Como la otra, la historia de la literatura abunda en enigmas. Ninguno de ellos me ha inquietado, y me inquieta, como la extraña gloria parcial que le ha tocado en suerte a Quevedo. En los censos de nombres universales el suyo no figura. Mucho he tratado de inquirir las razones de esa extravagante omisión; alguna vez, en una conferencia olvidada, creí encontrarlas en el hecho de que sus duras páginas no fomentan, ni siquiera toleran, el menor desahogo sentimental. («Ser sensiblero es tener éxito», ha observado George Moore). Para la gloria, decía yo, no es indispensable que un escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo. Ni la vida ni el arte de Quevedo, reflexioné, se prestan a esas tiernas hipérboles cuya repetición es la gloria…
Ignoro si es correcta esa explicación: yo, ahora la complementaría con ésta: virtualmente Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de los hombres. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Dante, los nueve círculos infernales y la rosa paradisíaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Swift, su república de caballos virtuosos y de yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la ballena blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; este, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como el escritor que laboriosamente forja una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of grass. De Quevedo, en cambio, sólo perdura una imagen caricatural. «El más noble estilista español se ha transformado en un prototipo chascarrillero», observa Leopoldo Lugones (El imperio jesuítico, 1904, pág. 59).
Ignoro si es correcta esa explicación: yo, ahora la complementaría con ésta: virtualmente Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de los hombres. Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Dante, los nueve círculos infernales y la rosa paradisíaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Swift, su república de caballos virtuosos y de yahoos bestiales; Melville, la abominación y el amor de la ballena blanca; Franz Kafka, sus crecientes y sórdidos laberintos. No hay escritor de fama universal que no haya amonedado un símbolo; este, conviene recordar, no siempre es objetivo y externo. Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como el escritor que laboriosamente forja una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of grass. De Quevedo, en cambio, sólo perdura una imagen caricatural. «El más noble estilista español se ha transformado en un prototipo chascarrillero», observa Leopoldo Lugones (El imperio jesuítico, 1904, pág. 59).
Lamb dijo que Edmund Spenser era the poet’s poet, el poeta de los poetas. De Quevedo habría que resignarse a decir que es el literato de los literatos. Para gustar de Quevedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras; inversamente, nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo.
La grandeza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un filósofo, un teólogo o (como quiere Aureliano Fernández Guerra) un hombre de estado, es un error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido. Su tratado Providencia de Dios, padecida de los que la niegan y gozada de los que la confiesan; doctrina estudiada en los gusanos y persecuciones de Job prefiere la intimidación al razonamiento. Como Cicerón (De natura deorum, II, 40-44), prueba un orden divino mediante el orden que se observa en los astros, «dilatada república de luces», y, despachada esa variación estelar del argumento cosmológico, agrega: «Pocos fueron los que absolutamente negaron que había Dios; sacaré a la vergüenza los que tuvieron menos, y son: Diágoras milesio, Protágoras abderites, discípulos de Demócrito y Theodoro (llamado Atheo vulgarmente), y Bión borysthenites, discípulo del inmundo y desatinado Theodoro», lo cual es mero terrorismo. Hay en la historia de la filosofía doctrinas probablemente falsas, que ejercen un oscuro encanto sobre la imaginación de los hombres: la doctrina platónica y pitagórica del tránsito del alma por muchos cuerpos, la doctrina gnóstica de que el mundo es obra de un dios hostil y rudimentario. Quevedo, sólo estudioso de la verdad, es invulnerable a ese encanto. Escribe que la transmigración de las almas es «bobería bestial» y «locura bruta». Empédocles de Agrigento afirmó: «He sido un niño, una muchacha, una mata, un pájaro y un mudo pez que surge del mar»; Quevedo anota (Providencia de Dios): «Descubrióse por juez y legislador desta tropelía Empédocles, hombre tan desatinado, que afirmando que había sido pez, se mudo en tan contraria y opuesta naturaleza que murió mariposa del Etna; y a vista del mar, de quien había sido pueblo, se precipitó en el fuego.» A los gnósticos, Quevedo los moteja de infames, de malditos, de locos y de inventores de disparates (Zahurdas de Pluton, in fine).
