1/6/17

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El enemigo número 1 de la censura








(Semblanza de Ernesto Gomensoro para hacer las veces de prólogo a su Antología)
Sobreponiéndome al sentimiento que el corazón me dicta, escribo con la Remington esta semblanza de Ernesto Gomensoro, para hacer las veces de prólogo a su Antología. Por un lado, me trabaja la grima de no poder cumplir de un modo cabal con el mandato de un difunto; por el otro, me doy el gustazo melancólico de retratar a ese hombre de valía que los pacíficos vecinos de Maschwitz aún hoy recuerdan bajo su nombre de Ernesto Gomensoro. No olvidaré fácil aquella tarde en que me acogiera, con mate y bizcochitos, bajo el alero de su quinta, no lejos de la vía del tren. La causante de que yo me costease hasta esos andurriales fue la natural conmoción de haber sido objeto de una tarjeta dirigida a mi domicilio, invitándome a figurar en la Antología que por entonces incubaba. El fino olfato de tan remarcable mecenas despertó mi siempre despabilado interés. Además quise tomarle al vuelo la palabra, no fuera a arrepentirse, y decidí llevar de mano propia la colaboración, para evitar las clásicas demoras que suelen imputarse a nuestro correo.[*]
El cráneo glabro, la mirada perdida en el horizonte rural, la anchurosa mejilla de pelambre gris, la boca por lo general provista de bombilla y mate, el pulcro pañuelo de mano bajo el mentón, el tórax de toro y un liviano traje de hilo a medio planchar constituyeron mi primera instantánea. Desde el sillón de hamaca de mimbre, el conjunto atractivo de nuestro anfitrión complementóse presto con la voz campechana que me indicó el banquito de cocina para que me sentase. A efectos de pisar terreno firme, agité a su vista, ufano y tenaz, la tarjeta-invitación.
—Sí —articuló con displicencia—. Mandé la circular a todo el mundo.
Semejante sinceridad me entonó.
En tales casos la mejor política es congraciarse con el hombre que fuera nuestra suerte en las manos. Le declaré con suma franqueza que yo era el reportero de artes y letras de Última Hora y que mi verdadero propósito era el de consagrarle un reportaje. No se hizo de rogar. Escupió verde para aclarar el garguero y dijo con la llaneza que es ornato de las figuras próceres:
—Avalo su propósito de corazón. Le prevengo que no le voy a hablar de la censura, porque ya más de uno anda repitiendo que soy temático y que la guerra contra la censura se ha vuelto mi única idea fija. Usted me rebatirá con la objeción de que hoy por hoy son pocos los temas que apasionan como ése. No es para menos.
—Si lo sabré —suspiré—. El pornógrafo más desprejuiciado observa cada día una nueva traba en su campo de acción.
Su respuesta me dejó sin otro recurso que abrir la boca.
—Ya maliciaba yo que usted agarraría para ese lado. Le reconozco a toda velocidad que poner cortapisas al pornógrafo no tiene mucho de simpático que digamos. Pero ese caso tan cacareado no es más, qué azúcar y qué canela, que una faceta del asunto. Tanta saliva gastamos contra la censura moral y contra la censura política, que pasamos por alto otras variedades que son, con mucho, más atentatorias. Mi vida, si usted me permite llamarla así, es un ejemplo aleccionante. Hijo y nieto de progenitores que fueron invariablemente bochados por la mesa de examen, me vi abocado desde niño a las más diversas tareas. Fue así que me arrastró la vorágine de la escuela primaria, del corretaje de valijas de cuero y, en ratos robados a la fajina, de la composición de uno que otro verso. Este último hecho, en sí carente de interés, avispó la curiosidad de los espíritus inquietos de Maschwitz y no tardó en correr y agrandarse de boca en boca. Yo sentí, como quien ve subir la marea, que el consenso del pueblo, sin distinción de sexo ni edad, recibiría con alivio que yo comenzara a publicar en periódicos. Apoyo semejante me impelió a mandar por correo, a revistas especializadas, la oda ¡En camino! Una conspiración del silencio fue la respuesta, con la excepción honrosa de un suplemento que me la devolvió sin más.
Ahí puede ver el sobre, en un marco.
No me dejé desanimar. Mi segunda carga asumió una naturaleza masiva; remití a no menos de cuarenta órganos simultáneos el soneto En Belén y después, continuando el bombardeo, las décimas Yo alecciono. A la silva La alfombra de esmeralda y al ovillejo Pan de centeno, les cupo, usted no me va a creer, idéntica suerte. Tan extraña aventura fue seguida, con suspenso simpático, por las autoridades y personal de nuestra estafeta, que se apresuraron a divulgarla. La resultante fue previsible; el doctor Palau, ornato y fuste si los hay, me nombró director del director del suplemento literario de los jueves del diario La Opinión.
Desarrollé esa magistratura civil durante casi un año, cuando me echaron. Fui, por sobre todo, imparcial. Nada, apreciable Bustos, me viene a intranquilizar la conciencia a las altas horas. Si una sola vez di cabida a un hijo de mi musa —el ovillejo Pan de centeno, que desaté una persistente campaña de solicitadas y anónimos— lo hice bajo el socorrido seudónimo de Alférez Nemo, con alusión, que no todos captaron, a Julio Verne. No fue sólo por eso que me enseñaron el camino de la calle; no hubo bicho viviente que no me endilgara la culpa de que la hoja de los jueves era más bien el tarro de la basura o, si usted prefiere, la última roña. Aludían, a lo mejor, a la ínfima calidad de las colaboraciones expuestas. La inculpación, a no dudar, era justa; no así la comprensión del criterio que me oficiara de brújula. Más náusea que a los peores Aristarcos me sigue dando la retrospectiva lectura de aquellos papeluchos sin ton ni son, que yo sin tan siquiera hojearlos confiaba al señor regente de los talleres gráficos. Le hablo, como usted ve, con el corazón en la mano: pasar del sobre al linotipo era todo uno y yo ni me tomaba el trabajo de averiguar si eran en prosa o verso. Le pido que me crea: mi archivo atesora un ejemplar en que se repite dos o tres veces la misma fábula, copiada de Iriarte y firmada de manera contradictoria. Avisos de Té Sol y de Yerba Gato alternaban gratuitamente con el resto de las colaboraciones, sin que faltara alguno de esos versitos que los desocupados dejan en el cuarto de baño. Figuraban también nombres femeninos de la mayor expectabilidad, con el número de teléfono.
Como ya lo olfatease mi señora, el doctor Palau terminó por montar el picazo y me dijo dando la cara que la hoja literaria sanseacabó y que no me podía decir que me agradecía los servicios prestados, porque no estaba para bromas y que me fuera al trote.
Le soy sincero; para mí el despido debe atribuirse, por increíble que parezca, a la publicación fortuita de la notable silva El malón, que revive un episodio muy querido en la zona, la devastadora incursión de los indios pampas, que no dejaron títere con cabeza. La historicidad del flagelo ha sido puesta en duda por más de un iconoclasta de Zárate; lo indiscutible es que insufló los gallardos versos de Lucas Palau, martillero y sobrino de nuestro director. Cuando usted, joven, esté por tomar el tren, que le falta poco, le mostraré la silva aludida, que la tengo en un marco. Yo la había publicado, según mi norma, sin fijarme en la firma ni en el texto. El bardo, me dijeron, arremetió con otras versadas que esperaron su turno y que no salieron, porque nunca dejé de respetar el orden de arribo. Adefesio sobre adefesio las iba postergando; el nepotismo y la impaciencia rebalsaron la copa y entonces fue que tuve que encontrar la puerta de salida. Retiréme.
A lo largo de esta tirada, Gomensoro hablóme sin amargura y con evidente sinceridad. En mi rostro se pintaba el recogimiento del que contempla un chancho volando y tardé mi buen rato en articular:
—Seré un obtuso, pero no lo capto de lleno. Quiero entender, quiero entender.
—Todavía no le sonó la hora —fue la respuesta—. A lo que veo, usted no es de esta zona entrañable de todos mis amores, pero por lo obtuso (para repetir su dictamen, no menos objetivo que severo) bien podría serlo, por no haber entendido ni jota de lo que le estoy remachando. Un testimonio más de esa incomprensión difundida fue que la Comisión de Honor de los juegos Florales, que tanto lustre dieron a nuestra pujante localidad, me ofreció ser jurado de los mismos. ¡No habían entendido ni jota! Como era mi deber decliné. La amenaza y el soborno se estrellaron contra mi decisión de hombre libre.
En este punto, como quien ha suministrado ya la clave del enigma, rechupó la bombilla y se encastilló en su fuero interior.
Cuando agotó el contenido de la pavita, me atreví a susurrar con voz de flauta:
—No termino, mi jefe, de comprenderlo.
—Bueno, se lo pondré en palabras a su nivel. Quienes socavan con la pluma las bases de las buenas costumbres o del Estado no desconocen, quiero creerlo, que expónense a pelarse la frente contra el rigor de la censura. El hecho es incalificable, pero comporta ciertas reglas de juego y el que las infringe sabe lo que hace. En cambio veamos lo que pasa cuando usted se apersona a una redacción con un original que es, por donde se lo quiera mirar, un verdadero fárrago. Lo leen, se lo devuelven y le dicen que se lo ponga donde quiera. Le apuesto que usted sale con la certeza de que lo han hecho víctima de la censura más despiadada. Supongamos ahora lo inverosímil. El texto sometido por usted no es una cretinada y el editor lo toma en consideración y lo manda a la imprenta. Quioscos y librerías lo pondrán al alcance de los incautos. Para usted, todo un éxito, pero la insoslayable verdad, mi estimable joven, es que su original, mamarracho o no, ha pasado por la horcas caudinas de la censura. Alguien lo recorrió, siquiera de visu; alguien lo juzgó, alguien lo depuso en el canasto o se lo enjaretó a la imprenta. Por oprobioso que parezca, el hecho se repite de continuo, en todo periódico, en toda revista. Siempre nos topamos con un censor que elige o descarta. Eso es lo que no aguanto ni aguantaré. ¿Comienza usted a comprender mi criterio cuando la dirección de los jueves? Nada revisé ni juzgué; todo halló su cabida en el Suplemento. En estos días el azar, en forma de una súbita herencia, permitírame al fin la confección de la Primera Antología Abierta de la Literatura Nacional. Asesorado por la guía del teléfono y otras, me he dirigido a todo bicho viviente, inclusive a usted, solicitándole que me mande lo que le dé la real gana. Observaré, con la mayor equidad, el orden alfabético. Esté tranquilo: todo saldrá en letras de molde, por más mugre que sea. No lo retengo. Ya estoy oyendo, me parece, las pitadas del tren que lo reintegrará a la diaria fajina.
Salí tal vez pensado que quién me hubiera dicho que esa primera visita a Gomensoro resultaría, qué le vamos a hacer, la última. El diálogo cordial con el amigo y maestro no se reanudaría otra vuelta, por lo menos en este margen de la laguna Estigia. Meses después lo arrebató la Parca en su quinta de Maschwitz.
Repugnante a todo acto que involucrara un mínimo de elección, Gomensoro nos dicen barajó en una barrica los nombres de los colaboradores y en esa tómbola salí yo el agraciado. Me tocó una fortuna cuyo monto superaba mis más brillantes sueños de codicia, bajo la sola obligación de publicar a la brevedad la antología completa. Acepté con el apuro que es de suponer y me di traslado a la quinta, que antaño me acogiese, donde me cansé de contar galpones, atestados de manuscritos que ya orillaban la letra C.
Caí como herido del rayo cuando conversé con el imprentero. ¡La fortuna no alcanzaba para pasar, ni en papel serpentina y letra de lupa, más allá de Añañ!
Ya he publicado en rústica todo ese tendal de volúmenes. Los excluidos, de Añañ para adelante, me tienen medio loco a pleitos y querellas. Mi abogado, el doctor González Baralt, alega en vano, como prueba de rectitud, que yo también, que empiezo con B he quedado afuera, para no decir nada de la imposibilidad material de incluir otras letras. Me aconseja, en el ínterin, que busque refugio en el Hotel El Nuevo Imparcial, bajo nombre supuesto.

