24/3/17

Jorge Luis Borges: Invectiva contra el arrabalero







El lunfardo es una jerga artificiosa de los ladrones; el arrabalero es la simulación de esa jerga, es la coquetería del compadrón que quiere hacerse el forajido y el malo, y cuyas malhechoras hazañas caben en un bochinche de almacén, favorecido por el alcohol y el compañerismo. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa: el arrabalero es cosa más grave. Parece natural que las sociedades padezcan su quantum de rufianes y de ladrones: en lo atañedero a los unos, Cervantes declaró que su oficio era de grande importancia en la república, y en cuanto al robo, el padre del Gran Tacaño dijo que era arte liberal, no mecánica. Lo que sí parece asombroso es que el hombre corriente y morigerado se haga el canalla y sea un hipócrita al revés y remede la gramática de los calabozos y los boliches. Sin embargo, el hecho es indesmentible. En Buenos Aires escribimos medianamente, pero es notorio que entre las plumas y las lenguas hay escaso comercio. En la intimidad propendemos, no al español universal, no a la honesta habla criolla de los mayores, sino a una infame jerigonza donde las repulsiones de muchos dialectos conviven y las palabras se insolentan como empujones y son tramposas como naipe raspado.

¿Influirá duraderamente en nuestro lenguaje esa afectación? El doctor don Luciano Abeille vería cumplirse en ella ese chúcaro idioma nacional que hace veinticinco años nos recomendó y prescribió; los lexicógrafos Garzón y Segovia ya le franquearon la hospitalidad de sus diccionarios (quizá para engrosar el volumen y la importancia de entrambos libros) y, finalmente, hay escritores y casi escritores y nada escritores que la practican. Algunos lo hacen bien, como el montevideano Last Reason y Roberto Arlt; casi todos, peor. Yo, personalmente, no creo en la virtualidad del arrabalero ni en su dictadura de harapos. Aquí están mis razones:

La principal estriba en la cortedad de su léxico. Me consta que se renueva regularmente, y que los reos de hoy no hablan como los compadritos del Centenario, pero se trata de un juego de sinónimos y eso es todo. Por ejemplo: ahora dicen cotorro en vez de bulín. El signo ha variado, pero la representación que muestra es idéntica, y eso no es riqueza, es capricho. En realidad, el arrabalero es sólo una almoneda de sinónimos para conceptos que atañen a la delincuencia y a los interlocutores de ella. Habrá un manojo de palabras para decir la cárcel, otro para el rufián, otro para el asalto, otro para la policía, otro para las herramientas del placer (así llamó don Francisco de Quevedo a ciertas mujeres), otro para el revólver. Esa pluralidad verbal o indigencia conceptual es muy explicable. El lunfardo es idioma de ocultación, y sus vocablos son tanto menos útiles cuanto más se publican. El arrabalero es la fusión del habla porteña y de las heces trasnochadas de ese cambiadizo lunfardo. Las Memorias de un vigilante, publicadas el año noventa y siete, registran y dilucidan prolijamente muchísimas palabras lunfardas que hoy han pasado al arrabalero, y que seguramente los ladrones ya no usan.

Esa intromisión de jerigonzas en el lenguaje, ni siquiera es dañina. El decurso de una lengua mundial como la española no es comparable nunca al claro proceder de un arroyo, sino a los largos ríos cuyo caudal es turbio y revuelto. Nuestro idioma, fortalecido en el predominio geográfico, en la universalidad de su empleo y en la fijación literaria, puede recibir afluentes y afluentes, sin que éstos lo desaparezcan; antes, muy al revés. El arrabalero es un arroyo Maldonado de la lingüística: playo, desganado, orillero, conmovedor de puro pobrecito, ciudadano de Palermo y de Villa Malcolm. ¿De dónde van a tenerle miedo el río y los mares?

El ejemplo de la germanía viene a propósito. La germanía fue el lunfardo hispánico del Renacimiento y la ejercieron escritores ilustres: Quevedo, Cervantes, Mateo Alemán. El primero, con esa su sensualidad verbal ardentísima, con ese su famoso apasionamiento por las palabras, la prodigó en sus bailes y jácaras, y hasta en su grandiosa fantasmagoría La hora de todos; el segundo le dio lugar preeminente en el Rinconete y Cortadillo, el tercero abundó en voces germanescas en su novela El pícaro Guzmán de Alfarache. Juan Hidalgo, en su Vocabulario de germanía, publicado por primera vez en 1609 y repetido en varias impresiones, registra las siguientes palabras que hoy pertenecen a nuestro público repertorio y que ya no precisan aclaración: acorralado, agarrar, agravio, alerta, apuestas, apuntar, avizorar, bisoño, columbrar, desvalijar, fornido, rancho, reclamo, tapia y retirarse. Es decir, quince palabras germanescas, quince palabras de ambiente ruin, se han adecentado, y las demás yacen acostadas en el olvido. ¡Qué envilecimiento bochornoso del español, qué peligro para el idioma! Si la germanía, jerigonza que registró un millar de vocablos y con la que se encariñaron escritores famosos, no pudo entrometerse plenamente en el castellano, ¿qué hará nuestro arrabalero, nuestro atorrantito y chúcaro arrabalero?

(En Buenos Aires son de vulgar frecuencia estas voces de germanía: soba, gambas, fajar, boliche y bolichero. Las tres iniciales conservan su significación primitiva de aporreamiento, piernas y azotar; las dos últimas ya no se dicen del garito y del coime, sino de la taberna y del tabernero. La traslación es fácil, si recordamos que garito y taberna pueden incluirse en un concepto genérico de lugares de reunión.

Poco numerosa pero notoria es la difusión del caló jergal en nuestro lunfardo. Guita, chamullar, junar, madrugar (adelantarse a herir), suenan con parecido son en el habla del chulo y en la del compadre; gil deriva de gilí, voz gitanesca que significa cándido, memo. Otra semejanza es la consentida por el calificar los objetos según la acción que ejercen. Así los ojos, que en germanía fueron los avizores, en porteño son los mirones; los zapatos allá son los pisantes, aquí los caminantes...

Ahondando en estas conformidades de jerga, señalaré que no en balde puso Quevedo en labios del rufianejo Pablos de Segovia, que "habiéndole sabido la Grajales bien y mejor que todas esta vida, determinó de pasarse a Indias con ella y de navegar en ansias los dos". Yo tengo para mí que nuestros malevos son la simiente de ese triste casal y no me maravilla que sus lenguas corroboren su sangre.

Jerga que desconoce el campo, que jamás miró las estrellas y donde son silencio decidor los apasionamientos del alma y ausencia de palabras lo fundamental del espíritu, es barro quebradizo que sólo un milagroso alfarero podrá amasar en vasija de eternidad. Para eternizarla, sería preciso hacerle pronunciar verídica pasión, alguna sorna criolla y mucha certidumbre de sufrimiento. No le faltan levantadas imágenes: en Saavedra he escuchado fogata por baile, y por bailar, prenderse en la fogata. También las hubo en la muerta germanía que llamó racimo al ahorcado y consuelo a la voz y viuda a la horca.

