18/11/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [III de IV]









Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges



El tesoro de Sutton Hoo 

En 1939, en Sutton Hoo, una finca situada en Suffolk, Inglaterra, se descubrió la tumba de un rey anglosajón, Redwald, muerto en 625 d.C. El entierro, sin cuerpo, era el de un barco totalmente equipado para un viaje en el otro mundo y contenía una cincuentena de objetos de oro puro y de plata. Espadas, monedas, untensilios. En 1959, parte de ese tesoro, ya restaurado, se expuso al público. 

La noticia de la exhibición apareció en un diario mientras yo cursaba literatura inglesa con Borges, precisamente sobre el tema de antiguas literaturas germánicas y la épica de Beowulf, el poema más importante de la literatura anglosajona, compuesto entre 750 y 780, una suerte de Mio Cid de la lengua inglesa. La pasión de Borges por batallas y espadas había despertado mi curiosidad más que el poema en sí, que nunca terminó de gustarme. Era de una heroicidad primitiva, una sucesión demasiado rápida de cortes de cabeza en forma de metáforas. Pero una de las dos fotos de Sutton Hoo que vi en el diario mostraba las espadas oscuras y roídas antes de la restauración; la otra, una proa de barco asomando entre montículos de tierra. Esa proa alzada, curva, irreal como si estuviera a punto de zarpar en un viaje imposible, me conmovió particularmente y por primera vez desde el inicio de las clases esperé a Borges en la puerta del aula y le hice una pregunta.

No puedo recordar qué pregunté. Quizás alguna precisión sobre una fecha o sobre los entierros de barcos. Hablamos, es decir, hablaba Borges, en el helado pasillo que daba a la calle Viamonte. Antes de que atinara a despedirme, Borges me tomó del brazo y me pidió que lo acompañara a tomar un café.

La naturalidad de la conversación en la confitería Richmond de la calle Florida me sorprendió mucho. Honestamente, todo lo que esperaba del profesor al que sólo había visto aislado en su tarima eran explicaciones doctorales del tema que nos había reunido. Por el contrario, Borges se interesaba en conocer mis circunstancias. De dónde provenía mi apellido, qué edad tenía, por qué elegí la carrera de Letras, qué libros y autores me gustaban. Con el tiempo, descubriría que esta indagación cortés respondía en parte a su civilidad, en parte a la necesidad de hacerse una imagen de su interlocutor para recordarlo después (como una de las fichas que desdeñaba), en parte para romper el hielo y sumergirse en la conversación, que era lo que realmente le importaba, y que el amable interrogatorio lo aplicaba siempre y a todos los que se acercaban a hablarle. Antes de darme cuenta, había aceptado su invitación a estudiar inglés antiguo, fuera de la Facultad y del programa, los sábados a la mañana, si me parecía bien.

Me parecía muy bien. La proa de la fotografía había establecido una conexión peculiar entre el tema, tan poco común, y mi imaginación. Por otra parte, no estaba cómoda en la Facultad. Aunque había hecho un secundario exigente y pasado el examen de evaluación para el ingreso en Letras con notas inesperadamente altas, las materias que estaba cursando en la universidad ya me habían convencido de que era ignorante y estúpida. Mi incapacidad de relacionarme con más de una persona a la vez me excluía de los grupos de estudiantes, a quienes admiraba, temía e intentaba vanamente emular en sus discusiones intelectuales de vanguardia. Pero mis lecturas y preferencias literarias era bochornosamente anticuadas y dispersas. Dickens, Kipling, Conrad, Shaw, novelas inglesas y norteamericanas contemporáneas, los dramas de Anouihl, de Pirandello, el teatro que iba a leer todos los mediodías a la biblioteca Lincoln de la Embajada de los Estados Unidos en la calle Florida, O'Neill, Tennessee Williams, novelas policiales, ciencia ficción (una manía que había heredado de mi padre), los novelistas rusos, más cualquier cosa que me cayera en las manos. Los jóvenes que se reunían en el café que estaba en frente de la Facultad citaban a Ionesco, admiraban a Beckett, mientras yo leía Don Juan, el poema satírico de Lord Byron, con un diccionario en la mano. No es extraño que en esa primera conversación con Borges, quien a cada mención de mis autores favoritos respondía con más información y evidente placer, me sintiera menos sola y en una compañía amistosa. Debo aclarar que en esos días no lo había leído aunque sabía que era un escritor (pero en la Facultad había tantos, hasta el bedel seguramente estaba por publicar un libro, suponía) y que sólo me deslumbraba la inteligencia y los conocimientos del profesor. 

Éste no era el caso de los otros dos estudiantes invitados a la primera reunión de aquel sábado en la Biblioteca Nacional. No recuerdo sus nombres. Los recuerdo como Borges los caracterizó inmediatamente: un ingeniero de ascendencia italiana, de unos treinta años; un muchacho algo mayor que yo, de ascendencia portuguesa. Los dos admiraban su obras, estaban realmente emocionados con el privilegio de asistir a lo que consideraban un seminario sobre inglés antiguo dictado por un gran autor para unos pocos. 


