27/4/18

Jorge Luis Borges: Una sentencia del Quijote (1933)







Busco y releo en el capítulo veintidós del primer Quijote: Señores guardas, estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se la haya cada uno con su pasado [en el Quijote dice "pecado"]. Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello. Siempre he sabido que esas tan decentes palabras eran un secreto que los hombres de nuestra América sólo podemos compartir con los hombres de España. Un secreto incomunicable, como el saber instintivamente que el español no es un hombre poético —desengaño que la generosa mitología norteamericana y europea rechaza con escándalo. Un intransferible secreto, como el modesto idioma español.

Busco y releo en Los dos caminos de reyes (página 212): Y no se ha dicho, a todo esto, lo único que había que decir: que América es muy distinta de España. Conozco ese parecido parcial, esas molestas divergencias en la igualdad que tanta mala sangre producen, ese prejuicio criollo de que la palabra bonito es de mujerengos, esa sensación española de que la palabra lindo es afeminada. Conozco también ciertas eternidades hispánicas, cierto oscuro esplendor, ciertas solemnes pompas fúnebres del estilo, cuya pasión es inconjeturable en América: verbigracia, determinadas amarguras de Quevedo y aun de Jorge Manrique. Lo que no he sentido en otro lugar es el tan íntimo y parejo contacto con lo español, como el de ese párrafo del Quijote. Justificar esa afirmación será la finalidad de este artículo. Me explicaré.

Las demás naciones occidentales padecen una extraña pasión: la despiadada y fingida pasión de la legalidad. El individuo, en ellas, se identifica sin esfuerzo con el estado. Entiéndase, con el estado en sus mínimos accidentes: con las ordenanzas municipales, con el personal de las oficinas públicas y comisarías, con las multas por exceso de velocidad, con las disposiciones sobre numeración de las casas del municipio, con las Comisiones de Higiene, con las penas sobre remoción de afirmados, con la ley adicional de elecciones, con la Contribución Directa y Patentes, con la reglamentación de los tramways en circulación, con la Oficina de Estadística, con el decreto que hace obligatorio el uso de bozal en los perros, con la nomenclatura de ataúdes, con la Mesa de Multas. Con la policía, principalmente. En algún número atrasado del American Mercury, Goldberg, el hispanista, cuenta su infancia callejera en uno de los barrios bravos de Boston, y la primera historia que frangolló: el relato de un chico, que denuncia a un ladrón a la policía y lo hace detener. ¿Qué muchacho de la Paternal o Barracas iba a soñar siquiera en glorificar a un delator gratuito, a un joven voluntario de la denuncia? El sudamericano (y el español) saben (o mejor dicho, sienten) que no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, según lo formuló don Quijote. El norteamericano, en cambio, es básicamente estadual. No cumple su destino, como la vasta mayoría de todos nosotros, al margen o a pesar del gobierno. Vive a favor de la sociedad, o en su contra. Cuando se desengaña, cuando pierde la fe de sus mayores en el District Attorney, en el subsecretario de Obras Públicas, en el pastor metodista o en el vigilante, su rebelión retumba por el planeta, coreada por ametralladoras precisas. Ninguna historia es tan espléndidamente ilegal como la de sus fornidos Estados. Dinastías magníficas de malevos han pisado ese continente, donde los peleadores individuales de Arizona —cuyo prototipo es Billy the Kid, que debía a la justicia veintiuna muertes, sin contar mejicanos, cuando encontró a los veintiún años la suya— hasta las antiguas bandas de Nueva York, diestras en el manejo de la trompada, del cuchillo, del palo, de la botella arrojadiza, de la pistola y aun del pulgar saltador de ojos, y el bandidaje actual de Frank Nitti, sucesor de Al Capone, y el de los hermanos O'Donnell, que quieren disputarle la sucesión... Eso, cuando el norteamericano pierde su fe. Cuando la mantiene pura y sin tacha, su héroe natural es el polizonte —mejor si aficionado—, el hombre honrado que es verdugo de los otros hombres no yéndoles nada de [en] ello. Lo conmueven el espionaje y la delación. En su cinematógrafo (que es un documento genuino, en cuanto se refiere a los sentimientos del público) los personajes preferidos son la mujer que tienta con su amor a un criminal para sonsacarle un secreto, y el periodista que confunde su empleo con el de un vigilante. La superioridad numérica de la policía lo entusiasma, también sus motocicletas y escudos. Es hombre tironeado por dos pasiones, ya formuladas y sufridas una vez por Apollinaire: la aventura y el orden. Las une en la novela policial: síntesis superior hegeliana. En esa abaratada novela, que fue una discusión intelectual bajo la pluma de su inventor, Edgar Allan Poe, y que ahora es un espléndido ajedrez bajo la de Chesterton, y una vergüenza bajo la de cualquiera de sus colegas —salvo unas veces, unas pocas veces, Van Dine.

He dicho que la legalidad no nos apasiona; tampoco lo ilegal. Nuestro héroe, Martín Fierro, es un gaucho, un soldado, un desertor, un asesino, un buen amigo de su amigo, un matrero, y esas diversas figuraciones nos distraen y sabemos que es el mismo y un hombre. Sabemos que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar como les ocurre morir. También sabemos que infrigir la ley no es una virtud y que el más frecuente asesino y la más concurrida prostituta pueden ser dos imbéciles. Quién no debía una muerte en mi tiempo, le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. Sabemos que lo definitivo es lo que una persona es, no lo que hace. Sabemos lo que don Quijote sabía: que allá se la haya cada uno con su pecado, con su humano, seguro, natural y humilde pecado.

No propongo una ética trabajada ni quiero invalidar la tradicional. Digo la verdad de mis sentimientos, de nuestros sentimientos, del sentimiento que he creído escuchar entre las agitaciones y maniobras novelísticas de Cervantes. De este pasaje, ya sé que Samuel Taylor Coleridge observó (en una conferencia de febrero de 1818) que es tal vez el único de la obra, en que el autor prescinde de la máscara de su héroe y habla directamente. Yo estoy seguro de reconocer en la amonestación la voz de Cervantes.

Una observación última. Si la vida póstuma de Cervantes nos interesa, debemos rescatarla del purgatorio extraño en que sufre. Su novela, su única novela, el Quijote —lenta presentación total de una gran persona, a través de muchísimas aventuras, para que la conozcamos mejor— ha sido denigrada a libro de texto, a ocasión de banquetes y de brindis, a inspiración de cuadros vivos, de suplementos domingueros en rotograbado, de obscenas ediciones de lujo, de libros que más parecen muebles que libros, de alegorías evidentes, de versos de todos tamaños, de estatuas. Es la común tarifa de la gloria, se me dirá. Pero hay algo peor. La Gramática —que es el presente sucedáneo español de la Inquisición— se ha identificado con el Quijote, nunca sabré porqué. El Purismo, no menos inexplicable y violento, lo ha hecho suyo también —pese a las aficiones itálicas de Cervantes.

Contra la burda calidad de esa fama, un solo medio de defensa hay posible. Leer el Quijote.



Boletín de la Biblioteca Popular, Azul, Prov. de Buenos Aires, N° 4, octubre de 1933*
* La Sección Hemeroteca de la Biblioteca Popular de Azul funciona en la casa del señor Bartolomé J. Ronco (1881-1952), distinguido ciudadano y coleccionista que, entre otras actividades, editó la revista Azul en la que Borges colaboró. [+]

Antologado en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001

Imagen: Borges en el programa radial Ana y el espejo de la Sra. Ana María Praiz, 
a través de la emisora FM del Pueblo de la ciudad de Azul (Foto: Maumus)


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