Su Política de Dios y gobierno de Cristo nuestro Señor debe considerarse, según Aureliano Fernández Guerra, «como un sistema completo de gobierno, el más acertado, noble y conveniente». Para estimar ese dictamen en lo que vale bástenos recordar que los cuarenta y siete capítulos de ese libro ignoran otro fundamento que la curiosa hipótesis de que los actos y palabras de Cristo (que fue, según es fama, Rex Judaeorum) son símbolos secretos a cuya luz el político tiene que resolver su problema. Fiel a esa cábala, Quevedo, extrae del episodio de la samaritana, que los tributos que los reyes exigen deben ser leves; del episodio de los panes y de los peces, que los reyes deben remediar las necesidades; de la repetición de la fórmula sequebantur, que «el rey ha de llevar tras de sí los ministros, no los ministros al rey»… El asombro vacila entre lo arbitrario del método y la trivialidad de las conclusiones. Quevedo, sin embargo, todo lo salva, o casi, con la dignidad del lenguaje.[14] El lector distraído puede juzgarse edificado por esa obra. Análoga discordia se advierte en el Marco Bruto, donde el pensamiento no es memorable aunque lo son las cláusulas. Logra su perfección en ese tratado el más imponente de los estilos que Quevedo ejerció. El español, en sus páginas lapidarias, parece regresar al arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano, al atormentado y duro latín de la edad de plata. El ostentoso laconismo, el hipérbaton, el casi algebraico rigor, la oposición de términos, la aridez, la repetición de palabras, dan a ese texto una precisión ilusoria. Muchos períodos merecen, o exigen, el juicio de perfectos. Éste, verbigracia, que copio: «Honraron con unas hojas de laurel una frente; dieron satisfacción con una insignia en el escudo a un linaje; pagaron grandes y soberanas vitorias con las aclamaciones de un triunfo; recompensaron vidas casi divinas con una estatua; y para que no descaeciesen de prerrogativas de tesoro los ramos y las yerbas y el mármol y las voces, no las permitieron a la pretensión, sino al mérito.» Otros estilos frecuentó Quevedo con no menos felicidad: el estilo aparentemente oral del Buscón, el estilo desaforado y orgiástico (pero no ilógico) de La hora de todos.
«El lenguaje —ha observado Chesterton (G. F. Watts, 1904, pág. 91)— no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia.» Nunca lo entendió así Quevedo, para quien el lenguaje fue, esencialmente, un instrumento lógico. Las trivialidades o eternidades de la poesía —aguas equiparadas a cristales, ojos que lucen como estrellas y estrellas que miran como ojos— le incomodaban por ser fáciles pero mucho más por ser falsas. Olvidó, al censurarlas, que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas… También abominó de los idiotismos. Con el propósito de «sacarlos a la vergüenza» urdió con ellos la rapsodia que se titula Cuento de cuentos; muchas generaciones, embelesadas, han preferido ver en esa reducción al absurdo un museo de primores, divinamente destinado a salvar del olvido las locuciones zurriburi, abarrisco, cochite hervite, quítame allá esas pajas y a trochimoche.
Quevedo ha sido equiparado, más de una vez, a Luciano de Samosata. Hay una diferencia fundamental: Luciano al combatir en el siglo II a las divinidades olímpicas, hace obra de polémica religiosa; Quevedo, al repetir ese ataque en el siglo XVI de nuestra era, se limita a observar una tradición literaria.
Examinada, siquiera brevemente, su prosa, paso a discutir su poesía, no menos múltiple.
Considerados como documentos de una pasión, los poemas eróticos de Quevedo son insatisfactorios; considerados como juegos de hipérboles, como deliberados ejercicios de petrarquismo, suelen ser admirables. Quevedo, hombre de apetitos vehementes, no dejó nunca de aspirar al ascetismo estoico; también debió de parecerle insensato depender de mujeres («aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía de éstas»); bastan esos motivos para explicar la artificialidad voluntaria de aquella Musa IV de su Parnaso, que «canta hazañas del amor y de la hermosura». El acento personal de Quevedo está en otras piezas; en las que le permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño. Por ejemplo, en este soneto que envió, desde su Torre de Juan Abad, a don José de Salas (Musa, II, 109):
Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o secundan mis asuntos,
y en músicos, callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, oh gran don Joseph, docta la Imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquella el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudio nos mejora.
No faltan rasgos conceptistas en la pieza anterior (escuchar con los ojos, hablar despiertos al sueño de la vida) pero el soneto es eficaz a despecho de ellos, no a causa de ellos. No diré que se trata de una transcripción de la realidad, porque la realidad no es verbal, pero sí que sus palabras importan menos que la escena que evocan o que el acento varonil que parece informarlas. No siempre ocurre así; en el más ilustre soneto de este volumen —Memoria inmortal de don Pedro Girón de Osuna, muerto en la prisión—, la espléndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Campañas
y su Epitaphio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: el llanto militar, cuyo sentido no es enigmático, pero sí baladí: el llanto de los militares. En cuanto a la sangrienta Luna, mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón.
