18/3/18

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El gremialista






Deploraríamos que este ensayo, cuyo único fin es la información y el elogio, apenara al desprevenido lector. Sin embargo, según reza el adagio en latín: Magna est veritas et provalebit. Treparémonos, pues, para el rudo golpe[1]. Atribúyese a Newton la adocenada historia de la manzana, cuya caída le sugiriera el descubrimiento de la ley de gravedad; al doctor Baralt, el calzado invertido. Quiere el fabulario que nuestro héroe, impaciente por oír a la Moffo en Traviatta, se indumentó con tanta prisa que calzó el pie derecho en el zapato izquierdo y, asimismo, el pie izquierdo en el zapato derecho: Esta distribución dolorosa, que le estorbó gozar con plenitud la avasalladora magia de la música y de la voz, le habría revelado, en la propia ambulancia que lo alejara por fin de la cazuela del Colón, su hoy famosa doctrina del gremialismo. Baralt, al sentir el traspié, habría pensado que en diversos puntos el mapa otros estarían padeciendo inconveniente análogo. La quisicosa, dice el vulgo, le inspiró la teoría. Pues bien, he aquí que nosotros departiésemos, en ocasión que no se repetiría, con el doctor en persona, en su ya clásico bufete de la calle Pasteur, y que éste disipara no sin hidalguía el popular infundio, asegurándonos que el gremialismo era fruto de luenga meditación sobre los aparentes azares de la estadística y el Arte Combinatorio de Ramón Lull y que él no salía nunca de noche, para capear mejor la bronquitis. Tal es la descarnada verdad. El acíbar es amargo, pero innegable.
Los seis volúmenes, que bajo la rúbrica Gremialismo (1947-54), diera a la prensa el doctor Baralt, comportan una introducción exhaustiva a la pertinente temática; junto al Mesonero Romano y a la novela polonesa Quo vadis? de Ramón Novarro[2] figuran en toda biblioteca que se precie de tal, pero se observa que a la turbamulta de compradores corresponde, como cuociente, cero lector. Pese al estilo subyugante, al acopio de tablas y de apéndices, y a la imantación implícita en el sujeto, los más se han atenido al vistazo de la sobrecubierta y del índice, sin internarse como el Dante en la selva oscura. A fuer de ejemplo, el propio Cattaneo, en su laureado Análisis, no pasa de la página 9 del A modo de prólogo, confundiendo progresivamente la obra con cierta novelita pornográfica de Cottone. Por ende, no estimamos superfluo este artículo breve, de pionero, que servirá para situacionar a los estudiosos. Las fuentes por lo demás son de primer agua; al examen prolijo de la mole, hemos preferido el impacto conversacional, en carne viva, con el cuñado de Baralt, Gallach y Gasset, quien a la vuelta de no pocas demoras allanose a admitirnos en su ya clásica escribanía de la calle Matheu.
Con una velocidad realmente notable puso el gremialismo al alcance de nuestros cortos medios. El género humano, me explicitó, consta, malgrado las diferencias climáticas y políticas, de un sinfín de sociedades secretas, cuyos afiliados no se conocen, cambiando en todo momento de status. Unas duran más que otras; verbi gratia, la de los individuos que lucen apellido catalán o que empieza con G. Otras presto se esfuman, verbi gratia, la de todos quienes ahora, en el Brasil o en África, aspiran el olor de un jazmín o leen, más aplicados, un boleto de micro. Otras permiten la ramificación en subgéneros que de suyo interesan; verbi gratia, los atacados de tos de perro pueden calzar, en este preciso instante, pantuflas o darse, raudos, a la fuga en su bicicleta o transbordar en Témperley. Otra rama la integran los que se mantienen ajenos a esos tres rasgos tan humanos, inclusive la tos.
El gremialismo no se petrifica, circula como savia cambiante, vivificante; nosotros mismos, que pugnamos por mantener bien alta una equidistancia neutral, hemos pertenecido esta tarde a la cofradía de los que suben en ascensor y, minutos luego, a la de quienes bajan al subsuelo o quedan atrancados con claustrofobia entre bonetería y menaje. El mínimo gesto, encender un fósforo o apagarlo, nos expele de un grupo y nos alberga en otro. Tamaña diversidad comporta una preciosa disciplina para el carácter: el que blande cuchara es el contrario del que maneja tenedor, pero a poco ambos a dos coinciden en el empleo de la servilleta para diversificarse al instante en la peperina y el boldo. Todo esto, sin una palabra más alta que otra, sin que la ira nos deforme la cara, ¡qué armonía!, ¡qué lección interminable de integración! Pienso que usted parece una tortuga y mañana me toman por un galápago, ¡etcétera, etcétera!
Inútil acallar que a ese panorama tan majestuoso lo enturbian, siquiera periféricamente, los palos de ciego de algunos Aristarcos. Como siempre suele pasar, la oposición echa a rodar los más contradictorios peros. El Canal 7 difunde que chocolate por la noticia, que Baralt no inventó nada, ya que ahí están, desde in aeternum, la C.G.T., los manicomios, las sociedades de socorros mutuos, los clubes de ajedrez, el álbum de estampillas, el Cementerio del Oeste, la Maffia, la Mano Negra, el Congreso, la Exposición Rural, el Jardín Botánico, el PEN Club, las murgas, las casas de artículos de pesca, los Boy Scouts, la tómbola y otras agrupaciones, no por conocidas menos útiles, que pertenecen al dominio público. La radio, en cambio, lanza a todo escape que el gremialismo, por inestabilidad en los gremios, resulta carente de practicidad. A uno la idea le parece rara; otro ya la sabía. El hecho irrefutable resta que el gremialismo es el primer intento planificado de aglutinar en defensa de la persona todas las afinidades latentes, que hasta ahora como ríos subterráneos han surcado la historia. Estructurado cabalmente y dirigido por experto timón, constituirá la roca que se oponga al torrente de lava de la anarquía. No cerremos los ojos a los inevitables brotes de pugna que la benéfica doctrina provocará: el que baja del tren asestará una puñalada al que sube, el desprevenido comprador de pastillas de goma querrá estrangular al idóneo que las expende.
Ajeno por igual a detractores y apologistas, prosigue su camino Baralt. Nos consta, por información del cuñado, que tiene en compilación una lista de todos los gremios posibles. Obstáculos no faltan: pensemos, por ejemplo, en el gremio actual de individuos que están pensando en laberintos, en los que hace un minuto los olvidaron, en los que hace dos, en los que hace tres, en los que hace cuatro, en los que hace cuatro y medio, en los que hace cinco… En vez de laberintos, pongamos lámparas. El caso se complica. Nada se gana con langostas o lapiceras.
A manera de rúbrica, deponemos a nuestra adhesión fanática. No sospechamos cómo Baralt sorteará el escollo; sabemos, con la tranquila y misteriosa esperanza que da la fe, que el Maestro no dejará de suministrar una lista completa.



[1] Léase: «Trepanémonos, pues,…»* (Nota del autor)
* Sugerimos la lección «Preparémonos». (Nota del corrector de pruebas)
[2] Léase: H. Sienkiewicz. (Nota del corrector de pruebas)


En Crónicas de Bustos Domecq (1967)

Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997
Barcelona, Emecé, 1997


Imagen: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares 

Caricatura de Carlos Avallone PROA Borges: cien años (1999)


17/3/18

Jorge Luis Borges: «Europe in arms», de Liddell Hart








Revisando mi biblioteca, veo con admiración que las obras que más he releído y abrumado de notas manuscritas son el Diccionario de la filosofía de Mauthner, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y la Historia de la guerra mundial de B. H. Liddell Hart. Preveo que frecuentaré con el mismo goce la obra nueva de este último: Europa en armas. Goce desengañado, goce lúcido, goce pesimista.