Sólo hay un camino de eternidad para el arrabalero, sólo hay un medio de que a sus quinientas palabras el diccionario las legisle. La receta es demasiado sencilla. Basta que otro don José Hernández nos escriba la epopeya del compadraje y plasme la diversidad de sus individuos en uno solo. Es una fiesta literaria que se puede creer. ¿No están preludiándola acaso el teatro nacional y los tangos y el enternecimiento nuestro ante la visión desgarrada de los suburbios? Cualquier paisano es un pedazo de Martín Fierro; cualquier compadre ya es un jirón posible del arquetípico personaje de esa novela. Novela, ¿novela escrita en prosa suelta o en las décimas que inventó el andaluz Vicente Espinel para mayor gloria de criollos? A tanto no me llega la profecía, pero lo segundo sería mejor para que las guitarras le dieran su fraternidad y lo conmemorasen los organitos en la oración y los trasnochadores que se meten cantando en la madrugada.

¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí), con su centro hecho de indecisión, lleno de casas de altos que hunden y agobian a los patiecitos vecinos, con su cariño de árboles, con su tapias, con su Casa Rosada que es resplandeciente desde lejos como un farol, con sus noches de sola y toda luna sobre mi Villa Alvear, con sus afueras de Saavedra y de Villa Urquiza que inauguran la pampa. Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble. La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización.

Pero esa novela o epopeya aquí barruntada, ¿podría escribirse toda en porteño? Lo juzgo muy difícil. Hay las trabas lingüísticas que señalé; hay otra emocional. El idioma, en intensidad de cualquier pasión, se acuerda de Castilla y habla con boca sentenciosa, como buscándola. Esa nostalgia suena en estos versos del Martín Fierro: 

Nueva pena sintió el pecho 
por Cruz, en aquel paraje...



En La Prensa (Buenos Aires, 6 de junio 1926) 
Luego en El tamaño de mi esperanza (1926)


Dibujo de JLB: Compadrito de la edá de oro (1928)
en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999) Vía


23/3/17

Jorge Luis Borges: Los amigos





La más íntima de las pasiones argentinas es la amistad; yo pienso mucho en mis amigos.
El primero es mi padre, que murió en una casa de Buenos Aires, en el verano de 1937, al cabo de una morosa y dura agonía, que sobrellevó con sonriente resignación y con una secreta impaciencia. Era tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Había nacido en 1874, en el Paraná (la gente decía entonces el Paraná y acaso, aún el Entre Ríos). Su padre, el coronel Francisco Borges, se había hecho matar, a la cabeza de unos cuantos soldados, en el combate de La Verde, ya después de la rendición de Mitre, su jefe, a las fuerzas comandadas por Arias. Su madre era inglesa; mi padre debidamente apreciaba esa amistad británica de su sangre, pero acaso por pudor, solía hacer bromas contra los ingleses. Decía, por ejemplo: “No sé por qué hablan tanto de los ingleses. ¿Qué son, al fin y al cabo, los ingleses? Son unos chacareros alemanes”.
Fue abogado y profesor de psicología. Descreía del derecho; pensaba que los códigos no son otra cosa que arbitrarias reglas de juego. Le inquietaba la metafísica; sin mencionar ni fechas ni nombres, me expuso lentamente, con la ayuda de un tablero de ajedrez, las paradojas de Zenón de Elea y, otro día, con la ayuda de una naranja, la doctrina de Berkeley. Yo no había cumplido nueve años; recuerdo mi perplejidad y aún mi alarma ante esos curiosos inventos que sutilmente socavaban mi tranquilo universo.
Debo a mi padre otra inquietud, que sigue acompañándome: la poesía. Yo había creído que la palabra no era otra cosa que un medio de comunicación, un instrumento más; por su fervorosa y pausada voz me fue revelado que podía ser también una magia, una música y una pasión. Al cabo de los años, de tantos años, hay estrofas de Swinburne y de Keats que recuerdo y repito con la precisa entonación de mi padre. Mucho pensó, mucho escribió, mucho olvidó y rompió, y publicó muy poco. En algún número de la benemérita revista Nosotros perduran tres sonetos que merecieron el elogio de Banchs. Acuden a mi memoria estos versos:
La noche azul, aquel jardín callado
los jazmines más blancos que la luna,
dime: ¿No vierten claridad alguna,
son de horas muertas que no tienen dueño?
Dime: ¿Te quise? ¿Fue verdad, fue sueño?
Como tantos señores de su época, mi padre era anarquista individualista, a la pacífica manera de Spencer. Durante un largo veraneo en el Paso del Molino, en Montevideo, ciudad que quería mucho, me dijo que me fijara bien en las banderas, en los escudos, en los cuarteles, en las iglesias, en las carnicerías y en las sotanas, para poder contar a mis hijos que yo había visto esas cosas raras, que no tardarían en desaparecer de la faz de la tierra. No sin melancolía compruebo ahora que la profecía era prematura. Durante un año o dos mi padre fue vegetariano, “para no alimentarse de cadáveres”. Tampoco era supersticioso en lo que se refiere a las letras; solía declarar que no le gustaban ni Goethe, ni Milton, ni Calderón, ni Dickens, ni Cervantes. En vano traté de convertirlo al culto de estos últimos. También abominaba de Góngora y, por supuesto en otro plano, de Andrade. Le oí decir que la perfección de lo hueco estaba en los versos del entonces venerado entrerriano:
¿En qué piensa el coloso de la Historia
de pie sobre el coloso de la Tierra?
Piensa en Dios y en la Patria.
La referencia, debo prevenir al lector, es al general San Martín y a la Cordillera. Era devoto de Montaigne y de William James y la historia era uno de sus placeres. Entre tantas cosas, me legó el hábito de leer y releer el Libro de las mil y una noches, en la versión de Lane, que aún conservo. Decía que los gauchos fueron, por lo general, sedentarios; recuerdo sus cordiales discusiones con Ricardo Güiraldes, que tenía del gaucho, según se sabe, un concepto romántico.
De este otro amigo voy a hablar. No he conocido hombre más bueno; la cortesía (ya alguna vez lo dije) era la primera forma de su bondad. Nos conocimos hacia 1924. Yo no era nadie y él era un escritor conocido, aunque no todavía el autor famoso de Don Segundo Sombra. Representaba el mejor tipo de señor argentino. Su formación era heterogénea; le interesaban por igual los escritores simbolistas de Bélgica y de Francia y las especulaciones teosóficas. En la biblioteca de La Porteña había dos secciones donde figuraban esas dos alas de su espíritu; ahí estaban la India y Jules Laforgue y Jean Moréas. Era el más generoso de los lectores; en mis torpes manuscritos adivinaba, de un modo casi mágico, lo que yo había querido decir y no había llegado a decir. Le aburría la tarea de la escritura y cualquier pretexto era bueno para postergarla inmediatamente. Cuando, en un pequeño departamento de Solís y Victoria, se puso a redactar Don Segundo Sombra en un libro mayor de la estancia, Adelina del Carril, su mujer, juiciosamente nos pidió a los amigos que no lo visitáramos, para que la novela emprendida tuviera fin.
En vísperas de un viaje a Europa (no el último), Ricardo y Adelina llegaron a la hora de almorzar y advertí, sin mayor extrañeza, que Ricardo traía su guitarra. Nos dijo que permanecería en París tres o cuatro meses, pero que no le gustaba la idea de que lo sintiéramos lejos. La guitarra quedaría en nuestra casa y él seguiría estando con nosotros, de esa manera.
Siempre que se habla de Ricardo se nos recuerda que fue uno de aquel grupo de niños bien que llevaron, poco antes del Centenario, el tango a París, episodio al que se atribuye, no sé por qué, cierta misteriosa importancia. Ser, a los argentinos, les importa menos que parecer; el hecho de que un baile porteño, que había florecido en las casas malas de Junín y Lavalle, fuera conocido en París, nos pareció un regalo del Cielo. Todos, por lo demás, éramos entonces franceses honorarios, aunque en Francia nadie lo sospechara y nos tomaran por guatemaltecos o búlgaros.
En 1926, Güiraldes publicó Don Segundo Sombra, que tiene menos de novela realista que de elegía que deplora, en el estilo lugoniano de aquella fecha, la desaparición de un mundo pastoril y feudal. La violenta luz de la gloria —así lo sentimos sus compañeros— cayó sobre él, pero a la gloria siguió el cáncer. En 1927, después de una operación y de una agonía que sobrellevó con firmeza, con la firmeza de sus duros troperos y domadores, moriría en París.
He hablado de dos hombres de talento; ahora hablaré de hombres de genio. La diferencia, creo, está en el hecho de que los últimos nos dan la impresión de un gran vuelo intenso y espléndido, no exento de alguna irresponsabilidad y de caídas bruscas. (Dante, que gobernaba sabiamente su obra, fue un talento y un genio; Shakespeare fue sólo un genio. Lo mismo diría yo de Walt Whitman y de nuestro Sarmiento).
Ahora me referiré brevemente al gran escritor andaluz Rafael Cansinos-Assens, que, más allá de los laberintos dudosos de la genealogía, resolvió ser judío y llegó a serlo, por las largas vigilias que dedicó a la lengua sagrada, por sus excertas del Talmud, por el bíblico sabor de su estilo y, al cabo de los años por su conversión a la fe de Israel. Hablar con él era como hablar con un hombre que hubiera leído todos los libros, que supiera todas las lenguas y que, a la manera del judío de la leyenda, hubiera estado en todas partes. No salió nunca de Madrid, donde modestamente murió. En su cenáculo del Café Colonial, no permitía que se hablara maliciosamente de nadie, salvo de los muertos ilustres. Recuerdo que algún sábado ponderé los Sueños de Quevedo, libro que ahora me agrada con bastante moderación, y que el maestro dictaminó: “Luciano de Samosata hace el gasto”. Declaraba que España siempre había sido, fuera del Quijote, un país de pobre literatura y esperaba menos de la península que de nuestras repúblicas, particularmente de la Argentina y de Chile. Prefería la obra poética de Manuel Machado a la de Antonio, su hermano. Góngora y Marino le interesaban, pero no como precursores. En El candelabro de los siete brazos (1915) y de algún modo en toda su vasta labor, quiso infundir al castellano la música peculiar del hebreo, como Garcilaso y Boscán la del italiano y Darío, la del francés. Perdura en mi memoria la melodía del pudoroso y trémulo volumen que se titula El divino fracaso y que no he tenido en las manos desde hace medio siglo. Rafael Cansinos-Assens tradujo de los textos originales a muchos y muy diversos autores: Barbusse, Nordau, De Quincey, Dostoievski, Goethe y Juliano el Apóstata. Le debemos la primera versión directa de Las mil y una noches. Era el más cortés, irónico y elocuente de los conversadores. Tal vez la fama lo olvidará, pero no quienes fuimos sus discípulos.
De dos amigos esenciales —Alejandro Xul Solar y Macedonio Fernández— he hablado tanto en otras circunstancias y en otros textos que temo repetirme aquí inútilmente, pero me es imposible omitir mención de sus nombres. En cuanto a los amigos que viven, en cuanto a los amigos que me acompañan, que me padecen y me quieren, su catálogo correría el albur de ser casi infinito.
20 de diciembre de 1970