No pocas veces, el punto de partida de Quevedo es un texto clásico. Así, la memorable línea (Musa, IV, 31):
Polvo serán, mas polvo enamorado
es una recreación, o exaltación, de una de Propercio (Elegías, I, 19):
Ut meus oblito pulvis amore vacet.
Grande es el ámbito de la obra poética de Quevedo. Comprende pensativos sonetos, que de algún modo prefiguran a Wordsworth; opacas y crujientes severidades[15], bruscas magias de teólogo («Con los doce cené: yo fui la cena»); gongorismos intercalados para probar que también él era capaz de jugar a ese juego[16]; urbanidades y dulzuras de Italia («humilde soledad verde y sonora»); variaciones de Persio, de Séneca, de Juvenal, de las Escrituras, de Joachim de Bellay; brevedades latinas; chocarrerías[17]; burlas de curioso artificio[18]; lóbregas de la aniquilación y del caos.
Harta la toga del veneno tirio,
o ya en el oro pálido y rigente
cubres con los tesoros del Oriente,
mas no ceja, ¡oh Licas!, tu martirio.
Padeces un magnífico delirio,
cuando felicidad tan delincuente
tu horror oscuro en esplendor te miente
víbora en rosicler, áspìd en lirio.
Competir su palacio a Jove quieres,
pues miente el oro Estrellas a su modo,
en el que vives, sin saber que mueres,
Y en tantas glorias tú, señor de todo,
para quien sabe examinarte, eres
lo solamente vil, el asco, el lodo.
Las mejores piezas de Quevedo existen más allá de la moción que las engendró y de las comunes ideas que las informan. No son oscuras; eluden el error de perturbar, o de distraer, con enigmas, a diferencia de otras de Mallarmé, de Yeats y de George. Son (para de alguna manera decirlo) objetos verbales, puros e independientes como una espada o un anillo de plata. Ésta, por ejemplo: Hasta la Toga del veneno tirio.
Trescientos años ha cumplido la muerte corporal de Quevedo, pero éste sigue siendo el primer artífice de las letras hispánicas. Como Joyce, como Goethe, como Shakespeare, como Dante, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.
Notas
(Musa VI)
Otras inquisiciones (1952)
[14] Reyes certeramente observa (Capítulos de literatura española, 1939, pág. 133): «Las obras políticas de Quevedo no proponen una nueva interpretación de los valores políticos, ni tienen ya más que un valor retórico… O son panfletos de oportunidad, o son obras de declamación académica. La Política de Dios, a pesar de su ambiciosa apariencia, no es más que un alegato contra los malos ministros, Pero entre estas páginas pueden encontrarse algunos de los rasgos más propios de Quevedo.»
Temblaron los umbrales y las puertas,
donde la majestad negra y oscura
las frías desangradas sombras muertas
oprime en ley desesperada y dura;
las tres gargantas al ladrido abiertas,
viendo la nueva luz divina y pura,
enmudeció Cerbero, y de repente
hondos suspiros dio la negra gente.
Gimió debajo de los pies el suelo,
desiertos montes de ceniza canos,
que no merecen ver ojos del cielo,
y en nuestra amarillez ciegan los llanos.
Acrecentaban miedo y desconsuelo
los roncos perros, que en los reinos vanos
molestan el silencio y los oídos,
confundiendo lamentos y ladridos.
(Musa IX)
Un animal a la labor nacido,
y símbolo celoso a los mortales,
que a Jove fue disfraz, y fue vestido;
que un tiempo endureció manos reales,
y detrás de él los cónsules gimieron,
y rumia luz en campos celestiales.
(Musa II)
[17]
la Méndez llegó chillando,
con trasudores de aceite,
derramado por los hombros
el columpio de las liendres.
(Musa V)
Aquesto Fabio cantaba
a los balcones y rejas
de Aminta, que aun de olvidarle
le han dicho que no se acuerda.
(Musa VI)
Otras inquisiciones (1952)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000
Imagen: Retrato de Francisco de Quevedo en
Francisco Pacheco El libro de descripción de verdaderos retratos,
ilustres y memorables varones, [Sevilla, 1599]