Según el capitán Liddell Hart, casi todos los ejércitos europeos adolecen de gigantismo. Han olvidado la famosa advertencia del conde de Sajonia —fino guerrero clásico al fin, coetáneo de Voltaire y de Philidor—: “Las muchedumbres no son más que un estorbo”. Adolecen de arcaísmos, también. El ejército ruso, uno de los más innovadores de Europa, conserva dieciséis divisiones de caballería. “En las maniobras, esas confusas masas de jinetes parecen un enorme circo; en el campo de batalla, pueden suministrar un buen cementerio.” El ejército alemán sigue profesando la doctrina de Clausewitz: “El combate apretado, cuerpo a cuerpo, es el fundamental”. Se trata de un prejuicio romántico; Liddell Hart cita el testimonio del general Antoine Jomini, que militó en las guerras de Napoleón y después en las de Alejandro III y que vio muchísimas cosas, pero nunca dos bayonetas cruzadas… En cuanto al breve ejército inglés —menos de ciento cuarenta mil hombres— Liddell Hart asevera que éste debería sobresalir material y tácticamente “y que por ahora no sobresale”. Tal no era el caso en 1914. Entonces —“un fino estoque entre guadañas”— era el único ejército que tenía un conocimiento práctico de la guerra.

La defensa (arguye el autor) es cada día más mecánica y fácil; la ofensiva, casi imposible. Una ametralladora y su hombre pueden aniquilar a cien agresores —a trescientos, a mil— de rifle y bayoneta. Una emisión de gas puede inmovilizar un ataque. De ahí la conveniencia de fuerzas motorizadas, ubicuas. De ahí también la de buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte.

“Sin duda, hay una ciencia de la guerra”, concluye el capitán Liddell Hart. “Sólo nos falta descubrirla.”

Nota de Florencia Giani: La obra de Liddell Hart sería luego citada por Borges como punto de partida narrativo de El jardín de senderos que se bifurcan: "En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto—. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso..."


En Miscelánea (1995, 2011)
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)
Foto: Jorge Luis Borges visitado en Buenos Aires por el reportero uruguayo Rubén Loza Aguerrebere

16/3/18

Jorge Luis Borges: Sir James George Frazer. The fear of the dead in primitive religion







No es imposible que las ideas antropológicas del doctor Frazer caduquen irreparablemente algún día, o ya estén declinando; lo imposible, lo inverosímil es que su obra deje de interesar. Rechacemos todas sus conjeturas, rechacemos todos los hechos que las confirman y la obra seguirá inmortal: no ya como lejano testimonio de la credulidad de los primitivos, sino como documento inmediato de la credulidad de los antropólogos, en cuanto les hablan de primitivos. Creer que en el disco de la luna aparecerán las palabras que se escriben con sangre sobre un espejo es apenas un poco más extraño que creer que alguien lo cree. 

En el peor de los casos, la obra de Frazer perdurará como una enciclopedia de noticias maravillosas, una «silva de varia lección» redactada con singular elegancia. Perdurará como perduran los treinta y siete libros de Plinio o la Anatomía de la melancolía de Robert Burton.

El presente volumen trata del temor de los muertos. Abunda, como todos los de Frazer, en curiosísimos rasgos. Por ejemplo: es fama que Alarico fue sepultado en el cauce de un río por los visigodos, que desviaron el curso de las aguas y luego las hicieron volver y dieron muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo.

La interpretación habitual es el temor de que los enemigos del rey profanaran su tumba. Sin rechazarla, Frazer nos propone otra clave: el temor de que su alma despiadada surgiera de la tierra para tiranizar a los hombres.

Frazer atribuye el mismo propósito a las máscaras de oro funerarias del acrópolis de Micenas: todas sin orificios para los ojos, salvo una, que es de un niño.


En Revista El Hogar, 11 de diciembre de 1936
Luego en Obra crítica (2000)




Imagen: Sir James George Frazer by Lafayette
Whole-plate glass negative, 22 April 1926
Given by Pinewood Studios via Victoria and Albert Museum, 1989
© National Portrait Gallery, London




15/3/18

Jorge Luis Borges: Los caballos [Publicidad de Fiat Concord 1971]







Los caballos, los fortuitos caballos que el conquistador olvidó, hacia los vagos términos de un desierto de polvo y de peligros, engendrarían, para el mal y el bien, esa cosa viva que ahora es inseparable de la patria. Para el bien, porque el jinete pudo fatigar y gastar las largas distancias y rescatar las tierras de América; para el mal, porque fueron instrumento del abigeato, de las tropelías del araucano y del pampa y de las crueles, y ahora cicatrizadas, guerras civiles. El desierto era pardo, con una que otra lonja verde; la hacienda, según ha declarado Groussac, se nutrió de la pampa y fue abandonándola, en un proceso cíclico. Caballos y hacienda se multiplicaron bíblicamente y contribuyeron a convertir el virreinato más modesto y más indigente en una de las primeras repúblicas latinoamericanas.

El tiempo humano es sucesivo y lo enriquecen la memoria, cuyo segundo nombre es el mito, y la esperanza  y  el  temor  y  la  duda,  que  son  formas  del  porvenir;  el  tiempo  animal  Séneca ya lo señaló es una serie de inconexos presentes. ¿Cómo escribir la historia de quienes no tienen historia? Fuera del tiempo, anónimos, los caballos vivieron y murieron, innumerables y únicos. Algunos, el moro brujo de Quiroga, el overo y colorado de los paisanos de Estanislao del Campo, están en el recuerdo de todos. Cada país busca su imagen arquetípica; la nuestra es el jinete, el hombre firme en el caballo.

Todas las cosas tienden al símbolo. Nuestras dilatadas regiones pasan de la ganadería a la agricultura y de la agricultura a la industria, de los seres vivientes de carne y hueso que el duro gaucho debeló y que los indios cabalgaron en pelo, sin rebenque ni espuela, a esas inconcebibles unidades que son los caballos de fuerza y que presagian la prosperidad y la paz.






En Obra Crítica (2000)
Textos de Jorge Luis Borges
Y acuarelas de Juan Carlos Castagnino
Gráfica publicidad Fiat Concord, 1971