Pujato, 1.º de noviembre de 1971
El texto que le llevé fue “El hijo de su amigo”, que el investigador hallará en el corpus de este volumen


Incluido en Nuevos Cuentos de Bustos Domecq (1977) sobre idea de ABC (ver 31.12.71)
Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997



Foto arriba: Último encuentro de Borges y Bioy Casares, 27.XI.1985
Librería Casares, por Julio Gustozza
incluida en ABC: Borges Cortesía de Miguel Ruibal [+]


31/5/17

Jorge Luis Borges: Arpías





Para la Teogonía de Hesíodo, las Arpías son divinidades aladas, y de larga y suelta cabellera, más veloces que los pájaros y los vientos; para el tercer libro de la Eneida, aves con cara de doncella, garras encorvadas y vientre inmundo, pálidas de hambre que no pueden saciar. Bajan de las montañas y mancillan las mesas de los festines. Son invulnerables y fétidas; todo lo devoran, chillando, y todo lo transforman en excrementos. Servio, comentador de Virgilio, escribe que así como Hécate es Proserpina en los Infiernos, Diana en la tierra, y Luna en el cielo, y la llaman "diosa triforme", las Arpías son Furias en los infiernos, Arpías en la tierra y Demonios (Dirae) en el cielo. También las confunden con las Parcas.
Por mandato divino, las Arpías persiguieron a un rey de Tracia que descubrió a los hombres el porvenir o que compró la longevidad al precio de sus ojos y fue castigado por el sol, cuya obra había ultrajado. Se aprestaba a comer con toda su corte y las Arpías devoraban o contaminaban los manjares. Los argonautas ahuyentaron a las Arpías; Apolonio de Rodas y William Morris (Life and Death of Jason) refieren la fantástica historia. Ariosto, en el canto treinta y tres del Furioso, transforma al rey de Tracia en el Preste Juan, fabuloso emperador de los abisinios.
Arpías, en griego, significa "las que raptan", "las que arrebatan". Al principio, fueron divinidades del viento, como los Maruts de los Vedas, que blanden armas de oro (los rayos) y que ordeñan las nubes.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges por Brenno Quaretti



30/5/17

Jorge Luis Borges: Presencia de Miguel de Unamuno






29 de enero de 1937

Sospecho que la obra capital de cuantas escribió Unamuno es El sentimiento trágico de la vida. Su tema es la inmortalidad personal: mejor dicho, las vanas inmortalidades que ha imaginado el hombre, y los horrores y esperanzas que nos impone esa especulación. A muy pocos elude ese tema; los españoles y los sudamericanos afirman, o brevemente niegan, la inmortalidad, pero no tratan de discutirla o de figurársela. (De lo mismo cabe derivar que no creen en ella.) Otros consideran que la obra máxima es su Vida de Don Quijote y Sancho. Decididamente no puedo compartir ese parecido. Prefiero la ironía, las reservas y la uniformidad de Cervantes a las incontinencias patéticas de Unamuno. Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo, en estilo efusivo; nada gana el Quijote, y algo pierde, con esas azarosas exornaciones tan comparables, en su tipo sentimental, a las que suministra Gustavo Doré. Las obras y la pasión de Unamuno no pueden no atraerme, pero su intromisión en el Quijote me parece un error, un anacronismo.

Quedan los discutidores Ensayos —quizá la obra más viva y duradera de cuanto escribió—, quedan su novela y su teatro. Quedan los tomos de poesías, también. Uno de ellos —el Rosario de sonetos líricos, publicado el año 1911 en Madrid—, lo muestra, en mi opinión, totalmente. Se dice que a un autor debemos buscarlo en sus obras mejores; podría replicarse (paradoja que no hubiera desaprobado Unamuno) que si queremos conocerlo de veras, conviene interrogar las menos felices, pues en ellas —en lo injustificable, en lo imperdonable— está más el autor que en aquellas otras que nadie vacilaría en firmar. En el Rosario de sonetos líricos no faltan las virtudes, pero lo cierto es que las «lacras» son más notorias —y son características de Unamuno.

La impresión inicial es del todo ingrata. Verificamos con horror que un soneto se llama «Salud no, ignorancia», otro «La manifestación antiliberal», otro «A Mercurio cristiano», otro «Hipocresía de la hormiga», otro «A mi buitre». Damos quizá con este verso: 

los en brote y los secos son los mismos ramos

o con esta cuarteta:

No de Apenino en la riente falda,
de Archanda nuestra la que alegra el boche,
recogí este verano a troche y moche
frescas rosas en campo de esmeralda,

y sentimos la vasta incomodidad del hombre que sorprende, sin querer, un secreto ridículo en una persona que aprecia. Sin mayor esperanza, iniciamos una lectura metódica. Gradualmente, los rasgos sueltos se organizan, se atenúan y se confirman, «para dar al mundo (lo estoy diciendo con palabras de Shakespeare) la certidumbre de un hombre». La certidumbre, casi la presencia carnal, del hombre Miguel de Unamuno. 

Todos los temas de Unamuno están en este breve libro. El tiempo:

Nocturno el río de las horas fluye
desde su manantial que es el mañana eterno...