Borges nos condujo a las sala de la Dirección. Nos sentamos a la larga, antigua mesa que había pertenecido a Groussac. Sobre la mesa estaban los libros de estudio. Un pequeño volumen, The Anglo-Saxon Chronicles, un manual modestamente titulado Primeros pasos en Inglés Antiguo. Borges empujó suavemente los libros hacia nosotros y preguntó sonriendo: "¿Quién quiere empezar a leer?"

Hubo un largo, incómodo silencio. En ese silencio comprendimos qué significa la ceguera. Finalmente, porque mis compañeros me miraban suplicantes, me animé y leí como pude el comienzo de las Crónicas Anglosajonas escritas por monjes del siglo X, que cuenta la llegada de Julio César a Bretaña: Julius Caius se Casere, aerest Romana Bretonlond gesohte...
Es mañana de sábado de otoño quedaría registrada en el poema de Borges "Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona" (El Hacedor). 

El sábado leímos que Julio el César
fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
antes que vuelvan los racimos habré escuchado
la voz del ruiseñor del enigma
y la elegía de los doce guerreros
que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;


Borges encaró el estudio del anglosajón como un misterio que podía resolverse a fuerza de inteligencia, mediante la asociación y el análisis de pistas que aparentemente no daban a ninguna parte. Con "variaciones del futuro inglés o alemán" y su agilidad para moverse en la etimología de palabras enterradas como el barco de Sutton Hoo, iba abriendo camino. Era un avance muy lento. La ceguera y nuestra ignorancia le impedían acelerarlo. Estaba obligado a escuchar descripciones de runas, de acentos marcados por líneas, de vocales pegadas entre sí, como un pintor ciego que depende de la voz de torpes aprendices para que le cuenten las formas y colores de un cuadro hecho por otro. Pero no demostraba impaciencia. Por el contrario, en las pausas de espera, mientras buscábamos en el glosario una palabra que no sabíamos si era un sustantivo o un verbo, intentaba llenar esas pausas hablando sobre el contexto histórico, ilustrando con citas de poemas una reflexión sobre las crónicas que se descifraban gota a gota.

Cuando al cabo de unas dos horas dimos por terminada la clase, se levantó y fue hacia el escritorio circular de Groussac. Ahí, junto al antiguo y enorme globo terráqueo, había unos libros. Los tomó y pegó la cara a cada uno, acercando el lomo a los ojos para identificarlos. Eran regalos que nos había traído para agradecernos el favor de compartir con él esta exploración intelectual. Recuerdo mi asombro al ver mi libro: una obra sobre budismo zen, del profesor Suzuki. Seguramente, en la conversación de la confitería Richmond, le había comentado que la única materia que me hacía feliz era Filosofía de las Religiones, que dictaba Vicente Fatone, y mi descubrimiento del budismo zen, que entendía a medias. No lo olvidó. Tampoco a mis compañeros. El ingeniero italiano recibió un libro de autor italiano, el joven portugués una novela de Eça de Queirós.

Creo que fue ese mismo sábado que caminamos desde la calle México hasta su departamento en la calle Maipú, simplemente porque yo era la única de los tres estudiantes que iba en esa dirección, a tomar un tren en la estación Retiro. Borges hablaba emocionado de algunas palabras aprendidas, de la mañana que había transcurrido, del primer contacto con una lengua que hasta ese momento sólo había sido para él un eco de bellas metáforas. Para su sorpresa (y la mía) yo recordaba el texto entero. Sin darme cuenta, había memorizado incluso las escuetas nociones de gramática que hallamos en el manual de Sweet.

El comienzo de un amistad que duraría hasta poco antes de la muerte de Borges fue un agradecimiento mutuo. El mío era por descubrirme una memoria que había estado dormida o en estado latente, siempre en falta cuando debía rendir exámenes, que me desesperaba con su lentitud y que ahora, misteriosamente, absorbía sin esfuerzo todo lo que leía o escuchaba para devolvérmelo después, enriquecido por asociaciones inmediatas. Borges agradecía a esa memoria, esa especie de diccionario ambulante, el poder consultarla cuando no teníamos los textos, como en esa primera caminata y en las que siguieron. Y agradecía con libros.

A cada encuentro llegaba con un libro de regalo, que sacaba de su biblioteca. Libros anotados en la última página con esa letra minúscula, en diagonal, de cuando aún escribía, o con la letra angulosa de la madre de cuando ella le leía. Y nunca sabía qué iba a recibir. Pero en la generosidad de Borges había un orden. En general, esos libros eran respuestas a preguntas que yo hacía en la conversación, a mi curiosidad por un tema o por un autor, y sobre todo a las quejas de mi propia ignorancia. Hoy pienso que también, de algún modo, en esas lecturas viejas para él recuperaba las de su juventud, podía mirarse retrospectivamente en mis comentarios o en mis dudas.

El estudio de anglosajón prosiguió con cambios en el grupo inicial y en el sitio de las reuniones. Mis dos compañeros abandonaron pronto, desanimados por lo que juzgaban un esfuerzo inútil. Uno de ellos me confesó que no podía seguir perdiendo el tiempo en esas clases sin un certificado de asistencia que diera validez a su currículum. Peor aun, el estudio era considerado por todo el mundo como una manía personal de Borges. Desde el punto de vista de un estudiante atento a su carrera, el muchacho tenía razón en cuanto a la inutilidad de aprender esta lengua muerta. Pero Borges era un incansable predicador de los méritos de del inglés antiguo y logró, pese a las deserciones, cierta continuidad y más conversos. Durante un tiempo, las clases en grupo salieron de la Biblioteca Nacional para adquirir el carácter de un seminario que se dictaba en una sala adjunta a la cátedra de Literatura Inglesa. Luego, a lo largo de los años, pasarían al living de su departamento, en las tardes de domingo.