En Tiempo de Sosiego *, folleto del laboratorio Roche S. A., Buenos Aires, Año V, Nº 18, 
primera quincena de enero de 1972

Y en Revista Proa, Buenos Aires, Tercera Época, Nº 23, mayo/junio de 1996






Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003


[*] Acerca de “Los amigos” hay un trabajo de la profesora Nora Longhini titulado “Algunas preferencias literarias en ‘Los amigos’ de Jorge Luis Borges”, presentado en las Jornadas sobre Jorge Luis Borges en la Universidad Católica Argentina, en septiembre de 1996

(N. del E.) Págs. 146-152

Foto: Captura Encuentro Borges con las Artes y las Letras RTVE 1976



22/3/17

Jorge Luis Borges: Del cielo y del infierno






Para casi todos los hombres, los conceptos de cielo, de felicidad son inseparables. Los teólogos definen el cielo como un lugar de eterna gloria y ventura y advierten que ese lugar no es el dedicado a los tormentos infernales. Butler, a finales del siglo XIX, proyectó un cielo en el que todas las cosas se frustraran ligeramente, ya que nadie es capaz de tolerar una dicha total, y un infierno correlativo, en el que faltara todo estímulo desagradable, salvo los que prohíben el sueño. Bernard Shaw, a principios de este siglo, instaló en el infierno las ilusiones de la erótica, de la abnegación, de la gloria y del puro amor imperecedero; el tercer acto de Man and superman, que narra el sueño de John Tanner, ubica en el cielo la comprensión de la realidad. La idea central de esta doctrina ya había sido explicada largamente en el más conocido y hermoso de los tratados de Swedenborg, De coelo et inferno, publicado en Amsterdam en 1758. William Blake lo repite y Bemard Shaw lo resume espléndidamente en su comedia. Cabe suponer que escribió bajo el estímulo de Blake, a quien menciona con frecuencia y respeto o, lo que no es inverosímil, que arribó a las mismas ideas por cuenta propia. Leslie D. Weatherhead, un mediocre y casi inexistente escritor, acaso estimulado por lecturas piadosas, da en el cuarto capítulo de After death una original versión del cielo, que concuerda plenamente con la de André Gide. En Journal (página 677), Gide habla de un infierno inmanente, ya declarado por el verso de Milton: "Which way i fly is hell; myself ani hell". Wheatherhead arguye que el infierno y el cielo no son localidades topográficas, sino estados extremos del alma. Propone la tesis de un solo heterogéneo ultramundo, alternativamente infernal y paradisíaco, según la capacidad de las almas. Escribe que la directa persecución de una pura y perpetua felicidad no será menos irrisoria del otro lado de la muerte que de éste. "El dolor del cielo es intenso", comenta, "pues cuanto más hayamos evolucionado en este mundo, tanto más podremos compartir en el otro la vida de Dios. Y la vida de Dios es dolorosa. En su corazón están los pecados, las penas, todo el sufrimiento del mundo. Mientras quede un solo pecador en el mundo no habrá felicidad en el cielo".
Dante, en la famosa epístola dirigida a su amigo Can Grande della Scala, advierte que su comedia, como la Sagrada Escritura, puede leerse de cuatro modos distintos y que el literal no es más que uno de ellos. Dominado por los versos precisos, el lector conserva la indeleble impresión de que los nueve círculos del infierno, las nueve terrazas del purgatorio y los nueve cielos del paraíso corresponden a tres establecimientos: uno, de carácter penal; otro, penitencial, y otro -si el neologismo es tolerable-, premial. Pasajes como el de este verso: "Lasciate ogni esperanza, voi ch'entrate", fortalecen esa convicción topográfica, realzada por el arte y negada por la lógica o el candor de Weatherhead.
Para Swedenborg, el cielo y el infierno no son lugares, son condiciones de las almas, determinadas por su vida anterior. A nadie le está vedado el paraíso; a nadie le está impuesto el infierno. Las puertas están abiertas, y quienes mueren no saben que están muertos; durante un tiempo indefinido proyectan una imagen ilusoria de su ámbito habitual y de las personas que las rodean. Recuerdo ahora que en Inglaterra una superstición popular declara que no sabremos que hemos muerto sino cuando comprobemos que el espejo ya no nos refleja.
El infierno es la otra cara del cielo. Su reverso preciso es necesario para el equilibrio de la creación. Quien lo rige es el Señor, como a los cielos. El equilibrio de las dos esferas es requerido para el libre albedrío, que sin tregua debe elegir entre el bien, que mana del cielo, y el mal, que mana del infierno. Cada día, cada momento de cada día, el hombre labra su perdición eterna o su salvación.
Creamos o no en la inmortalidad personal, es innegable que la doctrina de Swedenborg es más moral y más razonable que la de un misterioso don que se obtiene, casi al azar, a última hora.
La vasta literatura escrita sobre el cielo y el infierno abarca y agota todas las posibilidades. No sé qué opinará mi lector sobre estas conjeturas que acabo de exponer. He observado que aquellos que creen en un mundo ultraterreno poco se interesan en él. Conmigo ha ocurrido y ocurre todo lo contrario; me interesa, pero no creo. Otro tanto me ocurre con el libre albedrío, esa ilusión necesaria que nos hace sentir dueños de nuestras propias acciones.
En El País, Madrid, 15 de abril de 1986, p. 9 
Luego en Clarín, Buenos Aires, 5 de junio de 1986, Suplemento Cultural, pp. 1-2
Ilustración de Jorge Luis Borges por ©El Tomi [Tomás Müller]