14/3/18

Jorge Luis Borges: Un argumento





He imaginado el argumento de una novela que por razones de ceguera y de ocio no escribiré, y que sería el reverso de la admirable Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares. El tema de ese libro es una conjuración de los jóvenes contra los viejos; el tema del mío, cuya redacción queda a cargo de cualquiera de mis lectores, es una conjuración de los viejos contra los jóvenes, de los padres contra los hijos. Examinemos las diversas y atroces posibilidades de ese argumento, que acaso nadie escribiría. Ojalá nadie, ya que sería un libro muy triste. Quizá lo habría aceptado Léon Bloy.
¿Qué fecha conviene elegir? Si es muy remota el lector sentirá que es cifra de un tiempo que no podemos imaginar o que sólo podemos imaginar de manera vaga y errónea; si optamos por el hoy, el lector se convertirá fatalmente en un inspector de equivocaciones. El dilema del tiempo se repite en lo que se refiere al espacio. Digamos, pues, Lomas de Zamora o Morón, en la última o penúltima década del siglo diecinueve.
¿Cuántos personajes convienen? El argumento, una vez fijado, nos dará una cifra aproximativa; de antemano repruebo las muchedumbres de la novela rusa. Digamos nueve o diez, ya que nuestro plan requiere individuos de dos generaciones. De esos nueve o diez, dos deben parecerse para que el lector los confunda y se figure a muchos innominados.
Los esenciales protagonistas de la obra son los ancianos. Deben ser muy diversos; más allá de las necesidades argumentales deben ser quienes son. También podrían ser vagos; también podrían arrojar una indefinida sombra temida. Algunos, postrados o impotentes o enfermos, envidian la salud normal de los jóvenes; otros, avaros, no quieren que sus hijos hereden la fortuna que les ha costado tanto trabajo; otro, frustrado, no se resigna a la buena suerte del hijo; uno, sereno y lúcido, piensa sinceramente que los jóvenes pueden ser presa de cualquier fanatismo y son incapaces de la cordura.
En el decurso de esas páginas todavía no escritas, los jóvenes pueden ser cómplices de los viejos que han resuelto destruirlos. Un anciano, desde la pobre habitación en que está muriéndose ordena a su hijo el envenenamiento de un compañero, con un pretexto más o menos creíble; el hijo lo obedece sin sospechar que él será también una víctima. La obra podría comenzar por este sórdido episodio. Podría asimismo comenzar describiendo a un anciano que largamente vela el sueño de su hijo; los capítulos ulteriores nos llevarán a comprender la causa. Este argumento de hombres débiles y malvados, que se juntan, acaso odiándose, para ultimar a jóvenes fuertes, corre el albur de parecer ridículo y de provocar la parodia; el deber del autor, del eventual autor, es hacerlo atroz. La flaqueza de los verdugos, el hecho de que tengan que ser muchos para matar a uno, les impone la obligación de ser espantosos y al mismo tiempo dignos de lástima, ya que se entiende que los años les han dado locura.
Un padre puede convertir a su hijo e iniciarlo en la secta, para sacrificarlo después. Los primeros capítulos registrarán muertes misteriosas; los últimos, como en la obra ejemplar de Bioy, nos darán la clave. Alguna vez asistiremos a un conciliábulo, interrumpido por la brusca entrada de un joven. Un padre denuncia a las autoridades el asesinato de su hijo; el culpable es él o sus cómplices. Un personaje alude al trunco sacrificio de Abraham o al canto trigésimo tercero del Inferno. Al borde del suicidio, un hombre joven acepta con alivio la sentencia de los mayores.
Quizá convenga renunciar al concepto de una conspiración y reducir a dos el número de los protagonistas. Uno, el anciano que comprende que aborrece a su hijo; el otro, el hijo que se sabe odiado y culpable. La novela concluye cuando el fin no ha llegado aún. Ambos esperan.
* En Jorge Luis Borges, Un argumento, Buenos Aires, Ediciones Dos Amigos, 24 de febrero de 1983. Esta edición consta de treinta y seis ejemplares.
Y en
Diario Clarín, Buenos Aires, jueves 7 de abril de 1983
Y en:
Sábado, suplemento de Unomásuno, México, 14 de mayo de 1983, con el título “Argumento de una novela que no escribiré”.
Y en:
Los novelistas como críticos, Norma Klahn y Wilfredo H. Corral (compiladores), México, Ediciones del Norte-Fondo de Cultura Económica, 1991, tomo II, pág. 650.




Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Caricatura de Bioy y Borges (1999)
Biblioteca Nacional Digital de Chile


13/3/18

Ernst Jünger: Conversación con Jorge Luis Borges








Hemos tenido el placer y el honor de agasajar aquí a Jorge Luis Borges: tener un encuentro con un poeta se ha vuelto casi tan raro como topar con un animal al borde de la extinción o incluso mítico, con el unicornio, por ejemplo.

Borges está casi totalmente ciego desde hace años; llegó acompañado por un joven, que le había sido asignado por el Ministerio del Exterior, y por la dama de su cuidado. En las pocas horas que estuvieron en esta casa pudimos apreciar que ella no sólo es una ayuda inmensa para el hombre ciego sino que se ha convertido en su otro yo. Le llevaba la mano a la copa cuando quería beber, y a un trozo de tarta, antes de que él lo pidiera, y hacía el efecto, en todos los aspectos, de ser un órgano adherido a él.

La conversación entre los cinco que estábamos en la biblioteca fue políglota; se entrecruzaban frases alemanas, españolas, francesas e inglesas. Borges recitó en alemán a Angelus Silesius, también versos en inglés antiguo; al hacerlo, su lenguaje se volvía más claro, como si retornara a su juventud. Yo lamenté no haber aprendido español para poder leer a Cervantes y a Quevedo en el texto original: y a Borges también, evidentemente.

Conversación sobre Schopenhauer, al que ambos debemos mucho desde muy jóvenes, luego sobre Kafka, Don Quijote, Las mil y una noches, Walt Whitman, Flaubert. Hojas de hierba, de Whitman, presenta la democracia en su fuerza, Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, su infamia.

Luego sobre Huxley: yo opiné que el Espíritu del Tiempo había resuelto el orden político de los insectos mejor que el nuestro. Borges, a eso: "Seguramente en lo relativo al Estado, pero la hormiga individual no cuenta".

Sin embargo, podría objetarse, todas están atendidas. Tienen vivienda, alimento y trabajo en abundancia, además un sueño hibernal. La mayoría está excluida de la vida sexual, lo que tal vez sea incluso un alivio. ¿Pero también del amor? Cuando estoy al sol del mediodía delante de uno de sus montículos y les pongo encima la mano, que se humedece mientras van y vienen y mueven los tentáculos, creo sentir que son felices. Habría que investigarlo; convinimos en que los zoólogos apenas están capacitados para ello.

Borges sigue mi evolución desde hace sesenta años. El primer libro mío que leyó fue Tempestades de acero, que fue traducido en 1922 por encargo del Ejército argentino. "Eso fue para mí una erupción volcánica".



En Jünger, Ernst; Pasados los setenta III, Ed. Tusquets (2007)
Texto e imagen de la entrevista aludida en Wulflingen el 27 de octubre de 1982
Ernst Jünger y su esposa Liselotte con Jorge Luis Borges y entrevistador 

12/3/18

Javier Adúriz: Borges como mito







1.

En el umbral del mito, construido de la materia de sus propios enigmas, Borges, como el país, da para todo. A pesar de que no murió joven ni conoció la apoteosis del avión envuelto en llamas, a lo sumo el disfrute de un Premio Nobel nunca otorgado, propone, sin embargo, un mito incómodo, imponente para cualquier escritor que se sintiera contemporáneo suyo. Alguien que ocupa literariamente el siglo entero, tan incómodo como feliz para sus numerosos lectores curiosos y desprejuiciados e incluso para la legión de los que no lo leyeron, pero comulgan de oídas con su fama. 

Semejante a un moderno Echeverría, cuando bajó del barco en estas playas sureñas, animó resueltamente la renovación ultraísta, aunque de hecho abjuró de esa inicial modalidad desde el primero de sus libros, Fervor de Buenos Aires (1923), al calor de un localismo intencionado. Después de la revolución del 30, concluido su desvelo criollista, se desplazó hacia un verso medido, intemporal, que lo alejó del neorromántico esteticista, característico de la década del cuarenta, tanto como de la tentación por la originalidad que habrían de padecer surrealistas e invencionistas en los años de posguerra. Y se fue volviendo su propio sueño, numeroso y cosmopolita, en la talla de un porteño universal y en el tono de la revista Sur, donde dio a conocer sus primeros cuentos ajenos al populismo o nacionalismo convencionales, desde un rincón de la biblioteca de barrio que dirigía Francisco Luis Bernández. 