La creencia general ha determinado que el río de las horas —el tiempo— fluye hacia el porvenir. Imaginar el rumbo contrario no es menos razonable, y es más poético.

Unamuno propone esa inversión en los dos versos anteriores; ignoro si llegó alguna vez, en el curso de su numerosa producción, a defender su tesis...

La fe como sustancia del porvenir, según la definición de San Pablo. El deber moral de conquistar la fama y la inmortalidad aparecen reflejados en los siguientes endecasílabos:

Yo te espero, sustancia de la vida:
no he de pasar cual sombra desvaída
en el rondón de la macabra danza,
pues para algo nací; con mi flaqueza
cimientos echaré a tu fortaleza
y viviré esperándote, ¡Esperanza!

El apetito generoso de eternidad, el temor de que se pierda el pasado:

Es revivir lo que viví mi anhelo
y no vivir de nuevo nueva vida,
hacia un eterno ayer haz que mi vuelo
emprenda sin llegar a la partida,
porque, Señor, no tienes otro cielo
que de mi dicha llene la medida.

La valerosa fe del incrédulo:

... Sufro yo a tu costa
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.

El parejo amor de sus dos regiones de España:

Es Vizcaya en Castilla mi consuelo,
y añoro en mi Vizcaya mi Castilla.

No es imposible (y sin duda es inofensivo) asimilar todos los géneros literarios a la novela. El cuento es un capítulo virtual, cuando no es un resumen, la historia es una antigua variedad de la novela histórica, la fábula, una forma rudimental de la novela de tesis; el poema lírico, la novela de un solo personaje, que es el poeta. El centenar de piezas que componen el Rosario de sonetos líricos nos da la plenitud de su personaje: Miguel de Unamuno. Macaulay, en alguno de sus estudios, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre lleguen a ser los íntimos recuerdos de miles de otros. Esa omnipresencia de un yo, esa continua difusión de un alma en las almas, es una de las operaciones del arte, acaso la esencial y la más difícil.

Yo entiendo que Unamuno es el primer escritor de nuestro idioma. Su muerte corporal no es su muerte; su presencia —discutidora, gárrula, atormentada, a veces intolerable—, está con nosotros.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Miguel de Unamuno y Jugo at the University of Salamanca, January 1900
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29/5/17

Jorge Luis Borges: Entrevista con José Manuel Fajardo [Madrid, 8 de julio de 1982]






Fue hace ya más de treinta años, el 8 de julio de 1982, en un hotel de Madrid cercano a la plaza de Santa Ana. Yo vivía entonces en aquel barrio, tenía veinticinco años de edad, colaboraba como periodista en el diario Informaciones y soñaba con ser escritor, pero lo que escribía me producía siempre un terrible desaliento. Mis textos distaban años luz de lo que imaginaba al escribirlos, carecían del latido que, como buen lector apasionado que era, encontraba en los autores que admiraba. De entre todos ellos había uno que reunía a mis ojos todas las virtudes: la prosa deslumbrante, el verso sabio, la concisión y la claridad, la ironía y el humor, la fantasía y la erudición, la intensidad y la precisión: Jorge Luis Borges.

Por eso, cuando llegué a la habitación del hotel y una mujer de melena lacia y entrecana me abrió la puerta y vi a Borges sentado en una silla, cerca de la ventana, comprendí que la entrevista que debía hacerle para el periódico sería un desastre. ¿Qué tenía yo que decirle a un autor como él? Toda mi juvenil pedantería se me vino a los pies de golpe, dejándome ante sus ojos ciegos tal y como yo era: un periodista con más ganas que talento, sin apenas experiencia de la vida, amante de la lectura pero tan ignorante de tantas cosas, tan inseguro de las pocas que conocía y tan ansioso por llegar ya a tocar mis sueños, que quemaba etapas en mi imaginación, dándomelas de escritor ante los demás cuando dentro de mí todo eran dudas. ¿De qué iba a hablar con Borges? ¿De su obra? ¿De su vida?

De repente, todo lo que había leído de él parecía haberse borrado de mi memoria. No estaba siquiera seguro de los títulos. ¿Era Abencaján el bojarí, encerrado en su laberinto o era Abencaján el bojarí, muerto en su laberinto o Abencaján el bojarí, prisionero de su laberinto? Por la documentación sabía que Borges no solía dar muchos detalles de sí mismo y, además, en aquella época las biografías de los escritores sólo me interesaban si resultaban “literarias”, trufadas de pasión y locura, como en el caso de Zelda y Scott Fitzgerald. La aparente morigeración borgeana no había despertado mi curiosidad, de modo que apenas sabía nada de su vida privada. Ni siquiera que la mujer que me había abierto la puerta era María Kodama y no meramente su secretaria, como publiqué en la entrevista. Ahora, al releerla en este recorte de papel avejentado que dormita en mi archivo desde hace décadas, veo casi con ternura que incluso escribí mal su nombre. Puse: “María Kudema”. Eso era yo: un ignorante. 

Hoy no recuerdo cómo supe que Borges estaba alojado en aquel hotel. Supongo que me lo dijo alguien de Alianza Editorial, en cuyas ediciones de bolsillo había leído yo la mayor parte de sus textos. ¿Tal vez mi amigo Andrés Laína, que trabajaba allí? No me acuerdo, lo que sí sé es que aquella mañana, nada más enterarme, llamé al hotel para proponer una entrevista. Respondió una voz de hombre.

−¿Puedo hablar con el señor Borges? —pregunté.

−Sí, soy yo.

Durante un segundo me quedé bloqueado, no esperaba que fuera él quien respondiera. Entonces pensé en la cantidad de ocasiones en que habría sonado el teléfono en alguna habitación de hotel del mundo y Borges habría respondido, sí, soy yo, y al otro lado de la línea un periodista le habría dicho que quería hacerle una entrevista. Le expliqué quién era yo y lo que quería, sin la menor esperanza de que fuera a darme cita. Cuando terminé, me preguntó:

−¿Y cómo dijo que se llama, joven?

−José Manuel Fajardo —repetí, mientras me decía a mí mismo que si mi voz resultaba tan juvenil por teléfono, a pesar de mis esfuerzos por parecer un veterano periodista, la negativa estaba asegurada.

Tardó unos segundos en hablar, como si mi nombre tuviera algo particular que mereciera ser estudiado. Por fin dijo:

−Ah, Fajardo… como Saavedra Fajardo. ¿Puede venir esta tarde?

[Avisé al periódico de que tenía cita para esa misma tarde con Borges y me prometieron un espacio en primera página. Nada de lo que había escrito hasta entonces había aparecido en la primera de un periódico. Cuando entré en la habitación del hotel, Borges volteó hacia mí la cabeza y con un gesto del brazo me invitó a sentarme en la silla que había frente a él. “Perdone que no me levante”, se excusó, “he tenido un leve accidente, por eso he tenido que quedarme estos días en Madrid”. Tomé asiento y él volvió a colocar las dos manos sobre el mango de su bastón, que utilizaba como punto de apoyo incluso sentado. Iba ataviado elegantemente con un traje de chaqueta y, tanto al hablar él como al escuchar mis preguntas, su cabeza permanecía levemente alzada y echada hacia adelante, como quien quiere ver algo a lo lejos, mientras sobre sus ojos muertos, que permanecían inexpresivos cuando sonreía —con una sonrisa amplia que parecía extrañamente juvenil— pesaban unos párpados a media asta. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Borges empezó a hablarme de su ceguera. En 1955, él, de cuya voracidad lectora da cuenta su obra, dejó de poder leer libros. Después la oscuridad lo fue engullendo poco a poco].

−Es un mal hereditario, mi padre ya murió ciego —me explicó y añadió con un tono en el que entonces yo quise ver la sombra de la ironía: −Conmigo, como no tengo hijos, cesa esta triste dinastía.

[Sin embargo, ahora, cuando releo la entrevista y evoco las imágenes que mi memoria recupera (qué extraño, no recuerdo la voz de Borges aquel día, sólo sus gestos), sin saber cuánto hay en ellas de cierto y cuánto de reinvención, me digo que no había ironía alguna en su comentario. Hoy lo evoco como una afirmación en la que había tristeza y fatalidad y resignación. Pero yo estaba empeñado en encontrar al Borges que había imaginado leyendo sus libros y, con la fanática disciplina del entusiasta, me atuve a ese propósito durante toda la conversación. A ese propósito y al de resultar lo más inteligente posible en mis preguntas y comentarios, por supuesto. Lo último que deseaba era que Borges pudiera pensar de mí que era un pobre diablo. Si lo pensó, tuvo la generosidad de no expresarlo, aunque yo creo que, en el fondo, mis esfuerzos le divertían, pues a lo largo de la conversación apostilló cada tanto mis palabras con frases del estilo de “nunca lo había pensado” o “si usted lo dice, será verdad”.

