3/5/17

Edwin Williamson: Borges era su propio cuento








Escribir una biografía de Borges resultó una empresa bastante ardua: una larga caza de documentos, testimonios y fuentes que duró unos nueve años: aproximadamente el doble de lo que había proyectado. Esta caza me llevó varias veces a Buenos Aires para buscar material inédito en hemerotecas y bibliotecas, y para recoger testimonios. Mi investigación, se benefició de amplias entrevistas con personas que trataron a Borges en distintos periodos: familiares, amigos, discípulos, colegas y hasta enemigos. Los datos biográficos que iba recogiendo fueron organizados según un minucioso ordenamiento cronológico de los textos borgeanos, y esta metodología me abrió la posibilidad de establecer un juego dialéctico entre experiencia y escritura, donde la una era capaz de iluminar aspectos insospechados de la otra. Esta manera de proceder producía concentraciones cronológicas de textos a veces sorprendentes, y sacaba a la luz relaciones intrigantes entre textos y vivencias o hilos intertextuales que se cruzaban y entrecruzaban a lo largo de la obra. Poco a poco fueron dibujándose los contornos de la experiencia personal de Borges, hasta que por fin fue posible tomar el pulso del 'corazón que late en la hondura' de sus textos [...].


Borges era un hombre que sufrió agudos conflictos internos. No obstante, se enfrentó a estas dificultades con una lucidez y un coraje realmente impresionantes. En gran medida concebía la creación literaria como un proceso de autorrealización y, de hecho, hay cierta dimensión autobiográfica en sus textos donde sondea e interroga constantemente su propia realidad psicológica. A la larga, escribir le ofreció una salida a estos conflictos: a mediados de los años sesenta, esta turbulenta lucha interna culminó en una extraordinaria liberación de las trabas y contradicciones que lo habían oprimido desde la infancia.
Si los textos de Borges registran indirectamente los conflictos de su mundo interior, tampoco son inocentes de las realidades externas. Sorprendentemente quizá para los que quieren tener a Borges encerrado en una 'biblioteca total'; fue un intelectual público durante toda su vida. Desde un principio mostró un gran afán de protagonismo en el mundo literario, y mi estudio sigue en detalle sus aventuras en las vanguardias española y argentina. También he analizado sus creencias y actividades políticas, desde su temprana simpatía por los bolcheviques hasta su pacifismo último, pasando por su afiliación al Partido Radical, su obstinada lucha antifascista, su antiperonismo acérrimo y su apoyo a las dictaduras militares. Lo que he procurado hacer es analizar la lógica de estos cambios en el contexto de la historia argentina para llegar a comprender lo que él veía como la constancia fundamental de sus valores políticos. El hecho es que, lejos de vivir de espaldas a las grandes cuestiones de su tiempo, Borges estaba imbuido de una fuerte conciencia de la responsabilidad del escritor ante la historia: tenía un sentido muy hondo de la patria y hasta el final de su vida se comprometió con el destino de la Argentina. Por eso, aunque sus temas literarios no fueran políticos, fue un escritor engagé a su manera [...].

Enamoramientos y frustraciones


La partida de Norah Lange [1928] había dejado a Borges en un estado de abatimiento absoluto, y en ausencia de la amada, su sentido de la 'nadería de la personalidad' amenazaba con invadirlo una vez más. Aunque continuó con su costumbre de explorar los barrios de Buenos Aires después de su operación de la vista, ahora había un toque de desesperación en sus vagabundeos: se aventuraba en plena noche en las zonas de peor fama, lugares donde los delincuentes iban armados con cuchillos y pistolas y donde se sabía que había perros feroces que atacaban a los transeúntes. En una ocasión escapó por poco al daño corporal grave mientras caminaba con Ulyses Petit de Murat y Sixto Pondal Ríos en el Bajo de Belgrano, una zona desagradable de criaderos y establos de caballos, refugio notorio de criminales. [...].
Después de su rechazo definitivo por Norah Lange, Borges estaba asediado por las pesadillas y el insomnio y estuvo a punto de matarse. Trató de sobrellevar ese sufrimiento dedicándose por entero a su trabajo en Crítica. Dos cuentos que iba a publicar en Crítica nos dan cierta perspectiva sobre la gravedad de su crisis personal. Los dos fueron escritos con el seudónimo 'Alex Ander', y su estilo melodramático, crudamente escrito, es difícil de reconciliar con la elegancia de la escritura posterior de Borges, pero era consonante con el populismo amarillista de Crítica y tiene que haberse debido en no poca medida a la angustia extrema de su autor en ese momento [...].
De los treinta y siete lectores que compraron un ejemplar de Historia de la eternidad, uno fue Adolfo Bioy Casares, un aspirante a escritor. Tal era el apetito del joven por las curiosidades literarias que fue engañado por la reseña falsa de El acercamiento a Almotásim y pidió la novela inexistente a un librero de Londres. Con el tiempo, Bioy Casares se convertiría en uno de los compañeros más cercanos y leales de Borges, así como en el autor, con él, de una serie de cuentos y unos guiones cinematográficos [...].

Crisis suicidas


La pérdida de Haydée [en 1940, Haydée Lange, hermana de Norah y a quien cortejaba Borges, se había enamorado de otro hombre] provocó otra crisis suicida, al menos en su imaginación, porque en la misma libreta de notas en la que había compuesto Tlön, Uqbar, Orbis Tertius bosquejó el siguiente guión: después de desempeñar sus deberes como auxiliar segundo en la biblioteca del suburbio monótono de Boedo, compraba un revólver en un negocio de armas de la calle de Entre Ríos, una novela policial de Ellery Queen que ya había leído, y un pasaje de ida a Adrogué, donde se registraba en el hotel Las Delicias, bebía pero no pagaba dos o tres coñacs y después se pegaba un tiro en una de las habitaciones superiores* [...].
Pero lo peor de todo era que un líder carismático había surgido de entre el conciliábulo de jóvenes oficiales que habían orquestado el golpe de Estado de 1943. Se trataba del coronel Juan Domingo Perón, que, como ministro de Trabajo, estaba construyendo una enorme base de apoyo apartando a los trabajadores de sus sindicatos tradicionales con una serie de medidas populistas. Perón exhibía los atributos de un Mussolini, y no podía pasar mucho tiempo sin que orquestara algún tipo de putsch que le daría el poder para convertir la Argentina en una dictadura fascista" [...].
En 1946 es elegido presidente de Argentina Juan Domingo Perón, político al que Borges detestaba profundamente. Ese mismo año escribió: "... las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a lectores del Martín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud argentina?" [...]
Fue la esposa de Bioy, Silvina Ocampo, quien expresó memorablemente la opinión imperante sobre las inclinaciones amorosas de Borges: 'Borges tiene un corazón de alcaucil. Ama a las mujeres hermosas. En especial si son feas, porque entonces puede inventarles la cara con mayor comodidad'. Silvina tenía razón sobre la cualidad imaginativa de sus encaprichamientos, pero se equivocaba si con 'corazón de alcaucil' quería decir que era incapaz de sentimiento auténtico por una mujer en particular. Las dedicatorias literarias de Borges eran muestras de amistad, sin duda sinceras, pero, por cierto, ninguna guía de la profundidad de su aprecio por la dama en cuestión. En cambio, uno debiera distinguir entre las numerosas mujeres que admiraba y otro grupo de mujeres con quienes trató de llevar adelante relaciones serias, y que le provocaron en general mucho sufrimiento [...].