Soslayó asimismo el furor existencialista, oponiendo en su propia literatura una manifestación lúdica y hasta superadora de la angustia. Encontró, finalmente, una dicción de absoluta libertad promediando los años 60, con Elogio de la sombra, mientras el boom latinoamericano arreciaba y ya se lo descubría como un adelantado del realismo mágico, según señala Ángel Flores, a partir de su Historia universal de la infamia, de publicación periódica poco antes de 1935. A diferencia de tantos y tantos poetas que fueron escritos por su siglo, Borges se las arregló para grabar algunas líneas indelebles en la memoria sus lectores, y ése es otro aspecto de su incomodidad. No es un secreto para nadie que la poesía se fue volviendo un género para iniciados, una práctica de apartada exclusividad para escritores que cuentan con exiguo público, en general colegas. Y bien, como pocos, Borges domina esa obviedad misteriosa del comunicativo sentir: sintonía o simpatía donde el lector se reconoce y percibe el eco de lo dicho como en un espejo profundo. 

Si bien la distinción entre un Borges poeta y otro, narrador o ensayista, puede resultar operativa, no es menos cierto que Borges recae siempre en Borges, un escritor presidido por una especulación vigorosa, proclive al argumento paradójico, que remite a las ilustres incertidumbres de cierto crepúsculo de la razón occidental, con un sistema expresivo tenazmente opinante. En cierto modo Borges fue más allá de los géneros y esa preciada dilución significa la tentativa de un señor ultrainteligente, cuyo destino inevitable era la ceguera, y que usó indistintamente cada uno de esos formatos para convertirse en literatura y elaborar una obra que ahora, además, parece posmoderna. 


2. 

Uno y trino también en sus etapas, tres poemas ilustran graduales e inclusivos las intenciones de Borges desde la perspectiva de los juegos: “El truco”, “Ajedrez” y “El go” refieren sendas maneras de ver el objeto poético en momentos señalados de su vida. 

“El truco” se ajusta a su intención criollista primigenia. Los amuletos de cartón desplazan el tiempo cronológico de los jugadores y reponen, con sus enlaces azarosos, una mitología solamente casera, casi en figura de una eternidad menesterosa. El pasado se reencarna en las suertes finitas de las bazas y asistimos a un principio de tiempo cíclico, con pérdida y reencuentro de distinta identidad. Su verso libre embanderado de imágenes remite a cierto provecho del entrenamiento ultraísta, cuando el joven Borges fiaba para su poesía la reposición de experiencias comunes y locales al registro emocional, que debían instalarlo de modo preciso en la tradición argentina. 

“Ajedrez”, en cambio, en dos sonetos a la española, resulta decididamente clásico. Los comienzos descriptivos en los cuartetos, con la hazaña verbal de los epítetos para los trebejos, después son traspolados impersonalmente a los intereses filosóficos y teológicos que a Borges le interesaba poner de relieve. Tal como los ajedrecistas severos rigen las piezas lentas, Dios rige a los jugadores y otro dios gnóstico por detrás de Dios vuelve tal vez irreal la partida general de lo que usualmente concebirnos como universo. Las combinaciones de negros y blancos son en el tablero inagotables como en la vida. Aquí, a diferencia del truco, el motivo del juego es un símbolo fuerte y ya se percibe la realidad semejante a un concierto alucinante de albedrío ilusorio frente al rígido y secreto azar o dictamen del Otro, que puede ser otros. Dentro de sus textos irradian “mágicos rigores” las formas poéticas y el escritor se afana en otorgarle variables al canon occidental, un nuevo arquetipo en el que su imaginación de poeta se somete a la idea como la noche al día. 

“El go”, escrito al parecer el “9 de septiembre de 1978”, se muestra más allá del bien y del mal, en una extraña síntesis de vida y literatura. Corresponde al Borges posmoderno, que acaso cabría llamar posclásico, que incluye y supera la mirada sobre “Ajedrez”. Las bodas del oriente y el occidente, María Kodama mediante, los viajes, la fama, los premios y la dinámica de sus ideas filosas lo conducen al verso libre sereno y pronunciado —que alterna con el múltiple soneto, el verso blanco, el alejandrino o la página en prosa— donde no hay objeto o forma que no sea otra y tenga su opuesto o sea ninguna; una solidez de dicción creativa que sorprende a partir de mediados del 60 hasta el final de sus días, desde una concepción de lo real que se ha vuelto tan evanescente como inestable. La fecha precisa de “El go”, el tacto de sus discos negros y blancos más antiguos que la escritura, que contienen el número aproximado de los días o los siglos, alumbran también otro laberinto de correspondencias en donde los hombres sabrán perderse como en el truco, el ajedrez, el amor o las horas, al par que recortan un signo de ignorancia, de trascendental ignorancia. 

Y cada uno de los tres poemas implica al otro, los tres son el otro y rasgos parciales de cada una de las facciones de Borges, mientras los temas del autor, en apariencia innumerables, se reducen a una única obsesión encarnada como en un álbum de variaciones. 


3. 

La obra completa de Borges recorre hasta la exasperación la sentencia del filósofo, que repite y repite como su único tema; en verdad, desde su óptica, nuestro único tema. “Mirar el río hecho de tiempo y agua”, ahí está íntegra y abarcativa la definición de lo que puede ser la tarea del poeta y cada texto una mudanza, una varia lección de un desangrarse que se revela tan impiadoso como inapresable. Si estamos hechos de una dura sucesión y cada instante nos vuelve ajenos al que fuimos en el ápice anterior y al que seremos en el porvenir, extraños, en suma, a nosotros mismos, escribir es traducir infatigablemente en voces falsas, visiones lábiles, reiteraciones de algo que precisamente no es verbal. Así, la literatura se convierte en el ejercicio de una nadería. Agreguemos, también, de una gloriosa nadería. Y Heráclito el oscuro siente, junto al río que no cesa, el pavor de ser él mismo ese río, con la consistencia del humo, del reflejo y de lo vano. 

Elegir la profesión de escritor será así no menos curioso que optar por cualquiera de las otras, salvo en lo que tiene de extraño combinar semejante a un tahúr naipes cargados de intención, sopesar monedas desgastadas por la plebe, y restituirles con ilustrada hechicería su fuerza mágica, operaciones donde el texto igual que un golem tosco procura remedar la conciencia de su creador, creatura él también, mientras lo indecible se pierde en otros. Brujo de miles de nadies, vivirá de olvidarse el poeta, para al final en todo caso ser Borges, semejante al Robert Browning de su magnífico poema. 


4. 

Evaristo Carriego de 1930, un reticente elogio del poeta a quien Borges consideraba menor, salvo por el descubrimiento de un enclave para el verso, se comprende a primera vista como un ejercicio de biografía fantástica, pie para diseñar un Palermo de sueños y señalar agudezas sobre el tango, la ética de los cuchillos y los orilleros. Pero Borges, más allá de la prosa por momentos exigida y barroca, vio algo que Carriego también había visto: la viñeta del suburbio trazada por Baudelaire, el sortilegio de la ciudad en la poesía moderna, un contemporáneo espacio abstracto de revelaciones.