Borges comenzó a estudiar antiguo noruego, el idioma de las sagas escandinavas, cuando sintió que había agotado las posibilidades de nuevos hallazgos y emociones en el conjunto de las obras en anglosajón. Yo no lo seguí. La prosa de las sagas, directa y seca, leída en la lengua original no agregaba mucho a las traducciones en inglés. Los poemas y crónicas en anglosajón, por el contrario, conservaban el hermoso timbre de sus voces remotas, con un centro elusivo, intraducible. Del largo estudio, en nuestra amistad quedaron frases y citas salpicando la conversación, mitad en serio y mitad en broma: "Wyrde-gebraecon" ("destrozado por el destino") cuando estábamos tristes, o decir de alguien que era "maligno como la madre de Gretel" aludiendo al poema de Beowulf.

Borges nunca quiso ser profesor ni maestro. La sola idea de tener discípulos lo horrorizaba. Pero sí creía con fervor en la transmisión de conocimientos adquiridos —nunca infalibles, siempre relativos y expuestos a una futura corrección— como alimento de la curiosidad. Y cuando tuvo la oportunidad, como profesor, lo hizo. En cuanto al anglosajón, una verdad estética se expresa en el poema "Composición escrita en un ejemplar de la gesta de Beowulf", que transcribo completo. 

A veces me pregunto qué razones
me mueven a estudiar sin esperanza
de precisión, mientras mi noche avanza
la lengua de los ásperos sajones.
Gastada por los años la memoria
deja caer la en vano repetida
palabra y es así como mi vida
teje y desteje su cansada historia.
Será (me digo entonces) que de un modo
secreto y suficiente el alma sabe
que es inmortal y que su vasto y grave
círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
me aguarda inagotable el universo.







En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006

Fotos: 
Vlady Kociancich por Alejandra López
The Sutton Hoo helmet. Photograph David Levene


17/11/16

Jorge Luis Borges: La gran lección de Churchill a las futuras generaciones






Cuando en el otoño de 1896 murió el poeta William Morris, el más ilustre de sus discípulos y amigo, George Bernard Shaw, dijo que no se debía llorar su pérdida, ya que a un hombre como él sólo podríamos perderlo con nuestra propia muerte. Hoy, en 1965, cabe decir lo mismo de Winston Churchill. A pocos hombres les ha deparado el destino una vida más compleja, más honrosa y más valerosa. De antigua estirpe militar, descendiente de aquel Marlborough que a orillas del Danubio derrotó a las armas de Francia, Churchill sirvió en las guerras imperiales de la era victoriana; tiene el valor de un símbolo el hecho de que participara en 1898, en la que acaso fue la última carga de caballería que registra la historia, la de los húsares de Kitchener, contra las huestes del Mahdi, en el Sudán. Escribió los azares de esas campañas como escribiría después los de las dos vastas guerras ulteriores que desgarraron el mundo. La biografía de sus mayores atraería también su pluma, así como la historia de Inglaterra, de sus gentes, sus mares y sus conquistas. En la Cámara de los Comunes pasó de la premeditada oratoria a la elocuencia enérgica y espontánea. Según se sabe, la eficacia de la marina británica, que a partir de 1914 cerró a Alemania los caminos del mar, fue en gran parte su obra. Pero su hora más alta le llegó con la segunda guerra mundial. Había sido soldado e historiador, periodista y político. En la hora trágica de Inglaterra fue, de algún modo, los millones de hombres anónimos, valientes y modestos que no se arredraron ante el incendio que descendía de lo alto. No prometió fáciles triunfos: habló de sangre, de sudor y de lágrimas. Cuando la sombra de un dictador victorioso cayó sobre la isla, Churchill repitió que Inglaterra, al cabo de diez siglos, mantuvo la oferta que un rey sajón hizo a un rey noruego: seis pies de tierra y no más…
Al combatir por su Inglaterra, Churchill combatió por todos nosotros; su batalla fue esa eterna batalla de las libertades humanas que se ha llamado Salamina y Valmy, Saratoga y Junín, y cuyos nombres venideros no nos han sido aún revelados.
No basta lamentar su muerte con la palabra o con el mármol; es necesario que seamos dignos de su alta y ardua memoria. Ojalá ya exista alguien en el mundo que pueda proseguir su labor.



En diario La Nación, Buenos Aires, 28 de enero de 1965


Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003


Foto: Yousuf Karsh (1908-2002): Sir Winston Churchill, Ottawa, Canada, 1941 

Fuente e historia del retrato


16/11/16

Jorge Luis Borges: Martín Fierro







   De esta ciudad salieron ejércitos que parecían grandes y que después lo fueron por la magnificación de la gloria. Al cabo de los años, alguno de los soldados volvió y, con un dejo forastero, refirió historias que le habían ocurrido en lugares llamados Ituzaingó o Ayacucho. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.