Borges iba tomando conciencia del aprieto que lo acosaría como de hecho acosaría a la política argentina por el resto de su vida. Porque ¿cómo se crea una democracia cuando el sector mayor del electorado elegirá a un líder totalitario que es ideológicamente hostil a la democracia liberal? ¿Debe uno aceptar la 'voluntad del pueblo' sin tener en cuenta los principios o los valores? Borges estaba siendo llevado a una posición por la cual deseaba restaurar la democracia, pero sólo podía confiar en que una elite no representativa lo lograra. Era una contradicción, desde luego, y hay pocas dudas de que era consciente de sus implicaciones, tanto para el país como para él mismo. Perón lo estaba obligando a cuestionar la sabiduría de 'el pueblo', y eso amenazaba con poner en entredicho, si no destruir, su sueño de una Argentina democrática. [...].
Borges no tuvo que esperar mucho para saborear los frutos de la victoria. A semanas de la derrota de Perón, lo nombraron director de la Biblioteca Nacional, nada menos [...].

Un golpe de suerte


La vida de Borges habría seguido por este camino penoso, de no mediar un golpe de suerte que cayó del cielo como un rayo en mayo de 1961. Estaba almorzando un domingo en la casa de Bioy Casares cuando recibió una llamada telefónica informándole de que había obtenido un premio internacional del que nunca antes había oído hablar. Al principio creyó que era una broma, pero resultó ser un premio que habían otorgado por primera vez ese año. Seis firmas editoras —Gallimard de Francia, Einaudi de Italia, Rowohlt de Alemania, la española Seix Barral, Weidenfeld y Nicolson de Londres y Grove Press de Nueva York— habían creado el Premio Internacional de los Editores, que le sería concedido a un autor 'de cualquier nacionalidad, cuya obra pueda llegar a ejercer, en opinión del jurado, una influencia perdurable sobre el desarrollo de la literatura moderna'. El ganador recibiría diez mil dólares y tendría un libro traducido y publicado en cada uno de los países representados por las editoriales patrocinadoras. [...].
Además de componer cuentos y colaborar en escribir proyectos con amigos, tenía sus clases de anglosajón los sábados por la mañana en la Biblioteca Nacional, que seguían atrayendo a un fiel grupo de estudiantes. El año anterior, Borges había invitado a una muchacha llamada María Kodama a unirse al grupo. María había admirado a Borges desde que su padre japonés la había llevado a una de las conferencias de Borges. En esa época tenía apenas doce años, pero un amigo de la familia le había presentado después al escritor, y habían charlado sobre Alicia en el país de las maravillas, el libro favorito de ella. Borges había olvidado aquel primer encuentro, pero unos años después, cuando María era estudiante en la Universidad de Buenos Aires, se anotó en la clase de Borges sobre épica, tema que la había fascinado desde que su padre le hablara sobre los cuentos de los samuráis [...].
Borges estaba bastante impresionado por esa muchacha medio japonesa, cuya belleza frágil la hacía parecer aún más joven de lo que era. Además, tenía una conducta amable, respetuosa, modesta. En una época de turbulencia emocional secreta para él, ella tiene que haber sido una presencia tranquilizadora, y podía pasarse el tiempo haciendo lo que más le gustaba: explayándose sin fin sobre temas literarios mientras María estaba pendiente de cada palabra, sin creer casi que se le hubiera acordado el privilegio de escuchar la sabiduría de su admirado maestro. Predeciblemente, no pasó mucho tiempo sin que su amistad en ciernes con la muchacha se convirtiera en algo más intenso, aunque era difícil definir a esa altura qué era lo que realmente sentía por ella [...].
En 1971, y tras una serie de conferencias en Estados Unidos, voló a Islandia el 13 de abril con Di Giovanni y su esposa, visita que iba a describir como 'la mayor revelación de mi vida' [...].

'Una especie de éxtasis'


Cuando llegó a Islandia, donde María lo estaba esperando, sintió 'una especie de éxtasis'; era un 'sueño hecho realidad' . Quedó impresionado por el paisaje desierto de volcanes cubiertos de nieve y géiseres humeantes. Hubo visitas al Althing, donde vio los restos del Parlamento medieval de jefes tribales, y a la casa de Snorri Sturluson en Borgafjord, así como también a otros lugares históricos, y mientras iba de un lugar a otro, recitando sus pasajes favoritos de las grandes sagas nórdicas, se conmovió hasta las lágrimas por la emoción de todo aquello [...].
Fue en ese estado de intensa emoción que reunió el coraje de declararle sus sentimientos a María, y ella contestó a su vez reconociendo que lo de ella era más que una amistad, era amor. Borges entonces le confesó a María que se sentía como si hubiera estado esperándola toda la vida, y fue en el contexto de un sueño de larga data hecho realidad donde concibió la idea para un cuento que, como le dijo a María en Islandia en esa época, se proponía dedicarle alguna vez. El germen de ese cuento era un encuentro entre un hombre mayor y una mujer joven que le recuerda a una muchacha que lo había rechazado en su juventud; mientras le hace el amor a la mujer, siente que el recuerdo del amor anterior, no correspondido, por fin queda borrado [...].
El 13 de junio [1986], María llamó a un amigo de los dos, el escritor francoargentino Héctor Bianciotti, editor de Borges en Gallimard, quien viajó a Ginebra desde París el mismo día. Esa noche se sentó junto al lecho de Borges mientras María descansaba un poco. Borges había entrado en coma, y en las primeras horas de la mañana, Bianciotti notó que su respiración, que había sido regular durante las últimas diez horas, o más, parecía apagarse. Llamó a María, y ella se sentó junto a Borges. Estuvo junto a él cuando, por fin, él se fue, con su mano en la de ella, hacia el amanecer del sábado 14 de junio.
*Véase Manuscrito hallado en la habitación de un suicida [Hotel Las Delicias, Adrogué, 1940]  -Nota de Florencia Giani-

Extractado de Borges, Una vida, Seix Barral, Madrid, 2006
Foto: Borges en Austin, 1976, Nettie Lee Benson, Latin American Collection University of Texas 
Icluida en en Borges, A Life de Edwin Williamson