Quise empezar hablando de las dos vertientes contrapuestas de su narrativa, la fantástica y la de sus relatos realistas de tema arrabalero, pero Borges me señaló que esa división era cosa del pasado: “Ya no voy a volver al tema arrabalero, ese es un tipo de vida que ya no existe, aunque quizá por ello adquiere una dimensión mítica. La memoria tiende a mitificar lo pasado y no creo que sea desdeñable el papel que juegue en ello la imaginación”].

Hablamos durante unos minutos sobre los vínculos de la fantasía y la realidad y él insistió en que la escritura realista era un “episodio pasajero” dentro de su literatura. Después pasamos a la poesía. Ya entonces, yo era un apasionado de la poesía de Borges, pasión que se ha acrecentado con los años. Hay versos que tienen el resplandor de una escultura de mármol, perfectos en su ritmo y forma, como el célebre poema a un gato:

No son más silenciosos los espejos
Ni más furtiva el alba aventurera;
Eres, bajo la luna, esa pantera
Que nos es dado divisar de lejos…

Se lo dije y él me respondió:

−Me gustan más mis poemas que mis cuentos. Pero se supone que no, que los cuentos son superiores a la poesía. La poesía es más inmediata, más próxima. De todos modos, sí puedo decirle que no soy un escritor frío, como se ha dicho. Creo que hay una gran ternura en toda mi obra. [Si entonces hubiera leído su poema What can I hold you with? (lo leí veinte años más tarde), escrito originalmente en inglés y traducido al español con el título de ¿Con qué puedo retenerte?, y hubiera conocido sus versos apasionados...

Te ofrezco explicaciones de ti misma, teorías sobre ti misma,
auténticas y sorprendentes noticias de ti misma.
Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón;
trato de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota.

...habría tenido que darle la razón. Y si aquella conversación que me esfuerzo por rescatar del olvido tuviera lugar hoy, en esta casa de un pequeño pueblo de la Provence francesa donde estoy de paso, seguiría sin dudar el hilo de aquel comentario, trataría de ahondar en la incomprensión que, incluso en plena fama y reconocimiento, sufre tantas veces el autor, le habría preguntado por el vínculo privado del autor con su obra, tantas veces en contradicción con la visión que los otros tienen de ella. Pero entonces no lo hice, pasé de largo ante el tono confesional que Borges había dado a sus palabras y me lancé a una larga y pretendidamente erudita pregunta sobre la complejidad del lenguaje y las opiniones de Chesterton].

Y Borges, echándose hacia delante, como si fuera a murmurar un secreto, me respondió algo que, leído ahora, me resulta casi cariñoso, como un guiño hacia mis esfuerzos:

−Yo empecé siendo barroco, como todos los jóvenes. Trataba de imitar a Saavedra Fajardo, a Quevedo, pero me di cuenta que no necesitaba artificios. Tenía que resignarme a ser Borges. [Resignarse a ser Borges. Aquella frase me arrancó una sonrisa. ¡Ya quisiera yo esa resignación! Borges bromeaba, estaba seguro. Recuerdo perfectamente ese pensamiento, que me reafirmaba en mi visión del escritor argentino como una inteligencia irónica en estado puro. No percibí la indirecta que suponía la invocación de nuevo de Saavedra Fajardo, ni la confesión de que eran la frustración y la tenacidad, aliadas, las que permitían a un escritor llegar a tener su propia voz. Discretamente, Borges acababa de regalarme un consejo y a mí sólo se me ocurrió preguntarle por qué había calificado a Quevedo de “literato de literatos”].

−Porque a Quevedo lo que le interesa es sobre todo el lenguaje —me respondió, echándose hacia atrás en la silla, en un gesto que, me parece, era de resignación ante mi falta de empatía—, la suya es una grandeza verbal. A Cervantes, por el contrario, le interesaban más los hombres, los seres humanos.

[¿Era otro mensaje? ¿Una sutilísima apostilla a mi incapacidad de percibirle como ser humano, como persona, a mi empeño en verle tan sólo desde su escritura, desde sus palabras? No puedo estar seguro, pero eso es lo que ahora creo, aunque entonces esa idea ni se me pasó por la cabeza. Decidí entrar en el tema de las influencias literarias, algo inevitable en un autor que tanto ha escrito sobre otros escritores y otras literaturas: de Shakespeare a las sagas islandesas, de Luís de Camões a Jonathan Swift. Autores y textos europeos en muchos casos, le hice notar, a lo que Borges respondió: “Pero es que Europa es nuestro pasado, yo no me siento heredero de los indios, si dijera lo contrario estaría mintiendo. Además, no tiene más que mirarme”. En efecto, en su rostro de argentino de estirpe criolla y antepasados anglosajones y portugueses no había traza de rasgos indígenas. Involuntario testimonio del pasado de Argentina, uno de los territorios americanos donde el exterminio de los aborígenes resultó casi completo].

−En un texto afirmó usted que todo autor crea sus precursores…

−Ah, sí, fue en un artículo sobre Kafka.

−¿Qué precursores ha creado usted, señor Borges?

Ahí hizo una pausa y por fin respondió:

−Yo, bueno, yo soy un discípulo menor de Quevedo, Chesterton, Shaw… y desde luego de los clásicos latinos.

−¿Y de la literatura fantástica anglosajona?

−Sí, claro, yo he leído mucho de ella…

−Quizá sea vía Lewis Carroll y Jonathan Swift que le viene a usted esa pasión por la paradoja.

−Es muy posible, Carroll es un autor delicioso y sus Alicias son inolvidables…

−¿Cree usted que puede hablarse de una literatura fantástica latinoamericana?

−¿Por qué no? Yo creo que toda literatura es fantástica o con el tiempo se vuelve fantástica. Le diría que no sé si la literatura realista es realmente posible. Hay que pensar que las palabras no son más que convenciones, la realidad no está solo compuesta de palabras, hay también objetos, hechos, pensamientos… Exagerando, yo no sé hasta qué punto luna es una traducción fiel de la palabra moon. Creo que cada idioma es un modo de sentir el Universo.

−Sin embargo, usted es también traductor…

−Bueno, ya le dije que estaba exagerando.

[En la entrevista publicada, a continuación de este diálogo yo escribí: “Exagera, ironiza, asiente ahora tímidamente… está alerta tras su trato educado, cordialmente respetuoso, divertidamente alerta”. ¿Alerta? ¿Ante quién? ¿Ante mí? No creo haber escrito en toda mi vida un texto más presuntuoso y pagado de sí mismo que esas pocas líneas. Si yo hubiera sido mi redactor-jefe en el diario, habría borrado directamente semejante estupidez al editar la entrevista. Pero el texto pasó y fue publicado, para que hoy pueda yo avergonzarme retrospectivamente.]

[Acto seguido, Borges regresó por un momento al tono confidencial que yo antes había ignorado olímpicamente. “Me gustaría visitar tres países: Rusia, China y la India”, dijo y como si tales países fueran metáforas, empezó a hablar de poesía de nuevo, “todas las artes tienden a la condición de la música y el inglés, en poesía, tiene la virtud de sus palabras monosilábicas”. Podría haberle preguntado si por eso había escrito él algunos poemas en inglés, pero yo no sabía entonces que lo había hecho. Lo que hice fue preguntarle sobre su relación con el cine, algo que bien pensado no dejaba de ser paradójico en un escritor ciego.]

−Escribí sobre cine durante muchos años. Entonces me gustaban mucho los western y los filmes de gangsters. Chaplin, sin embargo, no me gusta: es egoísta y demasiado sentimental. Prefiero a Buster Keaton, aunque ya nadie se acuerda de él…

[Hablamos durante un rato de las películas de Keaton, de El maquinista de la General, El héroe del río y Siete ocasiones, y siguiendo el hilo de su memoria visual, nos adentramos en el tema del laberinto, uno de los temas centrales de su literatura. “En mi idea de laberinto”, me explicó, “está presente la influencia de las obsesionantes obras de Kafka”. E inevitablemente evocamos el relato La casa de Asterión, con su Minotauro melancólico, y el de Abencaján el Bojarí…, cuidándome de no enunciar el título entero porque seguía sin estar seguro de cómo era, y el de Los dos reyes y los dos laberintos].

−Antes hablábamos de sus influencias —añadí—, pero creo que olvidamos citar la presencia de Oriente en su obra.