  Dos tiranías hubo aquí. Durante la primera, unos hombres, desde el pescante de un carro que salía del mercado del Plata, pregonaron duraznos blancos y amarillos; un chico levantó una punta de la lona que los cubría y vio cabezas unitarias con la barba sangrienta. La segunda fue para muchos cárcel y muerte; para todos un malestar, un sabor de oprobio en los actos de cada día, una humillación incesante. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.

  Un hombre que sabía todas las palabras miró con minucioso amor las plantas y los pájaros de esta tierra y los definió, tal vez para siempre, y escribió con metáforas de metales la vasta crónica de los tumultuosos ponientes y de las formas de la luna. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.

  También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte de la memoria de todos.


En El hacedor (1960)
Retrato de Borges en cover de Textos Recobrados III, Emecé Editores

15/11/16

Jorge Luis Borges: Poetas de Buenos Aires




Al decir poetas de Buenos Aires no significa que voy a referirme a todos los poetas nacidos en Buenos Aires, sino sólo a algunos de aquellos poetas que han elegido como símbolo de sus emociones, o como escenario, la ciudad de Buenos Aires.
Que una ciudad pueda ser tema poético es algo relativamente nuevo. Casi podemos fijar una fecha en el tiempo. Es verdad que en Juvenal, por ejemplo, hay descripciones de la ciudad, pero esas descripciones tienen un carácter satírico: el poeta se queja de las incomodidades de la urbe…
Antes del siglo XIX, el sentimiento general es el expresado en un título famoso: Menosprecio de Corte y alabanza de aldea; tanto es así que cuando, a principios de siglo, Wordsworth escribe un soneto sobre la sensación de pureza y de belleza que sintió una mañana en Londres al atravesar el puente de Westminster, él mismo expresa su asombro y nos dice que nunca en las serranías o en los lagos —se refería a Westmarlaing—, nunca tuvo una sensación de paz tan profunda como la que tuvo esa mañana en el corazón de una gran ciudad que dormía. Es decir, que hubo para él, sin duda, y para los lectores, algo casi escandaloso y ciertamente nuevo en el hecho de que se cantara a una ciudad y a un momento de la ciudad, aunque este momento fuera sumamente tranquilo y vasto y vago, en el alba del principio del día.
Podríamos pensar también en De Quincey, quien, con su sensibilidad exacerbada, vio la belleza laberíntica de Londres. Podríamos recordar a Hugo, que dijo: Le poète sent le poids des âmes, el poeta siente el peso de las almas, y donde más tiene que sentirlo es en una gran ciudad, donde estamos rodeados de millones de almas. (Esto del peso de las almas, Hugo lo tomó de la teología de los antiguos egipcios, donde se pesan las almas en una balanza ante un tribunal.) Luego tendríamos que pensar en Dickens: al descubrir la niñez para la literatura, Dickens descubre asimismo la belleza de los barrios pobres, la belleza de los amaneceres cerca de ríos barrosos. Y también sería injusto no mencionar al poeta que se propuso, más que ningún otro, cantar la belleza de las ciudades, de las ciudades altas y crecientes: me refiero naturalmente a Walt Whitman.
El catálogo podría ser múltiple, pero lo que ahora nos preocupa, el tema que queremos tratar es el de algunos poetas de Buenos Aires.
La ciudad influye en todos los poetas, aun en aquellos que no la mencionan expresamente. Es el caso de Enrique Banchs. Hay un poema de Banchs en el cual habla de Buenos Aires, y es un soneto de la espléndida serie La urna. En ese soneto dice que él ve a la ciudad desde una altura, y luego el barrio con su vida laboriosa y miserable:
y se me alza en el pecho inolvidable
el gran amor de la ciudad nativa.
Es decir, él quiere a Buenos Aires por lo que ha sufrido en ella. Pero no hay una descripción; la ciudad está simplemente postulada.
Lo mismo podríamos decir de muchos pasajes de Lugones. Cuando en su Lunario sentimental Lugones nos dice que el tranvía cruza una pobre comarca de suburbios y de vagas chimeneas, pensamos en los barrios fabriles del sur de la ciudad, estamos en Barracas o en Avellaneda; pero todo está dicho así, al pasar.
Hubo un poeta que se propuso cantar concretamente un barrio de Buenos Aires, y ese poeta fue Evaristo Carriego. La importancia de Carriego es ante todo histórica; podría decirse que Carriego fue el primer espectador de los barrios humildes de la ciudad, pero no sé hasta dónde da la impresión de Buenos Aires. Recuerdo un poema suyo, de las Misas herejes, titulado “En el barrio”, que dice así:
Ya los de la casa se van acercando
al rincón del patio que adorna la parra,
y el cantor de barrio se sienta, templando,
con mano nerviosa la dulce guitarra.
Y más adelante:
Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero
viejas cicatrices de cárdeno brillo,
en el pecho un hosco rencor pendenciero
y en los negros ojos la luz del cuchillo.
Y muestra, insolente, pues se va exaltando,
su bestial cinismo de alma atravesada:
¡Palermo, lo he oído quejarse cantando
celos que preceden a la puñalada!
Y luego tendríamos también aquellos versos sobre el organito, el ciego que lo oye, y que al final dicen:
¡Qué tristes lloraban los ojos del ciego!
Y aquel otro en que se describe un atardecer, y la gente y los hombres que bailan el tango en la vereda, como se bailaba entonces, al compás de la música del organito. En “El guapo” tenemos otra mención específica del barrio:
pues todo el Palermo de acción le respeta
y acata su fama, jamás desmentida.