2/5/17

Jorge Luis Borges: Quevedo







Como la otra, la historia de la literatura abunda en enigmas. Ninguno de ellos me ha inquietado, y me inquieta, como la extraña gloria parcial que le ha tocado en suerte a Quevedo. En los censos de nombres universales el suyo no figura. Mucho he tratado de inquirir las razones de esa extravagante omisión; alguna vez, en una conferencia olvidada, creí encontrarlas en el hecho de que sus duras páginas no fomentan, ni siquiera toleran, el menor desahogo sentimental. («Ser sensiblero es tener éxito», ha observado George Moore). Para la gloria, decía yo, no es indispensable que un escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo. Ni la vida ni el arte de Quevedo, reflexioné, se prestan a esas tiernas hipérboles cuya repetición es la gloria…
    Ignoro si es correcta esa explicación: yo, ahora la complementaría con ésta: virtualmente Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de los hombres. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Dante, los nueve círculos infernales y la rosa paradisíaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Swift, su república de caballos virtuosos y de yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la ballena blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; este, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como el escritor que laboriosamente forja una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of grass. De Quevedo, en cambio, sólo perdura una imagen caricatural. «El más noble estilista español se ha transformado en un prototipo chascarrillero», observa Leopoldo Lugones (El imperio jesuítico, 1904, pág. 59).
Lamb dijo que Edmund Spenser era the poet’s poet, el poeta de los poetas. De Quevedo habría que resignarse a decir que es el literato de los literatos. Para gustar de Quevedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras; inversamente, nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo.
La grandeza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un filósofo, un teólogo o (como quiere Aureliano Fernández Guerra) un hombre de estado, es un error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido. Su tratado Providencia de Dios, padecida de los que la niegan y gozada de los que la confiesan; doctrina estudiada en los gusanos y persecuciones de Job prefiere la intimidación al razonamiento. Como Cicerón (De natura deorum, II, 40-44), prueba un orden divino mediante el orden que se observa en los astros, «dilatada república de luces», y, despachada esa variación estelar del argumento cosmológico, agrega: «Pocos fueron los que absolutamente negaron que había Dios; sacaré a la vergüenza los que tuvieron menos, y son: Diágoras milesio, Protágoras abderites, discípulos de Demócrito y Theodoro (llamado Atheo vulgarmente), y Bión borysthenites, discípulo del inmundo y desatinado Theodoro», lo cual es mero terrorismo. Hay en la historia de la filosofía doctrinas probablemente falsas, que ejercen un oscuro encanto sobre la imaginación de los hombres: la doctrina platónica y pitagórica del tránsito del alma por muchos cuerpos, la doctrina gnóstica de que el mundo es obra de un dios hostil y rudimentario. Quevedo, sólo estudioso de la verdad, es invulnerable a ese encanto. Escribe que la transmigración de las almas es «bobería bestial» y «locura bruta». Empédocles de Agrigento afirmó: «He sido un niño, una muchacha, una mata, un pájaro y un mudo pez que surge del mar»; Quevedo anota (Providencia de Dios): «Descubrióse por juez y legislador desta tropelía Empédocles, hombre tan desatinado, que afirmando que había sido pez, se mudo en tan contraria y opuesta naturaleza que murió mariposa del Etna; y a vista del mar, de quien había sido pueblo, se precipitó en el fuego.» A los gnósticos, Quevedo los moteja de infames, de malditos, de locos y de inventores de disparates (Zahurdas de Pluton, in fine).
Su Política de Dios y gobierno de Cristo nuestro Señor debe considerarse, según Aureliano Fernández Guerra, «como un sistema completo de gobierno, el más acertado, noble y conveniente». Para estimar ese dictamen en lo que vale bástenos recordar que los cuarenta y siete capítulos de ese libro ignoran otro fundamento que la curiosa hipótesis de que los actos y palabras de Cristo (que fue, según es fama, Rex Judaeorum) son símbolos secretos a cuya luz el político tiene que resolver su problema. Fiel a esa cábala, Quevedo, extrae del episodio de la samaritana, que los tributos que los reyes exigen deben ser leves; del episodio de los panes y de los peces, que los reyes deben remediar las necesidades; de la repetición de la fórmula sequebantur, que «el rey ha de llevar tras de sí los ministros, no los ministros al rey»… El asombro vacila entre lo arbitrario del método y la trivialidad de las conclusiones. Quevedo, sin embargo, todo lo salva, o casi, con la dignidad del lenguaje.[14] El lector distraído puede juzgarse edificado por esa obra. Análoga discordia se advierte en el Marco Bruto, donde el pensamiento no es memorable aunque lo son las cláusulas. Logra su perfección en ese tratado el más imponente de los estilos que Quevedo ejerció. El español, en sus páginas lapidarias, parece regresar al arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano, al atormentado y duro latín de la edad de plata. El ostentoso laconismo, el hipérbaton, el casi algebraico rigor, la oposición de términos, la aridez, la repetición de palabras, dan a ese texto una precisión ilusoria. Muchos períodos merecen, o exigen, el juicio de perfectos. Éste, verbigracia, que copio: «Honraron con unas hojas de laurel una frente; dieron satisfacción con una insignia en el escudo a un linaje; pagaron grandes y soberanas vitorias con las aclamaciones de un triunfo; recompensaron vidas casi divinas con una estatua; y para que no descaeciesen de prerrogativas de tesoro los ramos y las yerbas y el mármol y las voces, no las permitieron a la pretensión, sino al mérito.» Otros estilos frecuentó Quevedo con no menos felicidad: el estilo aparentemente oral del Buscón, el estilo desaforado y orgiástico (pero no ilógico) de La hora de todos.
«El lenguaje —ha observado Chesterton (G. F. Watts, 1904, pág. 91)— no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia.» Nunca lo entendió así Quevedo, para quien el lenguaje fue, esencialmente, un instrumento lógico. Las trivialidades o eternidades de la poesía —aguas equiparadas a cristales, ojos que lucen como estrellas y estrellas que miran como ojos— le incomodaban por ser fáciles pero mucho más por ser falsas. Olvidó, al censurarlas, que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas… También abominó de los idiotismos. Con el propósito de «sacarlos a la vergüenza» urdió con ellos la rapsodia que se titula Cuento de cuentos; muchas generaciones, embelesadas, han preferido ver en esa reducción al absurdo un museo de primores, divinamente destinado a salvar del olvido las locuciones zurriburiabarriscocochite hervitequítame allá esas pajas y a trochimoche.
Quevedo ha sido equiparado, más de una vez, a Luciano de Samosata. Hay una diferencia fundamental: Luciano al combatir en el siglo II a las divinidades olímpicas, hace obra de polémica religiosa; Quevedo, al repetir ese ataque en el siglo XVI de nuestra era, se limita a observar una tradición literaria.
Examinada, siquiera brevemente, su prosa, paso a discutir su poesía, no menos múltiple.
Considerados como documentos de una pasión, los poemas eróticos de Quevedo son insatisfactorios; considerados como juegos de hipérboles, como deliberados ejercicios de petrarquismo, suelen ser admirables. Quevedo, hombre de apetitos vehementes, no dejó nunca de aspirar al ascetismo estoico; también debió de parecerle insensato depender de mujeres («aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía de éstas»); bastan esos motivos para explicar la artificialidad voluntaria de aquella Musa IV de su Parnaso, que «canta hazañas del amor y de la hermosura». El acento personal de Quevedo está en otras piezas; en las que le permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño. Por ejemplo, en este soneto que envió, desde su Torre de Juan Abad, a don José de Salas (Musa, II, 109):
Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o secundan mis asuntos,
y en músicos, callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, oh gran don Joseph, docta la Imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquella el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudio nos mejora.
No faltan rasgos conceptistas en la pieza anterior (escuchar con los ojos, hablar despiertos al sueño de la vida) pero el soneto es eficaz a despecho de ellos, no a causa de ellos. No diré que se trata de una transcripción de la realidad, porque la realidad no es verbal, pero sí que sus palabras importan menos que la escena que evocan o que el acento varonil que parece informarlas. No siempre ocurre así; en el más ilustre soneto de este volumen —Memoria inmortal de don Pedro Girón de Osuna, muerto en la prisión—, la espléndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Campañas
y su Epitaphio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: el llanto militar, cuyo sentido no es enigmático, pero sí baladí: el llanto de los militares. En cuanto a la sangrienta Luna, mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón.
No pocas veces, el punto de partida de Quevedo es un texto clásico. Así, la memorable línea (Musa, IV, 31):
Polvo serán, mas polvo enamorado
es una recreación, o exaltación, de una de Propercio (Elegías, I, 19):
Ut meus oblito pulvis amore vacet.
Grande es el ámbito de la obra poética de Quevedo. Comprende pensativos sonetos, que de algún modo prefiguran a Wordsworth; opacas y crujientes severidades[15], bruscas magias de teólogo («Con los doce cené: yo fui la cena»); gongorismos intercalados para probar que también él era capaz de jugar a ese juego[16]; urbanidades y dulzuras de Italia («humilde soledad verde y sonora»); variaciones de Persio, de Séneca, de Juvenal, de las Escrituras, de Joachim de Bellay; brevedades latinas; chocarrerías[17]; burlas de curioso artificio[18]; lóbregas de la aniquilación y del caos.
Harta la toga del veneno tirio,
o ya en el oro pálido y rigente
cubres con los tesoros del Oriente,
mas no ceja, ¡oh Licas!, tu martirio.
Padeces un magnífico delirio,
cuando felicidad tan delincuente
tu horror oscuro en esplendor te miente
víbora en rosicler, áspìd en lirio.
Competir su palacio a Jove quieres,
pues miente el oro Estrellas a su modo,
en el que vives, sin saber que mueres,
Y en tantas glorias tú, señor de todo,
para quien sabe examinarte, eres
lo solamente vil, el asco, el lodo.
Las mejores piezas de Quevedo existen más allá de la moción que las engendró y de las comunes ideas que las informan. No son oscuras; eluden el error de perturbar, o de distraer, con enigmas, a diferencia de otras de Mallarmé, de Yeats y de George. Son (para de alguna manera decirlo) objetos verbales, puros e independientes como una espada o un anillo de plata. Ésta, por ejemplo: Hasta la Toga del veneno tirio.
Trescientos años ha cumplido la muerte corporal de Quevedo, pero éste sigue siendo el primer artífice de las letras hispánicas. Como Joyce, como Goethe, como Shakespeare, como Dante, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.