21/3/17

Esteban Peicovich: De cómo su madre evitó que Borges empedrara una calle del siglo pasado






Soy tan poco observador que cuando mi madre vivía le solicitaba detalles circunstanciales. Porque ahora se esperan detalles circunstanciales. Vamos a suponer que en un cuento describía un conventillo y alguien debía atravesar el patio. Podía haber flores. Entonces le preguntaba a mi madre qué tipo de flores podían existir en un conventillo. Y mi madre me las mostraba y yo las ponía, porque no me detengo en esas cosas. En otra oportunidad, como me gustaba situar todo en el pasado para estar más libre, le preguntaba cómo era tal calle. Me acuerdo de que un día estaba dictándole un cuento sobre Rosas y hablaba de los cascos de los caballos. “¿Sobre el empedrado? –preguntó mi madre– ¡Pero, estás loco!” Y yo le había dictado empedrado por no decir asfalto. “Bueno –señaló mi madre–, que yo recuerde, en esa época, todas las calles de Buenos Aires eran de tierra, salvo Florida y Perú, que estaban empedradas...” Y ella me evitó cometer esa gaffe de querer empedrar la calle Suipacha en tiempos de Rosas.






En Esteban Peicovich: El palabrista. Borges. Visto y oído
Buenos Aires, Editorial Marea, 2006
Foto arriba: Borges y Peicovich (sin atribución) vía El palabrero

20/3/17

Jorge Luis Borges: La prosa de Silvina Ocampo






Como el Dios del primer versículo de la Biblia, cada escritor crea un mundo. Esa creación, a diferencia de la divina, no es ex nihilo; surge de la memoria, del olvido que es parte de la memoria, de la literatura anterior, de los hábitos de un lenguaje y, esencialmente, de la imaginación y de la pasión. Kafka es creador de un orbe eleático de infinitas postergaciones; James Joyce, de un orbe de hechos ínfimos y de líneas espléndidas; Silvina Ocampo nos propone una realidad en la que conviven lo quimérico y lo casero, la crueldad minuciosa de los niños y la recatada ternura, la hamaca paraguaya de una quinta y la mitología. Ayudado por la miopía gradual y ahora por la ceguera, vivo entre tentativas de soñar y de razonar; la mente de Silvina recorre con delicado rigor los cinco jardines del Adone, consagrado cada uno a un sentido. Le importan los colores, los matices, las formas, lo convexo, lo cóncavo, los metales, lo áspero, lo pulido, lo opaco, lo traslúcido, las piedras, las plantas, los animales, el sabor peculiar de cada hora y de cada estación, la música, la no menos misteriosa poesía y el peso de las almas, de que habla Hugo.

De las palabras que podrían definirla, la más precisa, creo, es genial. Se ha dicho que el talento es una fuerza que el hombre puede dirigir; el espíritu sopla donde quiere (Juan, 3,9) y puede salvar o perder. De ahí las habituales inconstancias de la obra de genio. Hugo escribió que Shakespeare estaba sujeto a ausencias en el infinito.

La prosa de Silvina Ocampo no es menos inspirada que sus versos. Su cuento Autobiografía de Irene es una prueba. Esencial o superficialmente, el tema es un precioso don que luego se revela como terrible. En el Vathek, de William Beckford, le prometen a un rey un infinito y resplandeciente palacio, poblado de esplendores y multitudes; ese palacio es el Infierno. En la Autobiografía de Irene, el ominoso don es de orden profético. No lo creo imposible; es raro que yo pueda saber lo que pasó en Ur de los caldeos, hace ya tantos siglos, y no lo que pasará en esta casa dentro de unos minutos, digamos un llamado de teléfono. Tal vez a la memoria del pasado quepa sumar la del futuro, que ya tiene su nombre en todas las lenguas: presentimiento, foreboding.
No ensayaré un resumen de las páginas de ese admirable relato. La historia sólo puede ser contada con todas las palabras y todas las circunstancias del texto.
En El País, Madrid, 3 de abril de 1986, p. 11 
Luego en El Mercurio, Santiago de Chile, 6 de julio de 1986, p. E.1 (Supl. Artes y Letras)
Registrada en hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de Chile



19/3/17

Fernando Sorrentino: Algunas lateralidades de «El Aleph»







     No podría establecer cuántas veces he releído este maravilloso cuento de Borges. Pero sé que su lectura es inagotable (al menos, para mí) pues en cada nueva lectura hallo nuevos estímulos, nuevas aristas enigmáticas, nuevas vetas dignas de explorar.
      Por ejemplo: ¿cuál es el tiempo de duración (ficticia) del relato?
     Beatriz Viterbo murió una “candente mañana de febrero” de 1929. Había nacido el 30 de abril de un año que Borges no revela (pero que podemos imaginar, lícitamente por su paralelismo con la edad del narrador, perteneciente a la primera década del siglo XX).
     Inferimos que, en “la casa de la calle Garay” (barrio de Constitución), Beatriz había vivido con su padre y con “su primo hermano”, Carlos Argentino Daneri.
  Conducido por su devoción, por su nostálgico amor, Borges decide, para conmemorar el cumpleaños de Beatriz, visitar cada 30 de abril a su padre y a Carlos Argentino para saludarlos.
    La primera visita se produce, entonces, el martes 30 de abril de 1929. El domingo 30 de abril de 1933, debido a “una lluvia torrencial”, los anfitriones tuvieron que invitarlo a comer.1

en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafesino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.