A diferencia del barrio de Carriego, fotográfico y presencial, aunque sin voz y sólo librado a la piedad de un sentimentalismo cómplice entre el autor y el lector, el barrio que Borges recupera posee inclinación metafísica, y sobre todo, pasado; un Buenos Aires finisecular, pictórico en los recuerdos de sus mayores, en el legado de sus antepasados, en la palabra de los libros, y en la de los informantes. Por eso el Palermo de Evaristo Carriego, su libro de ensayos, es una suma parcial, una atmósfera transida por pájaros y guitarras al anochecer; patios que albergan lo ancestral y primigenio: “el cielo y la tierra”; y personajes caracterizadores, captados en su interés por los guapos y malevos de renombre, además del ámbito de las modestas casas decentes sometidas a una dudosa medianía o en la inmigración gringa bocetada con clasista humor, a través de calabreses compadritos, temibles “por la buena memoria de su rencor”. 

Y todo se abaja y se degrada al par que se agiganta en el recuerdo. Es una “perdularia odisea”, una majestad rudimentaria y pobre, muchas veces sometida a distorsión, serenidad e irrealismo. En “Versos de catorce”, escribe: “yo presentí la entraña de la voz las orillas, / palabra que en la tierra pone lo audaz del agua / y que da a las afueras su aventura infinita / y a los vagos campitos un sentido de playa”. Los campos, pampa y llanura del criollismo también conviven con el mar y el desierto que después se harán extensiones devastadas, escenarios apropiados para otras configuraciones de la eternidad. 

Las afueras, parejamente, son el afuera de su casa: esa verja que concentraba a Borges niño en el jardín protegido, símbolo del arte y despliegue imaginativo de la lectura. Desde allí construyo su Palermo íntimo, sólo para descubrir mucho más tarde que ya no existía o quizás nunca había sido. Por eso sus ansiosos paseos por calles y barrios desconocidos son un viaje por la vida, un indicio de su joven vitalidad, en lo que tiene de opuesto al arte, a la contemplación y a la reflexión, siempre solitaria. 


5. 

En Borges están relacionados su visión de las orillas, el sur real de sus ancestros estancieros o militares y el culto del coraje. Cuando vuelve de España su decisión de fervor por Buenos Aires suena paradójica por veraz y premeditada. El territorio lírico que elige es el canto de su ciudad y su localidad de origen, redescubierta con afán de novedad después de varios años de residencia europea. 

Esta mirada, abonada por un callejear continuo, rinde homenaje a un deslumbramiento en donde desfilan los poemas a las calles, plazas, patios, cementerios, tomados en distintos momentos del día: albas, atardeceres o estrellas de la noche que sitúan el horizonte de un suburbio. Con el paso del tiempo, su mirada directa se vuelve más mitificadora. Se fija sólo en lo esencial y repetido o directamente emblemático. Los libros Luna de Enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929) revisan los mismos asuntos con más carnadura histórica y evolutiva voluntad estética. “Fundación mítica de Buenos Aires”, por ejemplo, del último libro, además de utilizar el verso medido, síntoma de su desplazamiento a una nueva modalidad, es análogo a esa visión de su Palermo del recuerdo que exhibe en Evaristo Carriego. “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eternacomo el agua y el aire”. 

Lo eterno se revela eterno en virtud de una fuerte selección de rasgos esenciales, una operación que la memoria y el olvido ejercen sobre las cosas, las vidas, las personas, la historia y dejan lo insustituible, que se reproduce para que algo sea recordable o significativo, pero que a su vez se replica en todos y en todo. Va llegando al centro de una estética que configura su modo de entender las cosas y que pronto se habrá de sentir embretada por el mero localismo. Si lo particular concierta con lo general de manera analógica, si cada hombre, cada individuo es un modelo de la especie, no hay necesidad de ceñirse al criollismo. 

Descubre, por fin, antes del doméstico apocalipsis que le abrirá las puertas de la narración, que para ser un poeta nacional, el parricida de Lugones y la sombra de Hernández rediviva, habrá de renunciar al exclusivo argentinismo o más bien a su imaginería porteña. Ya ha levantado el monumento al Buenos Aires mítico, que lo vio nacer y que nació también nuevamente en una manzana de su Palermo viejo: ahora puede renunciar a su destino sudamericano para recuperarlo en innumerables senderos, que en definitiva son siempre el mismo camino hecho de palabras. 

En este sentido, el cuento “El Sur” es simbólico y central en la evolución de la literatura de Borges. “De ‘El Sur’, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo”. Juan Dahlmann, a quien afligen destinos de diferentes sangres como a su creador, está también convocado por el deber del coraje y la pasión por los libros. Ambos designios parecen juntarse al menos en el sueño, cuando Dahlmann acata su extraño mandato de enfrentarse en el duelo a cuchillo y sale a la vasta llanura a dar pelea. Es la enemistad entre la vida real y la vida literaria, además de cierta imagen de entrega a sus sueños y pesadillas literarias, lo que resuelve el ingreso en la llanura del inconsciente creativo; asimismo, la muerte a un heroísmo físico, que signara a sus antepasados, no sólo maternos, según anota Piglia, sino también paternos.

El hecho del accidente que sufrió y el cuento rememora no es menor; ocurrió en la Navidad de 1938. Subía por las escaleras de su departamento de Las Heras y Pueyrredón y chocó con el ala de una ventana. Fue llevado al hospital, donde perdió temporalmente la facultad del habla y padeció una septicemia, mientras estuvo más de un mes entre la vida y la muerte. El cuento “El Sur”, en cambio, es su literaturización posterior, de 1953. El episodio, tal como lo refiere James Woodall, se vuelve insoslayable por lo que determinó en Borges. Durante la convalecencia su madre le leía un pasaje de Out of the silent planet y Borges lloró. Cuando la madre le preguntó por qué, su hijo le respondió: “porque comprendo”. 

Amén de comprender que debía tentar la especie del cuento, con el que estaba a punto de transformar el género de la ficción, quizás entendió —como antes su admirado Conrad había entendido el horror—que debía internarse en el espejo de su país interior, negarse a la luz material, acercarse a los modelos, hasta transformarse él mismo en la versión presente de un metafórico Homero. Arrastrar el barrio y la pampa hacia adentro, confundiéndolos con El Álamo, Ginebra y las voces de las antiguas sagas. Convertirse en Borges, en sus fantasmas, en las sombras de Quevedo o de Chesterton, y en nadie, con esa oquedad misteriosa que toman los grandes, a medida que se van convirtiendo en mitos. 


6. 

Después de su criollismo, el escritor amplía el repertorio de motivos y en lo formal recurre con dedicación al verso medido. Es la época de El hacedor (1960), El otro, el mismo (1964) y las milongas Para las seis cuerdas (1965), que afinan en ese pretérito registro un aspecto que Borges nunca dejó de lado. Aparece en estos términos el argentino universal, el porteño cosmopolita, el hombre de la Biblioteca, donde un lugar ya remite a todos los lugares y un tema puede ser todos los temas. “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden…”

Desde joven, Borges, que se sabía destinado a la ceguera, a un efecto inapelable de su propio transcurso en el tiempo, se exige continuamente la anulación del tiempo, porque conjurarlo es evaporar a su peor enemigo. La literatura, el arte, perderse en esas ficciones, lo salvan del curso sucesivo y lo vuelven intemporal, aunque también irreal e inespacial. 