Notas
[14] Reyes certeramente observa (Capítulos de literatura española, 1939, pág. 133): «Las obras políticas de Quevedo no proponen una nueva interpretación de los valores políticos, ni tienen ya más que un valor retórico… O son panfletos de oportunidad, o son obras de declamación académica. La Política de Dios, a pesar de su ambiciosa apariencia, no es más que un alegato contra los malos ministros, Pero entre estas páginas pueden encontrarse algunos de los rasgos más propios de Quevedo.» 
[15]
Temblaron los umbrales y las puertas,
donde la majestad negra y oscura
las frías desangradas sombras muertas
oprime en ley desesperada y dura;
las tres gargantas al ladrido abiertas,
viendo la nueva luz divina y pura,
enmudeció Cerbero, y de repente
hondos suspiros dio la negra gente.
Gimió debajo de los pies el suelo,
desiertos montes de ceniza canos,
que no merecen ver ojos del cielo,
y en nuestra amarillez ciegan los llanos.
Acrecentaban miedo y desconsuelo
los roncos perros, que en los reinos vanos
molestan el silencio y los oídos,
confundiendo lamentos y ladridos.
(Musa IX)

[16]
Un animal a la labor nacido,
y símbolo celoso a los mortales,
que a Jove fue disfraz, y fue vestido;
que un tiempo endureció manos reales,
y detrás de él los cónsules gimieron,
y rumia luz en campos celestiales.
(Musa II)
[17]
la Méndez llegó chillando,
con trasudores de aceite,
derramado por los hombros
el columpio de las liendres.
(Musa V) 
[18]
Aquesto Fabio cantaba
a los balcones y rejas
de Aminta, que aun de olvidarle
le han dicho que no se acuerda.
    
           (Musa VI)


Otras inquisiciones (1952)
Tomado de Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000


Imagen: Retrato de Francisco de Quevedo en 
Francisco Pacheco El libro de descripción de verdaderos retratos, 
ilustres y memorables varones, [Sevilla, 1599]




1/5/17

Jorge Luis Borges: Entrevista con Gay Talese [New York, 31 de enero de 1962]