     Es curioso que, después de, en el primer párrafo del cuento, haber nombrado al padre de Beatriz, éste desaparezca por completo de la escena, lo que nos indica que a Borges le interesaba centrarse en Carlos Argentino Daneri.
     No menos extraña es la circunstancia de que, en aquella casa de la calle Garay, vivan dos hombres maduros: el innominado padre de Beatriz, y tío entonces de Carlos Argentino, nacido quizá hacia 1885, y Carlos Argentino, a quien podemos suponer de la misma edad de Borges.
     Ahora bien, Beatriz y Carlos Argentino eran primos hermanos, pero tenían apellidos diversos. Esto nos indica que el padre de Beatriz no era hermano del padre de Carlos Argentino.
  Entonces caben tres posibilidades: a) la madre de Beatriz era hermana del padre de Carlos Argentino: en tal caso, su apellido era Daneri; b) la madre de Carlos Argentino era hermana del padre de Beatriz: en tal caso, su apellido era Viterbo; c) la madre de Carlos Argentino y la madre de Beatriz eran hermanas, y no conocemos sus apellidos.2
   Digamos que, hasta este punto, el relato brinda lo que podemos denominar “informaciones generales”. Se produce en este punto un amplio salto temporal y la acción se traslada al martes 30 de abril de 1941: han pasado doce años desde la muerte de Beatriz.
     Este extenso núcleo narrativo de tiempo sin interrupciones corre a partir de “El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país” y concluye en “Hacia la medianoche me despedí”. Su propósito central es exhibir las absurdas concepciones literarias de Daneri (“Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura”) y su tono general es satírico y humorístico.
    Asimismo hay más de una burla sutil hacia sí mismo. Carlos Argentino escribía sus versos en “hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur”, evidentemente hurtadas de la institución donde él trabajaba. Lo mismo haría, tal vez, el propio Borges, con las hojas de la Biblioteca Miguel Cané, donde trabajó entre 1937 y 1946.
    El nuevo encuentro se verifica el domingo 11 de mayo de 1941, en (habla Daneri) “el salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina”. El propósito de Daneri es que Borges solicite a Álvaro Melián Lafinur un prólogo para su poema La Tierra; el de Borges, incluir nuevos pasajes satíricos. Ni Borges cumple con el encargo ni Daneri se lo reclama.
     Pero, a fines de octubre de 1941, vuelve Daneri a telefonear a Borges:

Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.

     Y éste es el verdadero centro del relato, que no tiene sentido reproducir: Borges conoce el Aleph3 que se halla en el sótano de la casa de Daneri y cuyo destino es desaparecer cuando tenga lugar la inevitable demolición de la casa de la calle Garay. Entre las informaciones generales y los datos precisos del final de la narración han corrido doce años; entre el principio del cuento y su epílogo, hemos asistido a las mil delicias de la inteligencia, a las mil y una sutilezas…4 En fin, hemos gozado de una obra maestra de la literatura.



Notas

1 Lamento no haber podido averiguar si, en efecto, el 30 de abril de 1933 hubo en Buenos Aires “una lluvia torrencial”.

2 He consultado el Dizionario dei cognomi italiani, de Emidio De Felice. En él no figuran ni Daneri, ni Zunino, ni Zungri, ni Zunni, pero sí Viterbo: “Cognome israelitico formato dal toponimo Vitèrbo, sede di un’antica comunità ebraica italiana dispersa nel XVI-XVII secolo”.

3 Sobre los detalles del sorprendente influjo que una escritora argentina muy menor (Eduarda Mansilla de García, 1834-1892) ha ejercido en los pasajes puntuales en que Borges describe lo que ve en el Aleph, puede verse mi artículo “¿Huevo de cristal o ramito de romero? El Aleph antes del Aleph”, Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. lean®anle, Nueva York, vol. 2, n.º 4, julio-diciembre 2013, págs. 362-367.

4 Además de la bromilla de que tanto los itálicos apellidos de los propietarios de la casa de Daneri como el del abogado de este comiencen con los mismo fonemas, hay otra alusión que, imagino, nadie advirtió hasta ahora: Daneri lo amonesta a Borges: “La verdad no penetra en un entendimiento rebelde”. Mucho antes, en 1897, Paul Groussac, en la polémica que, respecto de los escritos de Mariano Moreno, sostuvo con Norberto Piñero, había escrito: “[…] las mismas indicaciones materiales de nuestra primera crítica no han logrado penetrar en su entendimiento rebelde”. Y cosa es archisabida que Borges admiraba la lengua viperina de Groussac.




Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1942). Escritor argentino, autor de una vasta y variada obra publicada: la más reciente: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1972), reedición Buenos Aires, Editorial Losada, 2007; La venganza del muerto (cuento para niños, 2011); Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Verídicas historias improbables) (cuento, 2013); Sanitarios centenarios (novela, 2000-2008); El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (ensayo, 2011); Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (entrevista, 1992-2007); y Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (antología, 2012). Es profesor de Lengua y Literatura.


Cortesía de Revista  Archipiélago (México), n° 95, pág. 35
Foto: Captura de Harto de Borges, de Eduardo Montes Bradley [+]


18/3/17

Jorge Luis Borges en su voz: Entrevista con Atilio Garrido [Radio Carve de Montevideo, junio de 1978]













—Quiere decir que este fenómeno mundial que es Jorge Luis Borges, venimos a saber ahora, nos pertenece un poquito también a los orientales.
—Sí, sí, desde luego. Puedo decirle esto: yo no sé si mi primer recuerdo, que curiosamente es el recuerdo de un cantero y de un arcoíris, debo situarlo de este lado del Río, en una quinta de Adrogué o en un modesto jardín de Palermo, o en la quinta de mi tío Francisco Haedo en el Paso Molino, en Montevideo. No sé si mi primer recuerdo corresponde a este lado del río o al otro.
Mi abuelo, el coronel Borges, nació en Montevideo e inició su carrera militar como artillero defendiendo la plaza sitiada: tenía 14 años. Luego se batió en la División Oriental de César Díaz, en la Batalla de Caseros: fue uno de los que decidieron la victoria y tenía 16 años, pero en aquel tiempo la gente maduraba pronto. Mi abuelo se hizo matar en la batalla de La Verde en el año 1874.


—¿Maduraba más pronto aquella gente? ¿Ese puede ser uno de los méritos de la generación anterior?
—Sí, creo que maduraba muy pronto, pero al mismo tiempo eran menos longevos que nosotros. La prueba de ello es que hay un poema de Lugones que empieza así: “Sintiendo vagar por su elegante persona/ Una desolada intimidad de hastío/ La bella solterona (Treinta y ocho años, regio porte, un tanto frío, de beldad sajona)”, etcétera. Bueno, pues todas mis amigas tienen 38 años y no son consideradas solteronas, pero en el año 1905, 1906, era otra cosa: a los 38 años una mujer tenía el triste derecho de llamarse solterona si no se había casado.


—Volviendo un poco a Uruguay, al margen de aquel recuerdo que usted no tiene definido…
—Tengo muchos otros recuerdos, sobre todo de la frontera, porque yo hice dos viajes con Enrique Amorim, casado con una prima mía, Ester Haedo, hasta Santana do Livramento, y ahí por primera y última vez en mi vida vi matar a un hombre. Y tengo otro primer recuerdo del Uruguay. Yo en Buenos Aires nunca había visto gauchos, pero en el Paso Molino vi troperos que traían hacienda de los departamentos del norte, y vi mis primeros gauchos, y eso me emocionó mucho, porque yo los conocía simplemente por la fama y por estampas. Pero ahí los vi de veras.