La ceguera de Borges, si bien es literal, también es literaria. Tal atributo se concede al poeta por antonomasia, al clarividente que percibe la contextura de la realidad opaca para el resto de los mortales. Reconcentrarse en un múltiple punto interior es abismarse en un absoluto, un espacio aleph que parejamente es nada. Un horror al vacío que debe llenarse con palabras laboriosas de sentido: “Es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra”. Y la duplicación del escritor resulta cada vez más perceptible: “Borges y yo” empiezan a ser un oxímoron. En la vida sin sueño, su otro dice: “Entra la luz y me recuerdo; está ahí… me impone las miserias de cada día, la condición humana… minuciosamente lo odio. Advierto con fruición que casi no ve”. Tanto como la limitación de la ceguera lo somete a un deber: “Con el verso / debo labrar mi insípido universo”.

Probablemente la ceguera esté relacionada con el sesgo clásico de Borges, a su búsqueda de la claridad y diafanidad, contrapeso de su desborde imaginativo. Como un heredero del Aufklarung, un dieciochesco iluminista, renunciar a la luz material podría ser apropiarse del reino de la luz total. Ya no ve, como todos, sombras en el fondo de una caverna, sino que ha poblado su interior con la implacable luminosidad de los arquetipos literarios. 

Su clasicismo se manifiesta perfectamente impersonal. Borges siempre tendió a la impersonalidad, pero sobre todo a la negación de la subjetividad desde dos puntos de vista. Desde el sentimiento, “todo rasgo circunstancial es patético” y también desde la disolución del yo: “la personalidad, el yo, es sólo una ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de todos los estados de conciencia”. Un raro humanismo en el que nada nos es ajeno, de manera carnal y abstracta a la vez. Es el otro, él mismo, donde de un modo claro y oscuro, vemos nuestro yo esencial. El destino de uno que espeja el destino del resto. 

También es clásico por su concepto del verso. “Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido; el verso exige la pronunciación”. El uso de la métrica regular habrá de satisfacer el ansia por un esquema memorizable o memorable, digno de recuerdo, donde cualquier variante —desde el endecasílabo en sus figuras de soneto, de cuartetos, de serventesios, de endecasílabos blancos hasta el octosílabo tradicional de las milongas— ajusta una prosodia ideal, de entonación legible. Borges sintió que esas músicas seculares son una utopía del arte, no menos que una aventura y una quimera, aunque también una reencarnación, como lo es cada forma humana en el tiempo. La literatura teje ese tapiz no personal, sobre la hechura de innúmeras versiones precedentes donde se ha dicho todo y el texto se borra y se reescribe, acaso escolio del anterior. En este eterno retorno, que explica la fantasmagoría del presente, somos sombras enigmáticas, como los objetos y los destinos trenzados en infinitas causas secretas, ignorantes móviles de inagotables posibilidades para el porvenir. 

Así como los hombres somos una continuación levemente alterada del pasado en la tierra y convivimos en el presente con nuestro conjeturable e inconcebible futuro, las formas literarias reeditan viejas destrezas, las comentan y las homenajean o refutan y se heredan y se legan de manera vicaria. El hecho de ser autor no pasa de ser una banalidad, una nadería: “Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”, porque el escritor encarna la vivacidad de un amanuense, no un creador. Sólo se limita a recordar o a soñar, que vienen a ser términos sinónimos; acaso también, y he ahí su mérito, a traducir en palabras las visiones de un mundo inaccesible a los que pueden ver. 

Además, las formas clásicas resultan más eficaces para el proyecto de su “pensativo sentir” que consiste en otorgarle transparencia racional a lo sentido. Los tropos y la imaginería sirven de ornato, de comparación o paradoja, dotando de expansión argumental a la confidencia. Usa el soneto narrativo, tan raro, y el soneto inglés con varias rimas, apto para el pareado final aforístico; el heptasílabo, de larga afinidad con la poesía intelectual; los versos alejandrinos, pero no en la dirección del prodigio sino de la eficacia, de la arquitectura del discurso lógico. Justamente, el milagro está en la gravitatoria necesariedad de la palabra y la imagen. El lenguaje usado como un instrumento para subrayar los efectos queridos. Desdeña la originalidad gratuita y recompone una voz, esa vieja voz compartida, donde su estilo deriva hacia las sorpresas de la inteligencia, no al regodeo de la sensibilidad, ni el estupor de lo diverso y raro o la agresión síquica. 

La elección clásica resulta en un vanguardismo sin escolta, insumiso a los ejercicios castrenses de las escuelas y los preceptos: el escribir para ser percibido, ser entendido. El efecto preciso para el lector, que está contado siempre, una suerte de felicidad, que es la cortesía extrema del escritor. Y acaso sea esta excéntrica condición, la de hacerse creer en la literatura, con una fe extensa, siempre más allá y delante de las modas y los sobresaltos ideológicos, además de administrar como nadie el juego equívoco entre las palabras y las cosas, la que le ha dado un rango impar en la posmodernidad del siglo XX, que paradójicamente profesa la levedad de todo. 


7. 

Del laberinto de pasos que proporciona la obra de Borges, la última fase es ancha y casi ajena, más allá incluso del interés por la literatura, que el escritor soporta de manera mecánica, dado que él mismo es metáfora de la literatura. Con precisa distancia entre el hombre que se acaba y el escritor que respira en su tinta, este Borges final rubrica la doble consistencia de haber vivido en el tiempo: tan palpablemente débil y humano como visiblemente intemporal. Sus libros acaso reiterativos, acaso desparejos, acumulan una libertad de fantasía y un señorío sobre las palabras que, dóciles, van a comer de su mano. Una cierta atmósfera abrumada y paródica rodea las - 29 - inagotables variaciones y la captación de motivos que no evitan el lejano oriente. Aparecen los haiku y las tankas, amén de exploraciones sobre las divinidades del Shinto, monedas e inscripciones grabadas en apropiación de la totalidad. No sin fatigar, reasignando los asuntos que le han sido habituales, el recuerdo por sus amigos o escritores estimados, circunstancias concretas, producto de sueños, debilidades o asombros. Y el imperio de las cosas se hace sentir. 

Borges ha sentido fascinación por las cosas. Son signos. Cada una de ellas puede ser otra y otra. En su caso, una metonimia de la eternidad. Brújulas, mapas, llaves, clepsidras ocupan los poemas de Borges y sus ficciones, con carácter simbólico o emblemático. En cada una se cifra el tiempo corporizado. Los espejos son un temible reflejo de la duplicación pero a la vez de la identidad; los mapas, una efigie del cosmos; la brújula, la búsqueda de un destino; la llave, obsesionada por su única cerradura, el instrumento de lo irrevocable y significativo; las clepsidras, semejantes a la misma arena, al mar, la sensación espantosa de la sucesión y el desangramiento continuo de cualquier vida.

Los cuchillos ocupan un lugar preferencial en la obra de Borges. Cuchillos y variantes: espadas, dagas, facones, fiyingos, etc., son los restos virtuales del coraje, de gente dada a la lucha y al valor, de los que no dependen de otros para trazar su propio destino. Acaso su cuento más bello, “El encuentro”, sea una triste síntesis de que las cosas duran más que la gente, porque concentran de manera especial lo que la vida tiene de eterna, sus rasgos peculiares y análogos para toda humanidad.

Cuerpos, simetrías, formas, los cuchillos son el objeto representativo de los hombres de acción. Los malevos de la primera época, después travestidos en gauchos o en vikingos, o en sus variantes militares de cualquier laya, hacedores de un legado. Ahí parece concentrarse una fuerte admiración de Borges hacia sus mayores, próceres de la patria, que vivieron el instante, entregados al juego arriesgado y hermoso de la vida, tan diferentes del hombre sedentario y perdido en la rigidez de los libros, un abstracto contemplativo, hurgador de un pasado ilusorio. Esta vida de puro presente es la fisonomía de la barbarie. El escritor reniega de su contribución literaria al culto de los héroes, pero el hombre añora, tal vez, una fisonomía diferente cuando confiesa: “he cometido el peor de los pecados… no he sido feliz”. 