Lo que sigue es la reproducción del relato que escribí de mi única entrevista con Borges, que tenía entonces 62 años (y su madre, de 85), que llevamos a cabo en un hotel de Nueva York (creo que era el Algonquin, en la Calle 44 Oeste) y se publicó en The New York Times el 31 de enero de 1962. En aquella época, yo tenía 30 años y era redactor del Times; aquel día mi redactor jefe me ordenó que fuera a entrevistar a Borges, cuya obra conocía por supuesto; me sentí ligeramente nervioso ante la perspectiva de conocer a la gran figura literaria en persona.
Nos encontramos en el vestíbulo del hotel, a la hora acordada, y, aunque yo sabía que era ciego, lo primero que me impresionó fue su aparente estado de alerta, la impresión que daba de enterarse de todo, sentado muy recto en una silla tapizada de respaldo alto, desde donde parecía observar las idas y venidas de docenas de huéspedes que recorrían el ruidoso vestíbulo. Junto a él se sentaba su madre, que, a pesar de tener 85 años, no aparentaba más de 60 y que, podría añadir, era de una belleza asombrosa para tener cualquier edad. Pensé que no podía haber sido más bella ni cuando tenía 25 años; porque, a los 85, irradiaba una vitalidad y una energía intemporales, y la suave piel de su rostro era la de una mujer bien conservada que (no me cabía la menor duda) debía de dedicarse a diario a mantener su atractivo; seguro que pasaba horas delante de un espejo con el fin de satisfacer su deseo de representar la perfección para todas las personas con las que se encontrase. Durante la entrevista que hice a su hijo, no pude evitar mirarla mientras nos escuchaba y, a veces, introducía alguna palabra para subrayar lo que estaba diciendo él.
La entrevista no duró más de media hora; he aquí, reproducido, el artículo que escribí en aquella memorable ocasión, en 1962, cuando conocí a Borges y a su inolvidable madre.
Como su padre y su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo, Jorge Luis Borges se ha quedado poco a poco ciego. Pero hasta la ceguera, dice, tiene ventajas.
"Antes, el mundo exterior interfería demasiado", me decía este intelectual argentino de 62 años ayer en Nueva York. "Ahora, todo el mundo está en mi interior. Y veo mejor, porque puedo ver todas las cosas que sueño. Fue una ceguera gradual, nada trágica", continuó. "Si uno se queda ciego de pronto, el mundo se le hace añicos. Pero si primero pasa por un crepúsculo, el tiempo fluye de manera diferente. No es preciso hacer nada. Uno puede quedarse sentado. Las personas ciegas tienen mucha dulzura. Las sordas, en cambio, no. Las personas sordas son muy impacientes. A veces, la gente se ríe de los sordos. Nadie se ríe de un ciego".
"El jueves", dijo el doctor Borges, "doy una conferencia en... ¿En? ¿Cómo se llama ese sitio?"
"Yale", dijo su madre.
"Eso es, Yale", siguió él. "Voy a hablar sobre William Henry Hudson, un escritor inglés nacido en Argentina. Y el 6 de febrero, estaré en Harvard. El 12 de febrero, en la Universidad de Columbia. Y el 14 de febrero, en Princeton. Hablaré de clásicos argentinos como el magnífico poema Martín Fierro, que trata de un gaucho y fue escrito en 1872 por Hernández. El gaucho es un personaje realista pero poco romántico; también presentaré al otro gran poeta argentino, Lugones, que tradujo a Homero al español".
Durante toda su gira de conferencias, el doctor Borges contará con la ayuda de una memoria extraordinaria, casi absoluta -otra consecuencia de la ceguera-, y de su madre, que, a sus 85 años, parece tan dinámica y se conserva tan bien como una de esas atractivas mujeres de 60 años dadas al narcisismo, algo que no parece ser el caso de la señora Borges. La madre de Borges, como su hijo, pasó la mayor parte de sus años prerrevolucionarios en Buenos Aires luchando contra Juan Perón, y en una ocasión pasó una semana en la cárcel por participar en una manifestación contra él.
"Los escritores sufrieron mucho con el dictador", asegura el doctor Borges, aunque igual de mala era la situación en Argentina hace 30 años, "cuando nos leíamos las obras y nos lavábamos la ropa unos a otros". Pero hoy los escritores han progresado, y en especial él. Es autor de 30 libros de ensayo, poesía y relato, y su primera recopilación traducida al inglés saldrá publicada esta primavera en New Directions, bajo el título Labyrinth.
"No creo que Perón supiera que había literatura en su país", opina el doctor Borges. "Nos puso todos los obstáculos posibles, pero lo que más le importaba, en realidad, era agitar a todo el mundo en contra de Estados Unidos y mandar a la gente a la cárcel".
Aunque el doctor Borges no puede adivinar las consecuencias a largo plazo de la última reunión de la Organización de Estados Americanos en Punta del Este, Uruguay, dice que, "por desgracia", Fidel Castro parece afianzado, y "los comunistas son muy listos".
"Los estadounidenses son siempre unos incomprendidos", añade. "Si dan dinero, la gente piensa que es un soborno. Si no lo dan...", reflexiona, "quizá sea mejor".
La madre del doctor Borges miró su reloj y le recordó que tenían una cita en otro lugar unos minutos después. Me puse de pie, les di la mano a los dos y les agradecí que me hubieran dedicado su tiempo. Volví corriendo al edificio de The New York Times, que estaba a sólo dos manzanas, con la esperanza de escribir algo que hiciera justicia al rato que había pasado con aquel extraordinario hombre de letras y su madre. También pensé en lo que había dicho sobre las personas ciegas, sobre todo esta frase inolvidable: "Ahora, todo el mundo está en mi interior... Y veo mejor, porque puedo ver todas las cosas que sueño".
En Talese, Gay; Retratos y Encuentros, Ed. Alfaguara, Madrid, 2010
Versión castellana de María Luisa Rodríguez Tapia
Foto: Jorge Luis Borges junto a su madre Leonor Acevedo


30/4/17

Jorge Luis Borges: Un soldado de Urbina







Sospechándose indigno de otra hazaña
como aquélla en el mar, este soldado,
a sórdidos oficios resignado,
erraba oscuro por su dura España.
Para borrar o mitigar la saña
de lo real, buscaba lo soñado
y le dieron un mágico pasado
los ciclos de Rolando y de Bretaña.
Contemplaría, hundido el sol, el ancho
campo en que dura un resplandor de cobre;
se creía acabado, solo y pobre,
sin saber de qué música era dueño;
atravesando el fondo de algún sueño,
por él ya andaban don Quijote y Sancho.


En El otro, el mismo (1964)
Foto de Giovanni Giovannetti / GTRES Vía



29/4/17

Juan Marichal: Borges en Harvard






"Dígale al señor Borges que venimos a su conferencia sin haber comido", me rogaba el estudiante que encabezaba al grupo que en los laboratorios de química había protestado contra la guerra de Vietnam. Borges y yo estábamos a la entrada del edificio de Harvard (Memorial Hall: a la memoria de los estudiantes y profesores que dieron sus vidas en la guerra civil norteamericana, 1861-1865), donde se celebrarían las conferencias de Borges, en el curso 1967-1968. No era lo habitual para el género de conferencias sobre poesía de la serie anual Charles Eliot Norton, que solían contar con el auditorio así llamado en el Museo Fogg, con capacidad para unas doscientas personas. Mas aquel día del otoño de 1967 aumentaba con las horas transcurridas la preocupación mía (la Universidad me había encomendado todo lo relativo a la visita de Borges) de que iba a producirse una especie de atasco (¡y hasta de motín!) en la entrada del museo por el público que iba a venir a escuchar a Borges de diversas universidades de gran parte de la Nueva Inglaterra en autobuses especiales. Llamé a la oficina a cargo de las aulas y pregunté si el Memorial Hall estaría libre esa noche. Sí, lo estaba, pero me advirtieron que su auditorio tenía cabida para 1.500 oyentes. Y dispuse en el acto que allí se celebrarían todas las conferencias públicas del profesor Borges. Al empezar a llegar al acto los asistentes, se vio que sólo podían caber en el Memorial Hall. De ahí que Borges y yo estuviéramos a la puerta, hasta llenarse la sala.
Y tuve tiempo para contar a Borges cómo los estudiantes que venían de la "sentada" (sit-in) contra la Dow Chemical Company (fabricantes de los herbicidas utilizados en Vietnam) no eran necesariamente de izquierdas, pero sí le habían leído y le admiraban. Ya en el estrado del Memorial Hall, los aplausos no cesaron hasta que Borges (tras una breve presentación mía) empezó su recital en un inglés de entonación escocesa que sobrecogió al público, pues Borges citaba solamente a poetas de lengua inglesa. Sus palabras eran, así, como el leve marco de los textos recitados, que, para muchos oyentes, eran revelaciones de su propia literatura. Es más, algunos de ellos acudieron a las bibliotecas universitarias de Harvard para leer, por vez primera, a autores como Kipling. Y al cabo de cuarenta y cinco minutos se había creado en el Memorial Hall un clima humano sorprendente, como si un bardo antiguo estuviera allí, reencarnado en la persona y voz de Borges.
Las siguientes conferencias fueron disminuyendo en tiempo, hasta llegar a los veinte minutos de la última. Estaban presentes esa noche algunos de los overseers de Harvard (los antiguos alumnos que constituyen la comisión que ratifica, o rectifica, los nombramientos del profesorado) y entre ellos el afamado eclesiástico que los presidía, que exclamó, al concluir Borges, "nunca me he sentido tan conmovido al escuchar una conferencia", aliviando así mi preocupación. Aquel día, por la mañana temprano, había conseguido localizar a Borges, ausente de Cambridge varios días: ¡y estaba en Texas! Tuve que recordarle que a la noche tenía que hablar en Harvard y a Boston llegó, extenuado, a media tarde, gracias a la maravillosa puntualidad de las líneas aéreas norteamericanas.
Tras el susto, estuve a punto de advertir a la señora de Borges (Elsa Astete) que el profesor de la cátedra Norton no podía ausentarse de Cambridge sin permiso de la Universidad ni podía tampoco aceptar conferencias a trochemoche, pero el decano de la Facultad de Artes y Ciencias, tras elogiar mi celo administrativo, me aconsejó olvidarme del reglamento universitario en el caso de la señora Astete, dueña de Borges. De ahí también que tantas universidades (y hasta modestos colleges) fueran huéspedes de Borges en casi toda la costa este de los Estados Unidos.
Las conferencias Charles Eliot Norton suelen ser publicadas por la editorial de Harvard: así, por ejemplo, Jorge Guillén las dio en 1957-1958 y recogió en el libro Lengua y poesía (1961, versión española, Alianza). Las de Borges no pudieron publicarse porque el texto propiamente suyo alcanzaba unas pocas páginas. Sí estaban grabadas sus recitaciones, pero la editorial de Harvard no aceptó mi propuesta de publicarlas en forma de libro-casette. De todos modos, por haber estado en Cambridge, la capital universitaria de los Estados Unidos, Borges pudo conversar con variadas figuras de la cultura norteamericana que quedaban deslumbradas por la elegancia y profundidad de su pensamiento. En suma, Borges forma parte desde entonces de la historia intelectual de los Estados Unidos, hasta el punto que Susan Sontag lo calificó de maestro indispensable para los escritores de lengua inglesa. Sin olvidar, en cuanto a las letras hispánicas, la confesión "profesional" de García Márquez: "Aprendí a escribir con las obras de Borges, que no me gustan nada".
Borges recibió, en 1978, el doctorado honorario de Harvard, con el aplauso de las veinte mil personas allí presentes para las ceremonias de fin de curso. También fue distinguida con el mismo grado, Marguerite Yourcenar, que conversó largamente con Borges en la cena dada por el presidente Bok la noche anterior. Y viéndoles tan embebidos en su conversación, sentía que aquella extraordinaria pareja representaba el sueño literario del siglo XX. O para decirlo con palabras del mismo Borges: "Desconocemos los designios del universo pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios que no nos serán revelados".
En El País, Madrid, 2 de septiembre de 1999  
Borges con estudiantes en la Universidad de Harvard, 1968