—Esos dos recuerdos, el fronterizo y el de los gauchos, ¿pueden haber motivado el cuento “El muerto”, que hace poco se llevó al cine?
—Sí. Les aconsejo que eviten el cine. Hicieron una película absurda con El muerto. Con decirles que yo situaba toda la acción en una estancia cimarrona de la frontera, allá cerca del Yaguarón o de Santana do Livramento. Bueno, todo ocurría en el año 1890 y tantos, y a ellos se les ocurrió dotar a esa estancia –y ustedes saben lo que son las estancias por ahí, que ni siquiera tienen montes– de billares, y hacer que los gauchos jugaran al billar. Pero no se buscaba un efecto cómico, era mera ignorancia de quienes hicieron la película. ¿Se da cuenta? ¡Gauchos de la frontera de Brasil jugando al billar!
—¿Y cómo fue entonces que se hizo la película estando usted en desacuerdo con la forma en que se ambientó?
—Bueno, yo simplemente firmé un contrato, mi editorial cedió los derechos y no tuve nada que ver con la película. Ni siquiera sé qué actores trabajaron, quién fue el director ni nada de eso. Simplemente ellos cedieron los derechos, se hizo el film, fui a verlo (aunque verlo en mi caso es una metáfora, porque estoy ciego desde el año 1955), pero algunos amigos míos me señalaron ese aspecto involuntariamente cómico.
—¿Con qué intelectuales del Uruguay usted se siente más vinculado, con mayor afinidad?
—Tendría que mencionar nombres ya pretéritos, pero soy un hombre viejo. No querría olvidar a Emilio Oribe, a Pedro Leandro Ipuche y a Fernán Silva Valdés, que me honraron con su amistad, pero no digo eso en desmedro de otros: son simplemente los tres primeros nombres que acuden a mi memoria. Y luego querría hablar también de mi tío injustamente olvidado, Luis Melián Lafinur. Yo recuerdo haber estado de chico en la casa de él, que creo que se ha demolido ahora, una casa en la calle Buenos Aires, en la península, en la Ciudad Vieja.
—Lamentablemente se están demoliendo muchas casas viejas, no solamente en Montevideo sino también aquí en Buenos Aires.
—Aquí en Buenos Aires ocurre otra cosa más rara: se construyen en el barrio de San Telmo, que no tiene ninguna tradición especial, falsas casas viejas, y hasta se le ha ocurrido a algún intendente poner un aljibe en una esquina. Todo el mundo sabe que los aljibes son para los patios, no para las calles, pero parece que ya se ha olvidado eso, de modo que hay una plaza en San Telmo con un aljibe en el medio, increíblemente.
—¿Los rioplatenses tenemos desapego por el pasado?
—No, yo creo que no. Creo que queremos el pasado pero, al mismo tiempo, en este caso lo falsificamos un poco. Fíjese que ahora en San Telmo están haciendo falsas casas coloniales, o falsas casas del tiempo de Rosas.
—Usted estuvo en la casa de su tío Luis Melián Lafinur, me estaba contando…
—Sí, estuve muchas veces y tuvo un destino bastante triste. El escribió un libro muy lindo sobre Juan Carlos Gómez y un libro titulado Tabaricidio, contra Zorrilla de San Martín, porque eran adversarios (Juan Zorrilla de San Martín, escritor emblemático del Uruguay, conocido como el “poeta de la patria” y autor del poema épico Tabaré, fue, además, padre del escultor José Luis Zorrilla de San Martín, autor del célebre monumento al general Roca de Buenos Aires, y abuelo de la vestuarista Guma Zorrilla y de la actriz China Zorrilla). El pensaba dedicar su vida a escribir una historia del Uruguay. Yo recuerdo la biblioteca de él, que ocupaba varias habitaciones, y él, ciego, recorriendo la biblioteca, ya incapaz de escribir el libro. Y murió, un hombre ya viejo. Hubiera podido, quizá, hacerlo. Pero yo creo que no, que es muy difícil, sobre todo un libro de historia, que requiere documentación. Quizá un ciego pueda dedicarse, como yo, a obras de imaginación, pero no a obras que requieren consulta. Y él murió ciego en esa casa vieja de la calle Buenos Aires, rodeado de los libros que le hubieran permitido ejecutar ese proyecto que él había acariciado toda su vida, de escribir la historia de la República Oriental del Uruguay. Y no pudo hacerlo.
—¿En qué año ubicamos sus viajes permanentes a la casa de la calle Buenos Aires en la Ciudad Vieja?
—Y a la quinta de mi tío Francisco Haedo en la calle Lucas Obes. Había un arroyo que se llamaba Quitacalzones y otro arroyo Miguelete también por ese lado, por el Prado.
—Un embajador argentino en nuestro país, cuando invitaba a las grandes recepciones decía “los espero en mi casa de la avenida Agraciada esquina Quitacalzones”, lo que en aquella época provocaba prácticamente el pudor de todos.
—Sí, claro, era un zanjón el arroyo. No lo recuerdo muy bien, pero corría por los fondos de la quinta. Bueno, todos esos recuerdos míos montevideanos yo no sé cuándo empiezan, pero sé que nosotros veraneábamos todos los años en Montevideo, en casa de mi tío Francisco Haedo, y que eran los veraneos largos de entonces, de dos o tres meses.
—Jorge Luis Borges, ¿encuentra similitud entre Montevideo y Buenos Aires y entre su pueblo?
—Sí. Yo siempre digo que Buenos Aires es un barrio de Montevideo.
—¿Buenos Aires un barrio de Montevideo?
—Sí, siempre lo digo, si son lo mismo. Hasta diría que Buenos Aires está más cerca de Montevideo que de Córdoba, por ejemplo, que tiene un carácter muy distinto, y mucho más cerca que de Salta, no sólo geográficamente sino espiritualmente.
—Ahora que usted me nombra a Juan Carlos Gómez y me recordaba la amistad con su tío Luis Melián Lafinur, ¿es partidario de la idea que en su momento propuso Juan Carlos Gómez y que causó la división del Río de la Plata, de la Patria Grande?
—Sí. Yo creo que tenemos que llegar a patrias más grandes todavía. Creo que tenemos que llegar a patrias tan grandes que ya no haya patrias. El que tenía la misma idea era Sarmiento. Pero a Sarmiento se le ocurrió una idea absurda: que para evitar la inevitable rivalidad entre Montevideo y Buenos Aires la capital estuviera en la isla de Martín García, algo sumamente incómodo desde luego, ¿no? Eso iba a llamarse Argirópolis, es decir la “ciudad del Plata”. A él se le ocurrió esa idea de la posible capital de ambas patrias creo que cuando estaba en Chile escribiendo el Facundo.
—Ya que estamos recordando un poco la génesis de estos países, leí hace poco un poema suyo donde usted sostiene la tesis de que Buenos Aires comenzó a fundarse por el lado de Palermo y no por San Telmo.
—Sí, pero es una broma mía. No, Buenos Aires realmente empezó a fundarse por San Telmo, sí. La primera fundación de Buenos Aires, la de don Pedro de Mendoza, fue en el Parque Lezama. La segunda fundación, en la que participó un señor llamado Juan de Garay, del cual soy descendiente, fue en la Plaza de Mayo, llamada Plaza Mayor, a una distancia de pocas cuadras. Además, en aquel tiempo no habría tal distancia, habría simplemente el campo pelado nomás, ¿no? Pero sé que la primera fundación tuvo lugar más o menos en lo que es el Parque Lezama. Ahora, la ciudad fue destruida por los querandíes, que venían del norte, del lado de San Isidro. Y luego ocurrió la segunda fundación en la Plaza Mayor, que fue el centro de la ciudad durante mucho tiempo.
 —Después de haber recorrido esta primera etapa en la vida de Jorge Luis Borges, y de haber descubierto su afinidad casi total con Uruguay, cosa que nos place.
—Y a mí también. (Risas)
—Queremos ir de a poco a otro tema. Jorge Luis Borges había expresado hace dos meses que cuando llegara el Mundial de Fútbol no podría estar en la República Argentina.
—Sin embargo, aquí estoy, y aquí estoy soportándolo. Pero creo que falta poco, ¿no? (risas). Yo no estoy en contra del deporte del fútbol, pero creo que es una frivolidad a la que se le da una importancia excesiva. Además, fomenta el nacionalismo, que es uno de los grandes males de esta época. Porque yo veo que no se piensa si un partido fue lindo o no: se piensa en quiénes ganaron, que es lo más aleatorio de un juego. En cambio, tratándose del ajedrez, por ejemplo, la gente puede estar interesada en el ajedrez. Pero creo que nadie está interesado en el juego mismo del fútbol: está interesado en tal o cual cuadro o en tal o cual país… pero en el juego mismo del fútbol nadie se interesa. Tengo esa impresión. Yo no sé: he asistido a medio partido de fútbol con mi pariente Enrique Amorim. Fuimos a ver un partido entre argentinos y orientales y, como no entendimos nada, nos fuimos, y ésa fue mi única experiencia. Y actualmente me molestan bastante los cornetazos y todo ese estrépito de automóviles que saludan a cada partido.
—Quiere decir que Borges vio sólo en su vida 45 minutos de fútbol.
—45 minutos de fútbol y, quizá, yo diría, 45 minutes too many, quizá 45 minutos de exceso, ¿no? En cambio, las carreras me parecen muy lindas, aunque no he asistido nunca al Hipódromo de Palermo, ni al de La Plata ni al de San Isidro, pero he visto carreras en el campo, he visto cuadreras, he visto pencas. Y es un lindo espectáculo, me parece.