Esta fugacidad permanente también encuentra representación en los animales que Borges describe y encomia en sus poesías, siluetas vivas y cambiantes del no pensar. El tigre, el leopardo, la pantera, el león, el búfalo, el coyote: “tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo, / nuestra, la torpe vida sucesiva”; el gato: “En otro tiempo estás. Eres el dueño/ de un ámbito cerrado como un sueño”, recorren sus últimas páginas, ejemplares del individuo y la especie, dueños de un éxtasis propio de un sujeto ajeno al verbo que lo describe. Uno el tigre de la jaula, otro el del poema, ambos hechura de palabras, y Borges, invariablemente, buscará al tercer tigre, el que no es verbal. 

Y cada objeto en definitiva funciona como símbolo, un recorte de atributos, una selección de rasgos que lo vuelven universal y arquetípico. Su pluralidad es caos y desorden, la escritura del dios subalterno que redacta en los individuos y las cosas un libro para un demonio. En la obra están sometidos a un orden. El “deber” del poeta consiste en descifrar ese diseño y esas leyes. El mundo con sus seres se vuelve un libro, así como el texto es una versión del universo: “El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer.No hay una cosa / que no sea una letra silenciosa / de la eterna escritura indescifrable / cuyo libro es el tiempo”. 


8. 

La longevidad literaria de Borges no parece vana, antes bien, con la perspectiva del nuevo siglo, una completud. El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975), La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985) aseguran una fisonomía iniciada con timidez en El hacedor, ese libro que reparte aun sin descubrimiento prosa y verso, para después tallarla nítida a partir de Elogio de la sombra. “En estas páginas conviven, creo que sin discordia, las formas de la prosa y del verso”, indica en el gran prólogo del año 69; “prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos. Un volumen, en sí, no es un hecho estético, es un objeto físico entre otros; el hecho estético sólo puede ocurrir cuando lo escriben o lo leen”. Aquí el poeta culmina y expande un concepto de la forma que evapora los inútiles antagonismos entre verso libre y escandido, las líneas y la prosa. Desde esta mirada, practicar con exclusión los ardores de una poesía amétrica, puede ser una mera ingenuidad, los síntomas de una cabeza rígidamente amorfa; por el contrario, recluirse en el regodeo de un corpus musical, una falacia y una constricción. 

Por eso, quizás la precedencia de Borges en el ámbito de lo posmoderno lo exceda y recorte, aunque pueda parecer justa su vinculación con Beckett y Nabokov, en la hipótesis de Calinescu, por ejemplo. Sin embargo, su sistemática aventura de ideas fuertes sobre la debilidad, su indeclinable conjeturo, luego existo que lo hace aferrarse a la palabra como última ratio, lo conducen a la maestría de la decibilidad. Esa que numerosos jóvenes de hoy recusan por sólo moderna, en la incomodidad y el dilema que propone la agonía de las influencias. 

Como en “La muerte y la brújula”, la variedad de registros genéricos y formales propician la coincidencia con el múltiple lector, cuando el poeta es un guía y tirador certero. Un lúcido “harto de prodigios”, que remonta a otro ciego hacia la eterna fraternidad del lenguaje. Así, las cosas piden su forma y no están sometidas a tal o cual opción dogmática, escritas sólo desde adentro, visitadas, revisitadas, combinadas con el manso dominio de la materia en infinitos asuntos: tal como se construyen los laberintos humanos, y se desandan con la naturalidad, el placer o el desasosiego que exigen. 

Posclásico entonces, aunque engañoso y pícaro como en el juego criollo o apretado y grave en el ajedrez del verso y la dicción inexorables, el escritor va llegando a licuarse en esa suma de sí. Un vacío que es un lleno, un satori, punto que flota en el aire y es el aire, el lugar de una heridora melodía, su poema arreciando con el murmullo de la libertad. Allí donde no queda nada del sujeto, del mutante que arrastra su condición de carne, y sólo hay limbos de voces para nuestro espejo y cifra. 

Como círculos de insondable iniciación, los Borges se van sucediendo e implicando y mientras el sesgo del iluminado se agudiza, también lo hace el juego, esa puesta en paréntesis de los sentidos taxativos, una revisitación constante de temas y ocasiones escritas al pasar. Se desprende de artimañas y teorías, se disuelve prolijamente en un repetirse que es abolición y plenitud. Escribe como si hablara con su viejo yo que lo observa satisfecho, viéndose cada vez más lejos de las cosas, de las ideas mismas, más cerca del centro del universo, que siempre estimó una burla digna de consideración. Más cerca de las palabras, la materia que le fue dada para su duelo añorado, más cerca del olvido deseable. Y al mismo tiempo, en merecida paradoja, en pleno corazón del mito. 

“Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, / convergen los caminos que me han traído / a mi secreto centro. / Esos caminos fueron ecos y pasos, / mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, / días y noches, / cada ínfimo instante del ayer / y de los ayeres del mundo, / la firme espada del danés y la luna del persa, / los actos de los muertos, / el compartido amor, las palabras, / Emerson y la nieve y tantas cosas. / Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro, / a mi álgebra y mi clave, / a mi espejo. / Pronto sabré quién soy”. ["Elogio de la sombra"]



Borges como símbolo (Buenos Aires, Audisea & Reflet de Lettres, 2017), conjunto de ensayos borgeanos de Javier Adúriz, Arturo Álvarez Hernández, Franco Bordino, Alejandro Crotto, Nicolás Magaril, Carlos Surghi y Lucrecia Romera publicados en la nueva colección "Cuadernos de Hablar de Poesía"

© 2017, Schiavetta, Bernardo
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres

Foto original color: Javier Adúriz (sin atribución) en su sitio oficial



11/3/18

Jorge Luis Borges: La apostasía de Coifi







Tbe Council closed, the Priest in full career
Rides forth, an armed man, and hurls a spear
To desecrate the Fane...
WORDSWORTH: Ecclesiastical sonnets, I, 17.


La conversión de los reinos germánicos de Inglaterra a la fe de Cristo es uno de los hechos capitales de la historia de Europa; sajones de Inglaterra convirtieron en el siglo VIII a los sajones del continente; anglosajón (sajón de Inglaterra) fue Alcuino que, bajo Carlomagno, reformó las escuelas de Francia. En su historia de la filosofía medieval, Gilson ha destacado lo que representó para el orbe la evangelización de Inglaterra; lo que no se ha dicho, tal vez, es lo casual e insignificante que ese acto, en una mayoría de casos, debió de ser para los primeros prosélitos.