28/4/17

Jorge Luis Borges: El coronel Ascasubi






Ascasubi, en vida, fue el Béranger del Río de la Plata; en muerte, un precursor humoso de Hernández. Ambas definiciones, como se ve, lo traducen en mero borrador -erróneo ya en el tiempo, ya en el espacio- de otro destino humano. La primera, la contemporánea, no le hizo mal: quienes la apadrinaban, no carecían de una directa noción de quién era Ascasubi, y de una suficiente noticia de quién era el francés; ahora, los dos conocimientos ralean. La honesta gloria de Béranger ha declinado, aunque dispone todavía de tres columnas en la Encyclopaedia britannica, firmadas por nadie menos que Stevenson; y la de Ascasubi... La segunda, la de premonición o aviso del Martín Fierro, es una insensatez: es accidental el parecido entre las dos obras y es nulo entre las intenciones que las gobiernan. El motivo de esa atribución errónea es curioso. Agotada la edición príncipe de Ascasubi de 1872 y rarísima en librería la de 1900, la empresa La cultura argentina determinó facilitar al público alguna de sus obras. Razones de largura y de seriedad eligieron el Santos Vega, impenetrable sucesión de trece mil versos, de siempre acometida y siempre postergada lectura. La gente, fastidiada, ahuyentada, tuvo que recurrir a ese respetuoso sinónimo de la incapacidad meritoria: el concepto de precursor. Pensarlo precursor de su declarado discípulo, Estanislao del Campo, era demasiado evidente; resolvieron emparentarlo con José Hernández. El proyecto adolecía de esta molestia, que razonaremos después: la superioridad del precursor sobre el precorrido, en esas pocas páginas ocasionales -las descripciones del amanecer, del malón- cuyo tema es igual. Nadie se demoró en esa paradoja, nadie pasó de esta comprobación evidente: la general inferioridad de Ascasubi (Escribo con justicia y con penitencia: uno de los distraídos fui yo, en cierta consideración inútil sobre Ascasubi, que está en Inquisiciones). Una liviana meditación, sin embargo, habría demostrado que, postulados bien los propósitos de los dos escritores, una frecuente superioridad parcial de Aniceto era de prever. ¿Qué fin se proponía Hernández? Uno limitadísimo: la relación del destino de Martín Fierro, en su propia boca. La fornida pelea con el negro, pongo por caso, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las inquietas lucideces y fallas que rinde la memoria de un hecho, sino a la narración estoica del peleador. No intuimos la pelea, sino al paisano Martín Fierro contándola. Igual afirmo de lo demás de la historia, siempre en función del héroe. De ahí que una deliberada subordinación del color local sea típica de Hernández. No especifica día y noche el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar -pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe (Lo mismo, con el ambiente marinero, hace Joseph Conrad). Así, los muchos bailes que necesariamente aparecen en su relato (La ida, canto tercero, canto séptimo, canto onceno) no son nunca descritos. Ascasubi, en cambio, se propone la intuición directa del baile, del juego discontinuo de los cuerpos que se están entendiendo (Paulino Lucero, página 204):

Sacó luego a su aparcera
la Juana Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah china! si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacía,
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.


Y esta otra décima vistosa, como tapia rosada (Aniceto el Gallo, página 176):

Velay Pilar, la Porteña
linda de nuestra campaña,
bailando la media caña:
vean si se desempeña
y el garbo con que desdeña
los entros de ese gauchito,
que sin soltar el ponchito
con la mano en la cintura
le dice en esa postura:
¡mi alma! yo soy compadrito.


Es iluminativo también cotejar la noticia de los malones que hay en el Martín Fierro, con la inmediata presentación de Ascasubi. Hernández (La vuelta, canto cuarto) quiere destacar el horror juicioso de Fierro ante la desatinada depredación; Ascasubi (Santos Vega, XIII), las leguas de indios que se vienen encima:

Pero al invadir la Indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye adelante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos
y cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.

Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los indios avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá! ¡chajá!

Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaderas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos,
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.

Lo escénico otra vez, otra vez la fruición de contemplar. En esa inclinación está para mí la singularidad de Ascasubi, no en las virtudes de su ira unitaria, enfatizada por Oyuela y por Rojas. Éste (Obras, tomo noveno, página 671) imagina la desazón que sus payadas bárbaras debieron producir en don Juan Manuel y recuerda el asesinato, dentro de la plaza sitiada de Montevideo, de Florencio Varela. El caso es incomparable: Varela, fundador y redactor de El comercio del Plata, era persona internacionalmente visible; Ascasubi, payador incesante, se reducía a improvisar los versos caseros del lento y vivo truco del sitio. No hay que olvidar que las dificultades del sitiador no eran de orden táctico solamente, y que el más resuelto y secreto defensor de Montevideo fue el mismo Rosas, muy suspicaz de un crecimiento peligroso de Oribe, muy demorador de sus actos.