—Volviendo al fútbol, pienso que usted, en definitiva, lo que sustenta como aspecto negativo es la identificación que se quiere hacer en los momentos actuales entre país y deporte.
—Yo creo que sí. Creo que es absurdo suponer que un país esté representado por sus jugadores de fútbol. En todo caso, tengo un concepto bastante modesto de los países. Y además que todo esto, como todos sabemos, es un comercio: se venden los jugadores, se compran, y esto lo aprovechan los hoteles para alzar los precios. No estoy revelando ningún secreto, ¿no? Ya la vida está bastante cara en Buenos Aires, y alrededor está más cara todavía.
—¿Piensa que el Mundial ha incidido en eso?
—Sin duda. En todo caso en los comercios dice “precio del Mundial”, y ese precio no es ciertamente una rebaja.

—¿Usted por qué no quería estar aquí durante el Mundial?
—Porque temía un gran barullo. Felizmente ha habido menos barullo del que yo temía. Desde luego, vivo aquí en el centro, y es bastante sensible todo eso. Si viviera un poco afuera, o si viviera como viví durante tres años en el sur, quizá se notaría menos. Pero acá se nota mucho.
—Yo noto una cosa en los argentinos. Por ejemplo, si en mi función de periodista digo que Argentina jugó mal o fue favorecida por un árbitro, aquí se entiende como que estoy diciendo que todos los argentinos son malos porque juegan mal al fútbol o sobornadores porque intentan comprar jueces.
—Es absurdo juzgar a un país por el fútbol, que es algo tan trivial. Además, es un juego que no tiene ninguna tradición aquí. Cuando yo era chico no se hablaba de fútbol: caramba, se hablaba de riñas de gallos y de cuadreras. Qué raro que siendo Inglaterra un país tan odiado aquí (yo no lo odio, yo quiero muchísimo a Inglaterra; yo tengo una abuela inglesa que se casó precisamente con ese abuelo mío oriental, el coronel Francisco Borges), qué raro que nunca se emplee contra Inglaterra el argumento de haber difundido por el mundo el fútbol, ese juego que fue atacado, y yo lo descubrí hace poco… parece que hay una referencia contra el fútbol en El rey Lear, de Shakespeare. Y luego Kipling, según se sabe, atacó al fútbol también. El pensaba en el Imperio y quería que su país fuera un país de soldados y de marinos y no de jugadores de fútbol. Los jugadores son una minoría, además, ¿no?

—Los jugadores de fútbol, ¿no han venido en el mundo de hoy a sustituir a los ejércitos?
—Bueno, yo creo que no. En todo caso, en relación con los militares, no se los usa. Son muy pocos los jugadores de fútbol. Lo que hay son espectadores. Cada equipo consta de 11 jugadores, si no me engaño. En cambio los ejércitos, caramba, son desgraciadamente mucho más numerosos.
—A Borges le rechina juntar la idea de un país con la idea del fútbol…
—O con cualquier otra idea. Yo no sé hasta dónde un país puede ser representado por unos cuantos individuos. Quizá lo importante en un país sea, digamos, el promedio. Por ejemplo, en los países escandinavos no hay criminalidad. Bueno, eso me parece que es un buen indicio, más allá del hecho de que hayan producido hombres de genio como Ibsen o Swedenborg o lo que fuere. Es más importante el promedio de la gente. Ni siquiera puede juzgarse a un país por sus hombres de genio, que son forzosamente esporádicos. Yo admiro mucho a Emerson, pero no creo que los Estados Unidos estén poblados exclusivamente por Emerson. Creo que están poblados por millones de personas bastante distintas de Emerson y bastante mediocres por lo demás. Y quizá eso puede decirse de todo país.

—¿Cómo ve usted, Jorge Luis Borges, que el presidente de un país como Perú baje a la cancha y se coloque la camiseta de su selección para festejar un triunfo?
—Es una medida crasamente demagógica.

—¿Y que un presidente, en el caso de los argentinos, que hace un año declaró que iba al fútbol por primera vez, un poco parecido a usted, ahora baje a los vestuarios, salude a los jugadores, festeje las victorias?
—Yo no quiero decir nada contra este gobierno, porque me parece el único gobierno posible. No diré el mejor gobierno posible, pero sí el único gobierno posible en estos momentos. Y diría lo mismo del gobierno de Uruguay o del de Chile. No quiero atacar a este gobierno porque es hacerles el juego a los peronistas, a los comunistas, etcétera. De modo que yo no diré una palabra sobre eso.

—¿Borges es antiperonista y anticomunista?
—Desde luego, sí. Y, sobre todo, antinacionalista.

—Antinacionalista. Quisiera que lo explicara un poquito más, ¿puede ser?
—Bueno, todo esto lo explicaron ya los estoicos. En Grecia, según usted sabe, la gente se definía por la ciudad en que había nacido, ¿no? Heráclito, de Efeso, Tales, de Mileto, etcétera. Los cosmopolitas lanzaron esa idea extraña de que el hombre era ciudadano del mundo. Esa palabra ha degenerado; ahora se usa en el sentido de turistas. Pero es la palabra “cosmopolita”: “polis”, ciudad, “cosmos”, el orden del mundo. Y ya que he hablado de la palabra “cosmos”, querría señalar una pequeña curiosidad etimológica. La palabra “cosmética” tiene la misma raíz, porque el cosmos es el orden del universo, el orden de los astros, el orden de las estaciones, el orden de los planetas, y la cosmética es el pequeño orden que las damas le dan a su cara. Pero es la misma raíz: “cosmos”, “cósmico” y “cosmética”. Bueno, pues los estoicos dijeron aquello que sin dudas escandalizó a todos, de que un hombre no era ciudadano de Atenas o ciudadano de Mileto o ciudadano de Tebas, no, que un hombre es ciudadano del mundo. Y yo creo que debemos sentirnos ciudadanos del mundo y olvidar, como sin dudas se olvidarán, los diversos colores que se marcan en los mapas. Y posiblemente merezcamos algún día no tener ningún gobierno, o un solo gobierno central que puede ser administrativo y policial y ninguna otra cosa, ¿no?