−Claro, tenga usted en cuenta que yo, de niño, leí las Mil y una noches y La Biblia, y creo que con esas lecturas basta para despertar el interés sobre estos temas. Además, me atrae enormemente la Cábala. Recientemente mantuve unas conversaciones en Jerusalén sobre ella. No creo que sea extraño, pues, que el laberinto, el destino y la paradoja estén presentes en mis relatos.

[Esas palabras me despiertan, treinta años después, reflexiones sobre mi propia condición de escritor, ahora que llevo más de veinte publicando libros. Yo no me declaro discípulo de Borges, ni siquiera menor. Su obra y su genio son algo que he podido disfrutar sin haber sabido nunca qué hacer con ello. En un momento de temeridad (que coincidió con esas vacaciones del yo que, contra lo que se cree, representa escribir una novela) me he atrevido incluso a atribuirle una frase que en realidad es mía: “Ser todos los hombres es infinitamente más fácil que ser uno solo”. Pero se trataba de una broma literaria, un guiño al lector cómplice que me leyese y al lector cómplice que fui yo cuando leía a Borges. Sin embargo, según pasa el tiempo me voy dando cuenta del modo en que su obra me ha influido a la hora de escribir. A él le debo, conscientemente, el interés por las sagas islandesas que me llevó a escribir el relato de la epopeya viking y la primera presencia europea en América, bautizada por Leif Erikson como Vinland. Sé que la gran biblioteca del protagonista de mi novela Mi nombre es Jamaica es un homenaje a la borgeana biblioteca-mundo presente en su libro Ficciones. Y sospecho que mi interés por la historia de los judíos españoles, tanto en su diáspora sefardí como en la tragedia de los criptojudíos que padecieron persecución en España, debe mucho al propio interés de Borges por la Cábala y por la historia del judaísmo, presente en poemas como El Golem o relatos como Emma Zunz.

Claro que todo esto sólo lo he sabido o deducido a posteriori, porque uno lee y olvida y es en el olvido que la lectura se vuelve fructífera. También porque no es lo mismo querer escribir un libro, como me ocurría entonces, incluso estar escribiéndolo, que haberlo escrito. La obra terminada ofrece otra perspectiva sobre el proceso creativo, también sobre uno mismo, nos modifica. O quizás sólo nos ayuda a levantar en parte los velos de la ceguera con que empezamos a andar el camino de la escritura. Lo que no es poca cosa.

Me doy cuenta de que en este escrito, hasta ahora, he hablado bastante mal de mí, del joven pretencioso que era yo entonces. Voy a romper una lanza en su favor. Si mis limitaciones eran muchas, al menos supe dejar testimonio, al escribir aquella entrevista, de los gestos y las palabras de Borges que hoy me permiten reinterpretarla de manera diferente. No tuve la lucidez para comprenderlo entonces, pero sí la artesana habilidad de dar fe de lo ocurrido.

Así, reproduje algunas frases de la conversación con Borges que cerraron nuestra charla y que, leídas por quien soy hoy, me llevan de nuevo a desmentir al joven periodista que era].

Después de explicarme la dificultad de escribir desde la ceguera —“antes de ponerme a dictar tengo que trabajar con multitud de esquemas y resúmenes mentales, lo que hace que el trabajo sea muy lento”—, Borges me habló muy elogiosamente de la obra de Gabriel García Márquez, de la guerra de las Malvinas, que terminaría una semana después de nuestra conversación y que él repudiaba abiertamente, y mostró un tremendo pesimismo:

−Para ustedes, en España, pese a los problemas, aún hay esperanzas. Yo no sé si las hay para mi país.

Un pesimismo que, treinta años después, se podría expresar en términos exactamente opuestos.

Aunque en ningún momento dio muestras de impaciencia o de fatiga, me di cuenta de que debía poner punto final a la entrevista. La charla se había vuelto un poco errática, saltando de un tema a otro. Decidí hacerlo de manera periodística: le pregunté por su próximo libro.

−Es un libro de relatos, pero tan sólo llevo escritos unos pocos. Espero que salga el año que viene en Alianza Editorial.

−¿Por qué otra vez relatos? —repliqué. Está claro que el aspirante a escritor que yo era no se resignaba a dejar que fuera mi yo periodista quien hiciera la última pregunta—. ¿Por qué esa obsesión por el resumen, por el cuento?

−Porque soy un haragán —y Borges lanzó una amplia sonrisa al vacío que le rodeaba. Tengo miedo de estropear las cosas. Si escribo mucho, las echo a perder.

Después de estas palabras, en la entrevista se lee mi comentario final: “Evidentemente, nadie puede creerle. Borges, una vez más, bromea”. Nada más falso. He releído una y otra vez esa entrevista, para glosarla aquí, y no veo broma alguna en ella. La cordialidad, el humor ligero y un tanto amargo, se me aparecen hoy como las maneras de un hombre consciente de hallarse al final del camino que, sin embargo, ha decidido hablar con un joven desconocido. ¿Por qué? Ahora intuyo que, en realidad, lo hizo con la esperanza de poder hablar de Saavedra Fajardo, un pensador español del siglo XVII, diplomático en plenas guerras europeas, autor de tratados políticos y de una satírica crítica literaria titulada La república literaria, que aparte su erudición (rasgo que seguramente admiraba Borges) da testimonio de cómo la crítica, aún la más avispada, suele ignorar buena parte de las obras de su tiempo que están llamadas a pasar a la posteridad: Saavedra Fajardo no dice una palabra, por ejemplo, de Cervantes y su Quijote. Todas estas cosas las sé hoy, claro, entonces no conocía más que su nombre por los libros de Historia.

Al Borges con quien conversé aquella tarde de 1982 lo veo en mi memoria como un hombre viejo y casando al que, entonces no lo podía saber, apenas le quedaban cuatro años de vida. Un hombre que intentó hablar conmigo sobre un personaje del barroco que no tenía ninguna actualidad periodística, quizá porque le divertía la coincidencia de apellidos, quizá porque era una manera de regresar a su juventud y a sus lejanas lecturas, quizá porque también estaba cansado de hablar siempre sobre ese otro Borges que, según él mismo decía, ocupaba su lugar y concedía entrevistas y publicaba libros. Sin embargo, fue a ese otro Borges público al único al que pregunté durante aquella conversación, para hablarle de todo aquello sobre lo que él ya había hablado mil veces. Al Borges privado, al que se asomó en algunos momentos de la charla esperando vanamente de mí algo que no podía darle, a ese no le dirigí una sola palabra.

Por eso, en mi recuerdo, aquella conversación ha tomado casi la forma de una parábola: la de quien, no estando ciego, se muestra incapaz de ver a quien tiene delante y se convierte de hecho, para esa otra persona, en un mudo… por mucho que hable.


En semanario Zenda Libros4 de enero de 2017
Jorge Luis Borges en el Hotel Palace, Madrid, 1980, Foto Jordi Socías

28/5/17

Joaquín Soler Serrano: Simplemente, Borges






«Mi maestro Rafael Cansinos Assens habló una vez
de mi estilo numismático. Es una linda frase. 
Ojalá yo hiciera monedas».