Ascasubi, en la bélica Montevideo, cantó un odio feliz. El facit indignatio versum de Juvenal no nos dice la razón de su estilo: tajeador a más no poder, pero tan desaforado y cómodo en las injurias que parece una diversión o una fiesta, un gusto de vistear. Eso deja entrever una suficiente décima de 1849 (Paulino Lucero, página 336):

Señor patrón, allá va
esa carta ¡de mi flor!
con la que al Restaurador
le retruco desde acá.
Si usté la lé, encontrará
a lo último del papel
cosas de que nuestro aquél
allá también se reirá:
porque a decir la verdá
es gaucho don Juan Manuel.

Pero contra ese mismo Rosas, tan gaucho, moviliza bailes que parecen evolucionar como ejércitos. Vuelva a serpear y a resonar esta primera vuelta de su media caña del campo para los libres (Paulino Lucero , página 117):

Al potro que en diez años
naides lo ensilló,
don Frutos en Cagancha
se le acomodó,
y en el repaso
le ha pegado un rigor
superiorazo.
Querelos mi vida -a los Orientales
que son domadores- sin dificultades.
¡Que viva Rivera! ¡Que viva Lavalle!
Tenémelo a Rosas... que no se desmaye.
Media caña,
a campaña.
Caña entera,
como quiera.
Vamos a Entre Ríos, que allá está Badana,
a ver si bailamos esta Media Caña,
que allá está Lavalle tocando el violín
y don Frutos quiere seguirla hasta el fin.
Los de Cagancha
se la afirman al diablo
en cualquier cancha.
Copio, también, esta peleadora felicidad (Paulino Lucero, página 58):

Vaya un cielito rabioso,
cosa linda en ciertos casos
en que anda el hombre ganoso
de divertirse a balazos.

(La edición de mil novecientos prefiere un hombre, y temo que la primera también; pero mi voz, pero mi sangre, pero mi apellido, juran que es una errata y que la lección genuina es el hombre. No quiero terciar en la discusión, pero es notorio que el coronel Ascasubi era persona de lo más servicial, y que se hubiera comedido de entrada a realizar el cambio.)

Valor florido, gusto de los colores límpidos y de los objetos precisos, pueden definir a Ascasubi. Así, en el principio del Santos Vega:

El cual iba pelo a pelo
en un potrillo bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.

Y esta mención de una figura (Aniceto el Gallo, página 147):

Velay la estampa del Gallo
que sostiene la bandera
de la Patria verdadera
del Veinticinco de Mayo.

Ascasubi, en La refalosa, presenta el pánico normal de los hombres en trance de degüello; pero razones evidentes de fecha no le dejaron cometer el anacronismo de practicar la única invención literaria de la guerra de mil novecientos catorce: el respetuoso tratamiento del miedo. Esa invención -preludiada paradójicamente por Rudyard Kipling (The seven seas, páginas 214, 179), tratada luego con delicadeza por Sheriff y con buena insistencia periodística por el concurrido Remarque- les quedaba todavía muy a trasmano a los unitarios de mil ochocientos cincuenta, para quienes el miedo no era patético, sino un percance con probabilidades de absurdo. No hay cosa indigna que no haya sido traducida en risible: ejemplos, el dolor, el hambre, la estafa, la humillación, los vómitos, en la novela picaresca -error casi tan lúgubre como el de desplegar esas miserias para patetizar. Ascasubi peleó en Ituzaingó, defendió las trincheras de Montevideo, peleó en Cepeda, y dejó en versos resplandecientes sus días. No hay el arrastre de destino en sus líneas que hay en el Martín Fierro; hay esa despreocupada, dura inocencia de los hombres de acción, de los huéspedes continuos de la aventura y nunca del asombro. Hay alegría en ellos y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo feliz con las efusiones germánicas (pasadas por museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. Hay su buena zafaduría, porque su destino era la guitarra insolente del compadrito y los fogones de la tropa. Hay asimismo (virtud correlativa de ese vicio y también popular) la felicidad prosódica: el verso baladí que por la sola entonación ya está bien.

Yo sé que el mozo cordobés Hilario Ascasubi pasó mil días de navegación sobre el mar, en un barco velero con nombre de colores, La rosa argentina, y sé también que fue encarcelado por Rosas y que se dejó caer -quince metros- desde la altura del murallón a la zanja del cuartel del Retiro, y que ese claro sacudón cenital y esos años de agua lo hicieron firme y como traspasado de luz. Basta nombrarlo para estar en mitología de esta esquina de América.





Sur, Año I, verano 1931
En Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes 

Foto arriba: Hilario Ascasubi (autografiada - dominio público) Vía
Al pie Portada vía

27/4/17

Jorge Luis Borges: Henry James, un escritor admirable





He compilado una enciclopédica antología de la literatura fantástica; he traducido a Kafka a Stevenson, a Melville y a Bloy. No sé de una labor más asombrosa que la de Henry James. Los escritores que he mencionado son, desde la primera línea, maravillosos; proponen un universo que es casi profesionalmente irreal. James, antes de manifestar lo que es, un habitante irónico y resignado del infierno, corre el albur de parecer un mero novelista mundano, más incoloro que otros. Iniciada la lectura de un libro suyo, nos molestan algunas ambigüedades, algún rasgo superficial; al cabo de unas páginas comprendemos que esas deliberadas negligencias enriquecen el texto. James ha sido acusado de incurrir en temas melodramáticos. Nada más absurdo. Ello se debe a que los hechos, para este escritor, son meras hipérboles o énfasis de la trama. Las situaciones no surgen de los caracteres; los caracteres han sido imaginados para justificar las situaciones. Paradójicamente, James no es un novelista psicológico. Así, en The American, el crimen de Madame de Bellegarde es increíble en sí, pero aceptable como cifra de la corrupción de una antigua familia.
La edición definitiva de su obra abarca 35 volúmenes, que él mismo revisó minuciosamente. La parte principal de esa escrupulosa acumulación consta de novelas y cuentos; también incluye una biografía de Hawthorne, a quien siempre admiró, y de estudios críticos sobre Turgueniev y Flaubert, de quienes fue amigo íntimo. Tenía en poco a Zola y, por intrincadas razones, a lbsen. Protegió a Wells, que le correspondió con ingratitud. Fue padrino de casamiento de Kipling y tuvo trato con Stevenson, con quien intercambió alguna correspondencia.
La obra completa encierra estudios de muy diversa índole: el arte de narrar, el hallazgo de temas aún no explorados, la vida literaria como tema, el procedimiento indirecto, las virtudes y los riesgos de la improvisación, lo sobrenatural, los males y los muertos, el curso del tiempo, lo inadmisible del dialecto, el relato en primera persona, el destierro del americano en Europa, el destierro del hombre en el universo... Estos análisis, debidamente organizados en un volumen, integrarían una esclarecedora retórica.
En los teatros de Londres presentó varias comedias, que fueron saludadas con unánimes silbidos y con la respetuosa censura de Bernard Shaw. Nunca fue popular, y acaso a él tampoco le interesó serlo. La crítica británica le ofrendó una distraída y frígida gloria que, como casi siempre sucede, solía excluir la lectura. "Sus biografías", ha escrito Ludwig Lewinsohn, "son más significativas por lo que omiten que por lo que contienen".
Hermano del ilustre psicólogo que fundó el pragmatismo, Henry James nació en Nueva York, el día 15 de abril de 1843. Su padre, un converso swedenborgiano, que tenía su mismo nombre, quería que los hijos fueran cosmopolitas, es decir, ciudadanos del mundo en el sentido estoico de la palabra, y dispuso que los educaran en Inglaterra, en Francia, en Ginebra y en Roma.
En 1860, Henry regresó a América, donde emprendió y abandonó un vago estudio del derecho. A partir de 1864 se dedicó a las letras, con creciente abnegación, lucidez y felicidad. Residió en Londres y en Sussex, y sus ulteriores viajes a América fueron ocasionales y nunca pasaron de Nueva Inglaterra.
En 1915 adoptó la ciudadanía británica, por entender que el deber moral de su patria era declarar la guerra a Alemania. Murió el 28 de febrero de 1916. "Ahora, por fin, esa cosa distinguida, la muerte", dijo en la hora de la agonía.
En El País, Madrid, 31 de mayo de 1986, p. 11
Retrato de Jorge Luis Borges por ©Huadi


