell: «Genealogía del fascismo», que figura en su libro Otras inquisiciones. [*]
—Ah bueno, ahí sí, la verdad es que ese libro está lleno de sorpresas para mí (ríe); hace tanto tiempo que lo escribí, que me resulta nuevo ahora.
Usted comenta allí un libro de Wells, y comenta el libro de Russell. [Borges: Dos libros]
—Pero desde luego, y eso se publicó en La Nación, claro, y ahí Russell decía que hay que enseñar a la gente el arte de leer los periódicos.
Precisamente.
—Bueno, y eso fue modificado, porque podía afectar a la misma Nación, y pusieron «El arte de leer ciertos periódicos», con lo cual se excluían ellos (ríe). Sí, yo recuerdo, durante la primera guerra mundial —que esperábamos que fuera la última— por ejemplo: los alemanes iniciaban una ofensiva y tomaban el pueblo de equis. Entonces, anunciaban la conquista de ese pueblo o de esa ciudad. Y los aliados, dos o tres días después, decían que había fracasado la ofensiva alemana, que no había pasado de esa ciudad que habían conquistado. Pero, eran dos modos de decir lo mismo.
Claro.
—Y Russell, precisamente, quería prevenir al lector contra ese tipo de errores.
Por eso él decía: «El pensamiento libre y la propaganda oficial», claro. Ahora, él…
—Bueno, creo que algo hemos sabido de eso en este país, ¿no?; ¡quizá demasiado, quizá todo! Y sin duda seguimos a merced de esa propaganda.
Russell tiene una curiosa conclusión, dice que el siglo XVIII era racional, y el nuestro antirracional. Claro que lo dijo frente al fascismo y al nazismo; en aquel momento, ¿no es cierto?
—Pero frente a tantas cosas; frente al superrealismo, frente al culto del desorden, frente a la desaparición, bueno, de ciertas formas del verso, o aun de la prosa; frente a la desaparición de los signos de puntuación, que fue una innovación interesantísima, ¿no? (ríen ambos).
Además agregó que la amenaza para la libertad individual es mayor en nuestros días que en cualquier momento desde el mil seiscientos. Pero, otra vez tenemos que acordamos que lo dijo en pleno auge del nazismo y del fascismo, ¿no?
—Sí, pero ese auge no ha cesado.
¿Usted lo ve así?
—Y, yo diría que una de sus formas más exacerbadas es lo que se llama el comunismo en la Unión Soviética, ¿no?; es la forma más exacerbada del fascismo, de la intervención del Estado. Digo, en ese duelo planteado por Spencer en «El individuo contra el Estado»; bueno, es evidente que donde el Estado es ubicuo ahora, es en la Unión Soviética.
Aunque también en los países occidentales el Estado nos amenaza, como usted recuerda permanentemente.
—Y, quizá en este momento está amenazándonos (ríe), mientras hablamos, posiblemente mientras conversamos los dos aquí.
Otro aspecto muy particular de Russell es su posición frente a las religiones; no sólo frente al cristianismo sino frente al fenómeno de la religión. Usted recordará aquel libro de él, La religión y la ciencia.
—Sí, yo lo he leído hace tiempo, pero lo recuerdo; y la oposición me parece evidente, claro que a la larga la que cede es la religión. Por ejemplo, cuando Hilaire Belloc le contesta a Wells, no pone en duda la evolución, etcétera; salvo que dice que todo eso ya está en santo Tomás de Aquino, en la Suma teológica. Pero no estaba ciertamente en el Pentateuco. Sí, la religión, claro, se hace cada vez más sutil; va interpretando la ciencia, trata de armonizar la ciencia no sé si con la Sagrada Escritura, pero sí con la teología, con las diversas teologías. Pero finalmente es la ciencia la que triunfa, y no la religión.
Se dice que vivimos en una época desacralizada, y en todo caso eso corresponde a la época de la ciencia.
—En todo caso, en el Irán, se hace la apología del Islam, pero realmente uno siente que tienen más fe en la ametralladora que en el milagro; es decir, que creen en una guerra científica, no en la de cimitarras y camellos. Y aquí, hemos adolecido de una guerra, o de una guerrita; que fue terrible, como todas las guerras lo son —aunque sean de minutos—; yo querría recordar que, que yo sepa, hubo dos personas que en letras de molde hablaron en contra de esa guerra —que espero sea del todo olvidada muy pronto—: Silvina Bullrich y yo. No recuerdo otros; todos los demás, o callaron, o aplaudieron también. Ahora, claro que mucha gente habrá pensado como nosotros, pero se abstuvieron de publicarlo.
En cualquier caso, otra de sus coincidencias con Bertrand Russell es la posición frente a la guerra.
—Sí, desde luego.