Pero a pesar de todo esto, entiendo que esas poesías de Carriego quedan en pequeños cuadros, en cuadros de costumbres. Por lo menos, ahora no nos dan la impresión de Buenos Aires. Es verdad que está el nombre de un barrio preciso, pero esos cuadros podrían ser, digamos, de ciudades de la provincia de Buenos Aires, de Entre Ríos, de la República Oriental. No hay nada específicamente porteño, me parece. Carriego orilló la épica cuando escribió “El guapo”, y luego al final, se acogió a la anécdota sentimental, a veces sensiblera. De modo que yo diría que su importancia es más bien la de haber iniciado un tema.
Mencionemos a otros poetas. Reconozco más a Buenos Aires en los versos de Horacio Rega Molina, por ejemplo, en la “Carta a un domingo humilde”. Aquellos versos de:
Y el domingo es como una lata de caramelos
que en el atardecer ha sido terminada.
O en aquellos otros en que hay preferencias por las orillas:
Y allí quedaron dos, brava pareja
de alpargata plegada en el tobillo,
y de los que se quitan de la ceja
el rulo con la punta del cuchillo.
O aquel otro de “La fiebre” en que se habla del momento en que se oyen cantar los pajaritos del empapelado. Hay muchas cosas, muchas menciones precisas de Buenos Aires, o de lo que fue Buenos Aires, en los poemas de Rega: los llamadores, las puertas cancel, etcétera.
Más cerca de nosotros tenemos a Silvina Ocampo. Recuerdo un poema de ella que está todo hecho de imágenes de Buenos Aires. Es el que empieza diciendo:
Grandes patios con muchas ventolinas,
almacenes en todas las esquinas.
Y luego:
Un clavel en el turbio Maldonado,
un hombre en una plaza, desdichado.
Pero el efecto total del poema no se parece, entiendo, a Buenos Aires. Es decir, cada una de las líneas es precisa y es hermosa, pero la acumulación de esas líneas sugiere una variedad, sugiere algo pintoresco que no corresponde a Buenos Aires.
Apartémonos por un momento de los poetas que han querido cantar a Buenos Aires, y pensemos en la misma ciudad de Buenos Aires.
Imaginemos, y esto ocurre muchas veces, que llega un amigo extranjero, y que queremos mostrarle la ciudad. Entonces descubrimos inevitablemente que la ciudad es un poco invisible. ¿Qué podemos mostrarle a un extranjero? Podemos mostrarle el parque y los lagos de Palermo, que son ciertamente hermosos, pero que no pertenecen de un modo peculiar a Buenos Aires: pertenecen a cualquier gran ciudad. Si no, podemos llevarlo al barrio de la Boca, es decir, a un barrio extranjero en Buenos Aires, a un barrio que tiene una arquitectura distinta a la de cualquier otro suburbio de Buenos Aires. Los demás suburbios de Buenos Aires son más o menos iguales. Una calle de Saavedra se parece a una calle de Barracas o de Villa Luro. En cambio, la Boca tiene una arquitectura distinta; tiene un color local muy consciente y muy cultivado, que no puede representar el resto de la ciudad. Por eso los porteños vamos a hacer turismo a la Boca.
Y luego tendríamos el barrio Sur. Pero el barrio Sur es un poco como una idea que tenemos los porteños; a poco de recorrer la República, o a poco de recorrer el continente, vemos que fuera de una parte de Buenos Aires casi todo el país es barrio Sur. Así, toda ciudad argentina, salvo Córdoba, y me dicen Salta, consiste en pedazos, en manzanas del barrio Sur, o del barrio del Once, tiradas en medio de la Pampa o de las serranías. Y aun aquellos elementos que nos parecen típicos del barrio Sur, por ejemplo los patios, la higuera en el último patio, los zaguanes, la puerta cancel, las casas bajas, los balconcitos, todo esto se encuentra con mayor fuerza en cualquier otra ciudad de la Argentina o del Uruguay. En el barrio Sur está desapareciendo todo esto. El barrio Sur es como una imagen, una especie de superstición que nosotros mantenemos; casi podríamos decir que el barrio Sur no está en ninguna esquina del Sur, está más bien a la vuelta de cualquier esquina, es algo que está en el recuerdo más que en la realidad. Y para un extranjero que no tiene ese recuerdo, que no tiene por qué participar en esa convención, el barrio Sur (eso yo lo he comprobado más de una vez), es algo que se acepta, que se acepta cortésmente, pero con menos entusiasmo que resignación.
Sin embargo hay algo en Buenos Aires que hace que sea distinta de otras ciudades.
Quizá sea simplemente, digamos, la población numerosa, los muchos recursos. La verdad es que en toda la República y en el Uruguay, y acaso en otras repúblicas de América, hay gente que está pensando en Buenos Aires. Hay un sabor de Buenos Aires, y ese sabor tendría que haberse dado en la poesía. Efectivamente, se ha dado. Puedo hablar con alguna autoridad sobre ese tema, porque yo me dediqué durante muchos años a dar ese sabor peculiar de Buenos Aires.
En 1923 publiqué un libro injustamente famoso, llamado Fervor de Buenos Aires. En ese libro hay una evidente discordia entre el tema, o uno de los temas, o el fondo del libro que es la ciudad de Buenos Aires, sobre todo algunos barrios, y el lenguaje en que yo escribí, un español que quería parecerse al español latino de Quevedo y de Saavedra Fajardo. Hay una discordia evidente entre la imagen de Buenos Aires y el español latinizante de los grandes prosistas españoles de mil seiscientos y tantos, de modo que ese libro, para mí, es un libro que entraña un fracaso esencial.
Luego advertí ese error, que era evidente por lo demás, y escribí otro libro: Luna de enfrente. Para escribirlo recuerdo que adquirí un diccionario de argentinismos y traté de poblar el libro con todas las palabras que estaban allí. Hubo entonces un exceso de criollismo, de tono familiar, que tampoco es el tono de Buenos Aires. De suerte que un exceso de hispanismo arcaico en Fervor de Buenos Aires y un exceso de criollismo deliberado y artificial en Luna de enfrente hicieron fracasar a esos dos libros.