Beda el Venerable, en su libro, habla genérica y despectivamente de ídolos, pero nos consta que los anglosajones adoraban a Tiw, a Woden y a Thunor, cuyos nombres, que traducen los de Marte, Mercurio y Júpiter, aún sobreviven en las voces inglesas Tuesday, Wednesday, Thursday. Rendían culto asimismo a la divinidad telúrica Nerthus (mencionada por Tácito en su Germania) a la que alguna vez dedicaron sacrificios humanos y luego sacrificios de naves. Dejar ese rudimentario panteón por el Dios de Israel y el de la patrística nos parece, ahora, trascendental; conviene no olvidar, sin embargo, que al devoto de muchas divinidades poco debió costarle agregar una al ya numeroso catálogo y que, al principio, agregó un nombre, un sonido, y no una representación muy perspicua*. La conversión no era un cambio ético. Prueban o remiendan esta conjetura las primeras poesías de tema bíblico que se redactaron en Inglaterra; Cristo es el joven Héroe, los doce apóstoles son hombres de guerra que resisten el embate de las espadas y son diestros en el juego de los escudos, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo son vikings. Imagino que para muchos la conversión paradójicamente no fue un acto religioso; fue un reconocimiento de que más allá del orbe germánico, y más fuerte y mayor que el orbe germánico, estaba Roma. De hecho, los bárbaros no sólo se convirtieron a la fe de Jesús sino a la prosa de Cicerón (o, por lo menos, de los padres latinos) y a la poesía de Virgilio. Remotos precursores de ese proceso, los capitanes de las tribus sajonas que irrumpieron en Inglaterra en el siglo V usaban espadas romanas.

La Saga de Njál, en su capítulo 96, ha conservado la simplísima historia de la conversión de un pagano. El misionero Thangbrand canta una misa; el jefe islandés Hall le pregunta para quién celebra esa fiesta. Thangbrand responde que para Miguel el Arcángel y agrega que ese arcángel hace que las buenas acciones de las personas que le gustan pesen más que las malas. Hall dice que le gustaría tenerlo de amigo. Thangbrand le asegura que Miguel será el ángel de su guarda si él se convierte ese mismo día a su fe. Hall accede; Thangbrand lo bautiza y, con él, a toda su gente.

Pero la más famosa conversión operada en el Norte es la de Edwin, rey de Nortumbria; la registra el segundo libro de la Historia ecclesiastica gentis Anglorum de Beda el Venerable. Edwin había tenido una visión en la que un desconocido le reveló la señal de la cruz; sabedor de este sueño Bonifacio V, Siervo de los Siervos de Dios, envió a la reina, que era cristiana, una afectuosa carta, un espejo de plata y un peine de marfil; luego envió al rey un misionero para que éste le enseñara la fe. Edwin reunió a los principales hombres del reino y les pidió consejo. El primero en hablar fue el sumo sacerdote pagano, Coifi. Dijo este prelado: "Ninguno entre tus hombres, oh rey, ha sido más diligente que yo en el culto de nuestros dioses y, sin embargo, hay muchos que reciben de ti mayores beneficios y dignidades y que prosperan más. Si los dioses sirvieran de algo, me habrían amparado más bien a mí, que puse tanto empeño en servirlos. Por consiguiente, si estas nuevas doctrinas, examinadas, te parecen mejores, debemos adoptarlas sin dilación". Otro de los consejeros dijo: "El hombre es semejante a la golondrina, que en una noche de nevadas y lluvias atraviesa esta habitación en que estás comiendo con tus capitanes y príncipes, ante el fuego, y en un instante pasa de la noche a la noche. Así el hombre es visible por un espacio, pero no sabemos qué ocurrió antes ni qué vendrá después. Si esta nueva doctrina nos descubre algo, debemos escucharla".

Todos aprobaron su parecer y Coifi pidió al rey que le prestara su caballo y sus armas. Al sumo sacerdote le estaba prohibido usar armas y montar en caballo entero; Coifi empuñó una lanza y entró a caballo en el santuario de sus antiguos dioses. Ante el estupor general, arrojó entre los ídolos la lanza y prendió fuego al templo. "Así —leemos en la Historia ecclesiastica— el sumo sacerdote, movido por el Dios verdadero, profanó y quemó las imágenes antes consagradas por él".

No hay glosador de Beda que no pondere el símil pascaliano del pájaro, que pasa de la noche a la noche o, para ajustamos al texto con más rigor, del invierno al invierno (de bieme in hiemem regrediens). Fitzgerald, en su ilustre versión de las Rubáiyát, ve nuestros días como una caravana espectral que parte de la nada y llega a la nada; el símil conservado por Beda sugiere que la fe pagana era apenas una mitología, sin la esperanza, o amenaza, de una vida ulterior. Es curiosa y patética la suerte del inventor del símil; aquél no pudo sospechar que el pájaro fugaz de su ejemplo sería también un símbolo de su destino personal de hombre anónimo, que la Historia ilumina unos instantes y que luego se pierde.

Andrew Lang opone su anhelo "de satisfacción intelectual y comprensión del misterio de la existencia" a la superstición de Coifi, "que sólo quería cambiar la suerte y gozar de los placeres de la destrucción" (History of English Literature, 25).

El rey ha presidido la asamblea, pero no ha hablado; Beda se limita a escribir que abjuró el culto de los ídolos y permitió la predicación de la fe**. El silencio dilata su autoridad; vagamente sentimos que los demás son como hipóstasis de la mente del rey, formas de su meditación. Ello, naturalmente, es falso; entiendo que en la escena de la asamblea hay un diálogo tácito, no sospechado por el hombre que la historió.

Éste declara expresamente que el sacerdote profanó sus altares, "movido por el dios verdadero". Para el piadoso historiador, Coifi procedió con sinceridad; en su desaforada abjuración tendríamos la prueba de lo mal que se conocen los hombres; Coifi, sacerdote de violentas divinidades, nunca habría estado tan cerca de ellas como en la hora en que las negó, derribándolas. El hecho es verosímil, pero creo entrever otra explicación.

La conversión del rey acarreaba la de todo su reino; no es un azar que aquél, antes de recibir la nueva fe, convocara a asamblea. En el año 627, el paganismo era todavía una fuerza política; Coifi, sacerdote de Woden o de Thunor, no podía ignorarlo, pero también sentía que esa fuerza estaba decreciendo. ¿No lo olvidaba acaso el rey ("hay muchos que reciben de ti mayores beneficios") y no lo malquería la reina, comprada por el peine y el espejo del italiano? El rey estaba a punto de abominar de la fe de sus padres; ¡qué triste porvenir el de un ex-obispo de los desacreditados demonios! En ese trance, Coifi optó por vender lo que ya virtualmente estaba perdido. Ofreció al rey su complicidad. Dijo: Ninguno entre tus hombres, oh rey, ha sido más diligente que yo en el culto de nuestros dioses y, sin embargo, hay muchos que reciben de ti mayores beneficios y dignidades y que prosperan más, para que Edwin interpretara: Yo, sacerdote de los dioses que has resuelto negar, daré público ejemplo de apostasía; acuérdate de mí cuando sea cristiano tu reino. Cumplió con creces, para forzar el agradecimiento del rey; el episodio de la lanza, del potro y de los ídolos profanados fue, en mi opinión, deliberadamente dramático; fue una premeditada o improvisada ficción escénica.

El fin del cuento se ha perdido. Incendiario, impío y ecuestre, Coifi perdura como sujeto de malas pinturas históricas, pero nada sabemos de su destino ni del posible cumplimiento del pacto.

Seis años después, el rey pagano Penda de Mercia guerreó en el Norte de Inglaterra con Edwin, lo venció y lo mató.











*Racdwald, rey de los anglos, tenía dos aliares: uno, consagrado a Jesús; otro, más chico, en el que ofrecía víctimas a los dioses o "demonios" paganos (Beda, II, 15).
**La versión anglosajona del siglo X traduce idolatría por deofolgild (sujeción, o entrega, a los demonios).


En Entregas de La Licorne, Col. Digital, Biblioteca Nacional de Uruguay
Montevideo, segunda época, Año I, N° 1-2, noviembre de 1953
Luego en: Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Portada e índice del ejemplar de Entregas de La Licorne
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