—¿O sea que hay un hombre por encima de las demarcaciones, que son circunstanciales?
—Sí. Yo diría que los individuos existen pero que los países existen de un modo abstracto solamente. Además, estoy en contra de todo nacionalismo –desde luego incluyo al nacionalismo argentino también–, porque insiste en las diferencias, y creo que debemos tratar de insistir en las afinidades, en lo que puede unirnos a nosotros. Por ejemplo, bueno, usted es oriental –en mi tiempo se decía oriental y no uruguayo– y yo argentino, y debemos insistir en lo que puede unirnos y no en lo que puede separarnos.

—¿El fútbol no une?
—No, desde luego: acentúa las diferencias.

—Usted dijo una cosa muy linda, y es que nosotros antes éramos orientales. Y es realmente así.
—Y además hay otra cosa: la palabra “oriental” es muy linda. Recuerdo unos versos de Ascasubi, que era cordobés, para celebrar la victoria de Cagancha: “Querelos, mi vida, a los orientales, que son domadores sin dificultades/ Que viva Rivera, que viva Lavalle/ tenémelo a Rosas que no se desmaye/ Los de Cagancha se animan al diablo en cualquier cancha”. Qué lindos versos criollos, escritos casi inmediatamente después de la victoria de Cagancha.

—¿Cómo fue que deformó la palabra “oriental” y nos hemos transformado en esa cosa mucho más híbrida que es “uruguayo”?
—Yo no sé. Eso podría contestárselo mi tío, que ha muerto, Luis Melián Lafinur. Pero sé que mi abuela, que había nacido en Mercedes, decía de Santos: “Habla de los uruguayos, ¡qué guarango! Yo soy oriental”. Y además ustedes recuerdan, usted sabe perfectamente bien, que no se habla de los “33 uruguayos” sino de los “33 orientales”, que no se dice “uruguayos, la patria o la tumba” sino “orientales, la patria o la tumba”. Además, la palabra “oriental” es muy linda. Qué raros esos dos nombres, eh: “oriental”, que evoca el oriente y que invoca, por su sonido, el oro, y “argentino”, que invoca la plata. Tenemos esos dos metales, la plata y el oro, de los dos lados. Qué lindas palabras. En un poema, por ejemplo, parecería difícil usar la palabra “uruguayo”. En cambio, la palabra oriental, sí.

—Es un poco el oriente del río Uruguay, ¿no es así?
—Sí, es eso exactamente. Pero quiero decir que si usted en un poema pone la palabra “oriental”, queda bien. Si pone “uruguayo”, es casi como si pusiera “paraguayo”. Es otra cosa, parece un poco extranjero ya, ¿no? 

—La exaltación de los nacionalismos, en definitiva, ¿les hace mal, en vez de hacerles bien, a los países?
—Sí, yo estoy totalmente seguro de eso, y lo malo es que el nacionalismo ahora corresponde a la derecha y a la izquierda, porque los comunistas son nacionalistas y los nazis o los fascistas son nacionalistas también. Todo el mundo es nacionalista ahora. Los únicos que nos escapamos somos usted y yo en este momento. Parece que el resto del mundo está equivocado, ¿no? (risas).

—Que estamos logrando una afinidad a través de la conversación, en vez de separarnos…
—Desde luego, sí. Yo me he educado en un país que es extraordinario, uno de los países más cultos del mundo, Suiza, y no hay nacionalismo. Y no puede haber nacionalismo porque los suizos son o de cepa francesa o de cepa italiana o de cepa alemana y profesan diversas religiones. Ginebra fue la capital del calvinismo, y hay cantones que son católicos. Pero todos se sienten suizos sin poder definir muy bien qué es eso. Salvo que se trata de un país muy culto, que es su rasgo principal, desde luego.

—Hay una cosa muy importante que quisiera conversar con usted. Jorge Luis Borges ha trascendido a la popularidad, se ha hecho popular…
—Sí, pero yo no he hecho nada en ese sentido. A mí me ha sucedido la popularidad, yo no la he buscado.

—En los últimos años. ¿Por qué no antes?
—Creo que precisamente por la radio, por la televisión, por el periodismo. Recuerdo que a mí me honró con su amistad Leopoldo Lugones, y lo acompañé digamos una media docena de veces desde la Biblioteca Nacional de Maestros, allá en Rodríguez Peña y Charcas, hasta la redacción del diario La Nación en Sarmiento y Florida. Bueno, yo iba del brazo de Lugones, que era evidentemente el primer escritor argentino, y nadie lo identificaba en la calle ni se daba vuelta para mirarlo y decir: “Mirá, ahí va Lugones”. Es decir, el escritor antes era un particular y ahora desgraciadamente ya es un hombre público. Ahora los escritores somos casi como jugadores de fútbol, casi como políticos, ¿no?

—¿Eso le molesta?
—Sí, me molesta bastante.

—Los medios de comunicación, en definitiva, le causan a usted...
—Los medios de comunicación sirven para vender más libros. Pero como yo no soy editor ni librero, a mí no me interesa que los libros se vendan, fuera del hecho de que los libros me ganan amigos o enemigos.

—¿Borges no escribe para el público?
—Yo no escribo para una mayoría ni para una minoría, escribo urgido por una íntima necesidad de escribir. Si yo fuera Robinson Crusoe y estuviera en mi isla desierta, seguiría escribiendo.

—Quiere decir que Borges escribe para satisfacer su necesidad interior aunque su página no la lea nadie: no le interesa.
—No, no, no me interesa. Yo nunca he pensado en ser popular, pero he llegado a serlo sin querer. Ahora mis libros han llegado… bueno, hay uno que está llegando a la novena edición, pero no he hecho nada en ese sentido. Hay una palabra espantosa que se usa ahora, que es la palabra “promoción”. Eso no  existía en mi tiempo, desde luego, y la presentación de libros tampoco, porque no se presentaban libros entonces. Todo ese sistema de publicidad que nos ha venido parcialmente de Francia, pero especialmente de los Estados Unidos, el hecho de que todo sea comercial, de que todo sea público, es una lástima realmente. Pero en fin: parece inevitable que yo proteste.

—Yo le agradezco mucho, Jorge Luis Borges, por haberme usted recibido aquí sin conocerme siquiera: ha sido para mí un gran placer, una de esas cosas que se recuerdan durante todo el resto de la vida de uno.
—Bueno, muchísimas gracias.

—Y le pido sí un saludo para los uruguayos.
—¿Cómo?

—Un saludo para los uruguayos, para culminar la nota.
—Y bueno, me parece que después de lo que he dicho he estado saludándolos todo el tiempo. He estado recordando mi sangre uruguaya, que la tengo por el lado materno por Jacinta Haedo de Suárez, y por el lado paterno más directamente por mi abuelo Francisco Borges Lafinur, que nació en Montevideo durante la Guerra Grande y se batió como artillero contra los blancos de Oribe, ¿no?

—Muy gentil, Borges, muy amable.
—Muchas gracias.


Imagen, texto y audios publicados en Diario Perfil
8 de enero de 2017 y 15 de enero de 2017
Entrevista original con Atilio Garrido
Para Radio Carve de  Montevideo, junio de 1978


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