En otro posterior, Cuaderno San Martín (es algo que yo no he leído desde entonces, desde 1930), acaso hay, dicen, alguna página tolerable referida a Buenos Aires. Pero después, me dicen mis amigos, he encontrado el ambiente de Buenos Aires en puntos donde no lo he buscado deliberadamente, en puntos en que simplemente he mencionado algunos lugares. Es decir, he dejado que la imaginación y la memoria del lector trabajen por cuenta propia. Todo esto que yo hice era realmente superfluo; en cierto modo era tardío, no había por qué hacerlo, ya que en sus muchos libros Fernández Moreno había dado con la verdadera visión poética de Buenos Aires.
Dije al principio que Buenos Aires es una ciudad en cierto modo secreta, invisible; podemos compartirla, pero no podemos comunicarla a los otros. Y Fernández Moreno, con una delicadeza que podríamos llamar oriental, ha dado ese sentimiento de Buenos Aires. Recuerdo uno de sus poemas más memorables, en el cual narra un encuentro con Charles de Soussens, la noche que murió Rubén Darío. Los dos se encontraron en un café de la Avenida de Mayo; los dos lloraron la muerte del gran poeta que había renovado de este y del otro lado del mar la poesía de lengua española, y luego al alba se despidieron. Entonces Fernández Moreno describe, o mejor, evoca, menciona, el esplendor de la aurora hacia el oriente, y luego al pobre Soussens que se aleja claudicante, el pobre Soussens vestido casi míseramente, pero con bastón y guantes y galera. El último verso nos dice:
El sol manchaba de oro tu pobre yaqué verde.
Evidentemente, esto sucede en Buenos Aires en una fecha determinada.
Son también de Fernández Moreno aquellos versos en que le dice al arroyo Maldonado:
Tú no naces, tú mueres en todas partes.
Y otro, hecho de seis líneas, y esas seis líneas nos dan perfectamente, de un modo mágico (la poesía siempre es mágica) el centro de Buenos Aires. Dicen así:
Piedra, madera, asfalto.
¡Si me enterraran bajo el pavimento!
Piedra, madera, asfalto.
¡Y en una calle del centro!
Piedra, madera, asfalto.
Casi no estaría muerto.
De modo que lo que yo buscaba ya había sido encontrado. Claro que sólo él pudo hacer esto, porque quienes quisieron imitar ese estilo, que se creyó impresionista y que es mucho más, quedaron como el de Pedro Herreros, por ejemplo, en meras notaciones visuales, sin mayor profundidad de emoción.
Veamos ahora qué puede hacerse en el porvenir, qué es lo que queda por hacer. Hay una poesía popular de Buenos Aires; ahora nos sentimos identificados todos con esa poesía: la de las modestas letras de milonga y la de las letras de tango. Hace años publiqué con Silvina Bullrich un librito titulado El compadrito. En el prólogo dije que alguien, más allá de nombres propios y de topografías, podría hacer con el compadrito lo que Hernández había hecho del gaucho, y dije, además, que el destino, la ética que asociamos al nombre de compadre, ya estaba dada, aunque de modo fragmentario y parcial, en las innumerables letras de tango. Creo que según ciertas teorías, los romances podrían ser fragmentos de la epopeya; también podríamos suponer lo contrario, podríamos suponer romances que luego constituyeron una epopeya. Pues bien, tendríamos esa posible epopeya dada en los centenares y millares de letras de tango.
Al principio las letras de tango se referían simplemente al compadre. Eran entonces una continuación de las jactancias de la milonga, como por ejemplo aquella que decía:
Yo soy del barrio del Alto
donde llueve y no gotea
o la otra:
A mí no me asustan sombras
ni bultos que se menean.
O bien:
Yo soy del barrio del Alto,
soy del barrio del Retiro.
Yo soy aquel que no miro
con quien tengo que pelear
y a quien en el milonguear
ninguno se puso a tiro.
Luego hallamos como un eco de todo esto en aquellos tangos que eran la continuación de la milonga. Por ejemplo:
Siga el piano che
y dígame usté
si con este taita
va a poder el Norte.
Calá, che, qué corte,
calá, che, calá.
Y luego otros, en que se cantan las desventuras de las cárceles, ya que, como dijo Lugones en su Historia de Sarmiento, la poesía de los compadres estaba basada, como la de Ovidio, en la cárcel o en el amor o en el destierro. Ése era el tema, y esto es lo que queda por hacer.
En Juan Nadie, vida y muerte de un compadre, Miguel D. Etchebarne ejecuta ese proyecto de un compadre que sería todos los compadres, así como de algún modo Martín Fierro es todos los gauchos. Etchebarne ejecutó algo que parece imposible, y es escribir un poema orillero en el cual no hay, que yo recuerde, una sola palabra en lunfardo, porque el lunfardo está en la entonación, a la vuelta de cada verso, pero en ninguno de ellos, y ésta es la enorme diferencia que sentimos entre la poesía de Etchebarne y la de los poetas que han tomado el mismo tema y que han querido realizarlo usando palabras lunfardas, digamos Carlos de la Púa, o aquel otro, Yacaré, que me parece superior. Lo que ellos hicieron vino a quedar como una especie de mero ejercicio erudito, una acumulación de barbarismos y de palabras lunfardas. Además, esto no corresponde a la realidad, ya que nadie habla en lunfardo. Más bien, se intercala cada tanto tiempo una palabra en lunfardo. Pero esto no se hace con deliberación, sino con inocencia, y así los poetas que han escrito poemas en lunfardo han dejado algo totalmente artificial, algo que nada tiene que ver con el pueblo.
Hay además otra razón, y es que los payadores evitan el lunfardo. El pueblo tiene instintivamente la noción de que el arte es algo superior, algo que no debe mancharse, algo que debe ejecutarse con respeto. Y si necesitáramos algún otro testimonio de todo esto lo encontraríamos en el propio Martín Fierro.
A lo largo del Martín Fierro el poeta recurre a imágenes de la estancia, a metáforas tomadas en la vida pastoril. Nos dice, por ejemplo:
Mas nos llevan los rigores
como el pampero a la arena.