Toda entrevista es un poco como un match. Está uno lleno de preocupaciones e inquietudes, derivadas de un sentido de la responsabilidad que se hace cada día más exigente, y, en especial, cuando uno conoce sus limitaciones y advierte los abismos que hay entre la talla gigantesca del personaje y la propia y extrema poquedad. El estudio de todos los datos que es posible reunir sobre el invitado, la relectura sistemática de su obra —por copiosa que ésta sea— y el análisis de los textos periodísticos que reflejan críticas, opiniones, ataques y alabanzas constituyen un equipaje elemental, si se quiere, pero indispensable para asistir al tête-à-tête con el entrenamiento necesario.
Pero la inquietud, el nerviosismo, el trac suelen acompañarme hasta que el programa se inicia. Aun a pesar de la previa reunión con el personaje en torno a un almuerzo que hace las veces de «conector» y establece ya los primeros fluidos de la comunicación (o que los reanima y hace más intensos en los casos en que entrevistador y entrevistado tenemos ya un conocimiento anterior), me siento consciente de la dificultad que entraña cada uno de estos encuentros, y de que toda concentración será poca en el empeño de que el personaje nos dé la mayor parte posible de sí mismo, de que no se nos puedan escapar áreas verdaderamente importantes de su vida y, en definitiva, de que se establezca cuanto antes —y ya no se rompa— el «clima» relajado, íntimo, casi confesional, propicio a la evocación y la confidencia.
Todo ello se acrece cuando el personaje tiene la envergadura del genio, como es el caso de Jorge Luis Borges, cuyas pinturas periodísticas nos lo presentaban como un ser arbitrario, de respuestas ácidas y reacciones imprevisibles.
Nuestro primer encuentro se produjo en el restaurante en el que íbamos a almorzar, para pasar seguidamente al estudio número 5 de Prado del Rey. Estaba sentado en mangas de camisa, de espaldas, tenía a su lado a María Kodama, su discípula y colaboradora japonesa, había una silla vacía a su izquierda que me estaba destinada, y en el otro lado de la mesa se hallaba mi compañero Ricardo Arias (que asiste a estos almuerzos para iniciar ya un estudio del rostro, de los gestos faciales, de los ademanes, incluso de la cadencia de sus períodos verbales, lo que le documenta espléndidamente para dar a la realización los planos, luces y tempos que mejor ilustran al espectador sobre el hombre que tiene ante sus ojos) y el equipo de relaciones públicas que ponemos al servicio del invitado desde que aterriza en Barajas.
Debo decir que «conectamos» casi instantáneamente. Comenzamos a hablar en seguida de las cosas más diversas, el maestro me agarró del brazo al cabo de unos minutos e, inclinándose hacia mí, dijo:
No vamos a tener problema. Siento que nos entendemos muy bien.
Y un rato más tarde, cuando ya servían el postre, el viejo minotauro remató su juicio:
Pregúnteme todo lo que quiera, todo, todo… A usted le contesto lo que desee.
Los críticos escribieron que aquel espectáculo fue un verdadero festival intelectual. No sólo Borges se olvidó del reloj y de las cámaras, sino que yo mismo fui arrastrado por aquella corriente avasalladora de talento, de simpatía, de comunicación fácil y profunda, y la entrevista, que debía quedar en una hora, rebasó los noventa minutos.
Desde aquel día, Borges —que era uno de mis escritores predilectos— fue también uno de «mis personajes favoritos». Luego le he visto otras veces, le he entrevistado para «Siete días», para «Perfiles», he conversado con él en hoteles, calles, despachos, recepciones, en su propia casa, y siempre me he sentido conmovido y gozoso de haber obtenido el don de estar tan cerca del mundo borgiano, de haberle escuchado mil cosas fascinantes, y de haberme sentido envuelto en una amistad noble y generosa.
Voy a ver si soy capaz de resumir algunos de los momentos de aquel «A fondo» inolvidable, aunque confieso —esta vez el trac es de otro orden— que difícilmente podré acertar a sugerir la atmósfera densa, brilladora, chisporroteante de un estudio en el que se encendió por hora y media la llama deslumbradora del genio.




Texto introductorio de JSS a su extracto de la primera entrevista (1976)
con JLB para el programa A fondo (TVE), incluido en su libro
Escritores a fondo. Conversaciones con las grandes figuras literarias
de nuestro tiempo. Barcelona, Editorial Planeta, 1986

Foto captura: JLB y JSS entrevista 1976
Video entrevista 1976 completa


27/5/17

Tomás Eloy Martínez: Empezar a leer a Borges






En una reveladora entrevista de 1979, Borges dijo que "todo escritor deja dos obras: una, la escrita; otra, la imagen que queda de él [...] Quizás a la larga la imagen del hombre borre la obra". La misma idea se despliega, de modo más sesgado, en los ensayos sobre Whitman [+], Wilde, Chesterton y Hawthorne publicados en Discusión y en Otras inquisiciones. La tesis central de la "Nota sobre Walt Whitman" incluida en Discusión es que la crítica tiende a identificar erróneamente al autor de un texto con el personaje creado por esos textos. Subraya que los autores construyen un personaje y que muchas veces son conocidos sólo a través de esa representación, de esa imagen virtual. Lo que se lee, con frecuencia, no son los textos de un autor sino el personaje construido por esos textos.
El equívoco se abate ahora también sobre el propio Borges. Los estrépitos del centenario han desencadenado sobre los lectores un alud de ensayos, exégesis, conversaciones, recuerdos personales, anécdotas vanas y hasta la reedición de obras que Borges —a pesar de su tolerancia a veces excesiva con los deseos de los otros— había prohibido reproducir. Por paradójico que parezca, la inmensa fama de Borges está impidiendo leer al inmenso Borges. Lo que se lee ahora es, ante todo, el personaje que él dejó tras de sí: ese anciano sabio y ciego que tenía respuestas para todas las preguntas del mundo y que vagaba entre los laberintos de una biblioteca inaccesible a sus ojos.
En 1961, poco después de haber recibido el premio Formentor, Victoria Ocampo le pidió a Borges que eligiera los textos que, a su juicio, lo representaban mejor. El breve volumen, de 200 páginas, fue publicado ese mismo año por la editorial Sur con un título explícito, Antología personal. En el escueto prólogo, Borges declara, con raro énfasis: "Mis preferencias han dictado este libro. Quiero ser juzgado por él, justificado o reprobado por él". 
El orden de los textos no es el cronológico, sino —como Borges apunta— el de "simpatías y diferencias". Casi todos los cuentos obvios están allí: "La muerte y la brújula", "El Sur", "Funes el memorioso", "El Aleph", "La busca de Averroes", "Las ruinas circulares", "El fin", aunque faltan al menos tres igualmente obvios: "Pierre Menard, autor del Quijote", "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" y "El jardín de senderos que se bifurcan". Entre los poemas, es llamativa la ausencia de "Fundación mitológica de Buenos Aires", cuyo "apócrifo color local" Borges no podía entonces "recordar sin rubor". Una segunda antología personal, entregada a Emecé en 1968, condescendió a cubrir esas voluntarias omisiones.

Dos décadas más tarde, en otra selección encomendada por la editorial Celtia, Borges eligió los mismos poemas, los mismos ensayos, los mismos cuentos de la primera antología —con pocas variaciones—, pero añadió una larga sección miscelánea de discursos, conferencias y apuntes de circunstancias, que tornan más llamativa la ausencia de dos textos esenciales: "Borges y yo" y "Nueva refutación del tiempo".
Un hombre nunca es —como el río de Heráclito— el mismo hombre al día siguiente, pero Borges se mantuvo, como pocos, fiel a los temas y los tonos de sus textos de madurez, los de la década del 40. Su obsesión era entonces —y lo fue hasta el final— la eternidad, la repetición infinita de los hechos y de las cosas bajo otras formas y con otros nombres.

Cuando empecé a leerlo, en la adolescencia, lo que me deslumbraba en Borges eran los infinitos movimientos de la identidad, en los que había algunos ecos de Poe. Sentíamos que, por primera vez desde el Siglo de Oro, la lengua castellana encontraba en los austeros textos de aquel argentino la grandeza que habían disipado los escritores regionalistas. Sentíamos que, a través de Borges, el lenguaje argentino adquiría una densidad y una intensidad capaz de expresar también todo el universo.
Cierta vez, en una clase de griego, el profesor me sorprendió leyendo "La muerte y la brújula" y me reprendió delante de todos.
—Para qué pierde el tiempo con un autor argentino —dijo— en vez de leer a Tucídides.
(En aquella época estudiábamos a Tucídides.)
—Sucede que éste es mejor —le repliqué, convencido.
Para los adolescentes de los años 50 Borges era, además, un escritor secreto, de culto. Creíamos que uno sólo de sus relatos o de sus poemas —el "Poema de los dones", por ejemplo, o el conmovedor "Límites"— equivalían a toda la literatura. Hace pocos meses, un profesor de Rutgers, que había leído un solo cuento de Borges —"La busca de Averroes", en traducción al inglés—, me dijo que esas pocas páginas habrían bastado para que le dieran el Nobel. Leer a Borges sin que ese placer sea enturbiado por el personaje Borges es algo que parece estar vedado ahora a los argentinos.
Frecuenté a Borges en los años 60 —a veces acompañándolo a cruzar la calle y caminando con él un par de cuadras— y durante esa década y las dos siguientes, fui incorporando a la Antología personal de 1961 unos pocos textos que me parecían invalorables. Añadí "La intrusa", "El Evangelio según Marcos", "El libro de arena", "Juan López y John Ward", las conferencias sobre la Ceguera [+] y sobre la Cábala que están en Siete noches. El único libro que me llevé al exilio fue El libro de arena y durante cuatro meses no leí otra cosa que sus trece cuentos, interminablemente. Creo que en esas escuetas páginas y en las de sus antologías personales de 1961 y 1968 cabe todo lo que Borges fue y lo que seguirá siendo.
Las dos últimas veces que vi a Borges ya no era Borges sino su gloria. Primero fue en Venezuela, hacia 1979. Entró silencioso, modesto, en el Ateneo de Caracas y, cuando los reflectores se volvieron hacia él abrumándolo, la gente lo coronó con una ovación de diez minutos. Un escritor venezolano que estaba a mi lado me codeó y dijo: "Míralo bien. Es Homero, es Dante, es toda la literatura". Cinco años más tarde, volví a encontrarlo en la Universidad George Mason, en Virginia, donde miles de estudiantes lo oyeron de pie, en devoto silencio. Le oí decir entonces que dictaba prólogos y poemas en los aviones y que el aplauso de los hombres era una forma inmerecida de felicidad. En esas dos ocasiones me inquietó verificar, sin embargo, que muchos de los que aclamaban a Borges no habían leído jamás a Borges. Algunos suponían que era el autor del Ulises y que su elegante inglés había sido aprendido en el Trinity College de Dublin. Otros, más certeros, lo confundían con Cervantes.
Tal vez no haya mejor homenaje a Borges que olvidar los artículos de circunstancias escritos en el apuro de las redacciones y los libros de juventud que descartó de sus obras completas, y volver a leer los textos por los que él prefirió ser juzgado. De todo autor siempre quedan sólo unas pocas páginas, algunas imágenes, una estrofa imprescindible, una trama que otros reproducen sin saber que es ajena. Borges perdura en esas líneas inmortales y no en el personaje trivial que han ido construyendo los años.