26/4/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha histórico






En el caso del Buddha, como en el de otros fundadores de religiones, el problema esencial del investigador reside en el hecho de que no hay dos testimonios, sino uno solo: el de la leyenda. Los hechos históricos están ocultos en la leyenda, que no es una invención arbitraria, sino una deformación o magnificación de la realidad. Es sabido que los literatos del Indostán suelen buscar hipérboles y esplendores, pero no rasgos circunstanciales; si estos se encuentran en la leyenda, podemos conjeturar que son verdaderos. En el capítulo anterior, hemos visto que Siddharta tenía veintinueve años cuando abandonó su palacio; esta cifra ha de ser exacta, ya que no parece tener ninguna connotación simbólica. Se nos dice que fue discípulo de diversos maestros; esto también es verosímil, ya que más impresionante hubiera resultado decir que todo lo sacó de sí y que nadie le enseñó nada. Idéntico razonamiento cabe aplicar a la causa inmediata de su enfermedad y de su muerte: ningún evangelista hubiera inventado la carne salada o las trufas que apresuraron el fin del famoso asceta.
Siddharta, antes de ser un asceta, fue un príncipe; es casi inevitable que quienes divulgaron su historia exageraran el esplendor que lo rodeó al comienzo, para aumentar el contraste de ambas etapas de su vida. En Suddhodana, Oldenberg ve a un grande y rico terrateniente cuya riqueza provenía del cultivo del arroz y no a un monarca. El hecho de que su nombre se haya traducido por Arroz Puro o El que Tiene Alimento Puro parece justificar esa hipótesis.
Lo legendario envuelve toda la vida del Buddha, pero es más profuso en la etapa que antecede a la proclamación de su ley. El itinerario de sus viajes debe de ser auténtico, dada su precisa topografía. Nos queda, pues, la crónica minuciosa de cuarenta y cinco años de magisterio, de la que basta extirpar algunos milagros.
Acaso no sea inútil señalar que el siglo VI a. de C., en que floreció el Buddha, fue un siglo de filósofos: Confucio, Lao Tse, Pitágoras y Heráclito fueron contemporáneos suyos.
Para el occidental, la comparación de la historia o leyenda del Buddha con la historia o leyenda de Jesús es quizá inevitable. Esta última abunda en inolvidables rasgos patéticos y en circunstancias de insuperable dramaticidad; comparada con la de un dios que condesciende a tomar la forma de un hombre y muere crucificado entre dos ladrones, la otra historia del príncipe que deja su palacio y profesa una vida austera es harto más pobre. Reflexionemos, sin embargo, acerca de que la negación de la personalidad es uno de los dogmas esenciales del budismo y que haber inventado una personalidad muy atrayente, desde el punto de vista humano, hubiera sido desvirtuar el propósito a fundamental de la doctrina. Jesús conforta a sus discípulos diciéndoles que si dos de ellos se reúnen en su nombre, Él será el tercero; el Buddha, en circunstancias análogas, dice que él deja a los discípulos su doctrina. Edward Conze ha observado muy justamente que la existencia de Gautama como individuo es de escasa importancia para la fe budista. Agrega, según el espíritu del Gran Vehículo, que el Buddha es una suerte de arquetipo que se manifiesta en el mundo en diversas épocas y con diversas personalidades, cuyas idiosincrasias carecen de mayor importancia. La pasión de Cristo ocurre una vez y es el centro de la historia de la humanidad; el nacimiento y la enseñanza del Buddha se repiten cíclicamente para cada período histórico y Gautama es un eslabón en una cadena infinita que se dilata hacia el pasado y el porvenir.
La fastuosa vida y la numerosa poligamia del Buddha legendario pueden chocar a ciertos prejuicios occidentales; conviene recordar que corresponden a la concepción hindú, según la cual el renunciamiento es la corona de la vida y no su principio. Aun ahora, en el Indostán, no es infrecuente el caso de hombres que, en los umbrales de la vejez, dejan su familia y su fortuna y salen a los caminos a practicar la vida errante del asceta.
Escribe Edward Conze: «… para el historiador cristiano o agnóstico, sólo es real el Buddha humano, y el Buddha espiritual o mágico no son más que ficciones. Otro es el punto de vista del creyente. La esencia del Buddha y su cuerpo glorioso se destacan en primer término, en tanto que su cuerpo humano y su existencia histórica son meros harapos que recubren aquella gloria espiritual».
Las dificultades que se presentan al historiador occidental del budismo son un caso particular de un problema más amplio. Como Schopenhauer, los hindúes desdeñan la historia; carecen de sentido cronológico. Alberuni, escritor árabe de principios del siglo XI, qué pasó trece años en la India, escribe: «A los hindúes poco les importa el orden de los hechos históricos o la sucesión de los reyes. Si les hacen preguntas, inventan cualquier contestación». Oldenberg, que procura defenderlos de ese dictamen, invoca una historia o crónica titulada El río de monarcas, en la que un rajá reina durante trescientos años, y otro setecientos años después de haber reinado su hijo. Deussen, en cambio, observa: «Los historiadores comunes (que no perdonan a un Platón no haber sido un Demóstenes) deberían tratar de entender que los hindúes están a una altura que no les permite encantarse, como los egipcios, compilando listas de reyes o, para decirlo en el lenguaje de Platón, enumerando sombras». La verdad, por escandalosa que sea, es que a los hindúes les importan más las ideas que las fechas y que los nombres propios. Sin inverosimilitud se ha conjeturado que la indicación de Kapilavastu (morada de Kapila) como ciudad natal de Gautama puede ser una manera simbólica de sugerir la gran influencia de Kapila, fundador de la escuela Sankhya, sobre el budismo.
Para el hindú que estudia filosofía, las diversas doctrinas son idealmente contemporáneas. La más o menos precisa cronología de los sistemas filosóficos de la India ha sido fijada por europeos: por Max Müller, por Garbe, por Deussen.


Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges y Alicia Jurado en la misa por los 90 años 
de Leonor Acevedo (sin atribución)


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