Se menciona el pampero, el viento de la llanura, y luego, al final del poema, Fierro se enfrenta con el Moreno (hermano del Negro asesinado por aquél en una riña), y entonces Hernández, como para mostrarnos las diferencias entre su poema y las payadas de los payadores, se olvida de los temas y del vocabulario del canto, y habla, por ejemplo, del canto del mar, del canto de la noche, se pregunta qué es el tiempo, qué es la medida. Es decir, se entra en lo metafísico, que es lo que hacen o quieren hacer los payadores. No olvidaré nunca una noche que entramos a un comité de la Chacarita con Osvaldo Horacio Dondo, y oímos una milonga que se llama la milonga de Arnold, y que fue compuesta, nos dicen, en la cárcel de Tierra del Fuego. En esa milonga se cuentan cosas de un conceptismo casi ingénito, como éstas:
La vida no es otra cosa
que muerte que anda luciendo
o bien:
La muerte es vida vivida,
la vida es muerte que viene
y después:
La vida no es otra cosa
que un resplandor de la muerte.
Eso es lo que busca el pueblo.
Me dicen que Etchebarne, después de haber escrito Juan Nadie ha querido hacer otro poema, no ya de las orillas de tierra o de agua de Buenos Aires, sino del mismo Buenos Aires. Y lo ha buscado en las letras de tangos. No sé de qué manera lo ha hecho, pero sin duda, ha elegido el mejor camino.
A estas expresiones que he mencionado, expresiones verbales de los poetas cultos y del pueblo, tendríamos que agregar otra, que es la expresión musical de Buenos Aires.
En alguna época, nos dicen, triunfaron los estilos, que se han perdido, luego la milonga y el cielito, y finalmente el tango. Es raro que en el tango encontremos todos como un reflejo, como una imagen de Buenos Aires, ya que el tango surgió en ambientes infames y correspondió a la vida de cierta clase de hombres. Sin embargo (esto es misterioso y debería estudiarse alguna vez), eso corresponde en nosotros, a una suerte de nostalgia. Quiere decir que así como otros países, Inglaterra por ejemplo, sueñan con el mar,* así nosotros tenemos como una nostalgia de un tipo de vida infame y cuchillera. Para todos los hombres, para todas las naciones del mundo, hay algo admirable en la idea del valor. Ciertamente la valentía es una de las mayores virtudes humanas. Nosotros vemos esa valentía simbolizada sobre todo en la pelea a cuchillo, del gaucho primero, y después del compadre.
Es muy curioso el caso de Adolfo Bioy Casares cuando en El sueño de los héroes nos da la evolución de un muchacho, un compadrito del barrio de Saavedra, que adora, que venera excesivamente a un señor, llamado el Doctor Valerga, que es un viejo criminal. Este viejo criminal, este viejo compadre, quiere enseñarle así, digamos, la ética de la pelea, de la violencia, aunque todo sea gratuito. El muchacho, sin darse cuenta, va salvándose de ese mundo. Hay un proceso alucinatorio que sería largo recordar aquí. En el último capítulo hay una pelea a cuchillo, y entonces se nos revela que ese viejo farsante, ese viejo embaucador, ya en cierto modo corruptor del muchacho, es también valiente. El muchacho muere salvado, y muere bajo el cuchillo de su maestro. En el último capítulo Bioy Casares ha salvado esa imagen porteña de la pelea a cuchillo. Eso está ahí como tenía que estar. Y todo está dado para nosotros en la letra, y más que en la letra —que puede ser deleznable— en la música del tango o de los primeros tangos.
Sólo he mencionado a algunos poetas de Buenos Aires. Quiero ahora recordar a uno más, olvidado con injusticia: Marcelo del Mazo, poeta de Buenos Aires porque escribió hacia 1909 o 1910 un poema titulado “Tríptico del tango”. Y en este poema tenemos dado en palabras, rendido en palabras, el vaivén, la evolución del tango. Esto no está descrito, no está definido abstractamente como lo hiciera Güiraldes en un poema titulado también “Tango”, que está en El cencerro de cristal, o como lo ha hecho Fernán Silva Valdés diciendo:
Tango,
eres un estado de alma de la multitud,
lo cual puede ser o no cierto, pero es un concepto abstracto. En cambio, Marcelo del Mazo nos deja ver el tango, y casi somos parte del poema. Dice así:
Cuando el ritmo de aquel tango
les marcó un compás de espera
como sierpes animadas
por un vaho de pasión,
se anudaron y eran gajo
de una extraña enredadera
florecida entre la lluvia
de los bichos del salón.
Áura m’hija, aulló el compadre
y la fosca compañera
ofreció la desvergüenza
de su cálido impudor
azotando con sus carnes
como lenguas de una hoguera
las vibrátiles entrañas
de aquel chusma del amor.
Persistieron en un giro
desbarraron los violines
y la flauta dijo notas
que jamás nadie escribió,
pero iban suavemente
al compás los bailarines
y despacio, sin saberlo
la pareja se besó.
Por último, tenemos estos cuatro versos que no son, como ya he dicho, una versión verbal del tango, sino que ya son el tango mismo:
La pareja iba a un ritmo,
de compás y de bravura
en la almohada del cabello,
apoyados sus frontales.
Tres manos sobre los hombros
y una garra en la cintura
era la última moda
del tango en los arrabales.
A grandes rasgos hemos visto lo que se ha hecho, y ahora podemos preguntarnos qué puede hacerse. No creo que la ciudad de Buenos Aires quede detenida por el tango o por su música. La ciudad de Buenos Aires ya es muchas otras cosas. Esto lo han comprendido los poetas. Poetas que, como César Tiempo, han captado el barrio judío, poetas de Belgrano o de Flores. Pero lo más importante de todo esto me parece el hecho de que alguien cante, no a la ciudad de Buenos Aires, sino desde la sensibilidad de Buenos Aires. Y es posible —tan compleja y misteriosa es la realidad—, que el futuro gran poeta de Buenos Aires, el futuro sucesor de Fernández Moreno y de Etchebarne, sea alguien que no necesite siquiera mencionar la palabra Buenos Aires.