Por Tomás Eloy Martínez para La Nación - Highland Park, New Jersey.

        En La Nación, Suplemento Cultura, 25 de agosto de 1999
        Jorge Luis Borges y Tomás Eloy Martínez en Caracas, 1979, 
        Foto Fundación Tomás Eloy Martínez


26/5/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Su madre, Leonor Acevedo Suárez ("En diálogo", I, 52)






Osvaldo Ferrari: Una figura que me parece determinante en su vida literaria, y de la que no nos hemos ocupado antes en particular, Borges, es su madre, Leonor Acevedo Suárez.
Jorge Luis Borges: Sí, yo le debo tanto a mi madre… Su indulgencia, y luego, ella me ayudó para mi obra literaria. Me desaconsejó escribir un libro sobre Evaristo Carriego, me propuso dos temas que hubieran sido harto superiores: me propuso un libro sobre Lugones, y otro, quizá más interesante, sobre Pedro Palacios —Almafuerte—. Y yo le contesté, débilmente, que Carriego había sido vecino nuestro de Palermo; y ella me dijo, con toda razón: «Bueno, ahora todo el mundo es vecino de alguien», claro, salvo que uno sea un páramo en el yermo, ¿no? Pero, no sé, yo escribí ese libro… me había entusiasmado con esa mitología, más o menos apócrifa, de Palermo. Yo había recibido un segundo premio municipal, que no era desdeñable, ya que se trataba de tres mil pesos. Le dieron el tercer premio a Gigena Sánchez, el primero no sé quién lo sacó. Pero, en fin, esos premios permitían —yo dejaba algún dinero en casa— permitían, digamos, un año de ocio. Y yo malgasté ese año en escribir ese libro, del que estoy asaz arrepentido, como de casi todo lo que he escrito, titulado Evaristo Carriego, que me publicó don Manuel Gleiser, de Villa Crespo. Ese libro está ilustrado con dos fotografías de Horacio Cóppola, sobre casas viejas de Palermo. Tardé más o menos un año en escribirlo, eso me llevó a ciertas indagaciones, y me llevó a conocer a don Nicolás Paredes, que había sido caudillo de Palermo en el tiempo de Carriego, y que me enseñó, o me contó tantas cosas —no todas apócrifas— sobre el pasado cuchillero del barrio. Además, me enseñó… yo no sabía jugar al truco (ríe), me presentó al payador Luis García, y yo pienso escribir algo sobre Paredes alguna vez; personaje ciertamente más interesante que Evaristo Carriego. Sin embargo, Carriego descubrió las posibilidades literarias de los arrabales. Bueno, yo escribí ese libro, a pesar de la oposición, o mejor dicho, a pesar de la resignación de mi madre. Y luego mi madre me ayudó muchísimo, me leía largos textos en voz alta, ya cuando casi no tenía voz, estaba fallándole la vista; seguía leyéndome, y yo no siempre fui debidamente paciente con ella… y… inventó el final de uno de mis cuentos más conocidos: «La intrusa». Eso se lo debo a ella. Ahora, mi madre conocía poco el inglés, pero cuando mi padre murió, en el año 1938, ella no podía leer, porque leía una página y la olvidaba, como si hubiera leído una página en blanco. Entonces, se impuso una tarea que la obligaba a la atención, que era traducir. Tradujo un libro de William Saroyan; se llama The Human Comedy (La comedia humana), se lo mostró a mi cuñado, Guillermo de Torre, y él lo publicó. Y en otra oportunidad, los armenios le hicieron una fiestita a mi madre en la Sociedad Argentina de Escritores, en la calle México —ese viejo caserón cerca de la Biblioteca Nacional—. Bueno, recuerdo que yo la acompañé, y con gran sorpresa mía mi madre se puso de pie y pronunció un pequeño discurso, que habrá durado unos diez minutos. Creo que era la primera vez en su vida que hablaba, digamos, en público. Bueno, no era un público muy extenso; una serie de señores con apellidos terminados en «ian», sin duda vecinos de este barrio del Retiro, donde yo vivo, que es esencialmente un barrio armenio. En todo caso, hay más armenios que gente de otro origen aquí. Y muy cerca, hay un barrio árabe, pero desgraciadamente esos barrios no conservan, o no tienen ninguna arquitectura propia; uno tiene que fijarse en los nombres, y aquí hay tantos Toppolian, Mamulian, Saroian, sin duda.
Pero también podemos recordar otras traducciones hechas por su madre, que resultaron excepcionales, como la traducción de los cuentos de D. H. Lawrence.
—Sí, el cuento que le da el título al libro es «The Woman Who Rode Away», y ella tradujo, certeramente creo, «La mujer que se fue a caballo». Y luego, por qué no confesar que ella tradujo, y que yo revisé después, y casi no modifiqué nada, esa novela Las palmeras salvajes, de Faulkner. Y tradujo también otros libros del francés, del inglés, y fueron traducciones excelentes.
Sí, pero quizá usted no coincidía con ella en el gusto por D. H. Lawrence; yo nunca lo he oído a usted hablar de Lawrence.
—… No, a ella le gustaba D. H. Lawrence, y yo, en fin, he tenido escasa fortuna con él. Bueno, cuando mi padre murió, ella se puso a traducir; y luego pensó que un medio de acercarse a él, o de simular acercarse a él, era ahondar el conocimiento del inglés.
Ah, qué lindo eso.
—Sí, y le gustó tanto que al final ya no podía leer en castellano, y fue una de las tantas personas aquí que leen en inglés… hubo una época en que todas las mujeres de la sociedad leían en inglés; y como leían mucho, y leían buenos autores, eso les permitía ser ingeniosas en inglés. El castellano, para ellas, era un poco, no sé, como lo que será el guaraní para una señora en Corrientes o en el Paraguay, ¿no?; un idioma así, casero. De modo que yo he conocido muchas señoras aquí, que eran fácilmente ingeniosas en inglés, y fatalmente triviales en castellano. Claro, el inglés que habían leído era un inglés literario, y, en cambio, el castellano que conocían, era un castellano casero, nada más.
Siempre supuse, Borges, que el ser ingenioso en inglés es uno de sus secretos nunca revelados.
—… No, Goethe decía que los literatos franceses no debían ser demasiado admirados, porque, agregaba: «El idioma versifica para ellos»; él pensaba que el idioma francés es un idioma ingenioso. Pero yo creo que si una persona tiene una buena página en francés o en inglés, eso no autoriza a ningún juicio sobre ella: son idiomas que están tan trabajados que ya casi funcionan solos. En cambio, si una persona logra una buena página en castellano, ha tenido que sortear tantas dificultades, tantas rimas forzosas, tantos «ento», que se juntan con «ente»; tantas palabras sin guión, que para escribir una buena página en castellano, una persona tiene que tener, por lo menos, dotes literarias. Y en inglés o en francés no, son idiomas que han sido tan trabajados, que ya casi funcionan solos.
Otra característica en común, que usted parece tener con su madre, es la capacidad de la memoria; me han dicho que ella era capaz de recordar su infancia y el pasado de Buenos Aires que vio.
—Sí, ella me ha contado tantas cosas, y de un modo tan vívido, que yo creo ahora que son memorias personales mías, y en realidad son memorias de cosas que me ha contado. Supongo que eso le pasa a todo el mundo algún día; sobre todo tratándose de cosas muy pretéritas: el confundir lo oído con lo percibido. Y además, oír es un modo de percibir también. De manera que mis memorias personales de… la mazorca, de las carretas de bueyes, de la plaza de las carretas, en el Once; del «Tercero» del Norte —no sé si corría por la calle Viamonte o por la calle Córdoba—, del «Tercero» del Sur —que corría por la calle Independencia—, de las quintas de Barracas…
¿El «Tercero»?, ¿qué era?
—Un arroyo, creo. Yo tengo recuerdos personales que no puedo haber registrado, por razones cronológicas. Ahora, mi hermana a veces recordaba cosas, y mi madre le decía: «Es imposible, no habías nacido». Y mi hermana le contestaba, diciendo: «Bueno, pero yo ya andaba por ahí» (ríe). Con lo cual se aproximaba a la teoría de que los hijos eligen a los padres; es lo que se supone el Buda, que desde su alto cielo, elige a cierta región de la India, perteneciente a tal casta, o a tales padres.