[*] No encuentro "Genealogía del fascismo" en ninguna de las ediciones de Otras inquisiciones, papel o digital.
Agradeceremos cualquier data sobre este ¿error?



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Bertrand Russell por Marc Riboud
En EGyB


21/4/18

Jorge Luis Borges. H. G. Wells y las parábolas: «The Croquet Player. Star Begotten»








Este año, Wells ha publicado dos libros. El primero —The Croquet Player— describe una región pestilencial de confusos pantanos en la que empiezan a ocurrir cosas abominables; al cabo comprendemos que esa región es todo el planeta. El otro —Star Begotten— presenta una amistosa conspiración de los habitantes de Marte para regenerar la humanidad por medio de emisiones de rayos cósmicos. Nuestra cultura está amenazada por un renacimiento monstruoso de la estupidez y de la crueldad, quiere significar el primero; nuestra cultura puede ser renovada por una generación un poco distinta, murmura el otro. Los dos libros son dos parábolas, los dos libros plantean el viejo pleito de las alegorías y de los símbolos.
Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: “¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos al mediodía y tres en la tarde?” Nadie tampoco ignora que Edipo respondió que era el hombre. ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo concepto de hombre es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre común a ese monstruo variable y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Esa naturaleza plural es propia de todos los símbolos. Las alegorías, por ejemplo, proponen, al lector una doble o triple intuición, no unas figuras que se pueden canjear por sustantivos abstractos. “Los caracteres alegóricos”, advierte acertadamente De Quincey (Writings, onceno tomo, página 199), “ocupan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico”. La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños. No desconfiemos demasiado de esa duplicidad; para los místicos el mundo concreto no es más que un sistema de símbolos...
De lo anterior me atrevo a inferir que es absurdo reducir una historia a su moraleja, una parábola a su mera intención, una “forma” a su “fondo”. (Ya Schopenhauer ha observado que el público se fija raras veces en la forma, y siempre en el fondo.) En The Croquet Player hay una forma que podemos condenar o aprobar, pero no negar; el cuento Star Begotten, en cambio, es del todo amorfo. Una serie de vanas discusiones agotan el volumen. El argumento —la inexorable variación del género humano por obra de los rayos cósmicos— no ha sido realizado; apenas si los protagonistas discuten su posibilidad. El efecto es muy poco estimulante. ¡Qué lástima que a Wells no se le haya ocurrido este libro!, piensa, con nostalgia el lector. Su anhelo es razonable: el Wells que el argumento exigía no era el conversador, enérgico y vago del World of William Clissold y de las imprudentes enciclopedias. Era el otro, el antiguo narrador de milagros atroces: el de la historia del viajero que trae del porvenir una flor marchita, el de la historia de los hombres bestiales que gangosean en la noche un credo servil, el de la historia del traidor que huyó de la luna.




Texto incluido en las notas finales de Discusión (1932)
conforme la redacción de esta obra en las Obras completas de Borges
publicado por Ultramar S.A. en 1974, con ISBN 84-7386-100-0

Y últimamente en el tomo I de las Obras completas
Buenos Aires, Sudamericana, 2ª edición, 2016


Imagen: Otro Borges de Miguel Ruibal [FB] [TW] Blog
15 x 21 cms. pasteles grasos y tinta - Abril 2018 para Borges todo el año



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