[*] En la revista Gente, Nº 860, 14 de enero de 1982, en un reportaje titulado “El mar y yo”, Borges dice: “En los principios de la poesía inglesa se habla del mar. Siempre del amor al mar, del culto al mar, de la cercanía al mar. En cambio, en la poesía española, no. España nunca tuvo el sentido del mar. El descubrimiento de América casi no lo sintió la literatura española. En cambio, en la portuguesa, el mar está presente de una u otra manera. Los ingleses creo que han escrito las mejores cosas en torno al mar. Recuerdo un poema que se llama “El navegante”. Es del siglo IX. Fue escrito en inglés antiguo que es mucho más sonoro que el inglés actual. Hace referencia al Mar del Norte. Es una elegía. Tiene toda la fuerza del mar: No tiene ánimo para el arpa / ni para los regalos de anillos / ni para el goce de la mujer / ni para la grandeza del mundo. / Sólo anhela las altas corrientes saladas”. (N. del E.)


En revista Testigo, Buenos Aires, Año 1, Nº 1
enero-febrero-marzo de 1966 

Luego en Textos recobrados 1956-1986 
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 Maria Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003

Imagen: Borges por Huadi. Foto Gustavo Seiguer Vía


14/11/16

Jorge Luis Borges: El General Quiroga va en coche al muere







El madrejón desnudo ya sin una sed de agua
y una luna perdida en el frío del alba
y el campo muerto de hambre, pobre como una araña.

El coche se hamacaba rezongando la altura;
un galerón enfático, enorme, funerario.
Cuatro tapaos con pinta de muerte en la negrura
tironeaban seis miedos y un valor desvelado.

Junto a los postillones jineteaba un moreno.
Ir en coche a la muerte ¡qué cosa más oronda!
El general Quiroga quiso entrar en la sombra
llevando seis o siete degollados de escolta.

Esa cordobesada bochinchera y ladina
(meditaba Quiroga) ¿qué ha de poder con mi alma?
Aquí estoy afianzado y metido en la vida
como la estaca pampa bien metida en la pampa.

Yo, que he sobrevivido a millares de tardes
y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas,
no he de soltar la vida por estos pedregales.
¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?

Pero al brillar el día sobre Barranca Yaco
hierros que no perdonan arreciaron sobre él;
la muerte, que es de todos, arreó con el riojano
y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel.

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,
se presentó al infierno que Dios le había marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de hombres y de caballos.



En Luna de enfrente (1925)
Foto: Borges junto a sus padres, 1925


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