Ya que la memoria es hereditaria también.
—Y a que la memoria es hereditaria, como cualquier otra cosa. Un rasgo admirable de mi madre, fue, yo creo, el no haber tenido un solo enemigo, todo el mundo la quería a ella; las amigas eran de lo más diversas: ella recibía del mismo modo a una señora importante que a una negra vieja, bisnieta de esclavos de la familia de ella, que solía venir a verla. Cuando esa negra murió, mi madre fue al conventillo donde se hizo el velorio, y una de las negras se subió a un banco y dijo que esa negra que había muerto había sido nodriza de mi madre. Mi madre estaba allí, en rueda de negros; y eso lo hacía así, con toda naturalidad. No creo que ella tuviera un solo enemigo; bueno, ella estuvo presa, honrosamente presa, a principios de la dictadura. Y una vez estaba rezando, y la señora correntina que nos sirve desde entonces, le preguntó qué estaba haciendo; y ella le dijo: «Estoy rezando por Perón», que había muerto; «estoy rezando por él, porque realmente necesita que recen por él». Ella no había guardado ningún rencor, absolutamente.
Pero en relación con eso, otro rasgo de ella pareció ser el coraje; hay que acordarse de las llamadas telefónicas.
—Sí, yo recuerdo que la llamaron una vez por teléfono, y una voz debidamente grosera y terrorista le dijo: «Te voy a matar, a vos y a tu hijo». «¿Por qué señor?», le dijo mi madre, con una cortesía un tanto inesperada. «Porque soy peronista». «Bueno», dijo mi madre, «en cuanto a mi hijo, sale todos los días de casa a las diez de la mañana. Usted no tiene más que esperarlo y matarlo. En cuanto a mí, he cumplido (no me acuerdo qué edad sería, ochenta y tantos años); le aconsejo que no pierda tiempo hablando por teléfono, porque si no se apura, me le muero antes». Entonces, el otro cortó la comunicación. Yo le pregunté al día siguiente: «¿Llamó el teléfono anoche?» «Sí», me dijo, «me llamó un tilingo a las dos de la mañana», y me contó la conversación. Y después no hubo otras llamadas, claro, estaría tan asombrado ese terrorista telefónico, ¿no?, que no se atrevió a reincidir.
Esa anécdota es admirable. Ahora, ella provenía de una familia en la que hubo varios militares destacados.
—Bueno sí, ella era nieta del coronel Suárez, y luego era sobrina nieta del general Soler. Pero yo estaba una vez hojeando unos libros de historia —yo era chico, era uno de esos libros con abundantes grabados de próceres—, mi madre me mostró uno de ellos, y me dijo: «Éste es tu tío bisabuelo, el general Soler». Y yo pregunté cómo es que nunca he oído hablar de él. Bueno, dijo mi madre, «un sinvergüenza que se quedó con Rosas». De modo que era la oveja negra de la familia.
—(Ríe). Era federal.
—Era federal, sí. Después vinieron a verme a mí para que firmara no sé qué petitorio, para levantar una estatua ecuestre de Soler. Y lo que menos necesitaba nuestro desdichado país eran estatuas ecuestres. Ya había un exceso de estatuas ecuestres, casi no se puede circular por la abundancia de ellas; y no lo firmé, naturalmente. Además, casi todas son horribles, para qué fomentar esa estatuaria. Pero me dicen que hay una estatua de Don Quijote, que ha superado en fealdad a las anteriores.
Es cierto, las ha superado. Pero algunos de esos militares destacados lo han inspirado a usted. En el caso de Laprida…
—Sí, salvo que Laprida no era militar…
Pero combatió…
—Bueno, combatió, pero en aquel tiempo hasta los militares combatían (ríe), por increíble que parezca. Lo sé, pero mi abuelo, que era civil, se batió… primero, en el año 1853, recibió un balazo siendo soldado —el soldado Isidoro Acevedo— en la esquina de Europa (que era Carlos Calvo) y no me acuerdo qué otra calle. Y después se batió en Cepeda, en Pavón, en el Puente Alsina; y además, en la revolución del noventa, que debe haber sido una revolución no demasiado cruenta, ya que él vivía en la casa en que nació mi madre y en que nací yo: Tucumán y Suipacha. Y todas las mañanas, a las siete u ocho, él salía para la revolución —todo el barrio lo sabía— que era en la plaza Lavalle; claro, la Revolución del Parque. Y luego él volvía, de noche, de la revolución, para comer en su casa, alrededor de las siete y media. Y al día siguiente, salía otra vez a la revolución; y eso duró, bueno, hasta que se rindió Alem, por lo menos una semana. Y si él salía para la revolución, volvía de la revolución; y todo eso sin mayor peligro, no debe haber sido tan terrible. Aunque sin duda alguien murió, y basta con que un solo hombre muera para que las cosas sean terribles.
Sí, hay algo que a usted lo conmueve, me parece ver, en los destinos épicos, inclusive en los destinos épicos de algunos familiares suyos.
—Es cierto, en todo caso me han servido para fines elegíacos, y para poemas. Ayer descubrí un poema, que había olvidado, en el que digo:
«No soy el oriental Francisco Borges
que murió con dos balas en el pecho
en el hedor de un hospital de sangre».
Francisco Borges, quien siempre le recuerda la batalla de «La verde». Ahora, en este país, donde hay muchos que se llaman cristianos y no lo son, yo creo que el cristianismo de su madre fue un cristianismo verdadero.
—Sí, era sinceramente religiosa. Como mi abuela inglesa también, porque mi abuela era anglicana, pero de tradición metodista; es decir, sus mayores recorrieron toda Inglaterra con sus mujeres y con sus Biblias. Y mi abuela vivió casi cuatro años en Junín. Ella se casó con el coronel Francisco Borges, que recién mencionamos, y estaba muy feliz —se lo dijo a mi madre— ya que tenía a su marido, a su hijo, a la Biblia y a Dickens; y con eso le bastaba. No tenía con quién conversar —estaba entre soldados— y más allá, la llanura con los indios nómadas; más allá los toldos de Coliqueo, que era indio amigo, y de Pincén, que era indio de lanza, indio malonero.
Y dígame, ¿podríamos pensar que su insistencia a lo largo del tiempo en el valor de la ética, de la moral, puede haberle sido transmitida especialmente por su madre?
—Y… me gustaría pensar eso. Ahora, creo que mi padre también era un hombre ético.
Ambos, claro.
—Y son disciplinas que se han perdido en este país, ¿eh? Yo tengo el orgullo de no ser un criollo «vivo»; seré criollo, pero el criollo más engañable que hay, es facilísimo engañarme, yo me dejo engañar… claro que toda persona que se deja engañar, es de algún modo un cómplice de quienes lo engañan.
Es posible. En cuanto a la familiaridad de su madre con la literatura…
—Sí, era notable el amor que tenía por las letras, y luego, su intuición literaria; ella leyó, más o menos por los años del centenario, la novela La ilustre casa de los Ramírez, de Queiroz. Queiroz era desconocido entonces, por lo menos aquí; porque él murió en el último año del siglo. Y ella le dijo a mi padre: «Es la mejor novela que he leído en mi vida». «¿Y de quién es?», le preguntó mi padre; y ella dijo: «Es de un escritor portugués, que se llama Eça de Queiroz». Y parece que acertó.
Cierto. Bueno, me alegra que de alguna manera hayamos hecho un retrato de ella.
—Yo creo que sí, un retrato imperfecto, desde luego.
Como todos los retratos humanos, pero el mejor que pudimos.
—Sí, y le agradezco a usted que me haya hablado de ella.


Título original: En diálogo
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Véase también

Imagen: Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges
Foto de dominio público vía y vía 
Gracias, GC


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